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ArribaAbajoCambio de luz

A los cuarenta años era D. Jorge Arial, para los que le trataban de cerca, el hombre más feliz de cuantos saben contentarse con una acerada medianía y con la paz en el trabajo y en el amor de los sayos; y además era uno de los mortales más activos y que mejor saben estilar las horas, llenándolas de sustancia, de útiles quehaceres. Pero de esto último sabían, no sólo sus amigos, sino la gran multitud de sus lectores y admiradores y discípulos. Del mucho trabajar, que veían todos, no cabía duda; mas de aquella dicha que los íntimos leían en su rostro y observando su carácter y su vida,   —72→   tenía D. Jorge algo que decir para sus adentros, sólo para sus adentros, si bien no negaba él, y hubiera tenido a impiedad inmoralísima el negarlo, que todas las cosas perecederas le sonreían, y que el nido amoroso que en el mundo había sabido construirse, no sin grandes esfuerzos de cuerpo y alma, era que ni pintado para su modo de ser.

Las grandezas que no tenía, no las ambicionaba, ni sonaba con ellas, y hasta cuando en sus escritos tenía que figurárselas para describirlas, le costaba gran esfuerzo imaginarlas y sentirlas. Las pequeñas y disculpables vanidades a que su espíritu se rendía, como verbi gracia, la no escasa estimación en que tenía el aprecio de los doctos y de los buenos, y hasta la admiración y simpatía de los ignorantes y sencillos, veíalas satisfechas, pues era su nombre famoso, con sólida fama, y popular; de suerte que esta popularidad que le aseguraba el renombre entre los muchos, no le perjudicaba en la estimación de los escogidos. Y por fin, su dicha grande, seria, era su casa, su mujer, sus hijos;   —73→   tres cabezas rubias, y él decía también, tres almas rubias, doradas, mi lira, como los llamaba al pasar la mano por aquellas frentes blancas, altas, despejadas, que destellaban la idea noble que sirve ante todo para ensanchar el horizonte del amor.

Aquella esposa y aquellos hijos, una pareja; la madre hermosa, que parecía hermana de la hija, que era un botón de oro de quince abriles, y el hijo de doce años, remedo varonil y gracioso de su madre y de su hermana, y esta, la dominante, como él decía, parecían, en efecto, estrofa, antistrofa y épodo de un himno perenne de dicha en la virtud, en la gracia, en la inocencia y la sencilla y noble sinceridad. «Todos sois mis hijos, pensaba D. Jorge, incluyendo a su mujer; todos nacisteis de la espuma de mis ensueños».- Pero eran ensueños con dientes, y que apretaban de firme, porque como todos eran jóvenes, estaban sanos y no tenían remordimientos ni disgustos que robaran el apetito, comían que devoraban, sin llegar a glotones, pero pasando con mucho de ascetas. Y como no vivían sólo de pan, en vestirlos   —74→   como convenía a su clase y a su hermosura, que es otra clase, y al cariño que el amo de la casa les tenía, se iba otro buen pico, sobre todo en los trajes de la dominante. Y mucho más que en cubrir y adornar el cuerpo de su gente gastaba el padre en vestir la desnudez de su cerebro y en adornar su espíritu con la instrucción y la educación más esmeradas que podía; y como este es artículo de lujo entre nosotros, en maestros, instrumentos de instrucción y otros accesorios de la enseñanza de su pareja se le iba a D. Jorge una gran parte de su salario y otra no menos importante de su tiempo, pues él dirigía todo aquel negocio tan grave, siendo el principal maestro y el único que no cobraba.- No crea el lector que apunta aquí el pero de la dicha de D. Jorge; no estaba en las dificultades económicas la espina que guardaba para sus adentros Arial, siempre apacible. Costábale, sí, muchos sudores juntar los cabos del presupuesto doméstico; pero conseguía triunfar siempre gracias a su mucho trabajo, el cual era para él una sagrada obligación, además, por otros conceptos más   —75→   filosóficos y altruistas, aunque no más santos, que el amor de los suyos.

Muchas eran sus ocupaciones y en todas se distinguía por la inteligencia, el arte, la asiduidad y el esmero. Siguiendo una vocación, había llegado a cultivar muchos estudios, porque ahondando en cualquier cosa se llega a las demás. Había empezado por enamorarse de la belleza que entra por los ojos, y esta vocación, que le hizo pintor en un principio, le obligó después a ser naturalista, químico, fisiólogo; y de esta excursión a las profundidades de la realidad física sacó en limpio, ante todo, una especie de religión de la verdad plástica que le hizo entregarse a la filosofía... y abandonar los pinceles. No se sintió gran maestro, no vio en sí un intérprete de esas dos grandes formas de la belleza que se llaman idealismo y realismo, no se encontró, con las fuerzas de Rafael ni de Velázquez, y, suavemente y sin dolores del amor propio, se fue transformando en un pensador y en amador del arte; y fue un sabio en estética, un crítico de pintura, un profesor insigne; y después un artista de la   —76→   pluma, un historiador del arte con el arte de un novelista. Y de todas estas habilidades y maestrías a que le había ido llevando la sinceridad con que seguía las voces de su vocación verdadera, los instintos de sus facultades, fue sacando sin violencia ni simonía provecho para la hacienda, cosa tan poética como la que más al mirarla como el medio necesario para tener en casa aquella dicha que tenía, aquellos amores, que, sólo en botas, le gastaban un dineral.

Al verle ir y venir, y encerrarse para trabajar, y después correr con el producto de sus encerronas a casa de quien había de pagárselo; siempre activo, siempre afable, siempre lleno de la realidad ambiente, de la vida que se le imponía con toda su seriedad, pero no tristeza, nadie, y menos sus amigos, y su mujer y sus hijos, hubiera adivinado detrás de aquella mirada franca, serena, cariñosa, una pena, una llaga.


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Pero la había. Y no se podía hablar de ella. Primero, porque era un deber guardar aquel dolor para sí; después, porque hubiera sido inútil quejarse; sus familiares no le hubieran comprendido, y más valía así.

Cuando en presencia de D. Jorge se hablaba de los incrédulos, de los escépticos; de los poetas que cantan sus dudas, que se quejan de la musa del análisis, Arial se ponía de mal humor, y, cosa rara en él, se irritaba. Había que cambiar de conversación o se marchaba D. Jorge.- «Esos, decía, son males secretos que no tienen gracia, y en cambio entristecen a los demás y pueden contagiarse. El qué no tenga fe, el que dude, el que vacile, que se aguante y calle y luche por vencer esa flaqueza. Una vez, repetía Arial en tales casos, un discípulo de San Francisco mostraba su tristeza delante del maestro, tristeza que nacía de sus escrúpulos de conciencia; del miedo de haber ofendido a Dios; y el santo le dijo: «Retiraos, hermano, y no turbéis la alegría de los demás; eso que os pasa son cuentas vuestras y de Dios: arregladlas con él a solas».

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A solas procuraba arreglar sus cuentas D. Jorge, pero no le salían bien siempre, y esta era su pena. Sus estudios filosóficos, sus meditaciones y sus experimentos y observaciones de fisiología, de anatomía, de química, etc., etc., habían desenvuelto en él, de modo excesivo, el espíritu del análisis empírico; aquel enamoramiento de la belleza plástica, aparente, visible y palpable, le había llevado, sin sentirlo, a cierto materialismo intelectual, contra el que tenía que vivir prevenido. Su corazón necesitaba fe, y la clase de filosofía y de ciencia que había profundizado le llevaban al dogma materialista de ver y creer. Las ideas predominantes en su tiempo entre los sabios cuyas obras él más tenía que estudiar; la índole de sus investigaciones de naturalista y fisiólogo y crítico de artes plásticas le habían llevado a una predisposición reflexiva que pugnaba con los anhelos más íntimos de su sensibilidad de creyente.

Don Jorge sentía así: «Si hay Dios, todo está bien. Si no hay Dios, todo está mal. Mi mujer, mi hijo, la dominante, la paz de   —79→   mi casa, la belleza del mundo, el divino placer de entenderla, la tranquilidad de la conciencia... todo eso, los mayores tesoros de la vida, si no hay Dios, es polvo, humo, ceniza, viento, nada... Pura apariencia, congruencia ilusoria, sustancia fingida; positiva sombra, dolor sin causa, pero seguro, lo único cierto. Pero si hay Dios, ¿qué importan todos los males? Trabajos, luchas, desgracias, desengaños, vejez, desilusión, muerte, ¿qué importan? Si hay Dios, todo está bien, si no hay Dios, todo esta mal».

Y el amor de Dios era el vapor de aquella máquina siempre activa; el amor de Dios, que envolvía, como los pétalos encierran los estambres, el amor a sus hijos, a su mujer, a la belleza, a la conciencia tranquila, le animaba en el trabajo incesante, en aquella suave asimilación de la vida ambiente, en la adaptación a todas las cosas que le rodeaban y por cuya realidad seria, evidente, se dejaba influir.

Pero a lo mejor, en el cerebro de aquel místico vergonzante, místico activo y alegre,   —80→   estallaba, como una estúpida frase hecha, esta duda, esta pregunta del materialismo lógico de su ciencia de analista empírico:

«¿Y si no hay Dios? Puede que no haya Dios. Nadie ha visto a Dios. La ciencia de los hechos no prueba a Dios...».

Don Jorge Arial despreciaba al pobre diablo científico, positivista, que en el fondo de su cerebro se le presentaba con este obstruccionismo; pero a pesar de este desprecio, oía al miserable, y discutía con él, y unas veces tenía algo que contestarle, aun en el terreno de la fría lógica, de la mera intelectualidad... y otras veces no.

Esta era la pena, este el tormento del señor Arial.

Es claro que gritase lo que gritase el materialista-escéptico, el que ponía a Dios en tela de juicio, D. Jorge seguía trabajando de firme, afanándose por el pan de sus hijos y educándolos, y amando a toda su casa y cumpliendo como un justo con la infinidad de sus deberes... pero la espina dentro estaba. «Porque, si no hubiera Dios, decía el corazón,   —81→   todo aquello era inútil, apariencia, idolatría», y el científico añadía: «¡Y cómo puede no haberlo!...».

Todo esto había que callarlo, porque hasta ridículo hubiera parecido a muchos, confesado como un dolor cierto, serio, grande. «Cuestión de nervios» le hubieran dicho. «Ociosidad de un hombre feliz a quien Dios va a castigar por darse un tormento inútil cuando todo le sonríe». Y en cuanto a los sayos, a quienes más hubiera D. Jorge querido comunicar su pena, ¡cómo confesarles la causa! Si no le comprendían ¡qué tristeza! Si le comprendían... ¡qué tristeza y qué pecado y qué peligro! Antes morir de aquel dolor. A pesar de ser tan activo, de tener tantas ocupaciones, le quedaba tiempo para consagrar la mitad de las horas que no dormía a pensar en su duda, a discutir consigo mismo. Ante el mundo su existencia corría con la monotonía de un destino feliz; para sus adentros su vida era una serie de batallas; ¡días de triunfo -¡oh, qué voluptuosidad espiritual entonces!- seguidos de horrorosos días de derrota, en que había que fingir   —82→   la ecuanimidad de siempre, y amar lo mismo, y hacer lo mismo y cumplir los mismos deberes.


Para la mujer, los hijos y los amigos y discípulos queridos de D. Jorge, aquel dolor oculto llegó a no ser un misterio, no porque adivinaran su causa, si no porque empezaron a sentir sus efectos: le sorprendían a veces preocupado sin motivo conocido, triste; y hasta en el rostro y en cierto desmayo de todo el cuerpo vieron síntomas del disgusto, del dolor evidente. Le buscaron causa y no dieron con ella. Se equivocaron al atribuirla al temor de un mal positivo, a una aprensión, no desprovista de fundamento por completo. Lo peor era que el miedo de un mal, tal vez remoto, tal vez incierto, pero terrible si llegaba, también les iba invadiendo a ellos, a la noble esposa sobre todo, y no era extraño que la aprensión que ellos tenían quisieran verla en las tristezas misteriosas de D. Jorge.

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Nadie hablaba de ello, pero llegó tiempo en que apenas se pensaba en otra cosa; todos los silencios de las animadas chácharas en aquel nido de alegrías, aludían al temor de una desgracia, temor cuya presencia ocultaban todos como si fuese una vergüenza.

Era el caso que el trabajo excesivo, el abuso de las vigilias, el constante empleo de los ojos en lecturas nocturnas, en investigaciones de documentos de intrincados caracteres y en observaciones de menudísimos pormenores de laboratorio, y acaso más que nada, la gran excitación nerviosa, habían debilitado la vista del sabio, miope antes, y ahora incapaz de distinguir bien lo cercano... sin el consuelo de haberse convertido en águila para lo distante. En sauna, no veía bien ni de cerca ni de lejos. Las jaquecas frecuentes que padecía le causaban perturbaciones extrañas en la visión: dejaba de ver los objetos con la intensidad ordinaria; los veía y no los veía, y tenía que cerrar los ojos para no padecer el tormento inexplicable de esta parálisis pasajera, cuyos fenómenos subjetivos no podía siquiera puntualizará los médicos.   —84→   Otras veces veía manchas ante los objetos, manchas móviles; en ocasiones puntos de color, azules, rojos... muy a mentido, al despertar especialmente, lo veía todo tembloroso y como desmenuzado... Padecía bastante, pero no hizo caso: no era aquello lo que le preocupaba a él.

Pero a la familia sí. Y Hubo consultas, y los pronósticos no fueron muy tranquilizadores. Como fue agravándose el mal, el mismo D. Jorge tomó en serio la enfermedad, y, en secreto, como habían consultado por él, consultó a su vez, y la ciencia le metió miedo para que se cuidara y evitase el trabajo nocturno y otros excesos. Arial obedeció a medias y se asustó a medias también.

Con aquella nueva vida a que le obligaron sus precauciones higiénicas, coincidió en él un paulatino cambio del espíritu que sentía venir con hondo y obscuro deleite. Notó que perdía afición al análisis de laboratorio, a las preciosidades de la miniatura en el arte, a las delicias del pormenor en la crítica, a la claridad plástica en la literatura y en la filosofía:   —85→   el arte del dibujo y del color le llamaba menos la atención que antes; no gozaba ya tanto en presencia de los cuadros célebres. Era cada día menos activo y más sonador. Se sorprendía a veces holgando, pasando las horas muertas sin examinar nada, sin estudiar cosa alguna concreta; y sin embargo, no le acusaba la conciencia con el doloroso vacío que siempre nos delata la ociosidad verdadera. Sentía que el tiempo de aquellas vagas meditaciones no era perdido.

Una noche, oyendo a un famoso sexteto de ínclitos profesores interpretar las piezas más selectas del repertorio clásico, sintió con delicia y orgullo que a él le había nacido algo en el alma para comprender y amar la gran música. La sonata de Krentzer, que siempre había oído alabar sin penetrar su mérito como era debido, le produjo tal efecto, que temió haberse vuelto loco; aquel hablar sin palabras, de la música serena, graciosa, profunda, casta, seria, sencilla, noble; aquella revelación, que parecía extranatural, de las afinidades armónicas de las cosas, por el lenguaje de las vibraciones íntimas; aquella elocuencia   —86→   sin conceptos del sonido sabio y sentimental, le pusieron en un estado místico que él comparaba al que debió experimentar Moisés ante la zarza ardiendo.

Vino después un oratorio de Handel a poner el sello religioso más determinado y más tierno a las impresiones anteriores. Un profundísimo sentimiento de humildad le inundó el alma; notó humedad de lágrimas bajo los párpados y escondió de las miradas profanas aquel tesoro de su misteriosa religiosidad estética, que tan pobre hubiera sido como argumento en cualquier discusión lógica y que ante su corazón tenía la voz de lo inefable.

En adelante buscó la música por la música, y cuando esta era buena y la ocasión propicia, siempre obtuvo análogo resultado. Su hijo era un pianista algo mejor que mediano, empezó Arial a fijarse en ello, y venciendo la vulgaridad de encontrar detestable la música de las teclas, adquirió la fe de la música buena en malas manos, es decir, creyó que en poder de un pianista regular suena bien una gran música. Gozó oyendo a su hijo las obras de los maestros. Como sus ratos de   —87→   ocio iban siendo cada día mayores, porque los médicos le obligaban a dejar en reposo la vista horas y horas, sobre todo de noche, don Jorge, que no sabía estar sin ocupaciones, discurrió, o mejor, fue haciéndolo sin pensarlo, sin darse cuenta de ello, tentar él mismo fortuna, dejando resbalar los dedos sobre las teclas. Para aprender música como Dios manda era tarde; además, leer en el pentágrama hubiese sido cansar la vista como con cualquiera otra lectura. Se acordó de que en cierto café de Zaragoza había visto a un ciego tocar el piano primorosamente. Arial, cuando nadie le veía, de noche, a obscuras, se sentaba delante del Erard de su hijo, y cerrando los ojos, para que las tinieblas fuesen absolutas, por instinto, como él decía, tocaba a su manera melodías sencillas, mitad reminiscencias de óperas y de sonatas, mitad invención suya. La mano izquierda le daba mucho que hacer y no obedecía al instinto del ciego voluntario; pero la derecha, como no exigieran de ella grandes prodigios, no se portaba mal. Mi música llamaba Arial a aquellos conciertos solitarios, música subjetiva   —88→   que no podía ser agradable más que para él, que soñaba, y sonaba llorando dulcemente a solas, mientras su fantasía y su corazón seguían la corriente y el ritmo de aquella melodía suave, noble, humilde, seria y sentimental en su pobreza.

A veces tropezaban sus dedos, como con un tesoro, con frases breves, pero intensas, que recordaban, sin imitarlos, motivos de Mozart y otros maestros. Don Jorge experimentaba un pueril orgullo, del que se reía después, no con toda sinceridad. Y a veces, al sorprenderse con estas pretensiones de músico que no sabe música, se decía: «Temen que me vuelva ciego, y lo que voy a volverme es loco». A tanto llegaba esta que él sospechaba locura, que en muchas ocasiones, mientras tocaba y en su cerebro seguía batallando con el tormento metafísico de sus dudas, de repente una melodía nueva, misteriosa, le parecía una revelación, una voz de lo explicable que le pedía llorando interpretación, traducción lógica, literaria... Si no hubiera Dios, pensaba entonces Arial, estas combinaciones de sonidos no me dirían   —89→   esto; no habría este rumor como de fuente escondida bajo hierba, que me revela la frescura del ideal que puede apagar mi sed. Un pesimista ha dicho que la música habla de un mundo que debía existir; yo digo que nos habla de un mundo que debe de existir.

Muchas veces hacía que su hija le leyera las lucubraciones en que Wagner defendió sus sistemas, y les encontraba un sentido muy profundo que no había visto cuando, años atrás, las leía con la preocupación de crítico de estética que ama la claridad plástica y aborrece el misterio nebuloso y los tanteos místicos.

En tanto, el mal crecía, a pesar de haber disminuido el trabajo de los ojos: la desgracia temida se acercaba.

Él no quería mirar aquel abismo de la noche eterna, anticipación de los abismos de ultratumba.

«Quedarse ciego, se decía, es como ser enterrado en vida».


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Una noche, la pasión del trabajo, la exaltación de la fantasía creadora pudo en él más que la prudencia, y a hurtadillas de su mujer y de sus hijos escribió y escribió horas y horas a la luz de un quinqué. Era el asunto de invención poética, pero de fondo religioso, metafísico; el cerebro vibraba con impulso increíble; la máquina, a todo vapor, movía las cien mil ruedas y correas de aquella fábrica misteriosa, y ya no era empresa fácil apagar los hornos, contener el vértigo de las ideas. Como tantas otras noches de sus mejores tiempos, D. Jorge se acostó... sin dejar de trabajar, trabajando para el obispo, como él decía cuando, después de dejar la pluma y renunciar al provecho de sus ideas, estas seguían gritando, engranándose, produciendo pensamiento que se perdía, que se esparcía inútilmente por el mundo. Ya sabía él que este tormento febril era peligroso, y ni siquiera le halagaba la vanidad como en los días de la petulante juventud. No era más que un dolor material, como el de muelas. Sin embargo, cuando al calor de las sábanas la excitación nerviosa, sin calmarse,   —91→   se hizo placentera, se dejó embriagar como en una orgía de corazón y cabeza, y sintiéndose arrebatado como a una vorágine mística, se dejó ir, se dejó ir, y con delicia se vio sumido en un paraíso subterráneo luminoso, pero con una especie de luz eléctrica, no luz de sol, que no había, sino de las entrañas de cada casa, luz que se confundía disparatadamente con las vibraciones musicales: el timbre sonoro era, además, la luz.

Aquella luz prendió en el espíritu; se sintió iluminado y no tuvo esta vez miedo a la locura. Con calma, con lógica, con profunda intuición sintió filosofar a su cerebro y atacar de frente los más formidables fuertes de la ciencia atea; vio entonces la realidad de lo divino, no con evidencia matemática, que bien sabía él que esta era relativa y condicional y precaria, sino con evidencia esencial; vio la verdad de Dios, el creador santo del Universo, sin contradicción posible. Una voz de convicción le gritaba que no era aquello fenómeno histérico, arranque místico; y don Jorge, por la primera vez después de muchos años, sintió el impulso de orar como un creyente,   —92→   de adorar con el cuerpo también, y se incorporó en su lecho, y al notar que las lágrimas ardientes, grandes, pausadas, resbalaban por su rostro, las dejó ir, sin vergüenza, humilde y feliz, ¡oh! sí, feliz para siempre. «Puesto que había Dios, todo estaba bien».

Un reloj dio la hora. Ya debía de ser de día. Miró hacia la ventana. Por las rendijas no entraba luz. Dio un salto, saliendo del lecho, abrió un postigo y... el sol había abandonado a la aurora, no la seguía; el alba era noche. Ni sol ni estrellas. El reloj repitió la hora. El sol debía estar sobre el horizonte y no estaba. El cielo se había caído al abismo. «¡Estoy ciego!» pensó Arial mientras un sudor terrible le inundaba el cuerpo y un escalofrío azotándole la piel, le absorbía el ánimo y el sentido. Lleno de pavor, cayó al suelo.


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Cuando volvió en sí, se sintió en su lecho. Le rodeaban su mujer, sus hijos, su médico. No los veía; no veía nada. Faltaba el tormento mayor; tendría que decirles: no veo. Pero ya tenía valor para todo. «Seguía habiendo Dios, y todo estaba bien». Antes que la pena de contar su desgracia a los suyos sintió la ternura infinita de la piedad cierta, segura, tranquila, sosegada, agradecida. Lloró sin duelo.

«Salid sin duelo, lágrimas, corriendo»,

tuvo serenidad para pensar, dando al verso de Garcilaso un sentido sublime.

«¿Cómo decirles que no veo... si en rigor sí veo? Veo de otra manera; veo las cosas por dentro; veo la verdad; veo el amor. Ellos sí que no me verán a mí...».

Hubo llantos, gritos, síncopes, abrazos locos, desesperación sin fin cuando, a fuerza de rodeos, Arial declaró su estado. Él procuraba tranquilizarlos con consuelos vulgares, con esperanzas de sanar, con el valor y la resignación que tenía, etc., etc.; pero no   —94→   podía comunicarles la fe en su propia alegría, en su propia serenidad íntimas. No le entenderían, no podían entenderle; creerían que los engañaba para mitigar su pena. Además, no podía delante de extraños hacer el papel de estoico, ni de Sócrates o cosa por el estilo. Más valía dejar al tiempo el trabajo de persuadir a las tres cuerdas de la lira, a aquella madre, a aquellos hijos, de que el amo de la casa no padecería tanto como ellos pensaban por haber perdido la luz; porque había descubierto otra. Ahora veía por dentro.


Pasó el tiempo, en efecto, que es el lazarillo de ciegos y de linces, y va delante de todos abriéndoles camino.

En la casa de Arial había sucedido a la antigua alegría el terror, el espanto de aquella desgracia, dolor sin más consuelo que el no ser desesperado, porque los médicos dejaron   —95→   vislumbrar lejana posibilidad de devolver la vista al pobre ciego. Más adelante la esperanza se fue desvaneciendo con el agudo padecer del infortunio todavía nuevo; y todo aquel sentir insoportable, de excitación continua, se trocó para la mujer y los hijos de D. Jorge en taciturna melancolía, en resignación triste: el hábito hizo tolerable la desgracia; el tiempo, al mitigar la pena, mató el consuelo de la esperanza. Ya nadie esperaba en que volviera la luz a los ojos de Arial, pero todos fueron comprendiendo que podían seguir viviendo en aquel estado. Verdad es que más que el desgaste del dolor por el roce de las horas, pudo en tal lenitivo la convicción que fueron adquiriendo aquellos pedazos del alma del enfermo de que este había descubierto, al perder la luz, mundos interiores en que había consuelos grandes, paz, hasta alegrías.

Por santo que fuera el esposo adorado, el padre amabilísimo, no podría fingir continuamente y cada vez con más arte la calma dulce conque había acogido su desventura. Poco a poco llegó a persuadirlos de que él   —960→   seguía siendo feliz, aunque de otro modo que antes.

Los gastos de la casa hubo que reducirlos mucho, porque la mina del trabajo, si no se agotó, perdió muchos de sus filones. Arial siguió publicando artículos y hasta libros, porque su hija escribía por él, al dictado, y su hijo leía, buscaba datos en las bibliotecas y archivos.

Pero las obras del insigne crítico de estética pictórica, de historia artística fueron tomando otro rumbo: se referían a asuntos en que intervenían poco los testimonios de la vista.

Los trabajos iban teniendo menos color y más alma. Es claro que, a pesar de tales expedientes, Arial ganaba mucho menos. Pero, ¿y qué? La vida exigía ahora mucho menos también; no por economía sólo, sino principalmente por pena, por amor al ciego, madre e hijos se despidieron de teatros, bailes, paseos, excursiones, lujo de ropa y muebles ¿para qué? ¡Él no había de verlo! Además, el mayor gasto de la casa, la educación de la querida pareja, ya estaba hecho;   —97→   sabían lo suficiente, sobraban ya los maestros.

En adelante, amarse, juntarse alrededor del hogar y alrededor del cariño, cerca del ciego, cerca del fuego. Hacían una pilla en que Arial pensaba por todos y los demás veían por él. Para no olvidarse de las formas y colores del mundo, que tenía grabado en la imaginación como un infinito museo, don Jorge pedía noticias de continuo a su mujer y a sus hijos: ante todo de ellos mismos, de los cabellos de la dominante, del bozo que le había apuntado al chico... de la primera cana de la madre. Después noticias del cielo, de los celajes, de los verdores de la primavera... «¡Oh! después de todo, siempre es lo mismo. ¡Como si lo viera!».

«Compadeced a los ciegos de nacimiento, pero a mí no. La luz del sol no se olvida: el color de la rosa es como el recuerdo de unos amores; su perfume me lo hace ver, como una caricia de la dominante me habla de las miradas primeras con que me enamoró su madre. Y ¡sobre todo, está ahí la música!

Y D. Jorge, a tientas, se dirigía al piano,   —98→   y como cuando tocaba a obscuras, cerrando los ojos de noche, tocaba ahora, sin cerrarlos, al mediodía... Ya no se reían los hijos y la madre de las melodías que improvisaba el padre: también a ellos se les figuraba que querían decir algo, muy obscuramente... Para él, para D. Jorge, eran bien claras, más que nunca; eran todo un himnario de la fe inenarrable que él había creado para sus adentros; su religión de ciego; eran una dogmática en solfa, una teología en dos o tres octavas.

Don Jorge hubiera querido, para intimar más, mucho más, con los suyos, ya que ellos nunca se separaban de él, no separarse él jamás de ellos con el pensamiento, y para esto iniciarlos en sus ideas, en su dulcísima creencia... pero un rubor singular se lo impedía. Hablar con su hija y con su mujer de las cosas misteriosas de la otra vida, de lo metafísico y fundamental, le daba vergüenza y miedo. No podrían entenderle. La educación, en nuestro país particularmente, hace que los más unidos por el amor estén muy distantes entre sí en lo más espiritual y más grave.   —99→   Además, la fe racional y trabajada por el alma pensadora y tierna- ¡es cosa tan personal, tan inefable!- Prefería entenderse con los suyos por música. ¡Oh, de esta suerte, sí! Beethoven, Mozart, Handel, hablaban a todos cuatro de lo mismo. Les decían, bien claro estaba, que el pobre ciego tenía dentro del alma otra luz, luz de esperanza, luz de amor, de santo respeto al misterio sagrado... La poesía no tiene dentro ni fuera, fondo ni superficie; toda es transparencia, luz increada y que penetra al través de todo... la luz material se queda en la superficie, como la explicación intelectual, lógica, de las realidades resbala sobre los objetos sin comunicarnos su esencia...

Pero la música que todas esta cosas decía a todos, según Arial, no era la suya, sino la que tocaba su hijo. El cual se sentaba al piano y pedía a Dios inspiración para llevar al alma del padre la alegría mística con el beleño de las notas sublimes; Arial, en una silla baja, se colocaba cerca del músico para poder palparle disimuladamente de cuando en cuando: al lado de Arial, tocándole con   —100→   las rodillas, había de estar su compañera de luz y sombra, de dicha y de dolor, de vida y muerte... y más cerca que todos, casi sentada sobre el regazo, tenía a la dominante... y de tarde en tarde, cuando el amor se lo pedía, cuando el ansia de vivir, comunicándose con todo de todas maneras, le hacía sentir la nostalgia de la visión, de la luz física, del verbo solar... cogía entre las manos la cabeza de su hija, se acariciaba con ella las mejillas... y la seda rubia, suave, de aquella flor con ideas en el cáliz, le metía en el alma con su contacto todos los rayos de sol que no había de ver y a en la vida... ¡Oh! En su espíritu, sólo Dios entraba más adentro.



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ArribaAbajoEl centauro

Violeta Pagés, hija de un librepensador catalán, opulento industrial, se educó, si aquello fue educarse, hasta los quince años, como el diablo quiso, y de los quince años en adelante como quiso ella. Anduvo por muchos colegios extranjeros, aprendió muchas lenguas vivas, en todas las cuales sabía expresar correctamente las herejías de su señor padre, dogmas en casa. Sabía más que un bachiller y menos que una joven recatada. Era hermosísima; su cabeza parecía destacarse en una medalla antigua, como aquellas sicilianas de que nos habla el poeta de los Trofeos; su indumentaria,   —104→   su figura, sus posturas, hablaban de Grecia al menos versado en las delicadezas del arte helénico; en su tocador, de gusto arqueológico, sencillo, noble, poético, Violeta parecía una pintura mural clásica, recogida en alguna excavación de las que nos descubrieron la elegancia antigua. En el Manual de arqueología de Guhl y Koner, por ejemplo, podréis ver grabados que parecen retratos de Violeta componiendo su tocado.

Era pagana, no con el corazón, que no lo tenía, sino con el instinto imitativo, que le hacía remedar en sus ensueños las locuras de sus poetas favoritos, los modernos, los franceses, que acidaban a vueltas con sus recuerdos de cátedra, para convertirlos en creencia poética y en inspiración de su musa plástica y afectadamente sensualista.

A fuerza de creerse pagana y leer libros de esta clase de caballerías, llegó Violeta a sentir, y, sobre todo, a imaginar con cierta sinceridad y fuerza, su manía seudoclásica.

Como, al fin, era catalana, no le faltaba   —105→   el necesario buen sentido para ocultar sus caprichosas ideas, algunas demasiado extravagantes, ante la mayor parte de sus relaciones sociales, que no podían servirle de público adecuado, por lo poco bachilleras que son las señoritas en España, y lo poco eruditos que son la mayor parte de los bachilleres.

A mí, no sé por qué, a los pocos días de tratarme creyome digno de oír las intimidades de su locura pagana. No fue porque yo hiciera ante ella alarde de conocimientos que no poseo; más bien debió de haber sido por haber notado la sincera y callada admiración con que yo contemplaba a hurtadillas, siempre que podía, su hermosura soberana, los divinos pliegues de su túnica, las graciosas líneas de su cuerpo, el resplandor tranquilo e ideal de sus ojos garzos. ¡Oh, en aquella cabecita peinada por Praxiteles, había el fósforo necesario para hacer un poeta parnasiano de tercer orden; pero, qué templo el que albergaba aquellos pobres dioses falsos, recalentados y enfermizos! ¡Qué divino molde, qué elocuente estatuaria!

  —106→  

Violeta, como todas las mujeres de su clase, creería que por gustarme tanto su cuerpo, yo admiraba su talento, su imaginación, sus caprichos, traducidos de sus imprudentes lecturas...

Ello fue que una noche, en un baile, después de cenar, a la hora de la fatiga voluptuosa en que las vírgenes escotadas y excitadas parece que olfatean en el ambiente perfumado los misterios nupciales con que suena la insinuante vigilia, Violeta, a solas conmigo en un rincón de un jardín, transformado en estancia palatina, me contó su secreto, que empezaba como el de cualquier romántica despreciable, diciendo:

«Yo estoy enamorada de un imposible». Pero seguía de esta suerte:

«Yo estoy enamorada de un Centauro. Este sueño de la mitología clásica es el mío; para mí todo hombre es poco fuerte, poco rápido y tiene pocos pies. Antes de saber yo de la fábula del hombre-caballo, desde muy niña sentí vagas inclinaciones absurdas y una afición loca por las cuadras, las dehesas, las ferias de ganado caballar, las carreras y   —107→   todo lo que tuviera relación con el caballo. Mi padre tenía muchos, de silla y de tiro, y cuadras como palacios, y a su servicio media docena de robustos mozos, buenos jinetes y excelentes cocheros. Muy de madrugada, yo bajaba, y no levantaría un metro del suelo, a perderme entre las patas de mis bestias queridas, bosque de columnas movibles de un templo vivo de mi adoración idolátrica. No sin miedo, pero con deleite, pasaba horas enteras entre los cascos de los nobles brutos, cuyos botes, relinchos, temblores de la piel, me imponían una especie de pavor religioso y cierta precoz humildad femenil voluptuosa, que conocen todas las mujeres que aman al que temen. Me embriagaba el extraño perfume picante de la cuadra, que me sacaba lágrimas de los ojos y me hacía soñar, como el mijo a los espectadores del teatro persa.

»Soñaba con carreras locas por breñales y precipicios, saltando colinas y rompiendo vallas, tendida, como las amazonas de circo, sobre la reluciente espalda de mis héroes fogosos, fuertes y sin conciencia, como yo los   —108→   quería. Fui creciendo y no menguó mi afición, ni yo traté de ocultarla; los primeros hombres que empezaron a ser para mí rivales de mis caballos fueron mis lacayos y mis cocheros, los hombres de mis cuadras. Bien lo conoció alguno de ellos, pero me libraron de su malicia mis desdenes, que al ver de cerca el amor humano lo encontraron ridículo por pobre, por débil, por hablador y sutil. El caballo no bastaba a mis ansias, pero el hombre tampoco. ¡Oh, qué dicha la mía, cuando mis estudios me hicieron conocer al Centauro! Como una mística se entrega al esposo ideal, y desprecia por mezquinos y deleznables los amores terrenos, yo me entregué a mis ensueños, desprecié a mis adoradores, y día y noche vi, y aún veo, ante mis ojos, la imagen del hombre bruto, que tiene cabeza humana y brazos que me abrazan con amor, pero tiene también la crin fuerte y negra, a que se agarran mis manos crispadas por la pasión salvaje; y tiene los robustos humeantes lomos, mezcla de luz y de sombra, de graciosa curva, de músculo amplio y férreo, lecho de mi amor en la carrera de   —109→   nuestro frenesí, que nos lleva a través de montes y valles, bosques, desiertos y playas, por el ancho mundo. En el corazón me resuenan los golpes de los terribles cascos del animal, al azotar y dominar la tierra, de que su rapidez me da el imperio; y es dulce, con voluptuosidad infinita, el contraste de su vigor de bruto, de su energía de macho feroz, fiel en su instinto, con la suavidad apasionada de las caricias de sus manos y de los halagos de sus ojos...».

Calló un momento Violeta, entusiasmada de veras, y hermosísima en su exaltación; mirome en silencio, miró con sonrisa de lástima burlona a un grupo de muchachos elegantes que pasaban, y siguió diciendo:

«¡Qué ridículos me parecen esos buenos mozos con su frac y sus pantalones!... Son para mí espectáculo cómico, y hasta repugnante, si insisto en mirarlos; les falta la mitad de lo que yo necesito en el hombre... en el macho a quien yo he de querer y he de entregarme... Si me quieren robar, ¿cómo me roban? ¿Cómo me llevan a la soledad, lejos de todo peligro?... En ferrocarril o en   —110→   brazos... ¡Absurdo! Mi Centauro, sin dejar de estrecharme contra su pecho, vuelto el tronco humano hacia mí, galoparía al arrebatarme, y el furor de su carrera encendería más y más la pasión de nuestro amor, con el ritmo de los cascos al batir el suelo... ¡Cuántos viajes de novios hizo así mi fantasía! ¡La de tierras desconocidas que yo crucé, tendida sobre la espalda de mi Centauro volador!... ¡Qué delicia respirar el aire que corta la piel en el vertiginoso escape!... ¡Qué delicia amar entre el torbellino de las cosas que pasan y se desvanecen mientras la caricia dura!... El mundo escapa, desaparece, y el beso queda, persiste...».

Como aquello del beso me pareció un poco fuerte, aunque fuese dicho por una señorita pagana, Violeta, que conoció en mi gesto mi extrañeza, suspendió el relato de sus locuras, y cerrando los ojos se quedó sola con su Centauro, entregándome a mí al brazo secular de su desprecio.

Un poco avergonzado, dejé mi asiento y salí del rincón de muestra confidencia, contento con que ella, per tener cerrados los   —111→   ojos, como he dicho, no contemplara mi ridícula manera de andar como el bípedo menos mitológico, como un gallo; por ejemplo.


Pasaron algunos años y he vuelto a ver a Violeta. Está hermosa, a la griega, como siempre, aunque más gruesa que antes. Hace días me presentó a su marido, el Conde de La Pita, capitán de caballería, hombrachón como un roble, hirsuto, de inteligencia de cerrojo, brutal, grosero, jinete insigne, enamorado exclusivamente del arma, como él dice, pero equivocándose, porque al decir el arma, alude a su caballo. También se equivoca cuando jura (¡y jura bien!), que para él no hay más creencia que el espíritu de cuerpo; porque también entonces alude al cuerpo de su tordo, que sería su Pílades, si hubiera Pílades de cuatro patas, y si hombres como el Conde de La Pita pudieran ser Orestes. El tiempo que no pasa a caballo lo da La Pita por perdido; y, en su misantropía de   —112→   animal perdido en una forma cuasi humana, declama, suspirando o relinchando, que no tiene más amigo verdadero que su tordo.

Violeta, al preguntarle si era feliz con su marido, me contestaba ayer, disimulando un suspiro: «Sí, soy feliz... en lo que cabe... Me quiere... le quiero... Pero... el ideal no se realiza jamás en este mundo. Basta con soñarlo y acercarse a él en lo posible. Entre el Conde y su tordo... ¡Ah! Pero el ideal jamás se cumple en la tierra».

¡Pobre Violeta; le parece poco Centauro su marido!



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ArribaAbajoRivales

No ha llegado a notar el discreto lector que en las letras contemporáneas de los países que mejores y más espirituales las tienen, brillan por algún tiempo jóvenes de gran talento, de alma exquisita, promesas de genio, que poco a loco se cansan, se detienen, se obscurecen, vacilan, dejan de luchar por el primer puesto y consienten que otros vengan a ocupar la atención y a gozar iguales ilusiones, y a su vez experimentar el mismo desencanto? Un crítico perspicaz, fijándose en tal fenómeno, ha creído explicarlo atribuyéndolo a la poca fuerza de esas almas, genios abortados, superiores en cierto   —116→   sentido (si no se atiende al resultado, a la obra acabada), a los mismos genios que tienen la virtud... y el límite de la idea fija, del propósito exclusivo y constante, pero inferiores en voluntad, en vigor, en facultades generales, en suma.

Leyendo al autor que eso dice, Víctor Cano cerró el volumen en que lo dice y se puso a pensar por su cuenta:

«Algo habrá de esto; pero yo, mejor que genios abortados, llamaría a esos hombres, como cierto novelista ruso, genios sin cartera. Como otros espíritus escogidos renuncian al placer, al mundo y sus vanidades, y renuncian a la acción, al buen éxito, a los triunfos del orgullo y del egoísmo, en nuestras letras contemporáneas hay quien no conserva, en la gran bancarrota espiritual moderna, en el naufragio de ideas y esperanzas, más que un vago pero acendrado amor a la tenue poesía del bien moral profundo, sin principios, sin sanciones, por dulce instinto, por abnegación melancólica y lánguidamente musical pudiera decirse. Al ver o presentir la nada de todo, menos la nobleza   —117→   del corazón, ¿qué alma sincera insiste en luchar por cosas particulares, por empresas que, ante todo, son egoístas, por triunfos que, por de pronto, son de la vanidad?- No se renuncia a la gloria por aquello del genio no comprendido, ni se insiste, como en los tiempos de los Heine y los Flaubert, en señalar con sarcasmos el abismo que separa al artista del philistin o del burgués, sino que, como Carlos V junto a la tumba de Carlomagno se grita: Perdono à tutti; y se declara a todos hermanos en la ceniza, en el polvo, en el viento, y se mata en el alma la ilusión literaria, la contumacia artística, y se renuncia a ser genio, porque ser genio cuesta mucho trabajo, y no es lo mismo ser genio que ser bueno, que ser humilde, que es lo que hay que ser; porque hay dos clases de humildes: los que hace Dios, que son los primeros, mejores y más seguros, y los que se hacen a sí mismos, a fuerza de pensar, de sentir, de observar, de amar y renunciar y prescindir. Sí, hoy existen hombres, especie de trapenses disfrazados, que se tonsuran la aureola del genio como se rasura el monje,   —118→   y que no dan más aprecio al bien efímero de que se despojan, la gloria, que el humilde religioso al cabello que ve caer a sus pies. No importa que estos modernos sectarios de la prescindencia sigan figurando en el mundo, escribiendo poemas, novelas, ensayos; todo eso es apariencia, tal vez un modo de ganar el pan y las distracciones; pero en el fondo ya no hay nada; no hay deseo, no hay plan, no hay orden bello de vida que aspira a un fin determinado; no hay nada de lo que había, por ejemplo, en el sistemático Goethe, que metió el mundo en su cabeza para poder ser egoísta pensando en lo que no era él; por eso se ve que tales hombres siguen figurando entre los artistas, entre los escritores; parece que siguen aspirando al primer puesto... sin facultades suficientes. Acaso no las tengan, pero no les importa; ni aunque las tuvieran las emplearían con la constancia, la fe, el entusiasmo, el orden que ellas exigen; por despreciar la fama hasta consienten que se crea que aún aspiran a ella. Insisten en escribir, por ejemplo, porque no saben hacer otra cosa; por inercia,   —119→   porque es el pretexto mejor para pensar y sentir... y sufrir».

«Y si no, aquí estoy yo -seguía pensando Víctor, pero esto más piano para no oírse a sí mismo, si era posible-; aquí estoy yo, que no seré genio, pero soy algo, y renuncio también a la cartera, a la gloria que empezaba a sonreírme, aunque buenos sudores y berrinches me costaba».

Y no creía decirse esto a humo y pajas y por vanagloria, sino que tenía la vanidad de fundarlo en hechos. Cierto era que en aquel mes de Mayo que acababa de pasar había entregado a un editor un libro; pero ¿cómo lo había entregado? Como quien mete un hijo en el hospicio. El editor era novel, pobre, no tenía amigos en la prensa ni apenas corresponsales; Cano había dado la obra por cuatro cuartos a condición de que no se le molestara exigiéndole propaganda; no quería faire l'article; nada de reclamos, nada de regalos a los críticos, nada de sueltecitos autobiográficos; allá iba el libro, que viviera si podía. No podría; ¿cómo había de poder?- El autor era conocido; cuatro o cinco novelas   —120→   suyas habían llamado la atención; no pocos periódicos las habían puesto en los cuernos de la luna; el público se había interesado por aquel estilo, por aquella manera; había sido un poco de fiebre momentánea de novedad. Al publicarse el último volumen ya habían insinuado algunos malévolos la idea de decadencia; se había hablado de extravío, de atrofia, de estancamiento, de esperanzas fallidas, y, lo que era peor, se había mostrado claro, matemático, el cansancio, el hastío, ante lo conocido y repetido. Víctor, en vez de buscar un desquite, una reparación en su obra reciente, con una especie de coquetería refinada, con el placer del eautontimorumenos, se había esmerado en escribir de suerte que su libro tuviera que parecerle al vulgo vulgar, anodino. Era un libro moral, sencillo, desprovisto de la pimienta psicológica que en los anteriores había sabido emplear con tanto arte como cualquier jeane matre francés. En rigor, aquella ausencia de tiquis miquis decadentistas, de misticismos diabólicos, era un refinamiento de voluptuosidad espiritual; la pretensión de   —121→   Víctor era sacarle nuevo y delicadísimo jugo al oprimido limón de la moral corriente, como se llama con estúpido menosprecio a la moral producida siglo tras siglo por lo más selecto del pensamiento y del corazón humanos.

Como él esperaba, su libro, sincero, noble, leal a la tradición de la sana piedad humana, no llamó la atención, porque nadie se tomó el trabajo de ayudar al buen éxito; dijeron de él cuatro necedades los críticos semigalos que creían seguir la moda con su desfachatado materialismo, con su procaz edonismo de burdel y su estilo de falso neurosismo; pero ni la crítica digna, la que no hace alarde de ser cínica y de no pagar al sastre ni a la patrona, ni el público imparcial y desapasionado dieron cuenta de sí.

Aunque Víctor esperaba este resultado; aunque, en rigor, lo había provocado él mismo, sometiéndose a una especie de experimento en que quería probar el temple de su alma y la grosera estofa del sentido estético general en su patria, tuvo que confesarse que en algunos momentos de abandono   —122→   sintió indignación ante la frialdad con que era acogida una obra que comenzaba por ser edificante, un rasgo de reflexión sana, continente.

Se consolaba de este desfallecimiento del ánimo, de esta contradicción entre sus ideas y anhelos de abnegación, de prescindencia efectiva, y la realidad de sus preocupaciones, de su vanidad herida de artista quisquilloso, pensando que la tal flaqueza era cosa de la parte baja de su ser, de centros viles del organismo que no había podido dominar todavía de modo suficiente la hegemonía del alma cerebral, del yo que reinaba desde la cabeza. Como gritan el hambre, el miedo, la lascivia en el cuerpo del asceta, del héroe, del casto, gritaba en él, a su juicio, la vanidad artística; pero el remedio estaba en despreciarla, en ahogar sus protestas.


Y lo mejor era ausentarse; salir de Madrid, de aquellas cuatro calles y de los cuatro rincones de murmuración seudoliteraria;   —123→   huir, olvidar las letras de molde, vivir, en fin, de veras. Empezaba el verano, la emigración general. Se metió en el tren. ¿A dónde iba? a cualquier parte; al Norte, al mar. ¿Qué iba a hacer? No lo sabía. Dejaba a la casualidad que le prendiese el alma por donde quisiera. En una fonda de una estación, a la luz del petróleo, al amanecer, ante una mesa fría cubierta de hule, entre el ruido y el movimiento incómodos, antipáticos, de las prisas de los viajeros, vio de repente lo que iba a hacer aquel verano, si el azar lo permitía: iba a amar. Era lo mejor; la ilusión más ilusoria, pero, por lo mismo, más llena del encanto de la hermosa apariencia de la buena realidad. El amor era lo que mejor imitaba el mundo que debía haber. Enfrente de él, ante una gran taza de café con leche, una mujer meditaba a la orilla de aquel mar ceniciento, con los ojos pardos muy abiertos, las cejas muy pobladas, de arco de Cupido, en tirantez nerviosa, como conteniendo el peso de pensamientos que caían de la frente. No pensaba en el café, ni en el lugar donde estaba2,   —124→   ni en nada de cuanto tenía alrededor. Sonó fuera una campana, y la dama levantó los ojos y miró a Víctor, que se dio por enamorado, en lo que cabía, de aquella mujer, que de fijo no pensaba como un cualquiera. El marido de aquella señora la dio un suave codazo, que fue como despertarla; se levantaron, salieron, y Víctor se fue detrás. Estaba resuelto a seguir a la dama meditabunda, metiéndose en el mismo coche que ella, si era posible, por lo menos en el mismo tren, aunque no fuera el suyo y tuviera que dejar en otra línea el equipaje y los enseres de primera necesidad que llevaba más cerca. Por fortuna, la dama viajaba en el mismo tren en que Víctor venía, en un coche contiguo al suyo. Cano tomó sus bártulos, cambió de departamento, y entró, con gran serenidad, donde el matrimonio desconocido. Nadie notó el cambio ni la persecución iniciada. A pesar del naciente amor, Víctor se durmió un poco, porque la madrugada le sumía siempre en un sopor de muerte. Mil veces se lo había dicho a sí mismo: «Yo moriré al salir el sol». Cuando despertó, la   —125→   mañana ya había entrado en calor; la luz alegraba el mundo, el tren volaba, el marido dormía, y la señora de las cejas de arco de amor leía con avidez en un rincón, olvidada del mundo entero: leía un libro en rústica, en octavo menor, forrado prosaicamente con medio periódico. Para ella no había esposo al lado, un desconocido de buen ver enfrente, una inmensa llanura en que apuntaban los verdores del trigo hasta tocar el horizonte, por derecha e izquierda; no había más que lo negro de las páginas que bebía. A veces debía de leer entre líneas, porque tardaba en dar vuelta a la hoja; pensaba, pero por sugestión de la lectura; para colmo de humillación, Víctor vio a la dama levantar algunas veces la cabeza, mirar al campo, a la red que tenía enfrente, como si pasara revista a los bultos que llevaba en ella; hasta mirarle a él, sin verle, lo que se llama verle en conciencia.

Con esto se encendía más lo que Víctor quería llamar su naciente amor: una mujer que no le hacía caso, ya tenía mucho adelantado para que él la idealizara y la pusiera   —126→   en el altar de lo Imposible, su dios falso.

¿Qué demonio de libro sería aquel? Probablemente alguna novela de Daudet, o, a todo tirar, de Guy de Maupassant... No quería pensar en la posibilidad de que fuese de algún autor español contemporáneo, de un amigo suyo sobre todo. ¡No lo permitiera Dios!

«Pero yo soy un texto vivo; yo valgo más que un folleto, que una lucubración pasajera; ese volumen dentro de un año será una hoja seca, olvidada; dentro de dos, un montón sucio de papel, y, moralmente, polvo; en el recuerdo de los lectores que tenga, nada... y yo seré yo todavía; un joven, viejo para la metafísica, pero rozagante, nuevo, siempre nuevo para el amor, que es un dulce engaño compatible con todos los nirvanas del mundo y con todas las obras pías.

«La literatura era una cosa estúpida; porque si era mala, era estúpida por sí, y si era buena, era necio, inútil, entregarla al vulgo que no puede comprenderla. Aquella señora, guapa y todo, con los ojos pensadores   —127→   y sus cejas cargadas de ideas nobles y de poesía, sería, es claro, como las demás mujeres en el fondo; inteligente sólo en el rostro, no de veras, no por dentro. Si el libro era bueno, caso poco probable, no lo entendería, y si era malo, ¿por qué leerlo?».

Ello era que pasaban el tiempo y la campiña, y el marido no despertaba ni la mujer dejaba la lectura que tan absorta la tenía.

Víctor no pudo más, y fue a la montaña, ya que la montaña no venía a él. Buscó un pretexto para entablar conversación, o por lo menos hacerse oír, y dijo:

-Señora, ¿le molestará a usted el humo... si...?

La dama levantó la cabeza, vio, en rigor por primera vez, a Cano; y reparándole bien, eso sí, contestó, sonriendo con una sonrisa inteligente, que, dijera él lo que quisiera, parecía hablar de inteligencia de dentro:

-En este departamento está prohibido fumar...

-¡Ah! ¡No había visto...!

-Sí; pero fume usted lo que quiera, porque   —128→   mi marido en cuanto despierte no hará, otra cosa en todo el día.

¡Ah, no importa, yo no debo...!

La dama, dulcemente seria, con una mirada tan sincera por lo menos como la literatura de última hora de Víctor, replicó:

-Le aseguro a usted que el tabaco no me molesta absolutamente nada; fume usted lo que quiera.

Y volvió a la lectura.

Víctor se vio más humillado que antes y sin saber qué haría de aquella licencia que se le había otorgado, y que probablemente sería la última contravención al orden social a que le autorizaría aquella dama de la novela, o lo que fuese.

Cuando despertó el señor Carrasco, el digno esposo de la desconocida, la conversación prendió fuego más fácilmente; fumaron los dos españoles, y la señora de cuando en cuando dejaba la lectura y terciaba en el diálogo.

En cuanto supo Víctor que el distinguido académico de la Historia, señor Carrasco, y su esposa iban a baños a un puerto muy animado   —129→   y pintoresco del Norte, dio una palmada de satisfacción, aplaudiendo la feliz casualidad de ir todos con igual destino; él también iba a veranear aquel año en Z... En efecto, en cuanto tuvo ocasión arregló en una de las estaciones del tránsito el cambio de itinerario y se aseguró de que su equipaje le acompañaría en el nuevo camino que seguía. Todo se arregla con dinero y buenas palabras.

Los de Carrasco no sospecharon la mentira, ni pensaron en tal cosa. Ello fue que en Z... siguieron tratándose, como era natural; pero es de advertir que Víctor, por suspicacia de autor, de artista, cuyo amor propio vive irritado, aun mucho después de que se le dé por muerto, no quiso decir a sus nuevos amigos su verdadero nombre; tomó el de un pariente muerto, y vivió en Z... como un malhechor o un conspirador que oculta su estado civil. Tuvo miedo de que al decir a la señora de Carrasco, Cristina: «Yo soy Víctor Cano», a ella no le sonaran a nada o le sonaran a poco estas dos palabras juntas. Muchas veces le había sucedido   —130→   encontrarse con personas a quien se debía suponer regular ilustración y conocimiento mediano de las letras contemporáneas, que no sabían quién era Cano, o sabían muy poco de él y sus obras. Si Cristina recibía el nombre con indiferencia, ignorante de su fama, o teniendo de ella escasas noticias, Víctor comprendía que su amor propio padecería mucho, y para desagravio de sus fueros lastimados le obligaría a él, al enamorado Víctor, a tener en poco las luces naturales y adquiridas de una señora que no sabía quién era el autor de Los Humildes, su obra de más resonancia. Amó, pues, de incógnito, y de incógnito empezó a poner en planta un plan de seducción espiritual, al que se prestaba, como pronto pudo conocer con sorpresa y alegría, el carácter sobador y caviloso de la señora de Carrasco.

La parte material, el teatro, por decirlo así, de la aventura iniciada, puede figurárselo el lector que haya vivido en una playa   —131→   en verano y haya tenido amoríos, o pretensiones a lo menos, en ocasión tan propicia; los que no, pueden recurrir al recuerdo de cien y cien novelas, y cuentos y comedias en que el mar, la arena, los marineros y demás partes de por medio y decoraciones adecuadas hacen el gasto.

El señor Carrasco, el eximio académico de la Historia, era tan aficionado como a sondar los arcanos de lo pasado, a sondar el fondo de las aguas donde podía sospecharse que había pesca; pescaba desde que Dios mandaba la luz al mando, y cuando no podía, revolvía la arena en busca de conchas pintadas, restos de esos humildes animalitos que otros más fuertes persiguen y que por amor a la paz, a la tranquilidad, se resignan a vivir enterrados, bajo la arena, donde no estorban ni excitan la voracidad del fuerte. Mientras el académico penetraba con el tentáculo de la caña y el anzuelo en lo recóndito del agua, o revolvía con su bastón la blanda y deleznable arena, su mujer, paseando al borde de las espumas, sondaba los misterios del alma guiada por   —132→   el inteligente buzo de oficio Víctor Cano. Durante los primeros días de la estancia en Z... Víctor había visto algunas veces a Cristina leyendo, ora en la playa, ora en un pinar cercano, ya en la galería del balneario, ya en el comedor de la fonda, un libro forrado con un periódico, el mismo probablemente que él había aborrecido en el tren. Pero notaba con satisfacción el galán audaz que la de Carrasco leía poco, y en llegando él pronto dejaba el volumen. Hasta la oyó quejarse, riéndose, de lo atrasada que llevaba la lectura dichosa. «Si sigo así, tengo con un libro para todo el verano». Ni Víctor le preguntó jamás de qué obra se trataba (tanto era su desprecio y su horror a las letras por entonces), ni ella dejó nunca de ocultar el volumen en cuanto veía acercarse al nuevo amigo.

Por unos quince días la victoria indudablemente fue del texto vivo; Cristina olvidó por completo las letras de molde y oyó con atención seria, como meditaba aquella madrugada ante una taza de café, oyó las disquisiciones de moral extraordinaria y de   —133→   psicología delicada y escogida con que Víctor iba preparándola para escuchar sin escándalo la declaración sui generis y de quinta esencia en que tenía que parar todo aquello.

Cano, con la mejor fe del mundo, persuadido, a fuerza de imaginación, de que estaba poética y místicamente enamorado, en la playa, en el pinar, en los maizales, en el prado oloroso, en todas partes, le recitaba a Cristina con fogosa elocuencia las teorías metafísico-amorosas de su penúltima manera, las que había vertido, como quien envenena un puñal, en la prosa de acero de su penúltimo libro. Según estas ideas, había moral, claro que sí; el positivismo y sus consecuencias éticas eran groserías horrorosas; el cristianismo tenía razón a la larga y en conjunto... pero la moral era relativa, a saber: no había preceptos generales, abstractos, sino en corto número; lo más de la moral tenía que ser casuístico (y aquí una defensa del jesuitismo, aunque condicional, un panegírico de Ignacio de Loyola y del Talmud). Los espíritus grandes, escogidos,   —134→   no necesitaban los mismos preceptos que el vulgo materialista y grosero; demasiado aborrecía la carne el alma enferma de idealidad; lejos de hacérsela odiosa, como un peligro, se la debía inclinar a transigir con ella, con la carne, mediante los cosméticos del arte, mediante el dogma de la santa alegría. En el mundo estaba el amor, la redención perpetua; el amor verdadero, que era cosa para muy pocos; cuando dos almas capaces de comprenderlo y sentirlo se encontraban, la ley era armarse, por encima de obstáculos del orden civil, buenos, en general, para contener las pasiones de la muchedumbre, pero inútiles, perniciosos, ridículos, tratándose de quien no había de llevar tan santa cosa como es la pasión túnica, animadora, por el camino de la torpeza y la lascivia... Por ahí adelante, y además por aquellos trigos de Dios (y si no trigos, maizales y bosques de pinos), llevaba Víctor a Cristina, que oía y meditaba, y no sospechaba, o fingía no sospechar, lo que venía detrás de tales lecciones.

Llegó él a creerla persuadida de que el   —135→   matrimonio era un accidente insignificante, tratándose de almas místicas a la moderna. «Era absurdo proclamar el divorcio para facilitar la descomposición de la familia vulgar, para dar pábulo a la licencia plebeya; todo estaba bien como estaba en la ley religiosa y en la civil; sólo que había excepciones que la grosera expresión legal, vulgar, no podía tener en cuenta, ni mucho menos puntualizar. ¿Cuando llegaba el caso de la excepción? Los dignos de ella eran los encargados de revelarlo a su propia conciencia, mediante inspiración sentimental infalible».

Todo esto lo iba diciendo Víctor, no así de golpe y con términos duros y abstractos, como lo digo yo que tengo prisa, sino entre párrafos de filosofía poética y ante las decoraciones de bosque y marina propias del caso.


Cuando la fruta le iba pareciendo ya muy madura y creía llegado el tiempo de la recolección, notó Cano que la de Carrasco   —136→   empezaba a distraerse mientras él hablaba, y parecía meditar, no lo que él decía, sino otras cosas. Una tarde que él creía la oportuna para la declaración mística, encontró a Cristina dentro de una caseta, junto al agua, leyendo hacia el final del libro forrado con un periódico.

Desde entonces pudo ver que la conversión de la buena burguesa iba perdiendo terreno; oía ella con frialdad, a ratos con señalado disgusto. Comprendió Víctor que a la dama se le ocurrían objeciones que no exponía, pero que tenía presentes para su conducta. Estupefacto y airado vio el seductor una mañana a su discípula sentada junto al académico que pescaba panchos, mientras su esposa leía el libro de siempre, y lo leía hacia la mitad. Es decir, que había vuelto a empezar la lectura, que repasaba lo leído. ¡Y con qué avidez leía! Los ojos le echaban chispas; las mejillas las tenía encendidas. Al llegar Víctor cerró el volumen de repente, lo escondió bajo el chal, y mirando a Carrasco con dulzura y simpatía, se le cogió del brazo que sujetaba la caña.

  —137→  

-Suelta, mujer, que me quitas el tiento -dijo el sabio.

Y ella soltó, sonriendo, pero no obedecía las señas de Víctor, que, como otras veces, pedían paseo filosófico, un poco de excursión peripatético-erótica.

Tanto terreno iba perdiendo el escritor abstinente, que llegó a la situación desairada del que tiene que apagar la caldera de la pasión elocuente por no caer en ridículo ante la frialdad que le rodea.

Llegó el día en que no pudo emplear siquiera el lenguaje fervoroso, transportado de su misticismo vidente; y entonces fue cuando con un realismo brutal, impropio de los antecedentes, declaró su amor desesperado, batiéndose en vergonzosa fuga...

Cristina tuvo lástima; y, clavándole los ojos pensativos y cargados de lectura con que le miraba hacía tantos días, le dijo:

-Mire usted, Flórez; le perdono, porque he tenido yo la culpa de que usted pudiera llegar a tal extremo. No ha sido coquetería; ha sido... que todos somos débiles; que usted ha sido elocuente, y yo iba haciéndome   —138→   intrincada y excepcional... porque sus palabras parecían un filtro de melodrama... Pero, francamente, llega usted tarde. Otro ha corrido más. No se asuste usted... Su rival... es un libro. Ni siquiera recuerdo el nombre del autor, porque yo, poco literata, hago como muchas mujeres que no suelen enterarse del nombre de quien las deleita con sus invenciones. Pensaba este verano llenarme la cabeza de novelas; comencé en el tren una, la primera que cogí, y empezó a interesarme mucho; después... llegó usted... con sus novelas de viva voz, y, se lo confieso, por muchos días me hizo abandonar el libro; pero en la lucha, que era natural que dentro de mí mantuviera mi vulgaridad materialista y grosera de burguesa honrada, con la hembra excepcional que ibamos descubriendo, me acordé de lo que había visto en los primeros capítulos de aquel libro extraño... Volví a él... y poco a poco me llenó el alma; ahora lo entendía mejor, ahora le penetraba todo el sentido... Eran ustedes rivales... y venció él. Porque él da por sabido todo eso que usted me cuenta...   —139→   lo entiende, lo siente... y no lo aprueba; va más allá, está de vuelta y me restituye a mi prosa de la vida vulgar honrada, me enseña el idealismo del deber cumplido, me hace odiar los ensueños que dan en el pecado, me revela la poesía de la moral corriente, que demuestra que el colmo del misticismo estético, de la quinta esencia psicológica, está cifrado en ser una persona decente, y que no lo es la mujer que falta a la fidelidad jurada a su marido. Todo esto, que yo digo tan mal, lo dice, con tanta o más poesía que usted sus cosas, este libro.

Cristina mostró el volumen de mi cuento, y añadió:

-Si de alguien pudiera yo enamorarme sería del autor de este libro; pero la mejor manera de rendirle el tributo de admiración que merece... es obedecer su doctrina... y, por consiguiente, enamorarse sólo del humilde y santo deber.

Víctor no pudo contenerse más, y tendiendo las manos hacia el regazo de Cristina, donde estaba el volumen que antes odiaba, gritó:

  —140→  

-¡Por Dios, señora, pronto; el nombre de ese libro... el autor!...

Cristina se puso en pie, y rechazando a Víctor, como si temiera que el contacto de aquel hombre manchara el texto que veneraba, dio un paso atrás, y abriendo el libro por la primera hoja, leyó: «El Concilio de Trento, por Víctor Cano».

Tembló el literato de pies a cabeza; se sintió partido en dos; pero pudo en él más la vanidad que la vergüenza, y sin tratar de reprimirse, exclamó:

-Señora, Víctor Cano soy yo; no soy Flórez; yo he escrito esa novela.

En el rostro, que palideció de repente, de Cristina, se pintó un gesto de dolor y repugnancia, de desengaño insoportable; y la dama seria, noble, de alma sincera, dando algunos pasos para alejarse, dijo con voz muy triste:

-Lo siento.



  —141→     —142→     —143→  

ArribaAbajoProtesto


ArribaAbajo- I -

Este D. Fermín Zaldúa, en cuanto tuvo uso de razón, y fue muy pronto, por no perder el tiempo, no pensó en otra cosa más que en hacer dinero. Como para los negocios no sirven los muchachos, porque la ley no lo consiente, D. Fermín sobornó al tiempo y se las compuso de modo que pasó atropelladamente por la infancia, por la adolescencia y por la primera juventud, para ser cuanto antes un hombre en el pleno uso de sus derechos civiles; y en cuanto se vio mayor de edad, se puso a pensar si tendría él algo que reclamar por el beneficio de   —144→   la restitución in integrum. Pero ¡ca! Ni un ochavo tenía que restituirle alma nacida, porque, menor y todo, nadie le ponía el pie delante en lo de negociar con astucia, en la estrecha esfera en que la ley hasta entonces se lo permitía. Tan poca importancia daba él a todos los años de su vida en que no había podido contratar, ni hacer grandes negocios, por consiguiente, que había olvidado casi por completo la inocente edad infantil y la que sigue con sus dulces ilusiones, que él no había tenido, para evitarse el disgusto de perderlas. Nunca perdió nada D. Fermín, y así, aun que devoto y aun supersticioso, como luego veremos, siempre se opuso terminantemente a aprender de memoria la oración de San Antonio.- ¿Para qué? -decía él-. ¡Si yo estoy seguro de que no he de perder nunca nada!

-Sí tal -le dijo en una ocasión el cura de su parroquia, cuando Fermín ya era muy hombre- sí tal; puede usted perder una cosa... el alma.

-De que eso no suceda -replicó Zaldúa- ya cuidaré yo a su tiempo. Por ahora a lo   —145→   que estamos. Ya verá usted, señor cura, cómo no pierdo nada. Procedamos con orden.

El que mucho abarca poco aprieta. Yo me entiendo.

Lo único de su niñez que Zaldúa recordaba con gusto y con provecho, era la gracia que desde muy temprano tuvo de hacer parir dinero al dinero y a otras muchas cosas. Pocos objetos hay en el mundo, pensaba él, que no tengan dentro algunos reales por lo menos; el caso está en saber retorcer y estrujar las cosas para que suden cuartos.

Y lo que hacía el muchacho era juntarse con los chicos viciosos, que fumaban, jugaban y robaban en casa dinero o prendas de algún valor. No los seguía por imitarlos, sino por sacarlos de apuros, cuando carecían de pecunia, cuando perdían al juego, cuando tenían que restituir el dinero cogido a la familia o las prendas empeñadas. Fermín adelantaba la plata necesaria... pero era con interés. Y nunca prestaba sino con garantías, que solían consistir en la superioridad de sus paños, porque procuraba siempre   —146→   que fueran más débiles que él sus deudores, y el miedo le guardaba la viña.

Llegó a ser hombre y se dedicó al único encanto que le encontraba a la vida, que era la virtud del dinero de parir dinero. Era una especie de Sócrates crematístico; Sócrates, como su madre Fenaretes, matrona partera, se dedicaba a ayudar a parir... pero ideas. Zaldúa era comadrón del treinta por ciento.

Todo es según se mira: su avaricia era cosa de su genio; era él un genio de la ganancia. De una casa de banca ajena pronto pasó a otra propia; llegó en pocos años a ser el banquero más atrevido, sin dejar de ser prudente, más lince, más afortunado de la plaza, que era importante; y no tardó su crédito en ser cosa muy superior a la esfera de los negocios locales y aun provinciales, y aun nacionales; emprendió grandes negocios en el extranjero, fue su fama universal, y a todo esto él, que tenía el ojo puesto en todas las plazas y en todos los grandes negocios del mundo, no se movía de su pueblo, donde iba haciendo los necesarios gastos de ostentación,   —147→   como quien pone mercancías en un escaparate. Hizo un palacio, gran palacio, rodeado de jardines; trajo lujosos trenes de París y Londres, cuando lo creyó oportuno, y lo creyó oportuno cuando cumplió cincuenta años, y pensó que era ya hora de ir preparando lo que él llamaba para sus adentros el otro negocio.




ArribaAbajo- II -

Aunque el cura aquel de su parroquia ya había muerto, otros quedaban, pues curas nunca faltan: y D. Fermín Zaldúa, siempre que veía unos manteos se acordaba de lo que le había dicho el párroco y de lo que él le había replicado.

Ese era el otro negocio. Jamás había perdido ninguno, y las canas le decían que estaba en el orden empezar a preparar el terreno para que, por no perder, ni siquiera el alma se le perdiese.

No se tenía por más ni menos pecador que   —148→   otros cien banqueros y prestamistas. Engañar, había engañado al lucero del alba. Como que sin engaño, según Zaldúa, no habría comercio, no habría cambio. Para que el mundo marche, en todo contrato ha de salir perdiendo uno, para que haya quien gane. Si los negocios se hicieran tablas como el juego de damas, se acababa el mundo. Pero, en fin, no se trataba de hacerse el inocente; así como jamás se había forjado ilusiones en sus cálculos para negociar, tampoco ahora quería forjárselas en el otro negocio: «A Dios -se decía- no he de engañarle, y el caso no es buscar disculpas, sino remedios. Yo no puedo restituir a todos los que pueden haber dejado un poco de lana en mis zarzales. ¡La de letras que yo habré descontado! ¡La de préstamos hechos! No puede ser. No puedo ir buscando uno por uno a todos los perjudicados; en gastos de correos y en indagatorias se me iría más de lo que les debo. Por fortuna, hay un Dios en los cielos, que es acreedor de todos; todos le deben todo lo que son, todo lo que tienen; y pagando a Dios lo que debo a sus deudores,   —149→   unifico mi deuda, y para mayor comodidad me valgo del banquero de Dios en la tierra, que es la Iglesia. ¡Magnífico! Valor recibido y andando. Negocio hecho.

Comprendió Zaldúa que para festejar al clero, para gastar parte de sus rentas en beneficio de la Iglesia, atrayéndose a sus sacerdotes, el mejor reclamo era la opulencia; no porque los curas fuesen generalmente amigos del poderoso y cortesanos de la abundancia y del lujo, sino porque es claro que, siendo misión de una parte del clero pedir para los pobres, para las cansas pías, no han de postular donde no hay de qué, ni han de andar oliendo dónde se guisa. Es preciso que se vea de lejos la riqueza y que se conozca de lejos la buena voluntad de dar. Ello fue que en cuanto quiso, Zaldúa vio su palacio lleno de levitas y tuvo oratorio en casa; y, en fin, la piedad se le entró por las puertas tan de rondón, que toda aquella riqueza y todo aquel lujo empezó a oler así como al incienso; y los tapices y la plata y el oro labrados de aquel palacio, con todos sus jaspes y estatuas y grandezas de mil géneros,   —150→   llegaron a parecer magnificencias de una catedral, de esas que enseñan con tanto orgullo los sacristanes de Toledo, de Sevilla, de Córdoba, etc., etc.

Limosnas abundantísimas y aun más fecundas por la sabiduría con que se distribuyeron siempre; fundaciones piadosas de enseñanza, de asilo para el vicio arrepentido, de pura devoción y aun de otras clases, todas santas; todo esto y mucho más por el estilo, brotó del caudal fabuloso de Zaldúa como de un manantial inagotable.

Mas, como no bastaba pagar con los bienes, sino que se había de contribuir con prestaciones personales, D. Fermín, que cada día fue tomando más en serio el negocio de la salvación, se entregó a la práctica devota, y en manos de su director espiritual y administrador místico D. Mamerto, maestrescuela de la Santa Iglesia Catedral, fue convirtiéndose en paulino, en siervo de María, en cofrade del Corazón de Jesús; y lo que importaba más que todo, ayunó, frecuentó los Sacramentos, huyó de lo que le mandaron huir, creyó cuanto le mandaron creer,   —151→   aborreció lo aborrecible; y, en fin, llegó a ser el borrego más humilde y dócil de la diócesis; tanto, que D. Mamerto, el maestrescuela, hombre listo, al ver oveja tan sumisa y de tantos posibles, le llamaba para sus adentros «el Toisón de Oro».




ArribaAbajo- III-

Todos los comerciantes saben que sin buena fe, sin honradez general en los del oficio, no hay comercio posible; sin buena conducta no hay confianza, a la larga; sin confianza no hay crédito; sin crédito no hay negocio. Por propio interés ha de ser el negociante limpio en sus tratos; una cosa es la ganancia, con su engaño necesario, y la trampa es otra cosa. Así pensaba Zaldúa, que debía gran parte de su buen éxito a esta honradez formal; a esta seriedad y buena fe en los negocios, una vez emprendidos los de ventaja. Pues bien; el mismo criterio llevó a su otro negocio. Sería no conocerle pensar   —152→   que él había de ser hipócrita, escéptico: no; se aplicó de buena fe a las prácticas religiosas, y si, modestamente, al sentir el dolor de sus pecados, se contentó con el de atrición, fue porque comprendió con su gran golpe de vista, que no estaba la Magdalena para tafetanes y que a D. Fermín Zaldúa no había que pedirle la contrición, porque no la entendía. Por temor al castigo, a perder el alma, fue, pues, devoto; pero este temor no fue fingido, y la creencia ciega, absoluta, que se le pidió para salvarse, la tuvo sin empacho y sin el menor esfuerzo. No comprendía cómo había quien se empeñaba en condenarse por el capricho de no querer creer cuanto fuera necesario. Él lo creía todo, y aun llegó, por una propensión común a los de su laya, a creer más de lo conveniente, inclinándole al fetichismo disfrazado y a las más claras supersticiones.

En tanto que Zaldúa edificaba el alma como podía, su palacio era emporio de la devoción ostensible y aun ostentosa, eterno jubileo, basílica de los negocios píos de toda la provincia, y a no ser profanación excusable,   —153→   llamáralo lonja de los contratos ultratelúricos.

Mas sucedió a lo mejor, y cuando el caudal de D. Fermín estaba recibiendo los más fervientes y abundantes bocados de la piedad solícita, que el diablo, o quien fuese, inspiró un sueño, endemoniado, si fue del diablo, en efecto, al insigne banquero.

Soñó de esta manera. Había llegado la de vámonos; él se moría, se moría sin remedio, y D. Mamerto, a la cabecera de su lecho, le consolaba diciendo:

-Ánimo, D. Fermín, ánimo, que ahora viene la época de cosechar el fruto de lo sembrado. Usted se muere, es verdad, pero ¿qué? ¿Ve usted este papelito? ¿Sabe usted lo que es? -Y D. Mamerto sacudía ante los ojos del moribundo una papeleta larga y estrecha.

-Eso... parece una letra de cambio.

-Y eso es, efectivamente. Yo soy el librador y usted es el tomador; usted me ha entregado a mí, es decir, ha entregado a la Iglesia, a los pobres, a los hospitales, a las ánimas, la cantidad... equis.

  —154→  

-Un buen pico.

-¡Bueno! Pues bueno; ese pico mando yo, que tengo fondos colocados en el cielo, porque ya sabe usted que ato y desato, que se lo paguen a su espíritu de usted en el otro mundo, en buena moneda de la que corre allí, que es la gracia de Dios, la felicidad eterna. A usted le enterramos con este papelito sobre la barriga, y por el correo de la sepultura esta letra llega a poder de su alma de usted, que se presenta a cobrar ante San Pedro; es decir, a recibir el cacho de gloria, a la vista, que le corresponda, sin necesidad de antesalas, ni plazos ni fechas de purgatorio...

Y en efecto; siguió D. Fermín soñando que se había muerto, y que sobre la barriga le habían puesto, como una recomendación o como uno de aquellos viáticos en moneda y comestibles, que usaban los paganos para enterrar sus muertos, le habían puesto la letra a la vista que su alma había de cobrar en el cielo.

Y después él ya no era él, sino su alma, que con gran frescura se presentaba en la   —155→   portería de San Pedro, que además de portería era un Banco, a cobrar la letra de don Mamerto.

Pero fue el caso que el Apóstol, arrugado el entrecejo, leyó y releyó el documento, le dio mil vueltas, y por fin, sin mirar al portador, dijo mal humorado:

-¡Ni pago ni acepto!

El alma de Zaldúa hizo ni más ni menos lo que su propietario D. Fermín hubiera hecho en la tierra en situación semejante. No gastó el tiempo en palabras vanas, sino que inmediatamente se fue a buscar un notario, y antes de la puesta del sol del día siguiente, se extendió el correspondiente protesto, con todos los requisitos de la sección octava del título décimo del libro segundo del Código de Comercio vigente; y D. Fermín, su alma, dejó copia del tal protesto, en papel común, al príncipe de los apóstoles.

Y el cuerpo miserable del avaro, del capitalista devoto, ya encentado por los gusanos, se encontró en su sepultura con un papel sobre la barriga; pero un papel de más bulto   —156→   y de otra forma que la letra de cambio que él había mandado al cielo.

Era el protesto.

Todo lo que había sacado en limpio de sus afanes por el otro negocio.

Ni siquiera le quedaba el consuelo de presentarse en juicio a exigir del librador, del pícaro D. Mamerto, los gastos del protesto ni las demás responsabilidades, porque la sepultura estaba cerrada a cal y canto, y además los pies los tenía ya hechos polvo.




ArribaAbajo- IV -

Cuando despertó D. Fermín, vio a la cabecera de su cama al maestrescuela, que le sonreía complaciente y aguardaba su despertar, para recordarle la promesa de pagar toda la obra de fábrica de una nueva y costosísima institución piadosa.

-Dígame usted, amigo D. Mamerto -preguntó Zaldúa, cabizbajo y cejijunto como el San Pedro que no había aceptado la letra-   —157→   ¿debe creerse en aquellos sueños que parecen providenciales, que están compuestos con imágenes que pertenecen a las cosas de nuestra sacrosanta religión, y nos dan una gran lección moral y sano aviso para la conducta futura?

-¡Y cómo si debe creerse! -se apresuró a contestar el canónigo, que en un instante hizo su composición de lugar, pero trocando los frenos y equivocándose de medio a medio, a pesar de que era tan listo-. Hasta el pagano Homero, el gran poeta, ha dicho que los sueños vienen de Júpiter. Para el cristiano vienen del único Dios verdadero. En la Biblia tiene usted ejemplos respetables del gran valor de los sueños. Ve usted primero a Josef interpretando los sueños de Faraón, y más adelante a Daniel explicándole a Nabucodonosor...

-Pues este Nabacodonosor que tiene usted delante, mi señor D. Mamerto, no necesita que nadie le explique lo que ha soñado, que harto lo entiende. Y como yo me entiendo, a usted sólo le importa saber que en adelante pueden usted y todo el   —158→   cabildo, y cuantos hombres se visten por la cabeza, contar con mi amistad... pero no con mi bolsa. Hoy no se fía aquí, mañana tampoco.

Pidió D. Mamerto explicaciones, y a fuerza de mucho rogar logró que D. Fermín le contase el sueño del protesto.

Quiso el maestrescuela tomarlo a risa; pero al ver la seriedad del otro, que ponía toda la fuerza de su fe supersticiosa en atenerse a la lección del protesto, quemó el canónigo el último cartucho diciendo:

-El sueño de usted es falso, es satánico; y lo pruebo probando que es inverosímil. Primeramente, niego que haya podido hacerse en el cielo un protesto... porque es evidente que en el cielo no hay escribanos. Además, en el cielo no puede cumplirse con el requisito de extender el protesto antes de la puesta del sol del día siguiente... porque en el cielo no hay noche ni día, ni el sol se pone, porque todo es sol, y luz, y gloria, en aquellas regiones.

Y como D. Fermín insistiera en su superchería, moviendo a un lado y a otro la cabeza,   —159→   D. Mamerto, irritado, y echándolo a rodar todo, exclamó:

-Y por último... niego... el portador. No es posible que su alma de usted se presentara a cobrar la letra... ¡porque los usureros no tienen alma!

-Tal creo -dijo D. Fermín, sonriendo muy contento y algo socarrón-; y como no la tenemos, mal podemos perderla.

Por eso, si viviera el cura aquel de mi parroquia, le demostraría que yo no puedo perder nada. Ni siquiera he perdido el dinero que he empleado en cosas devotas, porque la fama de santo ayuda al crédito. Pero como ya he gastado bastante en anuncios, ni pago esa obra de fábrica... ni aprendo la oración de San Antonio.