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El sentido humano de la ciencia natural y la Universidad

Pedro Laín Entralgo






La Universidad y los movimientos culturales

Aunque la relación mutua entre el ambiente cultural de una época o un país y el órgano más calificado de la Cultura -la Universidad- sea indudable, tal vez no resulte fácil delinear escuetamente el papel de cada uno de ellos en esa relación. En concreto: si la Universidad es la célula germinal en la gestación de cada ciclo de la Cultura; o si es ella la que queda plasmada en un tipo funcional determinado, bajo la influencia de un cambio en el ambiente que otras minorías rectoras extrauniversitarias, arrastrando tras sí el concurso de la masa, pudieron crear. Acaso pueda verse un ejemplo de la primera posibilidad en el influjo de los «Discursos a la Nación alemana», de Fichte, entre los que crearon el Segundo Imperio; pero, en todo caso, son mucho más abundantes las muestras de la segunda; baste observar cómo fue organizado, bajo el impulso napoleónico, el tipo de Universidad que todavía perdura en Francia, y cómo todos los puntos de inflexión en la vida de los pueblos -las revoluciones- van seguidos de modificaciones pasivas en el ámbito universitario. En este orden de cosas, los últimos tiempos han sido especialmente fecundos. La Rusia soviética ha llegado a la máxima ingerencia en la vida de la Universidad, plegándola al fin político-social del Estado; el racismo alemán pretende que el joven universitario vea a la Ciencia matizada de un germanismo ancestral, selvático, y es preciso reconocer que la Universidad cede blandamente a la presión deformadora del pulgar racista. Recordemos, por fin, que, en nuestro campo, ha comenzado ya la inquietud de reconducir a la Universidad a su primitivo molde ecuménico; y Salzburgo, Milán, acaso en fecha próxima la misma España, serán testigos de una nueva cruzada en pro de la conversión del mundo cultural en la Civitas Dei agustiniana.

Este movimiento, con sus contrapuestas tendencias, procede en última instancia de un radical común: el ansia de dotar a la Ciencia de un sentido unívoco y humano. (Bajo el signo del liberalismo, cuya raíz es preciso colocar, con Balmes, en la Reforma, comienza a difluir la apretada trabazón que ligaba entre sí, con comunidad de fin y de sentido, el cultivo de las diversas disciplinas. Como si la Verdad, cuya búsqueda seguía teniéndose hipócritamente por misión, pudiera escindirse, se había parcelado en compartimientos estancos el contacto de la porción intelectiva del ser humano con su mundo circundante, que no otra cosa es la Ciencia; y así, desligados en métodos y en horizontes, el físico y el etnógrafo, el naturalista y el psicólogo, se consideraban extraños, cuando no enemigos, cada uno dentro de su parcela intelectual. Esto, si la bandería política o el impulso nacionalista no establecían grupos irreductibles -no sólo de personas, sino, y aquí lo deplorable, también de sistemas- dentro de cada islote cultural. Perdiose, pues, para la Ciencia, primero su sentido transcendente, luego su unidad. Si quisiera verse un reflejo de este proceso en una Ciencia aislada -la Medicina- bastaría notar cómo la misión del médico había pasado de «curar» a «saber» en el curso del siglo pasado, según la frase de Dietl: y de «saber» a «especializarse» en los últimos decenios del ochocientos y primeros del novecientos. He aquí una nueva barbarie: la del técnico especialista, contra la cual vienen clamando desde hace algunos años las voces de máximo prestigio.

Tema del presente ensayo es demostrar cómo han podido perderse aquellas dos notas apicales de la Ciencia natural y cómo la misión primera de una Universidad católica -en el sentido universalista y en el sentido confesional del sobrenombre- debe ser la reducción de esa Ciencia natural newtoniana a una posición orientada y coherente dentro del tocio arquitectónico de nuestra concepción del Universo; demostrar, en suma, que en la sorpresa de los investigadores de buena fe, cuando encuentran Teología -o anti-Teología, que para el caso es lo mismo- por debajo de una cuestión científica, lo único sorprendente que puede verse es su sorpresa misma, como decía nuestro Donoso de la de Proudhon.




Tres etapas en el conocimiento de la Naturaleza

En todo orden de conocimientos pueden distinguirse tres etapas: la del hombre que, aun dotado de agudeza perceptiva, se encara ingenuamente, por vez primera, con determinado grupo de hechos: es la etapa de la Ciencia-contemplación; la del que ahonda en el mecanismo de esos hechos, va hacia ellos y se sume en el estudio de sus interrelaciones: adviene con esto el estadio de la Ciencia-experimentación; y la de aquel que, ahíto del pormenor experimental, sale de ese grupo de hechos y, a la vuelta de su estudio interno, los valora «desde fuera»: créase entonces una nueva fase, la de la Ciencia-síntesis, que cierra un ciclo cultural. A la primera etapa corresponden, como instrumentos, la contemplación y la intuición, y la amenaza, a la vuelta de la esquina, un peligro: la sutilización con olvido de los datos reales. A la segunda pertenece como medio el análisis, y encierra el riesgo inmediato de la dispersión. La tercera usa la síntesis como útil de trabajo, la sinopsis como expresión, y se ve amenazada por la fosilización, que es el término de los sistemas que, aun perfectos, no se orean con los vientos de lo nuevo. Cuando sobreviene esta última posibilidad, comienza un nuevo ciclo cultural.

Todos estos tres modos de conocimiento tienen validez en tanto se practican con probidad, aun cuando los resultados de cada uno de ellos se hipovaloran al comenzar el siguiente. En todo caso, resulta notable observar cómo el hombre que «está de vuelta» se encuentra siempre con que había no poca razón en las conclusiones de la observación ingenua.




El mundo del «primitivo»

Arquetipo del primer orden de conocimientos naturales debe ser la «Ciencia natural» -valga el anacronismo- del hombre primitivo. La actitud de éste ante la Naturaleza, sería la contemplación pura, libre de prejuicios sistemáticos. Según es sabido, nuestras conclusiones respecto a la concepción del inundo de los primitivos, se basan en el estudio de los reatos prehistóricos y en el de los pueblos salvajes actuales. Tengo para mí, no obstante, que el problema del hombre primitivo debe ser sometido a una amplia y profunda revisión. Bajo la influencia de Wundt, de Levy-Brühl, de Frobenius, se habla de «mentalidad primitiva», de «reacciones primitivas», del «pensamiento prelógico del primitivo», como si bajo la rúbrica de lo primitivo hubiese algo unitario, como si dentro de lo «primitivo» no hubiesen contenidos varios ciclas culturales. Por manera inexacta tengo yo a la afirmación tajante de Rudolph Otto (vid. «Lo santo») cuando, al tratar del origen de la idea de Dios en el primitivo, sólo la cree posible después de un estadio previo de psiquismo irracional, de pensamiento prelógico. Si se quiere llamar «irracionales» a las ideas de Totem y de Tabú, porque en ellas se halle colocado el acento vivencial sobre el lado afectivo de la relación entre el yo y el mundo, no por eso debe excluirse de tal relación el principio de causalidad, el más fuerte elemento racional. Ante un agua productora de enfermedades, el primitivo colocará en ella, como contestación a un «¿por qué?» tácito, un espíritu maléfico; la conclusión será discutible, pero responde a un juicio de causalidad. El hombre «moderno» verá allí, después de complicada labor técnica, tal o cual veneno, estudiará su composición, sus acciones sobre el organismo y quedará satisfecho, porque ha encontrado la causa «racional». Sin embargo, sólo ha sustituido lo que primitivamente era un «¿por qué?» por un «¿cómo?»; y si quisiera no contentarse con las causas segundas y llegara a preguntarse el verdadero «¿por qué?» de aquella enfermedad, entonces llegaría al eterno problema de la enfermedad, del desvalimiento humano, del dolor, con todo su arduo núcleo teológico. He aquí cómo salta donde menos se piensa la liebre de lo que el mismo hombre moderno suele llamar «irracional». Y así con tantas otras cosas.

Por otro lado, el máximo investigador de las religiones primitivas, Wilh. Schmidt, (vid. «Menschheitswege zum Gotteserkennen», Munich, 1923) ha podido demostrar un claro conocimiento de un Dios único, como última causa, en el comienzo de todo pueblo primitivo, en contraposición abierta con la hipótesis de R. Otto.

Hállase una confirmación clara de la diversidad de posiciones ante el mundo entre los pueblos primitivos, en el estudio de sus producciones artísticas a la luz de lo que, siguiendo a d'Ors, podría llamarse Morfología cultural del arte. Junto a restos de tipo interpretativo, que podrían ponerse al lado de los animales impresionistas de un Franz Marc, como alguno de los bisontes de Altamira, o las producciones de los bosquimanos que, según dice R. Kühn, podrían figurar en cualquier exposición moderna, vense muestras de arte realista, objetivo, como las figuras de animales descubiertas en Saint Marcel (Francia), o los grupos paleolíticos hallados por Frobenius en el África septentrional, o las siluetas de équidos encontradas hace poco en Guadalajara. Las producciones del primer tipo, que Max Verworn llama ideoplástico, acreditarían, en el sentir de Hoernes, de Verworn, de Kreitmaier (vid., por ejemplo, el sugestivo trabajo de este último «Von primitiver Kunst», Friburgo de Brisgovia, 1924), un movimiento espiritual, sea animismo o hechicería, magismo o totemismo; es decir, una interpretación del mundo natural en el que domina el componente subjetivo, la participación del yo en el conocimiento. Por contraste, el arte naturalista, fisioplástico, sería índice de una visión menos interpretativa, en la cual se percibe la cosa, pero no su significación. Trataríase de dos culturas antitéticas, aunque ambas decadentes: una hacia la vertiente panteística, la otra hacia la materialista.

Sea una o varia, en todo caso, la cultura del hombre primitivo, lo cierto es que lo que nosotros podemos observar en los pueblos salvajes actuales, es una tendencia constante a interpretar animísticamente los fenómenos naturales, con lo cual se va a parar al gran océano en que aboca la simple contemplación de la Naturaleza: al panteísmo, en cualquiera de sus formas. Restos de este primitivo estado, en el que cada objeto, cada, fenómeno sirven de expresión a un agente dotado de «intención» frente al hombre, serían las primitivas culturas orientales, en las cuales, como una muestra de la sumisión absoluta de toda la Naturaleza a lo sobrenatural, los conocimientos naturales -prácticas médicas y químicas, por ejemplo- estaban encomendadas al sacerdote. En estos pueblos, como en los primitivos, la posición contemplativa del hombre -budistas, tibetanos- y el panteísmo van de la mano. La Ciencia natural, adquiere, pues, si se basa en la simple contemplación, un matiz interpretativo, en el cual la Naturaleza adopta categoría omnipotente y acaba por absorber al mismo hombre.

Sólo cuando la contemplación tiene el asidero de un férreo sistema dogmático, como sucedía en nuestros místicos, puede mantenerse vertical la ortodoxia y la posición del hombre ante la Naturaleza. Si se me permitiera la expresión -que someto al juicio de personas de más grave saber-, diría que la Mística, en su sublimidad, es un dominio límite de nuestra ortodoxia.




La acción como principio. El materialismo

Hemos visto que el panteísmo puede colocarse bajo el signo de la contemplación. Vamos a ver ahora cómo la acción conduce a la dispersión y al materialismo. De ello somos testigos actualmente.

Ha visto la Historia, seguramente, otros períodos en los cuales fuese la tónica cultural la concepción naturalista del Universo; pero, sin duda, el que a nosotros más nos interesa es el que comienza en el Renacimiento y -según toda probabilidad- termina en los días que vivimos ahora.

Una de las más tremendas mixtificaciones del liberalismo ha sido confundir en identidad causal el Renacimiento y la Reforma. Aparte la diferencia cronológica entre ambos, hay la de naturaleza. El Renacimiento no es más que un movimiento formal, en el que sólo se trata de cambiar los métodos de resolución de un problema eterno, el de las relaciones entre el hombre y el mundo; pero sin desvirtuar el problema mismo: ahí están para demostrarlo Fray Luis de León y Luis Vives, dos hitos renacentistas de la Catolicidad. La reforma, por el contrario, trata, no ya de cambiar los útiles del de trabajo ante el problema, sino de atribuir al hombre -el libre examen, la abolición de la jerarquía papal- fuerzas desmedidas para resolverlo. El «Seréis como Dioses» sonaba nuevamente en el mundo. Desgraciadamente, Renacimiento incipiente y Reforma coinciden en el tiempo, y ésta viene a ser algo como el pecado de aquél. El Renacimiento es un cambio de táctica en una guerra justa; la Reforma, subversión de los principios justos de aquella guerra, su paso a injusta.

Salvada esta consideración fundamental, es necesario confesar que algo debía existir en el ambiente renacentista para que en él prendiera, hasta adoptar rango de categoría, lo que en principio no fue más que una anécdota cominera de vanidades heridas. Este «algo» fue precisamente la hipervaloración de la acción como actitud humana. Es comprensible psicológicamente que los oídos del que se lanza a una lucha sean blandos al silbo de la tentación, a la promesa de «por ti sólo puedes vencer»; y así se explica que la prístina «nova scientia» de Newton, Kepler y Galileo, cuya honestidad era hija de suaves armonías universales, pitagóricas, platónicas y agustinianas, espoleada por el virus reformador, pasase a la anorgánica y en cierto modo incoherente Enciclopedia, crease luego el liberalismo científico, dentro del cual podían codearse como iguales, suprimida la jerarquía de la Ciencia, la Técnica Hidráulica y la Metafísica, por ejemplo, y terminara en los innumerables: conventículos de la especialización de que se habló al comenzar.

Cuán lejos se halla la posición de los fundadores de la adoptada por los últimos paladines de la Ciencia analítica experimental, lo muestra el siguiente párrafo, dé una carta de Kepler, el buscador de inefables explicaciones astronómicas a la estrella de los Reyes Magos, dirigida a Fabricius: «Me echas en cara que no me esfuerzo por considerar a la Naturaleza en su totalidad, sino sólo en su lado cuantitativo. A esto te contesto: el "Quantum" es su cola, y a ella me cojo; pero, eso sí, me cojo fuertemente». Kepler veía, pues, esa totalidad del Universo y sabía que junto a un «Quantum» hay en él un «Quale»; pero, por táctica, él quería estudiarlo -eso sí, con todo su genio-, allí donde el Universo está mecánicamente construido. Compárese esta visión del problema de la Ciencia natural con las torpes añagazas de un Haeckel, que mentía descubrimientos para argüir en pro de la construcción puramente mecánica del Universo, o con la loca ambición de un Hertz, que pensaba reducirlo todo a un sistema de ecuaciones diferenciales. Véase, por lo tanto, cómo la divinización -tal es la palabra exacta- de la Ciencia natural, es un fruto del siglo XIX, muy alejado ya del espíritu de los novadores cincocentistas. Aquéllos trabajaban «donde» el Universo tiene estructura mecánica; los científicos, a lo largo del siglo pasado, han dado por cierto que «todo» el Universo es Mecánica, llevando a la totalidad lo que sólo era campo de trabajo suyo.

Tal ha sido el término de la acción como principio del conocimiento. Vimos cómo la contemplación conducía a un panteísmo, bien en el sentido del Todo-uno, bien en el de una multiplicidad barroca de elementos demoníacos bajo la capa aparente de las cosas. Ahora, la acción, la ingerencia del hombre en la Naturaleza, nos lleva ora a un abigarrado mosaico de disciplinas, rota ya su ligazón jerárquica, ya a una concepción de un Todo-uno material, mecanicista. Por ambos lados, términos análogos al cabo de una labor de siglos en pos de principios contrapuestos.




El punto del equilibrio. La síntesis

Los dos términos extremos anteriores proceden, en definitiva, de un enfoque unilateral del problema de la Naturaleza; en el uno, abandono a sus potencias ciegas; en el otro, tras un momento de ficticia victoria sobre aquélla, encuéntrase el hombre con que su sistema mecanicista le ha arrastrado también a él, con sus problemas, con sus dolores, como la misma inteligencia que forjó aquel sistema, a la horizontalidad inerte de la materia. Cuando Ortega y Gasset habla de la angustia infinita del hombre que, después de haberlo probado todo, no tiene un punto firme en que apoyar su propia existencia, refiérese, voluntaria o involuntariamente, al problema del hombre que se ha dado en llamar «moderno».

En estas condiciones, necesariamente, biológicamente, ha de surgir el convencimiento de que la Ciencia natural no es más que una parte de un todo; y la tarea de las mentes es reunir la inmensa balumba de hechos obtenidos dentro de un sistema armónico, en el que lo infinito tenga, por exigencia limpiamente científica, la jerarquía suprema que le corresponde.

En tanto nosotros conocemos, sólo ha habido en la Historia una época en que el mundo de la Cultura -y, dentro de ella, la Ciencia natural- fuese un todo estructuralmente armónico: aquella dorada centuria medieval que transcurre desde mediados del siglo XIII hasta el quinto decenio del trescientos. No sé si podría hablarse, después de lo anteriormente escrito, de un Renacimiento previo -la «Frührenaissance» de algunos alemanes-; pero lo cierto es que, salvada la primitiva aversión al mundo grecolatino de la primera parte del medioevo, Aristóteles y Platón ábrense paso y las mentes señeras se entregan a la gran empresa de crear, dentro del orden de la Naturaleza, aquella unidad que anteriormente, en el orden de la Historia, había establecido Agustín en su «Civitas Dei».

Tomás de Aquino, cuestión tras cuestión, va creando sin prisa y sin pausa los arbotantes filosóficos de la gran cúpula, y él mismo la cierra con la piedra clave de la Teología. Pero no él sólo, sino toda la Cristiandad, contribuye a la gran obra. Alberto Magno lleva desde el Rhin a París la más completa elaboración de conocimientos naturales que quizá haya estado compendiada en una persona, desde Aristóteles; experimenta en Física y Química (que el experimento no es privativo de la «Spatrenaissance»); diserta sobre Medicina -en dominio de tan reciente construcción como la Psiquiatría, se han expuesto, hace poco, adivinaciones suyas-; y sienta en Biología (vid. las conferencias del profesor Arévalo en los Cursos de la Universidad de verano) barruntos de la sistemática linneana. Desde España acuden al concurso Raimundo de Peñafort, Domingo de Guzmán y, sobre todo, la mente iluminada de Ramón Lull, que goza con honda alegría en la Randa con la concepción unitaria del Universo de los seres y de las ideas, después de larga elaboración psíquica de las tres artes que él llamaba «Demostrativa» -lo que más tarde sería Ciencia natural-, «Inventiva» -Metafísica- y «Amativa» -unión de la mente, fortalecida por el experimento y la razón filosófica, con la Bondad divina. No puede pensarse sin emoción en el gran mallorquín, sabedor de astrolabios y de retortas tanto como de Filosofía griega, cuando va a París a exponer en latines que debían estar llenos de sonoridades vernáculas, su visión armónica de la Ciencia toda.

Este esplendor no quiere decir, volviendo a la Ciencia natural, que todos los postulados de Alberto Magno o de Ramón Lull, fuesen ciertos; pero tan sólo que los resultados de entonces, unos ciertos, otros no -como ahora, por otra parte: en pleno siglo XX se ha visto derrocada la Mecánica clásica por las ecuaciones einstenianas-, estaban, adecuada y coherentemente ordenados, dentro de un sistema unitario del Universo, en el cual, por derecho imprescriptible, lo espiritual ostentaba la posición suprema. Es entonces, o poco antes, cuando esta maravillosa unidad cristaliza en el concepto y la realidad de la Universidad, como órgano ecuménico de una cultura armónica y universal. ¡Triste contraste entre aquella Universidad parisiense, que acoge en su seno a Ramón Lull, recién llegado de sus costas mallorquinas, y las tendencias actuales a crear unas mal llamadas universidades al servicio de un ideal de raza o de un secesionismo político!

Aquella visión magnífica del Universo perdiose, no obstante, entre las inútiles discusiones del nominalismo, y así pudo llegar a fosilizarse. Y a que la observación superficial, al llegar el Renacimiento, creyese que la «nova scientia» iba contra las armonías medievales, cuando, según hemos visto, tan sólo suponía un despliegue insospechado de aquellos ingenuos experimentos de Lull y de Alberto el Grande. Cuando Santo Tomás, como más tarde Vives, afirma que todo conocimiento tiene su origen en los sentidos, proclama la validez del experimento e incluye hasta la Psicología dentro de la Ciencia natural, no puede hablarse de que la obra del siglo XVI sea extraña a aquel movimiento, y mucho menos enemiga.




La coyuntura actual

En párrafos anteriores hemos visto cómo la Ciencia renacentista ha llegado a nuestros tiempos descoyuntada y sin norte. Fiel trasunto de tal estado es la actual Universidad, de la cual no fluye un saber universal y humano. El conocimiento atomizado que un joven universitario recibe, no satisface, en modo alguno, las exigencias más específicamente humanas del hombre -a veces, doloroso es confesarlo, ni siquiera las profesionales más modestas-; y las elementales cuestiones de la naturaleza humana, del destino de la misma Ciencia, de la dirección del esfuerzo del hombre, quedan, no ya respondidas, pero ni siquiera planteadas.

Felizmente, parece que se inician, desde hace algunos años, actitudes de reacción contra esta dispersión babélica. Dentro de la Ciencia natural, las primeras voces de arrepentimiento han sonado en la Biología. Desde los comienzos de nuestro siglo, los biólogos que tenían ribete de filósofos -Driesch, von Uexküll- comenzaron a ver claro que la simple consideración físicoquímica no basta para definir la naturaleza del ser vivo, en cuanto las acciones de éste van encaminadas a un fin y sujetas a un plan; y el primero recoge el concepto aristotélico de la entelequia aplicado a la autorregulación del ser vivo. De ahí a admitir un principio vital no hay más que un breve paso. El movimiento neovitalista ha continuado y es hoy el que, quiérase o no, da la tónica en el cultivo de la Biología. Hartmann, Ernst, Wolff, entre tantas primeras figuras, se han sumado a él en Alemania; Vialleton ha laborado en Francia por la vuelta al buen sentido, y así tantos otros.

También en Medicina se ha producido una enérgica ofensiva contra el organicismo y el microbismo que dominaban en su campo desde Morgagni y Virchow, Pasteur y Koch. Sin arrumbar los valiosos conocimientos que la Medicina naturalista nos ha legado, la necesidad de «curar» ha demostrado que es de todo punto necesaria la consideración el organismo como algo compuesto de cuerpo y de espíritu. No se habla ya, ciertamente, de un «archaeus insitus» como hacían los alquimistas o de la «vita propria» de los órganos, como Paracelso, lo cual sería caer en un barroco animismo; pero cuantió se invoca al organismo como totalidad como una necesidad para comprender las enfermedades de sus partes; cuando se insiste en el papel de la intuición dentro del pensar médico, como ha venido haciendo von Krehl; cuando se habla del componente psíquico de la enfermedad y de la importancia del alma en la génesis y en el tratamiento de tantas dolencias, entonces se admite claramente que la crisis del organicismo en Medicina es una realidad. Médicos como Kraus, Krehl y Weiszacker, cirujanos como Bier, Sauerbrudh y Lériche toman parte en la cruzada en pro de la humanización de la Medicina que ahora comienza.

En la Física, donde todo hecho tiende a resolverse en determinismo mecánico, se ha acusado también esta crisis de valores que se consideraban intangibles. No de otro modo puede interpretarse el gesto de desaliento de un Planck o de un Heisenberg cuando al cabo de tanta Mecánica intraatómica, llegan a hablar de la indeterminabilidad del movimiento electrónico.

Hasta en la Astronomía, la Ciencia prototipo de la previsión milimétrica. Grande fue la proeza de Le Verrier. Pero cuando la Hipermecánica nos da cuenta de la dilatación del universo y de las grietas en el espacio, entonces aparecen en perspectiva cataclismos que sólo los ojos iluminados del Evangelista pudieron adivinar.

Por todas partes aparece un ansia de superar aquellas frías ¡conclusiones -que, en realidad, no concluían nada para el hombre como tal- a que pretendía llegar la Ciencia natural al uso. He aquí la gran tarea; humanizar, dar sentido humano a la Ciencia.




Colofón. Papel de la Universidad

Dar sentido humano a la Ciencia no es otra cosa, en definitiva, que hacer a ésta una, porque el hombre es uno; y varia, porque él hombre tiene partes. Quiero decir: dar por sentado que junto a una Ciencia natural existe una Ciencia del espíritu, unidas ambas entre sí por lazo indisoluble. Tragedia para el alma llamaba Leonardo a la muerte, porque ella la separa del cuerpo. Tragedia es también, ya lo hemos visto, la separación del estudio del objeto -Ciencia natural- y el estudio del sujeto activo -Ciencia del espíritu. Tarea urgente para la Universidad es vertebrar de nuevo estas dos ciencias, dar el pecho -misión de juventud- a las dificultades para crear una obra armónica. Este es el primer paso que exige el decoro de llevar un nombre universal. Si quisiéramos pasar a lo concreto, podrían repetirse las tres conclusiones programáticas a que llega Sauerbruch para iniciar el cambio de norte en Medicina: educar al médico en el culto a la Medicina del pasado; suprimir de su estudio la fronda especialística y obligar a todo médico al estudio de la Filosofía.

Hay, no obstante, otro segundo paso: el de enmarcar esta Ciencia natural ya humanizada dentro de una visión del Universo en la que lo Infinito tenga representación adecuada, como vimos que intentaron los colosos: de la Edad Media. Este entronque de la Ciencia con la Teología sólo puede llevarlo a cabo una Universidad que se llame Católica, es decir, que sea doblemente universal. El mundo moderno, dice Chesterton, es un tropel de ideas cristianas que se han vuelto locas. Es preciso, pues, reducirlas a la ordenada disciplina de la cordura. Hemos visto que el Evangelio del panteísmo comienza con «en el principio era la contemplación». Y el del materialismo con la acción como principio. Demostremos que sólo diciendo: «En el principio era el Verbo», puede llegarse al punto de equilibrio. Creo que es en este sentido en el que deben entenderse las tan reiteradas profecías de una nueva Edad Media. Si la paz de Cristo sólo puede existir cuando «es uno el pensar, uno el sentir y uno el obrar», sea lema de una Universidad Católica el conseguir lo primero, la unidad en el pensar. Y el de los que dentro de ella quieran conseguir la unidad humana y trascendente de la Ciencia natural, demostrar que -como decía Donoso, el vidente del siglo pasado, cuando tan desértico era el panorama de la Cultura española- sólo incorporando a los problemas humanos, de cualquier orden que sean, los luminares de los misterios teológicos, pueden establecerse entre aquéllos relaciones comprensibles. Entonces -sólo entonces- será cuando el hombre cumpla con probidad su misión.





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