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Capítulo XXIII

A los tres días de los sucesos que acabamos de referir, pareció el buen Millán por Arganza a dar cuenta a Martina del arreglo que iba poniendo en las haciendas que su amo le había legado. Venía entonces de las montañas muy satisfecho de sus tierras, y de algunas reses que había comprado, con las cuales pensaba beneficiar sus praderas y juntar un caudal que ofrecer a su futura en cambio de su blanca mano y de su cara de pascua. Algo desasosegado le traían los rumores de guerra que comenzaban a correr a propósito de los templarios, pero contaba con el favor de Dios y sobre todo se echaba la cuenta de tantos otros que, acometiendo empresas descabelladas, creen responder a todo con el refrán de que «el que no se arriesga no pasa la mar». Así pues, no es maravilla que se presentase contento y alegre en una casa de donde se había huido la poca alegría que quedaba.

-¡Ay, Millán de mi alma! -exclamó Martina, saliéndole al encuentro apresurada-, ¡y qué cosas han pasado desde que te fuiste! ¡Vamos!, aún no se me ha quitado el temblor del cuerpo, ni he dormido una hora de seguido. Y doña Beatriz, ¡la cuitada! ¡No sé qué me da en el corazón cuando pienso en ella!

-Pero, mujer, ¿qué es lo que ha sucedido? -preguntó el mozo un poco azorado.

-¡Ahí es nada! -contestó ella, no poco satisfecha, en medio de sus recuerdos de pavor, de contar un cuento tan maravilloso-; tu amo ha aparecido por aquí.

-¡Jesucristo! ¡Virgen santísima de la Encina! -exclamó el escudero santiguándose ¿ha venido a pedir algunas misas y sufragios? Pues mira, según lo bueno que era no creí yo que fuese al Purgatorio, sino al Cielo en derechura.

-¿A pedir sufragios y oraciones, eh? -contestó la aldeana-. ¡Que si quieres!, ha venido en cuerpo y alma a reclamar la mano y palabra de doña Beatriz.

-Martina -contestó el escudero, mirándola de hito en hito-, ¿qué te pasa, muchacha? ¿Te han dado algún bebedizo y estás endiablada? ¿En cuerpo y alma, dices, y lo dejé yo enterrado en Tordehumos? Por cierto, que me hubiera traído su cuerpo si no fuese por aquel testarudo de don Juan Núñez; vaya, vaya, que si me lo dijera Mendo, al instante le preguntara, si venía de la bodega.

-Eso no va conmigo, señor galán -respondió la muchacha un poco amostazada-, porque no lo cato.

-No, mujer; ¿quién había de decirlo de ti? -repuso Millán cortésmente-; la lengua le cortaría yo al que lo dijese.

-Sea como quiera -contestó ella-; lo que te digo es que yo y Mendo, y mi amo, y el alhaja del conde y todos en fin, hemos visto y oído a don Álvaro junto al nogal del arroyo; por más señas, que venía con el comendador Saldaña, el alcaide de Cornatel.

-¡Virgen purísima! -exclamó Millán cruzando las manos y mirando al cielo-, ¡conque vive mi señor; el mejor de los amos, el caballero más bizarro de España! ¿Dónde está, Martina? ¿Dónde está?, ¡que aunque sea al cabo del mundo iré en busca suya!

-¡Pues! -repuso la muchacha tristemente; y siendo como eres un señor, vamos al decir, te vas a quedar como antes, y nuestra boda ¡Dios sabe para cuándo será!

-En verdad que tienes razón -contestó él en el mismo tono-; ¡y yo que había arrendado tan bien el prado de Ygüeña al tío Manolón u había comprado unas vacas que daba gusto verlas! Pero ¿qué le hemos de hacer? -añadió después de un rato de silencio-, ¿no me he de alegrar yo por eso de la vuelta de mi amo? Váyanse muy enhoramala todos los prados del Bierzo y todas las vacas del mundo, y viva mi don Álvaro que es primero. Martina -le dijo después con seriedad-; ya sabes que primero es la obligación que la devoción, y por eso yo, aunque me corría priesa, bien lo sabe Dios nunca quise que dejaras a doña Beatriz... Pero ¡válgame Dios! -exclamó como sorprendido-, ¡y yo que no me había acordado de ella! ¿Y qué ha dicho la infeliz? ¿Qué es de ella?

Martina entonces le contó llorosa todo lo acaecido, narración que dejó confuso y turbado al pobre Millán con la perfidia del conde y lo negro de la trama en que su amo se había visto envuelto.

-Y ahora -concluyó diciendo la muchacha- el viejo anda por los rincones llora que llora y zumba que zumba, y la señora, como es natural, más afligida que nunca; pero como ni uno ni otro quieren darse a entender su sentimiento, andan los dos por ver quién engaña a quien, sin lograrlo ninguno; porque a lo mejor, cuando se encuentran sus miradas, echan a llorar como dos perdidos. Si te he de decir la verdad, no sé quien me causa más lástima.

-¡Vaya por Dios! -respondió Millán con un suspiro-, pero, y mi amo ¿dónde para?, porque yo no he oído nada por el camino.

Martina, que sabía muy bien lo poco devoto que su amante era del Temple, gracias a la superstición común, había esquivado en la narración el punto de la determinación de don Álvaro pero como ya no era posible ocultarlo, tuvo que decírselo:

-¡Dios de mi alma! -exclamó el mozo consternado-, ¿no valía más que de veras hubiera muerto, que no guardarle para la hoguera con todos esos desdichados descomulgados por el Papa? No, pues en eso perdóneme; si él quiere perder su alma yo estoy bien avenido con la mía, y no será el hijo de mi madre quien se quede a servirle para qué después le tengan a uno por nigromante y hechicero.

-¿Sabes lo que digo, Millán? -repuso la muchacha-, es que debe haber mucha mentira en eso de los templarios, porque cuando se ha entrado en la orden un señor tan cristiano y principal como tu amo, se me hace muy cuesta arriba creer esas cosas de magia y de herejía que dicen.

-¿Qué sabes tú? -respondió él con un poco de aspereza-; don Álvaro está desconocido desde sus malhadados amores y es capaz de hacer cualquiera cosa de desesperado. En fin, yo allá voy, porque a eso estoy obligado, pero quedarme con él mucho lo dificulto. ¡Ojalá que no le hubiera comido el pan ni me hubiese sacado medio ahogado del Boeza!... ¡Mal haya tu venta! -añadió mirando con ceño a su futura-; que por tus cosas no estamos ya casados en paz y en gracia de Dios y libres de semejantes aprietos, en vez de que así Dios sabe lo que será de nosotros.

-Pero, hombre -repuso ella con dulzura-, ¿qué querías que hiciera estando doña Beatriz así?

-Sí, sí -contestó él como distraído-; no me hagas caso, porque no sé lo que me digo... ¡Qué demonio de hombre!, ¡haberse metido templario!... ¡Pero, en fin, yo allá voy, y sea lo que Dios quiera! Adiós, Martina.

Y dándola un abrazo bajó presuroso la escalera sin aguardar a más, montó en su jaco y tan deprisa cabalgó que en poco más de una hora estaba en Ponferrada. La resolución que tan terminantemente anunció en el principio, y durante su enfado de no servir a don Álvaro, según hemos visto, se iba debilitando poco a poco, y a medida que se acercaba a la bailía se iba deshaciendo como la nieve de las sierras al sol de mayo. El buen Millán era de una índole excelente, y luego los hábitos de amor y de fidelidad hacia don Álvaro se confundían en su imaginación con los recuerdos de sus primeros años, porque se había criado en su castillo y sido el compañero de su infancia. Las hidalgas prendas de don Álvaro, la largueza con que en su testamento había atendido a su suerte y las desdichas que habían formado el tejido de sus jóvenes años eran otros tantos eslabones que le unían a él. Así fue que cuando llegó al castillo, su determinación se la había llevado el viento y sólo pensó en asistir y servir a su antiguo dueño mientras durasen aquellos tiempos revueltos, a despecho de supersticiones, recelos y antipatías de toda clase. Muy de estimar era este sacrificio en un hombre preocupado con las groseras creencias de la época, y que, de consiguiente, sólo a costa de un terrible esfuerzo podía determinarse a saltar por todo.

Por mucha que fuese su prisa, se dirigió antes a la celda del maestre que le recibió con su bondad acostumbrada y que deseoso de proporcionar a su sobrino una sorpresa con que pudiese dar vado en cierto modo a sus sentimientos oprimidos, le condujo inmediatamente a su aposento.

-Aquí traigo, sobrino, un conocido antiguo -le dijo al entrar-, con cuya vista presumo que os alegraréis.

-Ese será mi fiel Millán -repuso al punto don Álvaro-, ¿qué otra persona se había de acordar de mí en el mundo?

Millán entonces, sin poderse contener, salió de detrás del maestre que ocupaba la puerta, y corrió desalado a arrojarse a los pies de su señor, abrazándole sus rodillas y prorrumpiendo en lágrimas y sollozos que no le dejaban articular palabra. Don Rodrigo se ausentó entonces, y don Álvaro, enternecido, pero reprimiéndose sin embargo, porque no acostumbraba a mostrar delante de sus criados ningún género de transporte, le dijo levantándole:

-No así, pobre Millán, sino en mis brazos, vamos, abrázame, hombre..., en cuanto vine pregunté por ti, ¿qué es de tu persona?, ¿por dónde andabas?

-Pero, señor, ¿es posible exclamó el escudero- que después de lloraros por muerto os encuentro ahora en ese hábito?

-Nunca le tuvieste gran afición -contestó el caballero procurando sonreírse, pero ahora que le visto yo, fuerza será que le mires con mejores ojos, siquiera por amor del que fue tu amo.

-¿Cómo es eso del que fue mi amo? -le interrumpió el escudero como con enojo-; mi amo sois ahora como antes, y lo seréis mientras yo viva.

-No, Millán -respondió don Álvaro con reposo-, yo ya no tengo voluntad, sino la del maestre, mi tío, y sus delegados. Los bienes que te dejaba en mi testamento como galardón de tu fidelidad ya no te pertenecen en rigor por haber salido falsa mi muerte, pero yo intercederé con mi tío para que te los dejen, porque, en realidad, yo estoy muerto para el mundo, y quiero regalarte esa memoria.

-Señor -contestó el escudero sin dejarle pasar más adelante-, yo para nada necesito esos bienes estando con vos, pero si por vos mismo no podéis admitirme a vuestro servicio, yo iré a pedírselo de rodillas al maestre vuestro tío, no me levantaré hasta que me lo conceda.

-No, Millán -respondió don Álvaro-, yo sé que tú tienes otras esperanzas mejores que la de venir a servir a un templario en medio de los peligros que cercan esta noble orden. Todavía tienes una madre anciana, y a más Martina, con lo cual sin duda vivirás tranquilo y con toda aquella ventura que puedes juiciosamente apetecer en esta vida.

-En cuanto a mi madre -replicó el escudero-, bastaba el que os abandonase para granjearme su maldición, pero por lo que hace a Martina, que tenga paciencia y me espere, que yo también la he esperado a ella. Además, que no creáis que por eso se enoje, porque la pobrecilla os quiere bien y...

Don Álvaro, temblando que no añadiese alguna otra cosa que no deseaba oír, se apresuró a atajarle diciéndole que su resolución estaba tomada y que no quería envolver a nadie en las desgracias que pudieran sobrevenirle. Con esto se entabló una disputa de generosidad entre amo y mozo, firme aquél en su propósito y éste no menos aferrado en su voluntad; disputa que dirimió el maestre haciendo ver a su sobrino la poca cordura que había en desechar un corazón tan generoso en circunstancias como aquellas. Con esto quedó Millán instalado en sus antiguas funciones, y don Rodrigo, así por recompensar su lealtad como por complacer a su sobrino, confirmó la donación hecha en el testamento para que no tuviera que arrepentirse nunca el buen Millán de su desprendimiento.




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Capítulo XXIV

Las diferencias del rey con don Juan Núñez de Lara se compusieron por fin, más a placer de aquel orgulloso rico hombre que a medida del decoro real, porque el poder de don Fernando, quebrantado con lo largo del sitio de Tordehumos y enflaquecido además con la defección de varios señores y la retirada de otros, no era bastante ya a postrar aquel soberbio vasallo. Asentáronse, pues, las condiciones y tratos dictados por la ocasión, volvió don Juan de Lara a isla mayordomazgo, conservó a Moya y Cañete y demás pueblos que tenía, y el rey hubo de restituirle su gracia. ¡Notable mengua la de la corona!, pero que, sin embargo, no dejaba de tener sus ventajas, porque además de ser prudente transigir con la necesidad, al cabo le quedaban al rey las manos sueltas y desembarazado el ánimo para dar cima al negocio de los templarios que, según se veía, no podía allanarse sino por la fuerza de las armas. Sin duda los cimientos de la orden estaban minados y vacilantes en la opinión, pero aquel cuerpo robusto se sostenía así y todo por la enérgica cohesión de sus partes, por sus recuerdos de gloria y por el miedo que a todos inspiraba su poder, única verdadera causa de su ruina.

No se negaban los caballeros a comparecer en juicio delante de los prelados españoles, ni menos declinaban su jurisdicción, pero alegando las torpes calumnias que contra ellos se derramaban entre el vulgo, los asesinatos de Francia y toda aquella inaudita persecución, protestaban que no se entregarían indefensos en manos de sus enemigos, y que en sus castillos y conventos aguardarían la sentencia de los obispos, y la definitiva resolución del Papa. Por lo demás, blasonaban de leales y obedientes, aseguraban con el mayor empeño que sólo su defensa les movía, y con su conducta firme y prudente parecían poner de manifiesto a los ojos de la muchedumbre la falsedad de los cargos, junto con su firme resolución de defender su honor y su existencia hasta el último trance.

De toda la gente que con tanta flojedad y desvío sirvió a don Fernando en la demanda de Tordehumos no encontró a nadie remiso ni desmayado, tal era la codicia que en todos los corazones despertaban los opimos despojos del Temple. Fácil le fue, por lo tanto, juntar una hueste numerosa y lucida, aunque no sobrada, ciertamente, para trance tan difícil; y de nuevo comenzó el estruendo de la guerra a resonar por toda la España, porque como el empeño era igual en Aragón, por ambas partes, a donde quiera, alcanzaban los aprestos y disposiciones. Sólo el rey de Portugal permanecía en lo exterior frío espectador de la contienda, si bien en su ánimo estaba inclinadísimo a la religión del Temple, y aun empleaba buenos oficios con el Sumo Pontífice para apartar de su cabeza la tormenta fatal que desde los más remotos ángulos de Europa venía a amontonarse sobre ella. Este rey sabio, más de lo que parecía consentir aquella época ignorante y ruda para desconocer la grosera trama en que estribaba la persecución de la orden, y no menos caballero que discreto, sentía que tal fuese el premio de tantas glorias, honores y triunfos, cuando aquellos brazos invencibles tenían aún en la Península enemigos en quien continuar la gloriosa cruzada española de siete siglos. Así pues, tanto en Aragón como en Castilla, estaban pendientes los ánimos de aquella lucha fatal, cuyo término y desastres no era fácil prever, porque si de una parte peleaba el número y la fuerza, militaban en la otra la inteligencia de la guerra, la disciplina y la clase de los combatientes, cualidades de gran precio en medio del desbarajuste de la época.

El señor de Arganza, como Merino Mayor que era del Bierzo, recibió la orden de alistar inmediatamente los ballesteros y gente de armas que pudiese e ir a juntarse en los confines de Galicia con los escuadrones de su yerno el de Lemus. Honra era esta de que con gusto infinito se hubiera excusado a no mediar su hidalguía, porque merced a los desengaños y pesares que sufría, semejante empresa iba presentándose a sus ojos con sus verdaderas formas y colores. Su enemistad con el Temple, falta de pábulo hacía algún tiempo, se había, amortiguado poco a poco, y la conducta de Saldaña y de don Álvaro en los sotos de su palacio, junto con el decoro y caballerosidad que no había dejado de guardar con él el maestre don Rodrigo a pesar de sus desvíos, habían acabado de debilitarla. Sus sueños de ambición, por otra parte, iban revistiéndose de tristísimos colores delante de la realidad inexorable que de bulto le mostraba la perfidia negra del conde, la triste cuanto abundante cosecha de tribulaciones y angustias que había sembrado para su hija única. Y por colmo de desventura, ahora le llamaba la suerte a pelear con el único hombre que había conquistado y merecido aquel corazón de ángel, y cuya imagen probablemente estaba esculpida en él a despecho de todo. Aquejábanle, además, embarazos domésticos, pues conocida la ruindad del conde, que desde su ausencia ni por cortesanía había enviado satisfacción, mensaje ni escrito alguno, no le parecía justo llevarle su esposa, y por otra parte, no era decoroso ni prudente dejar a doña Beatriz expuesta a los azares y contratiempos de una guerra que con tales visos de sangrienta y dudosa se mostraba. Perplejo y confuso en medio de tantos inconvenientes, hubo de consultar con doña Beatriz que, como prevenida por su discreción y tristeza, manifestó poca sorpresa y menos dudas ni tropiezos.

-Padre mío -le respondió-, no os inquietéis por mí, pues ya sabéis que es patrimonio de la desdicha estar segura y defendida en todas partes. Guárdense los dichosos en buen hora, que a mí me guarda mi estrella. Sin embargo, como en tales ocasiones no hay sagrado sino al pie de los altares, me encerraré en Villabuena mientras dure la guerra entre nosotros.

-¿En Villabuena, Beatriz? -respondió el viejo-, ¿y podrás resistir las memorias que aquellos lugares despertarán en tu corazón?

Sonrióse ella melancólicamente y contestó a su padre con dulzura:

-No fueron los peores de mi vida los días que pasé a la sombra de sus claustros y arboledas. ¡Ojalá que mudando de lugares se mudase también de pensamientos!, pero entonces el hombre sería dueño de sus penas y el cielo no le probaría en la escuela de la adversidad. Llevadme, pues, a Villabuena donde ya sabéis que me quieren bien, y caminad a la guerra sin zozobras y sin cuidados, pues allí quedo tranquila y segura. Una cosa, sin embargo, quisiera encomendaros -añadió con una inflexión de voz que revelaba con harta claridad lo que en su interior estaba pasando-. Ya sabéis que entre los que vais a combatir como enemigos hay una persona a quien hemos hecho mucho mal. También sabéis que la serpiente de la calumnia lo está envolviendo en sus anillos ponzoñosos... Mirad por él y procurad, si no remediar, aliviar por lo menos los dolores qué por nuestra culpa sufre.

-No por la tuya, ángel de Dios -replicó el anciano-, sino por la mía. ¡Quiera el cielo perdonarme! Siempre le había agradecido la cuna ilustre en que nací y las riquezas de que me rodeó desde la niñez, pero ahora, con el pie dentro del sepulcro, reconozco lo funesto del don, y muchas veces me he dicho en mis desvelos nocturnos: «¡cuánto más dichosa hubiera sido mi hija con nacer en una cabaña de estos valles!...» En fin, hija mía, tus deseos serán cumplidos y yo procederé como quien soy; ¡ojalá que mis ojos hubieran estado siempre tan abiertos como ahora!

Después de esta breve conversación quedó determinado el viaje a Villabuena, que se verificó a los dos o tres días. No hacía muchos meses que el rigor paternal había conducido allí a doña Beatriz. Su madre quedaba sumida en el llanto; ella se veía desterrada de la casa paterna y apartada de don Álvaro, pero la esperanza la alentaba, el valor la sostenía, un germen de vida y de hermosura, el parecer inagotable, realzaban las gracias de su cuerpo, y por último, una primavera llena de pompa y lozanía parecía acompañar con su verdor el verdor y frescura de sus sentimientos y presagiarle una existencia próspera y floreciente. ¡Miserable inestabilidad la de las cosas humanas! En tan corto espacio de tiempo aquella madre cariñosa había pasado a las regiones de la eternidad, su valor no había alcanzado a defenderla contra la mano de hierro del destino, su libertad había caído en holocausto de su generosidad delante de un hombre manchado de delitos, su salud se había consumido, disipándose su hermosura; don Álvaro había salido del sepulcro sólo para morir de nuevo y para siempre a los ojos de su esperanza, y por último, en vez de aquellas arboledas frondosas, de tantos trinos de pajarillos y de las auras suaves de mayo, los vientos del invierno silbaban tristemente entre los desnudos ramos de los árboles, los arroyos estaban aprisionados con cadenas de hielo y sólo algunas aves acuáticas pasaban silenciosas sobre sus cabezas o graznando ásperamente a descomunal altura. ¡Dolorosa consonancia de una naturaleza amortecida y yerta con un corazón desnudo de alegría y vacío del perfume de la esperanza!

La cabalgata se componía de las mismas personas que la otra vez, pero ya fuese que la disposición de ánimo de los señores se pegase a los criados, ya que lo pantanoso del camino y lo frío y destemplado de la estación les hiciese atender a sus cabalgaduras y les quitase todo deseo de hablar, el resultado fue que durante el viaje apenas se les oyó una palabra. El mismo Mendo, cuyos instintos torpes y groseros solían alejarle de ciertas emociones, propias tan sólo de organizaciones más delicadas, parecía mustio y apesadumbrado en aquella ocasión. Sin duda, el pobre palafrenero iba cayendo en la cuenta de que por muy conde y muy señor que fuese el de Lemus, no llegaba a juntar otras cosas que no hacen menos falta, como la hombría de bien y la bondad del carácter. Acostumbrado a ver en sus amos entrambas cualidades y aún muchas más, el cuitado Mendo las creía anejas a toda nobleza y poderío, y ahora, desengañado ya en fuerza de reflexiones y evidencias, se le oyó exclamar más de una vez desde la aventura del soto, provocada por su imprudencia. «¡Qué demonio de hombre!..., ¡tan señor y tan pícaro! ¡Quién lo hubiera creído con tanto oro y unos vestidos tan ricos!... ¡Vaya una grandeza bien empleada!... ¡Y yo, necio de mí, que lo prefería al valeroso don Álvaro! ¡Vamos, vamos! ¡No me lo pida Dios en cuenta, que no hará sin duda, porque está visto que soy un podenco y sólo sirvo para tratar con caballos!...» Con semejantes desahogos probaba el buen caballerizo, si no su agudeza, por lo menos su buen corazón y sin duda todos ellos sonaban entre sus dientes cuando tan mohíno caminaba para Villabuena. En cuanto a Nuño y Martina, sobrado enterados estaban de los incidentes de aquel terrible drama para no tomarse en él un vivísimo interés.

Al cabo de dos o tres horas de caminar, llegaron por fin al monasterio, donde las religiosas, ya prevenidas, estaban esperando en comunidad a una tan principal señora, que, por otra parte, para todas había sido una hermana en su poco distante hospedaje en aquella santa casa. Todo estaba en el mismo orden y animado por el mismo espíritu de pureza y de modestia: igual expresión en los semblantes, igual tranquilidad en las miradas, igual serenidad y compostura en los modales; sólo en doña Beatriz había mudanza. Las monjas, que habían esperado encontrarla restituida a su primera robustez y lozanía, de todo punto recobrada de los pasados males y llena de contento con su ilustre esposo, se pasmaron de ver su extenuación, sus miradas a un tiempo lánguidas y penetrantes, la flacura de su cuerpo y al escuchar sobre todo el metal de su voz en que vibraba un no sé qué de profundo y melancólico que las penetraba como de angustia. Ajenas la mayor parte de aquellas cándidas mujeres a las tempestades del corazón y a las amargas experiencias del mundo, se perdían en conjeturas sobre las causas de aquel súbito y lastimoso cambio en una persona a quien la suerte había mirado desde el nacer con ojos en su entender benignos. Como doña Beatriz no había exhalado una queja durante su reclusión en el monasterio, creían que su amor a la soledad y sus frecuentes distracciones provenían de la natural tendencia de su carácter y de su sensibilidad delicada, pero no de su alma profundamente ulcerada. Sólo la abadesa, algo más versada en los dolores del corazón y en los desengaños de la vida, conoció el estado de aquella criatura que tan de cerca le tocaba. El encuentro de tía y sobrina fue triste y aflictivo, como era de suponer, pues con él se renovó la memoria de la reciente pérdida de doña Blanca; pero doña Beatriz virtió, sin embargo, pocas lágrimas. Aquel noble carácter cada día se reconcentraba un poco más, semejante a las flores que al aproximarse la noche cierran su cáliz y recogen sus hojas. Eran, además, sus males de los que sólo la mano de la religión puede sanar, y con aquella noble altivez y pudor que sienten siempre las almas elevadas, procuraba retirarlos de los ojos del vulgo y presentarlos solamente a la vista del dispensador del bien. Comoquiera, este sosiego aparente acababa de devanar el seso de las pobres monjas que no acertaban a componer con él las visibles huellas del pesar que en su semblante se descubrían.

Doña Beatriz se aposentó en su antigua celda desechando otra mejor y más desahogada que le tenían dispuesta, dando por razón el apego que con la costumbre había cobrado a su primer vivienda. Las hermanas lo atribuyeron a modestia y humildad cristianas, en lo cual tenían alguna razón, porque siempre fueron prendas que resaltaron en ella, pero la verdadera causa de su indiferencia y fácil contentamiento era otra. ¿Qué podían importarle vanas atenciones, ni respetos, cuando sus pensamientos pertenecían a otro mundo y sólo para descansar alguna vez de su incesante vuelo se posaban por instantes en la tierra?...

Don Alonso partió de Villabuena en la misma tarde a cumplir, como bien nacido, los mandatos de su rey y a dar calor a los preparativos de guerra que por todas partes se hacían. La presencia de aquellos lugares se le hacía cada vez más penosa y por eso se apresuró a dejarlos. Encomendó, pues, su hija al cuidado de la abadesa con particular encarecimiento, y se encaminó a las montañas del Burbia a levantar gente y ordenar su mesnada. La suerte le destinaba a pelear con el que, por un influjo más benigno, destinaba en otro tiempo para su yerno, y no era esta la menor de sus pesadumbres, pues sobrado conocía la ansiedad que produciría en el ánimo de doña Beatriz aquella lucha fatal entre su padre y el hombre que, aunque perdido para ella, no se borraba de su memoria. Sus sentimientos personales, además, habían sufrido grande alteración, y el árbol de su ambición comenzaba a dar tan amargos y desabridos frutos, que a costa de su vida hubiera querido arrancarlo; pero sus raíces se habían ahondado en el corazón de su hija y sólo arrancándolo con ellas pudiera lograr su objeto. La obligación de juntarse con el conde y concertar con él todo lo perteneciente a la guerra era muy penosa para su pundonoroso carácter, una vez descorrido el velo que tanta ruindad y perversidad había encubierto, de manera que su camino por donde quiera estaba sembrado de abrojos y sinsabores.

El abad de Carracedo, que desde las bodas de doña Beatriz y la muerte de su madre se había extrañado de Arganza por entero, movido entonces del amor a la paz, y deseoso de atajar el torrente de males que de nuevo amargaban a la trabajada Castilla y sobre todo al Bierzo, medió entonces con eficacia entre el conde de Lemus, el señor de Arganza y el maestre don Rodrigo. Aunque su carácter era duro y austero en demasía y su rencor contra el Temple bastante vivo, fundábase éste en su deferencia ciega a la Sede romana, y no estaba aquél, como vimos ya en otra ocasión, sordo a los sentimientos afectuosos y puros. Ahora que las mayores catástrofes y miserias estaban pendientes sobre aquella orden, que como la suya se había cobijado al nacer bajo el manto de San Bernardo, su caridad se despertó vivamente y su antigua amistad con el maestre recobró sus derechos. Todo su celo y diligencia hubieron de naufragar, sin embargo, porque la corona estaba decidida a borrar aquella caballería de la tierra de España, y los templarios, por su parte prontos a presentarse en juicio y sumisos a la autoridad del Papa, se negaban justamente a despojarse de sus medios naturales de defensa, recelosos, y con harto fundamento, de que se renovasen en ellos las desaforadas crueldades de Francia. Así pues, viendo frustrarse una tras de otra todas sus tentativas, hubo de juntar su corta hueste a la del señor de Arganza y obedecer como sacerdote católico y fiel vasallo las órdenes del rey y del Papa.

Los aprestos bélicos siguieron, por lo tanto, con la mayor actividad por parte de las tropas de Castilla, pues los templarios, de antemano prevenidos y aprovechándose de las enormes ventajas que sus riquezas, su subordinación y disciplina les daban sobre sus contrarios, no hicieron más sino estarse a la defensiva, según lo tenían determinado, y aguardar el trance del combate. Los peligros de semejante empresa se ocultaban a su orgulloso y altivo valor, y cansados de la paz con los moros a que los habían obligado las alianzas de Castilla con los reyes de Granada y sus discordias intestinas, codiciaban nuevos laureles ganados en defensa de su honor y de su existencia. Don Rodrigo mismo, a pesar de sus tristes previsiones y de sus años, parecía animado de un ardor juvenil cuando se vio cerca de dar su vida por el honor de su orden; bien como un caballo envejecido en las batallas relincha y se estremece, a pesar de su debilidad, al oír la trompeta guerrera.

Cualquiera que fuese el entusiasmo con que por ambas partes pudiera emprenderse esta lucha, había en cada bando un hombre que saludaba su sangrienta aurora con particular júbilo y esperanza. Estos dos hombres eran el conde de Lemus y el señor de Bembibre. Los pesares del corazón y los desengaños de la vida en el uno, la ambición y codicia desapoderada en el otro, y en entrambos el odio y el valor, les mostraban los trances venideros bajo los colores de sus deseos. Don Álvaro, para mayor humillación del conde, se había negado a hacer campo con él por la desigualdad que con su ruin comportamiento había introducido entre los dos; pero en aquella ocasión, desnudo ya de voluntad propia, como lo estaba de sus antiguos derechos de señor independiente, podía completar su venganza y lavar con sangre su ofensa. El conde, de cuya memoria no se apartaba aquel ultraje y a quien su proceder no podía menos de avergonzar, anhelaba ardientemente cerrar para siempre la boca de aquel testigo inexorable y terrible, y desagraviar con su muerte su orgullo ofendido. Así pues, ambos aguardaban la ocasión de medir sus fuerzas con ansiedad indecible, bien ajenos de la suerte que su sino fatal les preparaba.




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Capítulo XXV

La posición militar de los templarios en el Bierzo, según ya dejamos dicho en otro lugar, no podía ser más aventajada. Por el lado de Castilla nada tenían que temer, porque las encomiendas y fortalezas que allí poseían darían demasiado que hacer a las huestes del rey, y en el país los vasallos de don Álvaro, que por su profesión habían pasado al poder del Temple, eran contrapeso sobrado a las fuerzas del abad de Carracedo y del señor de Arganza. Las suyas propias eran más que bastantes para conservar la posesión de la tierra y cerrar ambas entradas de Galicia con los fuertes de Cornatel y del Valcárcel.

Sin embargo, las gentes que de toda Galicia juntaba el conde de Lemus en Monforte iban componiendo ya una hueste poderosa formada en su mayor parte de montañeses ágiles, robustos y alentados, acostumbrados a los ejercicios de la caza diestrísimos ballesteros en general. El conde era además capitán muy hábil, y aunque odiado en el país, su liberalidad y desprendimiento siempre que la ocasión lo requería, le granjeaban la voluntad de la gente de guerra. Su astucia, además, había sabido aprovecharse de la crédula superstición de los montañeses, pintando a los templarios con los más negros colores, y atizando más y más aquel horror secreto con que miraban las artes diabólicas y maravillosas y los ritos impíos a que suponían entregados a los caballeros de la orden. Con semejantes voces y estímulos no parecía sino que iban a emprender una cruzada contra infieles, según el tropel de soldados que corrían a ponerse debajo de sus banderas, deseosos algunos de servir al rey, codiciosos otros de botín y ganancias, y todos aguijados del deseo de poner pronto fin a un mal que tan grande les pintaban. Juntó, por fin, un tercio y comenzaron a moverse por la encañada del Sil, como una nube amenazadora que iba a descargar sobre Cornatel, acaudillados por el conde en persona.

Este era el peligro de más bulto a que había que acudir; así el comendador Saldaña, que para servir de padrino a don Álvaro se había quedado durante algunos días en Ponferrada, volvió prontamente a su antigua alcaidía. Don Álvaro solicitó licencia de su tío para acompañarle y la consiguió al punto, con lo cual nada quedó que desear al anciano caballero, más poseído que nunca de sus extraños pensamientos de gloria y de conquista. La idea de ser el primero en pelear por el honor de su cuerpo y tener por contrario el enemigo más encarnizado que contaba en Castilla, le envanecía y alegraba extraordinariamente, porque si en los motivos se diferenciaba algo, no era menor ni menos profundo que el de don Álvaro el rencor que abrigaba contra el conde. La afición que había cobrado a su ahijado, violenta como todos sus afectos, había avivado esta hoguera con todos los pesares que la perfidia del rico-hombre gallego había derramado sobre aquel alma generosa y llena de bondad, y el deseo de llenarla con las emociones de la gloria y de asentar su fama sobre la ruina del enemigo comunicaba energía nueva a todos sus movimientos y disposiciones, y al parecer le quitaba de delante de los ojos las hondas heridas que su causa recibía en lo restante de Europa. Pronto se sintió su presencia en el castillo, pues tanto su brazo como su ingenio infundían por todas partes el valor y la confianza, y sus antiguos compañeros y soldados le acogieron con extraordinaria alegría. Desde aquella enriscada altura extendió su mirada tranquila y satisfecha por los precipicios que la rodeaban, por el lago de Carucedo, entonces crecido con las aguas y corrientes del invierno y por las llanuras del Bierzo que desde allí se descubrían, y tendiendo la mano a don Álvaro y apretándosela fuertemente, le dijo con los ojos alzados al cielo y con acento religioso y recogido: Dominus mihi custos et ego disperdam inimicos meos.

Don Álvaro sólo le respondió apretándole también la mano fuertemente y poniéndola enseguida sobre su corazón con un gesto vehemente y expresivo. El comendador recorrió enseguida el castillo con el mayor cuidado, examinando muy prolijamente sus murallas, y convenciéndose de su buen estado, se recogió a su cámara sosegado y confiado en sus gentes y en sus medios de defensa. Verdaderamente él es tal aun ahora, que sus obras avanzadas han desaparecido y está cegado el foso de todo punto, que no es de extrañar la confianza de su alcaide en aquella época.

Cualquiera que ella fuese, los enemigos tardaron poco en llenar aquellos contornos con el ruido de sus armas. A los dos o tres días los puestos de soldados de la guarnición, que llegaban hasta las Médulas, se fueron retirando sucesivamente y dejaron al conde dueño del campo con sus bandas, no muy veteranas ni disciplinadas, pero en cambio pintorescas y vistosas en sumo grado. Sus lanzas y hombres de armas venían equipados con cierta regularidad, y aun sus caballos traían las defensas de costumbre, pero los peones variaban extraordinariamente. Los gallegos de Valdeorras y de otros valles y pueblos que componen la mayor parte de la provincia de Orense venían armados de cueras de pellejo de buey bien adobadas, y traían además en la cabeza unas monteras que casi por entero la cubrían. Las piernas las traían hasta las rodillas con unos greguescos muy anchos de lienzo blanco y lo demás desnudo menos el pie, que cubría un enorme zueco de becerro y de madera. Las armas en unos eran picas y en los otros unas porras de gran peso y guarnecidas de puntas de hierro, cuyo golpe debía de ser fatal en aquellos brazos robustos y fornidos. Todos ellos se distinguían por su corpulencia, por su fuerza y por la pesadez de sus movimientos.

Los de las montañas de la Cabrera traían todos gorros de pieles de cordero, coleto muy largo de piel de rebezo destazada y de color rojizo, calzones ajustados de paño oscuro y unas pellejas rodeadas a las pantorrillas y sujetas con las ligaduras y correas de la abarca. La traza de estos serranos era viva, ágil y suelta: su cuerpo enjuto, su fisonomía atezada y seca, porque su vida dura de cazadores y pastores les sujetaba a todas las asperezas e inclemencia de su clima; y las armas que usaban eran un gran cuchillo de monte a la cinta y su ballesta, en la cual eran muy certeros y temibles. Pudiérase decir de los unos que componían la infantería de línea de aquel pequeño ejército, y de los otros que eran los flanqueadores y tropas ligeras a quienes por lo fragoso del país debería caber la mayor gloria y peligro de la demanda, que no dejaba de ofrecerlo grave.

Toda esta gente acampó a la falda del antiguo monte Meduleum, tan celebrado por su extraordinaria abundancia de criaderos de oro durante la dominación romana en la Península Ibérica. Esta montaña, horadada y minada por mil partes, ofrece un aspecto peregrino y fantástico por los profundos desgarrones y barrancos de barro encarnado que se han ido formando con el sucesivo hundimiento de las galerías subterráneas y la acción de las aguas invernizas y que la cruzan en direcciones inciertas y tortuosas. Está vestida de castaños bravos y matas de roble, y coronada aquí y allá de picachos rojizos de un tono bastante crudo, que dice muy bien con lo extravagante y caprichoso de sus figuras. Su extraordinaria elevación y los infinitos montones de cantos negruzcos y musgosos que se extienden a su pie, residuo de las inmensas excavaciones romanas, acaba de revestir aquel paisaje de un aire particular de grandeza y extrañeza que causa en el ánimo una emoción misteriosa. De las galerías se conservan enteros muchos trozos que asoman sus botas negras en la mitad de aquellos inaccesibles derrumbaderos y dan a la última pincelada a aquel cuadro en que la magnificencia de la naturaleza y el poder de los siglos campean sobre las ruinas de la codicia humana y sobre la vanidad de sus recuerdos. Al pie de la montaña está fundada la aldea de las Médulas, poco considerable en el día, pero que en la época de que hablamos era mucho más pobre y ruin todavía. Aquí asentó el conde sus reales rodeado del trozo más florido y mejor armado de su gente, y la que no pudo ampararse de las pocas chozas que allí había se repartió por las minas y cuevas para buscar un abrigo contra la intemperie de la estación. La caballería se ladeó hacia la izquierda y se extendió por las orillas del lago de Carucedo que le brindaban abundosos pastos y forrajes. De esta suerte repartidos, púsose el sol turbio y triste de diciembre, y estableciendo sus guardias y precaviéndose como lo pedía la vecindad de un enemigo audaz y temible, aguardaron alrededor de sus hogueras la venida del nuevo día.

Amaneció éste, y al punto los clarines, gaitas y tamboriles saludaron sus primeros resplandores. Los relinchos de los caballos a la orilla del lago, los ecos de los groseros instrumentos, las voces de mando y los romances guerreros de aquellas alegres animadas tropas resonaban con extraordinario ruido entre aquellas breñas y precipicios, y los corzos y jabalíes huían asustados por las laderas con terribles saltos y bufidos. Semejante estruendo y algarabía formaba raro contraste con el reposo y silencio del castillo, cuyos caballeros, inmóviles como estatuas, reflejaban en sus bruñidas armaduras los tempranos rayos del sol. El ronco murmullo que se oyó entre ellos fue el de los salmos y oraciones matutinas que entonaron a media voz, de rodillas, con la cabeza descubierta, las lanzas y espadas inclinadas al suelo, y el rostro vuelto hacia el oriente. Concluido este acto religioso, tornaron a su silencio y recogimiento ordinario, aguardando en actitud briosa la llegada del enemigo, que de momento a momento se acercaba, a juzgar por la distinción y claridad con que se oían sus instrumentos músicos. Don Álvaro pidió licencia para batir y registrar el campo, pero el comendador no se la otorgó, resuelto, a pesar de su ardimiento y cólera, a no romper el primero las hostilidades, conforme a lo acordado entre los templarios españoles, y temeroso, por otra parte, de que don Álvaro, sin escuchar más voz que la de su resentimiento, no se empeñase temerariamente. Otro caballero de más edad salió a la descubierta, y después de reconocer bien al enemigo y haber escaramuzado ligeramente con sus corredores, se volvió a dar cuenta a Saldaña de su expedición.

Mientras tanto las cejas de los montes vecinos se fueron coronando de montañeses que no cesaban en sus rústicas tonadas. Los gallegos se extendieron por la ladera más suave que se extiende hacia Bermés; y la caballería, a quien por la naturaleza del terreno y la clase del ataque no podía caberle gran parte de peligro ni gloria, se estacionó en la reducida llanura que corona la cuesta de Río Ferreiros, ocupando el camino único de Cornatel y cortando toda comunicación con Ponferrada. El conde apareció poco después, seguido de los hidalgos de su casa, montado en un soberbio caballo castaño de guerra, con riendas y arreos de seda azul cuajados de plata, que el fogoso animal salpicaba de espuma a cada movimiento de cabeza. La armadura era del mismo color y adornos con una banda encarnada que la atravesaba, y el casco dorado remataba con hermoso penacho de plumas bancas y tendidas que se movían al leve soplo del viento. Venía, en suma, gallardamente ataviado en medio de su lúcido cortejo, y su hueste entera le saludó con vivas y aclamaciones y con las sonatas más expresivas que melodiosas de sus gaitas y tamboriles. Saludó él también graciosamente con su espada, volviéndose hacia todas partes, y enseguida se puso a reconocer la posición con aquel ojo militar y certero que en muchas guerras le había granjeado fama de diestro y experimentado caudillo. Bajó paso a paso la cuesta de Río Ferreiros, cruzó el riachuelo, entonces hinchado por las lluvias, y presto se convenció de que por aquella parte el castillo era inexpugnable, porque la naturaleza se había empeñado en fortificarle con horrorosos precipicios. Para mayor seguridad, sin embargo, situó un destacamento de caballería en el vecino pueblo de Santalla, con lo cual aseguraba de todo punto el camino de Ponferrada. Subió enseguida de nuevo el recuesto, entonces decidió hacer su embestida por el lado de poniente y mediodía, donde la fortaleza presenta dos frentes regulares, pero defendidos entonces cuidadosamente con una fortísima muralla y un foso muy hondo.

Por respeto a los usos de la guerra, envió antes de comenzar el ataque un pliego a los sitiados comunicándoles las órdenes que tenía del rey e intimándoles la rendición con amenazas y arrogancias empleadas adrede para exacerbarlos y empeorar su causa con la resistencia. Saldaña contestó, según era de esperar, que ninguna autoridad reconocía en el monarca de Castilla, como miembros que eran de una orden religiosa sólo dependiente del Papa; que de las órdenes de Su Santidad sólo obedecían la que les mandaba comparecer en juicio, pero no la que les desposeía de sus bienes y medios de defensa antes de juzgarlos, pues claro estaba que la había arrancado la violencia del rey de Francia y finalmente, que no habiéndose purgado el conde de la ruindad de Tordehumos, cometida en la persona de don Álvaro Yáñez, le advertía que no tratarían con él de igual a igual, y que a cuantos mensajeros enviase los recibiría como a espías de un capitán de bandoleros, y los ahorcaría de la almena más alta. Aunque el conde se esperaba semejante respuesta, los términos de menosprecio y denuesto en que estaba concebida le hicieron rechinar los dientes de ira y le robaron el color de la cara. Lo peor del caso era que su conciencia le repetía punto por punto las injurias del comendador, y que con enemigo tan implacable y fiero no valían desdenes ni altanerías.

Comoquiera, pasado el primer impulso, volvieron sus ordinarias y habituales disposiciones a su natural corriente, y por último, se alegró ferozmente de aquel desafío a muerte, en que la superioridad numérica de sus tropas y el apoyo del rey del pontífice y de toda la cristiandad parecían prometerle que llevaría lo mejor. Había recibido con siniestra alegría la nueva de la profesión de don Álvaro, porque de esta suerte él mismo se prendía en las redes que acabarían por perderle. Así, pues, gozoso de contar como por suyos a dos tan aborrecidos enemigos, se apresuró a trazar aquel mismo día las trincheras y señalar los puestos y cuerpos de guardia con gran tino y habilidad, para apretar aquel baluarte en que tan grandes esperanzas tenía puestas la orden. En realidad, para cercar un castillo por su misma situación aislado, pocas fuerzas eran necesarias; para apoderarse de él era para lo que ocurrían inmensas dificultades.

Los gallegos comenzaron al punto a abrir las trincheras, y los montañeses de Cabrera, bajando de las crestas de la montaña que cae al mediodía del castillo, y amparándose de los matorrales y peñascos, protegían sus trabajos con una nube de flechas dirigidas con gran puntería. Acaudillábalos un hidalgo de aquel país, llamado Cosme Andrade, arquero y ballestero muy afamado, y la distribución y colocación que les dio fue muy atinada, pues apenas asomaba un sitiado le alcanzaba al punto una flecha. De ellos, algunos peor armados, cayeron pasados en claro y otros malheridos, pero los caballeros, con sus armaduras damasquinas, de finísima forja, nada tenían que temer de aquellas armas lanzadas a cierta distancia, y sobre todo mal templadas para atravesar sus petos y espaldares. En cambio, los ballesteros del castillo, cuando alguno de los enemigos se descubría, al punto lo convertían en blanco, y como no siempre los matorrales y retamas los escondían del todo, y por otra parte sus enormes coletos de destazado no los reguardaban bien, venía a resultar, como era natural, que recibían más daño. De todas maneras sus disparos incomodaban extraordinariamente a los del castillo, y a su sombra seguían las obras del cerco.

Todo aquel día corrió de este modo, sin que los caballeros hiciesen salidas ni ningún género de demostración hostil, y entrambos bandos pasaron la noche en sus respectivos puestos. Cornatel, envuelto en el silencio y las tinieblas, formaba vivo contraste con el campo del de Lemus, resplandeciente, con un sinnúmero de hogueras en que asaban cuartos de vaca y trozos de venado como en los tiempos de Homero, y poblado de un murmullo semejante al de una inmensa colmena. El conde descansó poco en toda aquella noche y continuamente se le veía pasar de un corro a otro, como animando y prometiendo recompensas a sus gentes. Brillaban sus armas a la luz de las hogueras, y su penacho blanco se revestía de un color rojizo mientras, agitado por un viento recio que se había levantado, flotaba semejante a un fuego fatuo en la cimera de su yelmo. Por lo demás, tantas lumbres encendidas por la ladera del monte arriba y cuyas llamas, ora vivas y resplandecientes, ora turbias y oscuras según la humedad o sequedad del combustible, oscilaban a merced del viento con mil formas caprichosas, llenando el aire con los fantásticos festones del humo que desprendían, formaban un espectáculo sumamente vistoso y sorprendente. La principal ardía delante de la tienda del conde, sobre la cual estaba enarbolada la bandera de los Castros, que también azotaban las ráfagas nocturnas, silbando por entre las rocas y árboles. Una porción de mujeres que habían seguido a sus padres, maridos, amantes o hermanos a aquella expedición, vestidas las unas con una saya blanca, un dengue encarnado al pecho y un pañuelo blanco a la cabeza o con rodados oscuros, dengues y jubones del mismo color y un tocado de pieles negras, según eran de Galicia o de Cabrera, y una gran parte de ellas jóvenes y agraciadas, acababan de completar aquel cuadro bullendo y agitándose por todas partes. A cierta hora, sin embargo, cesó todo movimiento, si no es el de los centinelas que se paseaban cerca del fuego, y un ruido acompasado como de martillazos con que algo se clavaba.

Saldaña, que con su vista de águila había seguido todo aquel día los pasos del enemigo, adivinando sus intenciones como si fuesen las suyas propias, estaba entonces en uno de los más altos torreones del castillo acompañado del señor de Bembibre, no menos ocupado que él en observarlo todo atentamente.

-Don Álvaro -dijo por fin con mal disimulado regocijo-, mañana vienen.

-Ya lo sé -respondió el joven-; oíd cómo clavan o las escalas o el puente de vigas con que piensan suplir el levadizo para atacar la puerta cuando nos hayan ganado la barbacana.

-¡Pobres montañeses! -repuso Saldaña, con una sonrisa y un acento en que se notaba tanto menosprecio como lástima-; piensan que nos van a cazar como a los osos y jabalíes de sus montes, y sin duda despertarán muy tarde de su sueño.

-¿Me perdonaréis si os pregunto lo que pensáis hacer? -le preguntó el mancebo respetuosamente.

-No todo os diré ahora -contestó el comendador-, sólo sí que a vos reservo la parte más honrosa y brillante de la jornada. Antes de romper el día bajaréis con todos los caballos que hay en el castillo por la escalera secreta que ya sabéis y va a dar a la orilla misma de ese riachuelo, y siguiendo su orilla tomaréis la vuelta a la caballería del conde que creyéndonos de todo punto aislados, sin duda estará desprevenida y la desbarataréis; pero para esto preciso será que aguardéis emboscado en el monte hasta que la campana del castillo os dé la señal tañendo a rebato.

-Pero, señor -repuso don Álvaro-, ¿y podrán bajar los caballos por aquella escalera de piedra tan larga y pendiente?

-Todo está previsto -respondió el anciano-, la escalera está llena de tierra para que no resbalen. Además, ya sabéis que los caballos del Temple son de las mejores castas de la Siria y de Andalucía, aquí y en toda Europa, y nuestros esclavos infieles los enseñan y acostumbran a todo.

-¿Y habéis tenido en cuenta -insistió don Álvaro- el cuerpo avanzado que tienen en Santalla?

-Eso es lo que los pierde cabalmente -replicó el comendador-; porque como sólo atienden al camino de Ponferrada, podéis pasar por medio de entrambos y cogerlos de improviso. ¡Ah!, don Álvaro -añadió tristemente-, yo he peleado con los árabes y mamelucos, ¿y queréis que no se me alcance algo de estratagemas y ardides?

-Sí, sí, ya veo que todo lo tenéis previsto; pero ¿Y querrán los caballeros más antiguos que yo pelear bajo mi mando?

-Todos os estiman y respetan por vuestra alcurnia, carácter y valor -contestó Saldaña-, y todos os obedecerán gustosos; pero ¿qué tenéis, que no habéis hecho sino ponerme reparos y dificultades en lugar de agradecerme la preferencia que os doy?

Don Álvaro permaneció callado y como indeciso unos breves instantes, al cabo de los cuales volvió a preguntar a Saldaña:

-¿Y pensáis que el conde esté mañana con sus lanzas?

-No, por cierto -contestó él-, porque ya sabéis que nuestro enemigo no abandona los sitios del riesgo. Nuestro odio mismo nos obliga a hacerle justicia.

-Pues entonces -repuso don Álvaro-, más os agradeciera que me dejarais en la barbacana del castillo.

Saldaña levantó entonces la cabeza y le dirigió una terrible mirada que don Álvaro no vio por la oscuridad de la noche, pero su ademán le hizo bajar los ojos.

-Don Álvaro -le dijo el anciano con severidad-, hace muchos años que a ningún mortal se ha acercado mi corazón tanto como a vos; por lo mismo, no os advertiré que vuestro único deber es la obediencia; pero no dejaré de deciros que el desprendimiento personal es lo que más ensalza al hombre. Para esta empresa os necesito, id y cumplidla, y prescindid por hoy de vuestro odio por más legítimo que sea, y esperad a mañana, que tal vez la suerte lo ponga en vuestras manos. De todos modos, si me lo entrega a mi albedrío, tal vez le irá peor.

Don Álvaro, un tanto avergonzado de haber querido anteponer el interés de su venganza a la gloria de aquella milicia que con tanto amor le había recibido en sus filas, dio sus disculpas al comendador, que las recibió con su señalada benevolencia y se dispuso a su empresa que no dejaba de ofrecer riesgos. El comendador se separó de él para dar las últimas órdenes y acabar los preparativos, ya de antemano dispuestos, con que pensaba recibir a los sitiadores en el asalto del día siguiente.




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Capítulo XXVI

Buen rato antes de que asomase por entre las nieblas del oriente la aurora pálida y descolorida de aquel día en que debían suceder tantos casos lastimosos, don Álvaro, seguido de una gran tropa de caballeros, bajó por aquella escalera que sola otra vez y con tan distintas esperanzas había pisado. Los caballos llegaron también sin trabajo a la orilla del torrente, que entonces corría con tremendo estrépito, muy a propósito para ocultar su marcha. Emprendiéndola callados y atentos al inminente riesgo que les cercaba, porque caminaban por una ladera gredosa y escurridiza y por una senda estrecha y tortuosa al borde mismo de los enormes barrancos que excava aquel regato poco antes de entrar en el Sil. Desfilaban uno por uno con gran peligro de ir a parar al fondo al menor resbalón y con otro no menor de ser descubiertos en tan apretado trance por el relincho de un caballo; pero estos generosos animales, como si conociesen la importancia de la ocasión, no sólo anduvieron el difícil camino sin dar un paso en falso, sino que apenas soltaban tal cual corto resoplido. Por fin salieron de aquellas angosturas, y antes de que amaneciese ya estaban emboscados en el monte de acebuches que linda con el pueblo de San Juan de Paluezas, y llegaba muy cerca del campamento de la caballería del conde de Lemus. Allí, cuidadosamente escondidos, aguardaron la convenida señal.

Poco tardaron en colorearse débilmente los húmedos celajes del oriente, y los clarines, gaitas y tamboriles de los sitiadores despertaron a los que todavía dormían al amor de la lumbre. Levantáronse todos ellos alborozados y, dando terribles gritos, se formaron al punto bajo sus enseñas. El conde Lemus salió de su tienda y en un caballo blanco, donde el terreno lo permitía, y a pie en los riscos más difíciles, corrió las filas y pelotones haciendo distribuirles dinero, raciones y aguardiente, y alentándoles con su natural y astuta elocuencia contra aquellos idólatras impíos que adoraban un gato y que, dejados de la mano de Dios, poco tardarían en caer bajo las suyas. Semejantes razones subyugaban y exaltaban a aquellas gentes crédulas y sencillas, y doblaban su brío; así es que el clamoreo y alharaca ensordecía y atronaba el aire. Los templarios, por su parte, después de haber hecho su acostumbrada oración, conservaron su natural gravedad, y el comendador, que pensaba haberles arengado, después de haber observado el denuedo de sus miradas y semblantes, conoció la inutilidad de exhortar a unas gentes en cuyos pechos ardía la llama del valor como en su propio altar y se contentó con repetirles, con aquel majestuoso ademán que tan bien cuadraba, el versículo que días antes había dicho a don Álvaro al tomar por segunda vez el mando del castillo: Dominus mihi custos, et ego disperdam inimicos meos. Los caballeros, aspirantes y hombres de armas lo repitieron en voz baja y cada uno quedó en su sitio sin hablar más palabra.

Los momentos que siguieron fueron de aquellos zozobrosos llenos de ansiedad que preceden generalmente a todos los combates, y en que el temor, la esperanza, el deseo de gloria, los recuerdos y lazos en otras partes pueden atar el corazón, un tropel, en fin, de encontradas sensaciones batallan en el interior de cada uno. Por fin, las trompetas de los sitiadores dieron la última señal, a la cual los añafiles y clarines de los templarios respondieron con agudas resonantes notas como de reto, y los cuerpos destinados al asalto se pusieron en movimiento rápidamente, precedidos de un cordón de ballesteros que despedían una nube de saetas, y sostenidos por otros muchos que desde las quiebras y malezas los ayudaban poderosamente. Encamináronse, como era natural, contra la barbacana del castillo, sólo dividida de éste por el foso y enlazada con él por el puente levadizo, asestando sus tiros contra los caballeros que la defendían y que, por su parte, recibieron a los sitiadores con descargas en que maltrataron e hirieron a muchos. Sin embargo, su defensa fue menos tenaz de lo que el conde aguardaba, así es que dieron lugar a los mas atrevidos a acercarse a la puerta, sobre la cual empezaron a descargar al punto redoblados hachazos. Los caballeros, viendo sin duda lo poco que podían resistir aquellas débiles tablas a semejante empuje y sacudidas, atravesaron enseguida el puente levadizo que se alzo al punto, justamente cuando, forzada la puerta, cabreireses y gallegos se precipitaban en tropel en la barbacana. Pasmado todos, y el de Lemus en especial, de tan floja defensa, creyeron que la hora del Temple había llegado, cuando así se amortiguaba de repente la estrella rutilante de su valor. Comenzaron, pues, a denostarlos con injuriosas palabras, a las cuales no respondían sino disparando de cuando en cuando alguna flecha o piedra, amparándose, sin embargo, cuidadosamente en las almenas. La caballería, que desde su puesto veía el triunfo de los suyos y tremolar la bandera del conde en la barbacana, prorrumpió en una estrepitosa y alegre gritería vitoreando y agitando sus lanzas desde abajo. Estaban pie a tierra y con los caballos del diestro descansando enteramente en la avanzada apostada en el camino de Ponferrada, y tenían puestos los ojos y el alma en el drama que más arriba se representaba, y del cual, con gran enojo suyo, sólo venían a ser fríos espectadores.

Los de la barbacana trajeron al instante el puente de vigas que habían estado clavando y aderezando a prevención en la noche anterior, y que no habían conducido, desde luego, contando con que el primer ataque sería más largo y reñido. Desmentido con gran gusto suyo este pronóstico, asomaron inmediatamente con su informe pero sólida armazón por la puerta interior de la barbacana para echarlo sobre el foso. Los sitiadores entonces parecieron reanimarse y se presentaron en la plataforma que dominaba la puerta arrojando piedras y venablos, pero la granizada de flechas de los montañeses los hizo retirar al punto. La afluencia de estos desgraciados era tal que la barbacana estaba atestada de gentes a cual más deseosas de abalanzarse a la puerta del castillo, y echándola al suelo, entrar a saco a degüello aquellos cobardes guerreros. Por fin, con harto trabajo se asentó el puente y un sinnúmero de montañeses y valdeorranos se agolparon a herir con sus hachas las herradas puertas del castillo.

No bien habían descargado los primeros golpes, cuando un grito de horror resonó entre aquellos infelices, de los cuales una gran parte cayeron en el foso y otros en el mismo puente lanzando espantosos aullidos y revolcándose desesperadamente. Los que les seguían, empujados por la inmensa muchedumbre de atrás, aunque horrorizados porque apenas sabían a qué atribuir aquel repentino accidente, corrieron también contra la puerta. Entonces se vio claro lo que tales gritos arrancaba y tan grandes estragos hacía. Aquellos desdichados mal armados morían abrasados bajo una lluvia de plomo derretido, aceite y pez hirviendo que venía de la plataforma y de la cual salían también muchísimas flechas rodeadas de estopas alquitranadas y encendidas que no podían desprenderse ni arrancarse sin quemarse las manos. Algunos quisieron retroceder, pero el extraordinario empuje que venía de afuera no sólo se lo estorbaba, sino que vomitaba sin cesar sobre el puente nuevas víctimas. Los que estaban debajo de la arcada de la puerta, conociendo su peligro y creyéndose a cubierto por algunos instantes, menudeaban los golpes deseosos de terminar aquella horrenda escena, pero cuando más descuidados estaban, por unos agujeros, sin duda practicados de intento en las piedras, comenzó a llover sobre ellos aquel rocío infernal, y al querer retirarse, las piedras que caían por los matacaspas acabaron de estropearlos. Entonces comenzó a sonar a rebato la campana del castillo como si doblase por los que morían en los fosos y al pie de sus murallas, los muros y la plataforma se coronaron de caballeros que, cubiertos de acero de pies a cabeza y con el manto blanco a las espaldas y la cruz encarnada al lado, se mostraron como otras tantas visiones del otro mundo a los ojos de aquella espantada muchedumbre. Unos cuantos esclavos negros, que desde la plataforma derramaban y esparcían aquel fuego voraz, asomaron entonces sus aplastados semblantes de azabache animados por una diabólica sonrisa, y aquellas acobardadas gentes, creyendo que el infierno todo peleaba en su daño, comenzaron a arrojar sus armas consternados y tomando la huida.

El conde que, embarazado con tanto ahogo y apretura, se había visto embarazado en la barbacana, pudo desprenderse en aquel momento crítico, y arrojándose al puente para reanimar a los fugitivos y pasando por encima de los muertos y heridos sin hacer caso de las lluvias, piedras y aceite hirviendo que caían sobre su impenetrable armadura, llegó hasta la puerta con un cercano deudo suyo muy bien armado. Asieron allí las hachas de manos de dos muertos y comenzaron a descargar tan recios golpes que de arriba abajo se estremecía el portón a pesar de sus chapas de hierro. Entonces una enorme bola de granito, bajando por uno de los matacaspas, cayó a plomo sobre la cabeza de su pariente que al punto vino al suelo muerto, con el cuello y el cráneo rotos, viendo lo cual otros hidalgos de su casa, que se habían quedado a la puerta de la barbacana, atravesaron el puente desalados, y a viva fuerza arrancaron de allí a su jefe.

La caballería entretanto, como hemos dicho, seguía con envidiosos ojos la pelea de sus compañeros, cuando oyó tocar a rebato la campana del castillo. Entonces creyeron que ya era el conde dueño de él, y con loca presunción comenzaban a darse el parabién de tan feliz jornada, cuando de repente les estremeció sus espaldas una trompeta que sonó en sus oídos como la del último día, volviendo los asombrados ojos vieron el corto pero lucido escuadrón de don Álvaro, que lanza en ristre y a todo escape les acometía. Muchos caballos espantados, no menos que sus jinetes, rompieron la brida y dieron a correr por las cuestas dejando a pie a sus dueños que fueron los primeros que cayeron al hierro de las lanzas enemigas. Los restantes que pudieron ocupar las sillas en medio del tumulto, arremolinados y envueltos en sí propios, sólo hicieron una cortísima resistencia, durante la cual mordieron muchos, sin embargo, la tierra, y al punto se dispersaron bajando algunos a reunirse con el destacamento que tenían en el camino de Ponferrada, corriendo otros por la ladera del monte a reunirse con las bandas de peones, y echando los demás con desbocada carrera por el camino de las Médulas. Don Álvaro entonces, deseoso de dar alcance a los que iban a incorporarse con el grueso de la hueste del conde, picó en pos de ellos por la ladera, con el firme intento no sólo de ahuyentarlos, sino de coger a los enemigos por la espalda.

Saldaña, bien informado del éxito de esta arriesgada empresa, bajó entonces seguido de sus más escogidos caballeros, echando el puente levadizo, porque el otro estaba ya medio consumido por el fuego, embistió denodadamente la barbacana con un hacha de armas en las manos, cada golpe de la cual cortaba un hilo en aquella gente todavía apiñada y comprimida. En medio de aquel tumulto y matanza acertó a ver al conde que forcejeaba con sus hidalgos y deudos para volver al Puente.

-¡Conde traidor! -le gritó el comendador-, ¿cómo tan lejos del peligro?

-Allá voy, hechicero infernal, ligado con Satanás -le respondió él con la boca llena de espuma y rechinando los dientes; y dando un furioso empellón se fue para el templario determinado y ciego.

Llegó a él y con el mayor coraje le tiró una soberbia estocada que el comendador supo esquivar; y alzando el hacha con ambas manos iba a descargarla sobre él cuando uno de sus deudos se interpuso. Bajó el arma como un rayo y dividiendo el escudo cual si fuera de cera y hendiendo el capacete, se entró en el cráneo de aquel malhadado mozo que cayó al suelo con un profundísimo gemido. Trabóse entonces una reñidísima contienda, porque cuando los del conde vieron que se las habían con hombres como ellos y no con vestiglos ni espíritus infernales cobraron ánimo, pero peor armados y menos diestros que sus enemigos, naturalmente llevaban lo peor. En esto un jinete con el caballo blanco de espuma y sin aliento se presentó a la puerta de la barbacana y dijo con alta voz:

-¡Conde de Lemus!, vuestra caballería ha sido desbaratada por un escuadrón de estos perros templarios, que no tardará seis minutos en llegar.

-¿Hay más desventuras, cielos despiadados? -exclamó él, levantando al cielo su espada que apretaba convulsivamente.

-Sí, todavía hay más -le dijo Saldaña con voz de truene-, porque ese que con un puñado de caballeros ha destrozado tus numerosas lanzas, ¡ese es el señor de Bembibre, tu enemigo!

Lanzó el conde un rugido como un tigre, y de nuevo quiso embestir al comendador; pero los suyos se lo impidieron arrancándole de aquel sitio, porque los gritos y galope de los caballeros que iban al mando de don Álvaro se oían ya muy cerca. Saldaña no juzgó prudente acometer fuera de su castillo con la poca gente que lo guarnecía y a un enemigo todavía respetable por su número, y que acababa de dar tan repetidas muestras de valor. Los caballeros que le acompañaban habían cerrado la puerta con sus cuerpos, y dejado acorralados un gran número de montañeses que, aunque no acometían, no parecían dispuestos a rendirse sin pelear de nuevo.

-Y vosotros, infelices -les dijo el comendador-, ¿qué suerte creéis que va a ser la vuestra después de acometernos tan sin razón?

-Nos sacrificaréis a vuestro ídolo -Contestó uno que parecía el capitán-, y le pondréis nuestras pieles, que es lo que dicen que hacéis, pero aún os ha de costar caro. En cuanto a venir a haceros guerra, el rey y el conde de Lemus, nuestros naturales señores, lo han dispuesto, y como es servicio a que estamos obligados, por eso hemos venido.

-¿Y quién eres tú que con ese desenfado me hablas, cuando tan cerca tienes tu última hora? ¿Cuál es tu nombre?

-Cosme Andrade -replicó él con firmeza.

-¡Ah!, ¿conque eres tú, el arquero celebrado en toda Cabrera?

-Más celebrado hubiera sido hoy -respondió él-, porque a no ser por el maleficio de vuestra armadura, os hubiera atravesado lo menos cinco veces.

-¿Y qué hubieras hecho conmigo si hubiese caído en tus manos?

-Yo no era el que mandaba, y de consiguiente nada os hubiera hecho por mí; pero si el conde os hubiera quemado vivo, como dice que han hecho allá muy lejos con los vuestros, yo hubiera atizado el fuego.

-¿Quiere decir que no te agraviarás si te mando ahorcar, porque aún es tratarte mucho mejor?

-De manera, señor -respondió el montañés-, que a nadie le gusta morir cuando como yo puede matar todavía muchos osos y, rebezos y venados; pero cuando vine a la guerra, me eché la cuenta de que con semejante oficio no es fácil morir en la cama con el cura al lado y asistido por su mujer. Así pues, señor caballero, haced lo que gustéis de nosotros, pero no extrañéis que nos defendamos, porque eso lo hacen todos los animales cuando los acosan.

-No es necesario -contestó Saldaña-, porque tu valor os libra a todos del cautiverio y del castigo. Caballero Carvajal -dijo a uno de los suyos-, que se den cien doblas al valeroso Andrade para que aprenda a tratar a sus enemigos, y acompañadle vos hasta encontrar con don Álvaro, no sea que le suceda algún trabajo.

El montañés se quitó su gorro de pieles que había tenido encasquetado hasta entonces, y dijo:

-Agradezco el dinero y la vida, porque me los daréis, a lo que se me alcanza, sin perjuicio de la fidelidad que debo a mi rey, y al conde mi señor -el comendador le hizo una señal afirmativa con la cabeza-. Pues entonces -añadió el montañés-, Dios os lo pague, y si algún día vos o alguno de los vuestros os veis perseguidos, idos a Cabrera, que allí está Andrade, y al que intente dañaros le quitará el modo de andar.

Con esto se salió muy contento seguido de los suyos, y acompañado del caballero Carvajal y diciendo entre dientes: -No, pues ahora excusa el conde de venir con que son mágicos o no lo son, porque por estrecho pacto que tengan con el diablo, ¡ni el diablo ni él les quitarán de ser caballeros de toda ley! ¡Así quiera Dios darme ocasión de hacer algo por ellos!

La precaución de Saldaña no podía ser más cuerda, pues a los pocos pasos encontraron los caballeros de don Álvaro, que al ver los rojizos coletos de los montañeses, al punto enristraron las lanzas. Carvajal se adelantó entonces, y los dejaron pasar sanos y salvos, sin más pesar que el recuerdo de los compañeros que dejaban sin vida delante de aquel terrible castillo.

Don Álvaro no sólo cumplió el objeto de su salida, sino que antes de volver a Cornatel quemó las empalizadas y chozas de los sitiadores, se apoderó de sus víveres y pertrechos y trajo arrastrando la bandera enemiga. Todo esto pasaba a la vista del conde que, trepando por la agria pendiente de los montes y desesperado de vencer el terror pánico de los suyos, y llevarlos a las obras que había trazado, veía aquel rival aborrecido talarlo y destruirlo todo, mientras él huía en medio de los suyos, qué en aquel momento parecían una manada de corzos acosada por los cazadores.

Así pues, reunió su gente como pudo, y aquella misma noche volvió a las Médulas, de donde dos días antes había salido con tan diferentes pensamientos. Allí escogió una posición fuerte y aventajada en la que se reparó con el mayor cuidado y adonde poco a poco se le fueron allegando los dispersos. Aquella noche se pasó entre las voces de los que se llamaban unos a otros según iban llegando, entre los lamentos de los heridos y los llantos de las mujeres que habían perdido alguna persona querida; los más valientes habían perecido en la refriega, y cuando los respectivos jefes pronunciaban sus nombres, sólo les respondía el silencio o algún amargo gemido. El conde mismo había perdido dos deudos muy cercanos y veía retrasada por lo menos, durante mucho tiempo, una empresa de que tanta honra y mercedes pensaba sacar. Todas estas desdichas exacerbaron su orgullo ofendido, y avivaron su odio a los templarios y en especial a don Álvaro, de manera que todo se propuso intentarlo a fin de vengarse.

Por lo que hace al señor de Bembibre, que tantos laureles había cogido en aquella jornada, fue recibido con tales muestras de estimación y con tanto aplauso, que su entrada en Cornatel fue un verdadero triunfo.




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Capítulo XXVII

Después de la malograda empresa que acabamos de describir, el conde mandó a pedir refuerzos a sus estados de Galicia, firme en su propósito de lavar con la toma de Cornatel la afrenta recibida. Antes de que llegasen, sin embargo, las mesnadas de Arganza y Carracedo cruzaron el Sil al mando de don Alonso Ossorio, y fueron a engrosar sus diezmadas filas, socorro oportunísimo en aquellas circunstancias poco favorables, no sólo por el número y calidad de sus guerreros, sino por el prestigio que el señor de Arganza disfrutaba en el país, y sobre todo por el sello de religión que parecía poner en la demanda la intervención del abad de Carracedo, justamente respetado por sus austeras virtudes. La confianza volvió a renacer con esto en su pequeño ejército, y como a pocos días de Cabrera comenzaron a venir nuevas bandas otra vez florecieron en el conde sus antiguas y risueñas esperanzas.

La entrevista de suegro y yerno fue, como pueden figurarse nuestros lectores, muy ceremoniosa, porque delante de sus respectivos vasallos debían dar el ejemplo de unión y concierto de voluntades, que tanto provecho podría traer a la causa que defendían.

No era la menor de las contrariedades que sufría impaciente don Alonso, la de servir debajo del mando de un hombre que unido a él por los lazos del parentesco más inmediato, distaba infinito de su corazón por las fealdades que le manchaban. El conde, conociendo harto bien la dificultad de purgarse de sus culpas a los ojos de su suegro, y por otra parte viendo bajo sus banderas los vasallos de Arganza, que era uno de los blancos a que se encaminaba desde muy atrás su calculada perfidia, se encastilló en su altanería, y no quiso entrar con su suegro en ningún género de explicaciones. Éste, por su lado, guardó una conducta en todo parecida, y aunque delante de los suyos y en todos los actos públicos le trataba con deferencia y aun con cordialidad, cuando la casualidad les juntaba a solas acostumbraban a hablar únicamente de los asuntos militares propios de la empresa que habían acometido, situación para entrambos penosa, pero sobre todo para don Alonso, cuyo carácter franco y noble, se avenía mal con semejantes falsías y dobleces. Comoquiera, el deseo de ocultar a los ojos del vulgo los pesares y desabrimientos de su familia, le obligaba a devorar en silencio su amargura, por desgracia demasiado tardía, y que hacía más insufrible todavía la comparación que a cada punto se le presentaba de la suerte de su hija, con la que otra elección más acertada pudiera haberle proporcionado.

Algo más tardaron en llegar los refuerzos de Galicia, tanto por la mayor distancia cuanto porque el conde, escarmentado con el pasado suceso y convencido de que Cornatel no era para ganado de una embestida, había hecho traer trabucos y otras máquinas de guerra que embarazaron no poco la marcha de las tropas. Durante este tiempo sobrevinieron graves sucesos que aceleraron el desenlace de aquel drama enmarañado y terrible. Los templarios de Aragón, abandonados de todos sus aliados y en lucha con un trono más afianzado y poderoso que el de Castilla, a duras penas podían resistir, encerrados en Monzón y en algún otro de sus castillos, las armas de toda aquella tierra concitadas en contra suya, y andaban ya en tratos para rendirse. El rey de Portugal, por su parte, a pesar del apego con que miraba aquella noble orden, conociendo la dificultad de calmar la opinión general y temeroso, por otra parte, de los rayos del Vaticano, había cedido en su propósito más generoso que político, y aconsejado a don Rodrigo Yáñez y al lugarteniente de Aragón que, aceptando su mediación y confiándose a la justificación de los concilios provinciales, entregasen desde luego sus castillos y bienes, en obediencia de las bulas pontificias. Tal había sido la opinión del maestre de Castilla en un principio, pero los ultrajes hechos a la orden por una parte, la conmoción difícil de calmar introducida entre sus caballeros por otra, y por último la imprudencia del rey Fernando el Cuarto, en elegir para capitán de aquella facción al enemigo más encarnizado del Temple en el reino de León, le habían retraído de ponerla en planta. De todos modos, ahora la inexorable mano del destino parecía indicarle esta senda, y por lo mismo envió cartas a Saldaña, noticiándole lo que pasaba, y exhortándole a que, atajando la efusión de sangre, entrase en capitulaciones honrosas con el conde. El anciano comendador dio por respuesta que el encono y rencor implacable del de Lemus imposibilitaban todo término justo y decoroso de avenencia, pues sólo soñaba y respiraba venganza del revés que había experimentado delante de sus murallas; que con semejante hombre, ajeno de toda hidalguía, no podía responder de las vidas de sus caballeros; y finalmente, que si el rey traspasaba a otro cualquiera de sus ricos hombres el cargo y autoridad por él ejercida, desde luego entablaría las pláticas necesarias.

De estas noticias las más esenciales se derramaron brevemente por el campo sitiador, y el conde no dejó de aprovecharlas para sus intentos de odio y de venganza. Don Alonso no pudo menos de recordarle cuán ajeno era de la ley de la caballería negar todo acomodo honroso a unas gentes que tan ilustre nombre dejaban, sobre todo cuando tantos daños podían venir a la desventurada Castilla de la prolongación de una lucha fratricida; pero el conde le respondió que sus órdenes eran terminantes y su único papel la obediencia. Separáronse, pues, más desabridos que nunca, y el señor de Arganza le amenazó con que pondría de manifiesto ante los ojos del rey la preferencia que daba a sus rencillas e intereses particulares sobre el procomún de la tierra y de la corona. El conde, que en el fondo no desconocía la justicia y prudencia de semejantes reclamaciones, temió con razón que la corte accediese a ellas, y como por otra parte sus tropas estaban ya provistas y reforzadas se decidió a dar la última embestida a Cornatel.

Poco tardó en averiguar que los jinetes que habían destrozado su caballería habían salido del castillo y no venido de Ponferrada, como en un principio se figuró. Así pues, procuró conocer la misteriosa puerta que sin duda daba al precipicio, deseoso de herir a un contrario por los mismos filos. Mandó llamar para esto al intrépido Andrade que, gracias a su serenidad y a los hábitos de cazador, podía andar por sitios inaccesibles a la mayor parte de las gentes, y al mismo tiempo poseía gran astucia y sagacidad.

-Cosme -le dijo en cuanto le vio en su presencia-, ¿te parece que podremos entrar en ese infernal castillo por el lado del derrumbadero?

-Por muy difícil lo tengo, señor -respondió el montañés dando vueltas entre las manos a su gorro de pieles-, a menos que no nos den las alas de las perdices y milanos; ¿pero hay más que verlo, señor?

-Sí, pero en eso está el peligro, porque con esa peña que echen a rodar de arriba pueden aplastaros en semejantes angosturas.

-De manera es que no hay atajo sin trabajo -respondió el animado Andrade, y no estaré mucho peor que en aquel maldito puente que parecía el del infierno.

Frunció el conde el ceño con este importuno recuerdo de su derrota, pero conteniéndose como pudo, explicó sus deseos al montañés que, con la agudeza propia de aquellas gentes, los comprendió al momento.

-Así, y con ayuda de Dios -concluyó el caudillo-, presto daremos cuenta de esos ruines hechiceros que sólo con sus malas artes se defienden.

-En eso habéis de perdonar, señor -replicó el sincero montañés-, porque si el diablo los asiste, no se ayudan ellos menos con sus brazos, que a fe que no son de pluma. Y sobre todo, mágicos o no, en sus manos me tuvieron con una porción de los míos, y pudiendo colgarnos al sol para que nos comieran los cuervos, nos dejaron ir en paz y nos regalaron sobre esto.

Y enseguida contó el conde la escena de la poterna y la largueza del comendador. Mordióse el conde los labios de despecho al ver que en todo le vencían y sobrepujaban aquellos soberbios enemigos, y deseoso de borrar su liberalidad, dijo al cazador:

-Doscientas doblas te daré yo, si encuentras modo de que entremos en el castillo.

-Eso haré yo sin las doscientas doblas -respondió Andrade, porque las ciento que me dio Saldaña todas las he repartido entre los heridos y viudas de los pobres que murieron aquel día. A mí, Dios sea bendito, nada me hace falta, mientras tenga mi ballesta y haya osos y jabalíes por Cabrera.

Con esto, y después de recibir las instrucciones del conde, se salió de su tienda, y juntando una docena de los más esforzados de los suyos, bajó por detrás de Villavieja hasta el riachuelo y se acercó a la raíz misma de las asperezas que por allí defienden el castillo. Con sus ojos, acostumbrados a los acechos nocturnos, comenzaron a registrar las matas y peñascos, y entre una quiebra formada por dos de ellos y medio cubierta por los arbustos, tardaron poco en divisar los barrotes de hierro de la reja; pero no bien se habían acercado cuando una flecha salió silbando de la oscuridad e hirió de soslayo a uno de ellos en un brazo. Apartáronse al punto conociendo que era imposible toda sorpresa con hombres tan vigilantes, y que una embestida a viva fuerza por la misma sería tan temeraria como inútil. Comenzaron, por lo tanto, a retirarse, pero al pasar por debajo del ángulo oriental del castillo paróse Andrade y comenzó a mirar atentamente las grietas y matorrales de aquel escarpado declive. Por lo visto hubo de satisfacerle su reconocimiento, pues comenzó a trepar por aquella escabrosidad asiéndose a cualquier arbusto y asentando el pie en la menor prominencia del peñasco, hasta que llegó, con asombro de los mismos suyos, a una especie de plataforma poco distante ya del torreón. Allí se puso a escuchar con gran ahínco por ver si sentía los pasos del centinela, y después de observar cuidadosamente durante otro rato todos los accidentes, formas y proyecciones del terreno, se volvió a bajar del mismo modo que había subido, aunque con mayor trabajo. En cuanto llegó a la margen del arroyo encomendó el silencio a sus compañeros, y apretando el paso poco tardaron en llegar a los barrancos de las Médulas. Dormía el conde a la sazón, pero en cuanto se presentó Andrade a la entrada de la tienda al punto le despertó un paje y no tardó en introducir al montañés. Hízole sentar el conde y después de ofrecerle una copa de vino, que sin ceremonia trasegó a su estómago, le pidió cuenta de su expedición.

-Hemos dado con la puerta -contestó Andrade, pero está defendida y por allí no hay que pensar en meterles el diente.

-Bien debí presumirlo -respondió el conde, pero la impaciencia me ciega y me consume.

-No os dé pena por eso, señor -respondió el montañés-, porque he descubierto otro boquete algo mejor y más seguro.

-¿Y cuál? -preguntó el conde con ansiedad.

-El torreón del lado del naciente -respondió el cazador muy ufano.

El conde miró con ceño y le dijo ásperamente.

-¿Estás loco, Andrade?, ¡ni los corzos y rebezos de tus montañas son capaces de trepar por allí!

-Pero lo somos nosotros -replicó él con un poco de vanidad mal reprimida-, ¿loco eh? en verdad que para vos y los vuestros debe de ser locura llegar por aquel lado a pocas varas de la muralla.

-¿Pues no decías que eran menester las alas de las perdices para eso?

-Es que si entonces dije eso, ahora digo otra cosa, que como decía mi abuela, de sabios es mudar de consejo y, además, no soy yo el río Sil para no poder volverme atrás de mis juicios, cuando van descaminados. Os digo que de allí al castillo no hay más que una mediana escala o unas brazas de cuerda con un garfio a la punta.

-¿Pero crees tú que no tendrán allí escuchas ni centinelas? Cuenta con que dos hombres solos podrían desbaratarnos desde aquel sitio.

-Más de una hora estuve escuchando -repuso el montañés, que ya comenzaba a impacientarse con tantas objeciones- y no oí ni cantar, ni rezar, ni silbar, ni ruido de armas o de pasos.

-¡Ah! -respondió el conde poniéndose en pie con júbilo feroz-, míos son, y de esta vez no se me escaparán. Pídeme lo que más estimes de mi casa y de mis tierras, buen Andrade, que por quien soy, te lo daré al instante.

-No es eso lo que tengo que demandaros, señor -replicó el cabreirés-, sino la vida del comendador en especial y de todos los demás caballeros que prendamos. A mí y a los míos nos conservaron la que nos sustenta, y como sabéis sin duda mejor que yo, el que no es agradecido, no es bien nacido.

Quedóse como turbado el conde con tan extraña petición, pero recobrando sus naturales e iracundas disposiciones, le dijo rechinando los dientes y apretando los puños:

-¡La vida de ese perro de Saldaña! ¡Ni el cielo ni el infierno me lo arrancarían de entre las manos!

-Pues entonces -replicó resueltamente el montañés ya veremos cómo vuestros gallegos, que tienen la misma agilidad que los sapos, se encaraman por aquellos caminos carreteros, porque yo y los míos mañana mismo nos volveremos a nuestros valles.

-Quizá no volváis -respondió el conde con una voz ahogada por la rabia-, porque quizá yo os mande amarrar a un árbol y despedazaros las carnes a azotes hasta que muráis. Vuestra obligación es servirme como vasallos míos que sois.

El montañés le respondió con templanza pero valientemente:

-Durante la temporada del invierno, que es la de nuestras batidas y cacerías, ya sabéis que según costumbre inmemorial y fuero de vuestros mayores, no estamos obligados a serviros. Lo que ahora hacemos es porque no se diga que el peligro nos arredra. En cuanto a eso que decís de atarme a un árbol y mandarme azotar -añadió mirándole de hito en hito-, os libraréis muy bien de hacerlo, porque es castigo de pecheros y yo soy hidalgo como vos, y tengo una ejecutoria más antigua que la vuestra y un arco y un cuchillo de monte con que sostenerla.

El conde, aunque trémulo de despecho, por uno de aquellos esfuerzos propios de la doblez y simulación de su alma, conociendo la necesidad que tenía de Andrade y de los suyos, cambió de tono al cabo de un rato y le dijo amigablemente:

-Andrade, os otorgo la vida de esos hombres que caigan vivos en vuestro poder, pero no extrañéis mi cólera porque me han agraviado mucho.

-Los rendidos nunca agravian -respondió Cosme-; ahora nos tenéis a vuestra devoción hasta morir.

-Anda con Dios -le dijo el conde, y dispón todo lo necesario para pasado mañana al amanecer.

Salió el montañés enseguida y el conde exclamó entonces con irónica sonrisa:

-¡Pobre necio!, ¿y cuando yo los tenga entre mis garras serás tú quien me los arranque de ellas?




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Capítulo XXVIII

De tan inminente peligro estaban amenazados los templarios de Cornatel, porque como no había memoria de que persona humana hubiese puesto la planta sobre el abismo que dominaba el ángulo oriental del castillo, ni parecía empresa asequible a la destreza humana; aquel lado no se guardaba. Lo más que solía hacerse en tiempos de peligro era visitar de cuando en cuando el torreón, más para registrar el campo desde allí que para precaver ningún ataque. Una vez dueños de él los enemigos, como ningún género de obstáculo interior habían de encontrar, claro estaba que la ventaja del número había de ser decisiva. Atacados a un tiempo por el frente y flanco, y desconcertados de aquella manera impensada y súbita, era segura la muerte o la prisión de todos los caballeros. Sólo una rara casualidad hizo abortar aquel plan tan ingenioso como naturalmente concebido.

Saldaña, como experimentado capitán, no se descuidaba en averiguar por todos los medios imaginables cuanto pasaba en el real enemigo, y sus espías, bajo mil estudiados disfraces, sin cesar le estaban trayendo noticias muy preciosas. Aconteció, pues, que una noche se brindó a salir de descubridor nuestro antiguo conocido Millán, y disfrazándose con los atavíos de un montañés, muerto en el castillo de resultas de la pasada refriega, se dirigió por la noche a las Médulas, acompañado de otro criado del Temple, natural del país, que conocía todas las trochas y veredas como los rincones de su casa. La vista que ofrecía el campamento del conde en medio de aquellas profundísimas cárcavas, cuyo color rojizo resaltaba más y más con el trémulo resplandor de las hogueras, era sumamente pintoresca. La mayor parte de los soldados estaban resguardados del frío en las cuevas y restos que quedaban de las antiguas galerías subterráneas; pero los que velaban para impedir todo rebato, encaramados en aquellos últimos mogotes, visibles unas veces e invisibles otras, según las llamas de los fuegos lanzaban reflejos más vivos o apagados, pero siempre inciertos y confusos, parecían danzar como otras tantas sombras fantásticas en aquellas escarpadas eminencias. La forma misma de aquellos picachos, caprichosa y extraña y la oscuridad de los matorrales, imprimían en toda la escena un sello indefinible de vaguedad enigmática y misteriosa.

Para el que conoce todos los ramales de las antiguas minas, fácil cosa es, aun ahora, sustraerse a las más exquisitas indagaciones por entre su revuelto laberinto. Así es que el compañero de Millán le guió por medio de la más tremenda oscuridad hasta un puesto de cabreireses en que se hablaba con mucho calor. Estaban juntos alrededor de una gran hoguera, y uno de ellos, sentado en un tronco, estaba diciendo en voz alta a sus compañeros:

-Pues, amigos, él se ha empeñado en venir, por más que le he dicho que se va a desnucar por aquellos andurriales. Dios nos la depare buena, porque si tras de esto no llegamos a entrar en el castillo, medrados quedamos.

Como el montañés estaba de lado no podía Millán distinguir sus facciones, pero en el metal de la voz conoció al punto al intrépido Andrade, y puso la mayor atención en escuchar aquel coloquio que tanto debía interesarle.

-Lo que es por falta de cuerdas y ganchos no quedará -contestó otro-, porque tenemos un buen manojo, ¿pero el conde quiere ser de los primeros?

-El primero quiere ser -contestó Andrade, pero, Dios mediante, entraremos juntos.

-Al cabo -dijo otro-, yo no sé bien por dónde hemos de subir todavía.

Andrade se lo explicó claramente, mientras que Millán, sin atreverse a respirar, estaba hecho todo oídos.

-¿Y es mañana? -preguntó uno.

-No; mañana nos acercaremos todos al castillo por donde la otra vez, con todos los pertrechos y avíos como si fuéramos a poner cerco de veras, y pasado mañana, mientras del lado de acá levantan gran grita y alharaca, en guisa de asaltar las murallas, nosotros nos colamos por el lado de allí como zorros en un gallinero. Como vosotros sois los destinados a la empresa, lo mismo será que lo sepáis un poco antes o después, pero cuenta con el pico.

Todos se pusieron el dedo en los labios haciendo gestos muy expresivos, y enseguida comenzaron a cenar sendos tasajos de cecina, acompañados de numerosos tragos. Millán entonces, dando gracias al cielo por el descubrimiento que acababa de hacer, salió apresuradamente de su escondite, y se volvió a Cornatel con su compañero. Al salir de la mina echó una ojeada hacia las hondonadas de aquellos extraños valles y advirtió muchas gentes que iban y venían, unos con hachones de paja encendidos y otros cargados con diferentes bultos. Veíanse también cruzar en una misma dirección muchas acémilas, y en todo el real se notaba gran movimiento, con lo cual acabó de persuadirse el buen Millán de la exactitud de las noticias que por tan raro modo había recibido. Volvióse, pues, al castillo con gran priesa y, en cuanto entró, se fue a ver a su amo y a contarle muy menudamente cuanto sabía. Hizo don Álvaro un movimiento tal de alegría al escucharle y de tal manera se barrió repentinamente de su semblante la nube de disgusto que casi siempre lo empañaba, que el escudero no pudo menos de maravillarse. Cogióle entonces del brazo y mirándole de hito en hito, le dijo:

-Millán, ¿quieres hacer lo que yo te mande?

-¿Eso dudáis, señor? -respondió el escudero-, ¿pues a mí qué me toca sino obedecer?

-Pues entonces no digas nada al comendador sino del ataque manifiesto.

-¿Pero y si nos entran como intentan?

-Tú y yo solos bastamos para escarmentarlos. ¿No quieres acompañarme?

-Con el alma y la vida -contestó el ufano escudero-, y ojalá que mi brazo fuese el de Bernardo del Carpio en Roncesvalles.

-Tal como es -le contestó don Álvaro sonriéndose nos será de mucho provecho. Anda y despierta al comendador, y dile todo menos el ataque del torreón.

«¡Ah!, ¡conque él mismo viene a caer bajo mi espada!» -dijo hablando entre sí, no bien salió Millán-. «¡Cielos divinos!, ¡dejadle llegar sano y salvo hasta mí! Dadle si es menester las alas del águila y la ligereza del gamo.»

A la mañana siguiente volvieron los enemigos a ocupar sus antiguas posiciones, y comenzaron los trabajos de sitio que con tanta sangre habían regado no hacía mucho tiempo. En esto pasaron todo el día con grande indiferencia de los templarios que veían todavía lejano el momento decisivo. Al otro día, sin embargo, muy temprano comenzó a sentirse grande agitación en el campo sitiador, y a oírse el tañido de gaitas, trompetas y tamboriles. En todo el Bierzo son las nieblas bastante frecuentes por la proximidad de las montañas y la abundancia de los ríos, y la que aquel día envolvía los precipicios y laderas de Cornatel era densísima. Así pues, hasta que los sitiadores se acercaron a los adarves no pudo distinguir Saldaña el buen orden con que venían adelantándose contra el castillo y que no dejó de inspirarle algunos temores. La misma nube de tiradores que en el anterior asalto poblaba el aire de flechas; pero al mismo tiempo buen número de soldados mejor armados, con una especie de muralla portátil de tablones, revestida de cueros mojados para evitar el fuego de la vez pasada avanzaba lentamente hacia el foso. Detrás de aquel ingenioso resguardo venían, amén de los que lo conducían, otra porción de soldados con azadones y palas; y por encima de él se veían asomar las extremidades de una porción de escalas cargadas en hombros de otros. Saldaña comprendió al punto cuál podía ser el intento de los enemigos, que sin duda, al abrigo de aquella máquina, imaginaban cegar el foso, aplicando las escalas enseguida por varias partes a un tiempo, y prevaliéndose de su número, dar tantas embestidas a la vez que, dividiendo las fuerzas de los sitiados, hiciesen imposible una defensa simultánea y vigorosa. Contra una acometida imaginada con tanta habilidad, sólo un recurso se le ocurrió al anciano comendador, una salida repentina y terrible que pudiese desconcertar a los sitiadores.

-¿Dónde está don Álvaro? -preguntó mirando en derredor suyo.

-En la barbacana me parece haberle visto entrar -respondió el caballero Carvajal.

-Pues entonces id y decidle que tenga toda la gente a punto para salir contra el enemigo, y que la señal se le dará como la otra vez, con la campana del castillo.

Carvajal salió a dar las órdenes del comendador, pero como pueden suponer nuestros lectores, don Álvaro no estaba allí, sino como un águila encaramada en un risco, acechando la llegada de los enemigos, y muy especialmente la del conde.

La extraña configuración del terreno a que desde luego tuvo que sujetarse la fortificación imposibilitada de dominarla, prolonga extraordinariamente el castillo de ocaso a naciente. La niebla que tanto favorecía los pensamientos y propósitos del de Lemus, encubriendo su peligroso asalto, no favorecía menos a don Álvaro, que en aquel ángulo tan apartado desaparecía bajo su velo de las miradas de los suyos. El torreón, edificado en un peñasco saliente, forma una especie de rombo de pocos pies cuadrados, y comunica con el resto de la fortaleza por una estrecha garganta franqueada por dos terribles despeñaderos. En este tan reducido espacio, sin embargo, iba a decidirse la suerte de dos personas igualmente ilustres por su prosapia, sus riquezas y su valor, pero de todo punto diferentes a más no poder por prendas morales y sentimientos caballerescos.

Aunque lo opaco de la niebla robaba a don Álvaro y a su fiel escudero de la vista de sus enemigos, con todo, para mejor asegurar el golpe, ambos se tendieron en el suelo a raíz de las almenas. Reinaba gran calma en la atmósfera y los pesados vapores que la llenaban transmitían fielmente todos los sonidos, de modo que Millán y su amo iban oyendo el ruido de los ganchos de hierro que los enemigos más delanteros iban fijando en las peñas para facilitar la subida de los demás con cuerdas, y las instrucciones que a media voz y con recato les iban dando a medida que trepaban. La voz sonora de Andrade, por mucho cuidado que en apagarla ponía, sobresalía entre todas, y como era el que abría aquella marcha singular y atrevida, por ella calculaba don Álvaro la distancia que todavía los separaba de los enemigos. Por fin la voz se oyó muy cerca, y como enseguida calló y no se percibió más ruido que uno como de gente que después de subir trabajosamente llega a un terreno en que puede ponerse en pie, el señor de Bembibre conjeturó, fundadamente, que el conde y Cosme Andrade con sus montañeses estaban ya en la pequeña explanada que forma la peña misma de la muralla, poco elevada en aquel sitio. El momento decisivo había llegado ya.

Al cabo de breves minutos dos ganchos de hierro atados en el extremo de una escala de cuerda cada uno cayeron dentro de la plataforma en que estaba don Álvaro y se agarraron fuertemente a las almenas.

-¿Está seguro? -preguntó desde abajo una voz que hizo estremecer a don Álvaro.

-Seguro como si fuera la escalera principal de vuestro castillo de Monforte -replicó Andrade-, bien podéis subir sin cuidado.

No bien habían dejado de oírse estas palabras cuando aparecieron sobre las almenas de un lado el determinado Andrade, y por el otro el conde. Millán entonces se levantó del suelo con un rápido salto y dando un empellón al descuidado montañés le derribó de las murallas.

-¡Virgen santísima, váleme! -dijo el infeliz cayendo por el tremendo derrumbadero, mientras los suyos acompañaban su caída con un grito de horror.

Millán, bien prevenido de antemano, desenganchó las cuerdas y las recogió en un abrir y cerrar de ojos. El conde, temeroso de sufrir la misma suerte que Andrade, se apresuró a saltar dentro del torreón, y Millán entonces recogió su escala del mismo modo y con igual presteza. Enseguida comenzó a tirar a plomo sobre los montañeses, poseídos de terror con la caída de su jefe, enormes piedras de que no podían defenderse apiñados en aquel reducido espacio y a raíz misma del muro, visto lo cual todos tomaron la fuga dando espantosos alaridos y despeñándose algunos con la precipitación.

Quedáronse, por lo tanto, solos aquellos dos hombres poseídos de un resentimiento mortal y recíproco. Por uno de aquellos accidentes atmosféricos frecuentes en los terrenos montañosos, una ráfaga terrible de viento que se desgajó de las rocas negruzcas de Ferradillo, comenzó a barrer aceleradamente la niebla, y algunos rayos pálidos del sol empezaron a iluminar la explanada del torreón. Como don Álvaro y su escudero tenían cubiertos los rostros con las viseras, el conde les miraba atentamente, como queriendo descubrir sus facciones.

-Soy yo, conde de Lemus -le dijo don Álvaro sosegadamente descubriéndose.

La ira y el despecho de verse así cogido en su propio lazo colorearon vivamente el semblante del conde, que mirando al señor de Bembibre con ojos encendidos le respondió:

-El corazón me lo decía y me alegro de que no se desmienta su voz. Sois dos contra mí solo y probablemente otros acudirán a vuestra señal; la hazaña es digna de vos.

-¿Nunca acabaréis de medir la distancia que separa la ruindad de la hidalguía? -le contestó don Álvaro con una sonrisa en que el desdén y desprecio eran tales que rayaban en compasión-. Millán, vuélvete allá dentro.

El escudero comenzó a mirar al conde fieramente, y no mostraba gran prisa por obedecer.

-¡Cómo así, villano! -le dijo don Álvaro encendido de cólera-, parte de aquí al punto y cuenta conque te arrancaré la lengua si una sola palabra se te escapa.

El pobre Millán, aunque muy mohíno y volviendo la cabeza hacia atrás, no tuvo más remedio que apartarse de allí. Este nuevo alarde de generosidad que tanto humillaba al conde sólo sirvió para encandecer más y más su altanería y soberbia. Sobrado claro veía que su vida había estado a merced de su caballeroso enemigo al poner el pie en aquel recinto fatal, y por de pronto en bizarría y nobleza ya estaba vencido. Corrido pues, tanto como sañudo, dijo a don Álvaro desenvainando la espada:

-Tiempo es ya de que ventilemos nuestra querella, que sólo con la muerte de uno de los dos podrá acallarse.

-No diréis que os he estorbado el paso -contestó él ahora que no soy sino soldado del Temple y he renunciado a mis derechos de señor independiente, no me abochorna el igualarme con vos en esta singular batalla.

El de Lemus, sin aguardar a más y rugiendo como un león, arremetió a don Álvaro que le recibió con aquella serenidad y reposado valor que viene de un corazón hidalgo y de una conciencia satisfecha. Estaba el conde armado a la ligera, como convenía a la expedición que acababa de emprender, pero esto mismo le daba sobre su contrario la ventaja de la prontitud y rapidez en los movimientos; don Álvaro, armado de punta en blanco, no podía acosarle con el ahínco necesario, pero como el campo era tan estrecho, poco tardó en alcanzarle al conde un tajo en la cabeza, del cual no pudo defenderle el delgado aunque fino capacete de acero que la cubría, y que de consiguiente dio con él en tierra. Don Álvaro se arrojó sobre él al punto y le dirigió la espada a la garganta.

-¡Ah traidor! -dijo el conde con la voz ahogada por la rabia-, peleas mejorado en las armas y por eso me vences.

Don Álvaro apartó al punto su espada y desenlazando el yelmo, y arrojando el escudo, le dijo:

-Razón tenéis; ahora estamos iguales.

El conde, más aturdido que herido, se levantó al punto y de nuevo comenzó la batalla encarnizadamente.

Todo esto sucedía mientras el grueso de las fuerzas sitiadoras se acercaban al castillo en los términos que dijimos, y el comendador enviaba sus órdenes a don Álvaro con el caballero Carvajal. Poco tardó el caballero en volver diciendo que don Álvaro no había parecido por la barbacana. El comendador estaba notando con extrañeza la flojedad con que los enemigos continuaban en su bien comenzado ataque, cuando recibió esta inesperada respuesta.

-¿Dónde está, pues? -exclamó con ansiedad.

Entonces se presentó como un relámpago a su imaginación la idea de que la arremetida conocidamente falsa de los enemigos podría tener relación con la impensada ausencia de su ahijado. La última ráfaga de viento arrebató en aquel instante los vapores que todavía quedaban hacia la parte oriental del castillo, y la plataforma quedó iluminada con los rayos resplandecientes y purísimos del sol. Apenas la divisó el cuerpo sitiador, cuando un grito de consternación se levantó de sus filas, porque en lugar de verla coronada con sus montañeses, sólo alcanzaron a ver a su caudillo en poder de los enemigos y peleando con uno de ellos. Al grito volvió el comendador la cabeza y lo primero que hirió sus ojos fue el resplandor movible y continuo que despedían las armas heridas por el sol. Comprendió al punto lo que podía ser, y dijo en voz alta:

-Síganme doce caballeros y los demás quédense en la muralla -y con una celeridad increíble en sus años, corrió al sitio del combate acompañado de los doce.

-Don Álvaro -le gritó desde la estrecha garganta que separaba el torreón del castillo-; detenéos en nombre de la obediencia que me debéis.

El joven volvió la cabeza como un tigre a quien arrebatan su presa, pero sin embargo se detuvo.

-Don Álvaro -le dijo de nuevo Saldaña en cuanto llegó-, este asunto no es vuestro, sino de la orden, y yo que la represento aquí, lo tomo a mi cargo. Conde de Lemus, defendeos.

-Yo también soy templario -repuso don Álvaro que apenas acertaba a reprimir la cólera-. Yo he comenzado esta batalla y yo la acabaré a despecho del mundo entero.

El comendador, conociendo que la cólera le sacaba de quicio, hizo una seña; echándose sobre él seis caballeros, le sujetaron y lo apartaron de allí en medio de sus esfuerzos, amenazas y denuestos.

-Por fin sois nuestro, mal caballero -dijo al conde-, veremos si ahora os valen vuestras cábalas y calumnias.

-Todavía no lo soy -respondió él desdeñosamente-. Cara os ha de costar mi vida, porque no quiero rendirme.

-De nada os serviría -replicó el comendador con torcido rostro-. Sin embargo, conmigo sólo habéis de pelear, y si la victoria os corona, estos caballeros respetarán vuestra persona.

Algunos de ellos quisieron interrumpirle, pero el anciano los acalló al punto.

-Nada quiero de vosotros -replicó el conde con arrogancia-, mientras me dure el aliento no cesará mi brazo de moverse en vuestro daño. Sólo me duele pelear con un vicio cuitado.

-No hace mucho que huisteis de él -le dijo el comendador.

-Mentís -contestó el conde con una voz ronca y con ojos como ascuas, y sin más palabras comenzó de nuevo el combate.

Los sitiadores, llenos de ansiedad por la suerte del conde, se habían corrido por su derecha, y divididos del lugar de la pelea por el despeñadero asistían como espectadores ociosos al desenlace de aquel terrible drama. Don Alonso, que en la ausencia de su yerno mandaba aquellas fuerzas, encaramado sobre una roca, parecía tener el alma pendiente de un hilo.

Por grande que fuese el poder del brazo de Saldaña, como el conde le sobrepujaba en agilidad y soltura, apenas le alcanzaban sus golpes. Encontrando, sin embargo, una vez al anciano mal reparado le tiró un furioso revés que, a no haberlo evitado rápidamente, hubiera dado fin al encuentro; pero así, la espada del conde fue a dar en la muralla y allí saltó hecha pedazos, dejándole completamente desarmado. En tan apurado trance no le quedó más recurso que arrojarse al comendador antes de que se recobrase, y trabar con él una lucha brazo a brazo, para ver de arrojarle al suelo y allí rematarle con su puñal. Este expediente, sin embargo, tenía más de desesperado que de otra cosa, porque el viejo era mucho más robusto y fornido. Así fue, que sin desconcertarse por la súbita acometida, aferró al conde de tal modo que casi le quitó el aliento, y alzándole enseguida entre sus brazos, dio con él en tierra tan tremendo golpe, que tropezando la cabeza en una piedra perdió totalmente el sentido. Asióle entonces por el cinto el inexorable viejo, y subiéndose sobre una almena y levantando su voz que parecía el eco de un torrente en medio del terrorífico silencio que reinaba, dijo a los sitiadores:

-¡Ahí tenéis a vuestro noble y honrado señor!

Y diciendo esto lo lanzó como pudiera un pequeño canto en el abismo que debajo de sus pies se extendía. El desgraciado se detuvo un poco en su caída, porque su ropilla se prendió momentáneamente en un matorral de encina, pero doblado éste, continuó rodando cada vez con más celeridad, hasta que, por fin, ensangrentado, horriblemente mutilado y casi sin figura humana fue a parar en el riachuelo del fondo.

Un alarido espantoso se levantó entre sus vasallos helados de terror a vista de tan trágico suceso. Todos siguieron con los cabellos erizados y desencajados los ojos el cuerpo de su señor en sus horribles tumbos, hasta que lo vieron parar en lo más profundo del derrumbadero. Entonces los que más obligados tenía con sus beneficios y larguezas, rompieron unos en lamentos, y otros profiriendo imprecaciones y amenazas, quisieron ir contra el castillo y embestirlo a viva fuerza. Don Alonso, que a despecho de todas sus quejas y sinsabores, había visto con grandísimo dolor el fin de aquel poderoso de la tierra, no por eso olvidó sus deberes de capitán. Recogiendo pues, su gente con buen orden y levantando el sitio con todos sus aprestos bélicos, volvió al campo atrincherado de las Médulas resuelto a entablar medios puramente pacíficos y templados con aquellos guerreros altivos y valerosos que no se hubieran avenido en tiempo alguno a las injustas pretensiones del conde. Por violenta que le pareciese la conducta del comendador, no dejaba de conocer los atroces agravios que la orden había sufrido del difunto y los ruines medios de que había echado mano para dañarla y socavar su crédito. Así pues, envió un mensaje al comendador, comedido y caballeroso, manifestándole su deseo de que amigablemente se arreglasen aquellas lastimosas diferencias, y al punto recibió una respuesta cortés y cordial, en que Saldaña le encarecía el gran consuelo que era para ellos tenerle por mediador en la desgracia que les amenazaba. Concluía rogándole que pasase a habitar el castillo, donde sería recibido con todo el respeto debido a sus años, carácter y nobleza.

Comenzados los tratos que podían dar una solución honrosa a tan inútil contienda, don Alonso envió los restos mortales de su yerno al panteón de sus mayores en Galicia. Los cabreireses que habían bajado de su peligrosa expedición, recogieron su cadáver a la orilla del riachuelo, y en unas andas hechas de ramas le subieron con gran llanto al real. Desde allí se volvieron a Cabrera con el valiente Cosme Andrade que no había muerto, como presumirán nuestros lectores, de su caída, porque unas matas protectoras le tuvieron colgado sobre el abismo de donde a sus gritos le echaron unas cuerdas los del castillo con las que se ató y pudieron subirle. Así y todo, no salió sin señales, porque se rompió un brazo y sacó bastantes contusiones y arañazos. Hecha, pues, la primera cura, se partió con los suyos más agradecido que nunca de los templarios, y deseoso de probárselo en la primera ocasión.

El pecho del buen cabreirés era terreno excelente para quien quisiera sembrar en él beneficios y finezas.

Por lo que hace al conde, poco tardó también en partir su cadáver depositado en un ataúd cubierto con paños de tartarí negro con franjas de oro. Sus deudos y vasallos le acompañaban con las picas vueltas y los pendoncillos arrastrando. Así atravesaron parte de sus estados, donde lejos de ser sentida su muerte, sólo el temor detenía la alegría que generalmente se asomaba a los semblantes.

Tal fue el fin de aquel hombre notable por su ingenio, su valor y su grandeza, pero que, por desgracia, convirtió todos estos dones en daño de su fama, y sólo usó de su poder para hacerle aborrecible, contrariando así su más noble y natural destino.




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Capítulo XXIX

El estruendo y trances diversos de esta guerra han apartado de nuestros ojos una persona, en cuya suerte tomarán nuestros lectores tal vez el mismo interés que entonces inspiraba a cuantos la conocían. Claro está que hablamos de doña Beatriz, a quien dejamos a la sombra del claustro de Villabuena sola con sus pesares y dolores, porque la compañía de su fiel Martina poco podía contribuir a sanar un corazón tan profundamente ulcerado. Los gérmenes de una enfermedad larga y temible habían comenzado, según dejamos dicho, a desenvolverse fuerte y rápidamente en aquel cuerpo, que si bien hermoso y robusto, mal podía sufrir los continuos embates de las pasiones que, como otras tantas ráfagas tempestuosas en el mar, sin cesar azotaban aquel espíritu a quien servía de morada. Las últimas amarguísimas escenas que habían precedido su segunda entrada en aquel puerto sosegado habían rasgado el velo con que la religión por un lado y por el otro el contento de su padre y la noble satisfacción que siempre resulta de un sacrificio, habían encubierto a sus ojos el desolado y yermo campo de la realidad. Llorar a don Álvaro y prepararse por medio del dolor y de la virtud a las místicas bodas que sin duda le disponía en la celestial morada, llevaba consigo aquella especie de melancólico placer que siempre dejan en el alma las creencias de otro mundo mejor, más cercano a la fuente de la justicia y bondad divina; pero recobrarle sólo para perderle tan horriblemente, y verle caminar a orillas del abismo que amenazaba tragar a la orden del Temple, sin más báculo y apoyo que su lanza ya cascada, era un manantial continuo de zozobras, dudas y vaivenes. Por otra parte, ¡cuánta humillación no encontraba su alma generosa y elevada en pertenecer a un hombre en quien las cualidades y prendas del carácter sólo servían para poner más de manifiesto su degradación lastimosa! Hasta entonces la máscara de la cortesanía había bastado a cubrir aquella sima de corrupción y bajeza, y como doña Beatriz no podía dar amor, tampoco lo pedía; de manera que la natural delicadeza de su alma ninguna herida recibía; pero deshecho el encanto y apartados los disfraces, la ignominia que sobre ella derramaba la ruindad de su esposo, se convirtió en un torcedor fiero y penoso que alteraba sus naturales sentimientos de honor y rectitud, y echaba una fea mancha en el escudo hasta allí limpio y resplandeciente de su casa. ¡Desdicha tremenda que no aciertan a sobrellevar las almas bien nacidas, y que uno de nuestros antiguos poetas expresó con imponderable felicidad cuando dijo:


¡Oh honor!, fiero basilisco,
Que si a ti mismo te miras,
¡Te das la muerte a ti mismo!

Por tan raros modos el soplo del infortunio había disipado en el cielo de sus pensamientos los postreros y tornasolados celajes que en él quedaban después de puesto el sol de su ventura, y para colmo de tristeza, todos los sitios que recorrían sus ojos estaban llenos de recuerdos mejores y poblados de voces que continuamente traían a sus oídos palabras desnudas ya de sentido, como está desnudo de lozanía el árbol que ha tendido en el suelo el hacha del leñador. De esta suerte perdida su alma y errante por el vacío inconmensurable del mundo, levantaba su vuelo con más ansia hacia las celestes regiones, pero tantos combates y tan incesante anhelo acababan con las pocas fuerzas que quedaban en aquella lastimada señora. El aire puro y oloroso de la primavera tal vez hubiera reanimado aquel pecho que comenzaba a oprimirse y devuelto a su cuerpo algo de su perdida lozanía, pero el invierno reinaba despiadadamente en aquellos campos yertos y desnudos, y el sol mismo escaseaba sus vivificantes resplandores. Desde las ventanas y celosías del monasterio veía correr el Cúa turbio y atropellado, arrastrando en su creciente troncos de árboles y sinnúmero de plantas silvestres; los viñedos, plantados al pie de la colina donde todavía se divisaban las ruinas de la romana Berdigum, despojados de sus verdes pámpanos, dejaban descubierta del todo la tierra rojiza y ensangrentada que los alimenta, y en las montañas lejanas una triste corona de vapores y nublados oscilaba en giros vagos y caprichosos al son del viento, cruzando unas veces rápidamente la atmósfera en masas apiñadas y descargando recios aguaceros, y entreabriéndose otras a los rayos del sol para envolverle prontamente en su pálida y húmeda mortaja. No faltaban accidentes pintorescos en aquel cuadro, pero todos participaban abundantemente de la tristeza de la estación, del mismo modo que los pensamientos de doña Beatriz, bien que varios en sus formas, todos tenían el mismo fondo de pesar.

Como frecuentemente acontece, en el estado a que la habían conducido la profunda agitación de espíritu unida a la debilidad de su cuerpo, al paso que esta iba poco a poco aumentándose, cada día iba también en aumento la exaltación de su espíritu.

El arpa en sus manos tenía vibraciones y armonías inefables, y las religiosas, que muchas veces la oían, se deshacían en lágrimas de que no acertaban a darse cuenta. Su voz había adquirido un metal profundo y lleno de sentimiento, y en sus canciones parecía que las palabras adquirían nueva significación, como si viniesen de una región misteriosa y desconocida, y saliesen de los labios de seres de distinta naturaleza. A veces tomaba la pluma y de ella fluía un raudal de poesía apasionada y dolorida, pero benéfica y suave como su carácter, ora en versos llenos de candor y de gracia, ora en trozos de prosa armoniosa también y delicada. Todos estos destellos de su fantasía, todos estos ayes de su corazón, los recogía en una especie de libro de memoria, forrado de seda verde que cuidadosamente guardaba, sin duda porque algún rasgo de amargura, vecino a la desesperación, se había deslizado alguna vez entre aquellas páginas llenas de angélica resignación. A vueltas de sus propios pensamientos, había pasajes y versículos de la Sagrada Escritura que desde que volvió al monasterio era su libro más apreciado y que de continuo leía; y aquellas memorias suyas comenzaban con un versículo en que hasta allí parecía encerrarse su vida, y que tal vez era una profecía para lo venidero: Vigilavi et factus sum sicut passer solitarius in tecto.

Tal era el estado de doña Beatriz cuando una mañana le pasaron recado de que el abad de Carracedo quería verla. Desde su aciago desposorio no había aparecido en Arganza, y luego sus mediaciones pacíficas, y más tarde los preparativos que como señor de vasallos había tenido que hacer, bien a pesar suyo, le habían traído algún tiempo fuera de la tierra y constantemente apartado de los ojos de doña Beatriz. Duraba el sitio de Cornatel y ya la derrota primera del conde de Lemus, la gloriosa defensa de los templarios y las proezas de don Álvaro habían llegado a aquel pacífico asilo. Unos y otros, sin embargo, llevaban adelante su empeño con vigor y no era la menor de las zozobras de doña Beatriz ver comprometidas en semejante demanda personas que tan de cerca le tocaban.

-¡Válgame Dios!, ¿qué será? -dijo para sí, después que salieron a avisar al religioso-. ¡Cuánto hace que no veo a este santo hombre, que tal vez sólo a mí ha dañado en el mundo con su virtud! ¡Cómo se han mudado los tiempos desde entonces! ¡Dios me dé fuerzas para resistir su vista sin turbarme!

Razón tenía doña Beatriz para recelar que con esta entrevista se renovasen todas sus memorias, pero, sin embargo, al ver abrirse la puerta y aparecer el anciano, se disipó su turbación, y con su señorío acostumbrado le salió al encuentro para besarle la mano. No fue tan dueño de sí el abad, pero la sorpresa de ver tanta hermosura y lozanía reducida a tal estado pudo tanto en él que, sin poderlo remediar, dio dos pasos atrás asombrado, como si la sombra de la heredera de Arganza fuese la que delante tenía.

-¿Sois vos, doña Beatriz? -exclamó con el acento de la sorpresa.

-¿Tan mudada estoy? -respondió ella, con melancólica sonrisa y besándole la mano-. No os maraville, pues ya sabéis que el hombre es un compendio de miserias que nace y muere como la flor, y nunca persevera en el mismo estado. Pero decidme -añadió clavando en él su mirada intensa y brillante, ¿qué noticias traéis de Cornatel? ¿Qué es de mi noble padre y de...? del conde, quise decir.

-Vuestro padre disfruta salud -respondió el abad-, pero vuestro noble esposo ha muerto ayer.

-¿Ha muerto? -contestó doña Beatriz asombrada-. Pero, decidme, ¿ha muerto en los brazos de la religión y reconciliado con el cielo?

-Ha muerto como había vivido -exclamó el abad sin poder enfrenar su natural adustez-, lleno de cólera y rencor, y apartado de toda idea de caridad y de templanza.

-¡Oh, desgraciado, infeliz de él! exclamó doña Beatriz, juntando las manos y con doloroso acento-, ¿y cuál habrá sido su acogida en el tribunal de la justicia eterna?

Al escuchar el tono de verdadera aflicción con que fueron pronunciadas estas palabras, el abad no fue dueño de su sorpresa. El conde había traído males sin cuento sobre aquella bondadosa criatura; su porvenir se había disipado como un humo en manos de aquel hombre, sus negras tramas habían robado la libertad y hasta la esperanza de la dicha al desventurado don Álvaro, y sin embargo, a la idea de su infortunio perdurable, su corazón se estremecía. Doña Beatriz no le amaba, porque no cabía en su altivez poner su afecto en quien así se olvidaba de sí propio y de su nacimiento; ni menos renunciar a la única ilusión que de tiempos mejores le quedaba, bien que enlutada y marchita, pero los ímpetus del resentimiento y del odio no podían avenirse largo tiempo con la irresistible propensión a perdonar que dormía en el fondo de su pecho, y delante de las tinieblas de la eternidad, que más de una vez se habían ofrecido a sus ojos, bien conocía la pequeñez de las pasiones humanas.

-Hija mía -respondió el abad conmovido a vista de tan noble desprendimiento y tomándole la mano-, ¿cómo desconfiáis así de la misericordia de Dios? Sus crímenes eran grandes, y la paz y la justicia han huido siempre al ruido de sus pasos, pero su juez está en el cielo, y a su clemencia sin límites nada hay vedado. Pensad que el buen ladrón se convirtió en la hora postrimera y que la fe es la más santa de las virtudes.

-Válgale, pues, esa adorable clemencia -contestó doña Beatriz sosegándose, y el Señor le perdone.

-¿Cómo vos le perdonáis?

-Sí, como yo le perdono -respondió ella con acento firme, levantando los ojos al cielo y poniendo la mano sobre el corazón-. ¡Ojalá que todas las palabras que arranque la noticia de su desastroso fin no sean más duras que las mías!

Quedáronse entrambos por un rato en un profundo silencio, durante el cual el abad, mirándola de hito en hito, parecía observar con asombro y alarma las huellas que la enfermedad y las pasiones habían dejado en aquel cuerpo y semblante, cifra no mucho había de perfecciones y lozanía. El pensamiento que semejante espectáculo suscitó en su alma llegó a ser tan doloroso que sin alcanzar a contenerse, le dijo:

-Doña Beatriz, sabe el cielo que en mi vida entera vuestro bien y contento han sido blanco constante de mis deseos. Yo he visto vuestra alma desnuda y sin disfraces en el tribunal de la penitencia... ¿cómo no amaros cuanto se puede amar a la virtud y a la pureza? Y sin embargo, la austeridad de mis deberes se ha convertido contra vos, y nadie en el mundo os ha hecho tanto daño como este anciano, que siempre hubiera dado gustoso por vos la última gota de su sangre. ¿No es verdad?

Doña Beatriz sólo dio por respuesta un largo suspiro arrancado de lo más íntimo de su corazón.

-Harto me decís con eso -continuó el religioso con un tono de voz apesarado-, pero escuchadme y veréis que aún puedo tal vez enmendar mi obra. Vuestra dicha sería la gloria de mis postreros años y aunque nada me echa en cara mi conciencia, con ella se descargaría mi corazón del peso con que vuestra desdicha le abruma. Yo no sé si los usos del mundo me permiten hablaros de una esperanza que tal vez me sea más halagüeña que a vos misma, pero vuestro infortunio y mi carácter poco tienen que ver con las hipócritas formas y exterioridades de los hombres. Doña Beatriz, en la actualidad sois libre.

-¿Y qué me importa la libertad? -contestó ella con más presteza de la que podía esperarse de su abatido acento-. Alguna vez he oído decir a caballeros que han padecido cautividad en tierra de moros, que los príncipes y señores de aquella tierra conceden la libertad a las mancebas de sus serrallos cuando la vejez les ha robado fuerza, vigor y hermosura. Ahí tenéis una libertad muy semejante a la mía.

-No, hija mía -respondió el religioso-, no es tan menguado el don que el cielo te concede; escúchame. Cuando don Álvaro entró en el Temple, aconsejado más de su dolor que de su prudencia, la orden estaba ya suspensa de todas sus prerrogativas y derechos, emplazada ante el concilio de los obispos, secuestrados sus bienes y sin poder admitir en su milicia un solo soldado, ligado con sus solemnes y terribles votos. Si don Álvaro hizo su profesión, si su tío el maestre le vistió el hábito de Hugo de Paganis y de Guillén de Mouredón fue porque los caballeros todos querían tener por suya una lanza tan afamada, y porque su sobrino le amenazó con pasarse a Rodas y tomar el hábito de San Juan de Jerusalén. El recelo de perderle por un lado, y el miedo de introducir la desunión entre los suyos, cuando la presencia del riesgo hacía más necesaria la concordia y concierto de voluntades, le obligaron a atropellar por sus propios escrúpulos. Mal pudo don Álvaro, de consiguiente, renunciar a su libertad, y su profesión no dudo que será dada por nula en el concilio que dentro de poco se juntará en Salamanca, y al cual se espera que se presentarán los templarios de Castilla, sin alargar una lucha en que la cristiandad los abandona. Yo me presentaré también ante los padres y espero que mi voz sea escuchada y que el Señor os traiga a entrambos horas más felices.

Doña Beatriz, que desde que escuchó el nombre de su amante había estado colgada de las palabras del abad, fijos en él sus ojos que de suyo hermosos y animados, recibían nuevo brillo de la enfermedad, le dijo con ansiedad:

-¿Conque, según eso, aún puede amanecer para nosotros un día de claridad y de consuelo?

-Sí, hija mía -contestó el monje, y por la misericordia de Dios así confío que sucederá.

-¡Ah, ya es tarde, ya es tarde! -exclamó ella con un acento que partía el corazón.

-Nunca es tarde para la misericordia divina -contestó el anciano que ya, sobresaltado por su aspecto, se sentía espantado con esta súbita exclamación.

-Sí, ya es tarde, os digo -replicó ella con la mayor amargura-, yo veré amanecer ese día, pero mis ojos se cerrarán, en cuanto su sol me alumbre con sus rayos. Sí, sí, no os asombréis; el sueño ha huido de mis párpados, mi corazón se ahoga dentro del pecho, mi pulso y mis sienes no dejan de latir un instante. Cuando llego a descansar un momento en brazos del sueño, oigo una voz que me llama y veo mi sombra que cruza los aires con un ramo de azucenas en la mano y una corona de rosas blancas en la cabeza; y luego otra sombra vestida, una túnica rutilante como el hábito del Temple y un casco guerrero en la cabeza, me sale al encuentro y alzándose la visera como en la tarde del soto me dice de nuevo pero con un acento dulcísimo. «¡Soy yo doña Beatriz!» ¡y esta sombra es la suya! Entonces despierto bañada en sudor, palpitando mi corazón como si quisiera salirse del pecho, y un diluvio de lágrimas corre por mis mejillas. Mi antiguo valor me ha abandonado, mis días de gloria se han desvanecido, las flores de mi juventud se han marchitado, y la única almohada en que pretendo reclinar ya mi cabeza es la tierra de mi sepultura. ¡Ah! -exclamó retorciéndose las manos desesperadamente, ¡ya es tarde, ya es tarde!

Quedóse el abad como de hielo al escuchar aquella temible declaración que, ahogada hasta entonces y comprimida, reventaba al fin con inaudita violencia. El semblante de doña Beatriz, la flacura de su cuerpo, la brillantez de su mirada, el metal de su voz habían llenado su imaginación de zozobra y de recelo; pero ahora se había trocado en una fatal certidumbre de que apenas sería dado a la ciencia y al poder humano lavar aquel alma de las heces que el dolor había dejado en su fondo y curar aquel cuerpo de su terrible dolencia. Sin embargo, cobrando fuerzas y saliendo de su estupor, le dijo con acento suave y persuasivo:

-Doña Beatriz, para Dios nunca es tarde, ni en su poder puede poner tasa el orgullo o la desesperación humana. Acordaos de que sacó vivo del sepulcro a Lázaro, y no arrojéis de vuestro seno la esperanza que, como vos misma decíais en una solemne ocasión, es una virtud divina.

-Tenéis razón, padre mío -repuso ella como avergonzada de aquel ímpetu que no había podido sojuzgar, y secándose las lágrimas-, hágase su voluntad y mírenos con ojos de misericordia, porque en él sólo espero.

-¿Por qué así, hija mía? -replicó el monje, todavía sois joven y quizá contaréis muchos días de felicidad.

-¡Ay, no! -contestó ella-, mi prueba ha sido muy dura y yo me he quebrado en ella como frágil vasija de barro, pero nunca me levantaré contra el alfarero que me formó.

-Doña Beatriz, dadme vuestro permiso para retirarme -dijo el religioso poniéndose en pie, advierto que con este coloquio os habéis agitado en demasía, pero os dejo muy encomendada la memoria de mis consejos. Probablemente no tardaré en ausentarme, porque los caballeros del Temple al cabo se sujetarán de grado al concilio de Salamanca, y a mí, que he sido el causador de vuestros males, aunque inocente, me toca repararlos.

La señora le besó la mano y la despidió, pero no pudo honrarle hasta la puerta por la debilidad que sentía después de tan agitada escena. Desde allí le acompañaron la abadesa y las más ancianas de la comunidad hasta la portería del monasterio, en tanto que doña Beatriz quedaba entregada al nuevo tumulto que con aquella imprevista esperanza se había despertado en su corazón. Lástima grande que sus ojos, nublados por las lágrimas y acostumbrados a las tinieblas del dolor, se sintiesen más ofendidos que halagados con aquella luz tan viva y resplandeciente.




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Capítulo XXX

En tanto que esto pasaba en Villabuena seguían los tratos en Cornatel entre Saldaña y el señor de Arganza, con esperanzas cada día mayores de un amigable y caballeroso arreglo. Las noticias, que desde antes de la muerte del conde de Lemus sin interrupción se sucedían, iban dando en tierra poco a poco con el aéreo castillo de las esperanzas de aquel viejo entusiasta y valeroso. Al cabo de tantos sueños de gloria y de grandeza, la mano de la realidad le mostraba en perspectiva no muy lejana, la ruina inevitable de su orden que el cielo abandonaba en sus altos juicios, después de haberla adornado como a un rápido meteoro de rayos y resplandores semejantes a los del sol.

No bien se habían retirado los enemigos después de la muerte de su capitán, pasó Saldaña al aposento donde por orden suya habían cerrado a don Álvaro. Conociendo su carácter impetuoso y violento, entró decidido a sufrir todas las injusticias de su cólera, exacerbada entonces hasta el último grado por la injuria que creía recibida. Estaba sentado en un rincón con los codos en las rodillas y la cara entre las manos, y aunque oyó descorrer los cerrojos y abrir la puerta, no salió de sus sombrías cavilaciones, pero no bien escuchó la voz del comendador saltó como un tigre de su asiento y plantándose delante de él comenzó a mirarle de hito en hito. El comendador le miraba también, pero con gran sosiego y con toda la dulzura que cabía en su carácter violento, con lo cual se doblaba la cólera del agraviado caballero. Por fin, frenando su ira como pudo, le dijo con voz cortada y ronca:

-En verdad que si los enemigos de nuestra orden logran sus ruines deseos, y quedamos ambos sueltos de los lazos que nos atan, os tengo de arrancar la vida o dejar la mía en vuestras manos.

-Aquí la tenéis -contestó el comendador con tono templado-, poco me arrancan con ella, cuando ya no puedo emplearla en servicio de nuestra santa orden. Harto mejor fuera morir a vuestras manos que en la soledad y el destierro, pero como quiera que sea el haber arrancado al conde de vuestras manos, es la única merced y prueba de cariño que habéis recibido de mí en vuestra vida.

Don Álvaro se quedó estático con esta respuesta, pues conociendo el respetable carácter de Saldaña no podía figurarse que en su mayor baldón se cifrara un servicio tan eminente. Embrollada su mente en tan opuestas ideas, permaneció callado por un buen rato.

-Don Álvaro -le dijo de nuevo el anciano-, ¿creéis que doña Beatriz pudiera dar su mano a quien estuviese manchado con la sangre de quien al cabo era su esposo?

-Tal vez no -contestó don Álvaro, en quien aquel nombre había producido un estremecimiento involuntario.

-Pues ahí tenéis el servicio que me debéis. A un mismo tiempo he vengado a mi orden y os he acercado a doña Beatriz.

-¿Qué estáis ahí diciendo? -repuso don Álvaro cada vez más confuso y aturdido-, ¿qué puede haber de común entre doña Beatriz y yo, si no es la igualdad de la desventura?

-Dentro de poco probablemente recobraréis vuestra libertad, y entonces...

-¿Cómo echáis en el olvido que mis votos sólo se rompen con la muerte? -le replicó el joven amargamente.

-Ni vos pudisteis pronunciarlos, ni nosotros recibirlos. Nuestra orden estaba ya emplazada delante del concilio, y cuando en él comparezcamos yo me acusaré de que el maestre, vuestro tío, sólo os recibió por nuestra violencia.

-Pero yo diré lo que mi corazón sentía, y que por mi parte fueron y son de todas veras sinceros. Mi suerte, además, será la vuestra, porque nuestro crimen es el mismo. Pero decidme -añadió olvidando su resentimiento y acercándose al comendador con interés-, ¿cómo vamos a presentarnos al concilio?

-Como reos y a la merced de nuestros enemigos -respondió Saldaña procurando reprimir algunas lágrimas de coraje que se asomaban a sus ojos. La Europa entera se levanta contra nosotros y Dios nos ha dejado en medio del mar que atravesábamos a pie enjuto como al ejército de Faraón. De hoy más, Jerusalén -continuó volviéndose al oriente con las manos extendidas y soltando la rienda al llanto y a los sollozos-, de hoy más, compra tu pan y granjéate tu agua con dinero, como en los tiempos del profeta, porque el Señor ha tendido sus redes y no aparta su mano de tu perdición. Todos tus amados te han desamparado, y la esterilidad y la viudez vendrán juntas sobre ti.

Entonces, y después de dar vado a su intenso dolor, contó a don Álvaro el desaliento que cundía entre los templarios de Aragón y de Castilla, que ya habían entregado algunas de sus fortalezas, y finalmente el desamparo y aislamiento total a que la calumnia y codicia por un lado, y la superstición por otro, les habían reducido. Últimamente le mostró una carta que había recibido de don Rodrigo poco antes de la embestida en que acabó tan miserablemente el conde de Lemus, en que le mandaba tan funestas nuevas, insistiendo en la necesidad de dar pronto término a tan aciaga lucha, sin menoscabo del honor en todo caso. Advertíale asimismo de lo conveniente que sería a su fama acudir prontamente al concilio de Salamanca, sobre todo después que algunos de los obispos que debían componerle le habían asegurado por escrito, contestando a sus cartas, que en aquel importante juicio entraban limpios de toda prevención y ojeriza, y que jamás consentirían en que se atropellasen sus fueros de caballeros y miembros de la Iglesia. El comendador no había querido dar a conocer estas cartas a ninguno de los suyos porque la enemiga del de Lemus cerraba la puerta a todo trato honroso, y por otra parte, semejantes nuevas podían enfriar una resolución que de ningún modo sobraba delante de contrario tan sañudo. Apartado, por fin, este obstáculo y entabladas las negociaciones bajo distinto pie por el señor de Arganza, manifestó a don Álvaro que pronto asentarían sus capitulaciones y pondrían la fortaleza de Cornatel, y aun la de Ponferrada quizá, en poder de don Alonso.

-Hijo mío -le dijo por último-, la venda ha caído de mis ojos, y mis sueños de gloria y de conquista se han desvanecido, porque el Balza no volverá a desafiar al viento en nuestras torres.

Comoquiera, tú eres joven y la felicidad aún puede mostrarte su rostro en los albores de tu primavera. El único obstáculo invencible que había lo he quebrantado yo en pedazos contra las rocas y precipicios de este castillo. Por lo que hace a mí, si Dios conserva a pesar de tan fieros golpes esta vida ya cascada, no residiré ya más en esta Europa ruin y cobarde que así abandona el sepulcro del Salvador, y sólo guerrea contra los que han dado su vida y su sangre por Él. ¿Todavía me guardas ahora rencor por lo pasado? -preguntó a don Álvaro, asiéndole de la mano y trayéndole hacia sí.

-¡Oh, noble Saldaña! -exclamó el joven, precipitándose en sus brazos y estrechándole fuertemente. ¿Qué habéis encontrado en mí para tanta bondad y cariño como me prodigáis a manos llenas? ¿Quién puede tachar de seco vuestro noble corazón?

-Así es la verdad, don Álvaro -contestó el anciano-, y con eso no me ultrajan. Mis pensamientos me han servido como las alas al águila para levantarme de la morada de los hombres; pero, como ella, he tenido que vivir en las quiebras de los peñascos donde silban los vientos. ¿Que por qué te he querido?, porque sólo tú eras digno de morar conmigo en la altura, como mi polluelo, para mirar al sol y acechar el llano. Ahora la montaña se ha hundido, y cuando mis alas ya no me sostengan iré a caer en un arenal apartado para morir en él. ¡Ojalá que entonces pueda verte posado con tu compañera a la orilla de una fuente en el valle florido, de donde sólo te ha apartado la iniquidad y la desdicha!

Con tan melancólicas palabras se acabó aquella conversación que interrumpió la llegada del señor de Arganza. La entrevista con entrambos caballeros, testigos de la terrible escena del cercado de Arganza, no pudo menos de traer un sinfín de memorias tristes a don Alonso que en la cortés acogida que hizo a don Álvaro, y en los grandes y delicados elogios que tributó a sus recientes hazañas, le dio claramente a entender cuán mudado estaba su espíritu y cuántos pesares le había acarreado su anterior conducta.

Las bases y condiciones de aquel tratado se ajustaron prontamente a gusto de los templarios, y a los pocos días desocuparon aquel castillo que con tanto valor habían guardado. Saldaña, antes de salir, indicó al señor de Arganza el mismo pensamiento que a don Álvaro, y por la alegre sorpresa con que fue recibido pudo conocer que sus deseos se cumplirían. Don Alonso acompañó a los templarios a Ponferrada, y para colmo de cortesía, el pendón de la orden no dejó de ondear por mandado suyo en la torre de Cornatel, en tanto que sus moradores pudieran divisar al volverse aquellas enriscadas almenas que ya no volverían a defender.

En la hermosa bailía de Ponferrada se fueron juntando todos los templarios del país dejando las fortalezas de Corrullón, Valcarce y Bembibre en poder de las tropas del señor de Arganza y de algún tercio que había mandado el marqués de Astorga. Todos iban llegando silenciosos y sombríos montados en sus soberbios caballos de guerra, y seguidos de sus pajes y esclavos africanos que traían otros palafrenes del diestro. El espectáculo de aquellos guerreros indomables y jurados enemigos de los infieles que entonces se rendían sin pelear y por sola la fuerza de las circunstancias, era tan doloroso que el abad de Carracedo y don Alonso, que lo presenciaban, apenas podían disimular sus lágrimas. El mismo tesón con que aquellos altivos soldados encubrían sus propios sentimientos, y la igualdad de ánimo que aparentaban, no hacían sino encapotar más y más aquel cuadro de suyo lóbrego y negro.

Cualidad de las almas bien nacidas es trocar el odio en afición y respeto cuando llega la hora de la desgracia para sus enemigos, y esto cabalmente fue lo que sucedió con el abad y el señor de Arganza, que entonces renovaron los vínculos de antigua amistad con el maestre don Rodrigo. El monje determinó, desde luego, acompañarlos al solemne juicio que iba a abrirse en Salamanca, para dar personal testimonio de la virtud del maestre y de algunos caballeros, y especialmente para cumplir a doña Beatriz la palabra que le había empeñado de volverle la felicidad que en su juventud se había imaginado. Don Alonso, que no podía salir del país, cuya custodia le estaba encomendada por su rey, apuró todos los recursos de su hidalguía por hacer menos dura su suerte a aquellos desgraciados.

Por grande que fuese el deseo de los templarios de salir de aquel trance incierto y penoso a que se veían expuestos, los preparativos de su marcha y las formalidades necesarias para la entrega de sus bienes se llevaron algún tiempo. Una mañana, pues, que Saldaña se paseaba por los adarves que miran al poniente y veía correr el Sil a sus pies con sordo murmullo, vino un aspirante a decirle que un montañés solicitaba hablarle. Mandóle al punto que lo condujese a su presencia, y a los pocos minutos se encontró delante a un conocido nuestro, que quitándose la gorra de pieles con tanto respeto como llaneza, le dijo:

-Dios os guarde, señor comendador. Acá estamos todos.

-¿Eres tú, Andrade? -respondió el comendador sorprendido-. ¿Pues qué te trae por esta tierra?

-Yo os lo diré, señor, en dos palabras. El otro día vino mi primo Damián a Ponferrada a vender unas pellejas de corzo y de rebeco, y llevó allá una porción de noticias, diciendo que ya no teníais más castillo que éste, que os iban a llevar a Salamanca, y allí qué sé yo qué cosas dijo que iban a hacer con vosotros. En fin, ellas no son para contadas, ni importa un caracol que las sepáis. Pues señor, como iba diciendo, yo siempre me he echado la cuenta de mi padre, de que el que no es agradecido no es bien nacido, y como allá en Cornatel me disteis la vida dos veces y además aquel puñado de doblas, que en mi vida vi más juntas, vengo a deciros que si el diablo lo enreda, os venís allá a mi casa y Cristo con todos. Ello no estaréis muy bien, porque allá aun los ricos somos pobres, pero lo que es a buena voluntad no nos gana ningún rey, y mi mujer, en cuanto se lo dije, se puso más contenta que unas castañuelas, y al punto comenzó a pensar en las gallinas, pichones y cabritos que estaban más gordos para regalaros con ellos. Conque ya lo sabéis, si os venís conmigo, lo que es allí no han de ir a buscaros.

-¡Ah!, se me olvidaba deciros que os llevéis también al señor de Bembibre, porque sé que le queréis tanto como su tío, y bien me acuerdo de lo cortés que estuvo con nosotros en Cornatel.

El comendador, que no esperaba semejante visita, ni mucho menos que tuviese semejante objeto, cuando el universo entero abandonaba a los templarios, se vio tan dulcemente sorprendido que la emoción le atajó la palabra por un rato. Por fin, dominándola con su acostumbrada energía, se llegó al montañés y apretándole la mano vivamente le contestó:

-Andrade, lo que contigo hice lo mismo hubiera hecho con cualquiera; pero tú eres el primero que tales muestras de afición me da. Anda con Dios, buen Cosme, y que su bondad te prospere a ti y a los tuyos, como yo se lo pediré siempre. Ningún riesgo nos amenaza, porque ya sabes que son obispos los que nos van a juzgar, y en cuanto al rey y sus ricos hombres -añadió con amargura-, cuando se hayan hartado con nuestra abundancia, se cansarán de ladrar y de morder.

-No, pues lo que es con eso no me sosiego yo -repuso Andrade, porque, según me dijo el cura el otro día, los jueces de Francia también eran sacerdotes, y así y todo...

-Nada hay que temer, buen Andrade, vuélvete a tu montaña y cree que me dejas muy obligado.

-¿Conque, a lo que veo -insistió el montañés-, estáis en ir a Salamanca y sufrir el juicio?

El comendador le hizo señal de que así era.

-Pues entonces, yo quiero ir allá para servir de testigo. Señor comendador, a la paz de Dios, que dentro de tres días o cuatro aquí estoy -y sin atender a las razones del anciano, tomó el camino de Cabrera de donde volvió al tiempo señalado.

Llegó, por fin, la hora de que los templarios reunidos en Ponferrada abandonasen aquel último baluarte de su poder y grandeza. Por inevitable que sea la desgracia, la hora en que llega siempre es dolorosa, sin duda porque con ella se rompe el último hilo de la esperanza invisible a los ojos, mas no por eso desprendido del corazón. Aquellos guerreros que sucesivamente habían dejado los demás castillos del país, mientras se vieron al abrigo de aquellas murallas todavía respiraban el aire de su grandeza, pero al desampararlas con la imaginación llena de funestos presentimientos los ánimos más fuertes flaqueaban.

El día señalado, muy de madrugada, juntáronse en la anchurosa plaza de armas del castillo caballeros, aspirantes, pajes y esclavos.

Reinaba un silencio funeral y todos tendían los ojos por aquel hermoso paisaje que, aunque desnudo de hojas y azotado por el soplo del invierno, todavía parecía agraciado y pintoresco a causa de los variados términos de su perspectiva y la suave degradación de sus montañas. Por fin, se presentó el maestre y, después de dichas las oraciones de la mañana, montaron a caballo y al son de una marcha guerrera comenzaron a moverse hacia el puente levadizo.

Antes de llegar a éste, y encima del arco del rastrillo, existe todavía un gran escudo de armas cuyos cuarteles están de todo punto carcomidos menos la cruz que se conserva entera y distinta, y las tres primeras palabras de un versículo de los salmos que todavía se leen. Estas eran las armas del Temple, que desde entonces iban a quedar sin dueño y abandonadas por lo tanto, y sin honra, después de haber sido símbolo de tanta gloria y cifra de tanto poder.

Este pensamiento ocupaba, sin duda, la mente de don Rodrigo que por su clase caminaba el delantero, pues al llegar al puente levadizo volvió de repente su caballo, y mirando el escudo a través de las lágrimas que empañaban sus cansados ojos, exclamó con una voz que parecía salir de un sepulcro leyendo la sagrada inscripción,Nisi dominus custodierit civitatem, frustra vigilat qui custodit eam. Los caballeros volvieron igualmente sus ojos y, en medio del desamparo a que se veían reducidos, repitieron en voz baja las palabras de su maestre, después de lo cual, espoleando sus corceles, salieron con gran prisa de aquella fortaleza a donde no debían volver.

Don Alonso los acompañó hasta que cruzaron el Boeza y allí los dejó con el abad de Carracedo que los seguía a Salamanca, llevado de su noble y santo propósito. El buen Andrade caminaba entre don Álvaro y el comendador, y de todos recibía infinitas muestras de cortesía y bondad que no acertaba a explicarse, porque su rectitud natural y sencilla desnudaba de todo mérito aquella acción generosa y desinteresada. De esta suerte hicieron su viaje a Salamanca, donde ya estaban juntos los obispos que, bajo la presidencia del arzobispo de Santiago, componían aquel concilio provincial.




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Capítulo XXXI

Las muchas seguridades que doña Beatriz recibió del abad y de su buen padre, acerca de la suerte que aguardaba a los templarios españoles, no fueron poderosas a calmar los recelos y zozobras que se agolpaban en su ánimo; ¡tan hondas raíces había echado en su corazón el pesar y tan negra tinta derramaba su imaginación aun sobre los objetos más risueños! Si había de juzgar de las disposiciones de los obispos por las que durante mucho tiempo había abrigado el prelado de Carracedo no tenía, a la verdad, gran motivo para tranquilizarse, y por otra parte, el embravecimiento de la opinión contra los templarios había llegado a tal punto que todo podía temerse con razón. Añádase a esto que su enfermedad teñía habitualmente de un color opaco aun los más brillantes objetos, y fácil será de presumir los muchos y turbios celajes que empañaban aquel rápido vislumbre de felicidad que el abad le había mostrado. No desconocía, por otra parte, que don Álvaro era un objeto de enemistad especial para el infante don Juan, desde los sucesos de Tordehumos, y su discreción natural le daba a entender que en medio de la inquietud que inspiraban los templarios, aun después de su caída, no dejaría de haber dificultades para restituir su libertad, su poder y sus bienes a quien tan decidido apoyo les había prestado hasta el punto de aceptar sus votos y compromisos.

Contra tan sólidas razones poco valían todos los argumentos de su padre y de su tía, de manera que la misma esperanza venía a ser para ella una luz sin cesar combatida por el viento, y que esparcía alrededor sombras y dudas antes que seguridad y resplandores. El incesante anhelar y zozobra que tan poderosamente habían contribuido a la ruina de su salud continuaron, por lo tanto, minándola a gran prisa, y como en la postración de su cuerpo toda clase de emociones venían a ser por igual dañosas, cada día sus fuerzas se disminuían y se aumentaba el cuidado de los que andaban a su alrededor. Don Alonso, que achacaba a sus pesares y desvelos los estragos que se veían en su rostro, comenzó a inquietarse seriamente cuando llegó a advertir que aquella dolencia, derivada sin duda del alma en un principio, existía ya de por sí y como cosa aparte. Al cariño de padre, al aguijón del remordimiento vinieron a mezclarse entonces los temores del caballero que temblaba por la suerte y el porvenir de su linaje depositados en tan frágil vaso, cabalmente cuando el destino parecía que iba a convertir en bronce su vidrio delicado.

Posesionado ya de los castillos del Bierzo y sosegados todos los rumores de guerra, pensó en sacar a doña Beatriz del monasterio y en restituirse con ella a su casa de Arganza. Poco se alegró la joven con la resolución de su padre, porque mientras su suerte se fallaba, ningún lugar había más acomodado a la solemnidad religiosa de sus pensamientos y a la tranquilidad que tanto había menester su espíritu que el retiro de Villabuena. Los recuerdos de la infancia y adolescencia tan dulces de suyo al corazón, más de una vez se acibaran con las imágenes que los acompañan, y entonces su consuelo y blandura son más que dudosos. Así doña Beatriz, que en los muros de la casa paterna había visto en brevísimo espacio de tiempo nacer y agostarse la flor de su ventura, desaparecer su madre, perderse su libertad y aparecer impensadamente un sol que juzgaba para siempre puesto, sólo para cegar sus ojos y dejar un rastro de desolada luz en su memoria, temblaba volver a aquel recinto cuando tan enigmático se presentaba todavía lo futuro. Sin embargo, el atractivo que para su alma pura y piadosa tenían las cenizas de su madre, el deseo de acompañar a su padre anciano y la seguridad de que los objetos exteriores sólo podían atenuar muy levemente las ideas que como con un buril de fuego estaban impresas en su alma, le decidieron a abandonar por segunda vez aquella casa, de donde había salido antes para tantos pesares y sinsabores, y de la cual entonces se apartaba sin más patrimonio que una lejana y débil esperanza, igualmente privada de salud y de alegría. Despidióse, pues, de su tía y de las buenas religiosas, sus amigas y compañeras, sin extremos ni sollozos, pero profundamente conmovida y echando miradas tan vagarosas a aquellos sitios como si hubiesen de ser las postreras. Aunque sus males y tristezas eran como una sombra para aquellas santas mujeres, su dulzura, su discreción, su bondad y hasta el particular atractivo de su figura, las aficionaban extraordinariamente a su trato y compañía; así fue que, por su parte, hicieron gran llanto en su partida.

Por fin, salió acompañada de su Martina y de sus antiguos criados. ¿Dónde estaban los días en que sobre un ágil y revuelto palafrén corría los bosques de Arganza y Hervededo con un azor en el puño, acechando las garzas del aire, como una ninfa cazadora? Ahora ni aun el sosegado y cómodo paso de su hacanea podía sufrir, y más de una vez hubo de pararse la cabalgada en el camino para reclinarla al pie de un árbol solitario donde cobrase aliento. La agitación de la despedida la había debilitado en gran manera, así es que llegó a Arganza más desencajada que de ordinario y llena de fatiga. Las imágenes que aquellos sitios le presentaron, animadas con todo el ardor de la calentura, produjeron gran trastorno en su ánimo y aguaron el contento de aquellos pacíficos aldeanos, para quienes su venida era como la visita de los ángeles para los patriarcas.

A la mañana siguiente quiso bajar a la capilla donde estaba enterrada doña Blanca, y por la tarde, apoyada en Martina y en su padre que apenas se atrevía a contrariarla, se encaminó lentamente al nogal de la orilla del arroyo debajo de cuyas ramas se despidió don Álvaro para siempre. Si sus lágrimas hubieran corrido en abundancia, sin duda se hubiera descargado de un gran peso, pero el deseo de esconderlas de su padre las cuajó en sus ojos, y el esfuerzo que hubo de hacer se convirtió, como era natural, en daño suyo. Aquella noche la lenta calentura que la consumía se avivó en tales términos que entró en un delirio terrible en que sin cesar hablaba del conde, de su madre y de don Álvaro, quejándose dolorosamente de cuando en cuando. El señor de Arganza, desolado y fuera de sí, mandó inmediatamente por el anciano monje de Carracedo, que ya la había asistido en Villabuena cuando su anterior enfermedad. El buen religioso vino al amanecer con toda diligencia y encontró ya a doña Beatriz casi de todo punto sosegada, porque en aquella complexión ya destruida no tenían gran duración los accesos del mal. Informóse, sin embargo, de todo lo sucedido, y como don Alonso descorriese a sus ojos hasta el último velo, le dijo:

-Noble don Alonso, fuerza será que vuestra hija no vea durante algún tiempo estos sitios que tan dolorosas memorias renuevan en ella. Trasladadla sin perder tiempo a la quinta que poseían los templarios sobre el lago Carucedo, porque allí es el aire más templado y el país más plácido y halagüeño. Pronto vendrá la primavera con sus flores y entonces se decidirá la suerte de doña Beatriz, que de continuar aquí, no puede menos de ser desastrada.

-Pero decidme -le preguntó con ansiedad el señor de Arganza-, ¿y vos me respondéis de su vida?

-Su vida -le contestó el religioso- está en las manos de Dios, que nos manda confiar y esperar en Él. Sin embargo, vuestra hija es joven todavía y por profunda raíz que haya echado el mal en ella, bien puede suceder que un suceso feliz y precursor de una época nueva la curase harto mejor que todos los humanos remedios. No nos descuidemos, de nuevo os lo encargo: aprovechad el respiro que va a darnos un calmante que tomará hoy y lleváosla al punto.

En efecto, el calmante proporcionó tan grande alivio a la enferma que don Alonso, devorado de recelos y de inquietudes, después de acelerar todos los preparativos de viaje, partió a los dos días con su hija. Algo mejor preparada ésta y atenta más que a su quietud y bienestar propio al sosiego de su padre, emprendió sin repugnancia su nueva peregrinación, despidiéndose de aquellos sitios, teatro de sus juegos infantiles, con un mal disimulado acento, en que no podía traslucirse la esperanza de volverlos a ver. Tal vez nadie mejor que ella podía juzgar su estado, pues sólo a sus ojos era dado ver los estragos de su alma; pero ¿quién podía adivinar lo que el porvenir guardaba en los pliegues oscuros de su manto?, y por otra parte, la imagen de don Álvaro, libre de sus votos, más rendido, más noble y más hermoso que nunca, era como un ave de buen agüero, cuyos cantos se quedan halagando el oído por rápido que sea su vuelo.

La comitiva cruzó el Sil por la misma barca de Villadepalos que en otros tiempo más felices debió conducirla en brazos de su amante a un puerto de seguridad y de ventura. Fatalidad y no pequeña era encontrar por todas partes memorias tan aciagas, pero aquel reducido país había servido de campo a tantos sucesos que más o menos de cerca le tocaban, que bien podía decirse que sus pensamientos y recuerdos lo poblaban y de donde quiera salían al encuentro de sus miradas.

Pasado el río hay una cuesta muy empinada, desde la cual, a un tiempo, se divisan entrambas orillas del Sil, todo el llano que forma su cuenca, el convento de Carracedo con su gran mole blanca en medio de una fresquísima alfombra de prados, y los diversos términos y accidentes de las cordilleras que por dondequiera cierran y amojonan aquel país.

Comenzaba a desprenderse la vegetación de los grillos del invierno; el Sil un poco crecido, pero cristalino y claro, corría majestuosamente entre los sotos todavía desnudos que adornaban sus márgenes; el cielo estaba surcado de nubes blanquecinas en forma de bandas, por entre las cuales se descubría un azul purísimo, y una porción de mirlos y jilgueros revoloteando por entre los arbustos y matas anunciaban con sus trinos y piadas la venida del buen tiempo.

Del otro lado descollaban las sierras de la Aguiana con sus crestas coronadas de nubes a la sazón y los agudos y encendidos picachos de las Médulas remataban su cadena con una gradación muy vistosa. Casi al pie se extendía el lago de Carucedo, rodeado de pueblos, cuyos tejados de pizarras azules vislumbraban al sol siempre que se descubría, y terminado por dos montes, de los cuales el que mira a mediodía estaba cubierto de árboles, mientras el que da al norte formaba extraño contraste por su desnudez y peladas rocas. Doña Beatriz se sentó a descansar un rato en el alto de la cuesta, y desde allí tendía la vista por entrambas perspectivas, levantando de vez en cuando sus ojos al cielo, como si le rogase que los recuerdos de amargura y las pruebas de su juventud quedasen a su espalda como la tierra de Egipto detrás de su pueblo escogido, y a orillas de aquel lago apacible y sereno comenzase una nueva era de salud, de esperanza y de alegría que apenas se atrevía a fingir en su imaginación. Después de descansar un rato, subió la comitiva en sus caballos y se encaminó silenciosamente a la hermosa quinta en que doña Beatriz debía aguardar el fallo de su vida y de su suerte.

Era éste un edificio con algunas fortificaciones a la usanza de la época, pero sobrado primoroso para fortaleza, porque todos los frágiles adornos y labores del gusto árabe se juntaban en sus afiligranadas puertas y ventanas y en los capiteles que coronaban sus almenas. Habíanla labrado los templarios en tiempos de su mayor esplendor, y para su asiento escogieron una colina poco elevada y de suavísimo declive que está debajo del pueblo del Lago y domina la líquida llanura en cuyos cristales moja sus pies. Forma el lago junto a ella un lindo seno, y allí se abrigaban algunos esquifes ligeros en que los caballeros acostumbraban a solazarse con la pesca de las anguilas, de que hay gran abundancia, y cazando con ballesta algunas de las infinitas aves acuáticas que surcan la resplandeciente superficie. Como las áridas cuestas del monte del norte, que los naturales apellidan de los Caballos, hacían espaldas a la quinta, resultaba que de aquel paisaje agraciado y lleno de suavidad únicamente se ocultaban los términos áridos y yermos. Lo restante era, y es todavía, un panorama de variedad y amenidad grandísima que, repelido por el espejo del lago, figura a veces, cuando lo agita blandamente la brisa, un mar confuso de rocas, árboles, viñedos y colinas sin cesar divididos y juntados por una mano invisible. Tiene el lago más de una ensenada, y la que se prolonga entre oriente y norte, perdida entre las sinuosidades de un valle, parece dilatar su extensión, y los juncos y espadañas que la pueblan sirven de abrigo a infinitas gallinetas de agua y lavancos de cuello tornasolado. No lejos de esta ensenada está el pueblo de Carucedo, sentado en una fresca encañada y a su extremo una porción de encinas viejísimas y corpulentas, cuyas pendientes ramas se asemejan a las de los árboles del desmayo, sirven de límite a las aguas, mientras en la orilla opuesta occidental un soto de castaños enormes señala también su término a los caudales del lago.

Doña Beatriz que tenía un alma abierta, por desgracia suya en demasía, a todas las emociones puras y nobles, no pudo menos de admirar la belleza del paisaje, cuando las laderas de los montes que descienden al lago y su hermosa tabla comenzaron a desplegarse a sus ojos desde las alturas de San Juan de Paluezas. A medida que se acercaba íbase descogiendo un nuevo pliegue del terreno, y ora un grupo de árboles, ora un arroyo que serpenteaba en alguna quiebra, ora una manada de cabras que parecían colgadas de una roca, a cada paso derramaban nuevas gracias sobre aquel cuadro. Cuando, por fin, llegó a la quinta y se asomó al mirador, desde el cual todos los contornos se registraban, subieron de punto a sus ojos todas aquellas bellezas.

El sol se ponía detrás de los montes dejando un vivo rastro de luz que se extendía por el lago y a un mismo tiempo iluminaba los diversos terrenos esparciendo aquí sombras y allí claridades. Numerosos rebaños de ganado vacuno bajaban mugiendo a beber moviendo sus esquilas, y otros hatos de ovejas y cabras y tal cual piara de yeguas con sus potros juguetones venían también a templar su sed, triscando y botando, mezclando relinchos y balidos. Los lavancos y gallinetas, tan pronto en escuadrones ordenados, como desparramados y solitarios, nadaban por aquella reluciente llanura. Una pastora, que en su saya clara y dengue encarnado mostraba ser joven y soltera y en sus movimientos gran soltura y garbo, conducía sus ovejas cantando una tonada sentida y armoniosa, y como si fuera un eco, de una barca que cruzaba silenciosa, costeando la orilla opuesta salía una canción guerrera entonada por la voz robusta de un hombre, pero que apagada por la distancia perdía toda su dureza, no de otra suerte que si se uniese al coro armonioso, templado y suave que al declinar el sol se levantaba de aquellas riberas.

Por risueños puntos de vista que ofrezcan las orillas del Cúa y del Sil, fuerza es confesar que la calma, bonanza y plácido sosiego del lago de Carucedo no tiene igual tal vez en el antiguo reino de León. Doña Beatriz, casi arrobada en la contemplación de aquel hermoso y rutilante espejo guarnecido de su silvestre marco de peñascos, montañas, praderas y arbolados, parecía engolfada en sus pensamientos. Para un corazón poseído de amor como el suyo, la creación entera no parece sino el teatro de sus penas o su felicidad, de sus esperanzas o sus dudas, y esto cabalmente sucedía aquella interesante y desgraciada señora. La imagen de don Álvaro era el centro adonde iban a parar todos los hilos misteriosos del sentimiento que en su alma despertaban aquellos lugares, y entretejiéndolos con los que de tiempos más dichosos quedaban todavía enmarañados en su memoria formaba en su imaginación la tela inacabable de una vida dichosa, llena de correspondencia dulcísima y de aquel noble orgullo que en todos los pechos bien nacidos excita la posesión de un bien legítimamente adquirido. ¡Engañosas visiones que al menor soplo de la razón se despojaban de sus fantásticos atavíos y caían en polvo menudo en medio de las puntas y abrojos que erizaban el camino de doña Beatriz! Al cabo de una larga meditación, en la cual como otras tantas ráfagas luminosas había visto pasar todas aquellas representaciones doradas y suaves de un bien ya disipado, y de otro bien incierto, y apenas bosquejado, la desdichada exhaló un largo suspiro y dijo:

-¡Dios no lo ha querido!

-Dios ha querido probarte y castigarme, ángel del cielo -contestó su padre abrazándola-, nuestras penas acabaron ya y los nuevos tiempos se acercan a más andar. Dios se apiadará de tu juventud y de estas canas vecinas ya al sepulcro, y no querrá borrar mi nombre de la faz de la tierra.

Doña Beatriz le besó la mano sin contestar, porque no se atrevía a entregarse a tan risueñas ideas, ni alcanzaba a acallar los presentimientos que de tiempos atrás habían llegado a posesionarse de su espíritu, pues, para colmo de amargura, la muerte que por tanto tiempo había invocado como término y descanso de sus penas, sin verla aparecer jamás, ahora cruzaba a lo lejos como un lúgubre relámpago, cuando la vida cobraba a sus ojos todas las galas de la esperanza, y sembraba de flores funerarias el camino que guiaba a su templo. Sin embargo, doña Beatriz, como todas las almas fuertes, pasado el primer estremecimiento hijo del barro aceptaba sin miedo ni repugnancia esta idea, y sólo se dolía de la contingencia de su fin prematuro por el luto de su padre, y de aquel amante arrebatado de sus brazos por una deshecha borrasca y que otra no menos deshecha podía volver a ellos. Así pues, sin decir palabra, se apoyó en el brazo del anciano y lentamente bajó la escalera con barandilla prolijamente calada hasta que en la cámara, para ella aderezada, la dejó en compañía de Martina. Dejémosla también nosotros entregada a las dulzuras del sueño que aquella noche bajaba sobre sus párpados más suave y bienhechor que en muchos días, y transportémonos a Salamanca, donde se iba a fallar el ruidoso proceso que traía alborotada a la cristiandad entera.



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