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Capítulo XII

Extraño parecerá tal vez a nuestros lectores que tan a punto estuviese el abad de Carracedo para destruir los planes de felicidad de don Álvaro y doña Beatriz, por quien suponemos que no habrá dejado de interesarse un poco su buen corazón, y sin embargo es una cosa natural. Cuando el señor de Bembibre se despidió de él en su primera entrevista, su resolución y sus mismas palabras le dieron a entender que su energía natural estimulada por la violenta pasión que le dominaba, no retrocedería delante de ningún obstáculo, ni se cansaría de inventar planes y ardides. Era doña Beatriz su hija de confesión, y todas las cosas a ella pertenecientes excitaban su cuidado y solicitud; pero desde su ida a Villabuena por honor de una casa de su orden y que estaba bajo su autoridad, su vigilancia se había redoblado y no sin fruto. Un criado de Carracedo había visto un aldeano montar en un soberbio caballo en uno de los montes cercanos a Villabuena y salir con uno al parecer escudero, por trochas y veredas, como apartándose de poblado. Lo extraño del caso le movió a contárselo al abad, y éste, por las señas y la dirección que llevaba, conoció que don Álvaro rondaba los alrededores, y que en vista de la insistencia del conde de Lemus, trataría tal vez de robar a su amante. Comunicó, pues, sus órdenes a todos los guardabosques del monasterio, y al barquero de Villadepalos (pues la barca era del monasterio) también para que acechasen todo con vigilancia, y le diesen parte inmediatamente de cuanto observasen. La escapatoria de la discreta y aguda Martina, sin embargo, no llegó a sus oídos; pero la venida de don Álvaro de Cornatel, el estudiado rodeo que le vieron tomar los guardas para apartarse del convento, y sobre todo la idea de que al siguiente día expiraba el plazo señalado a doña Beatriz, fueron otros tantos rayos de luz que le indicaron aquella noche como la señalada para la ejecución del atrevido plan. Suponiendo con razón que Cornatel fuese el punto destinado para la fuga, hizo retirar la barca al otro lado y como el Sil iba crecido con las nieves de las montañas que se derretían, y no se podía vadear, desde luego se aseguró que su plan no saldría fallido. Cierto es que don Álvaro podía llevarse a doña Beatriz a Bembibre, o cruzar el río por el puente de Ponferrada, en cuyo caso burlaría sus afanes; pero ambas cosas ofrecían tales inconvenientes que sin duda debían arredrar a don Álvaro. El puente estaba fortificado, y sin orden del maestre nadie hubiera pasado por él a hora tan desusada, cosa que nuestro caballero deseaba sobre todo evitar. Así pues, las redes del prelado estaban bien tendidas, y el resultado de la tentativa de don Álvaro fue el que, por su desdicha, debiera de ser necesariamente.

Comoquiera no creía el buen religioso que la pasión de doña Beatriz hubiese echado en su alma tan hondas raíces, ni que a tales extremos la impeliese el deseo de huir un matrimonio aborrecido. Acostumbrado a ver doblegarse a todas las doncellas de alto y bajo nacimiento delante de la autoridad paterna, imaginaba que sólo una fascinación pasajera podía mover a doña Beatriz a semejante resolución, y cabalmente las consecuencias de esta falta fueron las que se propuso atajar. Pero cuando por sus ojos vio la violencia de aquel contrariado afecto y el manantial de desdichas que podía abrir la obstinación del señor de Arganza, determinó oponerse resueltamente a sus miras. Su corazón, aunque arrebatado de fanático celo, no había desechado, sin embargo, ninguno de aquellos generosos impulsos, propios de su clase y estado, y además quería a doña Beatriz con ternura casi paternal. En el secreto de la penitencia, aquella alma pura y sin mancha se le había presentado en su divina desnudez y cautivado su cariño, como era inevitable. Por otra parte, bien veía que don Álvaro, caballero y pundonoroso, si en aquella época los había, sólo acosado por la desesperación y la injusticia, se lanzaba a tan violentos partidos. Así pues, al día siguiente muy temprano salió a poner en ejecución su noble propósito, cosa de que con gran pesadumbre suya le excusó la enfermedad de doña Beatriz, que todo lo retardó por sí sola. No le pareció justo entonces amargar la zozobra del señor de Arganza, que ya empezaba a recoger el fruto de sus injusticias, pero no cejó ni un punto de lo que tenía determinado.

Don Álvaro, por su parte, desde Carracedo se fue en derechura a Ponferrada, donde llegó antes de amanecer, pero no queriendo alborotar a nadie a hora tan intempestiva, y con el objeto de recobrarse antes de presentarse a su tío, estuvo vagando por las orillas del río hasta que los primeros albores del día trocaron en su natural color las pálidas tintas de que revestía la luna las almenas y torreones de aquella majestuosa fortaleza. Entró entonces en ella, y con la franqueza propia de su carácter, aunque exigiéndole antes su palabra de caballero de guardar su declaración en el secreto de su pecho y no tomar sobre lo que iba a saber providencia alguna, contó a su tío todos los sucesos del día anterior. Escuchóle el anciano con vivo interés, y al acabar le dijo:

-Buen valedor has encontrado en el abad de Carracedo, y la desgracia te ha traído al mismo punto en que yo quise ponerte cuando aún no se había desencadenado esta tormenta. Yo conozco al abad, y por mucha que sea la enemiga y el rencor con que mira a nuestra caballería, su alma es recta y no se apartará de la senda de la verdad. Pero ¡Saldaña!... -añadió con pesadumbre-, uno de los ancianos de nuestro pueblo, encanecido en los combates, prestar su ayuda, ¡y lo que es más, el castillo que gobierna a semejantes propósitos! ¡Consentir que atravesase una mujer los umbrales del Temple, cuando hasta el beso de nuestras madres y hermanas nos está vedado!

Don Álvaro intentó disculparle.

-No, hijo mío -contestó el maestre-, esto que contigo ha hecho por el cariño que te tiene, hubiera él hecho igualmente por un desconocido, con tal que de ello resultase crecimiento a nuestro poder y menoscabo al de nuestros enemigos. Harto conocido le tengo; su alma iracunda y soberbia se ha exasperado con nuestras desdichas, y sólo sueña en propósitos de ambición y en medios puramente humanos para restaurar nuestro decoro. En sus ojos todos son buenos si conducen a este fin. ¡En él se ofrece viva y de manifiesto la decadencia de nuestra orden!

Don Álvaro dijo entonces a su tío que pensaba partir al punto a Castilla, y el anciano se lo aprobó, no sólo porque como señor mesnadero estaba obligado a servir al rey en la ocasión que se ofrecía, sino también con el deseo de que los peligros y azares de la guerra, que tan bien cuadraban a su carácter, le divirtiesen de sus sinsabores y pesares. Por esta vez su bandera, compañera inseparable de la del Temple, tenía que ir sola en busca del enemigo; pues los caballeros, recelosos con sobrado fundamento de la potestad real, y pendientes del giro que tomasen en el vecino reino de Francia los atropellos cometidos en la persona de su maestre ultramarino y demás caballeros, juzgaron prudente mantenerse neutrales en la guerra intestina de que iba a ser teatro la desventurada Castilla.

Al día siguiente salió don Álvaro de Bembibre camino de Carrión con parte de su mesnada, dejando el cuidado de conducir la otra parte a Melchor Robledo, uno de sus oficiales; y su castillo, en manos de los caballeros templarios de Ponferrada. En tanto que allá llega y, se junta la hueste del rey don Fernando IV, forzoso será que demos a nuestros lectores alguna idea de las nuevas turbulencias que en diversos sentidos llamaban a los pueblos y a los ricos hombres a las armas.

La familia de los Laras, poderosísima en Castilla, tenía vinculados en su casa la turbulencia y el desasosiego, no menos que la nobleza y la opulencia. El jefe actual de este linaje, don Juan Núñez de Lara, había estado largo tiempo desnaturalizado de Castilla, y entrado en ella a mano armada cuando la gloriosa reina doña María tenía las riendas del gobierno; pero desbaratado su escuadrón por don Juan de Haro, cayó en poder de la reina prisionero. Despojáronle entonces de todos sus castillos y heredades, pero poco tardaron en volvérselas, y para sellar más fuertemente esta avenencia le hicieron mayordomo del rey, puesto el más aventajado y codiciado de su casa. Corrían, empero, los tiempos tan turbios y alterados, y el carácter del Nuñez de Lara era tan enojadizo y revoltoso, que todas estas mercedes no fueron bastantes a corregir sus malas propensiones. El infante don Juan, que tan funesto nombre ha dejado en nuestra historia para servir de sombra y de contraste a la resplandeciente figura de Guzmán el Bueno, mal hallado con la pérdida de su soñado reino de León, tardó poco en trabar con él amistad y alianza, deseoso de fundar en ella sus pretensiones al señorío de Vizcaya, que pertenecía a su mujer doña María Díaz de Haro, como heredera de su padre, el conde don Lope, pero que, sin embargo, no había salido de las manos de don Diego, su tío, poseedor de él a la sazón. Era este pleito, muy ajeno y difícil de componer y pocos señores además lo deseaban sinceramente, porque con semejantes bandos y desavenencias el poder de la corona se enflaquecía al compás de sus usurpaciones y desafueros, y no llegaba el caso de poner coto a este germen de debilidad que atacaba el corazón del estado. Las revueltas de la menor edad del rey habían enseñado a los señores el camino de la rebelión, y así el brazo como el discurso del rey eran ambos flojos en demasía para atajar tan grave daño.

A pesar de todo, por la discreción y habilidad de la reina doña María llegó a sosegarse la diferencia de don Diego de Haro, y del infante don Juan, entregando aquél el señorío de Vizcaya a su sobrina doña María Díaz, y recibiendo éste en trueque las villas de Villalba y Miranda; pero el rey, cuyo natural ligero y poco asentado fue causa gran número de veces de que se desgraciasen muy sabias combinaciones políticas, excluyó de esta avenencia y concierto, en que mediaron los principales señores de su corona, a su mayordomo don Juan Núñez de Lara con quien comenzaba a disgustarse y desabrirse. Según era de esperar de sus fueros y altanería, mirólo Lara como un ultraje sangriento, y despidiéndose del rey con palabras ásperas y descomedidas fuese a encerrar en Tordehumos, lugar fuerte. Repartió su gente por Iscar, Montejo y otros lugares, y proveyéndose de armas, víveres y pertrechos, se preparó a arrostrar la cólera del rey.

Eacute;ste, por su parte, no menos resentido de las demasías de don Juan Núñez, después de tener consejo con los suyos, envió a requerirle con un caballero que pues tan mal sabía agradecer sus mercedes, saliese al punto de la tierra y le entregase las villas de Moya y Cañete en que le haredara poco antes. Contestóle don Juan Núñez con su acostumbrada insolencia que no saldría de una tierra donde era tan natural como el más natural de ella y que, en cuanto a las villas, harto bien ganadas las tenía. Con esto el rey juntó sus tropas y se preparó a cercarle en Tordehumos.

A pesar de estas disensiones, tanto el monarca como los señores del partido de Lara estaban acordes en un punto: el odio a los templarios, y sobre todo en el deseo de repartirse sus despojos. Cierto es que el rey no había recibido daño de la orden en las pasadas turbulencias y que los caballeros se habían mantenido neutrales cuando menos durante aquella época azarosa, pero no lo es menos que un miembro de ella, el comendador Martín Martínez, había entregado al infante don Juan el castillo y plaza del puente de Alcántara. El rey, sin embargo, tuvo más en cuenta este hecho aislado que el comportamiento decoroso de toda la orden y, por otra parte, el deseo de reparar con sus bienes los descalabros de la corona, y de acallar con ellos la codicia de sus ricos hombres acabaron de inclinar la balanza de su ánimo en contra de tan ilustre milicia. No obstante, como el papa Clemente V no acababa de fulminar sus anatemas, ni se atrevía a tomar bajo su protección a aquella tan perseguida caballería, estaban los ánimos en suspenso y con la espada a medio sacar de la vaina. De todas maneras, no se cesaba un punto de minar en la opinión los cimientos del Temple y de urdir sordas cábalas para el día en que hubiesen de romperse las hostilidades. El infante don Juan, centro de todas ellas, no reposaba un momento, y como dejamos ya indicado, los proyectos del conde de Lemus y las amarguras de doña Beatriz y de don Álvaro eran obra de aquellas manos, que así asesinaban en la cuna los niños inocentes, como las esperanzas más santas y legítimas. Los templarios eran dueños de las entradas de Galicia por la parte del puerto de Piedrafita, Valdeorras, como los castillos de Cornatel y del Valcarce. Las fortalezas de Corullón, Ponferrada, Bembibre dominaban las llanuras más pingües del país y, por otra parte, si las casas de Yáñez y Ossorio llegaban a enlazarse, sus numerosos vasallos montañeses de las fuentes del Boeza y del Burbia cerrarían gran porción de entradas y desfiladeros y harían casi inexpugnable la posición de la orden en aquella comarcas. Harto claro veían esto el infante y los suyos, y de ahí nacían las persecuciones del conde que, lejos de venir a la jornada de Tordehumos, se quedó en los confines de Galicia y en el Bierzo, así para llevar adelante su particular propósito como para juntar fuerzas contra los templarios con quienes parecía inevitable un rompimiento.

Encontróse, pues, solo don Álvaro en medio de la hueste de Castilla, o por mejor decir, acompañado de la natural ojeriza y recelo que inspiraba su alianza estrecha y sincera con el Temple, su valor, su destreza en las armas, y la nombradía que había sabido alcanzarse de antemano. Por fin, junto el ejército real y completa ya la gente del señor de Bembibre, que con el segundo tercio acaudillado por Robledo se le había incorporado, moviéronse de Carrión y fueron a ponerse sobre Tordehumos con grandes aprestos, bagajes y máquinas de guerra.




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Capítulo XIII

Justamente el señor de Bembibre se alejaba del Bierzo cuando la fiebre se cebaba en doña Beatriz con terrible saña; y la infeliz le llamaba a gritos en medio de su delirio. ¡Quién le dijera a él cuando en lo más alto de la sierra que divide al Bierzo de los llanos de Castilla volvió su caballo para mirar otra vez aquella tierra cuyos recuerdos llenaban su corazón! ¡quién le dijera que aquella doncella angelical, su único amor y su única esperanza para el porvenir, yacía en el lecho del dolor mirando con ojos encendidos y extraviados a cuantos la rodeaban y consumidos sus delicados miembros por el ardor de la calentura! Tal era, sin embargo, la tremenda realidad, y mientras la cuchilla de la muerte amagaba a la una, corría el otro por su parte a innumerables riesgos y peligros. Así de dos hojas nacidas en el mismo ramo y mecidas por el mismo viento cae la una al pie del árbol paterno, en tanto que la compañera vuela con las ráfagas del otoño a un campo desconocido y lejano.

Figúrense nuestros lectores la consternación que causaría en Arganza la triste noticia de la enfermedad de su única heredera. Doña Blanca, por la primera vez de su vida, soltó la compresa a su dolor y a sus quejas, y se desató en reproches e invectivas contra la obstinación de su esposo y contra los planes que así amenazaban aquella criatura tan querida, en términos que aun al conde, a pesar de la hospitalidad, le alcanzó parte de su cólera. Inmediatamente declaró su resolución de ir a Villabuena a pesar de sus dolencias, y de asistir a su hija; y don Alonso, temeroso de causar una nueva desgracia contrariándola en medio de su agitación, ordenó que en una especie de silla de manos la trasladasen al monasterio. En cuanto llegó, sus miembros casi paralíticos parecieron desatarse, y sus dolores habituales cesaron, por manera que todos estaban maravillados de verlo. ¡Admirable energía la del amor maternal, santo destello del amor divino, que para todo encuentra fuerzas y jamas se cansa de los sacrificios y fatigas más insoportables!

Doña Beatriz no conoció ya a su madre, aunque sus miradas se clavaban incesantemente en ella y parecía poner atención a todas las palabras de ternura que de sus labios salían, pero era aquella especie de atención a un tiempo intensa y distraída que se advierte en los locos. Su delirio tenía fases muy raras y diversas: a veces era tranquilo y melancólico y otras lleno de convulsiones y de angustias. El nombre de su padre y el de su amante eran los que más frecuentemente se le escapaban, y aunque el del conde se le escuchaba alguna vez, siempre era tapándose la cara con las sábanas o haciendo algún gesto de repugnancia.

Un monje anciano de Carracedo, muy versado en la física y que conocía casi todas las plantas medicinales que se crían por aquellos montes, estaba constantemente a su cabecera observando los progresos del mal, y había ya propinado a la enferma varias bebidas y cordiales; pero el mal, lejos de ceder, parecía complicarse y acercarse a una crisis temible. Una noche en que su tía, su madre y el buen religioso estaban sentados alrededor de su lecho, se incorporó, y mirando a todas partes con atención, se fijó en la escasa luz de una lámpara que en lo más apartado de la pieza lanzaba trémulos y desiguales resplandores. Estuvo un rato contemplándola y luego preguntó con una voz débil, pero que nada había perdido de su armonioso metal:

-¿Es la luz de la luna?... Pero yo no la veo en las ondas del río... ¡tampoco la dicha baja del cielo para regocijar nuestros corazones! -aquí dio un profundo suspiro y luego exclamó vivamente: ¡No importa, no importa! desde el firmamento nos alumbrará... ¡sí, sí, venga tu caballo moro!... ¡ay!, me parece que he perdido la vida y que un espíritu me lleva por el aire, ¡pero los latidos de tu corazón han despertado el mío!, voy a perder el juicio de alegría, déjame cantar el salmo del contento. «Al salir Israel de Egipto»..., pero mi madre, mi pobre madre -exclamó con pesadumbre, ¡ah!, ¡yo la escribiré y cuando sepa que soy feliz se alegrará también!

Sonrióse entonces melancólicamente, pero cambiando al punto de ideas gritó desaforadamente con espanto, y arrojándose fuera de la cama con una violencia tal, que la abadesa y su madre apenas podían sujetarla.

-¡La sombra!, ¡la sombra!, ¡ay! ¡yo he caído del cielo!... ¿quién me levantará?..., ¡adiós!..., no vuelvas la cabeza atrás para mirarme, que me partes el corazón. ¡Ya se ha perdido entre los árboles!..., ahora es cuando debo morirme..., ¡alma cristiana, prepara tu ropa de boda y ve a encontrar tu celestial esposo!

Entonces, fatigada, cayó otra vez sobre las almohadas en medio de las lágrimas de las dos señoras, y comenzó a respirar con mucha congoja y anhelo. El monje le tomó entonces el pulso y mirándole a los ojos con mucha atención, se fue a sentar a un extremo de la celda con aire abatido y meneando la cabeza. Doña Blanca que lo vio se arrojó de rodillas en un reclinatorio que allí había, y asiendo un crucifijo que sobre él estaba y abrazándolo estrechamente exclamaba con una voz ronca y ahogada:

-¡Oh, Dios mío; no a ella, no a ella, sino a mí! ¡Es mi hija única! ¡Yo no tengo otra hija! ¡Vedla, Señor, tan joven, tan buena y tan hermosa! ¡Tomad mi vida! Ved que no son mis lágrimas las solas que correrán por ella, porque es un vaso de bendición en quien se paran los ojos de todos. ¡Oh, Señor! ¡Oh, señor, misericordia!

La abadesa, que a pesar de que más necesidad tenía de consuelos que poder para darlos, acudió a sosegar a su hermana diciéndole que si así se abandonaba a su dolor, mal podía aprovechar las pocas fuerzas que le quedaban para asistir a su hija. Surtió este consejo el efecto deseado, pues doña Blanca con esta idea se serenó muy pronto, tal era el miedo que tenía a verse separada de su hija.

En tal estado se pasaron algunos días, durante los cuales no cesaron las monjas de rogar a Dios por la salud de doña Beatriz. Hubo que establecer una especie de turno para la asistencia, pues todas a la vez querían quedarse para velarla y asistirla. El luto parecía haber entrado en aquella casa sin aguardar a que la muerte le abriese camino. Sin embargo, después de doña Blanca, nadie estaba tan atribulada como Martina, de cuyo lindo y alegre semblante habían desaparecido los colores tan frescos y animados que eran la ponderación de todos. Por lo que hace al señor de Arganza, que a pesar de sus rigores amaba con verdadera pasión a su hija, oprimido por el doble peso del pesar y del remordimiento, apenas se atrevía a presentarse por Villabuena, pero pasaba días y noches sin gozar un instante de verdadero reposo y a cada paso estaba enviando expresos que volvían siempre con nuevas algo peores.

Por fin, el médico declaró que su ciencia estaba agotada y que sólo el Celestial podría curar a doña Beatriz. Entonces se le administró la extremaunción, porque, como no había recobrado el conocimiento, no pudo dársele el viático. La comunidad, toda deshecha en lágrimas, acudió a la ceremonia, y cada una se despidió en su interior de aquella tan cariñosa y dulce compañera, que en medio de los sinsabores que la habían cercado de continuo, mientras había vivido en el convento, no había dado a nadie el más leve disgusto.

No hubo fuerzas humanas que arrancasen a doña Blanca del lado de su hija la noche que debía morir; así pues, hubieron de consentir en que presenciase el doloroso trance. Hacia media noche, sin embargo, doña Beatriz pareció volver en sí del letargo que había sucedido a la agitación del delirio, y clavando los ojos en su fiel criada le dijo en voz casi imperceptible:

-¿Eres tú, pobre Martina? ¿Dónde está mi madre?¡Me pareció oír su voz entre sueños!

-Bien os parecía, señora -replicó la muchacha reprimiéndose por no dejar traslucir la alegría tal vez infundada y loca que con aquellas palabras había recibido-, mirad al otro lado, que ahí la tenéis.

Doña Beatriz volvió entonces la cabeza, sacando ambos brazos, tan puros y bien formados no hacía mucho y entonces tan descarnados y flacos, se los echó al cuello y apretándola contra su pecho con más fuerza de la que podía suponerse, exclamó prorrumpiendo en llanto:

-¡Madre mía de mi alma! ¡Madre querida!

Doña Blanca, fuera de sí de gozo, pero procurando reprimirse, le respondió:

-Sí, hija de mi vida, aquí estoy; pero serénate que todavía estás muy mala, y eso puede hacerte daño.

-No lo creáis -replicó ella-, no sabéis cuánto me alivian estas lágrimas, únicas dulces que he vertido hace tanto tiempo. Pero vos estáis más flaca que nunca..., ¡ah!, ¡sí, es verdad!, todos hemos sufrido tanto. ¡Y vos también, tía mía! ¿Y mi padre dónde está?

-Pronto vendrá -replicó doña Blanca-, pero vamos, sosiégate, amor mío, y procura descansar.

Doña Beatriz, sin embargo, siguió llorando y sollozando largo rato; tantas eran las lágrimas que se habían helado en sus ojos y oprimían su pecho. Por fin, rendida del todo, cayó en un sueño profundo y sosegado, durante el cual rompió en un abundante sudor. El anciano se acercó entonces a ella, y reconociendo cuidadosamente su respiración igual y sosegada y su pulso, levantó los ojos y las manos al cielo, y dijo:

-Gracias te sean dadas a ti, Señor, que has suplido la ignorancia de tu siervo y la has salvado.

Y cogiendo a doña Blanca, atónita y turbada, de la mano, la llevó delante de una imagen de la Virgen, y arrodillándose con ella, empezó a rezar la Salve en voz baja, pero con el mayor fervor. La abadesa y Martina imitaron su ejemplo, y cuando acabaron, entrambas hermanas se arrojaron una en los abrazos de otra, y doña Blanca pudo también desahogar su corazón oprimido.

El sueño de la enferma duró hasta muy entrada la mañana siguiente, y en cuanto se despertó y el médico volvió a asegurar que ya había pasado el peligro, las campanas del convento comenzaron a tocar a vuelo y en el monasterio fue un día de gran fiesta. Don Alonso volvió a ver a su hija, pero aunque no había renunciado a su plan tanto por la palabra empeñada, cuanto por lo mucho que lisonjeaba su ambición, resolvió no violentar su voluntad siguiendo en esto los impulsos de su propio corazón y los consejos del prelado de Carracedo. El conde, por su parte, aunque momentáneamente, se alejó del país, y de todas maneras doña Beatriz no experimentó al salir de la enfermedad ningún género de contrariedad ni persecución. Sin embargo, la convalecencia parecía ir larga, y como el monasterio podía traerle a la imaginación más fácilmente las desagradables escenas de que había sido teatro, por orden del monje de Carracedo, que con tan paternal solicitud la había asistido, la trasladaron a Arganza, donde todos los recuerdos eran más apacibles y consoladores. El pueblo entero, que la había contado por muerta, la recibió como nuestros lectores pueden figurarse, con fiestas, bailoteos y algazaras que la esplendidez del señor hacía más alegres y animados. Hubo su danza y loa correspondiente, un mayo más alto que una torre, y por añadidura una especie de farsa medio guerrera, medio venatoria, dispuesta y acaudillada por nuestro amigo Nuño, el montero, que aquel día parecía haberse quitado veinte años de encima. Por lo que toca al rollizo Mendo, se alegró tanto de la vuelta de Martina, que no parecía sino que la taimada aldeana le correspondía decididamente. Muchos fueron los tragos y tajadas con que la celebró, pero si hubiera tenido noticia de sus escapatorias nocturnas, y sobre todo de la última, probablemente no se libra de una indigestión. De todas maneras, la ignorancia le hacía dichoso como a tantos otros, y como él se convertía en sustancia todas las burlas y aun bufidos de la linda doncella, estaba que no cabía en su pellejo, harto estirado ya por su gordura. Añádase a esto que la mala sombra de Millán andaba lejos rompiéndose la crisma contra las murallas de Tordehumos, y que Martina volvía más interesante con la ligera palidez que le habían causado sus vigilias y congojas, y tendremos completamente explicado el regocijo del buen palafrenero.




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Capítulo XIV

Volvamos ahora a don Álvaro, que bien ajeno de semejantes sucesos, había llegado a Tordehumos con la hueste del rey. Este pueblo, que don Juan Núñez había provisto y reparado con la mayor diligencia, está en la pendiente de una colina dominada por un castillo, y no lejos pasa el río llamado Rioseco. La posición es buena; las murallas estaban entonces en el mejor estado; la guarnición era valerosa y suficiente y su jefe diestro, experimentado y valiente. Ya en otro tiempo le había sitiado el rey en Aranda, de donde se salió a despecho de su cólera, y esta memoria le daba aliento para desafiarle desde Tordehumos, lugar más acomodado a la defensa. Tenía además la fundada esperanza de que nunca llegarían a estrecharle hasta el extremo, porque conservaba en el campo enemigo inteligencias y valimiento de que fiaba, no menos que de su valor, el éxito de la empresa. El infante don Juan, aunque servía bajo las banderas de su sobrino, no por eso había desatado los antiguos vínculos de amistad que le unían con el de Lara, antes entre sus enemigos era donde pensaba servirle mejor, ruin manejo que sólo cabía en la doblez de aquel alma villana. Hernán Ruiz de Saldaña, Pero Ponce de León y algunos otros principales señores también estaban en el plan, si bien no encubrían sus pensamientos ni conducta bajo el manto de celo hipócrita por los intereses del rey en que se cobijaba el infante don Juan. Así es que el cerco, emprendido con gran calor, iba aflojándose y entibiándose de día en día con gran pesadumbre del rey, que no tardó mucho en caer en la cuenta de su daño.

Comoquiera, los caballeros más afectos a su persona, o más leales, no dejaban de pelear con ardor en las frecuentes salidas que hacían los sitiados, y don Álvaro, que por su aislamiento ignoraba parte de estas tramas, y que por la rectitud de sus sentimientos era incapaz de entrar en ellas, andaba entre los que más se distinguían. Sucedió, pues, que una noche, saliendo los cercados con gran sigilo, dieron impensadamente sobre el real enemigo cuya mayor parte estaba descuidado, cayendo con más furia sobre el ala del señor de Bembibre y demás caballeros fieles al rey. Don Álvaro, que no solía prescindir de las precauciones y vigilancia propias de la guerra, salió al punto con la mitad de su prevenida gente a rechazar la imprevista embestida, enviando aviso inmediatamente al cuartel del rey para que le sostuviesen en el ataque que emprendía. En el desorden introducido y en la dañada intención del infante consistió sin duda que el refuerzo pedido no llegase. La noche estaba muy oscura, los enemigos se aumentaban sin cesar, los gritos de rabia, de temor y de dolor se mezclaban con las órdenes de los cabos; las armas y escudos despedían chispas en la oscuridad con el incesante martilleo, y la escena llegó a hacerse temerosa y horrible de veras. Por fin, los enemigos empezaron a extenderse por las alas del reducido y abandonado escuadrón, y don Álvaro estrechado entonces, comenzó a retirarse ordenadamente resistiendo con su acostumbrado valor el empuje contrario. Su gente, por último, comenzó a desbandarse, y don Álvaro, herido ya en el pecho, recibió otra herida en la cabeza, con lo cual vino al suelo debajo de su noble caballo que, herido también hacía rato, parecía haber conservado su brío, sólo para ayudar a su jinete. Entonces sobrevino nueva pelea alrededor del caído caballero, pues sus soldados hacían desesperados esfuerzos para arrancarle del poder de los enemigos; pero el número de éstos era ya tan grande y el aliento que recibían de don Juan Núñez, que mandaba en persona esta encamisada, tal que por último, ensangrentados y rotos, hubieron de tomar la huida dejándolo en sus manos. Lara que lo reconoció y que ya de antemano le estimaba, hizo vendar sus heridas y trasportarle con gran cuidado a su castillo. Por último, como los refuerzos del rey iban llegando, él mismo se retiró en buen orden sin experimentar daño ni escarmiento. Sus soldados, alegres con el botín recogido, dieron también la vuelta muy animosos, formando vivo contraste con las tropas del rey, mustios y descontentos de lo que había pasado.

El fiel Millán, que había peleado como correspondía al lado de su amo en aquella noche fatal, separado de él por el tropel de los fugitivos en el momento crítico, por la mañana muy temprano se presentó a las puertas de Tordehumos, pidiendo que le tomasen por prisionero con su amo, de quien venía a cuidar durante sus heridas. Lara mandó recibirle al punto, y llamándole a su presencia le alabó mucho su fidelidad y le regaló una cadena de plata encargándole encarecidamente la asistencia de un caballero tan cumplido como su amo. Por lo que hace a la mesnada de éste, reducida casi a la mitad por la tremenda refriega de la noche, y heridos la mayor parte de los que sobrevivieron, se reunieron bajo el mando de Melchor Robledo y se pusieron a retaguardia del campo para curarse y restablecerse lo posible.

El rey, por su parte, aunque don Álvaro no fuese muy de su devoción por su alianza con los templarios, no por eso dejó de sentir su prisión y heridas, porque sobrado conocía que una lanza tan buena y un corazón tan noble le hacían infinita falta en medio de las voluntades, cuando menos tibias, que le rodeaban.

Don Álvaro tardó bastantes horas en volver a su conocimiento por el aturdimiento de su caída y por la mucha sangre que con sus heridas había perdido. Lo primero que vieron sus ojos al abrirse fue a su fiel Millán que, de pie al lado de su cama, estaba observando con particular solicitud todos sus movimientos. A los pies estaba también en pie un caballero de aspecto noble, aunque algo ceñudo habitualmente, cubierto con una rica armadura azul, llena de perfiles y dibujos de oro de exquisito trabajo. Finalmente, a la cabecera se descubría un personaje de ruin aspecto, con ropa talar oscura y una especie de turbante o tocado blanco en la cabeza. El caballero era don Juan Núñez de Lara, y el otro sujeto el rabino Ben Simuel, su físico, hombre muy versado en los secretos de las ciencias naturales y a quien el vulgo ponía, por lo tanto, sus ribetes de nigromante y hechicero. Su raza y creencia le hacían odioso, y su exterior tampoco era a propósito para granjearse el cariño de nadie.

Don Álvaro extendió sus miradas alrededor, y encontrando las paredes de un aposento en lugar de los lienzos y colgaduras de su tienda, y aquellas personas para él desconocidas, comprendió cuál era su suerte y no pudo reprimir un suspiro. Lara se acercó entonces a él y tomándole la mano le aseguró que no estaba sino en poder de un caballero que admiraba su valor y sus prendas; que se sosegase y cobrase ánimo para sanar en breve de sus heridas que, aunque graves, daban esperanza de curación no muy lejana.

-Finalmente -añadió apretándole la mano-, no veáis en don Juan Núñez de Lara vuestro carcelero, sino vuestro enfermero, servidor y amigo.

Don Álvaro quiso responder, pero Ben Simuel se opuso encargándole mucho el silencio y el reposo, y haciéndole beber una poción calmante, se salió con don Juan de la habitación dejando al herido caballero en compañía de Millán. En cuanto se fueron, don Álvaro le preguntó con voz muy débil:

-¿Me oyes, Millán?

-Sí, señor -respondió éste, ¿qué me queréis?

-Si muero, toma de mi dedo él anillo, y del lado izquierdo de mi coraza la trenza que me dio doña Beatriz aquella noche fatal, y se la llevarás de mi parte diciéndola... no, nada le digas.

-Está bien, señor, si Dios os llama así se hará como decís, pero por ahora sosegaos y mirad por vos.

Don Álvaro procuró descansar, pero a pesar de la medicina sólo logró algún reposo interrumpido y desigual; tales eran los dolores que sus heridas le causaban.




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Capítulo XV

A los pocos días de haber caído don Álvaro prisionero ocurrió, por fin, una novedad que todos esperaban con ansia grandísima en el campamento del rey. Vinieron cartas del papa Clemente V con la orden de proceder al arresto y enjuiciamiento de todos los templarios de Europa y secuestro de sus bienes, y con ellas noticias de los horribles suplicios de algunos caballeros de la orden en Francia. Aquel pontífice débil y cobarde había consentido que los sacasen de su fuero, entregándolos en manos de una comisión especial, que equivalió a ponerlos en las del verdugo. Clemente temblaba de que Felipe el Hermoso quisiese poner en juicio la majestad del pontificado en la persona, o por mejor decir, en la memoria de su antecesor Bonifacio, y a trueque de evitarlo, le dejaba bañarse en la sangre de los templarios y cebarse en sus bienes. En Francia, sin embargo, la audacia del rey y el desconcierto de lo imprevisto del golpe y la desatinada conducta del maestre general ultramarino Jacobo de Molay había allanado el camino de una empresa tan escabrosa y difícil; pero en España donde la orden estaba sobre sí y donde era quizá más poderosa que en ninguna otra nación, menester era emplear infinita destreza y valor. Cierto es que ni en Portugal, ni en Aragón, ni en Castilla se les desaforaba, antes se les sujetaba a concilios provinciales, pero después de lo que había pasado en el reino vecino, parecía natural que desconfiasen de la potestad civil y que no quisiesen soltar las armas. Por otra parte, nada tenía de extraño que quisiesen vengar las afrentas de su orden, por cuyo honor y crecimiento estaban obligados a sacrificar hasta su propia vida. Preciso era desconcertar su acción en lo posible, y apercibirse al combate al mismo tiempo.

El rey don Fernando, a pesar de suceso de tanto bulto, para el cual parecía necesitar el auxilio de todos sus ricos hombres, no por eso desistía de su saña contra don Juan Núñez de Lara, resuelto sin duda a volver a su corona el brillo, que en las pasadas revueltas había perdido. El infante don Juan mediaba entre el rey y su rebelde vasallo, y como este carácter le daba facilidad para pasar muchas veces a Tordehumos, poco tardó en concertar con su dueño el plan que hacía tanto tiempo estaba madurando. Don Álvaro era el apoyo más firme de los templarios en el reino de León, y el más ardiente y poderoso de sus aliados. Aunque su castillo de Bembibre estaba guarnecido por soldados de la orden, claro estaba que si moría su dueño habrían de desocuparlo, y de todos modos los vasallos de la casa de Yáñez no tardarían en apartarse de sus banderas. No era el infante hombre que delante de la sangre retrocediese; el rival de su valido estaba en manos de don Juan Núñez de Lara, con él venía al suelo una de las principales barreras que apartaban la rica herencia del Temple de sus manos codiciosas, ¿qué más podía desear?

No bien llegaron las bulas del papa Clemente, al punto pasó a Tordehumos allí, subiendo con su castellano a una torre solitaria del castillo, comenzaron una plática muy viva y acalorada.

Con gran sorpresa y aun susto de los que desde abajo les miraban, don Juan Núñez con ademanes descompuestos echó mano a la espada, como si de su huésped recibiese alguna ofensa; pero sin duda se hubo de arrepentir, porque a poco rato volvió el acero a la vaina con muestras de gran cortesía, y entrambos caballeros se dieron las manos. El infante bajó poco después y tomó el camino real con muestras de gran satisfacción y contento.

La sangre perdida y la gravedad de sus heridas habían reducido a don Álvaro a una postración grandísima; pero la ciencia de Ben Simuel y los cuidados de Millán, junto con las atenciones de don Juan Núñez, habían logrado arrancarlo de la jurisdicción de la muerte y volverle, aunque con pasos muy perezosos, al camino de la vida. La calentura había ido cediendo y los dolores eran mucho menos vivos, de manera que sin los cuidados que acibaraban su pensamiento, fácil era calcular que su convalecencia hubiera sido más rápida.

Una tarde entró don Juan de Lara en su aposento y tomando asiento a su cabecera mientras Millán los dejaba solos para que hablasen con más libertad, le preguntó asiéndole de la mano:

-¿Cómo os sentís, noble don Álvaro? ¿Estáis contento de mi carcelería?

-Me encuentro ya muy aliviado, señor don Juan -respondió el herido-, gracias a vuestros obsequios y atenciones que casi me harían dar gracias al cielo de mi prisión.

-Según eso, bien podréis escucharme una cosa de gran cuantía que tengo que deciros.

-Podéis comenzar, si gustáis.

Don Juan, entonces, principió a contarle por extenso las noticias recibidas de Francia y la prisión, embargo de bienes y encausamiento de los templarios ordenados en las cartas del papa Clemente, recibidas poco había en los reales de Castilla.

-Bien conozco -concluyó diciendo- que en la hidalguía de vuestra alma no cabe abandonar una alianza que hubieseis asentado con caballeros como vos, pero ya veis que asistir a los templarios abandonados del vicario de Jesucristo y cargados con el grave peso de una acusación fundada en la criminal demanda que acaso van a intentar, sería hacer traición a un mismo tiempo a vuestros deberes de cristiano y bien nacido. Si en algo estimáis, pues, la fina voluntad que de asistiros y serviros he mostrado, ruégoos que desde ahora rompáis la confederación que tenéis con esa orden, objeto del odio universal, y no os apartéis de vuestros amigos y aliados naturales.

Don Álvaro, que estaba íntimamente convencido de la iniquidad de la acusación dirigida contra el Temple y que nunca hubiera creído en el jefe supremo de la Iglesia tan culpable debilidad, escuchó la relación de don Juan con una emoción violenta y profunda, cambiando muchas veces de color y apretando involuntariamente los puños y los dientes con muestras de dolor y de cólera. Por fin, enfrenando como mejor pudo los tumultuosos movimientos de su espíritu, respondió:

-Los templarios se sujetarán al juicio que les abren, en justa obediencia de mandato del sumo pontífice, única autoridad de ellos reconocida, aunque tan ruinmente se postra delante del rey de Francia; pero ni dejarán las armas ni se darán a prisión, ni soltarán sus bienes y castillos sino caso de ser a ello sentenciados por los concilios. Por lo que a mí toca, don Juan de Lara, os perdono el juicio que de mí habéis formado, en gracia de tantos obsequios y cuidados como os debo; pero os suplico que aprendáis a conocerme mejor.

La legítima humillación que don Juan sufría despertó su ira y despecho, pero deseoso de que la cuestión mejorase de terreno, y al mismo tiempo de apurar todos los medios de conciliación y templanza, replicó:

-¿Pero qué?, ¿no teméis manchar la limpieza de vuestra fama, ligándoos con un cuerpo agangrenado con tantas infamias y abominaciones, a quien toda la cristiandad rechaza como a un leproso?

-Señor don Juan, os matáis en balde, queriendo persuadirme a mí lo que tal vez vos mismo no creéis. Por lo demás, no toda la cristiandad rechaza el Temple, pues no se os esconde que el sabio rey de Portugal ha enviado sus embajadores al Papa para protestar de las tropelías y maldades de que está siendo objeto esta ilustre milicia.

-¡Mal aconsejado rey! -dijo el de Lara.

-El mal aconsejado sois vos -repuso don Álvaro con impaciencia-, en menguar así vuestro propio decoro. Id con Dios, que ni mi corazón ni mi brazo faltarán nunca a esos perseguidos caballeros.

Lara frunció el ceño y le preguntó con voz altanera:

-¿Olvidáis que sois mi prisionero?

-Sí, a fe que lo había olvidado, porque vos me habéis dicho que erais mi amigo y no mi carcelero; pero ya que volvéis a vuestro natural papel, sabed que aunque me tengáis a vuestra merced, mi corazón y mi espíritu se ríen de vuestras amenazas.

Don Juan se mordió los labios y guardó silencio por un buen rato, durante el cual, sin duda, su alma, naturalmente noble y recta, le estuvo haciendo sangrientos reproches por su proceder; pero con su genial obstinación se aferró más y más en el partido adoptado. Por fin, levantándose, dijo a su prisionero.

-Don Álvaro, ya conocéis de oídas mi índole arrebatada y violenta; los primeros movimientos no están en nuestra mano. Olvidad cuanto os he dicho, y no me juzguéis sino como hasta aquí me habéis juzgado.

Dicho esto se salió de la cámara, y don Álvaro, con el descuido propio de los hombres esforzados, cuando sólo de su vida se trata, se entregó a sus habituales reflexiones. El de Lara estuvo paseando en la plataforma de uno de los torreones el resto de la tarde con pasos desiguales, hablando consigo propio en ocasiones, gesticulando con vehemencia, y sentándose de cuando en cuando arrobado en profundas distracciones. Por fin, largo rato después de puesto el sol, cuando los áridos campos circunvecinos iban desapareciendo entre los velos de la noche, bajó por la angosta escalera de caracol, y encaminándose a la sala principal del castillo, mandó a llamar por un paje a su físico Ben Simuel. Poco tardó en asomar por la puerta la cara de zorro del astuto judío, y sentándose al lado de su señor entablaron en voz muy baja una viva conversación, de que el paje no pudo percibir nada, sin embargo de estar en la puerta, hasta que por fin Ben Simuel, levantándose, y después de escuchar las últimas palabras de don Juan que las acompañó con un gesto muy expresivo y semblante casi amenazador, se salió de la sala con bastante diligencia.

Cerca de las diez de la noche serían cuando el mismo judío se presentó en el encierro de don Álvaro con una copa en una salvilla, y después de reconocer sus vendajes le hizo tomar aquella poción con que le dijo que reconciliaría el sueño. Despidióse enseguida y don Álvaro comenzó a sentir cierta pesadez que después de tantos insomnios parecía pronóstico de un sueño sosegado. Apenas tuvo tiempo de decir a Millán que le dejase solo, y que cerrase la puerta por fuera sin entrar hasta que llamase, y al punto se quedó profundamente adormecido. El buen escudero, no menos necesitado de descanso que su amo, hizo cuanto se le mandaba, y echando la llave y guardándosela en el bolsillo, se tendió cuán largo era en una cama que para él habían puesto en un caramanchón vecino, y no despertó hasta el día siguiente, cuando ya el sol estaba bastante alto. Acercóse entonces a la puerta por ver si su señor se rebullía o quejaba; pero nada oyó. «Vamos, dijo para sí, de esta vez sus melancolías han podido menos que el sueño, y cuando despierte, Dios mediante, se ha de encontrar otro.» Aguardó, pues, otro rato bueno, durante el cual comenzó a inquietarse, pensando que tanto dormir podría hacer daño a su señor; pero pasada una hora y media ya no pudo contener su impaciencia, y metiendo la llave en la cerradura y dándole vueltas con mucho tiento, entró de puntillas hasta la cama de don Álvaro, y después de vacilar todavía un poco, por fin se decidió a llamarle meneándole suavemente al mismo tiempo. Don Álvaro ni se movió ni dio respuesta alguna, y Millán, de veras asustado, acudió a abrir una ventana; pero cual no debió de ser su asombro y consternación cuando vio el cuerpo de su señor inanimado y frío, apartados los vendajes, desgarradas las heridas y toda la cama inundada en sangre.

Al principio se quedó como de una pieza, agarrotado por el espanto, la sorpresa y el dolor; pero en cuanto pudo moverse salió dando gritos y con los cabellos erizados todavía por los corredores del castillo. Al ruido, acudieron algunos hombres de armas y criados y, por último, el mismo Lara seguido de Ben Simuel. Millán, ahogado por los sollozos que por fin habían podido abrirse paso por medio de su estupor y asombro, les conduce hasta el lecho de su malogrado amo, y cayó sobre él abrazándole estrechamente. Don Juan no pudo contener una mirada errante y tremenda que dirigió a su médico; pero recobrándose al punto y revolviendo fieramente alrededor, y fijándola alternativamente en sus soldados y en Millán, mandó a éste con voz imperiosa que contase lo que había sucedido. Así lo hizo con toda la sencillez e ingenuidad de su dolor, hasta que llegando a decir como había dejado sólo a don Álvaro, el judío, que había estado registrando el cuerpo, se volvió a él con ojos airados s le dijo:

-¡Mira, desgraciado!, ¡mira tu obra! Tu amo en un ensueño o en un acceso de delirio ha roto sus vendajes y se ha desangrado. ¡Cómo dejar sólo a un caballero tan mal herido!

El desdichado escudero empezó a mesarse los cabellos hasta que empleando Lara su autoridad logró que acabase su relación y entonces, condolido de su pena, le dijo:

-Tú no has hecho sino obedecer a tu señor y en nada eres culpable. Además, todos nos hemos engañado. ¿Quién no creía a este noble mancebo libre ya de todo riesgo? ¡Dios ha querido afligirme permitiendo que un castillo mío fuese testigo de semejante desgracia! Mañana se dará sepultura a este ilustre caballero en el panteón de este castillo.

-No ha de ser así, por vida vuestra, señor -le interrumpió Millán-, antes entregádmelo a mí para que lo lleve a Bembibre y lo entierre con sus mayores. ¡Válgame Dios! -exclamó en voz imperceptible ¿y qué responderé a su tío el maestre, y a doña Beatriz cuando me pregunten por él?

-El cuerpo de don Álvaro -replicó don Juan- descansará en este castillo hasta que, restablecida la paz y acabadas estas funestas disensiones, pueda yo mismo con todos los caballeros de mi casa y mis aliados trasladarlo al panteón de su familia, con la pompa correspondiente a su estirpe y alto valor.

Como esto parecía redundar en honra de su malogrado señor, y por otra parte, como sabía que don Juan Núñez era absoluto en sus voluntades, hubo de conformarse con lo dispuesto. El cuerpo de don Álvaro estuvo todo aquel día de manifiesto en la capilla del castillo, acompañado del inconsolable escudero, y escoltado por cuatro hombres de armas que de cuando en cuando se relevaban. El capellán extendió la fe de muerto correspondiente, y aquella misma noche depositó en la bóveda del castillo, en un sepulcro nuevo, los restos de aquel joven desdichado.

Al día siguiente, Millán se presentó a don Juan para que le diese permiso de volver al Bierzo, y después de alabar mucho su fidelidad, se lo otorgó, acompañándolo de un bolsillo lleno de oro.

-Muchas gracias, noble señor -respondió él rehusándolo-. Don Álvaro dejó hecho su testamento al venir a esta desventurada guerra, y estoy seguro de que habrá mirado por su pobre escudero de cuya fidelidad estaba él bien seguro.

-Eso no importa -replicó don Juan haciéndole tomar la bolsa-, tú eres un buen muchacho y, además, el único placer de que disfrutamos los poderosos es él de dar.

Millán salió entonces del castillo, y yendo a encontrarse con Robledo, le contó la tragedia acaecida. La noticia, que al instante corrió por el campo, llenó de disgusto a todos, porque si bien no miraban a don Álvaro con cariño, no por eso dejaban de estimar su brillante valor de que tan fresca memoria dejaba. La mesnada volvió a sus prados y montañas nativas llena de luto y de tristeza por la muerte de su señor, verdadero padre de sus vasallos; y por la de tantos otros hermanos de armas cuyos huesos blanqueaban ya a la luna en los áridos campos de Castilla. Millán los dejó atrás y se adelantó a llevar a Arganza a Ponferrada la fatal nueva.




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Capítulo XVI

Doña Beatriz, como dejamos dicho, volvió a la casa paterna en medio del regocijo de los suyos que tantas razones tenían para estimarla. Su padre como deseoso de borrar las pasadas violencias, o bien convencido de que poco valían para sojuzgar un ánimo tan esforzado, la trataba con la antigua bondad, sin mentarle siquiera sus proyectos favoritos. El conde de Lemus, que frecuentemente era huésped de la casa, penetrado sin duda de los mismos sentimientos o, por mejor decir, convencido de que otro era el camino que llevaba al logro de sus afanes, escaseaba sus visitas a doña Beatriz y había trocado sus importunidades en un respeto profundo y en una deferencia siempre cortés y delicada. La urbanidad de sus modales y la profunda simulación de su carácter, acostumbrado a los más tortuosos caminos, le ayudaron eficazmente en la difícil tarea de cambiar la opinión que acerca de su persona y sentimientos había formado doña Blanca. Doña Beatriz, sin embargo, nunca podía acallar la voz que repetía en su memoria las frías y altaneras palabras de aquel hombre en el locutorio de Villabuena. Harto bien lo conocía él, y por eso todos sus conatos se dirigían a lavar esta mancha que sin duda le afeaba a los ojos de la joven. Y por último, fuerza es confesarlo, a pesar de la dureza y frialdad de aquel alma, el candor y la belleza de doña Beatriz habían llegado a penetrar en ella por intervalos y con un vislumbre nuevo desconocido, que a veces suavizaba su natural aspereza.

Como suele acontecer a personas arrastradas por una pasión, la señora de Arganza se había sostenido con particular entereza, a pesar de sus achaques, mientras duró la enfermedad y convalecencia de su hija. El dolor y la alegría sucesivamente le habían dado fuerzas, y sólo cuando ambos extremos fueron cediendo, la naturaleza recobró su curso con todo el ímpetu consiguiente a tan larga compresión. Así pues, cuando doña Beatriz volvió no ya a su natural robustez, porque esto no llegó a suceder, sino en sí; su madre comenzó a flaquear y al poco tiempo se postró enteramente al rigor de sus dolencias. De esta suerte, el vivo rayo de contento que había iluminado aquella noble familia, tardó poco en oscurecerse del todo, y de nuevo comenzaron las torturas y congojas de la incertidumbre.

Tenían los males de doña Blanca intervalos frecuentes y lúcidos en que su razón se despejaba; pero entonces una melancolía profunda se derramaba en todos sus discursos y pensamientos. Su alma, apasionada y tierna, pero humilde y apacible, no había conocido más camino que la resignación, ni más norte que la obediencia. Habíase inclinado vivamente a don Álvaro mientras su voluntad había caminado de acuerdo con la de su noble esposo, y aún le conservaba una afición involuntaria a pesar de las desavenencias ocurridas; pero últimamente la fuerza que toda su vida había preponderado en su espíritu acabó de ladearla hacia la voluntad manifiesta de su esposo. En un carácter tímido y sosegado como el suyo, la idea de nuevas discordias entre el padre y la hija era una especie de pesadilla que continuamente la estaba oprimiendo. También en su juventud habían violentado su inclinación, y al cabo los cuidados domésticos, la conformidad religiosa y el amor de sus hijos le habían proporcionado momentos de reposo y aun de felicidad. ¿Quién puede adivinar lo que pasa en el corazón, ni quien sería bastante audaz para asegurar que apagadas las terribles llamaradas de juventud, su hija no acabase por agradecer la solicitud de su padre, consolándose como ella se había consolado y regocijándose, por último, de dejar a sus descendientes un nombre ilustre y las riquezas que siempre lo realzan? El mal concepto que en un principio había formado del conde se había ido desvaneciendo, gracias a la perseverancia, artificio y destreza de su conducta, y la buena señora juzgaba que lo mismo debería acontecer a su hija.

Por desgracia, todos estos argumentos que tanto peso tenían en una índole como la suya nada tenían que ver con la elevación de sentimientos y energía de resolución que distinguía a su hija. Doña Beatriz jamás se hubiera contentado con obedecer a su esposo, porque necesitaba respetarle y estimarle y, por otra parte, su condición era de aquellas que nunca aciertan a transigir con la injusticia y luchan sin tregua hasta el último momento. Los bienes de la tierra, los incentivos de la vanidad nunca habían fascinado sus ojos; pero estas disposiciones se habían fortificado en la soledad del claustro y en medio de su atmósfera religiosa, donde todos los impulsos de aquel alma generosa habían recibido un muy subido y frío temple. No parecía sino que en el borde de la eternidad, al cual estuvo asomada, su alma se había iniciado en los misterios de la nada que forma las entrañas de las cosas terrenas, y se había adherido con más ahínco a la pasión que la llenaba, fiel trasunto del amor celeste por su pureza y sinceridad. Sin embargo, la mudanza de ideas y el nuevo giro que al parecer tomaban los pensamientos de aquella madre tan cariñosa y con tanto extremo querida, afectaban su corazón, no atreviéndose a contradecirla en medio de sus padecimientos y no cabiendo en su memoria, por otra parte, más imagen que la del ausente don Álvaro. Este enemigo de nueva especie, con quien tenía que combatir, era ciertamente harto más temible que los atropellos y desafueros anteriormente empleados.

Tal era la situación de la familia de Arganza, cuando una tarde de verano estaban sentadas entrambas señoras en la misma sala, y a la misma ventana en que vimos por la primera vez a don Álvaro despedirse de la señora de sus pensamientos, doña Blanca parecía sumida en la dolorosa distracción que experimentaba después de sus accesos, recostada sin fuerzas en un gran sillón de brazos. Su hija acababa de dejar y tenía a un lado el arpa con que había procurado divertir sus pesares, y sus ojos se fijaban en aquel sol que iba a ponerse, que había alumbrado la salida de don Álvaro de aquellos umbrales y que todavía no había traído el día del consuelo. Sus pensamientos, naturalmente, volaban a los tendidos llanos de Castilla en busca de aquel joven digno de más benigno destino, cuando de repente el galope de un caballo que pasaba por debajo de la ventana las sacó de sus meditaciones. Doña Beatriz se asomó rápidamente a la ventana; pero jinete y caballo doblaban la esquina en busca de la puerta principal, y sólo pudo percibir un vislumbre que parecía traerle a la memoria una figura conocida. Al punto las herraduras sonaron en el patio, y las pisadas de un hombre armado se oyeron en la escalera poco distante del aposento. Al poco rato entró Martina precipitada, y con el semblante de un difunto dijo, como sin saber lo que decía:

-Señora, es Millán...

La misma palidez de la criada se difundió instantáneamente por las facciones de su ama que, sin embargo, respondió:

-Ya sé lo que me trae; mi corazón me lo acaba de decir; que entre al instante.

La doncella salió y al poco rato entró Millán por la puerta en que doña Beatriz tenía clavados los ojos que parecían saltársele de las órbitas. Doña Blanca, toda alarmada, se levantó, aunque con mucho trabajo y fue a ponerse al lado de su hija, y Martina se quedó a la puerta enjugándose los ojos con una punta de su delantal, mientras Millán se adelantaba con pasos inciertos y turbados hasta ponerse delante de doña Beatriz. Allí quiso hablar, pero se le anudó la voz en la garganta y así alargó sin decir una palabra anillo y trenza. Toda explicación era inútil, porque ambas prendas venían manchadas de sangre. Martina entonces rompió en sollozos, y Millán tardó poco en acompañarla. Doña Beatriz tenía fija la misma mirada desencajada y terrible en el anillo y en la trenza, hasta que, por último, bajando los ojos y exhalando un suspiro histérico, dijo con voz casi tranquila:

-Dios me lo dio, Dios me lo quitó, sea por siempre bendito.

Doña Blanca entonces se colgó del cuello de su hija y deshecha en lagrimas le decía:

-No, hija querida, no manifiestes esa tranquilidad que me asusta más que tu misma muerte. ¡Llora, llora en los brazos de tu madre! ¡Grande es tu pérdida! ¡Mira, yo también lloro, porque yo también le amaba! ¡Ay!, ¡quién no amaba aquel alma divina encerrada en tan hermoso cuerpo!

-Sí, sí, tenéis razón exclamó ella apartándola-; pero dejadme. ¿Y cómo murió, Millán? ¿Cómo murió, te digo?

-Murió desangrado en su cama, abandonado de todos aun de mí -respondió el escudero con una voz apenas articulada.

Entonces fue cuando los miembros de doña Beatriz comenzaron a temblar con una convulsión dolorosa que, por último, la privó del sentido. Largo rato tardó en volver en sí, pero los sacudimientos de su naturaleza, ya quebrantada por la anterior enfermedad, fueron menos violentos. Por fin, cuando volvió en sí, los muchos lamentos que su madre empleaba adrede para excitar sus lágrimas, y sobre todo los consuelos religiosos del abad de Carracedo que acababa de llegar, desataron el manantial de su llanto. Esta crisis, sin embargo, no fue menos violenta que la otra, porque eran tales su congoja y sus sollozos que muchas veces creyeron que se ahogaba. En este fatal estado pasó la noche entera y la mañana siguiente, hasta que por la tarde se levantó, por fin, una voraz calentura. Comoquiera, a los pocos días sintió mejoría y pudo ya levantarse. Su semblante, sin embargo, comenzó a perder su frescura y a notarse en su mirada un no sé qué de encendido e inquieto. Su carácter se hizo asimismo pensativo y recogido más que nunca, su devoción tomó un giro más ardiente y apasionado, sus palabras salían bañadas de un tono particular de unción y melancolía y, aunque las escaseaba en gran manera, eran más dulces, cariñosas y consoladoras que nunca. Jamás se oía en sus labios el nombre de aquel amante adorado ni se quejaba de su desdicha; sólo Martina creía percibirle entre sueños y en el movimiento de sus labios cuando rezaba. Por lo demás, cuidaba y asistía a los enfermos del pueblo con sin igual solicitud y esmero, hacía limosnas continuas y su caridad era verdaderamente inagotable. Finalmente, la aureola que le rodeaba a los ojos de aquellas gentes sencillas pareció santificarse e iluminarse más vivamente, y su hermosura misma, aunque ajada por la mano del dolor, parecía desprenderse de sus atractivos terrenos para adornarse con galas puramente místicas y espirituales.

El conde de Lemus, con su natural discreción y tino, se ausentó de Arganza en aquella época a Galicia, donde le llamaban sus cábalas y manejos, y cuando volvió al cabo de algún tiempo, su conducta fue más reservada, circunspecta y decorosa que nunca.

Cualquiera puede figurarse la acogida triste y sentida que haría el anciano maestre al escudero de su sobrino, portador de aquella dolorosísima nueva. Acababa de recibir las terribles noticias de Francia tras de las cuales veía venir irremediablemente la ruina de su gloriosa orden, cuando introdujeron a Millán en su aposento. Este golpe acabó con su valor porque, como noble, era amante de la gloria de su linaje extinguido ya a la sazón por la muerte de aquel joven que sus manos y consejos habían formado, hasta convertirle en un dechado de nobleza y en un espejo de caballería. Aquel venerable viejo, encanecido en la guerra, y famoso en la orden por su valor y austeridad, se abandonó a los mismos extremos que pudiera una mujer, y sólo al cabo de un largo rato y como avergonzado de su debilidad recobró su superioridad sobre sí propio.

Millán, continuando en su amarga peregrinación, subió por fin al castillo de Cornatel y dio parte al comendador Saldaña de lo ocurrido. El caballero recibió la noticia con valor, pero sintió en su corazón una pena agudísima. Don Álvaro era la única persona que había logrado insinuarse hacía mucho tiempo en aquel corazón de todo punto ocupado por el celo de su orden y los planes de su engrandecimiento. Descansaban, además, en aquel mancebo bizarro y generoso gran número de sus más floridas esperanzas, y tanto en su pecho como en su entendimiento dejaba un grandísimo vacío. Quedáse pensativo por algún tiempo y, por fin, como herido de una idea súbita, dijo a Millán:

-¿No has traído el cuerpo de tu señor? -Millán le contó entonces las razones y pretextos de don Juan de Lara, a los cuales no hizo Saldaña sino mover la cabeza, y por último dijo-: aquí hay algún misterio.

El escudero, que atentamente le escuchaba le dijo entonces:

-Cómo, señor, ¿pensaríais que no fuese cierto?

-¡Cómo!, ¡cómo! -repuso el comendador, recobrándose; y luego añadió con tristeza-: Y tan cierto como es, ¡pobre mozo!

Millán, que había querido entreveer una esperanza en las palabras del comendador, se convenció entonces de su locura y despidiéndose del caballero se volvió a Bembibre. A los pocos días hizo abrir judicialmente el testamento de su señor en que se encontró heredado en pingues tierras, viñas y prados, y asegurada su fortuna. El resto de sus bienes debía pasar a la orden del Temple, después de infinitas mandas y limosnas.




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Capítulo XVII

Algunos meses se pasaron en este estado, hasta que una mañana al volver de la capilla donde largo tiempo habían estado orando, declaró doña Beatriz a su madre con voz muy serena y entera su voluntad de tomar el velo de las esposas del Señor en Villabuena:

-Ya veis, madre mía -le dijo-, que no es esto una determinación tomada en el arrebato de un justo dolor. Adrede he dejado pasar tantos días, durante los cuales se ha arraigado más y más en mi alma esta resolución, que por lo invariable parece venida de otro mundo mejor, ajeno a las vicisitudes y miserias del nuestro. La soledad del claustro es lo único que podrá responder a la profunda soledad que rodea mi corazón, y la inmensidad del amor divino lo único que puede llenar el vacío incomensurable de mi alma.

Doña Blanca se quedó como herida de un rayo con una declaración que nunca había previsto, aunque no era sino muy natural, y que así daba en tierra con todas las esperanzas de su esposo y aun con las suyas propias. No obstante, disipado en parte su asombro, tuvo fuerzas bastantes para responder:

-Hija mía, los días de mi vida están contados, y no creo pienses en privarme de tus cuidados, único bálsamo que los alarga. Después de mi muerte tú consultarás con tu conciencia, y si tienes valor para acabar así con tu linaje, y dejar morir en la soledad a tu anciano padre, el Señor te perdone y bendiga como te perdono y bendigo yo.

El alma de doña Beatriz, naturalmente generosa y desprendida, y a fuer de tal tanto más inclinada al sacrificio cuanto más doloroso se le presentaba, se conmovió profundamente con estas palabras a un mismo tiempo cariñosas y sentidas. No era fácil cambiar un propósito en tantas razones fundado, pero la idea de los pesares de su madre, que en ningún tiempo había tenido para ella sino consuelo y ternura, socavaba los cimientos de su enérgica voluntad. Poco trabajo, de consiguiente, costó a doña Blanca arrancarle la promesa de que nunca durante su vida volvería a mentarle semejante resolución; no atreviéndose a pedirle que desistiese de ella absolutamente, tanto porque fiaba del tiempo y de sus esfuerzos sucesivos, cuanto porque bien se le alcanzaban los miramientos y pulso que necesitaba el carácter de su hija.

Comoquiera, a poco se había obligado ésta, porque tan tasados estaban ciertamente los días de la enferma y postrada doña Blanca, que inmediatamente cayó en cama, convertidas sus habituales dolencias en una agudísima y ejecutiva. La edad, su complexión no muy robusta, la pérdida de sus hijos y sobre todo la enfermedad y pesares de doña Beatriz junto con la incertidumbre fatal en que la tenía sumida su anunciada vocación, habían concurrido a cortar los últimos hilos de su vida. La joven, en el extravío de su dolor, no pudo menos de atribuirse gran parte de la culpa de aquel desdichado suceso, y por primera vez comenzó a atormentar su alma el torcedor del remordimiento. Hasta el dolor de su padre parecía oprimirla con su peso; cargos desacertados sin duda, pues el término de aquella vida estaba irrevocablemente marcado, y sólo la exaltación de su sensibilidad podía pintarle como reprensible una conducta tan desinteresada y amante como la suya.

Doña Blanca durante su enfermedad no cesaba de dirigir a su hija miradas muy significativas y penetrantes y de estrechar su mano. No parecía sino que, deseosa de declararle su pensamiento, se contenía por no hacer más amarga la hora de la separación, de suyo tan amarga y lastimosa. Por fin, llegando el mal a su extremidad, el abad de Carracedo, que como amigo y confesor de la familia no se había apartado de su cabecera, le administró todos los auxilios y consuelos de la religión.

Con ellos pareció cobrar ánimos la enferma y salió, por fin, de la noche en que todos creyeron recoger su postrer suspiro; pero su ansiedad parecía mayor. El alba de un día lluvioso y triste comenzaba va a colorear los vidrios de colores de las ventanas, cuando doña Blanca, asiendo la mano de su hija, le dijo con voz apagada:

-Hace muchos días que está pesando sobre mí una idea de la cual podrías tú librarme, y darme una muerte descansada y dulce.

-¡Madre mía! -respondió con efusión doña Beatriz-, mi vida, mi alma entera son vuestras. ¿Qué no haré yo porque lleguéis al trono del Eterno contento de vuestra hija?

-Ya sabes -continuó la enferma- que nunca he querido violentar tus inclinaciones... ¿cómo había de intentarlo en esta hora suprema, en que la terrible eternidad me abre sus puertas? Tu voluntad es libre, libre como la de los pájaros del aire; pero tú no sabes los recelos que llevo al sepulcro sobre tu porvenir y sobre la suerte de nuestro linaje...

-Acabad, señora -contestó doña Beatriz con dolorosa resignación-, que a todo estoy dispuesta.

-Sí -respondió la madre, pero de tu pleno y entero consentimiento... Sin embargo, si el noble conde de Lemus no fuese ya tan desagradable a tus ojos, si hubiese desarmado tu severidad, como ha desarmado la mía... El cielo sabe que mi fin sería muy sosegado y dichoso.

Doña Beatriz arrancó entonces un doloroso suspiro de lo íntimo de sus entrañas y dijo:

-¡Venga el conde ahora mismo, y le daré mi mano en el instante, delante de vos!

-¡No, no! -exclamaron a un tiempo, aunque con distintos acentos, la enferma y el abad de Carracedo que estaba sentado al otro lado de la cama-. ¡Eso no puede ser!

Doña Beatriz sosegó a entrambos con un gesto lleno de dignidad y enseguida replicó con calma y tranquilidad:

-Así será, porque tal es la voluntad de mis padres, en un tono acorde con la mía propia. ¿Dónde está el conde?

Don Alonso hizo seña a un paje que inmediatamente trajo al noble huésped. El abad, mientras tanto, había estado hablando vivamente y con enérgicos ademanes al señor de Arganza, y por los de éste se podía venir en conocimiento de que se excusaba con el enardecido monje. El conde de Lemus se llegó mesuradamente a la presencia de doña Beatriz y de su madre.

-Una palabra, señor caballero -dijo la joven, apartándole a un extremo del aposento donde habló con él un breve instante, al cabo del cual el conde se inclinó profundamente puesta la mano en el pecho, como en señal de asentimiento. Entonces volvieron delante del lecho de doña Blanca, y la doncella, dirigiéndose al abad, le dijo:

-¿Qué dudáis, padre mío?, mi voluntad es invariable, y sólo nos falta que pronunciéis las sagradas palabras.

El abad oyendo esto, aunque con repugnancia y con el corazón traspasado de amargura a vista de aquel tremendo sacrificio, pronunció con voz ronca la fórmula del sacramento y ambos esposos quedaron ligados con aquel tremendo vínculo que sólo desata la mano de la muerte.

Tales fueron las bodas de doña Beatriz en que sirvió de altar un lecho mortuorio, y de antorchas nupciales los blandones de los supulcros. Doña Blanca murió, por fin, aquella misma tarde, de manera que las lágrimas, los lamentos y los cánticos funerales venían a ser los himnos de regocijo de aquel día. ¡Raro y discordante contraste en cualquier otra ocasión semejante, consonancia íntima y perfecta de aquel desposorio, cuyos frutos de amargura y desdicha debían de ser!

Doña Beatriz en cuanto expiró su madre se aferró a su cuerpo con tan estrecho y convulsivo abrazo, que hubo necesidad de emplear la fuerza para separarla de aquel sitio de dolor. El abad y don Alonso se quedaron solos por un momento delante del cadáver todavía caliente.

-¡Pobre y angelical señora!, tu ciega solicitud y extremada ternura han labrado la desdicha de tu hija única. ¡La paz sea sobre tus restos! Pero vos -añadió, volviéndose al señor de Arganza con el ademán de un profeta-, ¡vos habéis herido el árbol en la raíz! y sus ramas no abrigarán vuestra casa, ni vos os sentaréis a su sombra, ni veréis sus renuevos florecer y verdeguear en vuestros campos. La soledad os cercará en la hora de la muerte, y los sueños que ahora os fascinan serán vuestro más doloroso torcedor.

Diciendo esto, se salió de la sala dejando como aniquilado a don Alonso que cayó sobre un sitial, hasta que el de Lemus, echándole de menos, vino a sacarle de su abatimiento. Llevóselo enseguida y dos o tres doncellas y un sacerdote entraron a velar el cadáver de aquella cuya grandeza y riquezas cabían en la estrechez y miseria del sepulcro.




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Capítulo XVIII

Por tan extraños caminos el alma generosa y esforzada de doña Beatriz vino a sucumbir bajo el peso de su misma abnegación y a sacrificar el corto reposo que le brindaba el porvenir a una expiación soñada. Con tan raro concierto y eslabonamiento de circunstancias, a cual más desdichadas, uno por uno se disiparon tantos sueños de ventura como habían mecido su florida primavera, y al despertar se encontró la esposa de un hombre cuya perversidad y vileza todavía estaban por manifestarse en su infernal desnudez. Los días de su gloria habían pasado y la corona se había caído de su cabeza, pero todavía le quedaba un consuelo en medio de tantos males, y era la esperanza de bajar temprano al sepulcro a reunirse con el verdadero esposo que había elegido en su juventud y cuyos recuerdos por donde quiera la acompañaban, como la columna de fuego que guiaba a los israelitas por el desierto en mitad de la noche. Nadie mejor que ella sabía que las fuentes de la vida comenzaban a cegarse en su pecho con las arenas de la soledad y del desconsuelo, y que aquel alma impetuosa y ardiente, que sin cesar luchaba por romper su cárcel, acabaría no muy tarde por levantar el vuelo desde ella. Sus noches desde la enfermedad de Villabuena eran inquietas, y los sucesos posteriores habían aumentado su ansiedad y desasosiego. La muerte de su madre acababa de cerrar el círculo de soledad y desamparo en que empezaba a verse aprisionada, y estremecida su complexión con tantos golpes y trastornos, su respiración comenzaba a ser anhelosa; palpitaba a veces con violencia su corazón y sólo un torrente de lágrimas podía hacer cesar la opresión que sentía en aquellos momentos; otras veces sentía correr un fuego abrasador por sus venas y latir con violencia y por largo tiempo el pulso, exaltándose al propio tiempo su imaginación, o cayendo en una especie de estupor que duraba a menudo muchas horas. Aquel cuerpo noble y bien formado, dechado de tantas gracias y cifra de tantas perfecciones, hacía tiempo que iba perdiendo la morbidez de sus formas y las alegres tintas de la salud. Las facciones se adelgazaban insensiblemente; el color pálido de la cara se hacía más notable por el subido carmín que coloreaba una pequeña parte de las mejillas; los ojos aumentaban en aquella clase de brillantez que pinta, aun a los menos conocedores, que padecen el cuerpo y el espíritu a un tiempo mismo; y a estas señales físicas de un profundo padecimiento interior se agregaba aquel paso rápido de la exaltación en las ideas y sentimientos, al desaliento y la melancolía, que indica tan claramente la unión íntima del cuerpo y del espíritu.

El otoño había sucedido a las galas de la primavera y a las canículas del verano, y tendía ya su manto de diversos colores por entre las arboledas, montes y viñedos del Bierzo. Comenzaban a volar las hojas de los árboles, las golondrinas se juntaban para buscar otras regiones más templadas, y las cigüeñas, describiendo círculos alrededor de las torres en que habían hecho su nido, se preparaban también para su viaje. El cielo estaba cubierto de nubes pardas y delgadas por medio de las cuales se abría paso de cuando en cuando un rayo de sol, tibio y descolorido. Las primeras lluvias de la estación que ya habían caído, amontonaban en el horizonte celajes espesos y pesados, que adelgazados a veces por el viento y esparcidos entre las grietas de los peñascos y por la cresta de las montañas, figuraban otros tantos cendales y plumas abandonados por los genios del aire en medio de su rápida carrera. Los ríos iban ya un poco turbios e hinchados, los pajarillos volaban de un árbol a otro sin soltar sus trinos armoniosos, y las ovejas corrían por las laderas y por los prados recién despojados de su yerba balando ronca y tristemente. La naturaleza entera parecía despedirse del tiempo alegre y prepararse para los largos y oscuros lutos del invierno.

Las tres de la tarde serían cuando en uno de estos días dos caballeros armados de punta en blanco descendían del puerto de Manzanal y entraban en la ribera frondosa de Bembibre. Llevaban calada entrambos la celada y sólo les seguía un escudero de facciones atezadas y cabello ensortijado. El uno de ellos, que parecía el más joven, llevaba una armadura negra, el escudo sin divisa y casco negro también coronado de un penacho muy hermoso del mismo color, cuyas plumas tremolaban airosamente a merced del viento. Mucho debía importarle que no le conociesen, cuando bajo semejante disfraz se encubría. El otro, que por su cuerpo ligeramente encorvado y por la menor soltura de sus movimientos, parecía un poco más anciano, era sin duda un templario, pues llevaba la cruz encarnada en el manto blanco y en el escudo los dos caballeros montados en un mismo caballo, que eran las armas de la orden. A bastante distancia de estos dos personajes caminaban como hasta quince o veinte hombre de armas también con las divisas del Temple.

Era aquel día el que la Iglesia destina para la conmemoración de los difuntos, y las campanas de todos los pueblos llamaban a vísperas a sus moradores para orar por las almas de los suyos. Las mujeres acudían a la iglesia cubiertas con sus mantillas de bayeta negra, llevando cada una en su canasto de mimbres la acostumbrada ofrenda del pan y las velas de cera amarilla. Los hombres, envueltos en sendas y cumplidas capas, acudían también silenciosos y graves a la religiosa ceremonia.

Como en el Bierzo está y estuvo siempre muy diseminada la población, la proximidad de las aldeas hace que sus campanas se oigan distintamente de unas a otras. La hora de la oración, que sorprende al cazador en algún pico elevado y solitario, tiene un encanto y solemnidad indefinible, porque los diversos sonidos, cercanos y vivos los unos, confusos y apagados los otros, imperceptibles y vagos los más remotos, derramándose por entre las sombras del crepúsculo y por el silencio de los valles, recorren un diapasón infinito y melancólico y llenan el alma de emociones desconocidas.

Caminaban nuestros dos viajeros de día muy claro y de consiguiente, carecía el paisaje y la música de las campanas de aquel misterio que la proximidad de la noche comunica a toda clase de escenas y sensaciones, pero según el profundo silencio que guardaban, no parecía sino que aquellos lentos y agudos tañidos, que semejantes a una sinfonía fúnebre y general por la ruina del mundo, venían de todos los collados de las llanuras y de los precipicios, embargaban profundamente su alma. ¿Quién sabe de donde venían aquellos dos forasteros y si eran nativos de aquella tierra? ¿Quién sabe si aquellas voces de metal, que ahora sólo hablaban de la muerte, habían entonado un himno de alegría el día de su nacimiento, les habían despertado en los días de fiesta con sus repiques, y les traían entonces al pensamiento mil pasadas historias y recuerdos? Tal vez eran estas las ideas que en ellos se despertaban, pero no se las comunicaban uno a otro; y callados y absortos en sus meditaciones caminaban a largo y tendido paso sin reparar en las miradas de aquellos sencillos campesinos. Por fin, doblaron la cuesta de Congosto y siguieron el camino del Bierzo abajo.

Aquella misma tarde doña Beatriz, acompañada de todos sus criados y vasallos del pueblo de Arganza, había acudido a las exequias comunes de la gran familia de Cristo, y orado fervorosamente sobre la sepultura apenas cerrada de aquella madre que tanto había querido, y quería aún. También había rogado al Ser Supremo por el eterno descanso de aquel que la adoraba con fe tan profunda y cuyos huesos descansaban en tierra extraña lejos de los de sus padres y hermanos. En aquel día de común tristeza se representaban como en un animado panorama las cortas alegrías de su vida, las escenas de dolor que las habían seguido, el sepulcro que había devorado silenciosamente sus esperanzas terrenas, y la prisión de sus fatales lazos que sin cesar elevaban sus pensamientos en alas de la religión hacia las regiones de lo futuro. Con semejantes impresiones, su corazón se había oprimido más que de costumbre, y acabados los oficios, había sentido la necesidad de respirar el aire libre, necesidad que, por su violencia, probaba muy bien el trastorno que su constitución iba sufriendo. Echó, pues, con su fiel Martina por una calle de árboles de las muchas que cruzaban el soto y huertas de la antigua y noble casa, y fatigada de su corto paseo, sentóse al pie de un nogal frondoso y acopado, por cuyo pie corría un arroyuelo manso y limpio, con sus orillas coronadas de trébol y yerbabuena. Allí, con el codo en las rodillas y la mejilla apoyada en la mano, seguían sus ojos aquellas diáfanas aguas con el aire abatido y desmayado que de continuo solía seguir a sus accesos más vivos. La fiel y cariñosa doncella, única tal vez que conocía a fondo los pesares de su señora y concebía serios temores sobre el fin de aquella fatal melancolía, se había apartado un poco, acostumbrada a respetar estos momentos de distracción y abandono que, en medio de la sorda e interna agitación de doña Beatriz, podían pasar por un verdadero descanso. La pobre muchacha no había querido separarse de su ama en la hora de la amargura, porque habiéndose criado en la casa tenía por ella toda la ternura de una hermana junto con el respeto y sumisión completa, propios de su estado. Millán, establecido ya y deseoso de coronar con el matrimonio sus sinceros amores, siempre había encontrado aplazamientos y dificultades que si bien no eran muy de su gusto, siempre encontraban, sin embargo, disculpa a sus ojos, porque se hacía cargo de que si su amo viviese y hubiese menester su ayuda o compañía, bien podían esperar todas las Martinas del mundo hasta el día mismo del juicio. Sólo una cosa le afligía, y era ver que el alegre y vivo natural de la aldeana se había trocado un poco con tantos sustos y tristezas, y que las rosas mismas de sus mejillas habían perdido sus vivos matices. Comoquiera, todavía conservaba su gracia y donaire, y sobre todo aquel excelente corazón con que de todos se daba a querer.

«Por fin, hoy, decía para sí, contemplando a su ama, estará un poco más a sus anchas la pobrecilla, porque el viejo y el otro pájaro andan por las montañas en no sé qué manejos. Dios me perdone, va es mi amo y me ha regalado las arracadas y cadena que guardo en mi cofre, y sin embargo, ni con esas me pasa de los dientes para adentro. Es verdad que el que conoció a don Álvaro, por maldito que fuese su genio en ocasiones, bien creerá que este señor, con todo su condado y su fachenda, no le llega a la suela del zapato. Así me hubiera yo casado con él, como volar. No sé que mal espíritu le metió a nuestra santa ama semejante terquedad en la cabeza en la horade la muerte. ¡Dios la tenga en su gloria!, pero lo que es el amo que no se moría y tenía el uso cabal de sus sentidos y potencias, no sé yo que bien le salgan sus soberbias y fantasías. Bien oí yo lo que le dijo el abad de Carracedo, que, por cierto, no ha vuelto a poner aquí los pies desde entonces. En verdad, en verdad, que muchas veces he pensado en aquellas palabras, y que cuando veo cómo pasa las noches en claro mi señora y las congojas que le dan, no sé qué me da a mí también el corazón. ¡Válgame Dios, y tan contentos como hubiéramos podido estar todos! No se lo demanden a quien tiene la culpa en el día del juicio.»

Aquí llegaba la buena Martina en sus reflexiones, cuando sintiendo pasos detrás de sí volvió la cabeza y vio la abultada persona de Mendo que, echando los bofes por andar de prisa, venía hacia ella con toda la idea de una novedad muy grande pintada en su espacioso y saludable semblante.

-¿Qué ocurre, Mendo? -preguntó la muchacha, que nunca desaprovechaba la ocasión de dispararle alguna pulla-; ¿qué traéis con esa cara de palomino asustado, que no parece sino que veis la mala visión de siempre?

Esta alusión a la inquietud y comezón que le causaban las visitas un poco frecuentes de Millán, no fue muy del agrado del buen palafrenero, que de seguro hubiera respondido si se le hubiera ocurrido algo de pronto, pero como no era la prontitud del ingenio la cualidad que más campaba en él, y como, por otra parte, el recado que traía era urgente, se contentó con responder:

-En cuanto a la visión, puede que la espante yo haciéndole la señal de la cruz en los lomos; pero no es ese el caso. Has de saber que al meter yo el caballo Reduán por la reja del cercado, de repente se me acercaron dos caballeros, el uno de esos nigrománticos de templarios y el otro no, y preguntándome por doña Beatriz, dijeron que querían hablarla dos palabras. Por cierto, que el caballo del uno me parece que le conozco.

-Más valía que conocieses al jinete; dime, ¿qué señas tiene?

-Ambos traen baja la visera, y el que no es templario, viene con armas negras, que parece el mismo enemigo malo.

-¿Sabes, hombre, que me da en qué pensar la tal visita, y no sé si decírselo al ama?

-Decírselo, eso sí, porque yo tengo que volver con el recado, y aunque ellos me lo dijeron con mucha aquella y buen modo, si no les llevo la respuesta... Dios sabe lo que vendrá, porque ni uno ni otro me han dado buena espina.

Doña Beatriz, que había oído las últimas palabras de la conversación, les ahorró sus dudas y escrúpulos preguntándoles de qué se trataba, a lo cual Mendo repuso, contestando palabra por palabra, como a Martina.

-¡Un caballero del Temple! -dijo ella como hablando entre sí-. ¡Ah! tal vez querrán proponer a mi padre o al conde algún partido honroso para la guerra que amenaza, y me elegirán a mí por medianera. Que vengan al punto -dijo a Mendo-. ¡También la hora de la desgracia ha llegado para esta noble orden! ¡Quiera Dios que no sea el maestre!

-Pero, señora, ¿aquí en este sitio y sola los queréis recibir?

-Necio eres, Mendo -repuso doña Beatriz-, ¿qué temores puede causar a una dama la presencia de dos caballeros? Anda y que no tengan motivo para quejarse de nuestra cortesía.

«El diablo es esta nuestra ama, iba diciendo entre dientes el caballerizo, ¡ella no tiene miedo ni aunque sea a un vestiglo! ¡Cuidado con fiarse de los templarios que son unos brujos declarados y serán capaces de convertirla en rata! No, pues yo en cuanto les dé el recado, por sí o por no voy a avisar a la gente de casa por lo que pueda suceder.»

Los encubiertos caballeros en cuanto recibieron el permiso se entraron a caballo en el cercado y se encaminaron por las señas que les dio el palafrenero hacia donde quedaba su señora.

«Pues, dijo éste, poco satisfecho de semejante llaneza; ¡como si fuera por su casa se meten! No, pues como se salgan un punto de lo regular, yo les prometo que les pese de la burla.» Y diciendo esto se encaminó a la casa.

Echaron pie a tierra los desconocidos poco antes de llegar a doña Beatriz, y el caballero de las armas negras, con un paso no muy, seguro, se fue acercando a ella seguido del templario. La señora, con ojos espantados y clavados en él, seguía con ademán atónito todos sus movimientos, como colgada de un suceso extraordinario y sobrenatural. Si el sepulcro rompiese alguna vez sus cadenas, sin duda creería que la sombra de don Álvaro era lo que así se le aparecía. El caballero se alzó lentamente la celada y dijo con una voz sepulcral:

-¡Soy, yo, doña Beatriz!

Martina dio entonces un tremendo grito y cayó al suelo sin fuerzas, cerrando los ojos por no ver el espectro de don Álvaro, pues por tal le descubrían la palidez de sus facciones y su voz trémula y hueca. Su ama, al contrario, aunque sujeta a la misma engañosa ilusión, lejos de temer la imagen de su amante, se arrojó hacia ella con los brazos abiertos temiendo que entre ellos se le deshiciese, y exclamando con un acento que salía de lo más hondo del corazón:

-¡Ah!, ¿eres tú, sombra querida, eres tú? ¿Quién te envía otra vez a este valle de lágrimas y delitos que no te merecía? Mis ojos desde tu muerte no han hecho más que seguir el rastro de luz que tu alma dejó en los aires al encumbrarse al empíreo, no he abrigado más deseo sino el de juntarme contigo.

-Temed, doña Beatriz -repuso el caballero (porque como presumirán nuestros lectores menos preocupados que aquella desventurada mujer, él mismo y no su espíritu era el que se aparecía)-, porque todavía no sé si debo bendecir o maldecir este instante que nos reúne.

-¡Ah! -replicó doña Beatriz sin poner atención en lo que le decía, y palpando sus manos y sus armados brazos-, ¿pero eres tú?, ¿pero estás vivo?

-Vivo, sí -respondió él-, aunque bien puede decirse que acabo de salir de la huesa.

-¡Justicia divina! -exclamó ella con el acento de la desesperación, cuando ya no le cupo ninguna duda-; ¡es él, el mismo! ¡Miserable de mí! ¿Qué es lo que he hecho?

Diciendo esto, se retiró unos cuantos pasos hasta apoyarse en el tronco de un árbol, retorciéndose los brazos.

Don Álvaro echó una ojeada al templario que también había levantado su visera y no era otro sino el comendador Saldaña, el que parecía pedirle perdón. Enseguida se acercó a doña Beatriz y le dijo con un acento al parecer respetuoso y sosegado, pero en realidad iracundo y fiero.

-Señora, el comendador que veis ahí presente me ha asegurado que sois la esposa del conde de Lemus, y aun cuando no ha mucho que le debí la libertad y la vida, y sus años le aseguran el respeto de todos, no sé en qué estuvo que no le arrancase la lengua con que me lo dijo y el corazón por las espaldas. Voy viendo que no mintió, pero aún me quedan tantas dudas que si vos no me las desvanecéis, nunca llegaré a creerlo.

-Cuanto os ha dicho es la pura verdad -respondió doña Beatriz-; id con Dios, y abreviad esta conversación que sin duda será la postrera.

-La postrera será sin duda alguna -repuso él con el mismo acento-, pero fuerza será que me oigáis. ¿Que es verdad decís? Lo siento por vos más que por mí, porque habéis caído de un modo lamentable, y me habéis engañado ruin y bajamente.

-¡Ah!, ¡no! exclamó doña Beatriz juntando las manos-, nunca...

-Escuchadme todavía -dijo don Álvaro interrumpiéndola con un gesto duro e imperioso-. Vos no sabéis todavía hasta dónde ha llegado el amor que os he tenido. Yo no había conocido familia ni más padre que mi buen tío, y vos lo erais todo para mí en la tierra, y en vos se posaban todas mis esperanzas a la manera que las águilas cansadas de volar se posan en las torres de los templos. ¡Ah!, templo, y muy santo, era para mí vuestra alma, y cuando la dicha me abrió sus puertas, procuré despojarme antes de entrar en él de todas las fragilidades y pobrezas humanas. Con vos mi vida cambió enteramente; los arrebatos de la imaginación, las ilusiones del deseo, los sueños de gloria, los instintos del valor, todo tenía un blanco, porque todo iba a parar a vos. Mis pensamientos se purificaban con vuestra memoria; en todas partes veía vuestra imagen como un reflejo de la de Dios, procuraba ennoblecerme a mis propios ojos para realzarme a los vuestros, y os adoraba, en fin, como pudiera haber adorado un ángel caído que pensase subir otra vez al cielo por la escala mística del amor. Tenía por divina la fortuna de encontrar gracia en vuestros ojos, e imaginándoos una criatura más perfecta que las de la tierra, sin cesar trabajaba mi espíritu para asemejarme a vos. Saben los cielos, sin embargo, que una sola sonrisa vuestra, la ventura de llegar mis labios a vuestra mano eran galardón sobrado de todos mis afanes.

La voz varonil de don Álvaro, destemplada en un principio por la cólera, a despecho de sus esfuerzos, se había ido enterneciendo poco a poco hasta que, por último, se asemejaba al arrullo de una tórtola. Doña Beatriz, dominada desde el principio por una profunda emoción, había estado con los ojos bajos, hasta que, al fin, dos hilos copiosos de lágrimas comenzaron a correr por su semblante marchito ya, pero siempre hermoso. Al escuchar las últimas palabras de don Álvaro se redobló su pena, y dirigiéndole una tristísima mirada le dijo con voz interrumpida por los sollozos:

-¡Oh, sí!, ¡es verdad! ¡Hubiéramos sido demasiado felices! No cabía tanta ventura en este angosto valle de lágrimas.

-Ni en vos cabía la sublimidad de que en mi ilusión os adornaba -respondió el sentido caballero-. ¿Os acordáis de la noche de Carracedo?

-Sí, me acuerdo -respondió ella.

-¿Os acordáis de vuestra promesa?

-Presente está en mi memoria, como si acabase de salir de mis labios.

-Pues bien, aquí me tenéis, que vengo a reclamar vuestra palabra, porque aún no se ha pasado un año; y a pediros cuenta del amor que en vos puse y de mi confianza sin límites. ¿Qué habéis hecho de vuestra fe? ¿No me respondéis y bajáis los ojos? Respondedme..., ved que soy yo quien os pregunta; ved que os lo mando en nombre de mis esperanzas destruidas, ¡de mi desdicha presente y de la soledad y la amargura que habéis amontonado en mi porvenir!

-Todo está por demás entre nosotros -replicó ella-. El comendador os ha dicho la verdad; soy la esposa del conde de Lemus.

-Beatriz -exclamó el caballero-, por vos, por mí mismo, explicaos. En esto hay algún misterio infernal, sin duda alguna. ¡Mirad, yo no quisiera despreciaros!, yo quiero que os disculpéis, que os justifiquéis; ya que os pierdo, no quisiera maldecir vuestra memoria. Decidme que os arrastraron al altar, decidme que os amedrentaron con la muerte, que perturbaron vuestra razón con maquinaciones infernales; decidme, en fin, algo que os restituya la luz que veo en vos oscurecida y que ha llenado mi pecho de hiel y de tinieblas.

Doña Beatriz volvía a su silencio, cuando Martina, recobrada ya de su susto y viendo que era el señor de Bembibre, no un espíritu sino en cuerpo y alma el que tenía delante, no pudo menos de responder por su ama:

-Sí, señor, sí que la violentó su madre, y del peor modo posible, porque ella quiso, desde luego, irse al convento y esperaros allí, aunque todos decían que estabais en el otro mundo y enseguida quedarse monja tan profesa como la abadesa su tía. Por más señas que...

-Silencio, Martina -replicó su señora con energía-, y vos, don Álvaro, nada creáis, porque he dispuesto de mi mano libre y voluntariamente delante del abad de Carracedo, que me dio la bendición nupcial. Ya veis, pues, que ninguna violencia pudo haber.

-¿Conque, según eso, vos sola os habéis apartado del camino de la verdad? Por vos lo siento. Otra vez vuelvo a decíroslo, porque envilecéis mi amor que era la llama más pura de mi vida. ¡Quién me dijera algún día que os había de tener por más vil y despreciable que el polvo de los caminos!

-¡Don Álvaro! -le interrumpió el templario-; ¿cómo os olvidáis así de vos mismo y ultrajáis a una dama?

-Dejadle, noble anciano -repuso doña Beatriz-; razón tiene para enojarse y aun para maldecir el día en que me vio por vez primera. Don Álvaro -prosiguió dirigiéndose a él-; Dios juzgará en su día entre los dos, porque él es el único que tiene la llave de mi pecho, y a sus ojos no más están patentes sus arcanos. Sólo os ruego que me perdonéis, porque mi vida, sin duda, será breve, y no quisiera morir con el peso de vuestro odio encima de mi corazón. Adiós, pues; idos pronto, porque vuestra vida y tal vez mi honra están peligrando en este punto en que nos despedimos para siempre, y en que de nuevo os ruego que me perdonéis, y os olvidéis de quien tan mal premio supo dar a vuestra acendrada hidalguía.

Estas palabras pronunciadas con tanta modestia y dulzura, pero en que vibraba una entonación particular, parecían revelar a don Álvaro en medio de su pesadumbre y su cólera el inmenso sacrificio que aquella dulce y celestial criatura se imponía. El metal de su voz tenía a un mismo tiempo algo de sonoro y desmayado, como si su música fuese un eco del alma que en vano se esforzaban por repetir en toda su pureza los órganos ya cansados. Don Álvaro notó también el estrago que los sinsabores y los males habían hecho en aquel semblante modelo de gracia noble y a la par lozana y florida. Su ira y despecho se trocó de nuevo en un enternecimiento involuntario, y acercándose más a ella, con toda la efusión de su corazón, le dijo:

-Beatriz, por Dios santo, por cuanto pueda ser de algún precio para vos en esta vida o en la otra, descifradme este lúgubre enigma que me oprime y embarga como un manto de hielo. Disipad mis dudas...

-¿Os parece -le contestó ella interrumpiéndole con el mismo tono patético y grave que hemos bebido poco del cáliz de aflición, que tan hidrópica sed os aqueja de nuevos pesares?

-¡Ay, señora de mi alma! -exclamó Martina acongojada-, ¿qué es lo que veo por la calle grande de árboles? ¡Desdichadas de nosotras!, ¡es mi señor y el conde y todos los criados de la casa! ¿Qué va a suceder, Dios mío?

Doña Beatriz entonces pasó de su resignada calma a la más tremenda agitación, y agarrando a don Álvaro por el brazo con una mano y señalándole con la otra un sendero encubierto entre los árboles, le decía con los ojos desencajados y con una voz ronca y atropellada:

-¡Por aquí!, ¡por aquí, desventurado! Este sendero conduce a la reja del cercado y llegaréis antes que ellos. ¡Oh, Dios mío!, ¿para esto lo habéis traído otra vez delante de mis ojos?... ¿Pero qué hacéis? ¡Mirad que vienen!...

-Dejadlos que vengan -dijo don Álvaro, cuyos ojos al sólo nombre del conde habían brillado con singular expresión.

-¡Cielo Santo!, ¿estáis en vos? ¿No veis que estáis solos y ellos son muchos y vienen armados? ¡Oh, no os sonriáis desdeñosamente!; ¡yo soy una pobre mujer que no sé lo que me digo! Bien sé que vuestro valor triunfará de todo, ¡pero pensad en mi honra que vais a arrastrar por el suelo y no me sacrifiquéis a vuestro orgullo! ¡Ah!, ¡por Dios, noble comendador, lleváosle, lleváosle, porque le matarán y yo quedaré amancillada!

-Sosegaos, señora -contestó el anciano-, la fuga nos deshonraría mucho más a todos, y en cuanto a vuestra honra, nadie durará de ella cuando ponga por garante estas canas.

El ruido se oía más cerca, y las muchas voces y acalorada conversación parecían indicar alguna resolución enérgica y decidida.

-Bien veis que ya es tarde -dijo entonces don Álvaro-, pero sosegaos -añadió con sonrisa irónica-, que no es este el lugar y mucho menos la ocasión de la sangre.

Doña Beatriz, viendo la inutilidad de sus esfuerzos, rendida y sin ánimo, se había dejado caer al pie del nogal que sombreaba el arroyo.




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Capítulo XIX

Como presumirán nuestros lectores, el necio apuro del caballerizo era la causa de este desagradable accidente, pues en cuanto se despidió de los forasteros, echó a correr a la casa, esparciendo una alarma que ninguna clase de fundamento tenía. Por casualidad, el conde y su suegro, a quienes no se esperaba aquel día, habían dado la vuelta impensadamente y encontrando sus gentes un poco azoradas y en disposición de acudir al soñado riesgo de su señora, se encaminaron allá con ellos, un poco recelosos por su parte, pues la guerra implacable y poco generosa que hacían a los templarios en la opinión, y los preparativos de todo género en que no cesaban un punto, les daban a temer cualquier venganza o represalias.

Cuando don Álvaro y el comendador sintieron ya cerca el tropel, como de común acuerdo se calaron la celada, y como dos estatuas de bronce aguardaron la llegada. El primero que asomó su ancha carota y su cuerpo de costal fue el buen Mendo que, muy pagado de su papel, no quería ceder a nadie la delantera. Venía todo sofocado y sin aliento, y sudando por cada pelo una gota.

-¡Martina! ¡Martina! -dijo en cuanto llegó-; ¿y el ama qué han hecho de ella?...

La muchacha le señaló a doña Beatriz con el dedo y le dijo en voz baja con cólera:

-¡Desgraciado y necio de ti!, ¿qué es lo que has hecho?

En tanto llegaron todos, y mientras don Alonso y su yerno se encaraban con los forasteros, sus criados se fueron extendiendo en corro alrededor de ellos, contenidos y enfrentados por su actitud imponente y reposada. Adelantóse el conde entonces con su altanera cortesía, y dirigiéndose al de las armas negras, le dijo:

-¿Me perdonaréis, caballero, que os pregunte el motivo de tan extraña visita y os ruegue que me descubráis vuestro nombre y semblante?

-Soy -respondió él levantando la visera- don Álvaro Yáñez, señor de Bembibre, y venía a reclamar a doña Beatriz Ossorio el cumplimiento de una palabra ya hace algún tiempo empeñada.

-¡Don Álvaro! -exclamaron a un tiempo los dos, aunque con distinto acento y expresión, porque la exclamación del de Arganza revelaba el candor y la sinceridad de su asombro, al paso que la del conde manifestaba a un tiempo despecho, asombro, vergüenza y humillación. Había dado dos pasos atrás, y desconcertado y trémulo añadió-: ¡Vos aquí!

-¿Os sobrecoge mi venida? -contestó don Álvaro con sarcasmo-, no me maravilla, a fe; vos contabais con que la muerte, o la vejez por lo menos, me cogiese en el calabozo que me dispuso vuestra solicitud y la de vuestro amigo el generoso infante don Juan, ¿no es verdad?

-¡Ah, don Juan Núñez! -murmuró el conde en voz baja, víctima todavía de su sorpresa.

-¿Todavía os quejáis de él?-contestó don Álvaro con el mismo tono irónico-. Ingrato sois, por vida mía, porque en los seis meses que ha durado mi sepultura, me han dicho que habíais alcanzado el logro de vuestros afanes y casádoos con doña Beatriz; de manera que siendo ya tan poderoso, y destruidos los templarios, casi podíais coronaros por rey de Galicia. Sin embargo, si he llegado antes de tiempo y en ello os doy pesar, me volveré a mi deleitoso palacio hasta que para salir me vaya orden vuestra. ¿Qué no haré yo por grangearme la voluntad de un caballero tan cumplido con los caídos, tan generoso con los fuertes, tan franco y tan leal?

Don Alonso y su hija, como si asistiesen a un espectáculo del otro mundo, estaban escuchando mudos y turbados estas palabras con que comenzaban a distinguir el cúmulo de horrores y perfidias que formaban el nudo de aquel lamentable drama. Por fin, don Alonso, dando treguas al tumulto de sensaciones que se levantaba en su pecho, dijo al conde:

-¿Es cierto lo que cuenta don Álvaro? Porque no os habéis asustado al verle, sino de verle aquí; ¿es cierto que yo, mi hija, y todos nosotros somos juguetes de una trama infernal?

El conde irritado ya con la ironía de don Álvaro, sintió renacer su orgullo y altanería, viéndose de esta suerte interrogado:

-De mis acciones a nadie tengo que responder en este mundo -contestó con ceño el señor de Arganza-. En cuanto a vos, señor de Bembibre, declaro que mentís como villano y mal nacido que sois. ¿Quién sale garante de vuestras mal urdidas calumnias?

-En este sitio yo -respondió el comendador descubriendo su venerable y arrugado rostro-; en Castilla don Juan de Lara, y en todas partes y delante de los tribunales del rey estos papeles -añadió, mostrando unos que se encerraban en una cartera.

-¡Ah, traidor! -exclamó el conde desenvainando la espada y yéndose para don Álvaro-; aquí mismo voy a lavar mi afrenta con tu sangre. Defiéndete.

-Deteneos, conde -le replicó don Alonso metiéndose por medio-, estos caballeros están en mi casa y bajo el fuero de la hospitalidad. Además, no es esta injuria que se lave con un reto oscuro, sino que debéis pedir campo al rey en presencia de todos los ricos hombres de Castilla y limpiar vuestra honra harto oscurecida, por desgracia.

-Debéis pensar también -replicó gravemente don Álvaro- que el presente es caso de menos valer, y que habiendo descendido con vuestro atentado a la clase de pechero, ni sois ya mi igual ni puedo medirme con vos.

-Esta bien -replicó el conde, conozco vuestro ardid, pero eso no os valdrá. ¡Ah, valerosos vasallos! -continuó, volviéndose al grupo-, atadme al punto a esos embaidores como rebeldes y traidores al rey don Fernando de Castilla; señor de Bembibre, comendador Saldaña, presos sois en nombre de su autoridad.

-Ninguno de los míos se mueva -repuso don Alonso-, o le mandaré ahorcar del árbol más alto del soto.

Pero era el caso que entre todos los circunstantes solo tres o cuatro eran criados del señor de Arganza; los demás pertenecían a la hueste del conde, y avezados a cumplir puntualmente toda clase de órdenes, se preparaban a obedecer también la que ahora recibían. Aunque no pasaban de una docena, parecían gente resuelta y estaban medianamente armados, de manera que, guiados y acaudillados por una persona de valor como su señor, no era difícil que diesen en tierra con dos solos caballeros, anciano el uno, y el otro, aunque joven, escaso de fuerzas a juzgar por su semblante. Estaban, además, en medio de un coto cercado de paredes y a pie, con lo cual toda huida parecía imposible, pero no por eso se mostraban dispuestos a rendirse, sino a emprender una vigorosa defensa. Don Alonso, viendo la inutilidad de sus protestas, se había puesto al lado de los recién venidos con ánimo al parecer de ayudarles, pero desarmado como estaba fácil hubiera sido a las gentes de su yerno apartarlo a viva fuerza del lugar del combate.

Doña Beatriz entonces se levantó, y poniéndose por medio de los encarnizados enemigos, dijo al conde con tranquila severidad:

-Esos caballeros son iguales a vos y ninguna autoridad podéis ejercer sobre ellos. Además, las leyes de la caballería prohíben hacer uso de la fuerza entre personas cuyos agravios tienen a Dios y a los hombres por jueces. Sed noble y confesad que un arrebato de cólera os ha sacado del camino de la cortesía.

-El rey ha mandado prender a todos los caballeros del Temple y a cuantos les prestaren ayuda, y yo, a fuer de vasallo, sólo estoy obligado a obedecerle.

-Como obedecisteis a su noble madre cuando el asunto de Monforte -exclamó el templario con amargura.

-Además, señora -prosiguió el conde como si no hubiese sentido el tiro-; sin duda se os olvida que no estáis en vuestro lugar rogando por vuestro amante, con quien os encuentro sola y en sitios desusados.

-No es a mí a quien deshonran esas sospechas -respondió ella con dulzura-, porque sabe el cielo que ni con el pensamiento os he ofendido, sino al pecho ruin que las da calor y origen. De todas maneras, os perdono, sólo con que no hostiguéis a esos nobles caballeros.

-No os dé pena de nosotros, generosa doña Beatriz -respondió el comendador-; este debate se acabará sin sangre, y nosotros seremos los dueños de ese ruin y mal caballero.

Al acabar estas palabras hizo una señal al paje o esclavo que le acompañaba, y él, asiendo un cuerno de caza que a la espalda traía pendiente de una bordada bandolera, lo aplicó a los labios y sacó de él tres puntos agudos y sonoros que retumbaron a lo lejos. Al instante mismo, y semejante a un cercano temblor de tierra, se oyó el galope desbocado de varios caballos de guerra, y no tardó en aparecer la guardia que vimos atravesar la ribera de Bembibre detrás de nuestros caballeros. Habíanse quedado cubiertos con unos árboles y setos cerca de la reja del cercado, con orden de impedir que la cerrasen y de acudir a la primera señal. Mendo, en medio de su prisa, no pensó en atajarles la entrada y, por consiguiente, ninguno de los circunstantes podía prever semejante suceso. Los hombres de armas del Temple, superiores en número, harto mejor armados que sus enemigos y montados además en arrogantes caballos, se mostraron a los ojos de aquellas gentes tan de súbito que no se les figuró sino que por una de las diabólicas artes que ejercían los caballeros, la tierra los había vomitado, y una legión de espíritus malignos venía detrás de ellos en su ayuda. Dieron, pues, a correr por el bosque con desaforados gritos, invocando todos los santos de su devoción; en cuanto al conde, no se movió, porque aunque el peligro que le amenazaba era de los inminentes después del ruin comportamiento que acababa de observar, su orgullo no pudo avenirse a la idea de la fuga. Quedáse, por lo tanto, mirando con altanería a sus enemigos, como si los papeles estuviesen trocados.

-Y ahora, don villano -le dijo Saldaña con ira-, ¿qué merced esperáis de nosotros, si no es que con una cuerda bien recia os ahorquemos de una escarpia del castillo de Ponferrada, para que aprendan los que os asemejan a respetar las leyes de la caballería?

-Eso hubiera hecho yo con vosotros de haberos tenido entre mis manos -respondió él, con frialdad-; no me quejaré de que me paguéis en mi moneda.

-Vuestra moneda no pasa entre los nobles; id en paz, que en algo nos habemos de diferenciar -dijo don Álvaro-; pero tened entendido que si como caballero y señor independiente no he aceptado vuestro reto, me encontraréis en la demanda del Temple, porque desde mañana seré templario.

Un relámpago de feroz alegría brilló en las siniestras facciones del conde, que respondió:

-Allí nos encontraremos, y vive Dios que no os escaparéis de entre mis garras como os escapáis ahora, y que los candados que os echaré no se abrirán tan pronto como los de Tordehumos y su traidor castellano.

Con estas palabras se alejó dirigiéndoles una mirada de despecho y sin encontrar con las de su suegro, ni su esposa, que no fue poca fortuna, porque sin duda aquel alma vil se hubiera gozado en la especie de estupor que le causó la terrible declaración de don Álvaro.

-¿Es un sueño lo que acabo de escuchar? -repuso la desdichada mirándole con ojos extraviados y con el color de la muerte en las mejillas-. ¿Vos?, ¿vos templario?

-¿Eso dudáis? -contestó él-. ¿No os lo había dicho vuestro corazón?

-¡Ah!, ¿y vuestra noble casa -repuso doña Beatriz-, vuestro linaje esclarecido que en vos se extingue?

-¿Y no habéis visto extinguirse otras cosas aún más nobles, más esclarecidas y más santas? ¿No habéis visto la estatua de la fe volcada de su pedestal, apagarse las estrellas y caer despeñadas del cielo, y quedarse el universo en medio de una noche profunda? Tal vez vuestros ojos no hayan sido testigos de estas escenas, pero yo las he presenciado con los de mi alma y no las puedo apartar de ellos.

-¡Oh!, sí -replicó doña Beatriz-, despreciadme, escarnecerme, decid que os he engañado traidoramente, arrastradme por el suelo, pero no toméis el hábito del Temple. ¿Sabéis vos las tragedias de Francia? ¿Sabéis el odio que se ha encendido contra ellos en toda la cristiandad?

-¿Qué queréis? Eso, cabalmente, me ha determinado a seguir su bandera. ¿Pensáis que soy yo de los que abandonan a los desgraciados?

-¡Está bien, heridme, heridme en el corazón con los filos de vuestras palabras; yo no me defenderé; pero sed hombre, luchad con vuestro dolor y no estanquéis la sangre ilustre que corre por vuestras venas!

-Os cansáis en vano, señora; tengo empeñada mi palabra al comendador.

-Verdad es -repuso el anciano conmovido-, pero recordad que yo no la acepté, porque la disteis en un arrebato de dolor.

-Pues ahora la ratifico. ¿Qué poder tienen para apartarme de mi propósito tan especiosos argumentos, ni qué interés puede tomarse en mi destino la poderosa condesa de Lemus?

Doña Beatriz, abrumada por tan terribles golpes, no respondió ya sino con sordos y ahogados gemidos. Don Álvaro, cuyo pecho lastimado se movía al impulso de encontradas pasiones como el mar al soplo de contrarios vientos, exclamó entonces fuera de sí con la expresión del dolor más profundo:

-¡Beatriz! ¡Beatriz! ¡Justificaos, decidme que no me habéis vendido; mi corazón me está gritando que no habéis menester mi perdón! Corred ese velo que os presenta a mis ojos con las tintas de la maldad y la bajeza.

Adelantóse entonces el señor de Arganza con continente grave y dolorido y preguntó a don Álvaro.

-¿No sabéis nada de las circunstancias que acompañaron las bodas de mi hija?

-No, a fe de caballero -respondió él.

Don Alonso se volvió entonces a su hija y mirándole con una mezcla inexplicable de tristeza y de ternura, dijo a don Álvaro:

-Todo lo vais a saber.

-¡Oh!, ¡no, padre mío!, ¡dejadme con sus juicios temerarios; tal vez se curen con el cauterio del orgullo las llagas de su alma; pensad que vais a hacerle más infeliz!

-¡El orgullo, doña Beatriz! -replicó el contristado caballero-; mi orgullo erais vos y mi humillación vuestra caída.

-No, hija mía -repuso don Alonso-, bien me lo predijo el santo abad de Carracedo, pero la venda no había caído hasta hoy de mis ojos. ¿Qué importa que me cubras con el manto de tu piedad, si no has de acallar por eso la voz de mi conciencia?

Entonces contó por menor a don Álvaro, y pintándose con negros colores, todas las circunstancias del sacrificio de doña Beatriz y las amenazas del abad de Carracedo que tan tristemente comenzaban a cumplirse aquel día. La conducta del anciano había sido realmente culpable, pero el oro, la gloria y el poder del mundo juntos no le hubieran movido a entregar su hija única en los brazos de un hombre tan manchado. El noble proceder de la joven, su desinterés en cargar con tan grave culpa como la que su amante le imputaba sólo para que más fácilmente pudiera consolarse de la pérdida de su amor creyéndola indigna de él, aquella abnegación imponderable, decimos, había acabado de desgarrar las entrañas del anciano que terminó su relación entre lamentos terribles y golpeándose el pecho. Quedáronse todos en un profundo silencio que duró un gran espacio, hasta que don Álvaro dijo con un profundo suspiro:

-Razón teníais, doña Beatriz, en decir que semejante declaración me haría más desdichado. Dos veces os he amado, y dos os pierdo. ¡Dura es la prueba a que la providencia me sujeta! Sin embargo, el cielo sabe cuán inefable es el consuelo que recibo en veros pura y resplandeciente como el sol en mitad de su carrera. No nos volveremos a ver, pero detrás de las murallas del Temple me acordaré de vos...

Doña Beatriz rompió otra vez en amargo llanto viéndole persistir tan tenazmente en su resolución, y él añadió:

-No lloréis, porque mi intento se me logrará sin duda. Dicen que amenaza a esta milicia inminente destrucción. No lo creo, pero, si así fuese, ¿cómo podéis extrañar que yo sepulte las ruinas de mi esperanza bajo estas grandes y soberbias ruinas? Y luego, ¿no sois vos harto más desgraciada que yo? Pensad en vuestros dolores, no en los míos... Adiós, no os pido que me deis a besar vuestra mano, porque es de otro dueño, pero vuestro recuerdo vivirá en mi memoria a la manera de aquellas flores misteriosas que sólo abren sus cálices por la noche sin dejar de ser por eso puras y fragantes. Adiós...

Don Alonso le hizo una señal con la mano para que acortase tan dolorosa escena.

-Sí, sí, tenéis razón. Adiós para siempre porque jamás, ¡oh!, ¡jamás volveremos a encontrarnos!

-Sí, sí -respondió ella con religiosa exaltación levantando los ojos y las manos al cielo-; ¡allí nos reuniremos sin duda!

Al acabar estas palabras se arrojó en los brazos de su padre, y don Álvaro, sin detenerse a más, montó de un brinco en su caballo y metiéndole los acicates desapareció como un relámpago, seguido del comendador y su escasa tropa. Cuando ya se desvaneció el ruido que hacían, doña Beatriz se enjugó los ojos, y apartándose suavemente de los brazos de su padre, se puso a mirar el semblante alterado del anciano que, clavados los ojos en el suelo y pálido como la muerte, parecía haber comprendido de una vez el horror de su obra. Conociólo su generosa hija, y acercándose a él, con semblante apacible y casi risueño, le dijo:

-Vamos, señor, sosegaos. ¿Quién no ha pasado en el mundo penalidades y trabajos? ¿No sabéis que es tierra de paso y campo de destierro? El tiempo trae muchas cosas buenas consigo, y Dios nos ve sin cesar desde su trono.

-¡Ojalá que no me viera a mí! -repuso el anciano, meneando la cabeza-; ¡ojalá que ni sus ojos ni los míos penetrasen en las tinieblas de mi conciencia! ¡Hija mía!, ¡hija de mi dolor! ¿Y soy yo el que te he entregado a ti, ángel de luz, en los brazos de un malvado? Sí, tú puedes estar serena, porque tu sacrificio te ensalzará a tus ojos y te dará fuerzas para todo; pero yo, miserable de mí, ¿con qué me consolaré? Yo, parricida de mi única hija, ¿cómo encontraré perdón en el tribunal del Altísimo?

-¿Qué queréis? -le dijo doña Beatriz-; vos buscabais mi felicidad, y no la habéis encontrado; ¡os engañaron como a mí!...¡resignémonos con nuestra suerte, porque Dios es quien nos la envía!

-No, hija mía, no te esfuerces en consolarme, pero tú no serás de ese indigno, yo iré al rey, yo iré a Roma a pie con el bordón de peregrino en la mano, yo me arrojaré a las plantas del pontífice y le pediré que te vuelva tu libertad, que deshaga este nudo abominable...

-Guardaos bien de poner vuestra honra en lenguas del vulgo -repuso doña Beatriz con seriedad-. ¿Además, padre mío, de que me serviría ya la libertad? ¿No habéis oído que pasado mañana será ya templario?

-¡Ese peso más sobre mi conciencia culpable! -exclamó el señor de Arganza, tapándose la cara con ambas manos-. ¿También se perderá por mí un caballero tan cumplido? ¡Ay!, ¡todas las aguas del Jordán no me lavarían de mi culpa!

Doña Beatriz apuró en vano por un rato todos los recursos de su ingenio y todo el tesoro de su ternura para distraer a su padre de su pesar. Por fin, ya obscurecido, volvieron los dos a casa seguidos de la pensativa Martina que con las escenas de aquella tarde andaba muy confusa y pesarosa. Al llegar, se encontraron a varios criados que venían en su busca-, pues, aunque el conde las había dicho que los caballeros venían de paz, y que su cólera había sido injusta, añadiéndoles además que no perturbasen la plática de su amo, con la tardanza comenzaban a impacientarse y no quisieron aguardar a más.

El conde, por su parte, deseoso de evitar las desagradables escenas que no hubieran dejado de ocurrir con su suegro y su esposa, salió precipitadamente para Galicia, dejando al tiempo y a su hipocresía el cuidado de soldar aquella quiebra, determinación que, como presumirán nuestros lectores, no dejó de servir de infinito descanso a padre y a hija en la angustia suma que les cercaba. ¡Triste consuelo el que consiste en la ausencia de aquellas personas que debiendo sernos caras por los lazos de la naturaleza llegan a convertirse a nuestros ojos, por un juego cruel del destino, en objetos de desvío y de odio!




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Capítulo XX

Nuestros lectores nos perdonarán si les obligamos a deshacer un poco de camino para que se enteren del modo con que se prepararon y acontecieron los extraños sucesos a que acaban de asistir. Muévenos a ello no sólo el deseo de darles a conocer esta verdadera historia, sino el justo desagravio de un caballero que, sin duda, les merecerá mala opinión, y que, sin embargo, no estaba tan desnudo de todo buen sentimiento, como tal vez se figuran. Este caballero era don Juan Núñez de Lara.

Quienquiera que vea su propensión a la rebelión y desasosiego, su amistad con el infante don Juan, y su desagradecimiento a los favores y mercedes del rey, fácilmente se inclinará a creer que semejantes cualidades serían bastantes para sofocar cuantos buenos gérmenes pudiesen abrigarse en su alma, sin embargo, no era así don Juan Núñez: revoltoso, tenaz y desasosegado, no había faltado, a pesar de todo, a las leyes sagradas del honor y de la caballería. Así fue que cuando don Álvaro cayó en sus manos, ya vimos la cortesía con que comenzó a tratarle y el agasajo con que fue recibido en su castillo de Tordehumos; sobrevinieron a poco las pláticas con el infante, sobre las bulas de Bonifacio, a propósito del enjuiciamiento de los templarios, y allí determinó el pérfido y antiguo maquinador a don Juan Núñez a separar de una manera o de otra a don Álvaro de la alianza de los caballeros, bien persuadidos ambos de que su causa recibiría un doloroso golpe, especialmente en el Bierzo. Bien hubiera querido el infante que el tósigo o el puñal le desembarazasen de tan terrible enemigo; pero su ligera indicación encontró tal acogida que ya vimos a don Juan Núñez sacar la espada para dar la respuesta. Por lo tanto, hubo de recoger velas con su astucia acostumbrada, y aun así lo único que alcanzó fue que diesen al señor de Bembibre un narcótico con el cual pasase por muerto, y que entonces lo aprisionasen estrecha y cautelosamente hasta que, roto y vencido el enemigo común, pudiese volver a la luz un caballero tan valeroso y afamado.

Buen cuidado tuvo el pérfido don Juan de ocultarle la segunda parte de su trama infernal, pues sobrado conocía que si Lara llegaba a columbrar que se trataba de hacer violencia a una dama como doña Beatriz, al momento mismo y sin ningún género de rescate hubiera soltado a don Álvaro para que con su espada cortase los hilos de tan vil intriga. Así pues, con el color del público bien se decidió don Juan Núñez a una acción que tan amargos resultados debía producirle más adelante; pero, sin embargo, no se resolvió del todo, sin intentar antes los medios de la persuasión, más por satisfacerse a sí propio que con la esperanza de coger fruto. El resultado de sus esfuerzos fue el que vimos; y en la misma noche Ben Simuel preparó un filtro con que todas las funciones vitales de don Álvaro se paralizaron completamente. En tal estado entró por una puerta falsa, y desgarrando los vendajes de don Álvaro y regando la cama con sangre preparada al intento, facilitó la escena que ya presenciamos y que tanto afligió al buen Millán, desasosegando también al principio al mismo Lara con la tremenda semejanza de la muerte. Nada, pues, más natural que su resistencia a soltar el supuesto cadáver que en la noche después de sus exequias fue trasladado por don Juan y su físico a un calabozo muy hondo que caía bajo uno de los torreones angulares, el menos frecuentado del castillo. Allí le sujetaron fuertemente y le dejaron sólo para que al recobrar el uso de sus sentidos no recibiese más impresiones que las que menos daño le trajesen en medio de la debilidad producida por un tan largo parasismo.

Don Álvaro volvió en sí muy lentamente, y tardó largo espacio de tiempo en conocer el estado a que le habían reducido. Vio la oscuridad que le rodeaba, pero pensó que sería de noche, pero luego, al hacer un movimiento, sintió los grillos y esposas que le sujetaban pies y manos, y al punto cayó en la cuenta de su situación. Sin embargo, con la ayuda de un rayo de luz que penetraba por un angosto y altísimo respiradero abierto oblicuamente en la pared, vio que su cama era muy rica y blanda, y algunos taburetes y sitiales que había por allí esparcidos contrastaban extrañamente con la desnudez de las paredes y la lobreguez del sitio. Sus heridas estaban vendadas con el mayor cuidado, y en un poyo cerca de la cama había preparada una copa de plata con una bebida aromática. La estrechez a que lo reducían, junto con unas atenciones tan prolijas, era una especie de contradicción propia para desconcertar una imaginación más entera y reposada que la suya.

Entonces un ruido de pasos que se sentía cerca y que parecían bajar una empinada escalera de caracol vino a sacarle de sus desvaríos. Abrieron una cerradura, descorrieron dos o tres cerrojos, y por fin entraron por la puerta dos personas, en quienes, a pesar de su debilidad, reconoció al instante a Lara y al rabino, su físico. Traía el primero en la mano una lámpara y un manojo de llaves; y el segundo una salvilla con bebidas, refrescos y algunas conservas. Don Juan entonces se acercó al prisionero con visible empacho y le dijo:

-Don Álvaro, sin duda os maravillará cuanto por vos está pasando; pero la salud de Castilla lo exige así y no me ha sido dable obrar de otra manera. Sin embargo, una sola palabra vuestra os volverá la libertad; renunciad a la alianza del Temple y sois dueño de vuestra persona. De otra suerte, no saldréis de aquí, porque sabed que estáis muerto para todo el mundo, menos para Ben Simuel y para mí.

Como don Álvaro había perdido la memoria del día anterior a causa de su debilidad, no dejó de recibir sorpresa al ver entrar a Lara y a su físico; pero entonces todo lo percibió de una sola ojeada, y con aquel sacudimiento recobró parte de su energía y fortaleza. Así pues, respondió a don Juan:

-No es este el modo de tratar a los caballeros como yo, que en todo son vuestros iguales, menos en la ventura, y mucho menos el de arrancarme un consentimiento que me deshonraría. De todo ello, don Juan Núñez, me daréis cuenta, a pie o a caballo, en cuanto mi prisión se acabe.

-En eso no hay que dudar -respondió Lara con sosiego-; pero mientras tanto quisiera proceder como quien soy con vos y haceros más llevaderos los males de esta prisión, que sólo la fuerza de las circunstancias me obligan a imponeros. Dadme, pues, vuestra palabra de caballero de que no intentaréis salir de este encierro, mientras yo no os diere libertad o mientras a viva fuerza o por capitulación mía, no tomasen este castillo.

Don Álvaro se quedó pensativo un rato al cabo del cual respondió:

-Os la doy.

Lara entonces le soltó grillos y esposas y además le entregó las llaves del calabozo diciéndole:

-En caso de asalto, tal vez no podría yo librar vuestra vida de los horrores del incendio y del pillaje; por eso pongo vuestra seguridad en vuestras manos. Por lo demás, quisiera saber si algo necesitáis para complaceros al punto.

Don Álvaro le dio las gracias repitiendo, no obstante, su reto.

A la visita siguiente Lara trajo sus armas al preso diciéndole que el cerco se iba estrechando, y que, si llegaban a dar el asalto, allí le dejaba con qué defenderse de los desmanes enemigos. Esta nueva prueba de confianza dejó muy obligado a don Álvaro que, por otra parte, se veía regalado y agasajado de mil modos, restablecido ya de sus heridas.

Cuando se obligó a no intentar su evasión por ningún camino hízole titubear un poco la memoria de doña Beatriz que a tantos peligros y maquinaciones dejaba expuesta; pero la fe ciega que en ella tenía depositada disipó todos sus recelos. En cuanto a la ayuda que pudiera proporcionar a su tío el maestre y a sus caballeros, la tenía él en su modestia por de poco valer, y como, por otra parte, los había dejado dueños de su castillo, no le afligía tanto por este lado el verse aherrojado de aquella suerte. Últimamente, como don Juan había incluido en las condiciones su única esperanza racional, que era la de que el res, echase de Tordehumos a su castellano de grado o por fuerza, no encontró reparo en ligarse de tan solemne manera.

Comoquiera, por más que tuviese a menos la queja y se desdeñase de pedir merced, no por eso dejaba de suspirar en el hondo de su pecho por los collados del Boeza y las cordilleras de Noceda, donde tan a menudo solía fatigar al colmilludo jabalí, al terrible oso y al corzo volador. Acostumbrado al aire puro de sus nativas praderas y montañas, inclinado por índole natural a vagar sin objeto los días enteros a la orilla de los precipicios, en los valles más escondidos y en las cimas más enriscadas, a ver salir el sol, asomar la luna y amortiguarse con el alba las estrellas, el aire de la prisión se le hacía insoportable y fétido, y su juventud se marchitaba como una planta roída por un gusano oculto. Por la noche veía correr en sueños todos los ríos frescos y murmuradores de su pintoresco país, coronados de fresnos, chopos y mimbreras que se mecían graciosamente al soplo de los vientos apacibles, y allá, a lo lejos, una mujer vestida de blanco, unas veces radiante como un meteoro, pálida y triste otras como el crepúsculo de un día lluvioso, cruzaba por entre las arboledas que rodeaban un solitario monasterio. Aquella mujer, joven y hermosa siempre, tenía la semejanza y el suave contorno de doña Beatriz, pero nunca acertaba a distinguir claramente sus facciones. Entonces solía arrojarse de la cama para seguirla, y al tropezar con las paredes de su calabozo todas sus apariciones de gloria se trocaban en la amarga realidad que le cercaba.

Con semejante lucha, que su altivez le obligaba a ocultar y, que por lo mismo se hacía cada vez más penosa, su semblante había ya perdido el vivo colorido de la salud, y Ben Simuel, que conocía la insuficiencia de toda su habilidad para curar esta clase de dolencias, sólo se limitaba a consejos y proverbios sacados de la Escritura que no dejaban de hacer impresión en el ánimo de don Álvaro, naturalmente dado a la contemplación. Don Juan Núñez no parecía sino que empeñado mal su grado en tan odiosa demanda, quería borrar su conducta a fuerza de atenciones y de obsequios, tales por lo menos como eran compatibles con tan violento estado de cosas.

Continuaba el sitio, entre tanto, con bastante apremio de los sitiados, pues el rey no pensaba en cejar de su empeño hasta reducir a su rebelde vasallo. A no pocos señores deudos y aliados de Lara pesábales de tanto tesón, y en los demás el miedo de ver crecer la autoridad real a costa de sus fueros y regalías entibiaba de todo punto la voluntad; pero de todos modos, nadie hasta entonces había desamparado los reales.

Un día, poco antes de amanecer, despertaron a don Álvaro el galope y relincho de los caballos, el clamoreo de trompetas y tambores, la gritería de la guarnición y de la gente de afuera, el crujir de las cadenas de los puentes levadizos, los pasos y carreras de los hombres de armas y ballesteros y, finalmente, un tumulto grandísimo dentro y fuera del castillo. Por último, las voces, la confusión y estruendo se oyeron en los patios interiores de la fortaleza, y don Álvaro, que creyendo trabado el combate iba ya a echar mano a sus armas, se mantuvo a raya no poco sorprendido de no oír el martilleo de las armas, los lamentos e imprecaciones del combate y aquella clase de desorden temeroso y terrible que nunca deja de introducirse en un puesto ganado por asalto. Las voces, por el contrario, parecían ser de concordia y alegría, y al poco rato ya no se oyó más que aquel sordo murmullo que nunca deja de desprenderse de un gran gentío. De todo esto coligió don Álvaro que sin duda don Juan había hecho con el rey algún concierto honroso, y que sus huestes habían entrado amigablemente y de paz en la fortaleza. Causóle gran alegría semejante idea y con viva impaciencia se puso a aguardar la visita de cualquiera de sus dos alcaides paseándose por su calabozo apresuradamente. Poco tardó en satisfacerse su anhelo, porque en cuanto fue de día claro, entró don Juan Núñez en la prisión con el rostro radiante de júbilo y orgullo, y el continente de un hombre que triunfa de las dificultades, a fuerza de perseverancia s, arrojo.

-No, no es el linaje de los Laras el que sucumbirá delante de un rey, de Castilla; no está ya en su mano apretarme en Tordehumos, ni aun parar delante de sus murallas dentro de algún tiempo. Ahora aprenderá a su costa ese rey mozo y mal aconsejado a no despreciar sus ricos hombres, que valen tanto como él.

Estas fueron las primeras palabras que se virtieron de la plenitud de aquel corazón soberbio, y que al punto dieron en tierra con los vanos pensamientos y esperanzas de don Álvaro. Lara, vuelto en sí de aquel arrebato de gozo y viendo nublarse la frente de su prisionero, se arrepintió de su ligereza, y le dio mil excusas delicadas y corteses de haberle anunciado de aquella manera una nueva que naturalmente debía contristarle.

Rogóle entonces don Álvaro que le contase el fundamento de su orgullosa alegría, que era el haberse pasado a sus banderas don Pedro Ponce de León, y don Hernán Ruiz de Saldaña, no menos solicitados de la amistad que tenían con él asentada que enojados de lo largo del sitio y de la pertinacia del rey. Con esta deserción quedaba tan enflaquecido el ejército real y tan pujante don Juan Núñez, que por fuerza tendría que avenirse el monarca al rigor de las circunstancias y aceptar las condiciones de su afortunado vasallo. Don Juan contó también a su prisionero la mala voluntad y encono que en toda España se iba concitando contra los templarios, y que sólo esperaba el rey a salir de aquella empresa para despojarles de todas sus haciendas y castillos, que todavía no habían querido entregar.

-¿Y es posible -exclamó el último- que un caballero como vos se aparte así de sus hermanos sólo por defender una causa de todos desahuciada?

-Ya os lo dije otra vez -respondió don Álvaro con enojo-, el mundo entero no me apartará del sendero del honor; pero vos, os lo repito, encontraréis tal vez algún día en la punta de mi lanza el premio de esta prisión inicua e injusta que me hacéis sufrir.

-Si muero a vuestras manos -contestó Lara con templanza-, no me deshonrará muerte semejante; pero por extraña que os parezca mi conducta, harto más negra se mostraría a mis ojos si no atara ese brazo que tanto había de sostener esa casa de indignidad y reprobación.

Diciendo esto cerró la puerta y desapareció. ¿Estaba realmente convencido de la culpabilidad de los templarios, o no eran sus palabras sino el fruto de la ambición y de la política? Ambas cosas se disputaban el dominio de su entendimiento, pues aunque su ambición era grande y su educación no le permitía acoger las groseras creencias del vulgo, al cabo tampoco sabía elevarse sobre el nivel de una época ignorante y grosera, que acogía las calumnias levantadas al Temple con tanta mayor facilidad cuanto más torpes y monstruosas se presentaban.

Puede decirse que entonces fue cuando, deshecha su última esperanza, empezó don Álvaro a sentir todos los rigores de su prisión. El conflicto en que según todas las apariencias iba a verse don Rodrigo, su tío, espoleaba los ardientes deseos que de acudir en su socorro siempre tuvo, y últimamente llegó a pensar con cuidado en las asechanzas que durante su incomunicación absoluta con el mundo de afuera pudieran armarse a doña Beatriz. En su mano estaban las llaves de su prisión, colgadas en la pared su armadura y espada, pero harto más le custodiaban y aprisionaban que con todos los cerrojos y guardianes del mundo. Sin embargo, más de una vez maldijo la ligereza con que había empeñado su fe, pues a no ser por ella, aún sujeto y aherrojado, tal vez hubiera podido hacer en provecho de su libertad lo que ahora ni siquiera de lejos se ocurría a su alma pura y caballerosa. Con tantas contrariedades y sinsabores, sus fuerzas cada vez iban a menos, en términos que Ben Simuel llegó a concebir serios temores, caso que aquella reclusión se dilatase por algún tiempo.




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Capítulo XXI

Bien ajeno se hallaba, por cierto, el desdichado cautivo de que lejos de Tordehumos y en los montes de su país había un hombre cuyo leal corazón, desechando por un involuntario instinto, la idea de su muerte, sólo pensaba en descorrer el velo que semejante suceso encubría, y para ello trabajaba sin cesar. Este hombre era el comendador Saldaña, a quien una voz, sin duda venida del cielo, inspiró desde luego varias dudas sobre la verdadera suerte de don Álvaro. Parecíale, y con razón, extraño el empeño de don Juan Núñez en guardar el cadáver; cuando ningún deudo tenía con el señor de Bembibre, faltando en esto a la establecida práctica de entregar los muertos a los amigos o parientes, sin dilatarles la honra de la sepultura en los lugares de su postrer descanso. Por otra parte, las circunstancias que precedieron a la tragedia tenían en sí un viso de misterio que le hacía insistir en su idea, porque nunca pudo tiznar a Lara con la sospecha de un asesinato deliberado y frío. Sin embargo, como la fe y declaración que trajo Millán a todo el mundo habían convencido y satisfecho, y como sus barruntos más tenían de presentimiento que de racional fundamento, apenas se atrevía a comprometer la gravedad de sus años y consejo, dando a conocer un género de pensamiento que sin duda todos calificarían de desvarío y flaqueza senil.

Así y todo, semejante idea se arraigaba en él un día y otro; hasta que, cansado de luchar con ella aun durante el sueño, escribió una carta al maestre en que le pedía licencia en tono resuelto para partirse a Castilla y averiguar el paredero de su sobrino. El abad le contestó manifestando gran extrañeza de su incertidumbre y negándole el permiso que demandaba, porque no parecía cordura abandonar la guarda de un puesto tan importante por correr detrás de una quimera impalpable. El implacable conde de Lemus juntaba ya gentes por la parte de Valdeorras, y no era cosa de que faltase su brazo y su experiencia en ocasión de tanto empeño como la que se preparaba.

La contradicción no hizo más que fortalecer su extraño juicio y dar nuevo estímulo a sus deseos, cosa natural en los caracteres vehementes como el de Saldaña, y cuyas fuerzas y arrojo crecen siempre en proporción de los obstáculos. En la tregua que daban al Temple el rey y los ricos hombres de Castilla, empeñados en la demanda de Tordehumos, aconteció que se metieron dentro de sus muros como ya dejamos contado, don Pedro Ponce y don Hernán Ruiz de Saldaña. Ligaban a este caballero y al anciano comendador vínculos muy estrechos de parentesco y, de consiguiente, ninguna más propicia ocasión para apurar todos sus recelos e imaginaciones. Cabalmente, por aquellos días visitó el maestre el fuerte de Cornatel para enterarse de sus aprestos y fortalezas, y tantos fueron entonces los ruegos y encarecimientos, que al cabo hubo de darle una especie de mandado para el campo del rey, y desde allí, con un salvoconducto que le envió su deudo, se introdujo en la plaza.

Portador de tan aciagas nuevas era, que más de una vez se le ocurrió el deseo de hallar a don Álvaro en brazos del eterno sueño; tan cierto estaba de la profunda herida que iba a abrir en su corazón el malhadado fin de aquel amor, cuya índole, a un tiempo pura y volcánica, no desconocía el comendador. Combatido de semejantes pensamientos, llegó a Tordehumos, donde fue acogido por su pariente con cordialidad cariñosa, por don Juan y los demás caballeros con la cortesía y respeto que les merecía si no su hábito, sí su edad y su valor tan conocido desde la guerra de la Palestina. Los templarios excitaban sin duda gran odio y adversión; pero su denuedo, única de sus primitivas virtudes de que no habían decaído, su poder, los misterios mismos de su asociación, los escudaban de todo desmán y menosprecio. El comendador pidió una plática secreta a don Juan Núñez, con su pariente por testigo, si no tenía reparo en hacerle partícipe de sus secretos. Otorgósela al punto, diciéndole que don Hernando no sólo era su amigo, sino que la gran merced que acababa de hacerle exigía de él una obligación sin límites. Fuéronse los tres entonces a una cámara más apartada, y allí, tomando asiento al lado de una ventana, Saldaña dirigió su voz a Lara en estos términos:

-Siempre os tuve, don Juan de Lara, por uno de los más cumplidos caballeros de Castilla, no sólo por vuestra alcurnia, sino por vuestra hidalguía; siempre os he defendido contra vuestros enemigos, viendo que no degenerabais de tan ilustre sangre.

-Excusad las alabanzas que no tengo merecidas -le dijo don Juan, atajándole, por más precio que las de ver que salen de vuestra boca.

-Pocas han salido en verdad de ella -respondió Saldaña-, pero sinceras todas como las que acabáis de oírme. ¡Cuál no ha debido ser por lo mismo mi sorpresa al veros servir de instrumento a inicuos planes, deteniendo a don Álvaro en las entrañas de la tierra, cual si le cubriera la losa del sepulcro!

Todo podía esperarlo Lara menos cargo tan súbito y severo; así fue que, sin poderlo remediar, se turbó. Advirtiólo el comendador y entonces ya se acabaron sus dudas y recelos, porque estaba seguro de que don Juan soltaría a su prisionero no bien hubiese escuchado la negra historia que iba a contarle. Recobróse, no obstante, Lara, y respondió con rostro torcido:

-Por vida de mi padre, que si no os amparasen vuestras canas no me agraviaríais de esta suerte. Si don Álvaro murió, culpa es de su desdicha, que no mi mala voluntad. Cuando se acabe este sitio, yo os le entregaré a la puerta de su castillo con todo el honor correspondiente, si su tío, el maestre, os comisiona para recibirlo.

-¡Ah, don Juan Núñez! -repuso el comendador-, ¡y que mal se os acomodan esos postizos embustes, hijos de un discurso dañado y de todo punto olvidado de las leyes del honor! Os lo repito; vos habéis servido de escalón para los pies de un malvado, y por vos ha quedado atropellada una principal señora. Por vos, Lara, que calzáis espuela de oro; por vos, que nacisteis obligado a proteger a todos los desvalidos; por vos, en fin, se ha perdido ya para siempre una doncella de las más nobles, discretas y hermosas del reino del León.

Entonces contó viva y rápidamente los desposorios de doña Beatriz, verdadero objeto de las maquinaciones del infante don Juan, que por este camino llegaba a engrandecer un privado, en el cual contaba asegurar cumplida ayuda para todos sus propósitos y esperanzas. Saldaña, con aquel razonar inflexible y sólido que se funda en la enseñanza de los años y en el conocimiento del mundo, le puso de manifiesto el deslucido papel a que la astuta y redomada perfidia del infante y del conde le habían reducido para mejor asegurar el logro de sus ruines intentos. Durante este razonamiento don Juan Núñez iba manifestando la cólera y el resentimiento que poco a poco se apoderaban de su corazón, hasta que, por fin, tan intensa y terrible se hizo su expresión, que se le trabó la lengua durante un rato, agitado por un temblor convulsivo y con los ojos vueltos en sangre. Tres veces probó a levantarse de su taburete y otras tantas sus vacilantes rodillas se negaron a sostenerle. El comendador, conociendo lo que pasaba dentro de su alma, abrió una ventana para que respirase aire más puro, y procuró dar salida a su coraje con palabras acomodadas a su intento, hasta que, por fin, pasado el primer arrebato de rabia, rompió don Juan en quejas e imprecaciones contra el infante y el de Lemus.

-¡A mí! -decía rechinando los dientes y despidiendo relámpagos por los ojos-, ¡a mí tan traidora y perversa cábala! ¡A un Núñez de Lara convertirle así en asesino de damas hermosas, mientras se empozan los caballeros! ¡Ah, infante don Juan! ¡Ah, don Pedro de Castro, y cómo habéis de lavar con vuestra sangre esta banda de bastardía con que habéis cruzado el escudo de mis armas! Sí, sí, noble Saldaña, don Álvaro está en mi poder, ¿pero cómo presentarme a su vista con el feo borrón de mi conducta? ¿Cómo decirle, yo soy quien os ha robado la dicha? ¡Ah!, ¡no importa; yo quiero confesarle mi crimen, quiero presentarle mi cuello! Pluguiera al cielo que semejante paso me humillara, ¡pues eso sería buena prueba de que no estaba mi conciencia tan oscurecida y turbia! ¡Venid, venid! -dijo levantándose con tremenda resolución-; en sus manos voy a poner mi castigo.

-No, don Juan -respondió el comendador, asiéndole del brazo-, vos no conocéis la índole generosa, pero terrible y apasionada de don Álvaro, y a despecho de toda su hidalguía, tal vez os arranque la vida.

-Arránquemela en buen hora -repuso Lara desconcertado y fuera de sí-, si no me ha de arrancar del corazón este arpón aguzado del remordimiento y de la vergüenza. Vamos al punto a su calabozo -y diciendo y haciendo, se llevó a los dos precipitadamente.

Estaba don Álvaro sentado tristemente en un sitial, fijos los ojos en aquel rayo de luz que entraba por la reja, y entregado a reflexiones amargas sobre el remoto término de su encierro, cuando en la guerra con el Temple, que tan inminente le había pintado don Juan, su tío, y aun la misma Beatriz pudieran haber menester su brazo. Oyó entonces ruido de pasos muy presurosos en la escalera y el crujir de las armas contra los escalones y paredes, cosa que no poco le maravilló, acostumbrado al cauteloso andar de Lara y al imperceptible tiento del judío. Abrióse entonces la puerta con gran ímpetu y entraron tres caballeros, uno de los cuales exclamó al momento:

-¿Dónde estáis, don Álvaro, que con esta luz tan escasa apenas os veo?

¡Figúrense nuestros lectores cuánta sorpresa causaría al desgraciado y noble preso semejante aparición! Si no le hubiera visto acompañado de Lara, sin duda lo hubiera tenido por cosa de hechicería, pero pasado aquel pasmo involuntario, se colgó de un brinco al cuello del comendador que, por su parte, le apretaba contra su pecho entre sus nervudos brazos como si fuese un hijo milagrosamente resucitado. Enternecido Lara con aquella escena en que la alegría de don Álvaro hacía tan doloroso contraste con la melancólica efusión de Saldaña, procuró descargarse del terrible peso que le abrumaba y se apresuró a decir a su cautivo:

-Don Álvaro, libre estáis desde ahora; ¡dichoso yo mil veces si mis ojos se hubiesen abierto más a tiempo!, pero antes de ausentaros, fuerza será que me perdonéis o que pierda la vida a los filos de vuestro puñal, para lo cual aquí tenéis mi pecho descubierto. Sabe el cielo, gallardo joven, que mi intento al guardaros tan rigorosamente no era más que el que ya conocéis, pero mi necio candor y las tramas de los perversos, junto con vuestro sino malhadado, os han hecho perder a doña Beatriz. El comendador, que veis presente, ha descorrido el velo y yo vengo a reparar, en cuanto alcance, mi culpa, ya con mi vida, ya haciendo voto de desafiar al conde y al infante don Juan en desagravio de mi afrenta.

Acerbo era el golpe que don Juan Núñez descargaba sobre don Álvaro; así fue que perdió el color y estuvo para caer; pero recobrándose prontamente, respondió con comedimiento:

-Señor don Juan, aunque tenía determinado demandaros cuenta de tan injusto encierro, al cabo me soltáis cuando estoy en vuestras manos, y vos más poderoso que nunca; acción sin duda muy digna de vos. En cuanto a lo que de doña Beatriz os han contado, bien se echa de ver que no la conocéis, pues de otra manera no daríais crédito a vulgares habladurías. Cierto es que me tendrá por muerto, porque a estas fechas ya la habrá entregado mi escudero las prendas que recibí de su amor, pero me prometió aguardarme un año, y me aguardará. Por lo demás, si queréis desengañaros, bien cerca tenéis quien ponga la verdad en su punto, pues viene de aquel país. ¿No es verdad, venerable Saldaña, que semejante nueva es absolutamente falsa?... ¿No respondéis? Disipad, os suplicó, las dudas de nuestro huésped, porque las mías no darán que hacer a nadie.

-Doña Beatriz -respondió Saldaña- ha dado su mano al conde de Lemus, y esta es la verdad.

-¡Mentís vos! -gritó don Álvaro, con una voz sofocada por la cólera-; ¡no sé cómo no os arranco la lengua para escarmiento de impostores! ¿Sabéis a quién estáis ultrajando? Vos no sois digno de poner los labios en la huella que deja su pie en la arena... ¿quién sois, quién sois para vilipendiarla así?

-Don Álvaro -exclamó Lara interponiéndose, ¿es este el pago que dais a quien ha venido a quitarme la venda de los ojos y a arrancaros a vos de las tinieblas de vuestra mazmorra?

-¡Ah!, ¡perdonad, perdonadme, noble don Gutierre! -repuso don Álvaro con voz dulce y templada, llevando a sus labios la arrugada mano del anciano-; pero ¿cómo conservar la calma y el respeto cuando oigo en vuestros labios esas calumnias, hijas de algún pecho traidor y fementido? ¿Asististeis vos a estos desposorios? ¿Lo visteis por vuestros propios ojos?

-No -contestó Saldaña con acento antes apesarado que iracundo, porque sin duda de la cólera y apasionado afecto de aquel desgraciado joven esperaba cualquier arrebato-; no fui yo testigo de ellos, pero todo el país lo sabe y...

-Y todo el país miente -replicó don Álvaro sin dejarle concluir la frase. Decidme que dude del sol, de la naturaleza entera, de mi corazón mismo, pero no empañéis con sospechas ni con el hálito de mentirosos rumores aquel espejo de valor de inocencia y de ternura.

Entonces se puso a pasear delante de los asombrados caballeros, que no se atrevían a socavar más en su corazón para arrancar aquella planta tan profundamente arraigada, diciendo en voz baja:

-¡Ah!, ¿quién sabe si cansada de persecuciones y sacrificios le habrá parecido muy enojoso el convento y sobrado largo el plazo de un año que me concedió para aguardarme? Por otra parte, ¿cuándo me ha mecido la buena suerte para esperar ahora su benéfico influjo?

Siguió así paseando un corto espacio y murmurando palabras confusas hasta que, volviéndose de repente a don Juan de Lara, le dijo con acento alterado:

-¿No decíais que estaba libre hace un momento? ¡Venga, pues un caballo!, ¡un caballo al punto!... ¡Antes morir que vivir en tan espantosa agonía! ¿No hay quien me ayude a darme las hebillas de mi coraza?

El comendador le ayudó a armarse con gran presteza, mientras don Juan le respondía:

-Vuestro caballo mismo, a quien hice curar por saber la mucha estima en que lo teníais, os está esperando en el patio enjaezado; pero, don Álvaro, pensad en lo que hace poco os he pedido. Tal vez he podido haceros un daño gravísimo, pero si tuve noticia de la ruindad y vileza de que entrambos somos víctimas, no me asista el perdón de Dios en la hora del juicio.

-Don Juan -respondió él-, veo que vuestro corazón no está corrompido ni sordo a la voz del honor; pero si vuestros temores son legítimos y me precipitáis así en un abismo de dolores que jamás alcanzaréis a sondear, algo más duro se os hará conseguir el perdón de Dios que el mío, sinceramente otorgado en presencia de estos dos nobles testigos, junto con mi gratitud por la hospitalidad que os he merecido.

Con esto, subieron inmediatamente a la plaza de armas del castillo, donde el gallardo Almanzor soltó un largo y sonoro relincho en cuanto conoció a su dueño. Subió éste sobre él después de despedirse de todos los caballeros, y salió del castillo con el comendador y sus hombres de armas, dejando en el pecho de Lara un disgusto que sólo se podía igualar a la cólera que habían despertado en él la negra traición del conde y del infante. Por si algo pudiera valer, había entregado al comendador la correspondencia de entrambos personajes, en que su trama estaba de manifiesto, pero no consiguió por esto dar treguas a su pesar.

Don Álvaro y su compañero pasaron fácilmente los atrincheramientos de los sitiadores a favor del carácter de que iba revestido el templario, y emprendieron con gran diligencia el camino del Bierzo. Dos leguas llevarían andadas cuando don Álvaro paró de repente su caballo y dijo a Saldaña con voz profunda:

-Si fuese cierto...

Don Gutierre no pudo menos de menear tristemente la cabeza, y el joven añadió con impaciencia:

-Bien está, pero no me interrumpáis ni me desesperéis cuando tan cerca tenemos el desengaño. Oídme lo que quería deciros. Si fuese cierto, no tardaré más en pedir el hábito del Temple que lo que tarde en llegar a Ponferrada. Os doy mi palabra de caballero.

-No os la acepto -replicó Saldaña-, porque...

Don Álvaro le hizo una señal de impaciencia para que no se cansase en balde, precepto que él guardó muy de grado por no irritarle más, y así, sin hablar apenas más palabra, llegaron al término de su viaje, no muy dichoso por cierto, según hemos visto ya.




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Capítulo XXII

Un natural menos ardiente, un alma menos impetuosa que la del señor de Bembibre no hubiera adoptado probablemente tan temeraria determinación como era la de entrar en el Temple, cuando cielo y Tierra parecían conjurados en su daño; pero el vacío insondable que había dejado en su corazón el naufragio de su más dulce y lisonjera esperanza, la necesidad de emplear en alguna empresa de crédito la fogosidad y energía de su carácter y más que todo quizá el deseo de venganza, fueron móviles bastantes poderosos para allanar toda clase de embarazos. La ocasión no podía brindarse más favorable, porque el triste drama de aquella milicia, religiosa y guerrera a un tiempo, tocaba ya a su desenlace. Todos los ánimos, sin embargo, estaban suspensos y como colgados de aquel extraño acontecimiento, porque la caballería del Temple contaba en España más elementos de resistencia que en nación alguna, y estos sucesos la encontraban no sólo aprestada, sino sañuda y encendida en deseo de venganza. Centro y corazón de semejantes disposiciones era el rey don Dionís de Portugal, príncipe el más sabio y prudente que entonces había en la Península y que bien penetrado de la persecución injusta de semejante religión, no sólo había mandado sus embajadores al Papa para quejarse y protestar de los atropellos y desmanes cometidos, sino que, resuelto a sostenerla en España y Portugal, se había entendido para el caso con el maestre de Castilla y con el teniente de Aragón y concertado con ellos los medios de conservar ilesa su existencia, y sobre todo su opinión. Apoyados, pues, en el rey de Portugal, seguros de su inocencia, seguros todavía más de su esfuerzo y pundonor, y ansiosos los unos de venganza y los otros entregados a quiméricos planes, bien podían tener en balanzas la suerte de la España y hacer vacilar a los monarcas de Castilla y Aragón antes de comenzar la lucha. Sin embargo, las huestes por todas partes se iban juntando, y de ambas partes parecían resueltos a poner este gran duelo al trance de una batalla, justamente recelosos y desconfiados los unos para entregarse inermes y desvalidos en manos de sus enemigos declarados, y apoyados los otros en las bulas del Papa y en los peligros que podían sobrevenir al Estado conservando armados y encastillados unos hombres de tan graves delitos acusados.

Don Rodrigo Yáñez, menos preocupado que sus hermanos, y convencido íntimamente de que aquella venerable institución había caducado a las destructoras manos del tiempo, no parecía dispuesto a resistir las órdenes del Sumo Pontífice, ni menos recelaba sujetarse a la jurisdicción y juicio de los prelados españoles, dechado entonces de ciencia y evangélicas virtudes. De sentir enteramente opuesto era el capítulo general de los caballeros, exacerbados con tantas iniquidades y malos juicios como personas mal intencionadas derramaban en la plebe, y con los asesinatos jurídicos de Francia. Tanto, pues, por no abandonar su familia de adopción y de gloria, como por no producir con su oposición un cisma y desunión lastimosa que diese en tierra con el poco prestigio que la milicia conservaba a los ojos del vulgo, se conformó con la opinión general. Por otra parte, sus demandas nada tenían de exorbitantes, pues no declinaban la jurisdicción de la Santa Sede, y protestaban de no guardar sus castillos y vasallos sino por vía de legítima defensa. Así pues, nada podía impedir al parecer un rompimiento terrible y desastroso en que a nadie se podía dar la ventaja, porque si de un lado estaban el número, la opinión y la fuerza de las cosas, militaban en el otro el valor, el pundonor caballeresco, el agravio y la fuerza de voluntad sobre todo que triunfa de los obstáculos y señala su curso a los sucesos.

Tal era el estado de las cosas, cuando don Álvaro, con el corazón traspasado y partido, salió para no volver de Arganza y de aquellos sitios, dulces y halagüeños cuando Dios quería, tristes ya y poblados de amargos recuerdos. Fiel a su promesa, encaminóse a Ponferrada al punto, firmemente resuelto a no salir de sus murallas, sino con la cruz encarnada en el pecho. Antes de llegar concertó con el comendador que se adelantase a prevenir a su tío de su ida, medida muy, prudente, sin duda, porque tales extremos de dolor había hecho el anciano con la noticia de su muerte que la súbita alegría que recibiese con su presencia pudiera muy bien comprometer su salud. Tomó, por lo tanto, el comendador el camino que mejor la pareció, y cuando, por fin, llegó a darle la nueva en toda su verdad, ya don Álvaro cruzaba el puente levadizo. Como si la alegría le hubiese descargado del peso de los años, bajó la escalera con la rapidez de un mancebo, y al pie de ella encontró a su sobrino rodeado de muchos caballeros, que con muestras de infinita satisfacción le acogían y saludaban. Abrazáronse allí en medio de la emoción que a don Álvaro causaba el encuentro de su tío en momentos de tanta amargura para él, y de la no menor que al anciano dominaba, no sabiendo cómo agradecer a Dios este consuelo que en sus cansados días le enviaba. Por fin, pasados los primeros transportes y satisfecha la curiosidad de aquel respetable viejo sobre su prisión, sus penas y su libertad, naturalmente vinieron a caer en el desabrido arenal de lo presente, a la manera que un aguilucho que antes de tiempo se arroja del nido materno, después de un corto y alborozado vuelo, para finalmente caer en el fondo de un precipicio. Don Álvaro le contó entonces la dolorosa entrevista que acababa de tener y el término que había resuelto poner a sus afanes en las filas de sus hermanos de armas. Don Rodrigo, atónito y turbado, apenas supo qué responder en un principio a una declaración en la cual a un tiempo se cifraban la ruina de su prosapia, el riesgo de una vida para él tan preciosa, y el sinfín de males con que estaba amagando el porvenir a la institución. Cuando al cabo de su gran agitación se recobró un poco, dijo a su sobrino con voz sentida:

-¿Conque no sólo derramas el divino licor de la esperanza, sino que quieres arrojar la copa al abismo? ¿No te basta el muro terrible que te separa de ella, que aún quieres poner entre los dos otro mayor? De la vida de un hombre, tan frágil en estos tiempos de discordias, pende ahora tu fortuna, ¿cómo quieres atajarla con un tropiezo que sólo le mueve la mano la muerte?

-Tío y señor -respondió el joven con amargura-, ¿y qué es la esperanza? Ya sabéis que yo la recibí en mi corazón como un huésped noble, hermoso bien venido a quien festejé con todo mi poder y carino; pero el huésped me asesinó y puso fuego a mi casa. ¿Que ha quedado en lugar suyo y de su dueño?, ¡unas gotas de sangre y un montón de cenizas!... ¡Frágil llamáis la vida de ese hombre! La frágil, deleznable caduca es la nuestra, que no se ha desviado de la senda estrecha del honor, ¡mas no la suya, tejido de reprobación y de iniquidad! ¡Largos días le aguardan, tal vez de poder y de ambición en este miserable país!... ¡Muévale Dios contra el Temple, ahora que no soy más que un soldado suyo nos encontraremos!

Don Rodrigo comprendió la mortal herida que el desengaño acababa de abrir en el alma de su sobrino, y varió de rumbo tratando de presentarle otra clase de obstáculos.

-Hijo mío -le dijo con aparente tranquilidad-, tu dolor es justo, y natural tu determinación; pero no alcanza mi poder a coronarla. Nuestra orden está citada a juicio, suspensos nuestros derechos y sin facultades, por consiguiente, para admitirte en su seno.

Don Álvaro, con su claro ingenio, comprendió al punto los intentos de su tío y respondió resueltamente:

-Tío y señor, si tal es vuestro escrúpulo, y supuesto que el caso es de todo punto nuevo, convocad capítulo y él resolverá. Por lo demás, si el Temple me cierra sus puertas, me pasaré a la isla de Rodas y me alistaré entre vuestros enemigos los caballeros de San Juan. Pensad que mi resolución es invariable y que todo el poder del mundo conjurado contra ella no la haría retroceder ni un solo paso.

Don Rodrigo acabó de convencerse de la inutilidad de sus esfuerzos, pero a pesar de ello, juntó capítulo de los caballeros allí presentes para significarles sus dudas. La respuesta le dio a conocer que su negativa no haría sino irritar aquellos ánimos encendidos y comprometer su autoridad, y así se propuso dar el hábito a su sobrino en cuanto estuviese preparado debidamente para ello. Corrió la noticia al punto por la bailía y los caballeros la recibieron con alborozo extremado, considerando el poderoso brazo que se consagraba a sostener su poder ya vacilante. Saldaña, que por motivos de delicadeza y rigorosa justicia se había negado a aceptar la palabra de don Álvaro, viéndole ahora persistir en su propósito, no cabía en sí de gozo. Su alma sombría y ambiciosa, más y más exaltada con los riesgos que cercaban a su religión, se regocijaba no sólo por los triunfos que le predecía la entrada de un campeón tan valeroso como leal, sino porque en su pasión por aquel joven tan noble y sinventura se había propuesto colocarle en un trono de gloria y hacerle olvidar, si posible fuera, sus pasados sinsabores a fuerza de triunfos, honores y respetos. Aunque es verdad que el deseo de vengarse era uno de los más poderosos motivos que excitaban a don Álvaro para su determinación, el comendador sabía muy bien que los aplausos de la fama, las generosas emociones del valor y los trances de los combates eran la única ilusión que no había abandonado aquel pecho lastimado desierto.

Algunos ritos que se observan en las modernas sociedades secretas, sobre todo en la admisión de socios, se dicen derivados de los templarios. Cualquiera que pueda ser su verdadero carácter y procedencia, lo que no admite duda es que aquellos caballeros practicaban algunas ceremonias cuyo sentido simbólico y misterioso era hijo de una época más poética y entusiasta que la que en sus postreras décadas alcanzaban. En el castillo de Ponferrada se conservan todavía entallados encima de una puerta, dos cuadrados perfectos que se intersecan en ángulos absolutamente iguales, y al lado derecho tienen una especie de sol con una estrella a la izquierda. La existencia de tan extrañas figuras, de todo punto desusadas en la heráldica, basta para probar que la opinión que en su tiempo se tenía de sus prácticas misteriosas y tremendas no carecía absolutamente de fundamento. Una entre todas era particularmente chocante, a saber: las injurias que se hacían al crucifijo y cuya significación no era otra sino la rehabilitación del pecador, a partir de la impiedad y del crimen para subir por los escalones de la purificación y del sacrificio a las santificadas regiones de la gracia; rito fatal que sin diferenciarse en la esencia de la fiesta de los locos, y algunos otros usos de la antigua Iglesia, fue causa principal de la ruina del Temple, cuando su sentido místico se había perdido ya entre las nieblas de una generación más sensual y grosera. A explicar, por lo tanto, a su sobrino semejantes enigmas, vedados a los ojos del vulgo, se encaminaron los esfuerzos del maestre en los días que precedieron a su profesión.

Llegó por fin el momento en que aquel ilustre mancebo se despidiese de un mundo que si alguna vez esparció flores por su camino fue para trocárselas al punto en abrojos. Las profesiones en todas las demás órdenes religiosas se hacían a la luz del sol y públicamente, pero los templarios, sin duda para dar más solemnidad a la suya, la hacían de noche y a puertas cerradas. Cuando ya la oscuridad se derramó por la tierra, el comendador Saldaña y otro caballero muy, anciano vinieron a buscar a don Álvaro que les aguardaba armado con una riquísima armadura negra, con veros de oro, un casco adornado de un hermoso penacho de plumas encarnadas, en la cinta una espada y puñal con puño de pedrería y calzadas unas grandes espuelas de oro. El que aspiraba a entrar en el Temple se ataviaba con todas las galas del siglo para dejarlas al pie de los altares. Condujeron, pues, a don Álvaro ambos caballeros a la hermosa capilla del castillo, a cuya puerta se pararon un momento llamando enseguida con golpes mesurados y acompasados.

-¿Quién llama a la puerta del templo? -preguntó desde dentro una voz hueca.

-El que viene poseído de celo hacia su gloria, de humildad y de desengaño -respondió Saldaña como primer padrino.

Entonces abrieron las puertas de par en par y se presentó a su vista la iglesia tendida de negro con un número muy escaso de blandones de cera amarilla y verde encendidos en el altar. En sus gradas estaba el maestre sentado en una especie de trono rodeado de los comendadores de la orden, y más abajo, en una especie de semicírculo, se extendían los caballeros profesos, únicos que a esta ceremonia se admitían, y que envueltos en sus mantos blancos parecían otros tantos fantasmas lúgubres y silenciosos. Don Álvaro, en cuya imaginación ardiente y exaltada hacía gran impresión este aparato, atravesó por medio de ellos acompañado de sus dos ancianos padrinos y fue a arrodillarse ante las gradas del trono del maestre. Extendió éste su cetro hacia él y le preguntó sus deseos. Don Álvaro respondió:

-Considerando que el Salvador dijo: «el que quiera ser de mi grey tome su cruz y sígame», yo, aunque indigno y pecador, he aspirado a tomar la del Templo de Salomón para seguirle.

-Grave es la carga para vuestros hombros jóvenes -respondió el maestre con voz reposada y sonora.

-El Señor me dará fuerzas para llevarla, como me ha dado resolución y valor para pedirla a pesar de mis culpas -respondió el neófito.

-¿Habéis pensado -repuso el maestre- que el mundo acaba en estos umbrales silenciosos y austeros?

-Yo me he despojado a la puerta del hombre viejo para revestirme del hombre nuevo.

-¿Hay alguno entre todos los hermanos presentes que pueda notar al aspirante de alguna acción ruin por la que merezca ser degradado de la dignidad de caballero?

Todos guardaron un silencio sepulcral. El comendador pidió entonces que se comenzase el rito, y dos caballeros trajeron un crucifijo de gran altura y toscamente labrado, pero de expresión muy dolorosa en el semblante, y lo tendieron en el suelo. Don Álvaro, conforme a la ceremonia, lo escupió y holló, y luego, alzándolo en el aire los dos caballeros, le dirigió las sacrílegas palabras de los judíos:

-¿Si eres rey, cómo no bajas de esa cruz?

Cubriéronlo al punto con un velo negro y lo retiraron, tras de lo cual dijo el maestre:

-Tu crimen es negro como el infierno y tu caída como la de los ángeles rebeldes; pero tu Dios te perdonará, y tu sangre correrá en desagravio de su tremenda cólera y justicia.

Arrodillóse entonces don Álvaro sobre un cojín de terciopelo negro con flecos y borlas de oro y desarrollando un gran pergamino que tenía por cabeza la cruz del Temple en campo de oro, y a la luz de una bujía con que alumbraba Saldaña, leyó su profesión concebida en estos términos:

-Yo, don Salvador Yáñez, señor de Bembibre y de las montañas del Boeza, prometo obediencia ciega al maestre de la orden del Templo de Salomón y a todos los caballeros constituidos en dignidad; castidad perpetua y pobreza absoluta. Prometo, además, guardar riguroso secreto sobre todos los usos, ritos y costumbres de esta religión; procurar su honra y crecimiento por todos los medios que no estén reñidos con la ley de Dios, y sobre todo, trabajar sin tregua en la conquista de la Jerusalén terrena, escalón seguro y senda de luz para la Jerusalén celestial. Prémieme Dios en proporción de mis obras, y vosotros como delegados suyos.

Entonces los padrinos comenzaron a desarmarle y los circunstantes a cantar el salmo Nunc dimitis servum tuum, domine, con voces vigorosas y solemnes. Calzáronle espuelas de acero, y de acero bruñido también fueron las grevas, peto, espaldar y manoplas con que sustituyeron su armadura; por último, le ciñeron una espada de Damasco y le pusieron en la cinta un puñal buido de fino temple, pero sin ningún género de adorno. Echáronle, por fin, el manto blanco de la orden y entonces le vendaron los ojos, enseguida de lo cual se postró en el suelo, mientras la congregación cantaba los salmos penitenciales con que los cristianos se despiden de sus muertos. Acabóse por fin el cántico, cuyas últimas notas quedaron vibrando en las bóvedas de la iglesia en medio del profundo silencio que reinaba en sus ámbitos, y entonces sus padrinos acudieron a levantarle y le destaparon los ojos, que al punto volvió a cerrar, porque, acostumbrados a las tinieblas, no pudieron sufrir la vivísima luz que como una celeste aureola iluminaba aquel templo, momentos antes tan adusto y sombrío. Las colgaduras negras estaban recogidas y los altares todos resplandecían con infinitas antorchas; el aire estaba embalsamado con delicado incienso que en vagos e inciertos festones se perdía entre los arcos y columnas, y los caballeros todos tenían en las manos velas blanquísimas de cera encendidas. En cuanto descubrieron a don Álvaro, entonaron todos en voces regocijadas y altísimas el salmo Magnificat anima mea Dominum, durante el cual, conducido por sus padrinos, fue abrazando a todos sus hermanos y recibiendo de ellos el ósculo de paz y de fraternidad. Concluido este acto, aproximaron todos en orden sus sitiales al trono del maestre, dejando en medio a don Álvaro, que de pie y con los brazos cruzados oyó la plática que el maestre o su inmediato dignatario solían dirigir al profeso. En tiempos más dichosos versaba sobre las glorias y prosperidad de la orden, la consideración de que gozaba en toda la cristiandad, y por último, sobre los deberes rigurosos y terribles del nuevo caballero; pero entonces, que la hora de la prueba había llegado y aquel astro luminoso padecía tan terrible eclipse, las palabras de don Rodrigo tuvieron aquel carácter religioso, profundo y melancólico propio de todas aquellas catástrofes que pasman y sobrecogen al mundo. Por último, vino a recaer el razonamiento sobre los serios y terribles deberes que el soldado de Dios se imponía al entrar en aquella milicia, y entonces, levantándose de su trono, alzando el cetro y enderezando su talla majestuosa, concluyó diciendo con acento severo y grave:

-¡Pero si Dios te deja de su mano para permitir que faltes a tus juramentos, tu vida se apagará al punto como estas candelas, y unas tinieblas más densas todavía cercarán tu alma por toda una eternidad!

Al decir esto, todos los caballeros mataron sus luces por un movimiento unánime, y en el mismo instante bajaron los negros y tupidos velos de los altares dejando la iglesia en una oscuridad pavorosa. Los caballeros entonces murmuraron en voz baja algunos versículos del libro de Job sobre la brevedad de la vida y la vanidad de las alegrías del crimen; y a la luz de los blandones fúnebres que todavía ardían en el altar mayor fueron dirigiéndose a la puerta en lenta y solemne procesión. Allí se pararon de nuevo, y el maestre se adelantó para rociar con agua bendita la cabeza de su sobrino, como para lavarle y purificarle aún de las heces y vestigios de la culpa, y desde allí todos se dispersaron encaminándose a sus cámaras respectivas.

A don Álvaro le dejaron también en la suya, y la luz del nuevo día que no tardó en teñir los celajes del oriente, le encontró mudado en otro hombre y ligado con votos que sólo al poder de la muerte le parecía dable desatar. ¡Dichoso él si con su poder, su libertad y sus dulces esperanzas hubiese podido poner de lado su antigua y devoradora pasión!, pero sólo el tiempo y la ayuda del Todopoderoso eran capaces de limpiar su corazón de sus amargas heces, y borrar de su memoria aquellas imágenes escritas con caracteres de fuego.

Por fin, a su valor y energía se le presentaba el ancho campo de la guerra y el noble empeño de defender una causa justa, pero ¿qué consuelo podía buscarse en el mundo para doña Beatriz, que no tenía más compañía que la soledad, la aflicción y la presencia de un padre ya anciano, lleno de pesares y penetrado de un arrepentimiento tardío? ¡Tristes contradicciones y debilidades las del pobre corazón humano! La heredera de Arganza tenía por esposo un hombre joven todavía, lleno de vigor y robustez; su salud, por otra parte, de día en día se quebrantaba; el cielo y la tierra de consuno parecían apartarla de su primer amor, que según todas las apariencias no podía estar más perdido para ella y sin embargo, la nueva de aquellos votos le causo profundísimo dolor. ¿Qué podía esperar? ¿Qué podían descubrir sus ojos en el nebuloso horizonte del porvenir, sino soledad y pesares sin término y sin cuento? ¡Extraño misterio! La esperanza es una planta que brota en el corazón, y que si no florece cuando el dolor ha trocado su campo en arenal, todavía conserva su tronco enhiesto como una columna fúnebre, y aun regado por la fuente de las lágrimas brota tal vez alguna hoja marchita y amarillenta. Doña Beatriz se había visto separada de su amante por escaso arroyo, su matrimonio desgraciado lo había convertido en río profundo y caudaloso, ahora la profesión de don Álvaro acababa de trocarle en mar inmenso, y la desventurada, sentada en la orilla, veía desaparecer a lo lejos el bajel desarbolado y roto en que, para no volver, se partían sus ilusiones más dulces.



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