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El sentimiento como motivo literario en Moratín

Rinaldo Froldi





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La interpretación de la obra literaria y teatral de Leandro Fernández de Moratín se ha basado durante mucho tiempo en prejuicios ideológicos y estéticos que han obtenido amplia difusión. Estos resultan ya evidentes si consideramos que los dos adjetivos con los que habitualmente se le ha venido definiendo: «afrancesado» y «neoclásico» anquilosan su personalidad y su estilo. No es éste, sin embargo, el momento oportuno para detenernos en el examen de las causas de esta actitud, que perdura no sólo en la conciencia de la cultura media, sino también en ciertos ensayos críticos de ambiciones científicas.

Hoy, cuando reservas y definiciones han caído o van cayendo, y su adhesión al partido francés en el momento de la Guerra de la Independencia ya no se considera motivo de escándalo o de condena, es necesaria también una reconsideración de su obra desde el punto de vista literario. Esta reconsideración se extiende al concepto mismo de «neoclasicismo», que por largo tiempo se ha entendido de modo genérico y peyorativo, como movimiento o teoría ajenos a la esencia espiritual de la nación española. En la actualidad se investiga sobre él con especial atención a las causas históricas que en el siglo XVIII favorecieron la vuelta a los ideales formales clásicos y a los modelos del Quinientos.

En el caso concreto de Moratín, se comienza a dar mayor importancia a las motivaciones de su poética. Estos son ya algunos resultados del proceso de revisión crítica de la cultura española del siglo XVIII, que se ha llevado a cabo durante los últimos lustros y de los que ya habían aparecido sus primeras muestras, con motivo de las conmemoraciones del bicentenario del nacimiento de Moratín en 1960.1

Si se quiere profundizar en rigor el significado y valor de la obra moratiniana, es necesario continuar por los cauces mencionados de revisión del Setecientos español, totalmente desembarazado de los obstáculos tradicionales y de las restrictivas clasificaciones, agudizando la atención,   —138→   de manera crítica y problemática, sobre la cultura propia y concreta de Moratín dentro de la general coetánea. Solamente de este modo podremos individuarlo en la realidad histórica, identificar sus ideas, conocer lo que se propuso realizar con su obra literaria y sobre todo teatral, y averiguar su significación en el gusto de la época y la influencia que ejerció sobre los autores dramáticos de comienzos del siglo XIX. Es decir, no será suficiente con afirmar que Moratín fue un neoclásico, sino que habrá que precisar el modo, los motivos y términos en los que se proyectó su clasicismo.

Tampoco nos parece suficiente definirlo como «ilustrado», si no se indica, una vez estudiada su formación filosófica y cultural, el sentido y modo específico del término. Sobre todo, será necesario, por encima de cualquier clasificación, estudiar los nexos que relacionan en Moratín el momento ideológico con el estético, para desentrañar la posible integridad de su personalidad sicológica, moral y estética.

En demasiadas ocasiones se ha evitado el problema de su personalidad, resolviéndolo con un impresionismo simplificador; en este sentido recuerdo que la adjetivación que todavía ampliamente se utiliza para definir a Moratín, lo representa como: frío, feble, tímido, cobarde, resentido, apocado, triste, contradictorio, resignado, fluctuante, asustadizo, receloso, irresoluto.

Pero podemos preguntarnos qué hay de cierto en la definición de estos rasgos de carácter y cuánto de erróneo, debido a las equivocadas interpretaciones de críticos que no han sabido situarlo en la debida circunstancia histórica, para estudiar su comportamiento y reacciones: En todo caso, nos parece que -antes de llegar a fórmulas resolutorias- hay que tener en cuenta por lo menos que Moratín en medio de las dificultades; mantuvo su coherencia en algunas ideas fundamentales, tanto en el campo ideológico como en el moral y estético, sin sustituirlas jamás por otras que quizá hubieran significado para él una vida más tranquila y un éxito más seguro.

Su vivir apartado, aunque relacionado con algunas motivaciones sicológicas bien determinables, ¿hasta qué punto es lícito considerarlo sólo receloso egoísmo? ¿No habrá sido resultado más bien de una necesaria aceptación de esa realidad que se había manifestado en contradicción con las aspiraciones juveniles, a las que nunca había renunciado, de un mundo regido por el principio de la virtud, condición -para él- necesaria para el desarrollo de una existencia ordenada y feliz?

En la línea de una profundización crítica que quiere verse libre de las amarras de consumados esquematismos, he intentado un acercamiento a un aspecto hasta ahora sustancialmente ignorado o bien implícitamente negado, de la personalidad artística de Moratín: el sentimiento2.

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Lo aviso de antemano: no pretendo hacer un estudio sicológico sobre el Moratín-hombre, sino que me propongo dar algunas observaciones sobre su obra, que -por evidentes razones de economía de tiempo- limitaré exclusivamente a sus comedias y a lo relativo al sentimiento como tema teatral y a su utilización escénica como instrumento expresivo.

Aspecto -como decía- bien ignorado o implícitamente negado, ya que, en efecto, demasiadas veces nos hemos encontrado con referencias al arte cómico de Moratín en términos de «producción bajo el dominio absoluto de la razón», de «comedias construidas rigurosamente para la expresión de una tesis», y realizadas con frío respeto por las reglas, hasta el extremo de considerar al autor como «un mártir de la doctrina literaria».3

La crítica reconoce la formación «ilustrada» de Moratín y su fundamental clasicismo literario. Es necesario advertir desde ahora, que esta última tendencia no significó de por sí una negación total de los valores de la fantasía y del sentimiento; además, la crítica ha superado ya algunas creencias difundidas durante cierto tiempo, que caracterizaban a la cultura ilustrada como culto absoluto de la razón. Por medio de estas creencias hasta se pretendía que esa cultura fuera «naturalmente» incapaz de expresión poética. Con base en estas ideas preestablecidas nos explicamos por qué no se ha advertido en la obra de Moratín la presencia del sentimiento. En otros autores, en los que la misma era palpable por su intensidad y clara manifestación, la presencia del sentimiento se ha presentado como un hecho ajeno a la realidad cultural del momento y, consecuentemente como anticipación del gusto y modos propios de épocas sucesivas. De aquí ha surgido el equívoco del denominado «prerromanticismo».4

Lo cierto es que la Ilustración en España como en Europa conoció y apreció las facultades sensibles del hombre; es más, puede decirse que las fue descubriendo con creciente interés a medida que, partiendo del empirismo que había superado la abstracción racionalista, el sensismo se iba imponiendo en el campo gnoseológico y renovaba la sicología y la estética.

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Al profundizar en el conocimiento de la naturaleza humana (porque «naturaleza» es también el hombre) aumenta el interés por el detalle, por el individuo, por la realidad humana que también está hecha de sensibilidad la cual produce afectos y sentimientos; ya que la sensibilidad es el término dialéctico de la razón, y ambos pertenecen al orden de la naturaleza humana.

El filósofo no se detiene en el sentimiento entendido en su aspecto meramente emotivo y hedonístico, sino que lo considerará como un momento, un aspecto de la realidad humana, un elemento constitutivo de la fuerza ética que debe gobernar al hombre, es decir la condición mediante la cual el hombre se establece en libertad y puede llegar a operar también -dentro de la vida- la necesaria reforma de la sociedad. De esta manera podemos explicar el interés de los ilustrados por el hombre, el interés por sus costumbres, por su comportamiento; por ello explicamos también el intimismo de tanta literatura europea del Setecientos y el humanitarismo que se presenta como valor ético dominante. Claro está que entre sentimiento y razón debe darse un feliz equilibrio: el sentimiento nace del reflexionar de la razón sobre las emociones, a las que atribuye un significado y un valor. De este modo, también a través del sentimiento, el hombre entra en armonía con la naturaleza y la sociedad. El Romanticismo partirá de estas premisas pero pretenderá absolutizar el sentimiento: profunda diferencia que debemos tener siempre presente para no caer en equívocos.

Para la filosofía de la Ilustración el estudio del hombre es búsqueda de su felicidad y es convencimiento difundido también de que sólo en el ejercicio de la virtud el hombre la podrá alcanzar; no nos sorprende que estos motivos se conviertan en temas literarios casi obligados y, en el caso específico del teatro, se conviertan en fundamento del mismo y, de acuerdo con normas razonables de estructura y estilo, vengan a coincidir con una visión educadora y reformadora del espectáculo público.

Así, para Moratín (que había sido educado desde su juventud en los ideales morales y estéticos de la Ilustración), la comedia adquiere un concreto valor didascálico. De ella, definiendo el género, dirá que «resultan puestos en ridículo, los vicios y errores comunes en la sociedad y recomendadas por consiguiente la verdad y la virtud»5. Pero si de lo cómico se obtienen valores educativos, igualmente resulta de la «oportuna expresión de afectos y caracteres»6. Ya que, en definitiva, el autor debe saber hacer partícipe al público de la risa y del llanto; en su tiempo oportuno, naturalmente, y con la debida moderación.

Si se examina la primera comedia: de Moratín, El viejo y la niña, parece   —141→   estar constituida esencialmente por dos motivos: por una parte la patente tesis social de condena del matrimonio preparado en contra de la voluntad de la joven esposa y, por otra, la situación dramática que resulta del momento en que su ex-enamorado llega de huésped a la casa de la desigual pareja. Es una situación que tiene todas las características de la tragedia si bien no se llegue a ésta ya que el ímpetu de los sentimientos de los dos jóvenes está controlado por el autor en base a una superior conciencia moral y social. Es decir, Moratín sustituye el presumible final trágico por otro más bien «austero y melancólico»7, constituido por una doble renuncia al amor: con el retiro de doña Isabel al convento, y con la partida a América de su enamorado.

En la comedia la acción es escasa; se trata de un drama sicológico, en el que encuentra amplio espacio la representación de los «afectos y caracteres». En otros términos, la tesis del autor se comunica al público al profundizar en los caracteres de los personajes con una intensa acentuación de los elementos sentimentales: no sólo porque se trata de un drama del sentimiento de amor, obstaculizado por la corrompida costumbre social y la maldad de los hombres, sino porque son patéticos los instrumentos puestos en acción por el autor para establecer el contacto con su público. La protagonista está constantemente caracterizada como «infeliz y triste» para que el público sufra por su drama, reconociéndola como víctima virtuosa de un mal uso de la autoridad, o mejor dicho: varias veces víctima. En primer lugar, del tutor; después del marido e incluso del mismo enamorado que, movido por la pasión, en ocasiones no la comprende y hasta llega a ofenderla.

Nos encontramos de frente al típico tema ilustrado de la virtud ofendida y no reconocida.


¡Oh virtud! ¡Oh dolorosa virtud!,8

exclama Isabel en el acto II y, al final de la obra, confirmará:


...Mucho vale
la virtud, pues tanto cuesta.9

La virtud obstaculizada es subversión del orden de la naturaleza: únicamente la ausencia de felicidad podrá ser la consecuencia: la lección   —142→   moral deberá llegar al corazón de los espectadores a través de la participación sentimental, la «simpatía» por el drama de la desdichada joven. Por este motivo Moratín defendió, contra toda crítica y opinión dispar, un final triste y amargo, el único que le parecía coherente con la situación que había trazado y el único que juzgaba eficaz en el orden de la enseñanza moral.

También Isabel, la protagonista de El barón, es víctima. Pero ahora es la insensata ambición de la madre quien la oprime, si bien Moratín, al introducir la figura de don Pedro, tío bueno y prudente, abre el camino a un final feliz.

La comedia se desarrolla en el acto I mediante una agudización especialmente intensa de la situación sentimental de la protagonista -Isabel- quien tiene una «inclinación honesta»10 hacia su coetáneo Fernando. El acto concluye con estas sentidas palabras de Isabel:


¡Yo, infeliz! ¿Qué he de saber?
Llorar.11

La atmósfera de la comedia cambia a partir del acto II y, más concretamente, a partir de la escena 5 que es la que verdaderamente resuelve la trama: el encuentro entre don Pedro e Isabel. Domina la escena el motivo de la comprensión afectuosa del tío que obtiene la confianza total de su sobrina a través de una actitud henchida de «ternura» que llega a ser recompensada con «mimitos» y a hacer brotar las lágrimas del maduro protagonista:


¿No te he de querer? ¿No ves,
que a mí también se me arrasan
los ojos?12

A partir de esta escena, la comedia se desliza rápidamente hacia el alegre final: en contra de la ambición insensata de la madre, triunfa el verdadero y sano sentimiento de amor de los jóvenes para confirmar que:


donde no haya virtud, no hay felicidad.13

La escena final (III, 18) sirve de broche a la situación edificante, por medio de un cuadro, que aquí y en otras comedias, como ya ha sido oportunamente señalado14, asume un carácter casi ritual. Obsérvese esta acotación: «Isabel abraza con ternura a su madre. Don Pedro asiendo de la mano a Leonardo, le obliga a que se acerque: Isabel y Leonardo se arrodillan a los pies de la tía Mónica15. Y, más adelante, refiriéndose a la tía Mónica: «Abrazando con ternura a Isabel y Leonardo» y: «Los dos   —143→   , besan las manos a la tía Mónica, se levantan y abrazan a don Pedro» y por último: «Se levanta y se acerca a don Pedro, que asiéndola de ambas manos, la recibe y habla cariñosamente»16.

Moratín pretendía componer un auténtico cuadro, consciente de la eficacia ilusoria y psicológicamente arrebatadora de la escena; también a través de la vista se podía llegar al corazón.

En La mojigata aparece de nuevo como tema dominante el de autoridad que se desorbita en violencia e injusticia. De ésta proviene la rebelión de la joven Clara:


Harto he sufrido. Ya es tiempo
de romper estas cadenas,
de vengarse y de vivir.17

Pero no serán los propósitos de venganza o las astucias y falsedades los que logren triunfar; sino, como dice don Luis (que encarna el acostumbrado papel de personaje bueno y prudente), la «conciencia segura» y la «inocente virtud»18.

Si al principio don Luis no obtiene nada por medio de su noble y honesto propósito de persuadir a Clara, hipócrita a fuerza de una equivocada pero -por desgracia- enraizada educación (observemos el doloroso grito de don Luis: ¡Oh virtud, como te ultrajan!)19, los hechos acabarán poco a poco confluyendo hacia el triunfo de la inocencia de Inés. A la inocencia acompaña la bondad y ambas se manifiestan en sentimientos de gentileza y generosidad de ánimo: Inés se conmueve ante las desgracias de su prima y es bien consciente de que


...la virtud consiste
en acciones, no en palabras;20

divide la herencia con su prima ya que


...no quiero riquezas
si no he de saber usarlas
en amparar infelices.21

En este momento la emoción invade a todos y aparece en las acotaciones moratinianas el término «ternura» como caracterizante de la actitud sicológica de los protagonistas que se reúnen en un conmovedor cuadro final:

«Don Claudio se acerca; él y doña Clara se abrazan» y por último don Luis «asiendo de las manos a doña Inés con expresión de ternura»22   —144→   introduce la «moraleja final» sobre la necesaria distinción entre «virtud verdadera» con respecto a la «falsa», expresando además el sentimiento de felicidad que le colma el corazón:


...Pero tú
no sabes como se halla
mi corazón...23

El sí de las niñas, por unánime reconocimiento de la crítica, es la más equilibrada de las comedias moratinianas, especialmente en la definición sicológica de los caracteres. Después de que en el primero y segundo acto y en la primera parte del tercero se ha preparado el enredo y definido a los personajes, la acción se desencadena únicamente en la escena octava del tercer acto, con motivo del patético encuentro entre don Diego y doña Francisca.

De nuevo, otra vez, corresponderá a la figura del hombre maduro, bueno y prudente, resolver la situación, pero en este momento con un enredo más estimulante y sugestivo desde un punto de vista tanto sicológico como teatral, al encontrarse implicado él directamente en el casamiento desigual.

Don Diego que se ha dado cuenta de la «situación dolorosa» de la jovencita, se le acerca como amigo e intenta ganar su confianza con el fin de establecer una relación sincera basada en la lealtad. Su actitud, ya desde el comienzo, testimonia que se prepara para una dolorosa pero definitiva renuncia.

Precisamente por el camino del sentimiento, la mente puede comprender y resolver el problema, a través de una emocionada actitud frente a la «tristeza profunda» de la joven, con quien sufre su dificultad en «desahogar el corazón»24. Reconocido el drama de la joven, como víctima de una equivocada educación y una mala costumbre social, don Diego decide renunciar a su soñada felicidad a cambio de la concreta de doña Francisca. El público se ve implicado sentimentalmente gracias a una precisa humanización de don Diego:


¡Qué dolorosa impresión me deja en el alma
el esfuerzo que acabo de hacer! Porque, al
fin, soy hombre miserable y débil.25

Una conclusión cargada de tonos sentimentales en el acostumbrado cuadro edificante, pone fin a la comedia: abrazos, genuflexiones, expresiones de ternura, besos en las manos.


Vosotros seréis la delicia de mi corazón.26   —145→  

Dice don Diego pensando en el premio a sus propias buenas acciones que consistirá en el aliento que obtendrá del nacimiento de un nietecito:


el primer fruto de vuestro amor...
sí, hijos, aquél... no hay remedio, aquél es
para mí. Y cuando le acaricie en mis brazos,
podré decir: a mi debe su existencia este niño
inocente.
Si sus padres viven, si son felices, yo he sido la causa.27

La temática eminentemente literaria y polémica de La comedia nueva parecería la menos apropiada a concesiones de titubeos sentimentales. Sin embargo, también en esta comedia, entre la lúcida exposición de ideas y el garboso alternarse de las situaciones cómicas, hay un final donde no sólo se afirma la compleja integridad del hombre-autor, cuando Moratín pone en boca del protagonista, a propósito de las comedias:


si han de ser buenas, se necesita toda la vida de un
hombre, un ingenio muy sobresaliente, un estudio
infatigable, observación continua, sensibilidad, juicio
exquisito,28

sino que hay también una situación típicamente sentimental y humanitaria conexa con el final feliz. Cuando don Pedro se entera de que don Eleuterio tiene que mantener a cuatro hijos y que, después del fracaso teatral, se encuentra sin trabajo ni esperanza de beneficios, se conmueve y decide emplearlo como escribano y proteger a su familia:


yo soy rico, muy rico y no acompaño con lágrimas
estériles las desgracias de mis semejantes,
soy algo áspero en mi carácter pero tengo el corazón
muy compasivo.29

En la rápida reseña de las comedias originales de Moratín que acabo de concluir, me he limitado a resaltar los momentos más evidentes y determinantes de la estructura teatral, en el área de lo patético, campo no suficientemente estudiado y valorado por la critica y que por otra parte era el que más revelaba la adhesión de Moratín a las solicitudes del pensamiento y gusto de la época. Es evidente que el sentimiento no es sólo lo que enternece al corazón y hace brotar lágrimas, sino también lo que suscita sonrisas que la escena cómica o bien satírica e irónica proporcionan. Aspectos estos últimos más conocidos y estudiados, en el teatro de Moratín y que, por lo tanto, no requerían mayores precisaciones.

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La misma noción de virtud que en la nueva conciencia social sustituye, transforma al antiguo concepto del honor, asume carácter y valor de sentimiento.

Moratín tenía plena conciencia de su labor y, en el Discurso preliminar a la colección de sus comedias decía:


En su representación se apasionan los espectadores,
lloran o ríen, según el autor quiso que hiciesen30

y aceptaba como propia la observación de Nasarre:


El (autor) cómico escita alternativamente mil pasiones
en el alma; hácelas servir de introductores de la filosofía.31

Teatro por lo tanto que tiene que basarse en la investigación sicológica, en el estudio de la naturaleza humana, para atraer la participación de un público que tenía que ser educado, tal como dice el mismo Moratín: «en beneficio de la ilustración y la moral»32.

En esta perspectiva, también el respeto a las tantas veces discutidas «reglas» adquiere un significado concreto, necesario incluso, en el ámbito de la norma moral y estética que rige su teatro, tan atento y sensible a los calores humanos.

Por esta vía, el poeta Moratín, en algunos momentos dichosos logró superar los mismos límites de su época33.





 
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