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ArribaAbajoCapítulo IV

El mundo poético de Pablo Neruda como voluntad de vínculo


- I -

El mundo poético de Pablo Neruda simboliza esta batalla del americano por advenir a sí mismo; dramatiza su lucha contra las sombras que le aíslan. El hombre de Neruda aparece proyectado en lo caótico de los elementos, luchando por descubrir en ellos su ley interior, sorprendiendo   —[64]→   su orden de armonía en la materia orgánica, en el amor, en la alternativa entrega de sí al mundo y en la huida de él. Así, desde la visión de los estratos orgánicos y animales del ser, hasta el instante individualizado en el amor por la más pura espiritualidad, el hombre nerudiano persigue vanamente un fugaz, fáustico instante al cual poder decir «¡detente! ¡eres tan bello!» Mas, antes de continuar en el análisis de lo que hemos denominado la impotencia expresiva del americano, es necesario precisar en qué sentido cabe hablar de ella en Neruda y, además, en qué sentido es legítimo referirse al «hombre» de Neruda. Intentaremos mostrar, ahora, cómo esa impotencia y la imagen subyacente de un ideal de lo humano constituyen la verdadera unidad creadora de su poética.

No se trata sólo de un no poder que angustia al creador como problema estético-literario. Más allá de ello, ocurre que una voluntad de vínculo, en pugna con la dificultad experimentada al tratar de incorporarse orgánicamente al mundo, como tal voluntad se ha convertido en objeto del poetizar y transformado en motivo que subordina a su peculiar orden de referencias la estructura toda de su universo de imágenes. Únicamente desde este punto de vista es posible penetrar en el sentido de su fantasía poética; esto es, considerando su experiencia inmediata como un anhelo de relación que emana de su particular sentimiento de lo humano. Desbrozando ese tenso deseo de enlace afectivo-espiritual, destácase luminosamente la unidad de su poesía. Pero, estando constituido su otro término por el vínculo orgánico con el prójimo que se ofrece fugaz, remoto o incierto, el «personaje» que deambula por la húmeda huella de los poemas nerudianos, se expresa buscando el latido de lo más alto y lo más bajo. Indaga, angustiado, simulando «desintegración poetizada» que representa, en verdad, su poderosa aspiración a establecer profundos vínculos humanos.

Al vislumbrar dicha actitud como objeto último de su poesía, tórnase natural la dramaturgia del ensimismamiento que le es propia. Lo que Amado Alonso juzga como la angustia que sigue al hecho de no aprehender el sentido del mundo o como dificultad para conferirse sentido a sí mismo revela, lejos de ello, la peculiaridad poética que supone el tener como designio creador la expresión de la voluntad esencial de vincularse al otro. Por eso, el poeta intenta huir del aislamiento por la busca de la unificación interior, alcanzando más allá del exterior contacto, de cuya limitación es consciente. Y así canta en Unidad

  —[65]→  
Trabajo sordamente, girando sobre mí mismo,
como el cuervo sobre la muerte, el cuervo de luto.
Pienso, aislado en lo extenso de las estaciones,
central, rodeado de geografía silenciosa:
una temperatura parcial cae del cielo,
un extremo imperio de confusas unidades se reúne rodeándome.

quiere dejar el cansancio de ser hombre, la esterilidad con que le aparece la raíz y la tumba:


No quiero seguir siendo raíz en las tinieblas,

dice en Walking around. Presiente su angustiosa inactualidad y desrealización de hombre aislado y vislumbra -no sólo por romántico- la necesaria interacción creadora existente entre el hombre y su mundo, por lo que en su poema Arte poética, concluye:


pero, la verdad, de pronto, el viento que azota mi pecho,
las noches de substancia infinita caídas en mi dormitorio,
el ruido de un día que arde con sacrificio
me piden lo profético que hay en mí, con melancolía,
y un golpe de objetos que llaman sin ser respondidos
hay, y un movimiento sin tregua, y un nombre confuso.

Y continuando en esta búsqueda de actitudes nerudianas, digamos que corre un instante en que el poeta crea la unidad entre el afecto, la soledad, el paisaje y el vínculo humano; engendra, por decirlo así, la presencia de la persona. Ello acontece en su hermosa Barcarola. Con un


Si solamente me tocaras el corazón,
si solamente pusieras tu boca en mi corazón,

Y, después de un largo grito de soledad, canta:

  —[66]→  
alguien vendría acaso
alguien vendría,
desde las cimas de las islas, desde el fondo rojo del mar,
alguien vendría, alguien vendría

No obstante, el poeta se lamenta:


Por desgracia no tengo para darte sino uñas
o pestañas, o pianos derretidos,
o sueños que salen de mi corazón a borbotones,
polvorientos sueños que corren como jinetes negros,
sueños llenos de velocidades y desgracias.


(Oda con un lamento).                


Dado, pues, ese contenido e impulso de su fantasía poética, es natural que se elabore una peculiar imbricación de nexos y elementos constructivos en el mundo donde aquélla actúa. En efecto, todo el ámbito de su ensimismamiento se puebla de imágenes confusas, en un tenaz recambio de lo objetivo y lo subjetivo. La misma concepción de la temporalidad sufre la deformación que anima tal alquimia. Cada cosa, entonces, emerge a través de una original temporalidad, inherente a la cualidad de lo intuido: el alma de cada objeto parece tener su tiempo.

La mezcla de lo objetivo y lo subjetivo, que se advierte en los versos de este poeta chileno señala, también, otra dirección de significaciones: la característica deformación de la realidad propia del poetizar nerudiano38. Hay en su descripción de la naturaleza algo de ese «paisaje mental» que Luis Cardoza y Aragón cree encontrar en la pintura de Orozco. Porque, en verdad, el fenómeno que aquí analizamos es típico de las diversas modalidades expresivas del arte americano. Por una parte, se exterioriza en ellas un particular sentimiento de la naturaleza, en el que se la presiente como fuerza enemiga. Mas la confusión de lo objetivo y lo subjetivo acusa, por otra, tanto la fuerza de un anhelo indeterminado, como el encontrarse sensibilizado por el puro mundo de los valores humanos, concebido al través de la voluntad de vínculo. Así, la mezcla de   —[67]→   ambas irradiaciones polares se manifiesta en la lucha por conseguir la plena individuación, lucha de cuyo vario batallar, es cierto, a veces sólo quedan los despojos expresivos de un casi primitivo sensualismo.

Estudiando la pintura de Orozco, Cardoza y Aragón escribe: «Su fantasía se humaniza, participa, vive, suda, cobra fisiología, puebla el ámbito, mezcla lo objetivo y lo subjetivo». Y más adelante, agrega: «Desenvuelve las consecuencias y posibilidades de lo físico y de lo espiritual y luego las confunde, las multiplica, las torna indiferenciables. Lo objetivo y lo subjetivo pierden sus fronteras».

De lo precedente podemos concluir la existencia de una típica modalidad de deformación en el arte americano. Ella nos parece obedecer al fenómeno que hemos caracterizado como impotencia expresiva, que en Neruda se convierte en motivo poético esencial. Sin embargo, del criterio más general necesario para juzgar y comprender esa deformación deberemos aun tratar al referirnos a sus manifestaciones en nuestra plástica.

- II -

Mas, no solamente en la descripción imaginal de lo objetivo se muestra esa peculiar deformación. Puede perseguirse hasta en vacilaciones y descuidos sintácticos del estilo de Pablo Neruda, de los que justamente dice Amado Alonso que «no son achacables a impericia o impotencia...» Claro está que para este filólogo, todo ello se origina en la visión desintegradora que se erige el poeta. Para nosotros, en cambio, aquella peculiaridad constituye la natural deformación que se sigue del tener como objeto estético la impotencia misma, y como motivo último del crear la necesidad de establecer vínculos humanos inmediatos.

Buscando, pues, la unidad interior de su poesía en el motivo del hombre y en su ansia de espontaneidad expresiva, su visión del mundo parece integrarse ágilmente en lo que podríamos denominar el «personaje» de Residencia en la Tierra. El cual, aunque infinitamente distante del goethiano «aspirar sin tregua a la más alta existencia» parece, sin embargo, querer superar


la oscuridad de un día transcurrido,
de un día alimentado con nuestra triste sangre


(No hay olvido)                


  —[68]→  

Al arribar a este punto vislumbramos uno de los aspectos más significativos de la vida social americana: aislamiento por necesidad no satisfecha de vincularse con el otro, reacción psicológica de la cual la poesía de Neruda nos suministra un ejemplo en los planos oscuros de los confusos requerimientos. Por esas «calles espantosas como grietas» transita nuestro personaje, que se trasciende y hace universal en su lucha contra todas las sustancias terrestres, persiguiendo incesantemente qué «definitivo beso enterrar en el corazón». Quiero decir con todo esto que también podemos aproximarnos al conocimiento vivo de nuestra realidad observando la original jerarquía que en ella vincula motivo poético e ideal del hombre.

Cabe recordar aquí a Dilthey y su pregunta: «¿En qué modo la identidad de nuestro ser humano, que se manifiesta en uniformidades, se enlaza con su variabilidad, con su ser histórico?» Dilthey alimenta la esperanza de que a través del estudio de la imaginación del poeta, quizás se pueda captar la relación dada entre los procesos psicológicos y la variabilidad de los productos históricos. Porque en la poética, en la eternidad del modo de manifestarse del proceso poético, en suma, en el hecho de actualizarse en la obra las fuerzas creadoras, cree poder encontrar el puente vivo que conduzca de lo psicológico a lo histórico. Además, la propia técnica poética, por ser ella misma elaboración histórica, y en cuanto es auténtica, sirve de auxiliar en el conocimiento del espíritu de un pueblo; como asimismo, el encadenamiento de imágenes para la cual una época se encuentre especialmente sensibilizada. Con todo, aun considerando exacta tal afirmación, resta advertir que no es posible dar con seguridad el paso desde la psicología de la creación poética hasta la variabilidad cultural, sin antes intentar un análisis de la antropología de la experiencia del otro. Y no sólo por lo que respecta a la inspiración artística, sino también en conexión con las ideas de la individualidad que la estimulan. Partiendo de tales supuestos, hablamos del hombre de Neruda. Porque toda poesía, por elusiva y críptica que en esto se muestre, por muy peregrinamente que en ella aparezcan ubicadas las referencias a lo puramente humano, no obstante, llevará oculto su personaje en el dramatismo de su visión.

Acaso el desconocimiento de lo precedente ha hecho posible el que se defiendan ilusorias perspectivas y se contrapongan valores literarios atendiendo a muy superficiales y aparentes antítesis. Tal cosa sucede cuando se oponen entre sí Darío y Neruda. Del modo, por ejemplo, como   — [69] →   los confronta Juan Larrea, guiado por lo que denominaremos su «historicismo superrealista»39.

Dejando aparte aquella teoría de Larrea según la cual existiría un ancestro nervaliano en Neruda; prescindiendo también de sus juicios acerca de las excentricidades políticas de su órbita superrealista, nos limitaremos a comentar el parangón aludido. Para esta polar valoración, el poeta nicaragüense y el poeta chileno se opondrían como la luz y las tinieblas, en un antagonismo expresivo desplegado al través de todo el espectro de reacciones que se desplaza desde la saltarina euforia hasta la más extrema depresión. Si en Darío impera el entusiasmo, a Neruda, en cambio, le roe el desánimo; si en aquél late la esperanza, en éste alienta, por el contrario, la desesperación. Y así -si bien en otros términos- una larga serie de casi mecánicas oposiciones conceptuales.

Para los designios de este trabajo, importa poner de relieve que la «interpretación» de Larrea es como una mirada de superficie, que no atiende a los motivos originarios de las visiones poéticas analizadas. Pues, a pesar del rutilar de los versos de Darío, a menudo adviértese en ellos tan sólo una eufórica fuga contemplativa compensatoria de los pozos de angustia que se abren en sus poemas como un temor al más allá. No cabe referirse aquí al verdadero linaje de sus pavores ni al lugar común de atribuirle demostrables infiltraciones estilísticas de lo francés. Únicamente deseamos hacer notar que en la pertinaz angustia nerudiana brilla una referencia a lo humano, un querer trascenderse del individuo en el vínculo inmediato, de que carece Darío, a pesar de sus, a veces, arcádicos revoloteos de imágenes augurando un sin par futuro americano.

Ahora conviene recordar las descripciones anteriores relativas al sentimiento de la naturaleza y al sentido de los antagonismos caracterológicos. De preferencia, el espejismo descrito como propio de aparentes actitudes de extra o introversión. Allí dejamos dicho que es necesario ahondar hasta dar con aquella corriente subterránea que discurre en la verdadera dirección intencional del horizonte de referencias40. Prevenidos de este modo, nos parece que no tiene validez el contraponer Darío a Neruda, si antes no se ha determinado el verdadero orden de sus respectivas modalidades de interiorización de lo contemplado y anhelado. Amado Alonso, aunque con diverso indagar, también opone la poesía nerudiana   —[70]→   de «ahincado ensimismamiento» a la poética de «enajenamiento» que, con su atención preferente a las sensaciones exteriores, caracterizaría a Lope de Vega y Rubén Darío. Lo cierto es, sin embargo, que cambia el signo de tales oposiciones polares al verificar cómo en un orden dado de ensimismamiento (el de Neruda), anida una poderosa referencia al mundo: trátase de un ensimismarse alerta y, en cierto modo, panteizante. Por el contrario, hay un ciego entrar en sí (el de Darío), que se desliza sobre el mundo, pero que mientras más se niega en la angustia a sí mismo, más sensible se torna a dejarse constreñir por puras exterioridades. En el primer caso, en el alerta ensimismamiento de Neruda -real extraversión- se avizora el universo desde aquella experiencia escatológica que percibe la simultaneidad de sentido existente entre el yo y el mundo al propio tiempo que transforma en luminosa y creadora la impotencia expresiva. Pero del segundo, del ensimismamiento ciego -real introversión- y sólo ultrasentible por ciego, únicamente nos queda esta amarga reflexión:


Ay, triste del que un día en su esfinge interior
pone los ojos e interroga. Está perdido.


(Cantos de vida y esperanza)                


Quiere decir, en fin, que resulta diverso el sentido que ocultan las relaciones vivas entre poesía y realidad, al indagar la unidad creadora del poetizar desde la idea del hombre inherente a cada orden de fantasía poética.

- III -

Para situar mejor la concepción poética nerudiana en su real contorno expresivo, daremos otra mirada al pasado, deteniéndola en Calderón. No nos mueve a ello ningún virtuosismo comparativo o morfológico, si bien no por eso resulta menos arriesgado el hacerlo.

La verdad es que importa descubrir, sorprender en su fuente, el verdadero arraigo del conflicto poético, la zona de sentido donde experiencia del hombre y del mundo, sentimiento del yo y presagios de la infinitud de lo externo, inician su dinamismo expresivo. Verdadera tensión creadora que suele darse, ya sea como conciencia de mundos que se oponen   —[71]→   sin comunicación entre sí, o como anhelo de unidad, de continuidad en una jerarquía de formas. Veremos, de tal suerte, que en veces ocurre que la imagen del todo condiciona una primordial perplejidad ante la falta de lógica vital de lo existente, tal cual ello se manifiesta en Calderón de la Barca. A diferencia de lo que acontece con José Hernández, en quien se crea una especie de continuidad y coherencia de formas a partir de su personal titanismo. La misma peregrina condición del parangón, nos lo hará más luminoso. Nos referimos, señaladamente, al monólogo de Segismundo en la escena primera de La Vida es sueño, y al canto XIII de la Primera Parte del Martín Fierro, donde se dan extrañas semejanzas formales, analogías del poetizar surgiendo de experiencias muy dispares.

A Segismundo, al igual que a Martín Fierro, le abruma la evidencia de la condición de inexorable límite, de atadura, de destino, que no se compagina con el hecho de poder, al mismo tiempo, tener conciencia de ello, ni con lo que significa el saberse hombre. En ambos exprésase perplejidad al comparar el propio aciago destino con el movimiento y fortuna de todo lo que los rodea. En uno y otro, además, se compara el acaecer singular incrustado en lo humano general, por lo que se opone la vida del hombre al vivir del animal o del pez, antes que un singular curso de intimidad a otro. Como si lo trágico se destacara más nítidamente al contemplar el conflicto personal contraponiéndolo a la existencia natural, desde la índole esencial de lo humano mismo. Así, lo dramatúrgico se intensifica aún más por la aguda conciencia que posee el personaje de su condición metafísica de ser hombre.

Mas, ¿dónde ambos monólogos, a pesar de la analogía formal y de su evanescente identidad, comienzan a seguir una ruta distinta? Segismundo opone una jerarquía de seres dada como ave, bruto, pez, arroyo, a la posesión de su mejor alma, instinto, albedrío y vida. Pero ve con dolor que todo ello no le impide tener menos libertad que lo que le rodea. Martín Fierro compara también las perfecciones de las formas vivientes, si bien no se admira de que Dios haya negado al hombre lo que se ha dado al cristal, ni las opone. Establece una continuidad ascendente, diferenciándose. La perfección de la flor, está representada en el individuo por el corazón, la claridad hija de la luz brilla en el cristiano como humano entendimiento, el canto del ave resuena en la palabra; en fin, canta


Y dende que dió a las fieras
esa juria tan inmensa,
que no hay poder que las vensa
—[72]→
ni nada que las asombre
¿qué menos le daría al hombre
que el valor pa su defensa?

En su titanismo, la confrontación con las otras encarnaciones de lo existente no lo hace sino perdurar en su lucha, resignarse a un dolor inevitable, por lo que continúa de esta manera:


Pero tantos bienes juntos
al darle, malicio yo
que en sus adentros pensó
que el hombre los precisaba,
que los bienes igualaban
con las penas que le dió.

Impulsado, en consecuencia, por sus aflicciones, seguirá el cumplimiento de su propio destino. Su hado parece indicarle que sólo puede caer por debajo de sí mismo como individuo, pero no caer, siendo hombre -como presiente Segismundo- por debajo del pez, a manera de castigo del haber nacido. Una resignación extrema, engendro del propio titanismo, le impide enfrentar su precaria condición a la libertad natural. Desde la personal fortaleza los antagonismos son superados, porque su valor es instrumento de lucha y de percepción de la coherencia del orden existente. En cambio, la experiencia de la individualidad que se expresa en la comedia de Calderón, arroja a Segismundo a la irremediable soledad llena, con todo, de soberbia al extremo de ver en la pérdida de su libertad la garantía de no convertirse él mismo en gigantesca fuerza destructora.

¡Qué diverso es, pues, ese vivir solitario, en el yermo o en una torre, transido de orgullo, del solitario e infinito deambular de Martín Fierro! ¡Qué distinto engarce de la oposición entre el yo y el mundo, surgiendo a partir del sentimiento del ensueño y la soberbia, y del valor y la resignación en el uno y en el otro, respectivamente. La soledad de Neruda también engendra su unidad de opuestos -como en José Hernández, si bien con otros matices psicológicos- en un puro descansar del individuo en sí mismo. Mas, poseedor de tal sentido, que la doble dirección del hombre a la naturaleza y de la naturaleza al hombre, reviste una peculiar armonía donde si el otro existiera

  —[73]→  

...la lluvia entraría por tus ojos abiertos
a preparar el llanto que sordamente encierras,
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .


(Barcarola)                


*  *  *

Una vez más se actualiza ante nosotros, en lo precedente, la realidad de las infinitas experiencias posibles de lo individual. Y ahora, en la comparación de Walt Whitman con Neruda, se nos muestra, en el primero un seguro hablar desde sí mismo expresándose poderoso en Song of Myself, del mismo modo como en Specimen Days in America el poeta se descubre a sí mismo a través de la serena contemplación de la naturaleza. Calmada afirmación, en una y otra obra, de clara armonía entre el yo, la naturaleza y el otro. Orden que en Neruda apenas se erige confuso, en su enlace de fuego primigenio y vegetales, en el seno de su soledad y su angustia de aliento cosmogónico, acaso por la titánica gestación de la idea del valor del hombre a partir del hombre mismo. La fe de Neruda es como selvática maraña, obscura, aunque luminosa y espiritual a un mismo tiempo. La gran fe de Whitman, otra es. Por lo que seguro puede cantar:


Llegará un día en que haga prodigios.
Ahora mismo soy ya un creador.
Miradme aquí, erguido, en la entraña profunda de la sombra.

Y cree ser consciente, además, de su cósmica y milenaria continuidad:


Yo soy una infinitud de cosas ya cumplidas
y una inmensidad de cosas por cumplir.
Con mis pies huello los picos de las estrellas,
cada paso mío es una ristra de edades
y entre cada paso voy dejando manojos de milenios...

¿Qué le mueve a ello? Ya lo ha dicho en los primeros versos de su poema:

  — [74]→  
Me gusta besar,
abrazar,
y alcanzar el corazón de todos los hombres con mis brazos.

En fin, ¿qué le da esa fe que le hace posible identificar casi intimidad y universo? La creencia de que «lo íntimo nunca pierde el contacto que tenemos con la tierra», el poder confundirse «con el escenario del día perfecto», en esa naturaleza que él ve «abierta, sin voz, mística, muy lejana, y sin embargo, palpable, elocuente...» Vemos, de esta manera, en Whitman un hablar desde sí mismo poéticamente elemental, sencillo como el agua, pero junto a ello, el consciente afirmar, valorar, comprender y querer, sobre todo, configurar el contorno vital también a partir de su individualidad.

- IV -

La fantasía poética de Neruda se despliega incansablemente en la búsqueda de un profundo vínculo espiritual, persiguiendo sin cesar la continuidad viviente que enlaza hombre y naturaleza. Guiado por tal designio, desciende a los estratos originarios de lo existente. Ausculta el latido de corazones milenarios con invariable tensión, ajena por entero a esa fe de Whitman, la cual le llevaba a percibirse a sí mismo como un cosmos41.

En este sentido, su creación poética más honda es el poema Alturas de Macchu Picchu. Dijérase escrito con los elementos del lugar, es decir,   —[75]→   con aquella alucinante complementariedad a través de la cual aparecen la «planta torrencial del Urubamba» y los indiferentes, cósmicos picachos. Porque el poeta interiorizó, extrajo el oculto tono expresivo que yace en esa simultaneidad. Al caminar por entre las ruinas, el paisaje le hace experimentar a uno esa doble faz: lo fugaz del tiempo en el inquieto río y lo eterno, lleno de extraños y milenarios requerimientos provenientes de lo vivo y lo muerto. En Macchu Picchu, en medio de ese horizonte de primordial ambigüedad, el poeta se detiene «a buscar la eterna veta insondable», antes vanamente buscada:


En ti como dos líneas paralelas
la cuna del relámpago y el hombre
se mecían en un viento de espinas.

Comienza entonces el gran canto dado como persecución poética de la unidad, un verdadero «rascar la entraña hasta tocar el hombre» que hizo posible la gigantesca creación de piedra. Pero antes de la definitiva pregunta que aproxima a la unificación interior de hombre y naturaleza. Neruda inicia un contrapunto en que se orquestan formas antagónicas, que parecen excluirse, por su mera presencia, por su ser mismo. Como si previamente le fuera necesario templar su instrumento literario creando una elemental armonía de contrarios:


Aguila sideral, viña de bruma.
Bastión perdido, cimitarra ciega.
Cinturón estrellado, pan solemne.
Escala torrencial, párpado inmenso.
Túnica triangular, polen de piedra.
Lámpara de granito, pan de piedra.
Serpiente mineral, rosa de piedra.
Nave enterrada, manantial de piedra.
Caballo de la luna, luz de piedra.

Luego brota la pregunta por el hombre, que es como invocar la unidad original del granito y la vida:

  —[76]→  
Piedra en la piedra, el hombre, dónde estuvo?
Aire en el aire, el hombre, dónde estuvo?
Tiempo en el tiempo, el hombre, dónde estuvo?

Y continúa la ascensión -o el descenso- de piedra, ahora para alumbrar el mensaje que anida en él mismo:


A través del confuso esplendor,
a través de la noche de piedra, déjame hundir la mano
y deja que en mí palpite como un ave mil años prisionera
el viejo corazón del olvidado!
Déjame olvidar hoy esta dicha que es más ancha que el mar
porque el hombre es más ancho que el mar y que sus islas,
y hay que caer en él como en un pozo, para salir del fondo
con un ramo de agua secreta y de verdades sumergidas.

Finalmente, el pasado parece despertar, revivir en él. Lo proclama sin vacilaciones. Es la gran invocación:


Yo vengo a hablar por vuestra boca muerta.
A través de la tierra juntad todos
los silenciosos labios derramados
y desde el fondo habladme toda esta larga noche
como si yo estuviera con vosotros anclado.

Y aquí, permítame el lector comunicarle de qué manera retorno a lo que creo ver como el sentido del poema mismo, luego de reflexionar acerca de la impresión que causa la visión directa de Macchu Picchu. En lo que sigue, queda esa elaboración personal brevemente enunciada.

El estremecimiento interno que se experimenta ante las ruinas -dejando a un lado la racional inquietud por el cómo del proceso de su generación- débese al sortilegio dado en un oscilar de las imágenes entre lo humano y lo puramente natural. La misma como impotencia para incorporarse vivamente al paisaje, acaso se encuentra subordinada a dicha oscilación. Así, la contemplación de lo infinito en el humano esfuerzo linda con el muerto silencio de la piedra. Y a su vez, lo infinito presentido en lo natural despierta de pronto, dialécticamente, la presencia interior de   —[77]→   lo humano. Se eleva entonces una interrogación vehemente, adherida a lo íntimo como un presagio: ¿naturaleza o historia? Es tal vez ésa la obsesiva pregunta nerudiana por el hombre que hizo posible la ciudad de piedra.

Mas, no es sólo eso. Ocurre que se ha erigido ante nosotros el problema de la comprensión y expresión humanas, en una zona muy singular, llena de límites, pero también de abiertos horizontes. Esto es, que una categoría del ser llevada intuitivamente hasta lo concebible como su extremo expresivo opera el despertar, el renacer de su contraria. Vemos la auténtica huella de la mano, pero tan definitivamente quieta, que nos parece naturaleza; contemplamos otra vez la naturaleza, a la piedra en una intuición fisiognómica, y nos parece historia.

Por eso, únicamente la adecuada representación del hombre del que surgiera esa obra titánica, promete detener aquí la inquietante confusión. Es decir, el descubrimiento del vínculo originario con el hombre estabiliza el contemplativo oscilar interior entre la perspectiva de la historia y la naturaleza. La desnuda visión de una u otra suele arrojar al poeta y al individuo a una irremediable soledad. La pura historia, mudable siempre, acongoja con la nostalgia de lo eterno. Por el contrario, en lo inmutable puro, la vida no germina. Todo parece augurar que debemos afrontar la definitiva pérdida de la continuidad de lo real. De ahí la sostenida voluntad de encontrar la jerarquía creadora que va de la naturaleza al hombre. Jerarquía que Whitman actualiza en sí mismo desde los orígenes de las edades, en tanto que Neruda la sorprende en el «alto arrecife de la aurora humana» donde existe


la más alta vasija que contuvo el silencio:
una vida de piedra después de tantas vidas.

Permanente búsqueda de unidad de sentido, de continuidad expresiva. Con todo, no se consigue plenamente la anhelada transición -en el poema, en uno mismo- entre la obra de arte y la naturaleza, entre la historia y el cósmico paisaje. De ahí mana la desazón que provoca el contemplarlo, la desolación motivada al hundir inútilmente la mirada en lo eterno. Por ende, se llega a desenvolver la impresión subjetiva de que el indio esculturó los picachos cordilleranos queriendo, tal parece, expresarse a través de ellos mismos. Eligiendo, seleccionando orgánicamente estilo y lugar, a fin de crear la transición entre obra y naturaleza, que   —[78]→   nosotros -con frío estremecimiento- somos impotentes para restaurar al contemplar las ruinas que hoy se conservan (como tal vez lo consiguieron hombres pertenecientes a culturas orientales).

- V -

¡Viejo afán y viejo anhelo humanos!

Pero aun queda un recurso al poeta -al individuo- para conseguir restaurar la continuidad de lo existente. Es el toque mágico del tiempo, percibido como expectación de posibilidades, como futuro. Consciente de que ya nada surgirá del «tiempo subterráneo» y de que el indio, remoto creador de Macchu Picchu, sólo podrá hablar a través de sus palabras, exclama:


Sube a nacer conmigo, hermano.

Se comprende, por otra parte, que caminando por las estrechas calles del Cuzco, donde el estilo colonial está implantado sobre la solemne piedra inca, nos invada la sensación de algo que crece vegetativamente, para precipitarse por último a la nada, al vacío. Es decir, se tiene la experiencia subjetiva de una inmensa tradición que no florece y sin futuro. De unos tiempos pasados que se deslizan inexorablemente hacia lo puramente natural, orgánico, vegetal, mineral, siguiendo como el obscuro curso sin riberas del agua que corre subterránea. En tal sentido, ¡qué preocupación tan actual despierta el aleteo de ese pasado! Aviva el temor a la petrificación cultural, al tiempo petrificado como decadencia o como forma de vida estereotipada en letal hormiguero humano.

En medio de estas meditaciones en torno a Neruda, naturalmente debe pensarse en Inca Garcilaso de la Vega y recordar de cómo él, a su vez, trató de salvar del olvido su propia tradición amparándose en ideas occidentales, ya que sus antepasados «porque no tuvieron letras no dexaron memoria de sus grandes hazañas y agudas sentencias, y assí perescieron ellas y ellos juntamente con su república»42. Recordar, por ejemplo, su manera de considerar el Cuzco como otra Roma del Imperio Inca. El cotejo se extiende a las varias esferas de la cultura. La comparación con griegos   —[79]→   y romanos corre a lo largo de toda su obra. Con giro de lenguaje que diríamos cartesiano, aunque haciendo presente a cada paso ser indio nacido entre indios, declara querer escribir el discurso de la historia de su patria «clara y distintamente».

La nostalgia del pasado, de su pasado ancestral, su dolor de indio, su humildad lindante casi con el automenosprecio, quedan como mitigados merced a su visión platónica, arquetípica del Imperio Inca. No por azar tradujo a León Hebreo, por lo que sorprende cómo uno de los primeros mestizos fue tan inmediatamente universal en su perspectiva histórica (y no creo que ello haya acontecido sólo a favor del caudal cultural que circulaba por el idioma en que escribía). En su afán de encontrar paralelismos afirma descubrir huellas de la religiosidad occidental en las ideas que los Incas y amautas tuvieron de Pachacámac como creador del universo. En consecuencia, declara que él como indio cristiano católico diría que Dios en la lengua de sus antepasados equivale a Pachacámac. En todo momento, al escribir su historia está presente este deseo de conservar la memoria de los hechos y dichos de su patria en virtud de ese enlace con la tradición de su nueva tierra. Por eso, lo extraño, lo paradójico se palpa al sentir agudizados en el Cuzco antagonismos de la conciencia histórica del presente, particularmente al recordar cómo el Inca Garcilaso intentó rescatar ese mismo pasado recurriendo a representaciones espirituales de estirpe platónica.

Ahora, hemos alcanzado la significación última de Alturas de Macchu Picchu. Tales son los nuevos horizontes que abre Neruda, ya que todo auténtico poeta descubre en algún sentido otros ámbitos y desconocidos aspectos de las cosas. Columbra nuevas imágenes, distintas perspectivas del mundo. En el caso presente ello se manifiesta en la búsqueda de la continuidad interior entre hombre, vínculo interpersonal, naturaleza e historia, a la que es impulsado por esa misma impotencia y necesidad de relación a un mismo tiempo. Tal vez en el hecho de la proyección de dichas experiencias al plano de lo primigenio, como de la cosmogonía del alma y en la referencia a lo obscuro, finca la seducción que opera Neruda en el americano. Ahí reside su popularidad, a pesar de ser tan escasamente popular su poesía, a menudo difícil y sibilina.

Le ocurre, en cambio, que al tender racionalmente en sus cantos políticos a lo popular, adviértese la falta de interiorización de lo revolucionario, la frustración al intentar crear con imágenes criaturas vivientes, literariamente objetivas. Lo cual no podía menos que acontecerle, pues   —[80]→   el motivo esencial de su poetizar fluye de esa necesidad de honda comunicación que no consigue conquistar serenamente, aunque sí expresar como tenso anhelo. Por eso también se le evade el tono descriptivo adecuado a la pintura de una alegre convivencia, capaz de actualizarla, de hacerla actuante. De tal suerte que su referencia colectivista al hombre se reviste inequívocamente de retórica, de elementos expresivos de descarnada propaganda llena de matices mágico-políticos. Muerte poética, en verdad.

Ahora bien, este mismo hombre nerudiano que pugna por encontrar su natural jerarquía en medio de las formas elementales de la existencia; que vive el mundo de lo erótico y el mundo del espíritu caóticamente anudados el uno al otro; ese hombre que percibe el paisaje unido a la dolorosa necesidad de sentirse vivamente incorporado a él, nos aparece también como luchando -y con cierto despliegue de soberbia- contra el pensamiento de alguna limitación que constriña el optimismo casi dionisíaco de su comportamiento. Hecho revelado por la especie de repulsa y menosprecio que manifiesta el americano por la idea del autodominio. Porque en su visión del destino natural de las cosas humanas, participa sólo muy obscuramente la representación del autodominio, o bien se orienta a través de cauces singulares. La débil afirmación de autonomía se corresponde con la realidad de su aislamiento, pues ambas actitudes se influyen y configuran recíprocamente.




ArribaAbajoCapítulo V

Expresión, autodominio y sentimiento del nosotros


- I -

Sumergido el individuo de ese modo en lo subjetivo, en la infinitud del anhelo, llega a concebir la voluntad confusamente, como el despliegue de fuerzas poderosas e irracionales en la naturaleza y en sí mismo. Sin embargo, esta representación de potencias originarias se obscurece   —[81]→   ante una significativa ambivalencia: a pesar de la impetuosidad que la alimenta, condiciona la muerte del contacto vivo y creador con la naturaleza, apareciendo en lugar del nexo de una universal simpatía la conciencia de angustioso aislamiento.

Mas, antes de seguir la ruta interior del sentimiento americano de la infinitud del querer, nos detendremos por un instante en uno de los aspectos de la significación antropológica del modo de experiencia individual y colectivo de las cambiantes manifestaciones del autodominio. Porque acontece que el carácter específico de los estados volitivos está subordinado a la concepción del mundo, al sentido de la vida, de los que toma la fisonomía que reviste su especial dinamismo. Naturalmente, el sujeto tan sólo experimenta la forma interior del anhelo, con entera independencia del eventual conocimiento teórico que pudiera tener de los mismos.

Debemos advertir, además, que primero trataremos de algunos rasgos de este problema considerados como historia del espíritu, y de su encadenamiento a las concepciones filosófico-religiosas para atender, en segundo lugar, al modo histórico concreto de vivirlo en Latinoamérica. En todo caso, surge de hecho un importante territorio de investigaciones, ya del análisis de la variabilidad del sentido del querer en distintas sociedades, lo cual debe diferenciarse claramente del planteamiento de la historia comparada de la psicología, así como de la historia de las ideas.

Con anterioridad nos referimos ya a las relaciones psicológicas que enlazan aislamiento y sentimiento de la propia vitalidad, y en especial al simbolismo que encierra el titánico individualismo de Martín Fierro, acrecentado por el saberse lleno de ilimitadas posibilidades43. Ahora volveremos otra vez sobre el ensimismamiento, si bien para examinarlo desde el sentido del querer y la experiencia de los estados volitivos.

Comenzaremos formulando un principio que juzgamos fundamental: el establecimiento de la división, de la íntima jerarquía de las formas del acontecer psíquico, es función de la esfera de la realidad con la cual el individuo y la comunidad aspiran a la unificación afectivo-espiritual. Este principio rige tanto para la experiencia misma de los estados psíquicos como para la teoría y clasificación que de ellos se haga (si no en la ciencia estricta, a lo menos en la concepción silvestre, colectiva, difusa).

En efecto, sucede que al desenvolverse un impulso de unificación -o la idea de identidad entre razón y naturaleza- el objeto al que se tiende   —[82]→   actúa como centro de atracción, produciendo desplazamientos y nuevas correlaciones estructurales en las otras formas del acontecer psíquico. De este modo, v. gr., el anhelo de unificarse con un cosmos ordenado racionalmente -o el sentirse uno con él- reobra en la concepción de la voluntad inervándola de cierto intelectualismo. Es decir, lo volitivo puede subordinarse a lo racional o lo irracional, pues la libertad del querer es infinita, en cuanto a los objetos que es capaz de abarcar en su espontaneidad. La imagen del mundo del panteísmo estoico nos ofrece un buen ejemplo de dicha adecuación de las formas de la teoría y la experiencia de lo psíquico al objeto con el que se aspira a uníficarse (o que se concibe como de igual índole, tal como ocurre cuando el alma humana, por ser un fragmento de la divina, une fraternalmente a los hombres entre sí).

También se observa un estrecho enlace entre la afirmación de la voluntad -en cuanto concebida especialmente como autoconstreñirse- y el florecimiento del espíritu de comunidad. En el monismo panteísta de Grecia se verifica esta doble corriente de lo volitivo hacia lo racional y de lo racional hacía lo volitivo, con una débil acentuación de la voluntad en el sistema estoico, que deja su estela en la idea de la sociedad. Porque al identificar el orden de los fenómenos naturales con la fuerza racional animadora del universo, se hace posible una concepción particular del vínculo humano según la cual todos los hombres son parientes entre sí, y, como tales, destinados a vivir en comunidad. De la simpatía mutua de todo lo cósmico se deducen los deberes para con el prójimo. Pero al coordinar la conducta personal con la fuerza racional que penetra al cosmos, la valoración de la voluntad limitase de un modo particular, a pesar de que se afirme el imperativo de autodominio frente al vasallaje de las pasiones y al imperio de las cosas externas.

La vacilación del estoicismo en lo tocante al significado conferido a la voluntad frente al intelecto, se comprende precisamente por el monismo panteísta que predica que la armonía entre la naturaleza individual y lo universal determina el fin moral. Debiendo el individuo, como principal designio, combatir los efectos y el influjo perturbador de lo exterior, la libertad del querer sigue una órbita de orden racional. Los antiguos estoicos definían la virtud como una «disposición del ánimo conforme a la razón» como un vivir según «la experiencia de las cosas acaecidas conforme a la naturaleza».

Paul Barth observa que en la primera definición de la virtud se contiene una referencia a la voluntad como factor diverso de la razón y del   —[83]→   pensar. Del mismo modo, encuentra un reconocimiento de la voluntad en la idea de que el afecto ha de ser combatido por el afecto mismo, y un impulso por otro impulso, pues los estoicos aplicaban a los actos volitivos la terminología de los afectos. Es su panteísmo el que hace fluctuar a la ética y a la psicología entre el intelectualismo y el voluntarismo, conservando siempre la primacía el primero. «Así, pues -escribe acertadamente P. Barth- en la doctrina de la virtud de los estoicos hay dos corrientes contiguas, y, a veces, contrapuestas. Una, que sigue la tradición, desarrollando y modificando la doctrina intelectualista de la virtud de Platón; otra, que deriva nuevas virtudes del panteísmo psicofísico. En este respecto la metafísica produce en el estoicismo frutos hasta entonces desconocidos del mundo helénico»44.

Para el tema del presente capítulo sólo importa destacar, según ya quedó indicado, las peculiares jerarquías de lo psíquico -en la teoría o en la experiencia subjetiva- condicionadas por la índole propia del objeto de unificación. Por este camino advertiremos cómo la integración racional que opera el panteísmo se desenvuelve volitivamente como profundo sentimiento de solidaridad humana. Es decir, la unidad estoica de razón y cosmos determina, por un lado, una reducción de la voluntad al curso del orden universal, y por otro, esta misma limitación, dialécticamente se torna ilimitada en el impulso de participación en todo lo humano.

Era necesario insistir en este punto, no sólo atendiendo al milenario influjo del estoicismo, sino a la universalidad de la voluntad de unificación propia del hombre. En efecto, este anhelo de unidad desplegado hacia lo cósmico, histórico, ideal, social o puramente humano, condiciona originales formas de la acción volitiva. En este sentido, la idea cartesiana de una voluntad infinita, sólo resulta verdadera como libertad para tender hacia objetos diversos, pero finita en cuanto posee un designio de autodominio impuesto al querer por el valor postulado como supremo. Así, por ejemplo, hay formas de unificación con el estado, que limitan las modalidades del autodominio, y correlativamente el horizonte del querer; a una racionalidad impuesta normativamente por una especie de panteísmo social, condicionado por esa misma valoración de la razón de estado. Sucede, igualmente, en el impersonalismo colectivista que   —[84]→   la forma interior del autodominio, así como la tensión del querer se manifiestan en conexiones internas por entero singulares. Todo ello regulado, ciertamente, dentro de la unidad de la experiencia de sí mismo que se desarrolla en las diversas circunstancias históricas.

Séanos permitido, todavía, dar otra fugaz mirada al pasado, como ilustración de lo precedente. Entre el voluntarismo de Duns Scoto, para el cual el hombre sólo se eleva por sobre la naturaleza merced a la espontaneidad de la voluntad, y la concepción griega, en la que el intelecto y el conocimiento predominan sobre la voluntad y el sentimiento, se sitúa la experiencia universal del querer y del autodominio, pero subordinada, en uno y otro caso, a distintas tendencias de unificación. De ahí, como es sabido, que exista una relación viva -actuante tanto en la teoría como en el modo de experiencia de la comunidad- entre soledad y primado del conocimiento y voluntarismo, ética y solidaridad.

La peculiar dialéctica de la voluntad se aprecia más claramente al confrontar formas de pensamiento y de religiosidad occidentales con orientales. Así, prescindiendo de entrar en matices diferenciales, observamos que en las doctrinas hindúes, ya se trate del brahmanismo o del budismo, el objeto o designio metafísico del anhelo de unificación prefiguran la índole y modo del autodominio. Imponen la renuncia a la voluntad, por el camino de un ascetismo dado como un querer no querer.

Tampoco hay lugar aquí para el panteísmo propiamente tal. En efecto, la identificación con el Universal, con Brahma, no puede realizarse por la vía del panteísmo, pues la infinitud del Ser, existiendo más allá de toda determinación proveniente de la ilusoria realidad le hace, a un mismo tiempo, no ser distinto del mundo y absolutamente distinto de él. Por eso, se comprende que la idea de la voluntad que supone el panteísmo, fuente del ideal estoico de la consecuencia, originase, a su vez, en un naturalismo o valoración de lo exterior que proyecta la razón en el mundo. En cambio, en el brahamanismo y en la tentativa de liberación en el Nirvana, como doctrinas que consideran ilusoria la existencia condicionada a la realidad, determinan formas diversas de «concentración», de ascesis, tales como, por ejemplo, las propias del Yoga.

Porque, como señala Max Weber, la «técnica de salvación significa siempre prácticamente la superación de determinadas apetencias o afectos de la ruda naturaleza humana, no trabajada en sentido religioso. Si hay que luchar principalmente contra la cobardía o la brutalidad y el egoísmo o contra los impulsos sexuales o contra cualquier otro, porque son los   —[85]→   que más desvían del habitus carismático, es cosa del caso particular y constituye una de las características materiales más importantes de cada religión». Ahora, cuando se considera como la diferencia decisiva existente entre la religiosidad de salvación oriental y asiática, por un lado y occidental por el otro, la tendencia a la contemplación y al ascetismo respectivamente, ello nos parece que sólo puede comprenderse por la diversidad del Ser al que tiende la voluntad de identificación en uno y otro caso. De ahí, también, que Weber descubra un momento de «acción» hasta en el ascetismo occidental negador del mundo, tipo de actividad que obviamente no puede darse en la religiosidad caracterizada por la huida contemplativa de una realidad imaginada ilusoria45.

Pero siempre, aunque con distintos signos, impera la voluntad, o el querer no querer. Toda forma de unificación, la supone peculiar en su dinamismo psicológico. Recíprocamente se modelan la tensión del anhelo y la práctica del dominio de sí mismo. Los más extraños encadenamientos tienen lugar aquí. Se explica entonces que el virtuosismo del asceta, inmóvil en su yo, pueda ponerse al servicio de la acción. Tal es el caso del budismo Zen y su influjo en la configuración del ideal caballeresco de los samurai, pues la imperturbabilidad del yogi seducía a dichos guerreros como modelo de disciplina.

Además, el desconocimiento de la conexión interna que enlaza estructuralmente la realidad última a que tiende el deseo de identificación y un tipo correlativo de autodominio, extravía en medio de generalizaciones poco afortunadas científicamente. Es lo que, desde luego, le acontece a P. Masson-Oursel, cuando sustenta la idea según la cual la voluntad es una invención occidental desconocida por los hindúes46. La verdad es que existe una clara correspondencia entre el hecho de concebir lo   —[86]→   sensible como irreal y su modo adecuado de autodominio dado como un no querer.

No teniendo presente la psicología comparada estas conexiones esenciales, se expone a desarrollar una morfología artificiosa o puramente formal. Y corre riesgos en no menor grado, si no diferencia suficientemente el perfil funcional de los sistemas de pensamiento, de los modos de experiencia propios del individuo y la comunidad en que surgen. Ejemplo de ello sería negar, también a Sócrates, el saber de la voluntad o del autodominio argumentando, acaso con razón, su intelectualismo ético. Pero olvidando distinguir el hecho de la formulación conceptual de la forma de vida; el haber, o no, acuñado dicha noción psicológica y la particular actitud interior, vinculada a una determinada imagen del mundo.

Mas, llegados a este punto, debemos poner a prueba las precedentes consideraciones en la interpretación de la experiencia de la voluntad en el americano.

- II -

Siempre se da un querer. Pues existe una suerte de inevitabilidad antropológica de los actos volitivos. Pero donde la singularidad del instante histórico que se vive, va a constreñir al individuo a un querer determinado. Además, las ilimitadas posibilidades que encierra la voluntad, al desenvolverse como un querer hacia sí mismo, como un aspirar a dominarse, ceden su ilimitación a una forma particular de autosuficiencia condicionada por la realidad a que el hombre tiende como al valor más alto.

Es decir, el deseo, el anhelo, la voluntad entendida como riguroso querer, el temor, la repulsión, la nolición, cobran modos peculiares al ejercerse en formas de autodominio de ascético constreñimiento o de íntima «concentración». Y cuando sucede que el sentimiento del deseo se fija en un querer perseguir hasta el infinito la vitalidad que se cree poseer, como ocurre en el americano, entonces la experiencia y la expresión de los actos volitivos de personal dominio desenvuélvense de un modo que resulta característico. Más aún: si el hombre de nuestras tierras no posee otra dirección de unificación que la consistente en afirmar al hombre por el valor del hombre mismo, la vivencia de lo volitivo, en cuanto autocontrol, discurre en una coherencia que le es propia y que ahora pasamos a describir.

  —[87]→  

Al final del capítulo anterior, así como al comienzo del presente, hablamos de cierta repulsa y menosprecio experimentado por el americano respecto de la idea de autodominio, al propio tiempo que de una desmesura atizando su sentimiento de la infinitud del querer, de la voluntad concebida como fuerza primigenia. Debemos agregar que ello es particularmente inequívoco en el chileno. Pero sobre todo, antes es necesario enlazar dichas observaciones en una generalización teórica más amplia, que apunta al conocimiento de nuevas conexiones espirituales internas. Quede dicho, entonces, que el menosprecio del autodominio como forma de vida, del que incluso llegamos, con soberbia, a jactarnos, está motivado por una especial idea del hombre. Por una titánica afirmación de la hombría, de lo ilimitado de la propia vitalidad. Todo lo cual condiciona particulares relaciones funcionales entre el autodominio y esa misma valoración del hombre. Esto es, en dicho menosprecio alienta un motivo positivo, de poderosa afirmación, que estimula un original ascetismo, como luego se verá.

Antes de continuar, deberemos recordar lo ya dicho acerca del estoicismo de convivencia, es decir, de aquella actitud consistente en vivir una relación social, que se busca y anhela, pero reducida y debilitada hasta lindar casi con la hostilidad47. Lo cual significa que por no distinguir el americano otro objeto de unificación que el representado por el hombre mismo, las formas del autodominio se manifiestan justamente en una doble dirección. De un lado, como odio, hostilidad y amor en la convivencia, esto es, el individuo acepta convivir en el límite afectivo de lo posible; y del otro, como una dirección afectiva que caracterizamos como impiedad psicológica. Lo primero se comprende, porque tender hacia el puro valor de lo humano constriñe a aceptar la convivencia en condiciones tales que parecerían aniquilarla por completo: es como resignarse a cierta fatal desviación y extravío de lo humano en el prójimo. En cuanto a lo segundo, la impiedad psicológica, la indiferencia por el otro, ella encarna el imperativo de autosuficiencia que dimana de la misma afirmación esencial de la persona, y que se manifiesta como indolencia cuando de lo humano sólo se destaca lo puramente vital.

Tal estoicismo de la convivencia, en virtud de la transformación operada por el autodominio como infinita resignación a las más contradictorias vacilaciones de las actitudes del otro, torna comprensibles las paradójicas   —[88]→   y, en apariencia, ilegítimas relaciones entre americanos. En medio de ese desorden interior, y de un comportamiento afectivo contradictorio y ambivalente, alienta un hondo y fervoroso sentimiento de lo humano que legítima el aparente extravío. De este modo, lo que a menudo surge ante nosotros como una conducta, por falsa moralmente censurable, está regido por una profunda coherencia psicológica. Cuando el americano vive la relación más mediatizada por toda clase de deslealtades, resulta ser tan consciente de la condición interpersonal que acepta, como al endurecerse de indolencia revela su fe en el hombre permaneciendo indiferente ante el destino inmediato del prójimo. Para el americano, afirmar el valor del individuo en sí mismo significa que, del mismo modo como llega casi al autoaniquilamiento para alcanzar hasta los límites de su vitalidad, bordea lo ilegítimo en la relación, asintiendo con ello a cierta humana fatalidad de lo humano mismo. Y en esto también hay un querer y un acto de interior dominio.

Prescindiendo de algunas impurezas literarias que recuerdan a Joyce o a Faulkner, el escritor mexicano José Revueltas ha conseguido, en su novela Luto humano, los tonos propios de una pintura estremecedora de este desorden y angustia que penetra la convivencia americana. Citamos, a continuación, las reflexiones que hace el cura cuando Úrsulo y Adán vienen por él:

«Hay que acompañarlos», pensó al cabo, vencido por su propio estupor y por la fuerza silenciosa, pertinaz, que salía de ellos.

«Únicamente de oídas los conocía. Invulnerables y vivientes; símbolos quietos con su pasión terca corriéndoles por la sangre. «Y -pensó- si enemigos como son hoy se les ve juntos, no es sino porque tan sólo, han aplazado el odio para sustituirlo por esa convivencia silenciosa y sombría del país». Imposible concebir que alguna vez se tendieran la mano con verdadera lealtad o que alguna vez el contenido de las palabras cristianas se les revelase con su voz cálida». Luego, Revueltas nos cuenta cómo amaba Úrsulo a Cecilia: «Úrsulo lleno de obstinación, que casi la odiaba. Pues, ¿qué otra cosa que no odio era ese frío violentarla, ese amor empecinado, duro? Para Úrsulo, Cecilia era fieramente suya, como si se tratara de algo a vida o muerte. Suya como su propia sangre o como su propia cabeza o como las plantas de los pies. La quería cual un desposeído perpetuo, sin tierra y sin pan; cual un árbol desnudo y pobre. Amor de árbol, de cacto, de mortal trepadora sedienta».

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- III -

Si la voluntad, como forma íntima, no está dirigida hacia actitudes que culminen en el dominio de sí mismo, progresa interiormente un sentimiento de personal inactualidad y desarraigo. Hay como la vergüenza de la voluntad, el sentido de culpa ante el mero ansiar desordenado o ante la disipación en todas sus formas (si bien el individuo percibe sus estados internos como una unidad en que no discierne facultades específicas). Además, ese sentimiento de desarraigo se desenvuelve por la percepción de la propia vitalidad y por la simultánea mirada lanzada al mundo exterior en perspectivas que no logran convertirse en serena contemplación. Pues, la sensación de plenitud y armonía, se alcanza también a través de actos de autodominio que, de algún modo, participan en los fundamentos que hacen posible una imagen ordenada del mundo circundante, de la sociedad y del prójimo. Y entendemos por autodominio, no sólo una autorracionalización de la vida íntima, a la manera de los estoicos, es decir, como moral imperio de la razón sobre los instintos, sino una forma diferenciada de la experiencia de la propia individualidad y de la presencia del otro.

Al concebir, o mejor, al presentir el individuo el sentimiento del propio dominio como potencia del alma, como naturaleza en cierto modo, inicia la recuperación de los nexos objetivos con la realidad. Por cierto, no se desliza aquí, furtivamente, un ingenuo optimismo voluntarista, se trata de describir la compleja actitud del americano, en la que por instantes, su señorío interior produce la ruptura del aislamiento subjetivo, obedeciendo a un sentimiento y valoración de la persona ajena que ascéticamente le mueve a ello. Además, merced al triunfo que este acto supone sobre la visión de la fuga desordenada de las cosas, condicionada por la inestabilidad interna, se alcanza también el aniquilamiento de la hostilidad alimentada contra sí mismo.

Porque psicológicamente existe un recíproco influjo operante entre las formas de referencia al mundo, al otro, el hermetismo y el señorío de sí. En su aspecto negativo, el encadenamiento de ese proceso anímico puede ser descrito de la siguiente manera: La conciencia del profundo aislamiento afectivo y espiritual reobra en el ánimo matizándolo de tonalidades negativas de tristeza y ansiedad, al propio tiempo que inclina al individuo a forjarse imágenes inconexas, confusas y contradictorias del hombre y del mundo   — [90] →   exterior. Por la acción de este mismo aislamiento, por la entrega a lo puramente impulsivo, en fin, por la falta de dominio, el prójimo es vivido, por decirlo así, discontinuamente, esto es, a través de vínculos que afloran únicamente en las situaciones concretas, inmediatas, para luego sumergirse otra vez en el caos de la propia intimidad. Ahora, la faz positiva del mismo proceso muestra que: Expresión, espontaneidad y autodominio se fusionan en la actividad del alma al iniciarse la ruptura del aislamiento subjetivo. El dominio encarna la posibilidad de superar la impotencia expresiva y la expresión alude, a su vez, al advenimiento del equilibrio interior. La espontaneidad sólo se manifiesta ágilmente cuando concurren en la persona aquellas dos disposiciones anímicas.

En el mismo acto en que el individuo intuye el autodominio como modalidad del ser personal, como naturaleza viviente que en él se actualiza, la visión de su ley interior antes presentida como valiosa se manifiesta superando la impotencia expresiva. La ruptura del aislamiento subjetivo se revela de inmediato en la espontaneidad para erigir una idea del mundo, en el sentido de que a través de ella la persona se percibe como adscrita a una totalidad. Y por la misma virtud del dominio interior, de la voluntad éticamente considerada, despunta también una imagen del hombre que estimula el sentimiento de comunidad. Pues el dominio determina -por encima de la originaria posibilidad de comprensión y expresión- una mayor diferenciación de la capacidad expresiva y, parejamente, de la finura para comprender lo expresado y vivido por el prójimo. Lo cual significa, cabalmente, que se acrecienta la idea del nosotros y la unidad colectiva.

Es probable que los enunciados precedentes puedan dejar en el lector una impresión de intelectualismo. Pero eso es sólo aparente. De hecho, en la vivencia misma se experimenta algo unitario. Unidad donde la sutil urdimbre de conexiones internas características del fenómeno del autodominio, no necesariamente debe ser racional, consciente. Es explicable, en cambio, que sobrevenga la sospecha de que aquí describimos el mecanismo íntimo de una realidad humana general. No habría acontecido, en tal caso, algo diverso de lo que le ocurre al artista. Que mientras afina el perfil interior del personaje, su imagen singular, y en cuanto su esfuerzo no deriva hacia una singularidad que trascienda todo humano motivo, irrumpe en la región de lo universal. Y por último, en lo tocante a la presente investigación, ello equivale a decir que nos encontramos en una   —[91]→   zona del fenómeno y su problema, donde la idea de la naturaleza humana se enlaza con la historicidad misma de sus modos de manifestación.




ArribaAbajoCapítulo VI

Autodominio y percepción diferenciada del tú


En la lucha por conseguir la espontaneidad expresiva se crean serenos nexos personales, superándose así la opresión del vivir como oscilando entre dos planos, de proximidad y lejanía, que caracteriza el contacto negativo, en que cada uno permanece perdido en su intimidad. Pues la conquista de la espontaneidad, fundada en el dominio interior, conduce a la plena actualidad de la persona por cuanto restablece la armonía, la coincidencia entre las motivaciones y los actos. Este ser actual respecto de sí mismo hace posible, a su vez, como manifestación inmediata del autodominio, la vinculación profunda al nosotros. Porque a la más honda y diferenciada percepción del tú antecede la voluntad de autodominio, ya que, en el fondo, ésta encierra un raigal amor al prójimo, al hombre como microcosmos. Más aún: la experiencia primordial del tú, verifícase a través de sucesivos actos de interior dominio48.

Sin él, el individuo no consigue dejar atrás la aprehensión indiferenciada del otro. Al trascender, en cambio, lo amorfo en el contacto personal se favorece, ya lo hemos dicho, la ruptura del aislamiento subjetivo, merced al enriquecimiento espiritual que en la vivencia del nosotros opera el equilibrio interior. Hay también en este complejo proceso, formas psicológicas de reaccionar que tocan a lo humano universal. Al tratar del acto moral, veremos cómo esta restauración de una imagen creadora del mundo, capaz de ser verificada por el autodominio, se realiza merced al imperio de la necesidad esencial de legitimidad frente a los demás que actúa a manera de ley interior. Acaso ni siquiera es necesario advertir   —[92]→   que todo este proceso íntimo vívese tan sólo como impulso interno, como un puro tender. Sentimientos de realidad o de opresora desrealización obran aquí como presagios, como señales que orientan en la propia ruta, antes que el saber de un claro encadenamiento racional. Es decir, se trata de un estado en que se percibe la fuerza configuradora del yo de modo prerreflexivo.

En la descripción de fenómenos que ostentan tal complejidad, limitaciones provenientes del lenguaje mismo pueden deformar su real fisonomía, dando la impresión de que contemplamos un proceso de causalidad lineal, donde en verdad opera una compleja interacción dialéctica. Recordemos en tal sentido lo enunciado anteriormente acerca del particular mecanismo que enlaza, desde dentro, dominio y espontaneidad49. Esto es, que para conquistar la auténtica espontaneidad, es necesario el señorío de sí y, para conseguir éste, el poder conducirse espontáneamente. Pues la manifestación de alegre soltura frente al otro no es algo de lo cual pueda fijarse un comienzo temporal único, sino que su logro se afianza en sucesivos actos de dominio interior.

Claro está que intuitivamente aprehendemos, más bien, un antagonismo básico separando la fluidez de lo espontáneo, de la transitoria anquilosis íntima propia del ejercicio espiritual del autocontrol de los estados de ánimo. Pero es que ocurre que la rigidez del autodominio se deshiela, desaparece en el despliegue del vínculo inmediato con el otro. En la humildad ante la persona ajena, ya no hay tensión, aunque como etapa previa de su conquista haya supuesto el vencer fuerzas interiores que impulsan a la tenaz rebeldía personal. Recíprocamente, en la actitud de autodominio despunta ya la humildad. Porque es la soberbia la que alimenta el fuego de la violencia. Al crecer incontenible, los ojos de quien la vive quedan ciegos para lo objetivo. En la violencia, todo juicio acerca del otro se desvía de la real singularidad de que éste es poseedor. Se le degrada en lo general, borrando en el enemigo o interlocutor todo rastro de lo personal. Porque a parejas con ello crece la soberbia, sin mezcla de responsabilidad que enturbie el placer de no querer dominarse. Así comprendemos a Laotsé cuando afirma que la humildad ante los demás abre el camino de la unificación con el Tao. De tal modo, que en el vínculo interpersonal inmediato confluyen, hasta confundirse, fortaleza y blandura del ánimo.

  — [93]→  

- II -

La infinitud del anhelo acrece el desaliento en el hombre, ya sea que se dirija al mundo de lo erótico o que se contemple el curso de lo social. Es la seducción y rechazo a un mismo tiempo, condicionada por lo infinito del querer que, una y otra vez, devora presencias y las requiere nuevas. Pues surge aquí algo ilimitado que corre como el tiempo, siempre presente; anhelo que lejos de producir un estremecimiento profundo, se traduce en deseo de autoaniquilarse o en una suerte de nostalgia del querer, al presentir la misma infinitud de sus direcciones posibles (lo cual no ocurre en la voluntad de unificación con la naturaleza, que como tensa disposición interior nunca degrada a uno hasta la linde del automenosprecio). La desmesura en el desear, enturbia y desazona, por el incesante espejismo de ilusorios objetos últimos de la aspiración. Pero, sobre todo, el desánimo sobreviene cuando el desajuste entre el individuo y la comunidad llega a ser muy profundo. Por eso, la obscura infinitud del anhelo reviste formas distintas, en concordancia con el sentimiento de solidaridad que anime a los distintos grupos humanos. Hay la tragedia íntima del anhelar que aniquila en su ilimitación, por no vislumbrar el individuo un todo social al cual poder incorporarse vivamente. En este sentido, sin recurrir a ningún artificio conceptual, cabe decir que el desear inacabable es, en el fondo, dolorosa soledad. La vida en auténtica comunidad sofrena el anhelo que se nutre de sí mismo, desviando la voluntad de un torturador querer sin límites50.

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Ahora bien, cuando el americano se detiene como interiormente encantado en el puro anhelar, se debilita en él la valoración metafísica del hombre. Entonces surge con infantil buena conciencia, junto a la opacidad y penumbra en que se oculta la imagen del otro, un difuso sentimiento de irresponsabilidad. El cual se revela, tanto en el comportamiento individual como en la contemplación indiferente del espectáculo del extravío colectivo observable en las más varias esferas de la vida social. A diferencia de lo que caracteriza las formas indeterminadas de irresponsabilidad que siempre se dan, frente a hechos y personas igualmente indeterminados y supuestos más que conocidos, esta embozada e ingenua irresponsabilidad de que hablamos radica, específicamente, en la manera de concebir la participación personal en el destino colectivo. Lo cual presenta entre nosotros rasgos peculiares. Se observa, en efecto, una popular concepción consistente en un amplísimo «no ser responsables». Ya se refiera al futuro de la persona ajena o al cambiante curso de los acontecimientos de orden social. Esta falta de un sentimiento de responsabilidad, da la medida del hermetismo imperante en la conciencia individual. Por lo demás, el sentido de la responsabilidad no es algo unívoco. Al contrario, es fluctuante, y se desenvuelve en estrecha dependencia del tipo de relación básica existente entre el individuo y su sociedad. Es decir, el llamado de la responsabilidad es históricamente variable. Distinto es el horizonte de las responsabilidades exigibles al individuo en una teocracia, en un estado totalitario, en una democracia gobernada por una coalición de partidos así como diverso también en una sociedad regida, con inexorable rigor, por un partido único. En nuestro caso, se trata de una general irresponsabilidad por contemplar la desproporción entre las palabras y los actos,   —[95]→   entre lo que se hace y lo que se desea, en fin, por no sentirse el individuo verdaderamente representado por la élite directora.

Ahora, desde otro punto de vista, ocurre que el sentimiento de hostilidad contra sí mismo experimentado al percibir el caótico agitarse de las pasiones en la intimidad, y al vislumbrar la propia irresponsabilidad como caída por debajo de sí y abandono de los requerimientos exteriores, deriva finalmente hacia una particular actitud de dureza. Y tal que, con frecuencia, la insensibilidad se convierte en indolencia, y como ya vimos anteriormente, en una suerte de extraña impiedad psicológica respecto del otro. En Chile, esa reacción caracteriza un aspecto de las relaciones entre gentes del pueblo. Pero no todo es negativo en dicha frialdad. Podría decirse que ella lleva implícita la concepción silvestre del arbitrio humano. O, expresado en otros términos: el tono afectivo de las relaciones se envuelve, dialécticamente, en una atmósfera de indiferencia por la certidumbre de la existencia de la libertad personal, lo cual limita la comprensión a un frío no querer justificar las acciones censurables. Así, el soterrado y difuso conocimiento de la voluntad se manifiesta en la convivencia como preocupación o despreocupación, como amor o desamor, según que en ese juego de tensiones anímicas se experimente o no el significado moral de la voluntad.

El valorar y comprender al prójimo puede nacer, ya sea del saberse mutuamente poseído por las pasiones -comprensión que se agota en el acto de proyectar en los demás la honda hostilidad que rige para sí mismo- o del saberse capaz de ejercer el dominio interior. En este último caso, el comprender engendra un vínculo de índole amorosa, diferenciado, que superando la percepción natural de la psique ajena, conduce a la más honda vivencia del tú.

La soberbia, o la impotencia para dominarse, alimenta un ánimo hostil cuya expresión más cabal es la proclividad a generalizar, abandonándose al deseo de nivelar sin querer diferenciar. Cuando en la vida de un pueblo irrumpen fuerzas primitivas, obscuras, atizando odios, uno de los primeros síntomas de su aparición resalta en la propensión casi morbosa de los individuos a generalizar. Por el contrario, el autodominio fundamenta siempre visiones singulares, reveladoras de etapas creadoras de la existencia social. Pero en el odio que se infiltra, por momentos, en la convivencia americana se oculta la fe en el hombre. «Quien no cree en el hombre -escribe agudamente E. Spranger- no puede odiarle». Si bien, agrega más adelante que «en el que odia se produce fácilmente una generalización   —[96]→   teórica. Extiende al grupo el desengaño de que le hace víctima el individuo».

Sin que pueda establecerse un rígido encadenamiento jerárquico entre la experiencia inmediata del prójimo y el autodominio, es el hecho que serenidad interior y experiencia primordial de la criatura se enlazan unitariamente en el alma. El americano del sur vive la realidad del tú y del nosotros en tensiones que oscilan entre la sumersión anárquica en un abismal sensualismo, la entrega escéptica a lo impersonal y la voluntad de comprender al hombre en sí mismo. Lo primero representa, en verdad, intransigencia vital, aun no aplicada a lo moral; mas, por lo que toca a lo segundo, se juzga la singularidad del instante que vive el otro yo en función de la potencia ilimitada que nuestra concepción de la vida confiere al individuo en general.




ArribaAbajoCapítulo VII

Del sentimiento de Lo Humano


- I -

La naturaleza misma del espiritual aislamiento del americano, condiciona su forma de vivir al hombre, la que se desenvuelve a favor de un particular problematismo, donde la convivencia participa simultáneamente de sentimientos de hostilidad y de anhelos de aproximación interior al otro. Sin embargo, en esta actitud de hermetismo no es lo esencial la falta de prójimo dada como decidida posición negativa, enemiga de la creación de vínculos profundos, sino la intransigencia. Intransigencia, en cuanto ella supone afirmar, un aspirar creciente hacia algo no logrado, cabal necesidad de prójimo. O, expresado más formalmente: ciertas modalidades de percepción del alma ajena, de sensibilización frente a ella, condicionan el comportamiento que aparecerá como abriendo un abismo entre las individualidades, al favorecer un hermetismo anímico insalvable cada vez que, por algún motivo, la relación no pueda desenvolverse con plenitud. De este modo, el aislamiento subjetivo se delata como la consecuencia psicológica de una acendrada experiencia de la individualidad,   —[97]→   cuyo despliegue se inhibe, entre otras causas, por la existencia de un contorno social percibido como extraño. Es la soledad en la convivencia -en el sentido que le hemos dado anteriormente51- que una vez más vemos cómo penetra todas las relaciones.

Describiendo las características propias de los pueblos de la pampa argentina, en que la «fiesta» es el mismo pueblo reunido, E. Martínez Estrada nos entrega la pintura fiel de uno de los aspectos del aislamiento, cuyo perfil interior buscamos en su fuente viva: «Si se baila, las parejas no hablan, atentas al compás. Y, sin embargo, algo se comunican, porque el amor no tiene otras oportunidades. Las mujeres ocupan un sector, en sillas alineadas; los hombres se agrupan aparte, beben y dicen picardías. La orquesta de violín, flauta y guitarra hace que los hombres vayan hacia las mujeres, y hombres y mujeres están juntos mientras lo quiere la música. Inmediatamente después de cesar, cada cual ocupa de nuevo su sitio; ellas a un lado y ellos a otro. Las pobres mujeres están acostumbradas a contentarse con muy poco y a ser resignadas. De ese contacto fugaz, superficial, corporal, nace a veces el amor fecundo en hijos. El noviazgo se inicia así, de manera que nadie lo advertiría, y es curioso cómo ellas pueden adivinar en esos hombres que se avergüenzan de la mujer, que se las desea. Se diría que el noviazgo es entonces lo más natural, una necesidad inherente a ese estado de cosas. Mujer y hombre se aman desde tal fecha y ni el noviazgo ni el matrimonio tendrán después mayores complicaciones. Inclusive el adulterio, si sobreviene, será una peripecia sencilla. Las pasiones, como los vicios y virtudes son fuerzas naturales. Por dentro de todos y por sobre todos está la naturaleza; ese campo liso, monótono, eterno»52.

En Chile, podríamos describir una fiesta de campo con parecidos tonos y claroscuros, y aplicar también las finas observaciones del pasaje que comentamos a momentos semejantes en la vida de otros países latinoamericanos. Y aún pensamos que Martínez Estrada está en lo cierto cuando dice, refiriéndose al hombre de la pampa que las «tentativas de establecer una correspondencia humana a fondo, se le frustran porque es un ente solitario». Por dondequiera vemos la unidad que elaboran entre sí mirar sombrío, soledad, pasión, indiferencia, tanto como ambigua apatía,   —[98]→   abandono y tensión, naturaleza y paisaje, voluntad personal y fuerzas elementales desatadas en el mundo exterior. No obstante, creemos que este escritor corta las alas a la posible universalidad de su visión al atisbar lo originario, más en lo geológico, geopsíquico -si se quiere-; más en la ahistoricidad del paisaje y su grandeza opresora; más, en fin, en las hostilidades materiales de la soledad, que en la busca que se orienta hacia la primaria experiencia del otro, hacia la soledad por honda y trascendente necesidad de prójimo.

Trátase, por lo tanto, de un género de aislamiento espiritual que alumbra un deseo vehemente de proximidad con el ser del otro. Tal proximidad, cuando logra realizarse con plenitud, no tolera otro elemento inarmónico en la relación que el constituido por la mutua experiencia de la inefable singularidad. De tal suerte, que la vinculación inmediata con la persona ajena, y el ascenso hasta la inefable desarmonía de lo singular en uno y otro, que todo vínculo posee como límite, representa la voluntad más honda latente en el aislamiento. Por eso ocurre que en las relaciones entre el hombre y la mujer, la dolorosa certidumbre de una insuperable limitación comunicativa se vierte, al fin, en el deseo de unificarse con lo amado. Así, de la recíproca contemplación, del buscar lo infinito en lo profundo de la mirada se tiende, en el amor, a una especie de voluntaria pérdida de la individualidad.

La experiencia o visión de lo singular en el alma fundamenta o restringe la posibilidad de establecer vínculos profundos, según que ella se inhiba o exprese. En el primer caso, conduce al aislamiento; en el segundo, en cambio, se acrecienta la pasión de realidad que guía a la acción, en el fondo siempre animada de amor a lo singular en el hombre.

Este vivir la presencia humana de que aquí tratamos, es anterior a cualquiera racionalización o mito romántico erigido sobre la idea de la individualidad. Cabe afirmar, en efecto, que quien experimenta originariamente la presencia de la criatura, acrecienta y purifíca su afectividad en tanto percibe la espontaneidad expresiva que aquélla encierra. Cuando hablamos del americano del sur como del hombre sin prójimo, nos referimos a su modo de tenerle presente, de amarle o juzgarle a través de las más contradictorias reacciones. Porque esa manera no siempre se proyecta o continúa creadoramente en la actividad social, sino que, a menudo, aflora en actitudes de repulsa ante el otro, orientadas por su característico recogerse dentro de sí mismo.

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- II -

La contienda primordial entre la voluntad de vivir inmediata o mediatamente al otro fundamenta el carácter particular de las estructuras sociales. No obstante, ambas tendencias suelen arrancar de un primitivo negarse el individuo a sí mismo. Pues hay maneras de autonegación que toman su fuerza de un poderoso anhelo de participar en la existencia del otro yo, como también hay la soledad que es anhelo no satisfecho de captar al tú en su fresca espontaneidad, en su inmediato manifestarse.

Cada idea del hombre sustentada por un estrato o estamento social, legitima modalidades propias de perseguir o rehuir el acto de enfrentar la condición del individuo en su ser mismo, no relativizado. Formulando, ahora lo precedente de un modo general, digamos entonces que tales huidas son plenamente positivas, en tanto que están motivadas por alguna transitoria imposibilidad, tal como la desesperante impotencia para establecer vínculos inmediatos, orgánicos, personales con los demás (y sólo en este sentido estricto). Positivas, porque indician una valoración subyacente no desmentida por la congoja del aislamiento cuya intensidad fluye del saber que existe un vínculo liberador no alcanzado. Y, según que el individuo sea vivido de ese modo, o concebido como fragmento del universo, no valioso en sí mismo, se malogrará o no la posibilidad de establecer relaciones puras y espontáneas con el nosotros. Lo cual no debe asimilarse a una teoría puramente esteticista del individuo pensado como microcosmos, menos significativa que la experiencia de lo individual aquí aludida, sobre todo cuando se la reduce a una imagen estática. (De cómo engarzan, en el caso particular de la mística cristiana, deseo de unificación con el todo y amor al prójimo, no podemos tratar en este lugar).

Por otra parte, no es posible aislar la idea del hombre del sentimiento primario de lo humano, de manera que al subordinar, como aquí lo hacemos, la una al otro, únicamente pretendemos fijar puntos de referencia ideales a fin de que resalte con mayor nitidez la unidad del proceso.

La vivencia más profunda de la persona ajena, se revela en la intuición de las múltiples manifestaciones de la espontaneidad y dinamismo propios de la intimidad del otro yo, que sólo aprehendemos directamente en su melodía corporal. Por eso, al tratar de establecer nexos profundos y coherentes, que ordenen la infinitud propia de aquella interior movilidad, nace entonces la idea del hombre; surge como la trayectoria ideal en la   —[100]→   cual germinarán todas las posibilidades espirituales que la persona ajena encierra. Además, constituye un aspecto principal del dinamismo originario propio de dicha «idea», el querer vincular la infinitud expresiva a lo singular dado en esa misma individualidad. La esencia de la relación interpersonal, como tal, se fundamenta en la búsqueda del equilibrio interior en el otro. Es, pues, en la lucha por armonizar la experiencia de lo infinito y único, de un lado, y la necesidad de comprender el núcleo ordenador de los cambios afectivo-espirituales del prójimo, donde se genera la idea del hombre. Sólo artificialmente resulta posible aislar la experiencia del tú y la honda necesidad de establecer vínculos con los demás. Porque en la relación convergen y se fusionan el deseo de conjurar la inasible movilidad interior del otro, aproximándose a la fuente singular de que mana, desde lo particular en uno mismo. La ilusoria anulación recíproca de lo personal en el amor, tan sólo disimula su búsqueda misma.

Todas las manifestaciones individuales y colectivas, artísticas o políticas, no obstante su tráfago contradictorio, transcurren en América bajo el signo de una voluntad que ama los nexos inmediatos; bajo el signo, es cierto que en veces eclipsado, de un querer estar directamente representado, rehuyendo seguir cualquier camino que extravíe en una forma de unificación social mediatizadora. De ahí la aparente incoherencia de nuestra vida política. Aparente, porque en el fondo discurre la real continuidad de un no querer adquirir sentido a costa de despersonalizarse. De ahí, también, que el chileno describa inverosímiles meandros políticos, y ello no tanto por maquiavelismo, cuanto por obedecer a íntimos impulsos de indomeñable autonomía, y que reaccione hasta ahora -hay que decirlo- menos por el lado del resentimiento que por el llamado de afirmaciones políticamente idílicas.

A continuación deseamos mostrar los diversos desplazamientos psicológicos que condiciona en el americano la propensión a lo inmediato o mediato en la índole propia de sus relaciones sociales.

- III -

Expresándonos a favor de conceptos sociológicos contrapuestos, distinguiremos dos modos de convivencia en las agrupaciones humanas, actuantes como tendencias directoras básicas. Es el uno, el que siendo   —[101]→   expresión de la máxima prescindencia de contenidos personales compatibles con el hecho de convivir, delata actitudes de huida ante el hombre, de desconcierto e incluso de impotencia; y el otro, aquél que extrae su fuerza configuradora de la íntima necesidad de crear vínculos no mediatizados con la persona ajena. La agudización de la impotencia frente al ser del hombre conduce, en el primer caso, a la hipóstasis del hombre-sociedad, como intento de conjurar la individualidad, el que se torna tanto más imperioso cuanto más visceralmente perciban los individuos la presencia del hombre.

Porque cuando no se posee un sentimiento ético o religioso tan sólido como para orientar y organizar la vida individual, aquella «prescindencia» acarrea angustia y vacío. Pues el pavor metafísico frente al hombre (maravillosamente poetizado por Dostoyevski), siempre surge de un simultáneo temer y amar lo humano inefable. Negar la singularidad, anular la presencia, tal es el ritual propio del primer modo de convivencia aludido. En él se conjura lo personal mediante acciones de dirección colectiva que mediatizan la imagen del hombre.

En el curso de la historia, este vaivén se reviste de un gran número de formas, aunque todas ellas susceptibles de ser reducidas, en el plano de la convivencia, a dichas direcciones básicas. En los extremos cabe situar, en cuanto a la primera, a los diversos totalitarismos y, en lo tocante a la segunda, a los tipos de sociedad animados por el espíritu de un querer subordinar el Estado al individuo, o en que se exalta aquél sin anular éste. Como un ejemplo todavía más general, recordemos que en toda auténtica revolución, en algún sentido liberadora, se viven, por breve que sea ese lapso, momentos llenos de la pura alegría que irradian los contactos inmediatos, que brotan del aprehender al hombre en sí mismo. Con razón, para la conciencia histórica, en ello un pueblo alcanza su experiencia cultural más alta.

Haciendo abstracción de sus contenidos particulares, el poner de relieve la existencia de dos tipos de sociedad; o mejor, el hecho de destacar el dinamismo de dos modos particulares de convivir en las sociedades, debe entenderse como un continuo oscilar y recíproco influjo de una forma en otra. A partir de tal enunciado, el proceso de la historia acaso pueda comprenderse por la continua variabilidad dialéctica pendulando entre la mediatización y la inmediatez propia de los vínculos interpersonales (lo cual no significa que dichas tendencias colectivas no coexistan en ciertos aspectos o circunstancias culturales).

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Pero, lo cierto es que el oculto sentido de la acción recíproca operante en las disposiciones básicas configuradoras del estilo vital colectivo, sólo es revelado atendiendo al entrecruzamiento de tres factores fundamentales: a) el objeto al que tiende la voluntad de unificación, según cuya naturaleza aparece como exigencia íntima; b) el vínculo mediato o inmediato, y c) las formas correspondientes de autodominio que dimanan tanto del objeto de unificación como de su correlato natural dado en la índole de las relaciones sociales.

Como para seguir el curso normal de esta exposición resulta fundamental, conviene tener presente las críticas que dirigimos a la sociología formal53. Mostramos en ese lugar que las categorías sociológicas de comunidad y sociedad, de voluntad esencial y voluntad arbitraria, en el sentido de Tönnies, e incluso la idea de Wiese de clasificar las relaciones humanas según el mayor o menor grado de «distancia» que separe a los individuos, únicamente cobran realidad al ser delimitadas por los conceptos más generales de inmediatez y mediatización de los contactos interhumanos. Especialmente porque esos criterios de interpretación de los fenómenos de convivencia aplicados a lo real, revelan una movilidad de que carece la teoría que postula la existencia de aquella trama de estructuras colectivas bipolares. Rigidez que contrasta con los supuestos que guían al descubrimiento de la unidad que subyace a los nexos con el mundo y al tipo de relación con el otro. Lo cual, llevado hasta sus últimas consecuencias, muestra que en la vinculación con el mundo, concebido como sociedad o naturaleza, y en el modo de referencia a los demás, se despliega una doble dirección de sentido que expresa el fenómeno esencial del tener perspectivas vitales. Esto es, a la inmediatez del enlace de convivencia, corresponde la mediatización de los nexos objetivos con la realidad y, por el contrario, la mediatización del vínculo con el otro yo armoniza con la inmediatez del estar en el mundo. De tal suerte que a la disposición necesaria para aprehender a la persona ajena en sí misma, coordínase el tener mundo objetivo, un contorno, horizonte ilimitado. En cambio, el entrar en contacto con el mediatizándolo, por identificarle con una totalidad existente como extraña al individuo mismo equivale, en la dirección psíquica orientada hacia el universo objetivo, a la fusión interior con el ámbito vital. Por consiguiente, cada modo de referencia deriva hacia su contrario al cambiar su orientación del hombre al mundo o de éste a aquél.

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El análisis de estos hechos deja ver, sin esfuerzo y con nitidez, que destacando la total situación vital-cósmica del sujeto se revelan como propios de ella, dos momentos o tendencias simultáneos, de plena objetividad y de unificación plena. Así, el deseo de unificarse espiritualmente con el prójimo en el amor, estimulado por la contemplación de lo singular en uno mismo y en el otro abre, al propio tiempo, el horizonte exterior como perspectiva infinita. Del mismo modo, en el impulso de participación mística con el mundo, especialmente en el sentido de las formas de vida primitiva, el individuo es degradado en lo general, convertido en una cosa entre otras, en virtud de aquella misma participación.

La simultaneidad de direcciones anímicas contrapuestas, dada en cada una de las actitudes básicas recién descritas explica, además, el carácter de tensión que manifiesta toda vida humana. El ritmo y melodía de las relaciones se exterioriza en el vaivén entre amar lo valioso que posee el hombre en sí mismo, y el hecho de que en las sociedades históricamente condicionadas se tiende a subordinar ese valor a una instancia superior, con lo que las fuerzas afectivo-espirituales del individuo se orientan buscando en los demás un sentido como de luz reflejada. En resumen, añadamos, por último, que el significado de los cambiantes signos que manifiesta el anhelo de participación en un todo, sólo se descifra y comprende por el conocimiento de la dialéctica propia del sentimiento de lo humano.

- IV -

Cuando afirmamos que el americano tiene propensión a crear nexos inmediatos, con lo que revela su amor al valor de lo humano tomado en sí mismo, entendemos que se excluye de su voluntad de vínculo, incluso el hecho de identificar al otro con uno mismo. Pues si, en general, tal sucede, la identificación con los puros valores humanos se torna tan desrealizadora como el vincularse a los demás a través de la aprehensión de una realidad que trascienda a ambos, como ocurre en los estados totalitarios con el culto al Estado.

Al abordar este punto, tocamos la entraña de un hecho fundamental para el conocimiento del hombre. Que existe un tipo de relación interpersonal, en la cual el juzgar al otro en sí mismo -sin ver en él valor divino-, aunque amándole presintiendo en él lo diverso y singular respecto de uno,   —[104]→   representa algo absoluto como bien moral. Porque se trata de un acto no relativizable, cualesquiera que sean las circunstancias temporales y sociales concretas en que ello acaezca. Lo cual rige, tanto en la vida histórica como en la existencia universal. Ahora, en cuanto dicho nexo espiritual se desenvuelve junto con un deseo de unificación con lo heterogéneo a uno mismo, no condiciona extravíos personales como en otras formas de participación. Mas, para comprender el alcance último de esa posibilidad es necesario, según veremos más adelante, conocer el sentido de las motivaciones en el hombre. Conocer de cómo existen encadenamientos de motivos que hunden en la necesidad, aún siendo propios del hombre, o que restauran en lo objetivo. Porque sólo el hombre tiene motivos, mas no el animal. Y ello envuelve una dialéctica psicológica muy significativa. Así, cuando aquéllos derivan hacia una singularidad irracional, como sería el caso del fetichismo en el amor, degradan en una participación negativa en el objeto, lo cual equivale a ser arrojado en la necesidad. En cambio, si el curso de las motivaciones que impulsa camino de lo singular acrecienta el equilibrio armónico entre el sujeto y el contorno exterior, favoreciendo la posibilidad de establecer vínculos directos con el otro, asistimos a un ejemplo de lo segundo, esto es, de ascenso a lo objetivo.

Un cierto temor a lo singular se delata en el acto de identificar al prójimo con nuestro propio yo. Pero, sin duda, también es un hecho esencial de la vida del hombre que el hondo pavor metafísico que despierta el aislamiento, sólo se conjura aceptando como bueno lo espiritualmente diverso en los demás. Pues únicamente al vincularnos permaneciendo conscientes de nuestro inefable ser únicos, estamos verdaderamente en compañía. Se comprende, entonces, que exista un género de resentimiento azuzado por la sospecha de la igualdad personal. El cual reviste la forma de un sentimiento de animosidad respecto del individuo a quien se ve como participando en un común destino, actitud observable de preferencia en las masas y en los medios obreros. Tal fenómeno representa una especie de odio por soledad en lo semejante.

Por eso, al criticar Max Scheler, en su Esencia y formas de la simpatía, la teoría de la unificación idiopática y las interpretaciones metafísico-monistas del amor, está en lo cierto al decir: «justamente no es el «sentido más profundo» del amor tomar y tratar al prójimo como si fuese idéntico con el yo propio. «Si tomo y trato a alguien «como si» fuese idéntico en esencia con el yo propio, esto quiere decir, primero, que sucumbo a una ilusión acerca de la realidad, y segundo, que sucumbo a una ilusión acerca   —[105]→   de la esencia. Lo primero es claro, puesto que en el mismo momento su realidad en cuanto «prójimo» desaparecería en el fenómeno, no habría ninguna genuina esencia de «amor al prójimo», sino que este amor se limitaría a ser un caso particular accidental y explicable psicogenéticamente de la esencia del amor propio...» «Pero también lo segundo es claro. El amor implica justamente el comprensivo «entrar»en la individualidad ajena y distinta por su esencia del «yo» que entra en ella como en tal individualidad ajena y distinta...»

Reflexiónese, entonces, en la penuria afectiva capaz de condicionar una tendencia general -o la concepción, si se quiere-, de una primaria igualdad de todos los individuos entre sí. Es ser arrojados, inexorablemente, en la definitiva soledad, pues, ya lo dijimos, de la conciencia del ser únicos se alimenta la verdadera llama de la auténtica compañía.

De este modo, a partir de la idea del hombre que intentamos comprender, no debe sorprendernos que entre los chilenos se observen contradictorias duplicidades. Las afirmaciones de signo absolutista son rechazadas por nuestra espontaneidad y amor a lo en sí mismo valioso. De ahí que los partidos políticos no consigan penetrar hondamente en el individuo hasta configurar su forma de vida. Lo que a veces en la acción aparece como farisaísmo, obedece al hecho de que nada compele a actuar y vivir de un modo determinado, salvo lo que se estima como valioso más allá de cualesquiera condicionamientos externos. De ahí, también, el sentimiento inefable de libertad y autodeterminación, que, por instantes, se vive en América. Acaso la misma alegría que experimenta el americano por «tener amigos» y sentirse «hombre», así como la continua presencia interior de lo humano que lo anima, explique la relativa indiferencia que manifiesta por el curso del acontecer social tomado como puro designio material.

- V -

Al descender desde las manifestaciones objetivas de una cultura y una sociedad hasta la génesis psicológica de su concepción o idea del hombre, nos aparecerá con toda claridad esa idea y la valoración a ella inherente, como indisolublemente ligadas a la experiencia primordial del prójimo característica de ese pueblo.

Representémonos ahora, por un momento, el tipo de relación propio del hombre arcaico, a fin de ver cómo se da en él, cómo vive dicho proceso   —[106]→   genético. La intuición mágica del alma ajena característica del primitivo, no puede ser comprendida atribuyéndole un puro teorizar, acorde con el cual configuraría la conducta. Sus modos de reaccionar frente a los otros miembros de la tribu, su intuición fisiognómica del contorno vital, anulan toda posibilidad de comprender su comportamiento en función de un esquema mental consciente, postulado como posición teórica. En algunos pueblos primitivos, la estructura del ser humano es mágicamente pensada como constituida por un doble ser; el uno exterior y visible, el otro interior, puramente anímico, invisible. A la parte no corporal y psíquica también se la concibe como poseedora de una duplicidad, en el sentido de que un elemento de ella puede entrar en contactos con la esfera mágica. En lo que respecta al comportamiento frente al prójimo, esto significa que el primitivo no sólo capta la forma anímica en su encarnación corporal, sino que siempre tiene presente el elemento mágico del alma, que al actuar es capaz de transformarse, por ejemplo, en algún peligroso animal de la selva, no subsistiendo en tal caso otra relación con el otro yo que la puramente mágica.

Vemos aquí cómo una particular experiencia de la realidad anímica de los demás, incorpora un momento de cautela y temor al mutuo comportamiento. Esta mentalidad impone al primitivo ciertas restricciones en los tratos sociales, como ser la conveniencia de no contradecir al interlocutor, pues, consecuentes con su concepción mágica de lo real como sobrenatural, toda contradicción representa, o bien es el signo de un conflicto capaz de llegar a perturbar la deseada estabilidad del mundo circundante.

En resumen, y volviendo a nuestro mundo, digamos que pertenece a la esencia propia del darse a la conciencia la presencia interior del otro, el que exista cierto orden jerárquico en la sucesión de los actos espirituales cuyo encadenamiento dialéctico comienza con el despliegue de la espontaneidad expresiva hasta alcanzar el verdadero espíritu de la acción. Todo ello no sin que antes la experiencia del autodominio alumbre una imagen diferenciada del prójimo. No se trata de la conquista de una proximidad moral al hombre, sino de una manera de «vivirlo» que conduce a la conducta moral natural, cuyo alcance y sentido últimos deberemos aún precisar.

Así, la descripción del proceso que hace posible la ruptura del aislamiento subjetivo -que arranca de sucesivas actitudes de espontaneidad expresiva, autodominio, visión diferenciada de la persona ajena hasta culminar en la acción-, conduce al conocimiento de una experiencia afectivo-espiritual [107] que designaremos como sentimiento metafísico primario del prójimo. Y avanzando un paso más, podemos concluir que una peculiar vivencia del otro yo, por necesidad de su misma naturaleza, guía hacia la acción, a partir de las actitudes ya descritas, las que a pesar del inefable y complejo funcionamiento de los hechos psicológicos en que se fundan, también se rigen por aquél sentimiento primario.