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Capítulo XXXII

En medio de la tremenda tormenta que la envidia por un lado, la codicia por otro y la superstición e ignorancia por casi todos, habían levantado contra el Temple, la península puede gloriarse de que su santuario se conservó exento del contagio de aquellos torpes y groseros errores, y de aquellas pasiones ruines y bastardas. Sobrado se les alcanzaba a sus obispos la fuente de males que tal vez hubiera podido abrirse en Europa de la conservación y crecimiento de aquella orden decaída de su antigua pureza y virtud, y convertida a los ojos del vulgo en piedra de reprobación y de escándalo; pero, como cristianos y caballeros, respetaban mucho a sus individuos, y no desmintieron la noble confianza que en ellos había puesto don Rodrigo Yáñez. Vanas fueron las prevenciones con que Aymerico, inquisidor apostólico y comisionado del Papa para acompañar a los arzobispos de Toledo y Santiago, entró en aquel juicio que intentaba llevar por el mismo sendero de los de Francia; vanos todos los esfuerzos de la corte de Castilla, y en especial del infante don Juan, y vano, por fin, el extravío de la opinión, para torcer la rectitud de sus intenciones. Las iniquidades de Felipe el Hermoso eran justamente el escudo más fuerte de los caballeros en el ánimo de aquellos piadosos varones que, en el fondo de su corazón, deploraban amargamente las debilidades de Clemente V, origen de tanta sangre y tan feos borrones para la cristiandad.

Juntos, pues, en Salamanca bajo la presidencia del inquisidor apostólico y del arzobispo de Santiago, Rodrigo; Juan, obispo de Lisboa; Vasco, obispo de la Guardia; Gonzalo, de Zamora; Pedro, de Ávila; Alonso, de Ciudad Rodrigo; Domingo, de Plasencia; Rodrigo, de Mondoñedo; Alonso, de Astorga; Juan, de Tuy; y Juan, de Lugo; se abrió el concilio con las ceremonias y solemnidades de costumbre. Cada uno de los padres, con arreglo a las bulas pontificias y a las órdenes de sus respectivos monarcas, había formado en su diócesis respectiva un proceso de información, en el cual constaban las declaraciones de infinitos testigos, sacerdotes y seglares, de cuya confrontación debía deducirse la culpabilidad de los caballeros o su inocencia. Sin embargo, en vísperas de un fallo tan solemne fuerza era ampliar aquel sumario, oír a los encausados, recibir nuevas deposiciones y justificar finalmente una sentencia que iba a dar remate a un suceso, con razón calificado por un historiador moderno de gran mérito de «el más importante de los siglos medios después de las cruzadas».

Poco tardó en averiguar el infante don Juan las intenciones con que acudía al concilio el abad de Carracedo, y con ellas recibió sobresalto no pequeño, pues estando todavía en balanzas la suerte de la orden por los reinos de España, muy de temer era que en el de León, al abrigo de una familia tan poderosa, moviese nuevos disturbios y mudanzas, y pusiese en duda la posesión de aquellos bienes que con tanta ansia codiciaba para consolarse de la pérdida de su soñada corona. Así pues, echó mano como de costumbre de sus cábalas y maquinaciones, y comenzó a sembrar la cizaña de su encono en el ánimo de los obispos, infundiendo recelos de discordias con el Sumo Pontífice en algunos, y amenazando a otros con los alborotos que pudiera ocasionar en la mal sosegada Castilla la resolución de dar por libre de sus votos a don Álvaro.

El anciano monje, a quien no se le ocultaba el estado de doña Beatriz y que, por otra parte, sabía cuán agudo cuchillo era para su vida el continuo vaivén de la incertidumbre, presentó el caso como separado del juicio general, alegando la nulidad de la profesión del señor de Bembibre y manifestando la injusticia que podría haber en complicarle en el proceso y responsabilidad de una corporación, que mal podía contarle entre sus miembros. Por valederas que fuesen semejantes razones, no hallaron en el ánimo de los jueces todo el eco que reclamaban, así la solicitud del abogado, como la ventura de doña Beatriz. Por una parte, era urgentísimo sustanciar y decidir aquel gran pleito harto más importante que la suerte de un individuo, y por otra penetrados los prelados en su interior del poco peso de las acusaciones contra los templarios, no tenían reparo en envolver a don Álvaro en los procedimientos generales, que en todo casi siempre había lugar de enmendar con la debida excepción.

Infructuosos fueron, por lo tanto, los esfuerzos que de concierto hicieron, el buen religioso, el maestre don Rodrigo, el comendador Saldaña, su deudo Hemán Ruiz Saldaña, y sobre todo don Juan Núñez de Lara, que tanto por mostrar la nobleza de su sangre, cuanto por el deseo de remediar en lo posible el gran mal que había hecho a don Álvaro en Tordehumos, había venido a Salamanca con diligencia grandísima. Las almas elevadas suelen pagar muy caros los sueños de la ambición, y buena prueba de ello era don Juan de Lara, para quien la noticia de los pesares de don Álvaro y su violenta resolución de entrar en el Temple habían sido y eran todavía un doloroso torcedor. Sin la culpable trama de que también él había sido víctima, libre estaba don Álvaro de los pasados sinsabores y de las presentes angustias, y cualquiera que hubieran sido las pruebas y amarguras de su amor, en último resultado pendiendo su suerte de la constancia y elevado carácter de doña Beatriz, sin duda sus hermosas esperanzas se hubieran visto logradas como merecían. Todo esto, que en voces altas y muy claras decía a don Juan su conciencia, le afligía por extremo y de buena gana hubiera redimido con la mitad de los años de la vida que le quedaban y con lo mejor de su hacienda tales quebrantos. Otra cosa había, además, de por medio que aquejaba vivamente su voluntad, y eran los amaños y arterías que en sentido opuesto empleaba el infante don Juan, su jurado enemigo desde lo de Tordehumos. Razones de gran peso, y entre ellas el bien y el sosiego de Castilla, le habían impedido hacer campo cerrado con él, según en un principio imaginó, pero la idea de contrariar en aquella ocasión sus esfuerzos y dar en tierra con sus artificios ponía espuelas a su voluntad, ya muy decidida de suyo.

Comoquiera, todos estos buenos oficios carecían de base, pues estando presente don Álvaro, natural parecía que de por sí reclamase contra el agravio que al parecer se le hacía; pero la autoridad de sus ancianos amigos y de su tío, las instancias de todos los caballeros de la orden que se hallaban en Salamanca, la importuna solicitud de don Juan de Lara, y hasta la voz misma de aquella pasión que mal acallada en su pecho se despertaba violentamente a la voz de la esperanza, no fueron poderosas a determinarle a semejante paso. La idea de separar su causa de la de sus hermanos de elección, de tal manera alborotaba su altivo pundonor, que al poco tiempo todos sus allegados cesaron por entero en sus persecuciones. Así pues, víctima de aquella ilusión generosa de desprendimiento y de hidalguía, tras de la cual había corrido toda su vida, dilataba sin término el suceso feliz del que pendía ya la dicha que en el mundo pudiera tocarle.

Abrióse, por fin, el juicio, y el maestre don Rodrigo, Saldaña y los más ancianos caballeros comparecieron delante de los obispos a oír los cargos que se les hacían, cargos que en nuestros días moverían a risa, pero que en aquella época de tinieblas encontraban en la muchedumbre un eco tremendo, tanto mayor cuanto más se acercaban a lo maravilloso.

Compulsáronse las informaciones que cada prelado había hecho antes de congregado el concilio y comenzaron a oírse nuevos testigos. No faltaron muchos que se presentasen en contra del Temple, achacándole los mismos crímenes que perdieron a la orden en Francia, y sobre todo y como cosa más visible, avaricia en las limosnas y escaseces y falta de decoro en el culto. Cohechados la mayor parte de ellos por los enemigos de aquella gloriosa institución, arrebatados otros de un celo ignorante y fanático, parecía que unos a otros se alentaban en aquella obra de iniquidad, natural consecuencia de las pérfidas calumnias que deslumbraban los ojos del vulgo sediento siempre de novedades, y tan sobrado de imaginaciones extrañas y maliciosas como falto de juicio y compostura.

Los caballeros, solos en medio de aquel vendaval que sin cesar arreciaba, se defendían, sin embargo, con templanza y valeroso sosiego, atentos a conservar su altiva dignidad aun en medio de tamañas falsías y bajezas.

Don Rodrigo, como cabeza de la orden, era el blanco de todos los tiros, no por odio a su persona, pues su prudencia, su urbanidad y sus austeras virtudes andaban en boca de todos, sino porque humillando la orden en lo que tenía de más sabio y elevado, se minaban sus cimientos y se imposibilitaba su restauración. Comoquiera, el maestre infundía tal respeto por sus años y por aquel resto de imperio y de poder que todavía quedaba en su frente, que más de una vez sucedió que los testigos se retiraron corridos y amedrentados delante de la severidad de sus miradas.

El comendador Saldaña hizo harto más en defenderse de otros ataques, que si bien menos concertados, al cabo eran más enconados y violentos.

Recordarán sin duda nuestros lectores que, en el asalto de Cornatel, un deudo muy cercano del conde murió al golpe de una piedra que le deshizo el cráneo, y otro poco después en la barbacana bajo el hacha del anciano guerrero. Asimismo recordarán que la bandera de los Castros entró arrastrando en el castillo, arrancada por la mano de don Álvaro de la tienda en que ondeaba al soplo del viento.

Heridas y ultrajes eran ya éstos que difícilmente pudiera olvidar aquel orgulloso linaje, pero el desastrado fin de su caudillo había encendido en sus pechos un odio implacable contra los templarios, y sobre todo contra Saldaña como autor de su deshonra y duelo.

Apenas, pues, los vieron emplazados y llamados a juicio, acudieron prontamente a Salamanca donde añadieron al peso de la acusación general el de su encono y recriminaciones.

Cuando llegó su día, presentaron queja ante los padres, acusando al anciano de haber usado malas artes en la defensa de su castillo, con notorio menosprecio de las órdenes de su rey y señor natural. Echáronle en cara la altanería con que desechó las intimaciones del difunto conde, y sobre todo su muerte atroz, contraria a las leyes de guerra. Beltrán de Castro, uno de los más cercanos deudos y que aún no había podido acomodarse al baldón del vencimiento, presentó todos estos cargos con gran discreción y energía, disfrazando a su modo los incidentes de aquella desastrosa jornada.

-Comendador Saldaña -le dijo el arzobispo de Santiago-, ¿confesáis todos los cargos que os hace Beltrán de Castro?

-Padres venerables -contestó el anciano-, no por rebeldía ni deslealtad nos negamos a obedecer las cédulas de nuestro monarca, sino por justa y legítima defensa. Caballeros de nuestra prez no eran para tratados como quería el conde de Lemus a quien respeto, pues que ya el supremo juez le habrá juzgado. Él quería la guerra porque anhelaba vengar agravios recibidos con causa, por desgracia sobrado justa, de mí y de uno de nuestros más nobles caballeros. Amaba el peligro y pereció en él... la paz sea con su alma. Por lo que hace a la nigromancia que nos reprocháis, señor hidalgo -continuó volviéndose a Beltrán y sonriéndose irónicamente-, el miedo sin duda os turbaba la vista y el entendimiento a la par, pues que así confundíais con los demonios nuestros esclavos africanos, y tomabais por llamas del infierno la pez, alquitrán y aceite hirviendo con que os rociábamos la mollera.

El gallego perdió el color al oír semejante ultraje, y rechinando los dientes clavó sus ojos encendidos como brasas en el anciano caballero. Su mano se encaminó maquinalmente a la guarnición de la espada, pero acordándose del sitio en que estaba, mantuvo a raya los ímpetus de su ira.

-No os enojéis, señor hidalgo, que así venís a hacer leña del árbol caído -replicó el comendador en el mismo tono acre y mordaz-, no os enojéis ahora, ya que entonces de tan poco sirvió vuestro coraje a aquellos infelices montañeses, que tan sin piedad llevabais al matadero, ya que entonces el señor de Bembibre con sólo un puñado de caballeros desbarató toda vuestra caballería, saqueó vuestros reales y trajo arrastrando vuestro pendón sin que, a pesar de vuestras fuerzas superiores, tuvieseis ánimo para estorbarlo. ¿En qué opinión teníais a los soldados del Temple y a un viejo caballero que peleó por la cruz en Acre, hasta que los villanos la echaron por el suelo para alfombra de los caballos del soldán? Andad, que vuestro valor es como el de los buitres y cuervos, sólo bueno para emplearse en los cadáveres.

-Señor caballero -le dijo gravemente el arzobispo de Santiago-, no habéis respondido todavía a la principal cabeza de la acusación, la muerte del noble conde de Lemus... ¿Es cierto este capítulo?

-Y tan cierto -respondió Saldaña con una voz que retumbó en el salón como un trueno-, que si mil veces lo cogiera entre mis manos, otras tantas vidas le arrancaría. Sí, yo le así por el cinto cuando cayó a mis pies sin conocimiento; con él me subí a una almena, y desde allí se lo arrojé a sus gentes diciéndoles: «¡Ahí tenéis vuestro valiente y generoso caudillo!»

-¡Lo ha confesado! ¡Lo ha confesado! -exclamaron llenos de júbilo los parientes del difunto.

-Comendador Saldaña -continuó Beltrán-, yo os acuso de traición, pues sólo cohechando al cabreirés Cosme Andrade pudisteis tener noticia de la expedición del desgraciado conde.

-¡Mentís, Beltrán de Castro! -contestó una voz de entre la apiñada multitud, que entonces comenzó a arremolinarse como para abrir paso a alguno.

Efectivamente, después de un corto alboroto y de algún oleaje y vaivenes entre la gente, un montañés con su coleto largo y destazado, sus abarcas y su cuchillo de monte al lado, saltó como un gamo en el recinto destinado a los acusados, acusadores y testigos.

-¿Sois vos, Andrade? -exclamó Castro sorprendido con esta aparición para él inesperada.

-¡Yo soy, yo, el cohechado, como vos decís ruin y villano! -contestó el encolerizado montañés. ¡Parece que os pasma el verme! ¡Bien se conoce que me creíais muy lejos cuando así me ultrajabais. Algún ángel me tocó sin duda en el corazón, cuando viéndoos llegar a Salamanca me oculté de vuestra vista para confundiros ahora, ahora que conozco la ruindad de los Castros! ¡Oh, pobres paisanos y compañeros míos que dejasteis vuestros huesos en el foso de Cornatel, venid ahora a recibir el premio que os dan estos malsines! ¡Yo cohechado!, ¿y con qué me cohecharíais vos, mal nacido? ¿O tenéis por cohecho el rodar por los precipicios y arriesgar la vida hartas más veces que vos?

-Vos recibisteis cien doblas del comendador -replicó Beltrán un poco recobrado, aunque confuso con las embestidas del montañés, que le acosaba como un jabalí herido.

-Cierto que las recibí -contestó Andrade candorosamente, porque se me ofrecieron con buena voluntad; pero ¿guardé una siquiera, embustero sin alma? ¿No las distribuí todas y aun bastantes de mis dineros a las viudas de los que murieron allí por los antojos de vuestro conde? ¿O piensas tú que es Andrade como tu amo maldecido, que vendía por un lugar más su fe de caballero y la sangre de los suyos? Agradece a que estamos delante de estos varones de Dios, que si no ya mi cuchillo de monte te hubiera registrado los escondites del corazón.

-Sosegaos, Andrade -le dijo el obispo de Astorga-, y contadnos lo que sepáis, porque vuestra presencia no puede ser más oportuna.

-Yo, reverendos padres -contestó él con su sencillez habitual-, no soy más que un pobre hidalgo montañés a quien se le alcanza algo más de cazar corzos y pelear con los osos, que no de estas cosas de justicia, pero con la verdad por delante, nunca he tenido miedo de hablar, aunque fuese en presencia del soberano pontífice. Allá va, pues, lo que vi y pasé, bien seguro de que nadie quite ni ponga.

Dijimos que cuando el honrado Andrade cayó despeñado del torreón por mano de Millán le detuvieron unas ramas protectoras. Afortunadamente, no estaban muy lejos de la muralla, y de consiguiente pudo oír casi todas las palabras que mediaron entre don Álvaro y el conde al principio, y luego lo que pasó con el comendador hasta que el magnate gallego bajó descoyuntado y hecho pedazos hasta la orilla del arroyo. Así pues, su declaración en que tanto resaltaba la generosidad de don Álvaro, y la efusión con que contó los prontos socorros que había recibido de Saldaña y de todos los caballeros, hicieron una impresión tan favorable en el ánimo de los padres, que los acusadores de Saldaña no sólo enmudecieron, sino que corridos y avergonzados no sabían cómo dejar el tribunal.

-En suma, santos padres -concluyó el montañés-, si las buenas obras cohechan, yo me doy por cohechado aquí y para delante de Dios, porque, a decir verdad, tan presa dejaron mi voluntad con ellas estos buenos caballeros, que cuando oí decir que al cabo los llevaban presos, acordándome de las mentiras del conde de Lemus y temiendo no les sucediese lo que en Francia, me fui corriendo a Ponferrada, y allí dije al comendador que yo le ocultaría en Cabrera y aun le defendería de todo el mundo. Yo no sé si hice bien o mal, pero es seguro que volvería a hacerlo siempre, porque él me salvó la vida dos veces, y como decía mi padre, que de Dios goce, «el que no es agradecido no es bien nacido».

-Señor de Bembibre -dijo entonces el inquisidor general volviéndose a don Álvaro-, aunque nuevo en esta tierra no me es desconocida la fama de hidalguía y valor que en ella gozáis. Decid, pues, bajo vuestra fe y palabra, si es verdadera la declaración de Andrade.

-Por mi honor, juro que la verdad ha hablado por su boca -contestó el joven poniendo la mano sobre el corazón-. Sólo una cosa se le ha olvidado al buen Cosme, y es que también se entendía conmigo, sin haberme conocido, la noble hospitalidad que ofreció al comendador Saldaña.

-Ya, ya -repuso el montañés casi avergonzado-, bueno sería que lo poco bueno que uno hace lo fuese a pregonar a son de trompeta. Y luego que cuando disteis aquel repelón a nuestro campo de Cornatel, ni siquiera hicisteis un rasguño a ninguno de los míos, y después a los que curaron de sus heridas, los regalasteis con tanta largueza como si fuerais un emperador. Para acabar de una vez, padres santos -continuó dirigiéndose al concilio con tanto respeto como desembarazo-, si dudáis de cuanto llevo dicho, venga aquí la Cabrera entera, y ella lo confirmará.

-No es necesario -dijo entonces el obispo de Astorga-, porque las secretas informaciones que por mi mandato han hecho los curas párrocos de aquel país corroboran los mismos extremos. Este proceso, último que queda por ver de cuantos se han traído a esta junta sagrada, deberá decidir el fallo, salvo el mejor parecer de mis hermanos.

-Deudos del conde de Lemus -dijo en alta voz el arzobispo de Santiago-, ¿queréis proseguir en la acusación, presentar nuevas pruebas y estar a las resultas del juicio?

-En mi nombre y en el de los míos, me aparto de la acusación -contestó Beltrán de Castro con despecho-, sin perjuicio de volver a ella delante de todos los tribunales cuando pueda presentar pruebas más valederas.

-Debíais pedir la del combate -le dijo Saldaña siempre con la misma amargura-, siquiera no fuese más que por renovar las hazañas de que fuimos testigos encima de Río Ferreiros.

Capitaneaba Beltrán la caballería del conde en aquella ocasión, y envuelto en el torrente de los fugitivos nada pudo hacer a pesar de sus esfuerzos, de manera, que sin estar desnudo de valor, su opinión había quedado en dudas. Ninguna herida, por lo tanto, más profunda y dolorosa pudiera haber recibido que la venenosa alusión del comendador. Tartamudeando, pues, de furor y con una cara como de azufre, le dijo:

-¡En cuanto os dieren por libres la pediré, y entonces veremos lo que va del valor a la fortuna!

-Mío es el duelo -contestó don Álvaro-, pues que tomáis sobre vos las ofensas del conde de Lemus. A mí me encontraréis en la demanda.

-No sino a mí -replicó Andrade que he sido agraviado delante de tanta gente.

-Con los tres haré campo -exclamó Beltrán en el mismo tono.

-Caballeros todos -dijo el inquisidor apostólico-, no debe escondérseos, sin duda, que delante de la justicia no hay agravio ni ofensa. Así pues, dad lo hecho por de ningún valor y efecto, y vos, Beltrán, ya que tan cuerdamente desamparáis la acusación, pensad en volveros a vuestro país, que los altos juicios de Dios no se enmiendan con venganzas ni rencores, siempre ruines cuando se ejecutan en vencidos.

Estas graves palabras, dichas con un acento que llegaba al alma, si no mudaron las malévolas intenciones de los Castros, les probaron por lo menos su impotencia; así fue que, despechados tanto como corridos, se salieron del tribunal y enseguida de Salamanca, donde habían encontrado el premio que suelen encontrar los sentimientos bastardos, la aversión y el desprecio.

Otro fruto produjeron también sus ciegas persecuciones, y fue el poner tan de bulto la inocencia de los templarios, que aun sus más encarnizados enemigos hubieron de contentarse con sordos manejos y asechanzas.

Vistos, pues, todos los procesos y pensado el asunto maduramente, el concilio declaró por unanimidad inocentes a los templarios de todos los cargos que se les imputaban, reservando, sin embargo, la final determinación al Sumo Pontífice.

Con esta sentencia salvaron los templarios el honor de su nombre, única cosa a que podían aspirar en la deshecha borrasca que corrían, pero harto más importante para ellos que sus bienes y su poder. Privados de uno y otro, su posición quedaba incierta y precaria hasta el concilio general, convocado para Viena del Delfinado, donde debía fallarse definitivamente el proceso de toda la orden, dado que bien pocas esperanzas pudieran guardar cuando la estrella de su poder, como el Lucifer del profeta, se había caído del cielo.




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Capítulo XXXIII

Mientras esto pasaba en Salamanca, doña Beatriz, pendiente entre la esperanza y el temor, veía correr uno y otro día fijos los ojos en el camino de Ponferrada, creyendo descubrir en cada aldeano un mensajero, portador de la suerte de su amante y de la orden. La elevación natural de su espíritu le hacía mirar siempre el honor como el primero de los bienes, y bien puede decirse que entonces en el de don Álvaro pensaba, y no en su felicidad. Poco podía influir en su ánimo la sentencia más infamatoria que contra él llegase a fulminarse, porque el amor puro y lleno de fe que se había abrigado en aquel corazón, y que todavía le encendía, era incompatible con toda duda ni sospecha, pero la idea de ver a un joven tan noble y pundonoroso sujeto a infamantes penas, a la misma muerte quizá, la estremecía en sueños y despierta.

A pesar de todo, los consuelos y seguridades de su padre, la entrada de la benéfica estación y la influencia que aquellos lugares apacibles y pintorescos ejercían en su espíritu, producían poco a poco alguna mejoría en su salud y parecían disminuir su ansiedad y sus temores. El lago había recobrado la verdura de sus contornos y la serenidad de sus aguas; los arbolados de la orilla, de nuevo cubiertos de hoja, servían de amparo a infinidad de ruiseñores, palomas torcaces y tórtolas que poblaban el aire de cantares y arrullos; los turbios torrentes del invierno se habían convertido en limpios y parleros arroyos; los vientos templados ya y benignos traían de los montes los aromas de las jaras y retamas en flor; los lavancos y gallinetas revoloteaban sobre los juncales y espadañales en donde hacían sus nidos, y el cielo mismo, hasta entonces encapotado y ceñudo, comenzaba a sembrar su azul con aquellos celajes levemente coloreados que por la primavera adornan el horizonte al salir y ponerse el sol. La Aguiana había perdido su resplandeciente tocado de nieve y sólo algunas manchas quedaban en los resquicios más oscuros de las rocas, formando una especie de mosaico vistoso. La naturaleza entera, finalmente, se mostraba tan hermosa y galana, como si del sueño de la muerte despertase a una vida perdurable de verdor y lozanía.

A la manera que el agua de los ríos se tiñe de los diversos colores del cielo, así el espectáculo del mundo exterior recibe las tintas que el alma le comunica en su alegría o dolor. Los acerbos golpes que doña Beatriz había recibido y su retraimiento en el monasterio habían trocado la natural serenidad de su alma en una melancolía profunda que, estimulada por el mal, tendía sobre la creación un velo opaco. Antes eran sus pensamientos un cristal rutilante que esmaltaba y daba vida y matices a todos los objetos al parecer más despreciables, porque el amor derramaba en su imaginación el tesoro de sus esperanzas más risueñas, y ella a su vez las vertía a torrentes sobre las escenas que a sus ojos se ofrecían, pero deshecho el encanto y deshojadas las flores del alma, todo se había oscurecido. El mundo, mirado desde las playas de la soledad y a través del prisma de las lágrimas, sólo tiene resplandores empañados y frondosidad marchita.

Una tarde que estaba entregada a semejantes pensamientos en el mirador de la quinta paseando por el cristal de las aguas distraídas miradas, llegóse su padre a ella a tiempo que sus ojos se fijaban en el castillo de Cornatel, plantado a manera de atalaya en la cresta de sus derrumbaderos. No advirtió ella la aproximación de don Alonso y siguió engolfada en sus meditaciones.

-¿Qué piensas, Beatriz -le preguntó con su acostumbrado cariño-, que no has reparado en mí?

-Pensaba, señor -le respondió ella, llevando su mano a los labios-, que mi vida no es de dieciocho años, sino tan larga como la vuestra. Yo tenía un amante y lo he perdido, tenía una madre y la he perdido, tuve un esposo y allí lo he perdido también -añadió señalando el castillo con el dedo-. Dos veces me he visto desterrada del techo paterno; don Álvaro, desposeído de sus esperanzas, se acogió al claustro guerrero de una orden poderosa y helo ahí por el suelo. ¿Cómo en el breve espacio de un año se han amontonado tantos sucesos sobre la endeble tela de mi vida? ¿Qué es la gloria del hombre que así se la lleva el viento de una noche? Mi ventura se fue con las hojas de los árboles el año pasado, ¡ahí están los árboles otra vez llenos de hojas!, yo les pregunto: ¿qué hicisteis de mi salud y de mi alegría?, pero ellas se mecen alegremente al son del viento y si alguna respuesta percibo en su confuso murmullo es un acento que me dice: «El árbol del corazón no tiene más que unas hojas y cuando llegan a caerse se queda desnudo y yerto, como la columna de un sepulcro».

-Hija mía -respondió el anciano-, ¿te acuerdas de que el Señor hizo brotar una fuente de las entrañas de una peña para que bebiese su pueblo? Cómo dudas, pues, de su poder y su bondad. ¿Te sientes peor?... Esta mañana no te he visto pasear por los jardines como otras veces...

-Sin embargo -contestó ella-, ya puedo andar un buen trecho sin el apoyo de Martina, y suelo dormir alguna que otra hora de la noche. Espero en Dios que mi mejoría será mayor cada día y que pronto sanaré de los males del alma y del cuerpo.

La cuitada se acordó de que su padre la escuchaba y volvió a su sistema de generoso fingimiento, pero tan lejos estaba de decir lo que sentía, que sin poderlo remediar terminó con un suspiro aquellas consoladoras palabras. El anciano le dirigió una mirada tan triste como penetrante y, al cabo de un corto rato en que guardó silencio, le dijo con acento sentido:

-Beatriz, hace tiempo que estoy viendo tus esfuerzos, pero tú no sabes que cada uno es un dardo agudísimo que me traspasa el corazón. ¿De qué me sirven esas apariencias vanas?... ¡Tú sí que te empeñas en deshojar la planta de mi arrepentimiento y en quitarme hasta la esperanza de sus frutos! Vuelve en ti, hija mía, y piensa que tú eres la única corona de mi vejez para desechar esos pensamientos que son una reconvención continua para mí.

-¡Oh, padre mío! -respondió la joven echándole los brazos al cuello-, no se hable más de mis locos desvaríos, que no siempre están en mi mano. ¿No queréis que demos un paseo por el lago?

-Óyeme todavía un poco más -respondió el anciano-, y dime todas tus dudas y recelos. ¿Qué te suspende y embebece tan dolorosamente, cuando las cartas que recibimos del abad de Carracedo nos aseguran de la justificación del tribunal de Salamanca? ¿Cómo dudas de que suelten a don Álvaro de sus votos, cuando los más sabios los dan por de ningún valor ni obligación?

-Dudo de mi dicha por ser mía -contestó doña Beatriz-, y porque es don Álvaro demasiado poderoso y de altas prendas para no infundir recelo a sus enemigos.

¿No sabéis también cuánto se afana el infante don Juan porque los templarios sufran aquí la misma suerte que en Francia? Harto justos son mis temores. Este pleito ruidoso me trae sin mí, y aun las escasas horas de sueño que disfruto me las puebla de imágenes funestas. El otro día soñé que don Álvaro estaba en medio de una plaza, atado a un palo y cercado de leña, y el pueblo que le miraba, en vez de darse a su ordinaria grita, lo contemplaba mudo de asombro. Tenía vestido el hábito blanco de su orden, y en su semblante había una expresión que no era de este mundo. De repente la leña se encendió y el inmenso concurso soltó un grito, pero yo le veía por entre las llamas, y estaba con su ropa cada vez más blanca y su semblante cada vez más hermoso. Por fin, empezaron a tiznarse sus vestidos y a alterarse sus facciones con el dolor, y clavando en mí los ojos me dijo con una voz muy alta y dolorosa: ¡Ay, Beatriz, estas habían de ser las luminarias de nuestras bodas! Yo entonces, que había estado como de piedra, me encontré ágil y de repente corrí a él para desatarle, pasando por en medio de las llamas, pero apenas lo hube logrado cuando los dos caímos en la hoguera. Entonces me desperté temblando como una hoja, bañada en sudor frío y con un aliento tan ahogado que pensé que iba a morir. Por eso me notáis algo más de tristeza y abatimiento hoy que otras veces, pero la suerte me hallará para todo prevenida.

Don Alonso conoció que todas sus razones servirían de poco en aquella ocasión; así pues, al cabo de un rato de silencio, dijo presentando la mano a su hija:

-La tarde está muy hermosa y bien decías antes que era preciso aprovecharla.

La joven se levantó prontamente y, apoyándose en el brazo de su padre, bajó con él hasta el embarcadero donde les aguardaba una ligera falúa con jarcias y banderolas de seda con las armas del Temple. Entraron en ella y tres mozos del país, empuñando los remos, comenzaron a bogar reciamente, mientras la airosa embarcación se deslizaba rápida y majestuosamente dejando tras sí un largo rastro, en el cual los rayos del sol parecían quebrarse en mil menudas chispas y centelleos.

Martina se había quedado en la quinta, y meneando la cabeza, y con ojos no muy alegres, seguía la falúa en que su señora, cubierta con una especie de almalafa blanca muy sutil, que se mecía al son del viento, y con los cabellos sueltos parecía una nereida del lago. La pobre muchacha, que con tanto amor y discreción la había servido y acompañado, no acertaba a verse libre de zozobra y ansiedad, pues, como la más cercana a doña Beatriz, mejor que nadie conocía su estado. En realidad, antes se había mejorado que decaído su salud, pero bien sabía las mortales congojas que le costaba la incertidumbre en que vivía por la suerte de don Álvaro, y que los vislumbres todos de su esperanza de ella pendían principalmente. Por otra parte, como la tristeza es harto más contagiosa que la alegría, la buena de Martina había perdido no poco de su belleza y donaire, y hasta el brillo de sus ojos azules se había amortiguado algo.

Sucedió, pues, que cuando más embelesada estaba en sus ideas, unos pasos muy pesados que sintió detrás le hicieron volver la cabeza, y se encontró nada menos que con vuestro antiguo conocido Mendo, el caballerizo que venía muy apurado y con la misma cara que en otro tiempo le vieron poner nuestros lectores cuando fue a noticiar a su ama en el soto de Arganza la llegada del templario y de su compañero. Martina, que desde aquella ocasión le había mirado con algo de ojeriza y mala voluntad, le recibió con impaciencia y ceño.

-Martina, Martina -le dijo con gran prisa-, algo debe de haber de nuevo, porque desde la torre he visto asomar gente por lo alto de la cuesta de Río Ferreiros.

-Vamos allá -respondió ella con despego-; siempre será una embajada como la de antaño. ¿Qué tenemos con la gente que venga? ¿No vienen todos los días de mercado aldeanos de Ponferrada?

-¡Qué aldeanos ni qué ocho cuartos, mujer! -respondió él con su acostumbrada pachorra-, ¡si he visto yo los pendoncillos de las lanzas y el sol que les daba en los cascos y no se podía sufrir! Dígote que son hombres de armas, y que algo de nuevo traen.

-Pues harto mejor harías en haber ido a esperarlos, y volver corriendo con la noticia -replicó Martina, que no gustando de la compañía, se hubiera deshecho de ella con gran satisfacción.

-De buena gana me hubiera ido -dijo él-, pero el vejete de Nuño se empeñó hoy en salir en el Gitano, que es el caballo que a mí me gusta, y me quedé. Vedlo, allí va -añadió señalando el lugar de la orilla por donde el cazador iba con su caballo-, ¡y qué aires tan altos y sostenidos!, y qué maestría en el portante. ¡Calla!, ¿pues qué le ha dado al viejo que así lo pone al galope sin necesidad, como si fuera su jaca gallega?...

Quedóse entonces el palafrenero con la boca abierta y siguiendo con los ojos la carrera de su palafrén predilecto hasta que, soltando un grito, exclamó con una impetuosidad que le era totalmente extraña:

-¡Ahora sí!, ahora sí que son ellos; míralos allá, Martina... Allá abajo, las encinas, a la entrada del pueblo..., ¿no los ves?

-Sí, sí, ya los veo -respondió la muchacha, que era toda ojos en aquel momento-. Pero ¿qué traerán?

-¿Qué sé yo? -respondió Mendo-. ¡Toma! ¡Toma!, pues si casi todo el pueblo de Carucedo está allí. Oye, oye, cómo gritan y cómo brincan los rapaces y aun los mozos... Pues señor, algo alegre tiene que ser por fuerza.

-Pero válgame Dios, ¿y qué podrá ser? -volvió a preguntar la muchacha, poseída de curiosidad.

-Ahora llega Nuño y habla con ellos. ¡Por Santiago, que el viejo se ha vuelto loco!, ¿no has visto cómo ha tirado el gorro al alto?..., ahora todos hacen señas a la falúa de los amos..., allá va..., ¡cuerpo de Cristo, y qué gallardamente reman!..., pues no tienen poca prisa los que aguardan..., ¿has visto tal grita y tal manotear?

La embarcación iba acercándose, en efecto, rápidamente a las señas y voces de aquel animadísimo grupo de gentes de todas edades y sexos, sobre los cuales se veían descollar algunos hombres de armas a caballo; sin embargo, la velocidad de la falúa no correspondía a la impaciencia de Nuño que, picando de ambos lados su generoso corcel, se metió al galope por el lago adelante levantando una gran columna de agua con la que debía de mojarse hasta los huesos, y excitando la furia de Mendo que echando un voto y amenazando con el puño cerrado, dijo con una gran voz:

-¡Ah, bárbaro silvestre y bellacón!, ¿así tratas tú a la alhaja mejor de la caballeriza? ¡Por quien soy, que no tienes tú la culpa, sino quien pone burros a guardar portillos! ¡Para mi alma, que si otra vez te vuelves a ver encima de él, que me vuelva yo moro!

-Mal año para ti y para todos tus rocines exclamó enojada Martina-, calla, a ver si podemos oír algo, y déjame ver, de todas maneras, lo que pasa.

El generoso corcel, obediente y voluntario como suelen ser todos los de buena raza, llegó nadando gallardamente con su jinete hasta el borde de la falúa, y allí Nuño, gesticulando con vehemencia, dio su mensaje, que tanta prisa le corría. Doña Beatriz, que se había puesto en pie para escucharle y cuya forma esbelta y agraciada con su vestido blanco se dibujaba como la de un cisne sobre la superficie azulada del lago, levantó los brazos al cielo y enseguida se hincó de rodillas con las manos juntas como si diese gracias al Todopoderoso. Su padre fuera de sí de alborozo corrió a abrazarla estrechamente; enseguida, metiendo la mano en una especie de bolsa que traía pendiente de la cinta, sacó una cosa que entregó a Nuño, y éste, volviendo a la orilla con gran prisa, comenzó a distribuir entre los aldeanos el bolsillo de su señor que, como presumirán nuestros lectores, era lo que acababa de recibir. Con esto crecieron las aclamaciones y vítores mientras la falúa ligeramente se dirigía a las encinas, donde el señor de Arganza, saltando en tierra y abrazando a uno de los recién venidos, le hizo embarcar con él y su hija que también se adelantó a darle la mano. Los demás, precedidos de Nuño, se dirigieron al galope a la quinta, seguidos durante un rato de toda la chiquillería de Carucedo que gritaban a más y mejor.

Martina, que con los ojos arrasados en lágrimas había visto aquella escena, cuyo sentido no tardó mucho en comprender, exclamó entonces:

-Gracias mil sean dadas a Dios, porque los templarios han sido absueltos, y ya nada tenemos que temer por el generoso don Álvaro. Pero, ¿qué haces ahí, posma? -le gritó a Mendo que se había quedado como lelo-, ¿no ves que ya están llegando? Anda a habilitar las caballerizas.

No le pesaba al rollizo palafrenero de la absolución de don Álvaro, porque, desvanecidos como el humo sus proyectos de servir a un conde con la muerte del de Lemus, creía que ninguno podía haber más honrado para reemplazarle que el señor de Bembibre, pero no estaba en esto la dificultad, sino en que, como amo y criado, venían a ser a sus ojos una misma persona, y él no había cedido en sus amorosos propósitos respecto a Martina, veía dar en el suelo toda la fábrica de sus pensamientos con semejante desenlace. Así fue que, aguijoneado tan vivamente por la muchacha, bajó la escalera diciendo entre dientes:

-Pues, señor, con que el zascandil de Millán vuelva y con que el Gitano coja un muermo con la mojadura que no se lo quite en medio año de encima, medrados habemos quedado.

Martina, por su parte, bajó también aceleradamente al embarcadero, donde a poco saltó en tierra su señora en compañía de su padre y de aquel portador de buenas nuevas, que no era otro sino nuestro buen amigo Cosme Andrade.




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Capítulo XXXIV

El honrado montañés que vio tan bien terminada la causa de los templarios a despecho del encono que los Castros abiertamente y el infante don Juan y otros señores con sordos manejos habían manifestado contra aquella esclarecida orden, determinó volverse a su Cabrera, de donde faltaba hacía ya más tiempo del que hubiera deseado. Como la situación de los caballeros después de la ocupación de sus bienes era tan precaria, volvió a las instancias y ofertas que ya en Ponferrada había hecho al comendador, pero con más ardor que nunca, ponderándole con su sencilla efusión el gran contento que recibiría su mujer con su vista, el favor que le haría en enseñar a sus hijos los ejercicios de los guerreros, lo mucho que se divertiría con sus cazas, y sobre todo la paz y veneración que le rodearían por todas partes. El anciano se mantuvo inflexible como quien ha formado una resolución que todo el poder del mundo no bastaría a destruir, y así el buen hidalgo hubo de hacer sus preparativos de viaje sin que se le lograra aquel vivo deseo.

Cuando llegó el día de la separación, los caballeros todos salieron a despedir a Cosme a las afueras de Salamanca para darle un público testimonio de lo agradecidos que quedaban a su noble comportamiento. Paga escasa en verdad, si no la realzara y diera tan subido precio la sincera voluntad que la dictaba, porque nadie se había arrojado a la defensa del Temple con tanto valor como aquel sencillo montañés, ni hubo testimonio que tanto peso tuviese como el suyo en el ánimo de aquellos santos varones.

La nobleza de su alma se descubrió bien a las claras cuando casi sólo se arrestó a sostener el choque de la opinión embravecida en aquel siglo supersticioso, y sin vacilar se puso a luchar cuerpo a cuerpo con el poderoso linaje de los Castros.

Cualquiera que fuese la prevención y odio con que miraban a aquella caballería, como los rasgos generosos tienen un no sé qué de eléctrico, poco tardó en ganar la mayor parte de los corazones; así fue que salió de Salamanca colmado de elogios y favores de todas clases.

Llegó, por fin, el instante de la partida, y entonces el maestre, después de haberle dado las gracias en unos términos que el buen montañés no parecía sino que estaba a la vergüenza, según el vivo color que a cada momento le encendía las mejillas, le regaló un caballo de casta árabe y de hermosísima estampa, ricamente enjaezado. Bien hubiera querido él excusar el regalo, pero no fue posible atendida la fina y delicada muestra de gratitud de aquellos guerreros. Antes de montar a caballo, sin embargo, todavía llamó aparte a Saldaña, y con las lágrimas en los ojos le volvió a rogar que se fuese con él a Cabrera, cosa que él rehusó, pero no sin cierto enternecimiento que no estaba en su mano sofocar. Por fin, después de muchos abrazos y aun lágrimas, subió el montañés en su nueva cabalgadura y se alejó de la noble Salamanca, acompañado de unas cuantas lanzas del abad de Carracedo que volvían al Bierzo.

Comoquiera, las alegres nuevas de que era portador casi disiparon del todo el disgusto de la separación, porque las cartas que llevaba para el señor de Arganza del venerable religioso, y los sucesos que como testigo presencial podía contar, era cosa averiguada que derramarían la alegría en las pintorescas orillas del lago de Carucedo.

Y no se engañaba, según acabamos de ver, porque como aquellos pacíficos aldeanos sólo bienes y limosnas debían a los templarios, recibieron como la mejor fiesta del mundo la noticia de su absolución. Así fue que cuando puso el pie en tierra, después de haberle acogido con los brazos abiertos el señor de Arganza y de haber visto entre las suyas la mano delicada de aquella dama a quien sus pesares y dolencias no habían podido despojar de su singular atractivo y hermosura, no sabía el buen cazador lo que le pasaba, ni cabía en sí de puro ancho.

Como ya declinaba el sol cuando el encuentro y sucesos que de referir acabamos, don Alonso no rompió la nema de los pliegos hasta llegar a la quinta.

El virtuoso abad le daba cuenta en ellos de varios pormenores del juicio y de la sentencia, le recomendaba eficazmente a Andrade y concluía diciéndole que, atendido el espíritu de los padres del concilio, estaba casi cierto de que darían por libre a don Álvaro de todos sus votos. La carta concluía con algunas reflexiones llenas de unción y de consuelo, vivo traslado de la caridad que se abrigaba en aquella alma, a pesar de la notable adustez de su carácter.

Encargar festejos y toda clase de finezas para el portador de semejantes nuevas era trabajo de todo punto excusado, además que don Alonso estimaba cordialmente a aquel hombre, dechado de honradez y de virtudes antiguas.

Así fue que, en los días que permaneció en la quinta, no cesaron las funciones de caza y pesca, los banquetes y las danzas. Sin embargo de todo, el montañés, que nunca había hecho ausencia tan larga de su casa, anhelaba extraordinariamente volver a ver la cara de su mujer y los enredos de sus hijos; por lo cual, al cabo de una semana, se despidió de su noble huésped y de su interesante hija, para volverse a sus nativas montañas. Doña Beatriz le regaló unas preciosas ajorcas de oro y pedrería para su esposa, y don Alonso le hizo presente de un hermoso tren de caza, con una cometa primorosamente embutida en plata. Además, para mayor honra, le acompañó un buen trecho de camino, al cabo del cual se separaron haciéndose las más cordiales protestas de amistad y buena correspondencia.

En su alma era donde encontraba Andrade el mejor galardón de sus acciones, pero no dejaba de ser uno y bien halagüeño la afición que con ellas había logrado despertar en todas las almas bien nacidas.

Mezclábase también a estos sentimientos un poco de vanidad por haber venido a ser el héroe de aquellos sucesos, por manera que el respeto antiguo con que entre los suyos era mirado, subió de punto y aun llegó a pasmo y admiración.

Después de esta peripecia pasó doña Beatriz del extremo de la ansiedad y del dolor al de la esperanza y alegría. No sólo veía a su amante honrado y absuelto, sino libre de sus votos, volviendo a sus pies más rendido y enamorado que nunca y abriendo como la aurora las puertas de la luz al día resplandeciente y eterno de su amor. Desde entonces parecía que un nuevo germen de vida discurría por aquel cuerpo debilitado y lánguido, y que sus ojos recobraban poco a poco la serenidad de su mirada. Sus mejillas comenzaron a colorearse suavemente, y en todos sus discursos se notaba que la confianza había vuelto a introducirse en su alma. Locos extremos, sin duda, en que más parte tenía el deseo de su corazón que la realidad de las cosas, puesto que la suerte de don Álvaro estaba todavía pendiente del fallo de un tribunal, y que ni la razón ni la religión aconsejan que se ponga tanta fe en la inestabilidad de los negocios humanos.

Los que contaban con la condena y castigo de los templarios, que era la corte de Castilla y la mayor parte de sus ricos hombres, aunque estaban apoderados de sus bienes y aun de sus personas, volvieron a sus recelos y temores no bien los vieron absueltos y dados por libres los cargos que se les imputaban. Por lo mismo redoblaron su diligencia y esfuerzos para que los tristes pedazos de aquel ilustre cuerpo, como los de la serpiente fabulosa, no pudieran volver a juntarse y soldarse para tomar a la vida. Desconcertada su acción y secuestrados sus bienes, el medio más eficaz de reducirles al último abatimiento era privarles de aquellas alianzas, escasas en número a la verdad, pero por lo mismo sinceras, a cuya sombra pudieran intentar su restauración; y cuando a tanto no alcanzaran, debilitar por lo menos todo lo posible a los señores que les quedaban amigos para hacerlos menos temibles.

En tan fatal coyuntura se ofrecía a la resolución del tribunal el asunto de don Álvaro. Aunque todos sabían que la amargura del desengaño era la que le había llevado a la soledad del claustro, no por eso dejaban de conocer que, habiendo pronunciado sus votos voluntariamente, cualquiera que fuesen las cualidades de que en su origen adolecían, nunca faltaría a la fe jurada a sus hermanos. Claro estaba, por consiguiente, que si quedaba suelto de las ligaduras religiosas y volvía a ser señor de sus bienes en un país donde el Temple había echado tan hondas raíces, podían amagar grandes peligros, y mucho más si al cabo llegaba a entroncarse con la poderosa casa de Arganza.

Como don Álvaro, por otra parte, no había querido apartar su causa de la de su Orden, ni aun a trueque de la felicidad con que le brindaba, más que el abad de Carracedo, y sus amigos, su propio corazón, de imaginar era, que no bien se le deparase la ocasión, trataría de volver por el honor de los suyos y de reparar la injusticia cometida con ellos.

Muy común es aborrecer a quien sin causa se agravia, porque su presencia es un vivo reproche y sañudo despertador de su conciencia, y por esta razón, sin duda, miraba el infante don Juan a don Álvaro con sangriento rencor. Cuánto, pues, no debieron crecer sus inquietudes cuando vio la posibilidad de que de nuevo se anudase aquel lazo que ya antes había roto con el enlace del conde de Lemus, y que entonces parecía traído por una mano invisible. Desde el día mismo de la sentencia volvió a sus cábalas y maquinaciones, procurando torcer el ánimo de los obispos para que declarasen templario a don Álvaro, y como tal sin absolverle de ninguno de sus votos le sujetasen a la final determinación del Sumo Pontífice. Con esto se lograba que, continuando sus bienes en secuestro, perdiese aquella insigne milicia la esperanza de mejorar su causa al abrigo de un señor poderoso y valiente, mientras el tiempo y el decaimiento a que habían venido acababa de todo punto con su lustre y prestigio. Sólo de esta suerte podía descansar su codicia acerca del fruto que pensaba sacar aquel rico botín.

Con grandes obstáculos tenía que luchar, sin embargo, y no era el menor de todos ciertamente ser él quien tan solícito se mostraba en semejante fallo, porque su reputación no podía andar más despreciada y abatida, aunque se abrigase de la majestad y pompa del rey su sobrino. Por otra parte, las candorosas declaraciones de don Álvaro que viendo ya a salvo el honor y aun la vida de sus hermanos, había acallado, por fin, los generosos escrúpulos de su honor; las cartas del infante a don Juan Núñez en que se revelaba la negra trama de Tordehumos, los esfuerzos de este buen caballero, sinceramente arrepentido y deseoso de enmendar su anterior conducta, y el noble desprendimiento de Saldaña que, a trueque de favorecer al señor de Bembibre, no vaciló en acusarse de haber ejercido coacción en el maestre para su admisión en la orden, eran contrapeso más que suficiente a las intrigas y maquinaciones de aquel mal caballero. No era la cuestión de gobierno y buena política la sometida a la sensatez de los prelados de Castilla y Portugal, sino la justicia estricta y rigurosa, y así, desde luego, manifestaron su resolución de favorecer a don Álvaro. En tan robusto fundamento descansaban las esperanzas del abad de Carracedo y las seguridades, temerarias sin duda, de doña Beatriz.

Desgraciadamente, no estaba del mismo modo de pensar el inquisidor delegado del Papa, y sin su ayuda mal podía ponerse el sello a la ventura de aquellos desdichados amantes. Arrastrado por el rey de Francia, según ya dijimos, entró Clemente en la persecución de los templarios; la política más que el encono le mantuvo en aquella senda, indigna de la majestad pontificia, y atendiendo a ella más que a otra cosa, sus legados salieron bien penetrados de sus instrucciones y decididos a llevar a cabo sus intentos. Viendo, pues, Aymerico que los padres de Salamanca, puesta la mirada únicamente en la justicia, se inclinaban a pronunciar la nulidad de los votos de don Álvaro, y ocupado de los mismos temores que el infante don Juan, comenzó a suscitar estorbos a la decisión del concilio. No le valieron, sin embargo, sus astucias; así es, que pasado poco tiempo, hubo de recaer fallo sobre este incidente del gran proceso del Temple.

La sentencia declaró a don Álvaro libre de los votos de obediencia y pobreza, únicos que le ligaban a la orden, y le restituyó todos sus bienes y derechos, pero no pudo coronar la obra de virtud de aquellos piadosos prelados. El voto de castidad y pureza, atadura la más fuerte de todas, quedaba sujeto a la jurisdicción especial del legado pontificio, pues cualquiera que fuese la nulidad de los otros, al cabo todos se referían a un orden de cosas ya finado o suspenso por lo menos, al paso que éste, como de obligación absoluta y puramente individual, no estaba sujeto a tiempo ni circunstancias, habiendo sido pronunciado voluntariamente.

Semejante explicación, como otras muchas que se fundan en una mezquina y farisaica explicación de las leyes, tenía mucho más de escolástica y teológica que de caritativa y benéfica, porque el ningún valor esencial de la profesión de don Álvaro mal podía fortalecer ninguna de las obligaciones con ella contraídas, y por otra parte, ningún empleo más noble podía buscarse al poder de la religión que remediar los daños de la iniquidad y perfidia. Por dado que fuese el siglo aquel a sutilezas de escuela, de tanto bulto eran estas razones y tan acomodada por otra parte la solicitud al espíritu del Evangelio, que los obispos todos con el mayor encarecimiento rogaron al inquisidor que, en uso de sus facultades extraordinarias, rompiese la última valla que se oponía a la felicidad de dos personas tan dignas de estimación y de respeto por sus desventuras y por su elevado carácter, agradeciendo así las hazañas de don Álvaro en Andalucía y Tordehumos, y librando a un tiempo de su final ruina a dos linajes esclarecidos y antiguos.

Cabalmente, estas razones eran las que más desviaban al inquisidor de otorgar la demanda, pues no habiendo sido poderosa su influencia a estorbar la declaración que restituía a don Álvaro a la clase de señor independiente, el único medio que tenía de disminuir su poderío era impedir aquel enlace deseado. Tan cierto es que la mano de la política, y la razón de estado sin escrúpulo, trastornan las esperanzas más legítimas y se burlan de todos los sufrimientos del alma.

Perseverante, pues, en su propósito, desoyó Aymerico no sólo las reclamaciones del abad y de los prelados, sino los ruegos de una gran porción de señores que, guiados por don Juan Núñez de Lara, y llenos de afición a don Álvaro, emplearon todos sus esfuerzos en allanarle el camino de su felicidad. Recayó, pues, brevemente la sentencia dando por válido y obligatorio el voto de que se trataba hasta que el Sumo Pontífice, en el concilio general que debía celebrarse en Viena del Delfinado, determinase lo más justo.

El inquisidor, por su parte, para dulcificar algún tanto la amargura de este fallo, ofreció interponer sus buenos oficios con la corte romana, para la resolución definitiva de este asunto que en conciencia no había podido zanjar favorablemente, según decía. Ninguno se dejó engañar, sin embargo, porque acudiendo al concilio de Viena casi todos los obispos de la cristiandad, y habiendo de verse en él las piezas innumerables del inmenso proceso del Temple, no había imaginación que le viese el término, ni esperanza que hasta su fin pudiese llegar.

Muy general fue la pesadumbre que ocasionó semejante desenlace, pero la del abad, del maestre, de Saldaña y don Juan Núñez de Lara fue grandísima y sobremanera amarga, aunque dictada por tan distantes motivos. Mucho le pesaba al buen religioso de ver así malogrados sus afanes, y a los ancianos caballeros asistir a los funerales de la última esperanza de don Álvaro, pero en Lara se mezclaba al dolor el más vivo remordimiento, y de todos ellos era quizá el más digno de compasión.

Por lo que hace a aquel desventurado joven, no se le oyó más que una queja, la de ver definitivamente separada su suerte de la de los templarios cuando acababan de romper el último talismán que podía hacerle agradable el poder y los honores. Desde entonces hasta el día en que hubo de dar la vuelta al Bierzo en compañía del abad no volvió a pronunciar una sola palabra sobre su suerte, pero en aquella ocasión, y sobre todo al despedirse de Saldaña, soltó la compresa a su dolor, y maldijo mil veces del sino que había traído al mundo. El anciano le consoló como pudo, exhortándole a la fortaleza, y poniéndole delante la inmensidad del porvenir con que le brindaba su juventud. Tanto él como el maestre y casi todos los caballeros quedaban en calidad de reclusos esparcidos en monasterios y conventos apartados hasta la resolución del Papa; así pues, don Álvaro, después de haber recibido la bendición de su tío y los abrazos de Saldaña y de sus compañeros, salió de Salamanca con el abad de Carracedo, desamparado y triste como nunca. Después de tantos desengaños y severas lecciones, al cabo de tantos vaivenes dentro de su propio corazón y en los revueltos caminos del mundo, la luz de la esperanza sólo podía iluminar dudosa y turbiamente las tinieblas de su alma. No se le ocultaba el estado de doña Beatriz y el terrible golpe que con el último suceso iba a recibir, y contra aquel presentimiento, contra aquella voz interna, se estrellaban todos los consuelos y reflexiones del abad; bien es verdad que los mismos temores y zozobras asaltaban el alma del anciano y privaban a su voz de aquel acento de seguridad tan necesario para comunicar el valor y la confianza. El viaje, por consiguiente, fue muy desabrido y silencioso.

Había pensado el monje presentarse, desde luego, en la quinta de Carucedo y preparar por sí mismo a doña Beatriz para la dura prueba a que volvía a sujetarle la suerte, pero, mejor mirado todo, juzgó más prudente detenerse a descansar en Bembibre, y desde allí escribir a don Alonso todo lo ocurrido.

Habíase adelantado Millán a la impensada nueva del regreso de su amo, y todo Bembibre salió a su encuentro, pues ni un sólo día habían dejado de rezar por su feliz y pronta vuelta, ni echar de menos su autoridad paternal. Don Álvaro procuró corresponder como siempre a aquellas sencillas muestras de aprecio, pero nadie dejó de observar con disgusto cuán mudado estaba con los pesares el semblante de su señor. La guarnición que en nombre del rey ocupaba el castillo lo dejó al punto en manos de su legítimo dueño, y un buen número de los soldados que habían acompañado a don Álvaro a la expedición de Tordehumos se apresuraron a guarnecerlo. En una palabra, el día entero y aun alguno de los posteriores se pasaron en danzas y regocijos de todas clases, pues todo había vuelto en Bembibre a su antigua alegría. ¡Todo menos el corazón de su señor!




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Capítulo XXXV

Las esperanzas de doña Beatriz venían a ser con tan raros sucesos como las flores del almendro que, apresurándose a romper su capullo a las brisas de la primavera, y abriendo su seno a los rayos del sol, desaparecen en una sola noche al soplo mortífero de la helada. Su alma cansada de sufrir y su salud postrada a los embates del dolor, no bien sintieron flojas las rigurosas ataduras, cuando se abalanzaron ardientemente a la fuente del bien y la alegría, para templar su hidrópica sed, bien ajenas de encontrar el acíbar de nuevas tribulaciones, donde tan regalada frescura y suavidad se imaginaban.

No era muy del agrado del cuerdo don Alonso aquella imprudente seguridad en que se adormecía su hija, pero gracias a ella sus fuerzas se restauraban tan visiblemente y hasta su memoria parecía purificarse de los pasados trágicos recuerdos de tal modo que no tenía valor para destruir aquel hermoso sueño que le libraba de su más terrible recelo.

El anciano médico de Carracedo se manifestaba sumamente satisfecho del sesgo que la enfermedad iba tomando, y como las noticias que de Salamanca llegaban sólo traían anuncios de un porvenir próspero, nada había que detuviese la naturaleza en su benéfico movimiento.

Había entrado de lleno la primavera y su influjo contribuía también poderosamente al alivio de la enferma, pintando en su imaginación las risueñas escenas de aquellos contornos y regalando su pecho con su amoroso ambiente. Aquel cuadro ganaba cada día en belleza y amenidad, y en él encontraba el alma tierna y apasionada de doña Beatriz un manantial inagotable de dulcísimas sensaciones.

Una mañana que, unas veces a pie y otras embarcada, había recorrido con su padre y su doncella gran parte de las orillas del lago, se recostó, por último, al pie de un castaño para descansar un poco de su fatiga. Arrullaba tristemente una tórtola en las ramas de aquel árbol; un leñador, descargando recios golpes con su hacha en el tronco de un acebuche no muy distante, acompañaba su trabajo con una tonada muy dulce, y en el medio del lago, menudamente rizado por un vientecillo ligero, se balanceaba una barquilla con un solo aldeano. El cielo estaba puro; el sol recién salido alumbraba con una luz purísima el paisaje, y únicamente en un recodo algo más sombrío de aquella líquida llanura una neblina azul y delgada parecía esconderse de sus rayos.

Los tres guardaban silencio como si temiesen interrumpir con sus palabras la calma de aquel hermoso espectáculo, cuando un resplandor que venía del lado de Carucedo dio en los ojos de don Alonso, y fijándolos con más cuidado en aquel paraje, vio un hombre de armas que al trote largo se encaminaba hacia ellos, y cuyo almete y coraza heridos por el sol despedían vivos fulgores. Hacía días que no recibía noticias de Salamanca el noble señor y al punto juzgó que aquel hombre vendría enviado del abad.

El forastero, que vio la falúa atracada a corta distancia y el traje y apostura del grupo que estaba al pie del castaño, se encaminó hacia ellos en derechura, y apeándose ligeramente, presentó a don Alonso un pliego con las armas de Carracedo. Abriólo rápidamente, y a los pocos renglones que hubo leído se le robó el color de la cara, comenzaron a temblarle las rodillas, y como si fuese a perder el conocimiento se apoyó contra el tronco del árbol y dejó caer el papel de las manos. Doña Beatriz entonces, veloz como el pensamiento, se arrojó al suelo y recogiendo la carta se puso a leerla con ojos desencajados, pero su padre, que al ver su acción pareció recobrarse enteramente, se arrojó a ella para arrancársela de las manos diciéndole a gritos:

-¡No lo leas!, ¡no lo leas, porque te matará!

Pero ella, desviándose a un lado, sin separar sus ojos del fatal pliego, y cebada en sus renglones, llegó a un punto en que lanzando un tremendo gemido, cayó sin sentido en brazos de su fiel doncella. El mensajero acudió al punto a su socorro y los remeros hicieron lo mismo saltando en tierra, pero ya don Alonso y Martina la habían reclinado de nuevo al pie del árbol sentándose ésta en el suelo y teniendo en su regazo la cabeza de su señora. Entonces comenzaron a rociarle el rostro con agua que traían del lago en un búcaro, y a administrarle cuantos remedios consentía lo impensado del lance, pero inútilmente, porque no volvía en sí ni cesaba una especie de respiración sonora y anhelosa que parecía hervir en lo más profundo de su pecho. De cuando en cuando exhalaba un ¡ay! profundísimo y llevaba las manos al lado del corazón, como si quisiese apartar un peso que la abrumaba, mientras un copioso sudor corría de su frente y humedecía todo su cuerpo.

En semejante estado se pasó un largo rato, hasta que viendo don Alonso que el accidente ofrecía serio cuidado, determinó ponerla en la falúa y volver a la quinta inmediatamente. Transportáronla, pues, entre todos con el mayor cuidado, y bogando aceleradamente poco tardaron en desembarcar en el muelle desde donde, con las mismas precauciones, la llevaron a su cama. Afortunadamente, estaba allí a la sazón el anciano físico de Carracedo que acudió al punto, y observando con gran cuidado su respiración y pulso le abrió sin perder tiempo una vena. Con el remedio comenzó a mitigarse su tremenda fatiga, y a poco abrió los ojos, aunque sin fijarlos en objeto alguno determinado y rodeando su cámara con una mirada incierta y vagarosa. Por último, recobró totalmente sus sentidos, pero presa todavía de su tremendo ataque, las primeras palabras que pronunció fueron:

-¡Aire!, ¡aire!, ¡yo me ahogo!

El religioso acudió aceleradamente a las ventanas y las abrió de par en par.

-¡Ah!, ¡todavía!, ¡todavía tengo aquí un peso como el de una montaña! -exclamó pugnando por incorporarse y señalando el lado izquierdo del pecho.

Entonces Martina, el monje y su padre la incorporaron en el lecho amontonando detrás una porción del almohadas. En esta postura recobró poco a poco algún sosiego, y el aire templado y apacible que entraba por las ventanas empezó a serenar su respiración. Entonces fue cuando el recuerdo de la escena que acababa de pasar se despertó en su memoria, y clavando en su padre sus ojos alterados y brillantes con el fuego de la calentura, le dijo:

-¿Qué se hicieron la carta y el mensajero?... ¡Dadme el papel, que todavía no le he acabado de leer!... ¿Dónde le guardáis, que no le veo?

-¡Hija mía!, ¡hija mía! -le respondió el anciano-, no me destroces el corazón. ¿Qué vas a buscar en ese malvado escrito?

-¡La carta!, ¡la carta! -repuso ella con ciega y obstinada porfía, y sin hacer caso de las razones de su padre.

-Dádsela y no la contradigáis -añadió el físico en voz baja-, porque ya no le podrá hacer más daño del que le ha hecho.

Entregósela entonces don Alonso, y ella, con extraordinaria avidez, se puso a devorarla. Esta carta, como presumirán nuestros lectores, no contenía sino lo que ya saben, pero por una fatal circunstancia distaba de la imaginación de doña Beatriz como el cielo de la tierra. Acabó, por fin, de leerla, y dejando caer entrambas manos sobre el lecho, como postrada de debilidad, dirigió una larga y melancólica mirada al paisaje que por las abiertas ventanas se descubría. Un breve espacio estuvo sumida en esta triste distracción hasta que, al cabo, lanzando un profundo suspiro, exclamó:

-Y sin embargo, mi ensueño era bien puro y bien hermoso, puro y hermoso como ese lago en que se mira el cielo como en un espejo, y como esos bosques y laderas llenas de frescura y de murmullos. No seré yo quien sobreviva a las pompas de este año. ¡Necia de mí, que pensaba que la naturaleza se vestía de gala como mi alma de juventud para recibir a mi esposo cuando sólo se ataviaba para mi eterna despedida!

-¡Y necio de mí mil veces -repuso don Alonso-, que te dejé adormecer en esa vana esperanza que podía desvanecerse con un soplo!

-¿Qué queríais, padre mío? -repuso ella con dulzura-, mis ojos se habían cansado de llorar en la noche de mis pesares, y cuando el cielo me mostró un vislumbre de felicidad, creí que duraría, porque lo había comprado a precio de infinitas amarguras. Poco siento la muerte por mí, ¿pero quién os consolará a vos, quién le consolará a él, a él que me ha amado tanto?

-Doña Beatriz -dijo gravemente el religioso-, no hace mucho tiempo que la misericordia divina os sacó de las tinieblas mismas de la muerte, y no sé cómo en vuestra piedad lo echáis en olvido tan pronto y así desconfiáis de su poder. Por otra parte, yo he leído también lo que dice mi reverendo prelado y no veo motivo para ese desaliento, cuando el inquisidor Aymerico ha prometido su ayuda para con el Soberano Pontífice a fin de que la consulta se decida favorablemente. Así debéis esperarlo.

-¡Ah, padre! -contestó ella-, ¿cómo pensáis que en el laberinto de este inmenso negocio tropiecen en la hoja de papel de que pende mi sosiego y felicidad? ¿Qué les importa a los potentados de la tierra la suerte de una joven infeliz que se muere de amor y de pesar? ¿Quién pone los ojos en el nido del ruiseñor cuando el huracán tala y descuaja los árboles del bosque?

Don Alonso, que se había sentado a los pies de la cama con la cabeza entre las manos, sumido en una profunda aflicción, se levantó al oír estas palabras como herido de una idea súbita, y poniéndose delante de su hija con ademán resuelto respondió:

-¡Yo, yo que te he perdido, yo te traeré la libertad de don Álvaro y la ventura de los dos!, yo pasaré a Francia, yo iré al cabo del mundo aunque sea a pie y descalzo y con el bordón del peregrino en la mano y me arrojaré a los pies de Clemente V. Yo le hablaré de la sangre que ha vertido mi casa por la fe de Cristo y le pediré la vida de mi hija única. Mañana mismo partiré para Viena.

-¡Vos, señor! -contestó ella como asustada-, ¿y pensáis que yo consentiré en veros expuesto a las penalidades de un viaje tan largo y en mirar vuestras canas deslucidas con inútiles ruegos sólo por esta pasión insensata que ni la oración, ni las lágrimas, ni la enfermedad han podido arrancar de mi pecho? Y luego, padre mío, considerad que ya es tarde y que a vuestra vuelta sólo encontraréis el césped que florezca sobre el cuerpo de vuestra hija. ¡No os apartéis de mí en ese instante!

-¡Beatriz! ¡Beatriz! -contestó el anciano con un acento terrible-, no me desesperes, ni me quites las fuerzas que necesito para tu bien y el mío. Mañana partiré, porque el corazón me dice que el cariño y el arrepentimiento de tu padre han de poder más que la fatal estrella de mi casa.

Doña Beatriz quiso responder, pero Martina, juntando las manos, le dijo con el mayor encarecimiento:

-Por Dios Santo, noble señora, que le dejéis hacer cuanto dice, porque me parece que es una voz del cielo la que habla por su boca, y, además, con eso le quitaréis un peso que le agobia de encima del corazón.

-Doña Beatriz -le dijo gravemente el religioso-, en nombre de vuestro padre, de vuestro linaje y de cuanto podéis amar en este mundo, os encargo que recojáis todo vuestro antiguo valor y que os soseguéis, pues semejante agitación puede dañaros infinito.

Y al acabar estas palabras se salió del aposento llevándose consigo al señor de Arganza. Separóse de él un instante para disponer una bebida con que pensaba templar la calentura de la enferma aquella noche, y enseguida volvió al lado del acongojado viejo.

-¿Cuál es vuestro pensamiento? -le preguntó.

-El de emprender la marcha al instante -le respondió don Alonso-, pero quisiera que vuestro prelado viniese a hacer el oficio de padre con mi desdichada hija, que va a quedar por algún tiempo en la mayor orfandad y desamparo. ¿Creéis que su vista no empeore su estado trayéndole a la memoria imágenes dolorosas?

-Todo lo contrario -respondió el monje-, antes es preciso amortiguar el crudo golpe que ha recibido hoy, borrándolo en lo posible de su imaginación. Así que, no sólo debe venir el abad, sino don Álvaro también y muy en breve, porque tal vez su presencia valga harto más que todos mis remedios.

-Sí, sí, sin perder tiempo -respondió don Alonso llamando con una especie de silbato de plata.

Al punto se presentó el cazador Nuño.

-¿Se ha ido ya el mensajero de Bembibre? -le preguntó su amo.

-No, señor -respondió el viejo con aire de taco-, sin duda aguardará por las albricias de las buenas nuevas que ha traído.

-No importa -respondió don Alonso-, tráele inmediatamente a mi presencia.

El criado salió murmurando entre dientes y su señor, sentándose aceleradamente en su bufete, escribió una carta muy encarecida al abad encargándole la pronta venida en compañía de don Álvaro. Justamente acababa de cerrarla, cuando se presentó el mensajero.

-Malas nuevas has traído, amigo -le dijo el señor de Arganza.

-¡Ah, señor! -respondió el hombre con el acento de la sinceridad-, harto me pesa, y si yo hubiera sabido cuáles eran, otro hubiera tenido que ser el portador.

-No importa -repuso don Alonso-, ahí tienes esas monedas por tu viaje, pero di, ¿vienes bien montado?

-Una yegua traigo más ligera que el pensamiento -respondió el correo, muy alegre de verse tan generosamente recompensado.

-Pues es preciso que pongas a prueba su ligereza para llegar a Bembibre al punto y entregar esta carta al abad de Carracedo, que si la yegua se revienta yo te dejaré escoger entre las mías la que quieras.

Sin aguardar a más salió el soldado, y desatando su cabalgadura y montando en ella de un salto salió como un torbellino por el camino de Ponferrada en donde se perdió muy en breve de vista.

A medida que fue entrando el día fue creciendo la calentura de doña Beatriz y turbándose su conocimiento. Quejábase de dolor y opresión en el lado izquierdo y de una sed devoradora; de cuando en cuando se quedaba dormida, y entonces un sudor extraordinario venía, por fin, a despertarla. En estas alternativas pasó la tarde, hasta que, entrando la noche, su respiración comenzó a ser más fatigosa y a tener ciertos intervalos de delirio, bebiendo con ansia indecible grandes porciones del cordial que la habían dispuesto.

Ni su padre ni el anciano religioso se apartaron sino muy contados instantes del aposento de la enferma, silenciosos ambos, aunque igualmente atentos, y haciendo, sin duda, las más tristes reflexiones sobre aquella vida marchitada en flor por el gusano roedor de la desdicha. A cada frase, de las varias incoherentes que se escapaban de sus labios, don Alonso se acercaba como si oyese pronunciar su nombre, pero o callaba enseguida o, después de echarle una mirada errante y distraída, se volvía del lado opuesto, unas veces lanzando un suspiro y otras sonriéndose de una manera particular. El desventurado padre se apartaba entonces meneando tristemente la cabeza, y sentándose a un extremo de la estancia volvía a sus penosas reflexiones.

Como el insomnio y la aflicción acaloraban a un tiempo su cabeza, salió en una ocasión un momento al mirador de la quinta a respirar el aire exterior. Estaba muy entrada la noche, y la luna, en la mitad del cielo, parecía al mismo tiempo adormecida en el fondo del lago. Con su luz vaga y descolorida, los contornos de los montes y peñascos se aparecían extrañamente suavizados y como vestidos de un ligero vapor. No se movía ni un soplo de aire, los acentos de un ruiseñor que cantaba a lo lejos se perdían entre los ecos con una música de extremada armonía.

El señor de Arganza no pudo menos de sentir el profundo contraste que con los tormentos de su hija única formaba la calma de la naturaleza. Acordóse entonces de la predicción del abad de Carracedo, y de tal manera se perturbó su imaginación que se sentó trémulo y acongojado en un asiento, cuando de pronto le pareció oír como a la salida del pueblo de Carucedo un ruido que instantáneamente iba aumentándose. Un rápido vislumbre que salió por acaso de debajo de las encinas excitó más su curiosidad y, observando con cuidado, vio que eran tres jinetes, dos de ellos con atavíos militares que venían costeando el lago con galope rápido y acompasado a un tiempo, y se encaminaban a la quinta. La luz de la luna, que no servía para distinguir más que los bultos, alumbró lo bastante cuando ya se acercaron para descubrir que el uno de ellos vestía el hábito blanco y negro de la orden de San Bernardo. Don Alonso no pudo contener un grito de alegría y de sorpresa, y bajando la escalera precipitadamente fue a abrir por su misma mano la puerta al abad de Carracedo, que era el que llegaba acompañado de Don Álvaro y de su escudero Millán.

-¡Ah, padre mío! -le dijo el apesadumbrado señor arrojándose en sus brazos-, no hace un instante que estaba pensando en vos. Vuestra predicción ha empezado a cumplirse de un modo espantoso, y mucho temo que no salga cierta del todo.

-No deis crédito a palabras, hijas de un ímpetu de cólera -le dijo el abad bondadosamente. Más alta que la vanidad de nuestra sabiduría está la bondad de Dios.

-¿Y vos también, noble don Álvaro? -añadió don Alonso yéndose para el joven con los brazos abiertos-. ¿De esta manera debíamos encontrarnos al cabo de tan alegres imaginaciones?

Entonces se le anudaron las palabras en la garganta, y don Álvaro, sin desplegar los labios, se apartó violentamente de él, volviendo las espaldas y metiéndose en la oscuridad para enjugarse las lágrimas de que estaban preñados sus párpados y sofocar sus sollozos. Todo quedó silencioso por un rato, si no es el caballo árabe de don Álvaro, que a pesar de la fatigosa jornada hería la tierra con el casco. Por fin, el noble huésped, sosegándose un poco, dijo a los recién venidos:

-No os esperaba hasta mañana, mis buenos amigos; pero en verdad que nunca pudo haber llegada más a tiempo.

-¿Eso creíais de nosotros? -respondió el abad-, ¡no permita el cielo que con esa tibieza acuda nunca a los menesterosos y afligidos! Desde que recibimos vuestra carta no hemos cesado de caminar con la mayor diligencia, y aquí nos tenéis. ¿Pero nada nos decís de vuestra hija?

-Hace un momento que dormía -respondió don Alonso, si sueño puede llamarse el que en medio de tanta perturbación se disfruta. Venid, acerquémonos a su aposento para que la veáis si puede ser.

Al ruido de los caballos habían acudido algunos criados, y uno de ellos, cogiendo una luz, los guió a la cámara de la enferma. Quedáronse los forasteros al dintel mientras don Alonso se informaba, pero al punto volvió por ellos y los hizo entrar.

Estaba doña Beatriz tendida en su lecho como sumergida en un angustioso letargo, y las largas pestañas que guarnecían sus párpados daban a sus ojos cerrados una expresión extraordinaria. Aquella animación que la esperanza y alegría disipadas hacía tan pocas horas habían comenzado a derramar en su rostro, todavía no estaba borrada. En su frente pura y bien delineada se notaba una cierta contracción, indicio de su padecimiento, y la calentura había esmaltado sus mejillas con una especie de mancha encendida. Sus rizos largos y deshechos le caían por el cuello blanco como el de un cisne, y velaban su seno, de manera que a no ser por su resuello anheloso y por el vivo matiz de su rostro, cualquiera la hubiera tenido por una de aquellas figuras de mármol que vemos acostadas en los sepulcros antiguos de nuestras catedrales. Todavía no habían desaparecido las huellas de los antiguos males, y las del nuevo comenzaban a marcarse profundamente, pero, sin embargo, estaba maravillosamente hermosa, no de otra suerte que si un reflejo celestial iluminase aquel semblante.

El abad, después de haberla mirado un instante, se puso a hablar en voz baja, pero con un gesto y expresión vehemente, con el religioso que la asistía, pero don Álvaro se quedó contemplándola con los ojos fijos. De repente exhaló un suspiro y luego, con una entonación fresca y purísima que participaba a un tiempo de la melancolía de la tórtola y la brillantez del ruiseñor, cantó sobre un aire del país el estribillo de una canción popular que decía:


   Corazón, corazón mío,
   lleno de melancolía,
¿cómo no estás tan alegre,
como estabas algún día?

Los ecos de aquella voz tan llena de sentimiento y de ternura quedaron vibrando en las bóvedas de la estancia, y como más de una vez sucede en los sueños, doña Beatriz se despertó al son de su propio canto. Don Álvaro, que vio abrirse sus hermosos ojos, como dos luceros hermanos que saliesen al mismo tiempo del seno de una nube, tuvo la bastante presencia de ánimo para esconderse al punto detrás de don Alonso y de Martina, temeroso de producir con su aparición una revolución fatal en la enferma; pero ya fuese que la acción le pareciese sospechosa, ya que su corazón le dijese a gritos quién era el que delante tenía, se incorporó en la cama con ligereza increíble, y como si quisiera atravesar con su mirada los cuerpos de su padre y de Martina para descubrir al que se ocultaba, preguntó con zozobra:

-¿Quién, quién es ese que así se recata de mis miradas?

El abad, poseído de los mismo temores, quiso hacer entonces la deshecha, y presentándose de repente le dijo:

-Es un guerrero que me ha acompañado, doña Beatriz. ¿No me conocéis?

-¿Ah, sois vos, padre mío? -contestó la joven asiendo su mano y llevándola a sus labios-, ¿pero quién sino él os acompañaría a esta casa de la desdicha? -prosiguió fijando los ojos en el mismo sitio.

La estatura aventajada de don Álvaro hacía que su casco coronado de un plumero se viese claramente por encima de la cabeza del señor de Arganza.

-¡Él es!, ¡él es! -exclamó doña Beatriz con la mayor vehemencia-, ese es el mismo yelmo y el mismo penacho que llevaba en la noche fatal de Villabuena. ¡Salid, salid, noble don Álvaro! ¡Oh, Dios mío, gracias mil, de que no me abandone en este trance de amargura!

-¡Ah, señora! -exclamó él presentándose de repente, ni en la ventura, ni en la desdicha, ni en la vida ni en la muerte os abandonará nunca mi corazón.

La joven, medio turbada aún por el delirio y sin seguir más impulso que el de su corazón, se había inclinado como para echarle los brazos al cuello, pero al punto volvió en sí y se contuvo. Con la emoción se había quedado descolorida, pero entonces un vivo carmín esmaltó sus mejillas y hasta su cuello, y bajó los ojos.

-¡Cosa extraña! -dijo después de un breve silencio-, no hace mucho que soñaba que me arrebatabais del convento como aquella noche fatal y, que sin llegar al asilo que me teníais preparado, os despedíais de mí para siempre porque os íbais a la guerra de Castilla. Yo entonces me senté a la orilla del camino y me puse a cantar una endecha muy triste. Era un sueño como todos los míos, de separación y de muerte, pero he aquí que vos volvéis..., ¿cómo habrá podido serme infiel mi corazón? ¿Qué quiere decir esta mudanza?

-¿Qué ha de decir, hija mía -respondió el abad-, sino que el Señor, que te prueba, aparta ya de ti las horas malas? ¿No temblabas por la vida, por la honra y por la libertad de don Álvaro?, pues aquí le tienes libre y más honrado que nunca. Aun el único estorbo que a tu felicidad se opone desaparecerá, sin duda, muy en breve. ¿Cómo no esperas lo que todos para ti esperamos y nos afliges de esa suerte?

Doña Beatriz se sonrió entonces melancólicamente, y replicó:

-Mi pobre corazón ha recibido tantas heridas, que la esperanza se ha derramado de él como de una vasija quebrantada. Yo me las figuraba ya cicatrizadas, pero no estaban sino cerradas en falso, y con este golpe han vuelto a brotar sangre. ¡Tenga el cielo piedad de nosotros!

Volvió a quedarse todo en aquel profundo silencio que entristece, tanto como el mismo mal, las habitaciones de los enfermos, sin oírse más ruido que el de la anhelosa respiración de doña Beatriz. Ella fue la que volvió a romperlo, diciendo impetuosamente y como si sus palabras y determinación atropellasen por una gran lucha interior:

-¡Don Álvaro!, no os partáis de aquí... ¿no es verdad que os quedaréis?, ¿quién puede prohibíroslo? Yo os amo, es verdad, pero del mismo modo pudiera amaros un ángel del cielo, o vuestra madre si la tuvierais. ¡Pensad que mis palabras llegan a vos del país de las sombras y que no soy yo la que tenéis delante, sino mi imagen pintada en vuestra memoria! ¿Pero no me respondéis? Decid, ¿tendríais valor para abandonarme en este trance?...

-No, no, hija mía -repuso el abad apresuradamente, ni él ni yo nos apartaremos de tu lado hasta que tu padre vuelva de Francia con esa dispensa, prenda de tu alegría y gloria venidera.

-¿Conque perseveráis en esa penosa determinación sólo por amor mío? -exclamó ella clavando en su padre una dolorosa mirada en que se pintaban la duda y el abatimiento.

-Sí -respondió don Alonso-, mañana mismo partiré, si tú no me quitas el valor con esa flaqueza indigna de tu sangre. Ánimo, Beatriz mía, pues que en tan buena compañía te dejo, que yo espero estar de vuelta antes de tres meses con lo único que puede tranquilizar a un tiempo tu corazón y mi conciencia, la libertad de don Álvaro.

El médico hizo ver entonces que una conversación tan larga y llena de agitación podía aumentar el acceso de doña Beatriz, y después de algunas palabras de ánimo y consuelo que le dirigieron el abad y su padre, se salieron todos de la habitación, menos el anciano monje y Martina. Don Álvaro no dijo ni escuchó una sola palabra, pero los ojos de entrambos hablaron un lenguaje harto más elocuente al despedirse.

Cualesquiera que fuesen los recelos que doña Beatriz tuviese de su fatal estado, por entonces una sola idea la ocupaba, y era que no se vería privada de la vista de don Álvaro. Poco podía servir para sanar los males de su cuerpo, pero era un bálsamo celestial para su espíritu, y su influencia fue tan suave y benéfica que, como más de una vez sucede con las imaginaciones fogosas, bastó para alterar favorablemente el curso de la enfermedad y proporcionarle más descanso del que pudiera esperarse de aquella noche.




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Capítulo XXXVI

Al día siguiente muy temprano, y cuando su hija descansaba todavía, salió el señor de Arganza para Francia sin más que el vicio Nuño y otro criado. Ambos entrados en años y, por consiguiente, quebrantados, estaban sostenidos, sin embargo, por un mismo sentimiento, que si en el uno se podía explicar por el arrepentimiento y ternura paternal, en el otro venía a ser lealtad acendrada, y en entrambos ciega inclinación a aquella joven digna de mejor suerte. No quiso don Alonso despedirse de ella, siguiendo el cuerdo consejo del físico, para no agitarla más con una escena siempre triste, pero en aquella ocasión mucho más. Así pues, la partida se verificó a las calladas, acompañando al viajero el abad y el señor de Bembibre un buen trecho de camino. Cuando hubieron de separarse, don Alonso los abrazó estrechamente, encargándoles el cuidado con su hija querida, y sobre todo que distrajesen su ánimo de las fúnebres ideas que lo oscurecían. Así se lo prometieron entrambos y, despidiéndose con pesadumbre, continuó el uno su viaje y dieron los otros la vuelta hacia la quinta.

Doña Beatriz, rendida con las emociones de aquella noche, se había quedado profundamente dormida cerca del amanecer, y aunque los síntomas constantes de su enfermedad no daban a su sueño aquel descanso inapreciable, medicina de tantos males, sin embargo le permitían una blanda tregua con ellos. Justamente al entrar don Álvaro y el abad la despertó el relincho de Almanzor, y tendiendo la vista alrededor, echó menos la fisonomía de su padre. Preguntó al punto por él, y Martina salió como en su busca, pero en su lugar entró el abad de Carracedo. Doña Beatriz comprendió al punto lo que era, y su semblante se cubrió de una nube, pero el anciano, con gran prudencia y con la persuasiva autoridad que dan los años, la consoló poniéndola delante los prontos y felices resultados que de aquella separación podían venir. Doña Beatriz le escuchó sin muestra alguna de impaciencia y sin responder una palabra, pero cuando el viejo acabó su discurso exhaló un suspiro que salía de lo íntimo de su corazón y quería decir: todo ese bien que me prometéis llegará tarde. Enseguida llamó a Martina y dijo que quería levantarse. El físico no se opuso, y al poco tiempo ya estaba en pie.

Su palidez era extraordinaria, pues la excitación de delirio y de la calentura de la noche anterior había cedido el puesto a una debilidad y decaimiento fatales. Sólo cuando don Álvaro se presentó delante de ella sus mejillas se sonrosearon ligeramente, y al oír su voz, grave y varonil como siempre, pero como siempre también tierna y apasionada, pareció extenderse por todo su cuerpo un estremecimiento eléctrico. Habíale mirado con ansia la noche anterior, pero el velo que extendía la calentura delante de sus ojos y la escasa luz que alumbraba el aposento no le permitieron ver aquellas facciones a un tiempo armoniosas y expresivas, las primeras y únicas que se habían impreso en su alma. Entonces pudo satisfacer su deseo a la claridad del día, pero con una impresión semejante a la que su vista había producido en don Álvaro. Ningún síntoma de enfermedad se advertía en su noble semblante, pero el pesar había comenzado a surcar su frente; sus ojos garzos habían perdido su serenidad antigua, hundiéndose un tanto en las cuencas, y revistiéndose de una mirada sombría. Había perdido además el color, y en los contornos del cuerpo se notaba asimismo cierta flacura, hija de las desdichas y meditaciones.

Cuanto hemos dicho con tantas palabras, notó doña Beatriz con una sola ojeada, pero, sin embargo, nunca le pareció don Álvaro tan hermoso. Es cierto que nada había perdido de su antigua apostura y gallardía, y que en su porte y modales se advertía un no sé qué de austero y elevado que imponía respeto.

Apoyada en su brazo y en el del abad, bajó doña Beatriz la escalera que conducía al jardín con ánimo de sentarse a la sombra de un emparrado y cerca de un toldo de jazmines. Todas las flores estaban abiertas, y un enjambre de abejas doradas zumbando por entre ellas libaban sus cálices para precipitarse enseguida hacia unas colmenas que estaban en el fondo. Las calles y cuadros presentaban un interminable arabesco de matices vivísimos; las paredes estaban entapizadas de pasionaria y enredaderas, y una fuente que brotaba en el medio tenía una corona de violetas que asomaban entre el césped su morada cabeza.

La joven que, a pesar de bajar casi en brazos la escalera, se había fatigado mucho, no pudo resistir aquel ambiente tibio y cargado de perfumes que la ahogaba. La lozanía misma de las flores y la juventud pomposa de la naturaleza formaban en su alma doloroso contraste con la marchita flor de sus años y su exánime juventud. Inmediatamente, pues, la trasladaron a la falúa que al pie del muelle aguardaba. Entraron al punto los remeros y, desamarrándola, comenzaron a surcar la azulada llanura.

La brisa fresca del lago reanimó un poco a doña Beatriz. Habíase recostado en la popa sobre unos cojines de seda con un decaimiento y abandono que bien daban a entender la postración de sus fuerzas. El abad, viéndola un poco más sosegada, sacó el libro de horas, y yéndose a sentar en el extremo opuesto de la embarcación comenzó a rezar. Don Álvaro, en pie delante de ella, la contemplaba con ojos inquietos y vagarosos, mientras los suyos, fijos en el espejo de las aguas, seguían como en éxtasis sus blandas ondulaciones. Alzólos, por fin, para mirarle, y clavándolos en los suyos, le hizo señas con la mano para que viniese a sentarse a su lado. Obedeció él silenciosamente, y entonces la joven le dijo asiéndole la mano:

-Ahora estoy más sosegada, y puedo hablaros. Gracias a Dios, estamos solos; oídme, pues, porque tengo sobre mi corazón hace ya mucho tiempo un peso que me agobia. Acercaos más. ¿No es verdad que alguna vez os habéis dicho: la mujer a quien yo amaba ha sido la esposa de un hombre indigno de ella, su aliento ha empañado su frente, yo me la figuraba semejante a la azucena de un valle a quien no tocan ni los vientos de la noche, pero he aquí que cuando yo la encuentro está ya separada de la planta paterna, y sus hojas sin aroma y sin lustre? ¿No os habéis dicho esto algunas veces?

Don Álvaro calló en lugar de responder, y no alzó los ojos del suelo. Entonces doña Beatriz, después de haber guardado por un rato el mismo silencio, sacó del seno una cartera de seda verde, y le dijo:

-Os había comprendido, porque hace tanto tiempo que laten nuestros corazones a compás, que ningún movimiento del vuestro puede serme desconocido. Pero vos..., ¡vos no habéis leído en mi alma! -le dijo con acento sentido y casi colérico. Don Álvaro entonces levantó los ojos, mirándola con ademán suplicante, pero ella le impuso silencio con la mano, y continuó:

-No os lo echo en cara, porque sobradas desdichas han caído sobre vuestra cabeza por amor de esta infeliz mujer, y sólo ellas han podido quebrantar la fe de vuestro noble corazón. Tomad esta cartera -le dijo enseguida alargándosela-, y con ella aclararéis vuestras dudas.

-¡Ah!, ¡no tengo ningunas!, ¡ningunas! -exclamó don Álvaro sin recogerla.

-Tomadla, sin embargo -repuso ella-, porque dentro de poco será cuanto os quede de mí. No me miréis con esos ojos desencajados, ni me interrumpáis. Pensad que sois hombre y una de las más valerosas lanzas de la cristiandad, y conformaos con los decretos del cielo. En esa cartera escribía yo mis pensamientos y aun mis desvaríos; para vos la destinaba, recibidla, pues, de mis manos, como la hubierais recibido de las de mi confesor.

-¡Ah, señora!, ¿cómo abrigáis semejantes ideas, cuando vuestro padre va a volver sin duda alguna, y con él los días de la primavera de nuestro amor?

-Mi padre volverá tarde -respondió ella con acento profundo-, volverá sólo para confiar a la tierra los despojos de su hija única y morir después. Antes de este último y fiero golpe la savia de la vida volvía a correr por estos miembros marchitos, pero ahora se ha secado del todo.

El abad, que acabó entonces su rezo, se acercó a ellos e interrumpió la conversación. Doña Beatriz, oprimida por ella y quebrantada por el esfuerzo que acababa de hacer, se mantuvo taciturna y abismada en sus dolorosas reflexiones. Don Álvaro, trastornado por aquella escena terrible, que acababa de levantar el velo de la realidad, guardaba también silencio apretando convulsivamente entre sus manos y contra su corazón la cartera verde, y el abad, por su parte, respetando la pena de entrambos, no pronunció una sola palabra. De esta suerte cruzaron el lago hasta la ensenada de la quinta, donde, saltando en tierra, volvieron a subir en brazos a la joven. Era ya anochecido y significó su deseo de quedarse a solas con su criada, con lo cual los dos se despidieron de ella, retirándose a sus estancias respectivas.

No bien se vio don Álvaro en la suya cuando, cerrando la puerta y acercándose a un bufete en el cual ardían dos bujías, abrió la fatal cartera y comenzó a leer ansiosamente sus hojas. Estaba señalada la primera con aquel versículo melancólico que, según dijimos en otro lugar, venía a servir de epígrafe a aquellas desordenadas y tristísimas memorias: Vigilavi et factus sum sicut passer solitarius in tecto. Don Álvaro, después de haberlo leído, lo repitió maquinalmente. En tan breves palabras estaba encerrada su vida y la de doña Beatriz, con su continuo desvelo, su soledad y su esperanza siempre burlada. ¡Cuántas veces se habrían fijado en aquellos carácteres los ojos llorosos de aquella infeliz y hermosa criatura!... Don Álvaro pasó adelante y, volviendo la hoja, encontró este pasaje:

Cuando me dijeron que él había muerto, pasadas las primeras congojas del dolor, me pareció oír una voz que me llamaba desde el cielo y, me decía: «Beatriz, Beatriz, ¿qué haces en ese valle de oscuridad y llanto?» Yo pensé que era la suya, pero después he visto que vivía; sin embargo, la voz ha seguido llamándome entre sueños, y cada vez con más dulzura. ¿Qué me querrá decir? Mucho se ha debilitado mi salud, y moriré joven, sin duda alguna.

En otra hoja decía así:

¡Qué contenta cerró los ojos mi pobre madre cuando me vio esposa del conde! Ella igualaba su corazón con el mío y esperaba para mí un porvenir de gloria y de ventura; ¿pero qué esperaba su hija?, la paz de los muertos, y aun por eso alargó su mano......................................................................................... ................................................................................................................................................................ Más se tarda la muerte de lo que yo me imaginaba, y sin embargo, soy más dichosa de lo que pude esperar. ¡Rara felicidad la mía! Antes de mis tristes bodas llamé aparte al que iba a ser mi esposo y le exigí palabra de que me respetaría todo el año que le había ofrecido a él aguardarle, cuando se partió a la guerra de Castilla. Así me lo prometió y me lo ha cumplido, porque, como no me ama, se ha contentado con la esperanza de mis riquezas y el poder que le da este enlace sin solicitar mi corazón, ni mucho menos mis caricias. Así moriré como he vivido, pura y digna del único hombre que me ha amado. Para él escribo estos renglones; ¿pero quién sabe si llegarán a sus manos? ¿Quién sabe si se los llevará el viento como las hojas de los árboles que veo pasar por encima de las torres del monasterio? ¡Más aprisa arrebatará quizá el soplo de la muerte las escasas galas que le quedan al árbol de mi juventud! Pobre padre mío, qué terriblemente habrá de despertar de sus sueños de grandeza!

Venía después un versículo del libro de Job, que decía:

¡Ecce nunc in pulvere dormiam, et si mane me quaesieris, non subsistam!


Y en la página siguiente esta estrofa dolorosa:


La flor del alma su fragancia pierde;
por lo de ayer el corazón suspira,
cae de los campos su corona verde;
¡lágrimas sólo quedan a la lira!



Don Álvaro pasó unas cuántas hojas, y se encontró con una que decía:

Heme, en fin, viuda y libre; mis lazos están sueltos, pero ¿quién desatará los de él? La suerte de la orden me inspira vivísimos temores. ¿Quién sabe si mi amor le traerá la muerte y la deshonra? ¡Oh, Dios mío!, ¿por qué mi corazón ha de esparcir la desdicha por todas partes?............................................... ................................................................................................................................................................. Por fin, va preso con todos sus nobles compañeros, y se presentará a los jueces como un salteador de caminos. ¿Qué va a ser de ellos? Esta noche he tenido una hoguera voraz dentro del pecho; una sed mortal me devoraba, y en la ilusión de mi calentura me parecía que todos los riachuelos y fuentes de este país corrían con murmullo dulcísimo por detrás de mi cabecera. No he querido despertar a Martina, porque dormía sosegadamente, aunque su corazón está en otra parte, como el mío. ¿En qué puede consistir semejante diferencia? ¡En que ella ama y espera, y yo amo y me muero!

Don Álvaro recorrió otros pasajes, en que la agonía que experimentaba por su suerte estaba trazada con rasgos de suma angustia y desconsuelo. Por fin, después de tantas ansias y congojas, venía el siguiente pasaje:

¡Oh, cielo santo!, ¡está absuelto de todas las acusaciones con todos los suyos!... ¡Pensé que me tiraba al agua para abrazar al mensajero que semejantes nuevas traía! Al cabo volverá, sí, volverá, no hay que dudarlo; ¿para qué se había de ataviar tan pomposamente la naturaleza con todas las galas de la primavera, sino para recibir a mi esposo? ¡Bellas son estas arboledas mecidas por el viento, bellas estas montañas vestidas de verdura, puras y olorosas sus flores silvestres, y músico y cadencioso el rumor de sus manantiales y arroyuelos, pero, al cabo, son galas del mundo, y yo tengo un cielo dentro de mi corazón! Yo saldré a buscarle con mi laúd en la mano, con mi cabeza cubierta del rocío de la noche y como la esposa de los Cantares, preguntaré a todos los caminantes: «¿En dónde está mi bien amado?» ¡Ah, yo estoy loca!, ¡tanta alegría debiera matarme, y sin embargo, la vida vuelve a mi corazón a torrentes, y me parece que la planta del cervatillo de las montañas sería menos veloz que la mía! Él me ponderaba de hermosa..., ¿qué será ahora cuando vea en mis ojos un rayo de sol de la ventura, y en mi talle la gallardía de una azucena, vivificada por una lluvia bienhechora? ¡Oh, Dios mío, Dios mío!, ¡para tamaña felicidad, escaso pago son tantas horas de soledad y de lágrimas! ¡Si un paraíso había de ser el lugar de mi descanso, pocos eran los abrojos de que habéis sembrado mi camino!..................................................................... .................................................................................................................................

Don Álvaro había podido leer, aunque conturbado y confuso, los anteriores pasajes, empapados en llanto y pesar, pero al llegar a éste, en que con tan vivos colores estaba bosquejada una dicha como el humo disipada, no fue ya dueño de los violentos arrebatos de su alma, y se dejó caer sobre su cama, rompiendo en amarguísimos sollozos. Por fin estaba solo, y nadie sino Dios era testigo de su flaqueza; pero las lágrimas, que tanto alivian el corazón de las mujeres y los niños, son en los ojos de los hombres alquitrán y plomo derretido.




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Capítulo XXXVII

Los tristes pronósticos de doña Beatriz fueron cumpliéndose muy aprisa desde aquel día, y sus padecimientos físicos, unidos a los combates de su alma, empezaron a desmoronar visiblemente aquel cuerpo de tantas maneras minado y cuarteado. Las bellas y delicadas tintas de la salud, que otra vez habían vuelto a sonrosear aquel delicado rostro, digno de un ángel de Rafael, se trocaron poco a poco en la palidez de la cera, bien como vemos las nubes del ocaso perder sus vivos matices a medida que baja el sol. La morbidez suavísima de sus carnes, la bella ondulación de sus contornos, la gallardía de sus movimientos, que por algún tiempo oscurecidas bajo las sombras del dolor y la enfermedad habían comenzado a florecer de nuevo, otra vez volvieron a marchitarse bajo el soplo del desengaño. Su forma se parecía más y más a la de una sombra, y lo único que en ella iba quedando era el reflejo de aquel alma divina, que brillaba en sus ojos y la iluminaba interiormente. La enfermedad que la consumía, lejos de tomar en ella ningún carácter repugnante, parecía que realzaba su resignación angelical y su dulzura sin ejemplo. Algunas veces, sin embargo, tomaban sus ideas cierto sabor amargo, que revelaba el vigor que bajo tanta mansedumbre se escondía, y el fuego encendido bajo tantos escombros y ceniza. Era realmente un infernal martirio ver llegar a pasos medidos la callada sombra de la muerte, cuando la esperanza, el amor, la paz y el sosiego doméstico, el noble orgullo de llevar un nombre ilustre, las riquezas, la juventud, la hermosura, cuanto puede embellecer y sublimar la vida, venía a dar precio a la suya. No obstante, su piedad, su carácter elevado y los mismos hábitos melancólicos de su espíritu disipaban fácilmente estos tumultuosos movimientos, y al momento volvían sus ideas a su curso ordinario.

En aquellos días fatales su amor a la naturaleza subió de punto, y su ansia por contemplar las hermosas escenas de aquellos alrededores era extraordinaria. Fatigábale la cama terriblemente, pero como de puro postrada no podía dar un paso, sus paseos eran siempre en la falúa, cuyo movimiento era lo único que podía sobrellevar. Así pues, se pasaba horas enteras cruzando las aguas del lago, unas veces contemplando sus orillas con una especie de arrobo, otras siguiendo con la vista las bandadas de lavancos que nadaban a lo lejos en ordenados escuadrones, y casi siempre abismada en sus propios pensamientos. De cuando en cuando, alzaba la vista para mirar el camino por donde su padre había partido, por ver si en lo alto de la cuesta de Borrenes resplandecían sus armas, y al ruido de las yeguas de los aldeanos que pasaban por la orilla se volvía con una especie de estremecimiento, imaginando oír las herraduras del caballo de don Alonso.

Don Álvaro y el venerable abad no dejaban de acompañarla ni un solo instante en aquellos melancólicos paseos, observando con espanto el progreso rápido del mal y el decaimiento cada día mayor de la desdichada. Don Álvaro, clavados casi siempre sus ojos en los suyos, parecía respirar con la misma congoja y ahogo que si su pecho estuviese atacado de la misma enfermedad. Doña Beatriz, siempre que se encontraba con aquella mirada apasionada y terrible a un mismo tiempo, apartaba la suya, bañados en lágrimas sus párpados. Las palabras eran escasas, pues a tal punto habían venido las fuerzas de la enferma, que el anciano médico había encargado el posible silencio. Tanto él como la enferma conocían harto bien la inutilidad de semejantes paliativos, pero el uno por no dejar medio alguno de que echar mano, y la otra por no afligir a personas tan queridas, se conformaban con ellos. De esta suerte, reducidos los dos amantes al lenguaje de los ojos, las almas que parecían salirse por ellos, volaban una al encuentro de otra como si quisieran confundirse en el mismo rayo de luz que para comunicarse les servía.

Por fin, llegó a tanto la postración de doña Beatriz, que pasó en la cama una porción de días sin manifestar deseo de levantarse, y como sumida en un desvarío que parecía enajenar su razón. Al cabo de ellos, cerca de la caída de la tarde, se reanimó de una manera desusada, y abriendo sus hermosos ojos, más brillantes aún que de costumbre, dijo con voz entera y gran rapidez:

-¡Martina! ¡Martina!, ¿dónde estás?

-Aquí, señora -contestó la muchacha casi sobresaltada de aquel súbito recobro-, aquí estoy, siempre a vuestro lado; ¿dónde queríais que estuviese?

-¡Siempre así, pobre muchacha, y sin que tu amor mismo te aparte de mi cabecera! -exclamó doña Beatriz mirándola con ternura.

-¡Ah, señora!, dejad eso; yo no pienso sino en vos y en veros buena; ¿qué queríais que con tanta prisa me llamabais? Me parece que os sentís más animada, ¿no es verdad?

-Sí, sí, tráeme mi vestido blanco, porque quiero pasearme por el lago. Estoy mejor, mucho mejor; y el día me parece hermosísimo. ¡Vos aquí también, don Álvaro!, ¡y vos, venerable padre! ¡Ah, me alegro en el alma, porque con eso os veréis en parte pagados de tantos afanes y zozobras como por mí habéis pasado!

Don Álvaro y el abad, como si saliesen de un sueño, no sabían qué pensar de aquel tono casi festivo de doña Beatriz, y en particular el primero no acertaba a poner freno a las tumultosas esperanzas que se levantaban en su corazón. El anciano médico, al contrario, no pudo contener un gesto de dolor. Saliéronse los tres del aposento y en brevísimo espacio se aderezó doña Beatriz con su sencillez y gracia acostumbrada. Realmente parecían haberse aflojado las ligaduras del mal, pero así y todo, bajó la escalera casi en brazos de Martina y del señor de Bembibre. Cuando llegó a la góndola puso el pie en ella resueltamente, y enseguida fue a sentarse sobre los almohadones de brocado del fondo, no con el ademán doliente y abatido de otras veces, sino con extraño garbo y gentileza. Don Álvaro, atento como nunca a sus menores ademanes, se quedó como de ordinario, en pie delante de ella. El abad, que había sorprendido el gesto de mal agüero del físico, se apartó con él al otro extremo de la ligera embarcación para interrogarle, y Martina, por su parte, se sentó junto a los remeros que, sin aguardar a más, hicieron volar la barca por la azulada espalda del lago, rápida y serena como una de las muchas aves que por allí nadaban.

Estaba el cielo cargado de nubes de nácar que los encendidos postreros rayos del sol orlaban de doradas bandas con vivos remates de fuego; las cumbres peladas y sombrías del Monte de los Caballos enlutaban el cristal del lago por el lado del norte, y en su extremidad occidental pasaban con fantasmagórico efecto los últimos resplandores de la tarde por entre las hojas de los castaños y nogales, reverberando allá en el fondo un pórtico aéreo, matizado de tintas espléndidas y enriquecido con una prolija y maravillosa crestería.

El lago, iluminado por aquella luz tibia, tornasolada y fugaz, y enclavado en medio de aquel paisaje tan vago y melancólico, más que otra cosa parecía un camino anchuroso, encantado, místico y resplandeciente que en derechura guiaba a aquel cielo que tan claro se veía allá en su término. Por un efecto de la refracción de la luz, una ancha cinta de cambiantes y visos relumbrantes ceñía las orillas del lago, y la falúa parecía colgada entre dos abismos, como un águila que se para en mitad de su vuelo.

Con semejante escena, el fugaz relámpago de alegría que había iluminado el alma de doña Beatriz, se disipó muy en breve. Siempre había dormido en lo más recóndito de su alma el germen de la melancolía producido por aquel deseo innato de lo que no tiene fin; por aquel encendido amor a lo desconocido que lanza los corazones generosos fuera de la ruindad y estrechez del mundo en busca de una belleza pura eterna, inexplicable, memoria tal vez de otra patria mejor; quizá presentimiento de más alto destino. A este secreto y sobrehumano impulso había sacrificado doña Beatriz lo que más caro podía serle en el mundo: la libertad y el culto exterior que pensaba rendir a la memoria de su amante cuando lo imaginaba muerto; sólo por presentarse algún día a los ojos de su madre adornada con la aureola del vencimiento de sí propia. Los azares de su vida, sus continuos vaivenes entre la esperanza y la desdicha, los dolores de su alma, y de su cuerpo, y la perspectiva de una muerte próxima, presente por tanto tiempo a sus ojos, habían fecundado estas terribles semillas y ahondado más y más el cauce que la tristeza había labrado en su alma hasta trocarlo en un verdadero abismo, donde iban a parar todos sus pensamientos.

Por lo mismo, la escena que se ofrecía a su vista, naturalmente engolfó su imaginación en aquel mar sin límites, donde bogaba hacía tanto tiempo. Por fin, después de haber dirigido llorosas miradas al cielo, al lago, a las montañas lejanas y a aquella quinta donde tanto había aguardado y sufrido, como si de todos ellos se despidiera y tuviesen un alma para comprenderla, dijo al apenado caballero:

-Don Álvaro, ¿no veis cuán vanas son las alegrías de la tierra? ¿Quién nos dijera hace un año que nos habíamos de encontrar en estos escondidos parajes sólo para una eterna despedida?

El joven, que con pesadumbre indecible, había observado el rumbo que desde la salida de la quinta iban tomando sus ideas, le contestó:

-¿Es posible, doña Beatriz, que cuando comenzaba a fortaleceros vuestro antiguo valor, así le desechéis de vuestro pecho?

-¡Valor! -respondió ella-. ¿Y pensáis que necesito poco para dirigiros mis últimas palabras y apartarme de vos? ¡Ved, sin embargo, quién me lo inspira! Alzad la vista y veréis el cielo; mirad a vuestros pies y allí lo encontraréis también hermoso y puro. Encumbrad vuestro pensamiento a las alturas; bajad con él a la lobreguez del abismo y dondequiera encontraréis a Dios llenando la inmensidad con su presencia. Esa, esa es la fuente de donde yo, ¡flaca mujer!, bebo el aliento que me sustenta. ¿Os acordáis de las últimas palabras que me oísteis en el bosque de Arganza?

-¡Ah, no, no! -respondió él con el acento de la desesperación-. Yo no recuerdo sino las primeras que escuché de vuestros labios, cuando la vida se nos presentaba tan florida y dulce en el seno de un amor sin fin. ¿Sabéis lo que me representa mi memoria? Pues no es más que eso sólo. ¿Sabéis lo que me dice una voz secreta? Que vuestro padre va a volver, y que al cabo seréis mi esposa delante del cielo y de los hombres. ¡Mi esposa! ¡Ah! Si yo escuchara esa palabra de vuestros labios, saldría de las tinieblas mismas del sepulcro.

-¡Pobre don Álvaro! -contestó ella con una ternura casi maternal-. ¿Cómo esperáis tan pronto la vuelta de mi padre, cuando ha poco más de dos meses que se partió para Francia? ¿Pensáis que todos me aman como vos para buscar con tanto ahínco mi ventura?

-No acabéis con el poco valor que me anima -la interrumpió el joven-, dudando de esa suerte de la Providencia.

-No -repuso ella gravemente; antes le doy gracias, porque así ahorrará a mi padre el espectáculo de mi muerte y a mí la desesperación para aquella hora suprema. Aun ahora que un obstáculo insuperable me aleja de vos, mi corazón se despedaza, y sólo una fuerza sobrehumana me sostiene; pero si las barreras hubiesen de caer en el instante de mi muerte, ¡oh, entonces el ángel bueno huiría, espantado, de mi cabecera y mi alma rabiosa y sombría se extraviaría en los senderos de la eternidad!

Durante esta plática tremenda se iba acercando la falúa a las encinas de la orilla bajo las cuales no hacía mucho tiempo se había aparecido Cosme Andrade como uno de aquellos ángeles que visitaban la cabaña de los patriarcas, cuando de repente el galope de tres caballos de guerra les hizo volver a todos los ojos hacia aquel sitio. Eran, en efecto, tres jinetes, de los cuales el más delantero, un poco mejor ataviado, indicaba ser el principal, y los tres, habiendo visto la falúa, venían corriendo hacia ella por debajo de aquellos árboles venerables, dando gritos de contento y espoleando los corceles con ambos acicates. Doña Beatriz, al oírlos, como si una mano invisible la sacase de su abatimiento con la presencia y voces de los forasteros, se puso en pie velozmente, y con los ojos desencajados comenzó a mirarlos hasta que, acercándose más y más, lanzó un alarido de dolor a un tiempo y de alegría, y extendiendo los brazos hacia la orilla exclamó:

-¡Es mi padre!, ¡mi padre querido!

-Sí, tu padre soy, hija de mi alma -contestó don Alonso, porque él era en efecto-, tu padre que viene a cumplirte su promesa. ¡Mira, mira! -añadió sacando del seno una cartera verde, aquí está la bula del Papa, y en ella viene la fianza de tu felicidad.

-¡Misericordia divina! -prorrumpió ella con un clamor tan descompasado que se oyó en las orillas más apartadas, y aterró a los circunstantes-. ¡Misericordia divina! -repitió torciéndose las manos-, ¡la esperanza y la ventura ahora que voy a morir!

Al acabar de pronunciar estas palabras y con el tremendo esfuerzo que acababa de hacer, una de las venas de su pecho, tan débil ya y atormentado, se rompió, y un arroyo de sangre ardiente y espumosa vino a teñir sus labios descoloridos y su vestido blanco. Asaltóla al mismo tiempo un recio desmayo con el cual cayó en brazos de su doncella y de don Álvaro, pero como todo ello fue obra de un instante, y el empuje comunicado a la góndola por los remeros era rapidísimo, tocó en la orilla, donde ya don Alonso estaba apeado, a tiempo que precipitándose hacia su hija se encontró bañado en su propia sangre. Con semejante cuadro se quedó como petrificado en medio del alboroto de todos, con la boca entreabierta, los brazos extendidos y los ojos clavados en aquel pedazo de su corazón por cuyo reposo y contento, aunque tardíos, había hecho tan terribles sacrificios, y aquel mismo largo y penosos viaje de que acababa de apearse. Doña Beatriz, sin dar más señal de vida que algunos hondos suspiros, estaba con la cabeza doblada sobre el hombro de su desolada doncella y todo su cuerpo a manera de una madeja de seda, abandonado y sin brío. El anciano médico, que con tanta prolijidad y amor la había asistido, después de observarla detenidamente, se acercó al abad y le dijo al oído, pero no tan paso que don Alonso no percibiese algo:

-Ya se acabó toda esperanza; ¡lo más que durará es un día!

-¡In feliz padre! -exclamó el abad volviéndose hacia don Alonso, pero con gran pesadumbre suya le encontró con el oído atento y a media vara de distancia.

-¡Todo lo he oído! -le dijo con un acento que partía el corazón-. ¿Lo veis?, ¿lo veis como mi corazón no me engañaba cuando os decía que vuestra profecía de desastre se cumpliría al fin? ¡Oh, hija mía, alegría de mi vejez y corona de mis canas! -exclamó queriendo acercarse a ella, y forcejeando con el abad y los remeros que le detenían-, ¿no pudo el Señor quitarme la vida en tantos combates con los moros, antes de venir a ser tu verdugo?

-¡Recobraos, por Dios santo! -le dijo el abad con ansia-, poned un freno a vuestras quejas, si en algo la tenéis, porque pudiera oíros.

El desventurado padre calló al punto de miedo de agravar el estado de su hija, pero siguió sollozando con gran ahogo y congoja.

El deliquio era profundo; la noche comenzó a mostrar sus estrellas, y al cabo, hubieron de volverse a la quinta en aquella barca, que según lo ligera y silenciosa que bogaba, no parecía sino el bajel de las almas.

En brevísimo espacio cruzaron el lago, y desembarcando apresuradamente, subieron a la señora, todavía desmayada, a su aposento y la pusieron en su lecho.

Al fin, después de un buen rato, recobró poco a poco la vida que parecía haberse huido de aquel cuerpo fatigado, pero no la razón, extraviada con las visiones del delirio. La aparición de su padre y la nueva que le había dado eran la idea fija y dominante de su desvarío, unas veces alegre y risueña, y otras trágica y aflictiva, según las oscilaciones de su ánimo. Continuamente llamaba a don Álvaro y manifestaba una ansiedad grandísima a la idea de que pudiera ausentarse.

-¡Don Álvaro! exclamaba con la voz quebrada por la fatiga de la respiración-, ¿dónde estás? háblame, ven, dame tu mano. A nadie veo, a nadie conozco sino a ti; sin duda te veo con los ojos de mi corazón que a todas partes te sigue, como al sol el lucero de la tarde. ¿Me oyes, don Álvaro?

-Sí, te oigo exclamaba el joven, con una voz que parecía salir de un sepulcro.

-¡Ah!, ¡tanto mejor! -reponía ella con el acento del regocijo, pero no te vayas, porque entonces quedaría sola del todo. Pero ¡loca de mí!, ¿cómo te has de marchar, si me amas y eres mi esposo para siempre? Antes mañana me vestiré de gala para que me lleves al altar. ¡Oye!, ¡yo quiero que se den muchas, muchas limosnas, para que todos sean felices y nos bendigan! ¡Si vieras tú cómo me aman todos estos campesinos! ¡Mucho tiempo se pasará antes de que olviden mi memoria!... ¡Ah!, dime, ¿y guardas la cartera que te di hace tanto tiempo?, ¡pues átale una piedra y arrójala al lago, porque aquellos renglones estaban mojados con mis lágrimas, y ahora ya no me quedan lágrimas, si no son las de la alegría!

Fatigada entonces, calló por un rato, pero tomando sus ideas otro curso, dijo por último, apartando la ropa que la cubría:

-¡Quitadme esa ropa que me ahoga!, abrid de par en par esas ventanas, y dejad entrar el aire de la noche, para que se temple este fuego que me abrasa el pecho... ¡Cielos!, ¡qué pensamientos eran los míos hace un momento, para olvidarme así de que estoy luchando con la agonía! ¡Miserable de mí! Allí viene mi padre corriendo..., miradle, don Álvaro..., la alegría le ha rejuvenecido..., ya llega..., ¿qué es lo que saca del pecho?... ¡Ah!, ¡es tu libertad!..., ¡suerte despiadada!..., morir ahora..., no, no, don Álvaro, yo soy muy joven todavía, rica y hermosa a tus ojos, a pesar de mis lágrimas, ¿no es verdad?... ¡No, no, no es esta mi hora, porque moriría impenitente y perdería mi alma!

Entonces se quedó de nuevo callada, pero con el rostro desemblantado, y los ojos fijos en la pared y haciendo con el cuerpo un movimiento hacia atrás, como si viese acercarse algo de que quisiese huir, hasta que, por último, lanzando un agudo chillido, y cubriéndose los ojos con una mano, mientras con la otra apretaba convulsivamente el brazo de su amante, exclamó con voz ronca:

-¡Ahí está!, ¡ahí está!, ¿no la veis cómo se llega paso a paso? ¡Ah!, ¡libradme de ella!, envolvedme en vuestro manto... ¡Oh, Dios mío!, ¡de nada sirve, porque sus manos han pasado por él como si fuera de humo, y me aprietan el corazón!, separádmelas de aquí, porque me ahogan, ¡ay de mí!, no, dejadlas, que todo se acabó ya... ¡adiós!...

Y al decir esto, la acometió otro nuevo desfallecimiento.

En estas dolorosas alternativas, más crueles tal vez para los que la rodeaban que para ella propia, se pasó la noche entera. Hacia el amanecer volvió a quedarse como aletargada, según más de una vez le había acontecido durante aquella terrible enfermedad que ya tocaba a su término.




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Capítulo XXXVIII

Deplorable era la situación de cuantos se encontraban debajo de aquel techo, señalado por blanco a las saetas invisibles de la muerte, pero la de don Alonso era más desastrada que la de ninguno, peor aún que la del mismo don Álvaro. Desde que, sin reparar en medios para lograr sus soñados planes de grandeza, había intentado la violencia de su hija única, en Villabuena, y consentido después en el sacrificio que su abnegación filial le había dictado en Arganza, la salud, la alegría y la honra habían huido de su hogar, como si por un decreto del cielo el castigo siguiese inmediatamente a la culpa, sin darle siquiera respiro para saborear sus terribles frutos. A la muerte de su esposa, siguió la entrevista fatal del soto de su casa, en que cayó la venda de sus ojos, y enseguida, como en un negro turbión, vinieron los desastres de Cornatel, las dudas e incertidumbres de la causa de los templarios y el desenlace fatal del caso de don Álvaro. Cuadro tristísimo, cuyo fondo ocupaban las torturas de doña Beatriz y lo amargo de sus remordimientos.

Deseoso de purificar su alma y sin más pensamiento que el contento y la salud de aquella última prenda de su amor y su esperanza, había emprendido su largo viaje a Viena del Delfinado, con una diligencia y ardor incompatible al parecer con su avanzada edad. Allí, sin dejarse vencer de los muchos obstáculos que le oponían la malevolencia de la corte de Francia y el triste giro que la debilidad y cobardía del Papa había dado a aquel ruidoso proceso, se arrojó a los pies de Clemente, le habló de la mucha sangre que habían vertido en defensa de la fe de los suyos, presentó al rey Felipe las cartas que llevaba de don Juan de Lara, estimado de él por su poderío y por haberle dado hospedaje cuando anduvo extrañado de Castilla, y logró ser oído con benevolencia.

Dos cosas se concertaron en su favor, además, que no le ayudaron poco en sus propósitos. Fue la primera el aniquilamiento total de la pujanza del Temple en Europa, pues sus guerreros, donde no condenados, estaban presos y desarmados; y la segunda, la llegada de Aymerico, el inquisidor del concilio de Salamanca, que después de haber obrado a tenor de las instrucciones de la sede romana, venía resuelto a cumplir la palabra dada al abad de Carracedo y a los obispos y a seguir el impulso de su corazón que a despecho de sus muchas prevenciones contra el Temple se había aficionado a la bizarría y caballerosidad de don Álvaro durante el juicio. Cuanto había tenido de inflexible su conducta dictada por el rigor de la obediencia, tuvieron ahora de fervorosos sus servicios; así fue que, disipados los recelos que el poder de aquella arrogante milicia había inspirado, y merced a la eficaz mediación de Aymerico, obtuvo el señor de Arganza la anhelada dispensa en tiempo infinitamente más breve del que buenamente pudiera esperar, con lo cual se le dobló el contento. Tal era su ansiedad por llegar él mismo con la dichosa nueva a los brazos de su hija, que en cortísimo espacio cruzó parte de la Francia y España casi entera, llevado como en alas de la alegría, y enteramente olvidado del peso de los años. Cuál fue el término de tan presuroso viaje, ya lo vimos, pues la sangre del corazón de doña Beatriz fue las rosas que alfombraron su camino, y el estertor de su agonía los festejos por su llegada. Tal había de ser el paradero de tantos esfuerzos, y sobre esto giraban sus desolados pensamientos mientras sentado a los pies de la cama de su hija aguardaba, deshecho en llanto, su postrer suspiro.

El reposo de la joven tuvo poco de largo y menos de sosegado, pero, tal como fue, bastó a disipar las nubes que oscurecían su razón para hacer más dolorosos de este modo sus postreros momentos y derramar al mismo tiempo un fulgor divino sobre la caída de aquel astro, en cuyos benéficos resplandores tantos infelices habían encontrado alivio y consuelo. Cuando abrió los ojos comenzaban a entrar por la entreabierta ventana las pálidas claridades del alba, junto con aquel ligero cefirillo que parece venir a despertar las plantas adormecidas antes de la salida del sol. En el jardín de la quinta gorjeaban jilgueros alegres, calandrias y un sinfín de pajarillos, y las flores, abriendo sus cálices, llenaban el aire de perfumes. Desde la cama de doña Beatriz se divisaba el oriente, donde una porción de caprichosos celajes se coloreaban y esmaltaban con indecible pompa y esplendor a casi todo el lago, cuya transparente llanura, reflejando los accidentes del cielo, parecía de oro líquido y encendida púrpura. Los lavancos y gallinetas revoloteaban tumultuosamente por su superficie levantando a veces el vuelo con alegres aunque ásperos graznidos, y precipitándose enseguida con sonoro ruido entre los juncos y espadañas. En suma, el día amanecía tan risueño y alegre que nadie pudiera creer que en medio de su claridad hubiera de eclipsarse una obra tan perfecta y hermosa.

Este fue el espectáculo que encontraron al abrirse los ojos de doña Beatriz, y en él se clavaron ávidamente. Tenían una especie de cerco ligeramente azulado a su alrededor, con lo cual resaltaban más los rayos que despedían; el semblante, aunque algo ajado, manifestaba la misma pureza de líneas y angelical armonía que en sus mejores tiempos.

-¡Hermoso día! -exclamó, en fin, con voz melancólica, aunque bastante entera.

Enseguida rodeó la estancia con la vista y viendo a todos desemblantados y la mayor parte llorosos a causa de las fatigas y dolorosas escenas de la noche anterior, y que con ojos espantados la miraban, las lágrimas se agolparon a sus párpados. Reprimiólas, sin embargo, con un esfuerzo de que sólo era capaz un alma de tan subido temple como la suya, y llamándolos con la mano en derredor de la cama, y asiendo la de su padre, le dijo con acento sosegado:

-Esta muerte que tan de súbito me coge en la primavera de mi vida, más me duele por vos, padre mío, por este noble y generoso don Álvaro y por todos estos buenos amigos que han puesto en mí su cariño, que no por mí. Al cabo, hace más de un año que una voz secreta me está pronosticando este paradero, y aunque ayer lo sufrí con impaciencia queriendo volverme locamente contra el cielo, hoy que se han disipado las nieblas de mi entendimiento, con humildad me postro delante de la voluntad suprema. Ya lo veis, señor, qué pasajera es la luz de nuestros deseos y grandezas; ¿quién le dijera a mi madre que había de seguirla tan en breve? ¿Por qué habéis, pues, de acongojaros de ese modo, cuando vos mismo caminaréis muy pronto por mis huellas, adonde yo con mis hermanos y mi madre os salga a recibir para nunca apartarnos de vos?

-¡Oh, hija de mi dolor! -exclamó el anciano-, tú eras mi postrer esperanza en la tierra, pero no es tu temprano fin el que abreviará mis cortos días, sino la ponzoñosa memoria de mi falta.

-¡Ah!, santo religioso -continuó volviéndose al abad-, ¡ved, ved como se cumple vuestra profecía! ¡Quiera el cielo perdonarme!

-¿Eso dudáis, padre mío? -continuó doña Beatriz-, cuando ya no sólo os he perdonado sino que lo he olvidado todo, y cuando este joven, harto más infeliz que yo, os respeta y venera como yo misma. ¿No es verdad, noble don Álvaro? Acercaos, esposo mío, en la muerte, venid a decírselo vos mismo para que el torcedor del remordimiento no atormente los escasos días que de vivir le quedan. ¿No es verdad que le perdonáis?

-Sí, le perdono; ¡así me perdone Dios la desesperación que me va a traer vuestra muerte!

-¡La desesperación! -le dijo ella como con asombro afectuoso-, ¿y por qué así? Nuestro lecho nupcial es un sepulcro, pero por eso nuestro amor durará la eternidad entera. ¡Ah, don Álvaro!, ¿esperabais mejor padrino de nuestras bodas que el Dios que va a recibirme en su seno?, ¿concierto más dulce que el de las arpas de los ángeles?, ¿cortejo más lucido que el coro de serafines que me aguarda?, ¿templo más suntuoso que el empíreo? Sí vuestros ojos estuviesen alumbrados como los míos por un rayo de la divina luz, seguro es que las lágrimas se secarían en ellos o que las que corriesen serían de agradecimiento.

Hizo aquí una breve pausa durante la cual sus ojos se clavaron en los de su amante con expresión singular y, por fin, le dijo:

-Leyendo estoy en ese corazón hidalgo como en un libro abierto. ¿No es verdad que querríais quedar en este mundo con el título de mi esposo? Vuestra alma me ha seguido por mi sendero de espinas y dolores, y ni aun en la muerte me abandona. ¡Ah!, ¡gracias!, ¡gracias!... Padre mío -añadió dirigiéndose al señor de Arganza-, y vos, reverendo abad, sabed que yo también quiero comparecer ante el trono del Eterno adornada de tan hermoso dictado. Unidnos, pues, antes que se apague la llama de mi vida.

El abad, aunque poseído de consternación, se acercó entonces, y como para templar un poco su ardiente exaltación, le dijo cuán conveniente era que una confesión de ambos precediese a tan augusta ceremonia.

-Tenéis razón -contestó ella-, pero he aquí la mía, que bien puede decirse en alta voz. Yo he amado y sufrido; cuantos beneficios han estado en mi mano esos he derramado; cuantas lágrimas he podido enjugar esas he enjugado; si alguna vez he odiado, sedme testigo de que me arrepiento y perdono.

-Otro tanto sé decir de mí -añadió don Álvaro-, unos han sido nuestros sentimientos, una nuestra vida; ¡pluguiese al cielo que la muerte nos igualase del mismo modo!

Don Alonso hizo entonces una señal al abad para que se apresurase a dar fin a un acto que podía servir en cierto modo de alivio a entrambos, y el anciano juntó la mano poderosa de don Álvaro, con la débil y casi transparente de doña Beatriz, y con voz conmovida pronunció las palabras del sacramento, después de las cuales quedaron ya esposos ante el Dios que debía juzgar al uno de ellos dentro de pocas horas. Las reflexiones que enseguida les hizo fueron bien diferentes de las que en tales casos se acostumbran, pero en lugar de hablarles del amor que podía dulcificar las amarguras de su vida y hacerles más llevadero el camino del sepulcro, sólo les puso delante las esperanzas de otro mundo mejor, lo deleznable de las terrenas felicidades y el premio inefable de la resignación y la virtud.

Acabada la sagrada ceremonia, y cual si hubiese sido un bálsamo para su llagado corazón, doña Beatriz quedó muy sosegada y serena. A nadie engañó, sin embargo, esta engañosa tregua de su enfermedad, y mucho menos a la llorosa Martina que, sobradamente penetrada del riesgo inminentísimo de su señora, no apartaba los ojos de ella ni un punto. Advirtió la enferma su solicitud e inquietud dolorosa, y atrayéndola a sí por la mano, y enjugándole con la suya las lágrimas que la atribulada doncella no acertaba a contener, le dijo:

-¡Pobre muchacha, que era más viva y alegre que el cabritillo que trisca por estos montes! Un año entero has pasado lleno de angustia y de pesares, sin que tu amor y tu fidelidad se hayan desmentido ni un instante. Tu felicidad me ha ocupado muchas veces, y ahora mismo quiero asegurártela por entero.

El llanto y los sollozos de la pobre niña se redoblaron entonces, y no pudo articular ni una sola palabra de agradecimiento.

-Padre mío, a vuestra liberalidad la encomiendo; mirad que he encontrado en ella toda la sumisión de una sierva y el cariño de una hermana. Y vos, don Álvaro, dulce esposo mío, tomadla a ella y a su futuro marido bajo vuestro amparo, pues su lealtad y ternura hacia vos no han sido menores, y ya que el mundo no se ha puesto de por medio en el camino de su sencilla inclinación, gocen en paz una vida que tal vez hubiéramos gozado nosotros, si hubiéramos vestido su humilde hábito. Y vosotros, amigos míos -añadió dirigiéndose a los criados, porque todos habían acudido a aquella escena de dolor, y la presenciaban como si se les cayesen las alas del corazón-, fiel Nuño, honrado Mendo, a todos os doy las gracias por el amor que me habéis mostrado, y a todos os encomiendo igualmente a la generosidad de mi padre y de mi esposo.

Aquellas pobres gentes, y sobre todo las mujeres, rompieron en alaridos y llantos tales que hubo que echarlos de la estancia para que no perturbasen a la señora en sus últimos instantes.

A medida que el sol iba subiendo, las ligeras nubes que había sembradas por el cielo se disiparon y, por último, se quedó el firmamento tan azul y puro que, como en el Ensueño de Byron, «Dios sólo se veía en medio de él». El lago estaba terso y unido como un espejo, y sus riberas silenciosas y solas, los pájaros del jardín habían callado también, pero sus flores, con el seno desabrochado a los ardientes rayos del sol, inundaban el aire de aromas que llegaban hasta el lecho de doña Beatriz.

-¡Cuántas veces -le dijo a don Álvaro-, habrás comparado mis mejillas a las rosas, mis labios al alhelí, y mi talle a las azucenas que crecen en ese jardín! ¿Quién pudiera creer entonces que la flor de mi belleza y juventud se marchitaría antes que ellas? ¡Vana soberbia la de los pensamientos humanos!

El hombre se figura rey de la naturaleza y, sin embargo, él sólo no se reanima, ni florece con el soplo de la primavera.

La heredera de Arganza, lo mismo en medio de sus vasallos que lejos de ellos, era la madre de los menesterosos y el ángel consolador de las familias; la noticia de su peligro llenó, por lo tanto, de desolación los pueblos de Lago, Villarrando y Carucedo, de los cuales acudieron infinitas gentes a la quinta.

En una especie de plazuela que había delante de la puerta principal se fueron juntando todos, y aunque se les encargó el silencio, era tal su ansiedad que no podían acallar un rumor sordo sobre el cual se alzaba de cuando en cuando un grito de alguno recién venido, y que ignoraba el encargo, o de otro que no podía reprimirse.

Poco tardó en percibirlo doña Beatriz, en cuyo corazón encontraban tanto eco todas las emociones puras, y no pudo menos de enternecerse con aquella muestra de cariño, tan sencilla y verdadera.

-¡Pobres gentes! -dijo conmovida-, ¡y cómo me pagan con creces el amor que les he mostrado! Cierto que me echarán de menos más de una vez, pero este es uno de los mayores consuelos que puedo recibir este instante.

Entonces significó a su padre y al abad por más extenso las mandas y dádivas que en su nombre se habían de hacer, y manifestó al prelado con vivas expresiones su agradecimiento por su amor paternal nunca desmentido y lo mismo al anciano médico que en su larga enfermedad había mostrado un celo que sólo la caridad podía encender en su corazón entibiado por los años. Asimismo, encargó con el mayor encarecimiento que la enterrasen en la capilla de la quinta, a orillas de aquel lago retirado y tranquilo tan lleno de memorias para su corazón.

No parecía sino que aquella existencia de tantos adorada pendía en aquella ocasión de uno de los rayos luminosos del sol, porque declinaba hacia su ocaso al compás del astro del día. Púsose éste, por fin, detrás de las montañas, y entonces doña Beatriz, levantando hacia él su lánguida mirada, dijo a su esposo:

-¿Os acordáis del día que os despedisteis de mí por primera vez en mi casa de Arganza? ¿Quién nos dijera que el mismo sol que alumbró nuestra primera separación había de alumbrar en tan breve espacio la postrera? No obstante, la suerte se muestra más benigna conmigo en este instante, pues entonces me apartaba de vuestro lado y ahora de entre los brazos de mi esposo vuelo a los de Dios.

Al acabar estas palabras inclinó suavemente la cabeza sobre el hombro de don Álvaro, sin hacer extremo ni movimiento alguno, como acostumbraba en los frecuentes deliquios que padecía; pero pasado un rato, y viendo que no se sentía su respiración, la apartó de sí azorado. El cuerpo de la joven cayó entonces inanimado y con los ojos cerrados sobre la cama, porque sobre su hombro acababa de exhalar el último suspiro

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En la misma noche despachó correos el abad a Carracedo y al monasterio benedictino de San Pedro de Montes, y a la mañana siguiente acudieron un crecido número de monjes de entrambos, con lo cual pudo hacerse el entierro de la malograda joven con toda la suntuosidad correspondiente a su clase. Don Álvaro, que desde que vio muerta a su esposa se encerró en un silencio pertinaz, se empeñó en acompañar su cadáver a la capilla. Durante el oficio estuvo tranquilo, aunque echando de cuando en cuando miradas vagarosas al féretro y a la concurrencia, pero cuando llegó el caso de depositar en el sepulcro aquellos restos inanimados, dando un tremendo alarido se precipitó para arrojarse en él. Acudieron al punto los circunstantes y le detuvieron mal su grado. Viendo entonces burlado su intento se desasió de sus brazos y sin cesar en sus alaridos y con todas las trazas de un demente corrió con planta ligera a emboscarse en lo más cerrado del monte a la parte de las Médulas. Su razón había sufrido un fiero golpe, y al cabo de algunos días, el fiel Millán le encontró en una de las galerías de las antiguas minas con el cabello descompuesto y la ropa desgarrada. Con gran maña lo restituyó a la quinta donde aplicándole muchos remedios volvió pronto a su juicio al cabo de algunos días. En cuanto se vio libre de su acceso rogó que le dejasen bajar a la capilla, pero todos se opusieron fuertemente, temerosos de que la vista de aquel sepulcro, no bien cerrado, desatase otra vez la vena de su locura; sin embargo, tantas y tan concertadas fueron las razones que dio, que al cabo hubieron de dejarle cumplir aquel triste gusto. Arrodillóse sobre la sepultura y en oración ferviente pasó más de una hora; besó, por último, la losa, y levantándose en seguida, sin pronunciar palabra, ni hacer extremo alguno de dolor, se salió y montando en su arrogante caballo se partió de la quinta sin despedirse de don Alonso y seguido de Millán y otros dos o tres criados más antiguos, que al rumor de su enfermedad y locura acudieron desalados a la quinta.

Apenas llegó a Bembibre hizo dejación de todos los bienes que poseía en feudo y, mejorando considerablemente la herencia de su escudero, repartió lo demás entre sus criados y vasallos más pobres. Hecho esto, una mañana le buscaron por todo el castillo y no apareció; lo único que se había llevado consigo era el bordón y sayal de peregrino de uno de sus antepasados que había ido a la Tierra Santa en aquel hábito, y para memoria se guardaba en una de las piezas del castillo. De aquí dedujeron unos que él también se habría encaminado a Palestina, otros que no era allí sino a Santiago de Galicia donde iba con ánimo de quedarse en algún retirado monasterio de aquella tierra, y no faltó, por último, quien dijo que la locura había vuelto a apoderarse de él.

El señor de Arganza, por su parte, sobrevivió poco a su interesante y desdichada hija, como era de esperar de sus años y de su profunda aflicción. Con su muerte se extinguió aquella casa ilustre que pasó a unos parientes muy lejanos y quedó un vivo cuanto doloroso ejemplo de la vanidad, de la ambición y de los peligros que suelen acompañar a la infracción de las leyes más dulces de la naturaleza.






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Conclusión

El manuscrito de que hemos sacado esta lamentable historia anda muy escaso en punto a noticias sobre el paradero de los demás personajes, en cuya suerte tal vez no faltarán lectores benévolos que se interesen. Por desgracia, no pocos de ellos eran viejos cuando les conocimos, y así el manuscrito ya citado se contenta con decirnos que después de la extinción final del Temple que Clemente V decretó en el concilio de Viena, no por vía de sentencia, sino como providencia de buen gobierno, la mayor parte de los caballeros fueron destinados a monasterios de diferentes órdenes, y entre ellos el anciano maestre de Castilla, don Rodrigo Yáñez, vino a concluir sus breves días a Carracedo. Díjose, y no sin fundamento, que la desgracia de su sobrino, añadida a los infinitos pesares que le había traído el triste fin de su orden, acortó el hilo de su vida. El buen abad tardó poco en seguirle colmado de bendiciones por todos sus vasallos a quienes miraba como a hijos.

Por lo que hace al comendador Saldaña, fiel a su propósito, abandonó la Europa degenerada y cobarde, como siempre la llamaba, y pasó a Siria, donde acabó sus días en una revuelta de los cristianos oprimidos que acaudillaba. En resumen, el tal manuscrito no parece sino un libro de defunciones, porque, según él, hasta el mismo Mendo, el palafrenero, fue víctima de una apoplejía fulminante que le trajo su obesidad cada vez mayor.

De la suerte posterior del señor de Bembibre, de la linda Martina, de Millán y de Nuño, nada más de lo que sabemos contenía; pero en el año pasado de 1842, visitando en compañía de un amigo las montañas meridionales del Bierzo, hicimos en el archivo del monasterio de San Pedro de Montes un hallazgo de grandísimo precio sobre el particular que nos aclaró todas nuestras dudas. Era el tal una especie de códice antiguo escrito en latín por uno de los monjes de la casa, pero como los sucesos que en él se refieren exigen cierto conocimiento de los lugares, nuestros lectores pueden perdonarnos, mientras les enteramos de lo más preciso, haciéndose cargo de que habiendo tenido paciencia para seguirnos hasta aquí, bien pueden decir con el refrán vulgar «donde se fue el mar que se vayan las arenas».

El monasterio de San Pedro de Montes es antiquísimo, pues se remonta su origen a San Fructuoso y San Valerio, santos ambos de la época gótica, y su restauración, después de la invasión sarracénica, pertenece a San Genadio, obispo de Astorga, cuya es la iglesia que aún en día se conserva, con traza de durar no pocos años. Su situación, en medio de las asperísimas sierras que ciñen el Bierzo por el lado de mediodía, revela bien el terrible ascetismo de sus fundadores, pues está montado sobre un precipicio que da al riachuelo Oza y por todas partes le cercan montes altísimos, riscos inaccesibles y oscuros bosques. El rumor de aquel arroyo, encerrado en su hondísimo y peñascoso cauce, tiene un no sé qué de lastimero, y los pájaros que comúnmente se ven son las águilas y buitres que habitan en las rocas. El pico de la Aguiana, cubierto de nieve durante siete u ocho meses y el más alto de todos los del Bierzo, domina el monasterio casi a vista de pájaro y dista poquísimo por el aire, pero son tales los derrumbaderos que por aquel lado lo cercan, que el camino para llegar allá tiene que serpentear en la ladera por espacio de más de una legua y tomar además grandes rodeos. Esta montaña es muy pelada, pero está cubierta de plantas medicinales y tiene en su misma cresta una ermita medio enterrada a causa de las nieves y ventarrones, en que se adoraba, hasta la extinción del monasterio, la imagen de Nuestra Señora de la Aguiana, cuya función se celebraba el 15 de agosto y era concurridísima romería.

La vista que desde aquella altísima eminencia se descubre es inmensa, pues domina la dilatada cuenca del Bierzo llena de accidentes a cual más pintorescos y hermosos, y desde allí se extiende la mirada hasta los tendidos llanos de Castilla por el lado de oriente, y por el occidente hasta el valle de Monterrey, semiadentro de Galicia. La Cabrera, altísima y erizada de montañas, le hace espalda, y es, en suma, uno de los puntos de vista más soberbios de que puede hacer alarde España, a pesar de que el lago de Carucedo y los barrancos y picachos encarnados de las Médulas, adornos de los más raros y preciosos que el Bierzo tiene, desaparecen detrás de las vecinas rocas de Ferradillo. Este, sin embargo, es pequeño inconveniente, porque están situadas a corta distancia de la ermita, y con un paseo se puede gozar de la perspectiva de entrambos objetos.

Hechas, pues, estas explicaciones que hemos juzgado necesarias, volvamos al códice latino cuyas palabras vamos a traducir fielmente haciendo antes una profunda cortesía a nuestros lectores en señal de despedida, ya que después de ellas, nada podemos contarles de nuevo. Dice así:

«Por los años de 1320, ocho después que el santo padre Clemente V, de santa memoria, disolvió la orden y caballería del Temple, acaeció que un peregrino que volvía a visitar el sepulcro del Salvador, mal perdido por los pecados de los fieles, apareció en la portería de esta santa casa, y habiendo pedido que la llevasen a la cámara del abad, así lo hicieron. Largo rato duró la plática con su reverencia, la cual, al cabo, vino a dar por resultado que el forastero de todo el mundo desconocido tomase el hábito del glorioso patriarca San Benito a los dos días, con grande admiración de todos nosotros; pero el abad con quien, según oímos de sus labios, se había confesado el peregrino, pasó por encima de todos los trámites y requisitos acostumbrados para entrar en religión, y nos impuso silencio con la voz de su autoridad. El nuevo monje podía tener como hasta treinta y dos años, era alto, bien dispuesto y de hermosas facciones, pero las penitencias, sin duda, y tal vez los disgustos le doblaban la edad al parecer. Era muy austero y taciturno, y su aire a veces parecía como de quien en el siglo había sido un poderoso de la tierra. Esto, sin embargo, no dañaba a la modestia y suavidad de trato que con todos usaba, si bien por muy poco tiempo disfrutamos el suyo.

Pocos días antes de su misteriosa llegada había fallecido el ermitaño de la Aguiana, santo varón muy dado a la penitencia; pero como la ermita está cubierta de nieve gran parte del año, y la cerca tan grande soledad y desamparo, ninguno se sentía con fuerzas para vida tan áspera y rigurosa. Comoquiera, el nuevo religioso no bien se hubo enterado de lo más necesario al reciente estado, se partió con consentimiento del abad a morar en la ermita, dejando avergonzada nuestra flaqueza con su valerosa resolución. Era esto a principios del otoño, cuando caen en aquella eminencia las primeras nieves, y nubarrones casi continuos comienzan a ceñirla como un ropaje flotante, pero sin arredrarse por eso, tomó posesión al punto de su nuevo cargo.

Los resplandores de su virtud y caridad no pudieron estar largo tiempo ocultos, y así pronto se convirtió en el ídolo de la comarca. Partía con los pastores pobres su escasa ración de groseros alimentos, y cuando se arrecían con el frío, les cedía la porción de vino que le daban en el convento y que sin duda sólo recibía con este objeto, pues nunca lo llegaba a los labios. Acontecía algunas veces que una res vacuna o alguna cabra se perdía a boca de noche en aquellas soledades, y él entonces, a trueque de ahorrar a su dueño un disgusto de su pérdida, salía de la ermita pisando nieve endurecida y la llevaba al pueblo a riesgo de ser devorado de los lobos, osos y otras alimañas de que tan gran abundancia se cría en estas breñas.

Con estas y otras buenas obras, de tal manera se llevó tras sí el respeto y los corazones de esta gente sencilla, que sus palabras eran para ellos como las que Moisés oyó de boca del Señor en el monte Oreb. Él los consolaba en sus aflicciones, componía sus diferencias, les daba instrucciones para sus cacerías como persona muy entendida, y era, por fin, como la luz de estas oscuras y enriscadas asperezas.

Los fríos del invierno y el rigor de sus penitencias acabaron de destruir su salud ya quebrantada; así es que la dulce estación de la primavera no le restauró en manera alguna. Sin embargo, salía muy a menudo de la ermita, y paseando, aunque con trabajo, llegaba a las rocas de Ferradillo, desde donde se registran las cárcabas y pirámides de las Médulas y el plácido y tranquilo lago de Carucedo. Allí se pasaba las horas como arrobado, y hasta que declinaba el día casi nunca volvía a su estrecha celda. El abad, viendo cómo decaían sus fuerzas, le rogó repetidas veces que dejase vida tan penosa y bajase a recobrarse al monasterio, pero nunca lo pudo recabar de él.

Por fin la noche antes de los idus de agosto (14) víspera de la función de la Virgen de la Aguiana, se oyó tocar a deshora la campana del ermitaño con gran prisa, como pidiendo socorro. Alborotóse con esto no sólo la comunidad, sino el pueblo entero, y apresuradamente subieron a la ermita, pero por prisa que se dieron, cuando llegaron los delanteros ya le encontraron muerto. Grandes llantos se hicieron sobre él, pero aunque registraron su pobre ajuar no encontraron sino una cartera destrozada, con una porción de páginas desatadas al parecer y sin concierto, llenas de doloridas razones y sembradas de algunas tristísimas endechas, por las cuales nada podían rastrear sobre el nombre y calidad del desconocido.

Al otro día, según dejamos dicho, era la romería de Nuestra Señora, y tanto para que recayesen sobre el difunto las oraciones de los fieles, cuanto por ver si había alguno que le conociese entre aquel numeroso concurso, lo pusieron en unas andas tendidas de negro a los pies de la ermita, amortajado con su propio hábito y con la cartera de seda encima.

Las gentes que vinieron aquel año fueron muchísimas, pero entre ellas llegó una familia que por el vistoso arreo de su traje llamaba la atención. Componíase de un anciano que pasaba ya de los sesenta; de un mozo como de treinta y dos, muy gallardo; de una mujer como de veinticinco, rubia, de ojos azules y tez blanca, de extraordinaria gracia y gentileza, que traía de la mano, después que se apearon de sus yeguas, una niña como de siete años, con una túnica blanca de lienzo y una gran vela de cera en la mano. La especie de mortaja que la cubría, la ofrenda que llevaba en la mano, y más que todo su color un poco quebrado, pero que en nada menguaba su hermosura de ángel, daban a conocer que venía con sus padres a cumplir algún voto hecho a la Virgen en acción de gracias, por haberla sacado de las garras de la muerte en alguna enfermedad no muy lejana. Era una familia en cuya vista se recreaba el ánimo involuntariamente, porque se conocía que la paz del corazón y los bienes de fortuna contribuían a hacerlos dichosos en este valle de lágrimas.

Los cuatro, pues, entraron en la ermita, y viendo tanta gente agolpada alrededor del muerto, se acercaron también, llevados a un tiempo de la curiosidad y de la piedad. Trabajo les costó romper el cerco de aldeanos para rodear aquel humilde ataúd, pero apenas llegaron a él los dos jóvenes esposos, cuando fijando ella la vista en la cartera y él en el semblante del muerto, se pintó en sus rostros a un mismo tiempo la sorpresa y el terror. Estaba la cartera muy descolorida, como si sobre ella hubiesen caído muchas gotas de agua, y el cadáver, como es uso entre los monjes, tenía cubierto el rostro hasta la barba con la capucha; pero así y todo, y con la seguridad que una voz interior les daba, abalanzóse él a descubrir la cara del muerto, y ella se apoderó con ansia de la cartera que comenzó a registrar.

-¡Virgen santísima de la Encina! -exclamó la mujer dando un descompasado grito-, ¡la cartera de mi pobre y querida ama doña Beatriz Ossorio!

-Dios soberano -gritó él, por su parte, abrazándose estrechamente con el cadáver-, ¡mi amo, mi generoso amo, el señor de Bembibre!

-¿Quién decís? -exclamó el viejo atropellado por la gente, ¿el esposo de aquel ángel que yo vi nacer y morir?

Los tres entonces, asiéndose de las manos y del hábito del difunto, comenzaron un tierno y doloroso llanto, en que muchos de los circunstantes conmovidos, a vista del no pensado caso, no tardaron en acompañarles.

-Madre -preguntó la niña con ojos llenos también de lágrimas y medio aturdida con lo que veía-, ¿es éste aquel señor tan bueno de que hablas tantas veces con mi padre?

-Sí, Beatriz mía, hija de mi alma -exclamó su madre alzándola en sus brazos-, ese es vuestro bienhechor. Besa, alma mía, besa el hábito de ese santo, porque si esta Virgen divina te ha concedido la salud y guardándote a nuestro amor, fue porque él sin duda se lo pedía.

Los romeros entonces dijeron ser Nuño García, montero que había sido del señor de Arganza; Martina del Valle, camarera de su hija doña Beatriz, y Millán Rodríguez, escudero y paje de lanza de don Álvaro Yáñez, señor de Bembibre que era el que allí muerto a la vista tenían. En esto llegó el abad de esta santa casa vestido con ropa de iglesia para bajar en procesión la santa imagen, según era costumbre, y diciendo muchas palabras de consuelo a los afligidos criados, les aseguró ser cierto lo que veían y creían. Don Álvaro, según lo que contó, había ido a meterse fraile a un convento de la Tierra Santa, pero habiéndolo entrado los infieles a saco antes de cumplir el año del noviciado, fatigado del deseo de la patria, y atraído por la sepultura de su esposa, había venido a Montes donde había confiado todas esas cosas al abad bajo secreto de confesión, hasta que otro no descubriese su nombre.

Comoquiera, el pesar que aquellas gentes recibieron fue muy grande, y aun Millán pidió que le dejasen llevar el cuerpo a Bembibre, pero el abad no lo consintió, así por no ir contra la voluntad expresa del difunto, que quería ser enterrado entre sus hermanos, como porque creía que sus reliquias habían de traer bien a este monasterio. A los huéspedes los agasajó y regaló con mucho amor, y en especial al viejo Nuño a quien vio afligidísimo el día del entierro de doña Beatriz, y cobró afición muy particular desde entonces por su lealtad. El pobre montero, viejo ya y sin familia, se vio desamparado de todo punto cuando se acabó la casa de su amo, dado que rico con sus mandas y larguezas, y se fue a vivir con Martina y Millán en cuya casa pasaba los últimos años de su vida muy querido y estimado. Al cabo de dos días se volvieron todos a Bembibre, donde vivían bien y holgadamente, colmados de regalos y finezas.

Tal fue este extraño suceso, que me pareció conveniente asentar aquí, y que duró mucho tiempo en la memoria de estas gentes. De los ya nombrados criados, tengo oído decir a muchas personas que aunque vivieron muy dichosos, rodeados de hijos muy hermosos y bien inclinados, y muy ricos para su clase, sin embargo, aun pasados muchos años, se les anublaban los ojos en lágrimas cuando recordaban el fin que tuvieron sus buenos amos, y sobre todo el señor de Bembibre.»






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