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«El señor presidente» de Miguel Ángel Asturias

Cedomil Goic

El Señor Presidente es la novela de la deformación demoníaca del poder político. No hay en toda la novelística hispanoamericana ni en toda la novela contemporánea una obra que represente de modo tan extraordinario y perturbador la maléfica y ominosa presencia del poder humano absoluto y su aniquiladora influencia. Ni la hay tampoco que, proyectando tan universalmente su sentido, arraigue tan profundamente en formas particulares de la realidad y del modo de sentir hispanoamericanos.

La figura del Señor Presidente encarna el carácter difuso, inasible e incierto, del poder maligno. Es una potencia incontrarrestable, aniquiladora y mortífera, en su imperio absoluto; cruel y sanguinaria, en su demoníaco carácter; perversamente cómico, en el espectáculo de su propio poderío. Para prestarle el cuerpo mítico que le conviene, el Señor Presidente es caracterizado con la figura imprecisa que le presta la creencia popular, fabuladora de una imagen temible y caricaturesca, o la representación de igual origen que lo presenta vestido de negro enteramente y con un rostro descarnado semejante a las representaciones populares del demonio. En otros momentos, es una figura vulgar y degradada que se muestra caricaturescamente en sus acciones dañinas o sus momentos desapacibles. Sin embargo, su ambigüedad esencial se revierte en nuevos signos así como su poder aparece divinizado en sus atributos -una suerte de absoluto de bolsillo- de ser todopoderoso, omnisciente, misterioso y tremendo. Cierto orden celeste parece establecerse en relación al Señor Presidente, cuando la Lengua de Vaca, turiferaria del tirano, entona el salmo de las alabanzas «Todo el orbe cante!» (II, XIV), poniendo en el coro arcangélico a los generales de la república. Lo esencial es, en todo caso, la visión numinosa que se crea en relación al Señor Presidente. En ella entronca también Miguel Cara de Ángel, anagrama de Miguel Arcángel, que es el favorito del Señor. Lo ambiguo concierta los contrarios cuando contemplamos que el carácter celeste del tirano y del mundo no es tal, sino verdaderamente infernal y que este cielo no lo es verdaderamente, sino un «cielo al revés», un infierno, y el Señor Presidente una figura demoníaca. A este mismo hecho, corresponde el que la caída de Cara de Ángel posea también un carácter inverso: no lo precipita el mal, aunque sí una soberbia arcangélica, sino el bien, pues redimido por el amor de Camila pierde el favor del tirano ya que lo obrado escapó por un momento a sus designios. Obediente a la ambigüedad generalizada del mundo que se reconoce a partir de este punto, todo adquiere un carácter ambiguo, todas las relaciones invierten o trastruecan sus términos. Todo adquiere la confusión y la oscuridad de lo caído en las tinieblas.

El disonante son de las campanas que llaman a la oración al iniciarse la novela, doblando o maldoblestando un conjuro satánico que convoca la presencia de los pordioseros de la plaza, larvas monstruosas, que casi cósmicamente concurren en la noche con las estrellas, anticipa una visión permanente de ambigüedad tremenda y feroz, de diuturnidad permanente: una atmósfera crepuscular y nocturna que apenas da lugar, a veces, a incipientes amaneceres abortados prestamente.

A este torso de realidad que representa lo inverso de una teología cristiana, es decir, una demonología siniestra y engañosa, se superpone otra visión, esta vez arraigada en el mundo mítico americano. Al ser enviado Cara de Ángel como embajador del Señor Presidente en Washington, adivina oscuramente la amenaza en una visión mítica que se abre entre sus cejas -el tercer ojo de las visiones maravillosas- y allí, representada en el espacio sagrado que encierran cuatro sacerdotes -el mundo en todos sus cuatro términos-, contempla el robo del fuego por el dios Tohil que deja el mundo a oscuras y priva a los hombres del calor, del alimento y de la vida. El precio de la restitución, que los hombres claman desde su miseria, será pagado en vidas humanas. Esta visión proyecta de inmediato sus rasgos sobre la realidad humana. La gratuidad del poder abusivo, cruel y sanguinario de Tohil es un análogo adecuado para el Señor Presidente; lo es también para la oscuridad del mundo, para el terror de los hombres y aún para la esperanza de estos pues el contentamiento del dios puede traer el amanecer y la restitución del fuego; pero lo es sobre todo para el desdibujamiento del contorno de todo lo real, es decir, para la ambigüedad generalizada del universo: «No habrá no verdadera muerte ni verdadera vida», proclamará Tohil.

El efecto de esta visión es el de una auténtica epifanía esto es, de un momento narrativo en el cual se pone de manifiesto el sentido -un sentido- de la realidad. Hay que agregar, para una cabal comprensión de lo que acontece en esta novela, que tal epifanía opera sujeta a un principio de reflexibilidad, de modo que la inteligencia del mundo se modifica en sus términos conocidos así como actúa la epifanía y a partir de ella.

Contemplamos un fenómeno similar cuando el titiritero loco -Don Benjamín-, quien ya entrega luminosas dimensiones a la realidad que revierten sobre la naturaleza misma de la novela y de lo imaginario en general (I, VIII), revelando lo ambiguo de su condición, descubre en el Epílogo la condición cómica del universo, al desenmascarar la doble condición de los personajes, su falso rostro, su miserable condición servil o su involuntaria investidura impuesta. Con la lucidez implacable que la locura muestra como teatro y su autor cómico. La analogía proyecta grotescamente la imagen degradada de un theatrum mundi, en nada comparable a la grandiosidad calderoniana ni a la providencia magna del autor, al de un orden guiñolesco y a la operación cómico-grotesca de un titiritero. La pregunta del minúsculo don Benjamín: «¿Quién te fizo figura de figurón?», tiene respuesta inequívoca en el contexto narrativo. El poder de enajenar a los hombres de su ser y, mediante el terror, someterlos al juego arbitrario de su voluntad pertenece al Señor Presidente. Esta nueva epifanía debe superponerse a las representaciones anteriores para reconocer la imagen perfecta del tirano, cuya identidad no responde con exclusividad a ninguna de las tres principalmente señaladas ni tampoco a las caracterizaciones menores, incluida la terrífica de la araña -en el juego de la araña y la mosca-, que pone un extremo de sadismo y perversa brutalidad en la caracterización del personaje, sino que -ambiguamente- las concierta todas y las superpone para cobrar en su compleja confusión la estatura de su realidad maléfica, de contornos imprecisos e imposible de intuir en su última esencia.

[Si miramos los acontecimientos], observaremos cómo se actualizan en el mundo, trasmutándolo todo, los poderes malignos del Señor Presidente. Esos acontecimientos sirven regularmente para confirmar y trazar en su raro perfil los rasgos determinantes del tirano. De modo que la historia que se narra -su línea principal- y sus múltiples derivaciones condicionadas por el desplazamiento de los personajes en el espacio, configuran un mundo desrealizado que es el mundo del Señor Presidente. No en el sentido de la identidad personal, que no posee, sino en el sentido del efecto que lo tiene por causa. De las determinaciones señaladas, brota la comprensión de un espacio a la luz de un poder desrealizante que resulta indispensable e inseparable de él para su comprensión. En su caracterización ordinaria, el Señor Presidente, aparece como una figura más dentro de un mismo orden que extiende su poder maléfico por el mundo, y esto por cierto acrecienta su ambigüedad. No aparece como personaje portador del mundo. El estrato portador del mundo es el espacio, en él se reconocen los términos de la realidad y se generalizan a todos los rincones. En él se revelan las potencias abominables como momentos constitutivos del mismo. El Mal es una -es la- condición de la realidad, su grotesca condición se percibe tanto en la presencia incierta de los poderes malignos como en los momentos estructurados del espacio que reconocemos ambiguos, desrealizados, satíricos, demoníacos, larvarios, en la miseria de lo humano caído y extremadamente precario. Una sorprendente densidad de la significación de lo grotesco adquiere la representación del mundo en este banquete de la náusea.