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ArribaAbajoV. Ramón de la Cruz entre dos fuegos: literatura y público

Literatura y público, dos fuegos que a veces bailan la misma danza y llegan a unirse: es la paz, fructífera, o la traición perpetrada por el escritor que ha vendido, a bajo precio, su literatura. Ramón de la Cruz, heredero del entremés y el más celebrado de los saineteros, de formación neoclásica y aplaudido por los mosqueteros y la cazuela, tipificador del último Madrid dieciochesco pero catalizador de la creatividad del pueblo artesano, ¿no se encuentra entre la espada de un siglo paternalista y reglamentado, en sus preceptivas literarias, y la gruesa, poderosa pared del pueblo que otorga, al menos, la fama del día? O, para ir devanando el ovillo que nos conduzca al problema de partida, ¿cometió Ramón de la Cruz, entregándose al gran público, «el mayor pecado literario: aceptar un éxito que no es el suyo, sino el del mito?»180.

Las relaciones de nuestro autor con su público debieron ser efecto de una tradición literariamente doble (el entremés, por un lado, y la normativa neoclásica, por otro) y causa de una convivencia de lo dual (tipificación o costumbrismo, de una parte, y vivificación o realismo, de otra). Las cuatro alas de ambos ejércitos, literatura y público, se enfrentan hasta firmar la paz fructífera o hasta la victoria (vergonzosa y a la larga contraproducente) de éste sobre aquélla.

Si Ramón de la Cruz fue o no un escritor-mito, si nadó con el mínimo uniforme que exigía el poco exigente jurado popular y supo guardar la ropa que lo singularizaba, si quemó las naves por una pírrica victoria de escritor-mito o por el contrario consiguió llegar a buen puerto a través de una ruta difícil, es lo que vamos a plantearnos en este ensayo.

Al lado del teatro postbarroco (la comedia de magia, la comedia heroica, etcétera) y muy al margen de la tragedia y la comedia neoclásicas, el sainete vino a continuar, en la segunda mitad del oscuro Siglo de las Luces, el entremés. Este, nacido al amparo de la comedia, había ido diferenciándose, más que por los temas y los tipos, por la caricaturización a que los sometía y a la actitud que ante ellos tomaba. Es decir, si la comedia reintegraba al fin la anormalidad a la norma, el entremés -sin fruncir el ceño, criada respondona y despedida mostraba jocosamente el reverso, el lado negativo, sin pretender en la última escena volver a cerrar la tapa de lo que había desvelado con propósitos meramente humorísticos. El entremés, por el camino del pasatiempo, se libera del corsé moral, aunque no desea poner en duda su utilidad en circunstancias más serias; como escribe E. Asensio, nos brinda unas vacaciones morales. Para resumir, he aquí la opinión de H. E. Bergman: «Los esquemas más frecuentes son el engaño (practicado para sacar algún provecho) y la burla (sin otra finalidad que reírse a costa ajena). Lo interesante es que las otras cualidades que estimamos en el ser humano -amor, lealtad, valor, generosidad, abnegación, honor- quedan totalmente fuera del mundo entremesil. Es precisamente porque las víctimas de los engaños y burlas carecen de esas cualidades por lo que sus chascos no mueven a lástima, sino a risa»181. El éxito, que en principio desarrolló el episodio cómico y le dio independencia, fue no muy a la larga el causante de la tipificación de los personajes.

A mitad del siglo XVIII, gran cantidad de autores (bastantes de ellos actores que conocían la manera del entremés) seguía pergeñando toda clase de obras menores. Nos encontramos en la época en que empiezan a ser usadas como sinónimas las palabras «entremés» y «sainete». Cuando Ramón de la Cruz, nacido en 1731, estudiante de humanidades y quizá de jurisprudencia, leía y traducía a Metastasio y Racine o escribía en el prólogo a la zarzuela Quien complace a la deidad acierta a sacrificar (1757): «lastimoso espectáculo de los sainetes, donde sólo se solicita la irrisión, con notable ofensa del oyente discreto»182. Fue, pues, el autor madrileño, escritor de procedencia culta, formado en un ambiente ilustrado, que vivió el celo de los preceptistas -neoclásicos o no-, de los censores y de Aranda. Y, esto casi siempre se soslaya, no dejó de intentar durante su vida, aunque esporádicamente, el teatro neoclásico. Ante su formación y el clima literario de su época, difícilmente podía sustraerse Ramón de la Cruz del modelo francés. «Incluso -escribe Georges Demerson183- los autores que estigmatizaron los excesos de esta influencia y que se erigieron en defensores de la tradición española: Cadalso, Huerta, Ramón de la Cruz, Forner, no pudieron liberarse totalmente de esta influencia». Quien más páginas ha dedicado a la obra de don Ramón, Emilio Cotarelo y Mori, tras informar de la no aceptación del teatro francés por el pueblo español del dieciocho, afirma algo parecido: Ramón de la Cruz, «que prácticamente nada parecía tener de afrancesado, lo fue, aunque con reservas, en la teoría y limitándose a lo docente en el teatro»184.

No ofreciendo dudas que el autor madrileño elevó literariamente el sainete, cabe preguntar: ¿esta dignificación no trajo consigo un acercamiento a la comedia, y consecuentemente una traición a la básica, fundamental actitud a-moral del entremés? Vienen a cuento la definición que de éste último da el Diccionario de Autoridades (1732) y la apostilla de E. Asensio: «'Representación breve, jocosa y burlesca, la cual se entremete de ordinario entre una jornada y otra de la comedia para mayor variedad o para divertir y alegrar el auditorio'. Por tanto comicidad de un matiz específico, jocoso o burlesco, sin pretensiones morales, sin otra mira que el deleite»185. Porque al comparar con la definición de «sainete» dada por Cotarelo, a partir de la obra de Ramón de la Cruz, topamos con una sustancial diferencia; escribe Cotarelo: «Drama sin argumento, pero no sin atractivo, redúcese a un simple diálogo en que predomina el elemento cómico. Elige sus personajes muchas veces en las últimas capas sociales, cuyo lenguaje y estilo adopta, y por tan sencillo medio lanza sus dardos contra los vicios y ridiculeces comunes, viniendo a ser entonces una de las más curiosas manifestaciones de la Sátira»186. La diferencia es radical: Ramón de la Cruz ha dejado entrar en casa del herrero un cuchillo de palo. Ha abierto las puertas -no se ha colado de rondón, como en algunos entremeses de Cervantes- a la moralización, tan apreciada por los ilustrados, y ha herido de gravedad la tradición entremesil.

No se trata de una influencia del teatro nacional (Agustín de Moreto, Juan de Matos, Morales, Monteser, etc.). Ningún entremesista hubiera sentido escrúpulos por pedir prestados una escena o un tema. Además, Ramón de la Cruz también se inspira en un cuento tradicional en El hambriento o sigue entremeses costumbristas de principios del XVIII o El hospital de los malcasados, de Quevedo. La importancia de la herida está en que no parece ya posible hablar del sainete como simple sucesor en el tiempo del entremés; lo desmentirían el más importante sainetero y su tributo a una formación y a un ambiente neoclásicos.

Sin duda, este giro de lo a-moral (esencia del entremés) hacia lo moral influyó en autores posteriores: así, González del Castillo se encuentra en este aspecto entre Ramón de la Cruz y los sainetes que, más populares y por lo general menos ambiciosos, perpetuaban las mujeres casquivanas sin castigo, los bobos contentos a pesar de ser engañados y los sacristanes mujeriegos: el Entremés del mico, el Entremés de la morcilla, el Saynete nuevo El caudal del estudiante, etcétera. Aunque pertenezca a otra área lingüística, la antología de Entremesos mallorquins del segle XVIII preparado por Antoni Serrà Campins puede servirnos para mostrar la distancia que separa, a pesar de ser contemporáneas, las obras de Ramón de la Cruz y las de una zona geográfica aislada y en este sentido arcaizante.

Alejarse del entremés supuso acercarse a la comedia, lo que de algún modo debió incidir en la decadencia -como género no musical o poco musical- del teatro menor. Y habría que hacerlo constar junto a los cambios sociales, el aumento del precio de las entradas, la política estatal y eclesiástica, etc., a la hora de estudiar el alejamiento del público humilde de los teatros en el siglo XIX.

Alejarse de la esencia del entremés supuso acercarse a la esencia de la comedia. El sainete -según la teoría de Cotarelo y la práctica de Ramón de la Cruz- no anda muy lejos de la comedia, según la entiende y escribe Leandro Fernández de Moratín: «Imitación en diálogo (escrito en prosa o verso) de un suceso ocurrido en un lugar y en pocas horas entre personas particulares, por medio del cual, y de la oportuna expresión de afectos y caracteres, resultan puestos en ridículo los vicios y errores comunes de la sociedad y recomendadas por consiguiente la verdad y la virtud»187. Diferencias de extensión, planteamiento y tipología son evidentes, pero hay una coincidencia en la justificación por vía moral de la comedia y el sainete.

Lo que acabo de escribir, y que -creo- una lectura de los sainetes de Ramón de la Cruz corroboraría, no fue entendido por los neoclásicos de su época: para limitarnos a quienes le critican desde un punto de vista moral, Iriarte, Malo de Bargas (seudónimo), Samaniego, Mariano Luis de Urquijo, entre otros, le censuran el comportamiento de los personajes o tipos que pueblan sus sainetes. Leandro Fernández de Moratín comprendió algo más la obra del autor de Manolo al escribir, con cierta perspectiva: «Don Ramón de la Cruz fue el único de quien puede decirse que se acercó en aquel tiempo a conocer la índole de la buena comedia»; pero poco después le recrimina porque «perdió de vista muchas veces el fin moral que debiera haber dado a sus pequeñas fábulas; prestó al vicio (y aun a los delitos) un colorido tan halagüeño, que hizo aparecer como donaires y travesuras aquellas acciones que desaprueban el pudor y la virtud, y castigan con severidad las leyes»188. En Teatro y sociedad en España (1780-1820), Jorge Campos indicaba cómo los neoclásicos -cegados por el género que cultivaban- no habían advertido la modernidad de la filosofía que Luciano Comella exponía en sus obras.

La moralidad y la moralización de Ramón de la Cruz no se encuentran en los tipos escogidos, sino en la forma de satirizarlos, en los diálogos y en los finales de sus sainetes, Ramón de la Cruz los utiliza para curar «a tanto pobrecito enfermo apestado de la moda»189. Y, en larga cita, he aquí sintetizada la conducta que ha de seguir un hombre para serlo realmente:

GEROMA
¿Y quién es un hombre?
FABRICIO
Quien
obedece resignado
á su ley, y á la justicia;
quien sólo levanta el brazo
por su patria, por su honor,
la verdad y el desagravio
de amigos y de mujeres
honradas; quien no hace caso
de chismes ni baladrones,
y desprecia a sus contrarios
valeroso; y finalmente,
el que estando enamorado
de lo exterior de una dama,
echa sobre el fuego un jarro
de agua hasta averiguar
por adentro cómo estamos
de juicio, de entendimiento,
de economía y recato,
que son las prendas que hacen
la mujer; y que en hallando
esta mujer, atropella
por montes y por barrancos,
la consigue, y si no, saca
provecho del desengaño190.


El público, fuese o no artesano, debía aplaudir esta larga alocución de Fabricio. En definitiva, aunque algo simplistas, podríamos dar por válidas las palabras de A. Hamilton: «As a thorough reactionary, he believed that in the past and only in the past, lay the greatness of Spain, and therefore that all the customs of that past were excellents, and all changes and innovations of his own day were, ipso facto, to be condemned»191.

Pero llegados a este punto, ¿por qué un autor de formación neoclásica y moralista escogió para expresarse el sainete? Se lo hemos preguntado a Cotarelo, para quien el casi abandono del teatro neoclásico en pro del género sainetesco «probablemente obedecería a las dificultades de ver recibidas obras de mayor extensión por las compañías de los dos teatros de Madrid, y mucho menos desde que se había declarado neoclásico»192. Según vemos en el prólogo de la ya citada zarzuela Quien complace a la deidad acierta a sacrificar, Ramón de la Cruz tenía serias y fundadas dudas de que el público admitiera el teatro clasicista al modo francés, pero se decidía a escribirlo «por honor de la nación». De la misma manera que cambió su opinión sobre las tonadillas, debieron variar sus ideas sobre qué o cómo había de escribir: aducir razones económicas o unas mayores posibilidades de estreno es, creo, explicar sólo parcialmente la creación de tantos sainetes. (Desde 1771 ganaba diez mil reales anuales y gozó de la protección de los duques de Alba, la condesa-duquesa de Benavente y la duquesa de Osuna). Por otra parte, Ramón de la Cruz arriesgó sin ninguna necesidad la popularización de la zarzuela, al estrenar como segunda de las suyas y primera de tema campesino, Las segadoras de Vallecas (1768), y su moral no se avenía con la ética de los cultivadores del neoclasicismo.

Buscar en el éxito el motivo de su obra popularista nos conduce, si profundizamos un poco, a la auténtica raíz que justifica este giro literario y de actitud: la identidad de juicios ante los nuevos modos y las nuevas modas, del pueblo artesano y Ramón de la Cruz. Este, a cambio del favor de aquél y al adoptar el sainete, no rehuyó temas tan tradicionales como la burla del payo (escribió también zarzuelas de costumbres huertanas) y la del médico. En Los majos vencidos (1771), Ramón de la Cruz derrota la fanfarronería de éstos frente a los abates y usías, pero por lo general somete a crítica a los cortejos, petimetres y pisaverdes, culpados en la sátira de corromper las virtudes tradicionales. Y el pueblo, con unas ganas de vivir que a duras penas pueden concordar con su miseria, representa la conservación de la normalidad ética española y, al perder el modelo de vida aristocrático, «en vez de buscar fuera sus formas -como señala Ortega y Gasset193-, educa y estiliza poco a poco las suyas tradicionales». Las dos grandes aportaciones de la creatividad popular de finales del XVIII son el toreo a pie y el teatro; también el cante jondo, los bailes y las tonadillas, en opinión de José María Rodríguez Méndez194.

No es una entrega sin condiciones sino una coincidencia entre la forma de pensar del autor y la forma de vivir del pueblo, lo que basa el éxito de Ramón de la Cruz. De ahí que pueda crear un personaje como Manolo, que ilustra a la vez la nueva fuerza y la pervivencia de lo popular, prototipo del machismo español de aquella época, temido y respetado por su arrogancia, temeridad y majeza. El manolo pasa de las calles a las tablas y de éstas, renovado, con mayores bríos, a las calles... y a la literatura. Este papel de representante de un determinado sector social no se le asigna únicamente hoy al Manolo, sino que I. L. McClelland recoge unas significativas palabras de la Censura del siglo XVIII: «La célebre pequeña pieza titulada El Manolo (troba en que injustamente, aunque con gracia, se ridiculizan las tragedias) ha dado una idea justa, o injusta del carácter feroz, díscolo y mal endoctrinado de la gente de los barrios de Madrid»195. Si el manolo habitaba primeramente en el Lavapiés y se reunía con los otros majos del barrio en el campillo de Manuela196, podremos encontrarlo años después, más literario en Mesonero Romanos, deambulando también por Embajadores, El Rastro y Las Vistillas.

Manolo no es más que el mejor ejemplo de esta identificación autor-público, identificación que suele tener lugar en un nivel de caricaturización y generalidades que puedan permitir una fácil entente cordiale entre las pretensiones cómicas (y morales a través de la sátira y de la estereotipación) del autor, por un lado, y el afán de divertirse y de sentirse singularizado como grupo social del pueblo bajo madrileño, por el otro. Así, a las críticas negativas que recibe, Ramón de la Cruz podrá oponer el favor y el aplauso del público, y éste se verá ayudado, a partir de bases éticas tradicionales, en la reactivación de su conciencia estética y social. A pesar de su pensamiento «reaccionario», para emplear los términos de Hamilton, el sentido innovador y progresista -no mitificador- del sainetero madrileño existe en tanto su obra enseña y aclara la idiosincrasia de este público humilde, en una época en que los aristócratas se vuelven en parte plebeyistas y el pueblo consigue una cierta personalidad, un pequeño auditorio y una confianza en sus valores existenciales y artísticos.

La parodia de las tragedias en obras como Manolo y El Muñuelo va hacia la misma dirección de lo popular. Y en caso de haber existido en el primer impulso a dedicarse al sainete un sentimiento de impotencia por considerar difícil o imposible ser escuchado con modelos neoclásicos, la preocupación por acercarse al pueblo y la identificación o éxito que consigue en su larga obra bastan para eliminar la hipótesis de un Ramón de la Cruz popularista a pesar suyo. (Aunque esporádicamente volviera al neoclasicismo, cuyos representantes le consideraban traidor y contra quienes opuso Ramón de la Cruz, con vigor y a despecho de tantas críticas, la defensa de su forma no clasicista de hacer teatro).

Tal contribución de Ramón de la Cruz en el erigimiento de una cultura popular, ¿podía hacerse desde el costumbrismo, o hay que sospechar un realismo, una dialéctica en la relación de este escritor con el mundo artesano y popular de Madrid?

Quienes juzgan que Ramón de la Cruz merece poca consideración literaria, Valbuena Prat y Ruiz Ramón, entre ellos, fundan sus razones en el simplismo con que pinta la vida madrileña, objeto de su inspiración. Otros historiadores, en cambio, creen que la brevedad no comportó, en el caso de Ramón de la Cruz, simplismo, sino selección en las anécdotas y los tipos escogidos; Menéndez Pelayo, Cotarelo, Subirá, Hazard, McClelland, etcétera, respaldan en líneas generales esta opinión.

Entrar en la consideración de un Ramón de la Cruz costumbrista o realista exige, para no confundir bajo el mismo significante dos significados, aclarar qué se entiende por cada uno de estos adjetivos aplicados al madrileño. Si entendemos por costumbrismo la inmovilización (con afanes descriptivos, cómicos, morales, o pintorescos) de un personaje en un tipo y de un universo en un cuadro, eliminando la realidad al eliminar tiempo y espacio, como cree Juan Ignacio Ferreras197, Ramón de la Cruz no es costumbrista. En contra de la opinión de Edith F. Helman: la actitud pintoresca «es la que remedaba también el autor casticista por excelencia, Ramón de la Cruz, por mucho que protestara que imitaba directamente la vida del pueblo tal como la observaba»198, intentaremos demostrar que el escritor madrileño rebasa los estrechos límites del costumbrismo, a tenor de la definición acabada de dar. Sin olvidar que el sainete de finales del siglo XVIII puede adscribirse a la última influencia «de las formas carnavalescas de los espectáculos populares (ya muy empobrecida)», en palabras de Bajtin199, y que la función del entremés continuaba siendo la que sintetizan Evangelina Rodríguez y Antonio Tordera: «El hacer reír y sus imprevisibles efectos convive y aún domina en el entremés con otros ingredientes que son, como mínimo, el satirizar una serie de aspectos de la vida social y reflejar la época, lo que constituye al entremés, a pesar del aparentemente progresivo desinterés por el realismo implícito en la sustitución de la prosa por el verso, en una fuente de documentación costumbrista, vocación a la que ha sido fiel la obra corta, entremés o sainete, a lo largo de la historia del teatro español»200.

Hay un tiempo y un espacio concretos y, por tanto, reales en la obra sainetesca de Ramón de la Cruz. Tiempo y espacio que le permiten ser socorrida fuente de historiadores de la España popular y no popular de las postrimerías de aquel siglo, que permitieron -aunque en 1926- el largo ensayo de Arthur Hamilton, de revelador título, A Study of Spanish manners 1750-1800 from the plays of Ramón de la Cruz. Que permitieron la aceptación por parte del público de sus breves piezas teatrales por considerarlas reflejo del vivir cotidiano. Cotarelo ofrece algunos ejemplos de esta apoyatura en hechos reales: El elefante fingido se hace eco de la llegada a Madrid, en 1773, de un elefante; La boda de Chinita y El sarao de Chinita, de unos gigantes que actuaron en la capital; y el rumor de unas piedras que, pulidas, se convertían en diamantes y topacios dio lugar a Las piedras de San Isidro201.

Frente a la admiración por la interpretación de los actores franceses que nos dejó Ignacio de Luzán en sus Memorias literarias de París (1751) o los esfuerzos para formar actores que llevó a Pablo de Olavide a crear una escuela dramática en Sevilla, cabría oponer paradójicamente que los graciosos no debían estar tan lejos en su exagerado gestualismo de los habitantes de los barrios populares. Resulta así de gran ayuda la defensa no neoclásica, tradicionalista, de Vicente García de la Huerta, en su prólogo al Theatro Hespañol (1772), no únicamente por situar a los viejos entremeses españoles como «lo superior que se ha escrito entre todas las naciones cultas, desde que se conoció la representación», sino sobre todo porque en estas piezas «llevan nuestros Farsantes a todos los de Europa una ventaja muy notable, acaso porque entonces están más cerca de sí mismos, que en las demás representaciones»202.

Ramón de la Cruz protestaría del enmarcamiento de su obra en el costumbrismo; en el prólogo a la edición de su Teatro (1786-1791) escribe: «No hay ni hubo más invención en la dramática que copiar lo que se ve, esto es, retratar los hombres, sus palabras, sus acciones y sus costumbres [...] Yo escribo y la verdad me dicta»203. La lectura de esta «poética» puede servir, al menos, para comprender que no pretendía una mera estereotipación de la realidad, sino todo lo contrario. Un autor realista, buen conocedor de Madrid, Benito Pérez Galdós, escribe que la época de Ramón de la Cruz «no comprendió, mientras tomaba por lo serio los madrigales necios de sus poetas más aplaudidos, que era fielmente retratada en unos pasillos cómicos, frívolos, pedestres, tabernarios a veces, destinados sólo a hacer reír»204.

De conceptuar al realismo literario como espejo de la vida, Ramón de la Cruz retrató con la fidelidad que le permitía el género sainetesco la vida -anecdótica, exterior en muchas ocasiones y con un estricto behaviorismo si se quiere- de su época y su geografía. Aunque a veces -hemos citado una de sus zarzuelas de costumbres campesinas- fue costumbrista, no siempre se limitó a una inmovilización de la realidad, moviendo los hilos de sus figuras y anécdotas mecánicamente.

Hay, por otra parte, que tener en cuenta la tradición entremesil, sobre la que construía su obra: H. E. Bergman indica que el realismo del entremés es sólo aparente; y Asensio precisa más: el color local, el lenguaje cotidiano pueden cubrir «las más desenfrenadas invenciones», y únicamente «con infinitas cautelas puede afirmarse que el entremés sea un tipo de teatro realista, archivo de la vida de una época»205. Pero, en contraste con la inmovilidad del costumbrismo de la primera mitad del XIX -notada por Ferreras-, el sainete de Ramón de la Cruz traduce la realidad, la testimonia, y así sus majos (Gorito, Pocas Bragas, Zurdillo, Mediodiente...), a pesar de la larga historia de jaques y rufianes, sus majas, sus abates, sus petimetres, sus cortejos cobran -aun tendiendo a la tipificación- vida sólo en un marco temporal y espacial preciso, que se colige asimismo de los escenarios escogidos por Ramón de la Cruz. Compárese, si no, su teatro con los entremeses o sainetes de su tiempo, que seguían rizando el rizo de unos tipos sin ninguna caracterización y en la mayoría de ocasiones inverosímiles.

El éxito de Ramón de la Cruz vendría asimismo auspiciado por esta realidad, esta encarnación teatral más o menos profunda que el pueblo encontraba en sus piezas. De no ser así, Ramón de la Cruz no hubiera llenado ni los teatros ni los entreactos. Y dada la pasión de chorizos, polacos y público popular en general, el madrileño influyó en su auditorio. (Con esto entramos en un concepto propio, más moderno y riguroso, de la nueva crítica sobre el realismo). Jean Duvignaud ha escrito: «El 'burgués' aprende a pensar y a vivir a través de las figuras imaginarias presentadas en el escenario. Esto será llamado la virtud pedagógica y civilizadora del teatro (Voltaire, d'Alembert, Schiller)»206. Desde este punto de vista, los espectadores artesanos fueron burgueses y aprendieron en parte una forma de vivir en el teatro de Ramón de la Cruz. En aquella literatura escénica de fines del siglo XVIII sólo estas obras menores se dignaban a reflejar -sin demasiada profundidad- el contorno, el ambiente de su época.

Para aceptar a Ramón de la Cruz como realista en un sentido más riguroso que el tradicional (que el de Pérez Galdós como crítico, pongamos por caso), se echa de menos en sus sainetes una relación dialéctica entre personajes y anécdotas que los forman y el universo al que representan. En una palabra: a la obra de Ramón de la Cruz, para ser calificada como realista desde los supuestos de la nueva crítica, le faltó una problematización de la realidad, no buscada a pesar de la burla y de la moralización. La minoridad de Ramón de la Cruz, y con él, la del sainete, estriba en el no haber puesto el pulgar en la llaga, sino el meñique. En no haber querido (o podido) quemar las naves en una empresa crítica y haber preferido arribar al puerto bordeando problemas, costeando sin riesgos y «pedir perdón por las faltas muchas». En no haber encendido el fuego de la concienciación... Pero quizá estamos exigiendo mucho, y desde una óptica desenfocada, al sainete.

El punto de partida (si Ramón de la Cruz vendió o no a bajo precio su literatura) aparece ahora, tras este discurrir por la tradición entremesil y el modelo neoclásico, por el costumbrismo y el realismo, más claro: no fue el sainetero madrileño un escritor-mito. Su éxito nace de una identificación, en un nivel de generalidades, con el pueblo humilde de Madrid, de una capacidad satírica y cómica y del proceso hacia el realismo (a pesar de ciertas obras costumbristas o tipificadoras) con que transforma el entremés. Sus sainetes se acercan a la comedia neoclásica en tanto llevan consigo una moralidad y una moralización (nacionalistas, no neoclásicas), las cuales propician una falta de libertad imaginativa que redunda a su vez en la presentación de un espacio y un tiempo concretos, al menos en algunas obras. Esta temporalidad y esta espacialidad convierten a Ramón de la Cruz en realista, según el criterio tradicional. Este realismo -demasiado superficial y behaviorista para ser dialéctico- hace que el pueblo de fines del XVIII se autoafirme en su modo de vivir por oposición a los ridículos de clases más altas y a los ignorantes payos; en esto último, Ramón de la Cruz se limita a seguir la tradición entremesil. La minoridad del sainete y del autor madrileño radica en no haber traspuesto la puerta de un realismo hecho de planteamientos conflictivos y confrontaciones problemáticas, con unas tentativas de solución.




ArribaAbajoVI. Bases y tópicos morales de los sainetes de Ramón de la Cruz

Al analizar la ideología de un escritor de sainetes, se corre el riesgo de confundir la «ideología» del sainete con la del autor. Es decir, tales piezas exigen por lo general la presencia de los males sociales sobre los que -sin ánimo de moralizar, o sea sin pretensiones ideológicas- montar una intranscendente burla. Ramón de la Cruz, como veremos luego, se aparta de tan definitoria y esencial característica, salvo en los entremeses de «figuras». Se podría incluso enunciar que el entremés niega la ideología del autor, por cuanto la encorseta al ser una pieza breve, deliberadamente trivial, de estructura, personajes y temática casi dadas; el amaneramiento reemplaza muchas veces la originalidad, que el espectador no desea.

El papel del público respecto a la moral transmitida por el sainete no puede ser desdeñado: «no pocas veces se observa una subida repentina de las recaudaciones después de la mera sustitución del sainete que completa el programa», según señala Andioc207. Como veíamos en el anterior capítulo, al autor se le impide en consecuencia discrepar de los receptores de su producto, por lo que es frecuente que se inviertan los papeles y sean éstos, los espectadores, quienes dicten el mensaje y el código del escritor.

Si se permite la crítica de lo establecido, se debe sólo a que la deformación, la superioridad del espectador sobre lo que ocurre en el escenario y el compartido -por autor y público- propósito de simple pasatiempo difuminan lo que muy superficialmente parece una subversión o una puesta en duda moral. En palabras de Asensio, «el entremés acepta alegremente el caos del mundo, ya que su materia especial son las lacras e imperfecciones de la sociedad coetánea y de las mismas instituciones humanas»208. El propósito inicial, la esencia del entremés, el papel «fiscalizador» del público... invalidaban la potencial crítica dialéctica de dichas obritas. Y si algún «heterodoxo» cultivó el sainete, la minoridad de este teatro no dejó translucir aquella heterodoxia más que en escasa medida. De todos modos, el entremés tenía abiertas sus puertas tanto para quienes estaban interesados en el análisis moral de su época (Cervantes, Quevedo) como para quienes -por no haber escrito obras de más enjundia ideológica- no se manifestaron a este respecto (Quiñones de Benavente).

A las dificultades propias del subgénero (el amaneramiento, la deformación ridiculizadora, la brevedad, y un largo etcétera) y a las debidas a la relación entre el texto y el espectador (la mera función de entretenimiento a-moral), cabe añadir otra dificultad que concierne al autor: su dificultad con los personajes, su actitud con ellos. No profundiza en su interior, y por tanto -a la busca de lo típico y con una visión totalmente externa- el entremés observa al personaje «sin más emoción que la que exhibe el coleccionista al examinar sus lepidópteros», según Bergman209. Bastante menos, probablemente.

Hay, con todo, una posible y leve objeción a esta frialdad. Las características que delimitan al entremés obligan a la búsqueda, por parte de sus autores, de lo que se aleje de la normalidad, de lo establecido. Esta necesidad introduce, por ejemplo, la figura del rufián que, por contraste, queda ensalzado al conducirse con sinceridad, valentía y libertad. Forzosamente, había de influir en la ideología de Cervantes y Quevedo el tipo que protagonizara algunos de sus más celebrados entremeses. (No se olvide, tampoco, que son los graciosos quienes interpretan, y a su manera, los papeles principales).

Objeción plausible... pero excepcional. Una de las claves de esa ausencia de ideología, o, en definitiva, de compromiso, está -más allá de la definición y de la tradición entremesiles- en una ausencia de lo subjetivo. Recurramos nuevamente a Eugenio Asensio: «El Siglo de Oro ignora las dos modalidades románticas: el costumbrismo nostálgico, que trata de retener un mundo que se va, y el costumbrismo progresista, que, condenando el atraso social, se dispara hacia un porvenir luminoso y avanzado. Ignora igualmente el costumbrismo documental, la saturación descriptiva del naturalismo, donde el ambiente, y no el hombre, sirve de protagonista»210. Quien desee establecer la ideología de un entremesista o de un sainetero habrá, pues, de desbrozar mucho camino, limpiar los presupuestos del género, los dictados del público, la «frialdad» del oficio, etcétera. Podrá servirse de los «entremeses de figuras» si el autor que estudia los ha escrito; así lo hemos hecho con Ramón de la Cruz, pero el panorama ideológico tratado será siempre muy reducido: se limitará a la crítica más o menos tópica de las costumbres, y la lectura tendrá que desandar lo andado, para ver si detrás de la burlesca negación de unos comportamientos se esconde la afirmación de sus contrarios. Tarea difícil, que exige incluso tener presentes las estructuras formales del autor: así, por ejemplo, siempre alcanzará en Ramón de la Cruz mayor importancia lo manifestado por ciertos personajes, lo dicho o lo acaecido al final, etcétera.

El acercamiento del entremés, convertido en sainete, a la comedia según la definición moratiniana211 procede de la influencia del neoclasicismo: el teatro ha de ser útil y moralizador. De todos modos, las bases del subgénero estaban trazadas y Ramón de la Cruz las aceptó en su mayor parte: entre ellas, por supuesto, la ridiculización de ciertos tipos (verbigracia, los payos212). Esta ridiculización de modales, indumentaria, formas de hablar y de hacer, etcétera, interesa sobre todo cuando la sátira se centra en personajes no tradicionales: los petimetres, el cortejo, los abates... Burlándose de ellos, se reafirma la vieja moral. Se trata de oponer lo tradicional a lo moderno, lo castizo a lo extranjero. Y la majeza, aunque con algunos defectos, conservaba los antiguos valores españoles de la virilidad y la conciencia del propio valer -el honor-, el sentido del ridículo y la pasión correcta, en la opinión de Ramón de la Cruz.

Su conservadurismo contribuyó, quizá paradójicamente, a la liberación del pueblo con respecto a las clases altas, o lo que viene a ser lo mismo: a cierta toma de conciencia social de las clases bajas urbanas. Dejando a un lado estas consideraciones sobre las consecuencias de la ideología de Ramón de la Cruz, lo cierto es que la segunda mitad del siglo XVIII fue escenario de una crisis de la moral tradicional, y en cierto modo de una renovación de las costumbres (del lujo, del concepto de honor, del sentido de la dignidad humana, del consumismo...) y que los escritores fueron testigos y parte de aquel proceso. Cabía un progresismo y una mirada de añoranza, un costumbrismo progresista y un costumbrismo nostálgico. Máxime, cuando el periodismo abría una ventana a la contemplación de la vida diaria y seguía el sainete, heredero del viejo entremés, asomado a la realidad en busca de lo pintoresco. La crisis de costumbres contribuyó pues a aclarar y a aclararnos el ideario moral de Ramón de la Cruz, de su nostalgia y defensa de los valores nacionales.

A esta relativa claridad sobre la ideología de Ramón de la Cruz, iluminada por circunstancias históricas (influencia de la teoría neoclásica -moralización, utilidad-, nacimiento del periodismo, crisis de costumbres y consecuente toma de partido del escritor abocado a la vida cotidiana), se añade la voluntad pedagógica del autor madrileño que tergiversa en bastantes ocasiones la esencia de lo que había sido hasta entonces el teatro breve. Ramón de la Cruz quiere moralizar e incurre en redundancias ideológicas difícilmente asimilables por la condición sociológica y sobre todo estructural del subgénero publicado, redundancias por lo demás innecesarias para la comunicación de su pensamiento. Sólo la elementalidad del sainete puede coayudar a esta redundancia: escena final como moraleja dialogada o conclusión didascálica a una anécdota típicamente representativa; cultivo del entremés «de figuras» en ataque xenófobo y reaccionario a las costumbres recién importadas; elección de tipos ridículos, enfermos de mal de moda, en detrimento de personajes más tradicionales (padres, maridos al modo «clásico», payos, etcétera).

La moralidad del autor de El hospital de la moda no es, como la que Asensio da por característica del entremés, «accesoria e implícita»213. Hay un relativo compromiso entre creador y creaturas, entre autor y personajes, una emoción mayor que la del coleccionista de lepidópteros. Otro ataque de la práctica de Ramón de la Cruz a la tradicional teoría de la ecuación entre paso, entremés y sainete. Para resumir: existe un cierto costumbrismo nostálgico en su obra, una cierta «dedicación» ideológica conservadora, tradicionalista.

Una vez ha quedado planteada a modo de cuestión previa la relación entre las «ideas» del sainete y las «ideas» del sainetista, para no caer en un determinismo excesivo que impida ver el margen de movilidad ideológica de cualquier escritor, incluso al servicio de su público, hay que tener presente el abanico de opciones que le ofrece su época. Se trata también de un análisis sobre el texto y el contexto, con que iluminar desde el campo general de las ideas ilustradas y tradicionalistas el terreno de las sátiras de Ramón de la Cruz. De este modo, podremos comprobar -o al menos ésta es mi esperanza- como el sainete y la literatura popularista no implican necesariamente una ideología nostálgica y tradicionalista, pese a decantarse a menudo hacia ella, y podremos, de este modo, abrir la posibilidad de saineteros liberales.

Convertida España en «el esqueleto de un gigante», para usar las palabras de Cadalso, dos opciones se presentan al intelectual del siglo XVIII: intentar erguir o siquiera mantener la debilitada columna vertebral, o procurar crear un nuevo cuerpo. El abanico de ideas ofrecido se extiende desde la nostálgica apología de la época imperial hasta el liberalismo extremo, casi antimonárquico214.

El abate Marchena, «primer traductor del Emilio en lengua española»215, escribe en un Manifiesto a la nación española de carácter prorrevolucionario: «La España está a diez mil leguas de Europa y a diez siglos del décimo octavo»216. Parecida idea preside casi toda la obra inglesa de José María Blanco White. El país ha cerrado con doble llave el sepulcro del Cid; ante lo cual, otro «heterodoxo», León de Arroyal, se expresa con sarcasmo: «Desprecia [,España,] como hasta aquí las hablillas de los extranjeros envidiosos, abomina sus máximas turbulentas; condena sus opiniones libres, prohíbe sus libros que no han pasado por la tabla santa y duerme descansada al agradable arrullo de los silbidos con que se mofan de ti»217. Estas ideas del liberalismo antiabsolutista se reflejan -y es lo que mayor interés tiene para nuestro estudio- en la crítica de costumbres que desde la prensa218 o la poesía llevan a cabo los pensadores más avanzados. Una lectura de El Censor nos permite conocer cómo Cañuelo, en favor de los derechos de cada ciudadano, critica las prerrogativas nobiliares y la pasividad de clérigos y potentados; Antonio Elorza comenta el discurso diecisiete de El Corresponsal del Censor, debido a Manuel Rubín de Celis, en el que el liberal asturiano pide una igualdad de trato fiscal. «Estamos todavía -afirma Elorza219- en el momento en que la revolución burguesa se afirma con carácter universal, más allá de los intereses ideológicos de clase. No. A nuestro modo de ver no es otro el sentido de las contraposiciones de Rubín de Celis que culminan lógicamente en la idealización de las formas de vida populares y el menosprecio de los poderosos entregados al lujo». Tan buena disposición por las clases útiles no podía sino ayudar al desarrollo de la creatividad popular y popularista a pesar del paternalismo con que se ponía en práctica.

La opinión de Rubín de Celis coincide con la expresada por Meléndez Valdés en «La despedida del anciano»:


«¿Destinaste á esclavos viles
A los pobres? ¿de otra masa
Es el noble que el plebeyo?
¿Tu ley á todos no iguala?
Sólo es noble ante sus ojos
El que es útil y trabaja,
Y en el sudor de su frente
Su honroso sustento gana.
[...]
Ella [la razón] busca, y se complace
Del artesano en la hollada
Familia, y sus crudas penas
Con gemidos acompaña.
Allí el triste se conduele
Del triste, y con mano blanda
Le da el alivio, que el rico
En faz cruda le negara.
Allí encuentra las virtudes,
Allí la mujer es casta,
Y los obedientes hijos
Cual un Dios al padre acatan
Mientras en los altos techos
La discordia su ímpia rabia
Sopla, y tras la vil codicia
A todos los vicios llama»220.



También Jovellanos, liberal más moderado, desea un cambio social y critica a la nobleza:


«¿Y es éste un noble, Arnesto? ¿Aquí se cifran
los timbres y blasones? ¿De qué sirve
la clase ilustre, una alta descendencia,
sin la virtud?»221



A esta frecuente crítica a la nobleza, se unía, más veladamente por causa de la Inquisición, la dirigida al clero. Pero no se trataba, en el caso de los ilustrados españoles, de una crítica teológica, sino basada en la inercia científica de la escolástica y la pervivencia de señoríos eclesiásticos (2591, amén de 1235 abadengos, en el Censo de 1797). Por esta razón, como Richard Herr ha demostrado222, los ataques por parte de los tradicionalistas al pretendido ateísmo o agnosticismo de nuestros ilustrados se perdían en el vacío de lo inútil, esfuerzo errado.

Fuera la educación223 o la economía224 el eje motriz de la Ilustración, la mayor parte de quienes se integraron en las sociedades económicas o lucharon por las reformas en el campo político, no pensaba en una revolución. La frase con que Sánchez Agesta define la raíz del pensamiento de Jovellanos es, pues, aplicable a casi todos sus compañeros: «Desde las filas ilustradas del racionalismo reformador, Jovellanos no ha dejado de identificar a España con su religión, su constitución, sus leyes, sus costumbres, sus usos, en una palabra: con su tradición»225. De ahí que, con la creencia en una evolución de las estructuras políticas, hubiera rechazado la solución revolucionaria: «Que nada bueno se puede esperar de las revoluciones en el Gobierno [...] Pero si, escarmentadas [las naciones europeas], prefieren la paz y protegen las artes pacíficas, y sobre todo, la agricultura (la única que puede solidar su poder), evitarán su ruina», según Jovellanos226. (Esta generalizada repugnancia de los liberales por la violencia podría explicar la actitud antirrevolucionaria del sainetero gaditano González del Castillo).

Simplemente, el pensador liberal deseaba restringir los poderes nobiliar y eclesiástico, con lo que garantizar la neutralidad estatal y los derechos de todos y cada uno de los ciudadanos227. La cultura no sólo iba a ser fuente de felicidad pública y privada, sino que también iba a dignificar al hombre, por ser instrumento de fraternalización y prosperidad social, como ha puesto de relieve Jean Sarrailh228. Naturalmente, reconocer como ciudadano a quien hasta entonces no había sido más que vasallo representa la «revisión del honor social, uno de los más significativos exponentes del pensamiento del siglo», en palabras de Sánchez Agesta229, revisión que también queda ejemplificada desde otro ángulo por los sainetes.

La «dignificación de los oficios» es, por consiguiente, fruto de un cambio en la perspectiva social de la segunda mitad del siglo XVIII, la traducción jurídica del interés por lo útil y de la animadversión por el ocio del clero alto y la clase rica e improductiva.

Dado el carácter fundamentalmente agrícola de la economía española, la preocupación social de los ilustrados y de las sociedades económicas se pone asimismo de relieve en el estudio de los problemas del campo y del campesino. No sólo se redactan informes como el de la Sociedad Económica de Madrid sobre la Ley Agraria, obra de Jovellanos, sino que incluso el tema entra en la literatura de creación: la epístola VI, «El filósofo en el campo», de Juan Meléndez Valdés -escrita entre 1785 y 1797- «compara la dura, pero sana vida del campesino, con la muelle y decadente del cortesano», de acuerdo con Joaquín Marco, quien concluye: «Meléndez es tanto un poeta anacreóntico, como un poeta didáctico-social, preocupado por el problema del campo, que incorpora a su poesía; un efectivo propagador de los problemas que se planteaban en las Sociedades Económicas de Amigos del País»230. Tales sociedades, en efecto, desempeñaron un importante papel en el fomento de la industria popular y la agricultura231. Circunstancias personales con el tópico del «beatus ille», justifican la afirmación de Emilio Palacios: en Meléndez Valdés, «la naturaleza ya no sólo es el gozo, sino el refugio frente a la destrucción y agresividad de la Corte»232. Mientras tanto, el sainete, género literariamente conservador, continúa ofreciendo la imagen tradicional del campesino rudo e ignorante.

Sin embargo los ilustrados sólo constituían una minoría, aunque activa y en la cúspide de la sociedad, en el panorama ideológico de la segunda mitad del siglo XVIII. La ayuda real contribuyó a que sus programas fueran algo más que papel, mojado, e incluso pudo influir en la aceptación popular, de todos modos muy relativa, de su puesta en práctica: leyes en favor de los trabajadores manuales y de los campesinos; introducción de nuevos métodos agrícolas; supresión de los desahucios de tierras; etcétera, lo atestiguan.

El drama de las dos Españas. José María Blanco White, lúcido testigo de aquella herida, ve su causa en la lucha entre una educación obscurantista y anacrónica y una formación que intenta basarse en la crítica racional. Así expone en 1831 el conflicto: «Si cualquiera de los dos bandos tuviese suficiente poder para subyugar al otro, la fiebre intelectual del país sería menos violenta y cabría esperar alguna crisis en una fecha próxima; pero ni la Iglesia ni los liberales (pues tales son en realidad las dos facciones opuestas) tienen la posibilidad más remota de desarmar al adversario. La contienda debe prolongarse desgraciadamente por un tiempo indefinido, durante el cual los dos sistemas de educación rivales que existen en el país están condenados a proseguir su obra de convertir a la mitad de los españoles en extranjeros y en enemigos de la otra mitad»233. La contienda había de ser ganada, forzosamente, por los partidarios de la ilustración y del liberalismo, pero los ultras conservaban entonces, a mediados del dieciocho, el arma del Santo Oficio, la mayoría de las cátedras universitarias y la inercia e ignorancia temerosas del pueblo.

Si en Europa se intensifica el estudio de la geografía y de la historia política, las ciencias naturales y las matemáticas234, el ejemplo dado por Feijoo apenas pudo abrirse camino en la universidad; las páginas que Torres Villarroel dedica a ésta son de lo más revelador. El problema no era nuevo: «la identificación de la ciencia tradicional (reducida a unos menguados restos de Peripato) con la ortodoxia y la hispanidad, la sospecha de que lo extranjero, sobre todo si era nórdico, debía ser anticatólico y antiespañol, se fue forjando durante el siglo XVII, antes de salir a luz en las polémicas del XVIII», como afirma Domínguez Ortiz235. De ahí el empeño con que los científicos racionalistas españoles intentan deslindar religión y ciencia.

Francia representaba la heterodoxia política y científica, religiosa y moral. También literariamente, su influencia es rechazada por Forner en las Exequias a la lengua española y Tomás de Iriarte en Los literatos en Cuaresma. Nipho se esfuerza en hacer frente a las innovaciones desde la prensa. Valcárcel, Alcántara Castro, Ceballos... procuran rebatir las ideas antiescolásticas, el enciclopedismo y lo que denominan jansenismo. La Oración apologética por la España y su mérito literario (1786) se convierte en la biblia de los tradicionalistas y en el blanco de los liberales (Cañuelo escribe en el discurso 165 de El Censor una satírica Oración apologética por el África y su mérito literario); a España, según Juan Pablo Forner, se debe el correcto desarrollo de la ciencia y de la cultura en general.

Sin embargo, el misoneísmo y la xenofobia, faltos quizá de una sólida argumentación científica, se refugian en terrenos más superficiales y cotidianos: la «decadencia» de las costumbres, al abrigo de un probablemente mal entendido celo religioso. La generalización progresiva en los sectores altos, y en alguna gente de la clase media por imitación, de la costumbre del chichisbeo, corre paralela al incremento en número e intensidad de las voces contrarias a dicha boga. A pesar de que la actitud del Santo Oficio, en opinión de Martín Gaite236, fue la de echar tierra al asunto y eludir el conflicto con la alta sociedad. Sirven como ejemplo de tan constante crítica a la «corrupción», las cartas del marqués de la Villa de San Andrés, escritas a mediados del siglo; así se lamenta: «Mas ahora que no sólo el pie, sino mucho más allá, a merced de las contradanzas y a favor de los tontillos, ve el que tiene ojos; que la mano en los minuetes y ambas manos coge, oprime y suelta el atrevido; que al tocador entra todo pisaverde; que el pariente o conocido, si viene forastero, abraza y en las mejillas (ahí es nada) besa; que todas las deidades tragan vino [...]»237

Con todo y aunque en materia filosófica, religiosa o política, científica y literaria, los apologetas del tradicionalismo y los ilustrados disentían totalmente, con aparente paradoja la sátira a los petimetres, a los abates eruditos a la violeta, al cortejo, va a ser común. Puede que tal coincidencia suponga cierta contradicción ideológica por parte de los ilustrados238, pero por lo general respondía a una convergencia de dos actitudes: los tradicionalistas velaban por «aquella modestia y gravedad que era propio del carácter de una nación»; los ilustrados criticaban el ocio inútil de la nobleza y grupos miméticos o asimilados. La coincidencia final -distintos los tratamientos de ambas críticas- abarca no sólo la burla de cierto esnobismo sin base (irracional para unos; inmoral para otros) sino la sátira a la nobleza, a ciertos conceptos del honor y de los celos, e incluso, aunque más forzadamente, a la crítica de la ignorancia de la sociedad rural.

Si Nicolás Fernández de Moratín escribe La Petimetra o Cadalso toma por tema para sus octavas la descripción algo burlesca del traje de un currutaco, a Juan Pablo Forner se atribuyen estas dos definiciones:




«Definición de una niña de moda


   Yo soy de poca edad, rica y bonita;
Tengo lo que llamar suelen salero,
Y toco, y canto, y bailo hasta el bolero,
Y ando que vuelo con la ropa altita;

   Si entro en ella, devuelvo una visita,
Y más si hay militar o hay extranjero;
Voy á tertulia, y hallo peladero;
A paseo y me llevo la palmita:

   Soy marcial239: hablo y trato con despejo;
A los lindos los traigo con ejercicio,
Y dejo y tomo á mi placer cortejo;

   Visto y peino con gracia y artificio...
Pues, ¿qué me falta?... Oyóla un tío viejo,
Y le dijo gruñendo: Loca, el juicio».



Y:




«Definición de un petimetre


   Yo visto, ya ve usted, perfectamente;
Mis medias son sutiles y estiradas;
Las hebillas, preciosas y envidiadas;
Los calzones, estrechos sumamente:

   Charretera á la corva cabalmente;
Mis muestras, de Cabrier, muy apreciadas;
Mis sortijas, en miles valüadas;
Sombrero de tres altos prepotente:

   Sé un poco de francés y de italiano;
Pienso bien, me produzco á maravilla;
Soy marcial, á las damas muy atento:

   ¿Tengo, señor, razón de estar contento?
¿Qué me falta?... No más que una cosilla:
Temor de Dios y algun entendimiento»240.



Las diatribas de «El petimetre» de Iriarte censurándolo por su ociosa inutilidad son parecidas, e incluso en el final del soneto, este autor pone también en duda la racionalidad de tal comportamiento.

La comedia de magia y la de figurón, para ir descendiendo por los peldaños de la literatura poco considerada, zahieren de forma semejante, ya en El anillo de Giges, y el máxico rey de Lidia de José de Cañizares:


«Soy de la nueva doctrina
que de reñir por mugeres
es una gran bobería,
con que de puro prudentes
son ya los hombres gallinas»241.



El figurón linajudo, procedente del Norte -como estudia el propio Caro Baroja242-, es ridiculizado por su vanidad nobiliaria, su credulidad, su avaricia, desde mediados del siglo XVII, pero continúa dando lugar a comedias y sainetes a lo largo de todo el XVIII porque no pierde su vigencia o comicidad hasta avanzado el siglo XIX. Coinciden, pues, en el panorama de la segunda mitad del siglo de las Luces, la sátira ilustrada, la tradicional y aun la literariamente tópica.

Las conclusiones de tal convergencia crítica son de la mayor importancia para el presente estudio: el tema satírico de las nuevas costumbres, tan frecuente en los sainetes de Ramón de la Cruz y González del Castillo, no presupone una determinada ideología. Si el autor madrileño defiende, a trasmano de la raíz amoral del teatro que escribe, una moral tradicionalista, ello no obsta para que otro sainetero realice su sátira con unas bases distintas. Por tanto, la burla del cortejo y del petimetre no denota ni mentalidad conservadora ni mentalidad liberal. Sólo un análisis de la actitud que adopte el sainetero al tratar el tema, detectará su ideología.

Afirmábamos que el conservadurismo estético de los géneros popularistas fomenta, sin imponerla, la ideología tradicionalista y la simple repetición de una manera, al amparo, además, de la escasa ambición literaria de su público. Tal vez igual efecto tiene el desprestigio moral del sainete243. Lo mismo ocurría con la literatura popular, y de ahí que «viva marginalmente cualquier transformación de la literatura culta, a menos que ésta signifique una honda y amplísima variación de gusto. [...] El débil neoclasicismo español no logra hacer mella ni en la temática ni en los gustos populares, si exceptuamos los poemas de Cadalso, popular por diversos motivos, aunque no por su neoclacisismo», en palabras de Marco244. Once días, por ejemplo, duró tan sólo en el Príncipe de Madrid Los menestrales, la más importante iniciativa teatral neoclásica e ilustrada en pro de los artesanos... y, para más inri, presentada por una loa de Ramón de la Cruz. Por tanto, al reflexionar acerca de las bases y tópicos morales de los sainetes popularistas del autor madrileño, conviene indicar que la ridiculización con que presentaba los payos procedía de la tradición entremesil; que la crítica a las clases media y alta se centraba en sus costumbres (modo de comportarse, de hablar, y de vestir) y en el ataque a su maledicencia, hipocresía y esnobismo. No quiere esto significar que Ramón de la Cruz deseara un cambio social; abunda en lo mismo Nigel Glendinning: «prefirió mantener la disposición jerárquica de la sociedad española como siempre había sido. Se critica menos el absentismo de los propietarios de Las frioleras, por ejemplo, que los nuevos ricos de los pueblos rurales y los egoístas inmorales que no reconocían valores y no sentían ninguna consideración hacia los demás»245.

A pesar de la no aceptación de la fanfarronería, Ramón de la Cruz encuentra entre los majos la continuidad de las virtudes de nuestra época áurea246. Se cumple en él el mismo rechazo al «afeminamiento», rechazo que llevó a los majos a exagerar su apariencia machista y a considerarse salvaguardadores de la tradición. Así también lo debió creer nuestro sainetero, y así lo expone Martín Gaite: «Los hombres de los barrios bajos, como revancha a su miseria, se atrincheraron en aquella xenofobia y acentuaron su desprecio hacia los petimetres ricos. Se consideraban superiores a ellos, y llegaron a creerse depositarios y genuinos representantes del espíritu castellano en sus más puras esencias. Despreciaban especialmente a la clase media [...], que era la principal culpable de la degeneración caricaturesca de las nuevas modas»247.

La opinión de Ramón de la Cruz quizá coincida con la del manchego que, después de su visita a Madrid, concluye:

«MERINO
Vayan, y vamos nosotros
contentos a festejarnos,
de haber conocido a tiempo
que en el lugar en que estamos
lo más del oro, que brilla,
es aparente, o es falso»248.


Pero cuando prefiere moralizar -con una actitud, según hemos escrito, contraentremesil y didáctica, por influencia del neoclasicismo-, no recurre a los majos; don Ramón de la Cruz escoge como portavoz de sus ideas a un hombre acomodado, un hidalgo a la vieja usanza o un personaje simbólico. Prosigue, incluso, una escasa tradición: la del entremés de «figuras»249, para hacer desfilar una serie de entes ridículos ante los ojos de un caballero juicioso que muestra las ideas del autor. José-Francisco Gatti enumera los siguientes sainetes de «figuras» debidos a Ramón de la Cruz: La feria de la fortuna, El hospital de la moda, La academia del ocio, El hospital de los tontos y El almacén de las novias250. En La academia del ocio, Espejo indica el «sujeto» que está buscando:

«ESPEJO
El más perfecto,
sea militar, golilla ó artesano,
como tenga buen juicio y limpia mano,
que tenga horror al ocio
y sea familiar de su negocio
y no de los ajenos; porque arguyo
que los tales jamás cuidan del suyo.
BLAS
¿Si es hombre bajo?
ESPEJO
Como sea prudente
honrado y hábil, él será eminente;
que la virtud no siempre da blasones
y los dan cada día los doblones»251.


En El almacén de novias (entre las que figura, rara avis, una dama estudiosa y erudita), el Pretendiente quiere hallar una mujer «santa, noble, hermosa y rica»252.

El buen juicio (o la prudencia, o la honradez) y la santidad, para Ramón de la Cruz, se han refugiado en quienes persisten en el camino de «nuestros abuelos». Tal mención -o la de Forner: «un tío viejo», en el poema transcrito anteriormente- indica cuál es el punto de partida del autor y, por esto, se le «lleva la pasión...


...cuando por la calle encuentro,
cuando miro en los teatros,
cuando a las mesas observo,
cuando escucho en las tertulias
y cuando en los libros leo
sin remedio á su dolencia,
tanto pobrecito enfermo
apestado de la moda»253.



Quien así habla, un hidalgo, viste «a la española antigua rigurosamente» y funda El hospital de la moda para curar afrancesados en el hablar, en el vestir, o en el escribir. Los majos, que emplean «su lengua» y saben sólo seguidillas y tonadas, están sanos y libres de todo contagio.

La moda ha convertido el matrimonio en hazaña de valiente, pues la falta de medida de ciertas mujeres exige un cirineo (léase petimetre) que ayude económicamente; tal inmoralidad representa Para Ramón de la Cruz el olvido del antiguo y legítimo honor, del recato de la dama y el de los celos.

El petimetre o el cortejo cifran su valía en la oportunidad de satisfacer un capricho de la dama, en conocer la moda, en vestir a la francesa y a la última, en aconsejar al perruquier, en saber dirigir un baile, etcétera (véase, por ejemplo, La elección del cortejo). Ante la señora Moda, que «fomenta / el genio raro de las damas locas / con muchas batas y camisas pocas»254, ¿cuál ha de ser la actitud del marido?:

«BENITO
Ea, señores: al punto
vayan tomando la puerta;
que yo basto a acompañar
a mi mujer aquí y fuera,
a servir de secretario,
a ponerla la escofieta
y a enderezarla de un palo
si acaso no anda derecha»255.


¿Cuál la del caballero honesto?:

«DON MODESTO
[...] y quien las mira con casta
intención evitar debe,
con razón cuerda y cristiana,
el riesgo que le engañen
y el delito de engañarlas»256.


Los finales moralizadores abundan en la obra de Ramón de la Cruz: a la postre sabemos que el marido hará valer su autoridad y, en muchos casos, que la esposa rechazará la extranjera e inmoral costumbre del cortejo. En la última escena de El marido discreto (repárese en el título el uso de un adjetivo tan propio de la edad de Oro), don Santos desea que

«[...] algunas se estremecieran
o de vergüenza o de asco
y volvieran a querer
sus maridos a dos manos»257.


Los sainetes de Ramón de la Cruz permiten, sin embargo, una mayor hondura interpretativa. Creo que la causa de la corrupción de costumbres estaría, según la opinión del autor madrileño, en la mujer. Don Modesto, en El petimetre, así lo pone de manifiesto:

«La culpa tienen aquellas
que han puesto en tan bajo precio
los favores, que cualquiera
puede haberlos, y las cosas
se estiman conforme cuestan»258. 5


El dinero y su necesidad han contribuido decisivamente a este proceso de degradación. En La oposición a cortejo, sorprende a la ingenua y recatada Laura la mala crianza y la educación de la gente bien vestida, cuando su madre le busca cortejo:

«DOÑA OROSIA
[...] ¡Honra! No tuvieron nada
más de sobra sus abuelos;
pero yo y mi chica más
necesitamos dinero.
DOÑA LAURA
¡Oh, qué mal piensa mi madre!»259


La sátira al cortejo, los petimetres, abates, usías, poetas afrancesados, peluqueros... es, en el caso de Ramón de la Cruz, reflejo de una moral tradicionalista. Sin embargo, la caricaturización en el tratamiento de los tipos y la coincidencia en diversas críticas morales a las clases media y alta de tradicionalistas e ilustrados indujeron a Agustín Durán260 a leer a Ramón de la Cruz como afecto a las nuevas ideas, lo que también ha sido defendido más recientemente por Vilches de Frutos: el sainetero madrileño «consiguió hacer llegar a esa gran masa amorfa muchos de los principios de unos ilustrados, cuyos libros, discursos y proclamas se veían la mayor parte de las veces restringidos a estrechos círculos pertenecientes a las clases más pudientes de la sociedad»261. En realidad, cuando el tema o el comportamiento no le exige una respuesta más personal, es decir, cuando el sainete discurre parcial o totalmente al margen de la sátira de las nuevas costumbres, Ramón de la Cruz adopta la base tradicional literaria, la propia de los entremeses: la ridiculización del hidalgo de lugar en El peluquero soltero (como la del protagonista de Los jugadores, de González del Castillo) puede entroncarse con piezas cortas de Cervantes; las burlas del médico disparatado y de la justicia mercenaria eran frecuentes en el XVII; la figura del payo se remonta hasta casi el más antiguo teatro castellano del que hay noticia;... Desde su particular apología tradicionalista, Ramón de la Cruz se inquieta por algunos hábitos españoles pero, sobre todo, por la adopción de nuevos hábitos, lo cual confiere a su obra un especial didactismo, una rara -en el sainete- inquietud:

«DON ZOILO
[...] pues yace oculto de miedo
el duelo o la patarata
de aquel honor que fundaron
en ser las doncellas castas,
muy religiosas las viudas,
recogidas las casadas,
los ancianos venerables
y los niños de cera blanda,
los hombres ingenuos y
muy hombres de su palabra.
Que porque me dijo mientes...,
porque me sopló la dama...
u otras tales bagatelas,
¿he de andar a cuchilladas?
¡Hubo en nuestros antiguos
gentiles extravagancias!


DON MODESTO
Gentiles serían; pero
ahora no son muy cristianas»262.


Para mayor abundamiento, los sainetes que abordan cuestiones teatrales (La crítica o El poeta aburrido) o bien parodian un género neoclásico (especialmente Manolo, Inesilla la de Pinto y El Muñuelo) corroboran, desde el punto de vista estético y literario, lo que acabamos de observar en el campo de la crítica de los usos y costumbres. Como señala Luciano García Lorenzo, ninguna obra es «inocente» y las burlescas «persiguen, a través de la caricatura, de la mascarada, de la pintura, grotesca, de tipos y situaciones, ridiculizar unos gustos -una estética- determinados y defender, a través de otra estética, el grupo social que demanda en el escenario esas obras»263. También, pues, por este camino paralelo Ramón de la Cruz sirve el conservadurismo de su público. Por él revelará cierta simpatía, aunque, por ejemplo, critique la rapidez con que algunos gastan su jornal o la fanfarronería ociosa de otros, mientras que desaprobará la clase media alta, que ha perdido en aras de la mímesis y el afrancesamiento su personalidad y españolismo. No interesa aquí averiguar si Ramón de la Cruz generaliza en exceso, sino poner punto final a esta aproximación a la ideología de quien fuera maestro de los saineteros de finales del XVIII, con la opinión de Arthur Hamilton: «As a thorough reactionary, he believed that in the past and only in the past, lay the greatness of Spain, and therefore that all customs of that past were excellent, and all changes and innovations of his own day were, ipso facto, to be condemned»264. Los sainetes de González del Castillo o, según veremos, los de Comella nos hubieran mostrado que el sainete puede servir en parte como vehículo de un pensamiento más avanzado.



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