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El salto del diablo

Juan de Ariza Palomar

Pilar Vega Rodríguez (ed. lit.)

I

   Es una noche lluviosa,

Y más que lluviosa negra,

A diez y nueve de enero

De mil quinientos setenta;

   Y con ademán brioso,

En el castillo de Veznar,

Así a Fortún, su escudero,

Habla el capitán Gurrea:

   Mantenedor1 en las justas,

Bravo adalid2 en la guerra,

Y tan joven en los años

Que veinte y cinco no cuenta.

   -Baja, Fortún, que conviene,

En dos saltos la escalera,

Y un caparazón de cuero

Al lomo pon de mi yegua.

   -Horrible noche, señor,

Dice Fortún, se presenta:

Brama el huracán, graniza,

y sin intervalo truena.

   No abandones el castillo

Que el valor y la prudencia

Unidos van.

-Obedece

Lo que tu señor te ordena.

   -Escucha...

-No escucho...

-Mira...

-Nada miro...

   -Señor, piensa...

-¡Basta!

-Exclama el capitán

Con procelosa soberbia.

   Sale Fortún, y entre tanto

Que el mancebo se pasea

De su traje y su persona

Daremos menuda cuenta.

   Cinco pies y ocho pulgadas

Tiene, ojo negro, ancha ceja,

Nariz larga, grueso labio.

Barba sedosa y espesa.

   Talle gentil, recios hombros,

Tez sonrosada y morena;

Mirar altivo, y por dientes

Dos gruesos hilos de perlas.

   Jubón de varios colores

Con alamares3 de seda

Viste; coleto4 de ante.

Cumplidas truzas5 flamencas,

   Y hasta más de medio muslo

Calza anchas botas de suela;

Ocultando sus cabellos

Un sombrero a la chamberga6.

   Ciñe en el cinturón daga;

Espada a su lado cuelga,

Y lo defiende del frío

Una capa portuguesa7.

   Sube Fortún: el mancebo

Saca adelante una pierna,

Y con desenfado dice:

-Cálzame, Fortún, la espuela.

   -Señor, ¿no adviertes que brama

Cada vez más la tormenta?

-Mejor, a la luz del rayo

Veré distinta mi deuda.

   -¿No ves que puede encontrarte

Alguna partida suelta

De moriscos? -A estocadas

Arremeteré con ella.

   -¿No ves que queda el castillo

Sin su principal defensa?

-Antes de rayar el día

Me tendrás aquí de vuelta.

   -¿Te olvidas quizás?...

-¿De qué?

-De aquella fatal promesa...

-Calla, Fortún, ¡voto al diablo!

O te arrancaré la lengua.

   Grita el mozo, despidiendo

De sus órbitas centellas,

Y hasta el pomo de la espada

Llevando su airada diestra.

   Inclina el triste escudero.

Suspirando, la cabeza,

Y del agudo acicate8

Los firmes lazos aprieta.

   Sale después con su dueño

Hasta la robusta puerta

Del castillo, sujetando

Una veloz cordobesa.

   Para oprimirla, el mancebo

Ni ayuda ni estribo emplea,

Y en un segundo se halla

Cabalgando a la gineta.

   Fortún insta, el capitán

Le responde una blasfemia,

Y por los agrios peñascos

Veloz parte a toda rienda.

II

   En una hermosa alquería

Cuyo florido pie baña

El rápido Guadalfeo

Con sus cenagosas aguas;

   Un año, si del país

Las tradiciones no engañan.

Antes de él que comenzamos

Nuestra historia, celebraban

   Con agradables festejos

y estrepitosa algazara9,

Las bodas del Valorí10

Y la hermosísima Zaida.

   Es la novia morisca,

Flor del jardín de Granada,

Si temida por discreta

Muy querida por bizarra.

   De ojos negros, fresca boca,

Tez morena y sonrosada,

Breve pie, sedosas trenzas,

Y talle como una palma.

   Era el Valorí un alcaide

Famoso de la Alpujarra,

Terror de los castellanos

Por sus ínclitas hazañas.

   Seis lustros, aun no cumplidos,

El noble alcaide contaba,

Y de estatura media

Cinco pies y once pulgadas.

   De ojos fieros y brillantes,

Rojos labios, frente ancha,

Nariz aguileña, tez

Cobriza y espesa barba.

   -La hermosura de la novia

y del Valorí la fama,

Reunió todo lo más noble

Y rico de la comarca.

   Allí vino Aben Humeya11,

Sin ejército ni guardia.

Un instante deponiendo

Su pretensión de monarca.

   Allí cayó el Anacoz,

Tan célebre en las batallas,

Teñida en sangre caliente

Su famosa cimitarra.

   Aben Aboo12 llegó allí

Con banderas desplegadas,

Por una noche volviendo

Al enemigo la «espalda».

   Y como si de la guerra

En un punto se olvidaran,

Allí se encontró el concejo

De las tribus mahometanas.

   Al son de los añafiles13,

Tamboriles y dulzainas.

Encantadores preludios

De toda morisca danza.

   Diez arrogantes mancebos

Y diez doncellas gallardas.

En amorosas parejas,

Dieron principio a una zambra14.

   A cada vuelta sus pechos

Agitados palpitaban,

Tocando apenas la alfombra

Sus ligerísimas plantas.

   Los vistosos capellares

Y las marlotas15 flotaban,

Bordados de perlas unos

Y las otras de esmeraldas.

   Escapábanse suspiros,

Ahogábanse las palabras,

y en las pupilas lucía

El vivo fuego del alma.

   Aben Humeya olvidó

Su dignidad soberana,

Y con gentil ademán

Presentó su mano a Zaida

   Aceptóla la morisca,

Envanecida y ufana,

No sin pedir a su esposo

Venía con una mirada.

   Cruzó la hermosa pareja

Gallardamente la sala,

Pero al ir a confundirse

Con los jóvenes que danzan

   En estentóreo gemido

Repitió una voz ahogada:

Los cristianos, los cristianos,

¡A las armas! ¡A las armas!

III

   ¡A las armas! ¡A las armas!

Van repitiendo distantes

Las cavernas de los montes

Y las grutas de los valles.

   Estáticas las parejas

Guardan el orden del baile,

Y gimen los instrumentos

En desacordes compases.

   Las hijas buscan amparo

En el seno de sus madres,

Y a las dulces armonías

Suceden lúgubres ayes.

   Se desmayan las doncellas,

Blasfeman los capitanes,

Los tímidos no respiran

y preguntan los audaces.

   Aben Humeya se esconde,

Grita el Anacoz en balde;

y el prudente Aben Aboo

Va en busca de su falange16

   Corre el Valorí a la puerta,

Seguido de algunos árabes,

Y en el ancho dintel choca

Con los cristianos infantes.

   Cruzan los hierros: centellas

Al rudo choque reparten

Las espadas de Toledo

y damasquinos alfanjes17.

   -¡Atrás! -gritan los moriscos;

Los cristianos: -¡Adelante!

-Y se empujan cual las olas

En el seno de los mares.

   Las moras, unas los ojos

Se cubren, y otras exánimes

De la trabada contienda

Miran los sangrientos trances.

   Ruedan sobre el pavimento

Los mutilados cadáveres,

y más recias cuchilladas

Tiran de una y otra parte. —102—

   Sin ventaja en el valor,

Rabiosamente combaten,

Pero se encuentran en armas

Y en número desiguales.

   Dan los cristianos aceros

En sencillos capellares18.

Los de los moros se mellan

Sobre armaduras brillantes.

   En vano del Valorí

Las negras pupilas arden,

Y, tigre hircano19, disputa,

Palmo a palmo, los umbrales.

   Siente profundas heridas:

Busca amigos que lo amparen;

Y ve que, muertos, lo dejan

Los que no huyeron cobardes.

   En vano la cimitarra

Alza su brazo gigante;

Una vez más la sepulta.

Rebrama, vacila, y cae.

   Herido el tigre, penetran

Varios soldados rapaces,

Y encuentran rico tesoro

En las moriscas beldades.

   Arráncanlas los más rudos

Brazaletes y collares,

Al brillo de la hermosura

Prefiriendo el del diamante.

   Piden los más cortesanos

Que con amor se las trate,

Y dan por una cautiva

Ricas perlas orientales.

   El cristiano capitán

Se acerca a Zaida, que yace

Desvanecida, y descubre

Su peregrino semblante.

   Contémplala: el guantelete

Teñido de fresca sangre

Arroja, y de la dormida

Toca la frente suave.

   El corazón del guerrero

Se inflama, estremece, late;

no comprende si mira

Una morisca o un ángel.

   Para humedecerla el rostro

Agua pide delirante,

Pero un grito le responde

Que deja helada su sangre:

   -¡A las armas, castellanas!;

Que a renovar el combate

El temido Aben Aboo

Llega con sus musulmanes.

IV

   ¡A las armas! ¡A las armas!

Repiten los ecos roncos

De sierra en sierra rodando

Pausados y melancólicos.

   A las armas los guerreros

cristianos acuden prontos.

Pero ninguno abandona

Los conquistados despojos.

   Guardan unos los joyeles

Llevan las cautivas otros

Y las desnudas espadas

Blanden con denuedo todos.

   Muchos en ánimo son,

Pero en número muy pocos

Para la hueste que trae

El bravo caudillo moro.

   La salud está en la fuga;

Sirve la presa de estorbo:

Manos el hierro demanda

Que van cargadas de oro.

   ¿Qué hace el capitán? ¿Por qué

No reprende rigoroso

Una codicia que puede

Cubrir su frente de oprobio?

   ¿Qué hace el capitán? A Zaida

Suspende sobre sus hombros,

Y mal puede reprenderlos

Quien guarda rico tesoro.

   Tal peso, en verdad, no rinde

Un corazón tan brioso;

Y a sus soldados alienta

Con la palabra y el rostro.

   Antes que salga, en la estancia

No ha de quedar ni uno solo:

Franca tienen la salida

Y es el peligro notorio.

   Ni uno queda: el capitán

Se adelanta y con asombro

Ve que su planta detiene

Pesado anillo de plomo

   Preocupado, se estremece;

Al suelo baja los ojos

Y los del Valorí halla

Desencajados y torvos.

   Sangre brotan las heridas

Del alcaide, y de lo hondo

De su pecho, entre suspiros

Y sobrealiento estentóreo.

   Sale una voz, que murmura:

«Cristiano, soy el esposo

»De Zaida, de esa mujer,

»Y con delirio la adoro.

   «Déjamela aquí, no dudes.

»Que voy a expirar conozco.

»Déjamela aquí: a mi lado:

»Y mi muerte te perdono».

   Frunce el capitán las cejas

Con impaciencia y enojo,

Y vanamente procura

Romper su grillo20 premioso;

   Mientras el vencido alcaide

Arroja gemidos sordos,

Y su plegaria prosigue

En más lastimero tono.

   «Cristiano, daré por ella

»Cuantas riquezas acopio.

»Déjame a Zaida: lo pide

»Un moribundo celoso».

   «¡Suéltame! -grita el cristiano:

»O en las entrañas te escondo

»Mi acero. -Dame mi Zaida.

Para mí la guardo. -¿Cómo?».

   «Suéltame. -Nunca». Una voz

Clama a lo lejos: -¡Socorro!

Que los moriscos atacan

En escuadrón poderoso.

   «Suelta» -el capitán repite:

«Déjamela» -con encono

Murmura el herido. «Suelta,

»O entrambas manos te corto.

   »Cristiano, porque me vengue

»El alma daré al demonio».

«Al diablo daré la mía,

»Si el amor de Zaida logro».

   Responde el fiero cristiano

O desesperado o loco.

«Las recibo» -de la estancia

Dijo una voz en el fondo.

   Y viendo que el enemigo

Debe encontrarse muy próximo

El capitán arrastrado

De su delirio amoroso.

   Con la desnuda tizona

Tira un mandoble furioso.

Que al moribundo cercena

Entre ambas manos del tronco.

   Ruje el herido, mostrando

En sangre sus labios rojos;

Y el cristiano con la mora

Cabalga sobre su potro.

V

   Por mucho tiempo se habló,

En la comarca de Orgiva,

Del imprevisto y funesto

Desenlace de la boda.

   Contaban del Valorí

Mil peregrinas historias,

Encontradas las más veces

Pero singulares todas

   Aseguraban los unos,

Que andaba de roca en roca

Lanzando tristes gemidos

O blasfemias espantosas.

   Y cuando les preguntaba

Las señas de su persona;

Presentábanlo cubierto

De pieles negras y toscas.

   Mutilado de ambas manos,

Escandecentes21 las órbitas,

Tez curtida, recia barba.

Mirada sangrienta y torva.

   Afirmaban presenciales

Testigos de la derrota.

Que volviendo Aben Aboo,

Antes de brillar la aurora,

   De perseguir al cristiano

Con su hueste poderosa,

Dio sepultura al Alcaide

A la luz de las antorchas.

   Mas los terceros uniendo

Una tradición a otra,

Que presenciaron decían

La fúnebre y marcial pompa:

   Pero que a la media noche.

Con las atléticas formas

Del fiero alcalde, discurre

De sierra en sierra una sombra.

   A esta opinión daba fuerza

El relato de una mora.

Que por deforme y anciana

Dejó la cristiana tropa:

   Pues contando la promesa

Que hizo en sus últimas horas

Al diablo, si lo vengaba

Del robador de su esposa

   El Valorí; convenían,

En que, por arte diabólica

El mutilado cadáver

Abandonaba su fosa.

   Así contaban del novio,

Pero tocante a la novia

Más insegura y más varia

Se presentaba la crónica.

   Unos la daban cautiva

En solitaria mazmorra,

Porque el amor del cristiano

Desechaba valerosa.

   Otros, no queriendo darla

De constancia tal la gloria;

Fundados en que constantes

Mujeres fueron muy pocas:

   En brazos del castellano

La pintaban, veleidosa;

Sin guardar del Valorí

Ni la más débil memoria.

   Y algunos, más enterados

O que persuadirlo logran

En fuerza de colocarse

Un dedo sobre la boca:

   Aseguran en secreto,

Que Zaida, joven y hermosa,

En un árabe castillo

Muy poco distante, mora.

   La suerte del capitán.

A los moriscos no importa,

Y solo temen que allí

Vuelva a vibrar su tizona22

   Pero nosotros, que en mucho

Tenemos su vida y honra.

Siquiera porque persigue

Los errores de Mahoma,

   A la puerta de un castillo,

Sin espaldar23 y sin cota,

Presentamos a Gurrea

Montando en su yegua torda.

VI

   Llueve, graniza, retumba

El trueno sin intervalos,

Brama el huracán, de fuego

Alzan olas los relámpagos.

   Cada senda es un torrente:

Cada llanura es un lago:

Del ángel de las tormentas

Brilla el cetro en los espacios;

   Y sobre su yegua torda

El capitán castellano

Dos leguas lleva corridas

Antes de tomar descanso.

   Párase al pie de un castillo

Imponente y solitario.

En cuyas altas almenas

Fulgura la luz de un faro.

   Acércase el capitán:

«Zaida» -murmuran sus labios.

Y una dulce voz responde:

«Acércate, que te aguardo».

   «Entre los tuyos vivir,

»Quisiste, señora, un año;

»Y llegó a tus pies el día

»Y hora en que concluye el plazo.

   »Muchas penas he sufrido

»En un término tan largo,

»Para merecer tu amor:

¿Qué me dices?». «Que te amo».

    De los fosos un gemido

Sube profundo y extraño,

Que a la morisca estremece

Y da vapor al hidalgo.

   «Llévame» -murmura Zaida.

Grita el capitán: «¡Huyamos!».

Su fatídica promesa

En mal hora recordando.

   Por una escala desciende

Zaida bella, y en los brazos

De su fiel y tierno amante

Busca protección y amparo.

   Hunde el capitán la espuela

De su yegua en los costados,

Y veloz, como los vientos,

Cruza los desiertos campos.

    Ya por las sendas camina:

Ya salta por los vallados:

Ya los furiosos torrentes

Atraviesa temerario.

   ¡Bien haya la yegua torda

Que tan bien sirve a su avío,

Y saca, con la herradura,

Centellas de los peñascos!

   ¡Bien haya la yegua torda...!

¿Pero por qué, resoplando,

Eriza la negra crin

y deja su escape rápido?

   ¿Por qué de caliente espuma

Baña su freno dorado,

Y el acicate no siente

Inerte sierra de mármol?

   «¡Arriba, mi Cordobesa»

-Grita el capitán en vano,

Porque a la yegua detiene

Un insuperable obstáculo.

   Zaida solloza: «Socorro».

Sin esperanzas de hallarlo.

Pide su amante: y auxilio

Viene a ofrecerlo el caso.

   Descubre un bulto: una voz

Varonil dice: «Buen ánimo,

»Capitán; y por la senda

»Sigue que yo iré trazando».

   «A tu dirección me entrego»

-Responde el noble soldado;

«Y pagaré tu servicio...».

«No necesitas pagarlo».

   Y sin cambiar más razones.

Ya por los hondos pantanos.

Ya por las ásperas cumbres,

Siguen todos, caminando.

   Caminan y más caminan,

Hasta que roncos y tardos,

Sobre un puente, que cimbrea,

Se van perdiendo los pasos.

   «¿Adónde nos llevas, guía?

»¿Sobre qué puente pasamos?»

-Pregunta el noble Gurrea

Con horrible sobresalto.

   «Sobre el puente de los celos

»¡Hacia los infiernos vamos!»

-Grita el misterioso guía.

El frágil puente cortando.

   «¡Traidor!» -exclaman, cayendo,

La morisca y el cristiano;

Y el rostro del Valorí

Alumbra el fuego de un rayo.

   Entre Veznar y Tablate

Está este profundo salto.

Que las viejas del país

Llaman: EL SALTO del diablo.


FUENTE

Ariza, Juan de, «El salto del diablo», Semanario pintoresco español, 26/3/1848, n.º 13, página 5.

Edición: Pilar Vega Rodríguez.