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ArribaAbajoCapítulo XII

El horizonte interior de la mirada en la plástica americana


- I -

En los rasgos peculiares del rostro, en el más imperceptible cambio del gesto, se actualiza la auténtica disposición de ánimo de la persona   —[163]→   . Porque dominando al azar, la expresión fisiognómica revela la verdadera situación vital-cósmica de cada individuo.

El horizonte interior de la mirada, ya sea que manifieste su singularidad en la vida o en la pintura, proporciona una adecuada clave hermenéutica para descubrir en él el arraigo esencial del hombre. Claro está, por lo que toca a la plástica, que de ordinario escapan al análisis los sutiles medios técnicos necesarios para lograr lo expresado o, al menos, permanecen ocultos, y que por otra parte, en el curso de la vida solo captamos la conversión de una postura espiritual o de un trance emocional en un momento expresivo. Mas, en uno u otro caso, el horizonte interior de la mirada, como enlace genético y proceso configurador, representa un enigma, un misterio, al que se añade, en la plástica, el problema del estilo, de su esencia y sentido.

Pero, tal vez se perfilará mejor cuanto llevamos dicho si se tiene presente la serie de conexiones antropológicas destacadas anteriormente. Es decir, si se considera interioridad y apariencia como opuestos complementarios, de modo que la infinitud de las expresiones posibles de lo íntimo e individual, la variabilidad en los modos de vincularse la persona al otro y en la voluntad de unificación, y, en fin, mutaciones en el sentimiento de la vida cósmica, convergiendo, burilan la expresión en un estilo fisiognómico en el que todas las disposiciones psicológicas se actualizan.

En consecuencia, estilo vale aquí tanto como indicio de la singular situación del individuo en el mundo, aunque, naturalmente, no siempre sea posible descubrir la relación cualitativa que coordina los movimientos expresivos y la conducta espiritual básica. El estilo es, además, el vivo reflejo de aquella lucha en que la voluntad creadora intenta reducir el tenso antagonismo originario dado entre intimidad y expresión; en que dicha voluntad pugna por conciliar esa antítesis a través de un determinado ideal de forma, y a favor de una imagen del mundo también determinada.

En este sentido, acaso se podría escribir la historia de las concepciones del mundo interpretando los diversos cambios en la recreación del rostro humano a lo largo de la tradición pictórica. De esta historicidad fisiognómica no es difícil encontrar ejemplos tan abundantes como elocuentes. Los historiadores del arte y la cultura nos indican ya algunos hitos que favorecen la búsqueda de ese nexo significativo entre imagen del mundo y estilo mímico. A. von Salis destaca la importancia de la evolución en la manera de representar la figura humana en la plástica griega   —[164]→   del período clásico, especialmente por lo que se refiere al intento de armonizar la fealdad corporal y la grandeza espiritual. Observa que al iniciarse el helenismo, se opta por la expresión del «esfuerzo interno» para ejecutar los retratos de poetas y filósofos. Además, Salis hace notar que, en contraste con lo que ocurría en el arte clásico, ahora la mirada posee el brillo de la vehemencia y el estremecimiento, se dirige al espectador y el retrato concluye por adquirir la «expresión del movimiento instantáneo». Por su parte, Jacobo Burckhardt habla de «un nuevo género de expresión» fisonómica en tiempos de Diocleciano y Constantino. Y Weisbach describe el peculiar mirar extático propio del barroco.

Por cierto, no se trata de aumentar el número de correlaciones morfológicas que es posible descubrir entre las distintas creaciones culturales recurriendo a la historia del arte, sino de rastrear en los movimientos expresivos que caracterizan a un pueblo, su sentimiento de la naturaleza y su experiencia de lo humano (los que no siempre coinciden con las normas animadoras de las creaciones artísticas). La historicidad de lo fisonómico es obvia: lo importante es encontrar el encadenamiento de motivos que la rige y hace comprensible. En este sentido, más adelante se describirán algunas características de la plástica americana.

Pero ejemplifiquemos todavía en otras direcciones. Piénsese en la evolución de la imagen de Cristo, conectada a variaciones en la experiencia religiosa; en el tipo griego, influido por la fantasía homérica aún latente, se le representa, como se sabe, más en su dulzura que en su grandeza e incluso con rasgos psicológicos de Orfeo. Los griegos de Oriente, por su parte, destacan de la Pasión antes el aspecto apolíneo que el doloroso. El Cristo de los helenos, observa Mâle, aparece como adolescente; en el Asia menor con cabellos largos, en Alejandría con la cabellera corta y en ambos núcleos culturales como una figura que se erige poéticamente juvenil79. Recuérdese, además, el significado milagroso de las visiones y del éxtasis en los santos del siglo XVI, y su representación característica en la Contrarreforma, impregnada del carácter sobrenatural que se confería a dicho estado místico80.

También como una etapa particular en la estilización del rostro y la figura humana, cabe recordar el mirar propio del hombre de acción, con sus labios unidos en la violencia de una línea, característicos del   —[165]→   autodominio al servicio de una férrea voluntad de actuar, que armonizan con cierta dureza de la mirada, tal como se puede observar en el Jacobo Muffel de Durero. Del mismo modo, al estudiar el arte clásico italiano se puede concluir, como Wölfflin, que el límite entre el realismo y el idealismo se rastrea seguramente en los matices fisiognómicos de los personajes retratados, así como los nuevos ideales se revelan, más netamente que en otras direcciones expresivas, en la representación del cuerpo humano.

Con razón, pues, Spengler pone especial énfasis en lo que encierra de fecundo, para el conocimiento de la historia cultural y de las imágenes del mundo subyacentes, el hecho de destacar el desnudo o el retrato como ideal de forma por la Antigüedad clásica o el hombre fáustico, respectivamente. Se trata -para Spengler- de una contraposición entre «realidad esencial» y «estructura interior del hombre», como búsqueda diferencial que corresponde a dos opuestos sentimientos del mundo.

Por eso, para comprender el sentido último de la historicidad fisiognómica en la historia del arte, resulta teóricamente neutro o inimportante establecer tan sólo, a la manera de Werner Weisbach, correlaciones entre experiencias religiosas y fisonomía. Así, más allá del hecho de la adecuación psicofísica y de vincular una voluntad de forma, un ímpetu expresivo a la rítmica propia de la figura humana, importa aprehender el carácter existencial de lo fisiognómico. Es necesario captarlo en su profundo y sutil enlace con el proceso de interiorización, cuyo verdadero nivel siempre es signo del modo de referencia al otro y al mundo. A fin de conquistar esa altitud hermenéutica, es menester dejar atrás el formalismo propio del puro establecer correlaciones entre la experiencia psicológica de la religiosidad y su representación plástica. El Greco, Zurbarán, Ribera o Bernini recurren a matices mímicos y fisiognómicos que tienden a expresar estados, disposiciones o caracteres místicos de la personalidad. Pero, al destacar como nota esencial la mirada dirigida a lo alto, su ardor y brillo, no se describe en esas creaciones lo inequívocamente diferencial. Tampoco se descubre la cualidad expresiva singular cuando, del mismo modo, se habla de la «mirada concentrada hacia adentro» o de los Cristos del Greco como de «melancólicos visionarios» (Weisbach), porque existen miradas poseedoras de esas características, con destellos de ensimismamiento, pero desprovistas de todo arrobo místico.

¿Qué se expresa, qué experimenta el contemplador frente al cambio y singularidad de las expresiones fisiognómicas? Porque hay el ver del otro y lo que uno ve en el ajeno mirar.

  —[166]→  

En este punto es necesario diferenciar dos criterios estéticos fundamentales: variaciones en estratos históricos profundos de la actitud contemplativa básica y cambios acaecidos dentro del mismo espíritu artístico. Esto es, distinguir entre un ver distinto, categorial, esencialmente diverso, a la manera de como lo hace H. Wölfflin en su teoría de las «categorías de visión», o de como lo intenta A. Von Salis al referirse -sobre todo en el aspecto estilístico- al ver helénico como un «nuevo temperamento del modo de ver», y mudanza en la manera de mirar que tiende a destacar la movilidad, el dinamismo en el campo visual. Y, en fin, distinguir todavía entre profundas transformaciones en la «manera de ver» que constituyen etapas primordiales en la historia del arte, como las señaladas por H. Schäfer entre el crear «ideativamente» de los egipcios y «perspectivamente» de los griegos, que iniciaron con ello una revolución en la historia de la manera de ver, distinguirlas, decimos, de mutaciones dadas históricamente dentro de una misma experiencia del escorzo y de la representación del espacio. O, en otros términos, es fundamental considerar la diversidad del ver como proceso de humana interiorización, susceptible de ser observado y de desenvolverse en un mismo perspectivismo, que es el criterio que anima estas consideraciones.

¿Qué se nos revela, en verdad, en el juego mímico? ¿Un cambio de carácter, de disposición de ánimo o una imagen del mundo a través de una fisonomía? La evolución que se observa en la imagen de Cristo tal como es representada en la plástica, desde las modalidades helenas, pasando por las efigies hieráticas hasta la humanización de sus rasgos mímicos en el siglo XII, en tiempos de San Bernardo de Clairvaux, no puede comprenderse únicamente como el trasunto fisiognómico de la experiencia religiosa.

Ello regiría en todos los casos. Es necesario, pues, distinguir tipos de religiosidad, a través de sus encadenamientos básicos de motivos. Claro está que, a partir de tal supuesto, se hace referencia a un proceso de interiorización -que es justamente lo que venimos sosteniendo, por lo que estilo fisonómico aparecerá como un signo de la total situación vital cósmica del artista. Es decir, frente a la reproducción de la realidad arquetípica de los caracteres humanos, destacamos la infinitud de lo íntimo, la posibilidad de crear infinitos matices fisiognómicos dependientes del nivel de interiorización de que participe el impulso expresivo.

Ahora, si intentamos racionalizar el sentido y alcance del vínculo esencial que une interiorización y expresión, todavía deberemos vencer otro obstáculo en el camino de esta búsqueda: descubrir el principio estético-antropológico   —[167]→   que rige los momentos de expresividad y de aproximación del hombre a sí mismo. Y encontrar, además, el fundamento estético primario que permite el despliegue de esa riqueza creadora en que la manifestación de la más alta espiritualidad en ocasiones se actualiza tendiendo a fusionarse casi con la piedra misma o con la pura línea y su juego monódico. Desde la muerta mirada de la Esfinge de Giseh, invadida de paisaje hasta ser casi naturaleza, una roca entre rocas, y las cabezas de Copán, del Hombre muerto o del Caballero Aguila azteca, pasando a través de los paisajes de Hokusai y del claroscuro lleno de espíritu de Rembrandt, hasta la negra imagen de la muerte en J. C. Orozco, actúa como fuerza expresiva animadora una suerte de ambivalencia estética, un antagonismo esencial81.

Parecería que en virtud de la condición que toca a la posibilidad misma del crear estético, esto es, al nexo ontológico esencial dado entre intimidad y expresión, todo estilo se vivifica y realiza en aquel misterioso e infinito juego por el que el artista considera necesario recurrir a un medio técnico esencialmente contrapuesto a la cualidad del motivo que se intenta expresar. No se sospeche aquí ninguna afinidad o parentesco teórico con la propensión romántica a establecer leyes de polaridad, ni entrega fácil a una seductora armonía conceptual de contrarios; no pensamos, tampoco, en una riqueza expresiva obtenida a favor de pobreza de medios, como sucede en la profunda linealidad fisiognómica de los dibujos de Leonardo, sino que pensamos simplemente, como ya se ha dicho, en ese conseguir la exaltación extrema de un contenido de valor expresivo, de un ideal de forma, merced al hecho estético primordial de recurrir a su contrario de sentido como impulso configurador.

Claro está que en los diversos estilos, la peculiaridad de cómo ello se da dependerá del modo del antagonismo y síntesis dialéctica entre motivo y expresión. Así, el empleo de la greca, del meandro, de la movilidad geométrica puede estar al servicio de diversas necesidades o anhelos de conjurar el despliegue de potencias mundanas o trascendentes. Tal sucede con el sentido de polarización expresiva de la greca maya y el juego   —[168]→   lineal griego82. O bien, piénsese en la variedad de significados y funciones desempeñadas por la luz en la pintura. En Rembrandt, la luz se subordina a la exaltación de lo individual, como luminosidad inmanente que hace posible la actualización de todo su pasado en ese presente del personaje, como afirma con gran finura Simmel83. Es decir, creciendo la luz desde las tinieblas -o hacia ellas-, aparece como manifestación de una individualidad que se norma a sí misma. Pero también ocurre, como lo observa Weisbach, que la luz se emplee a manera de recurso para simbolizar la vida mística y manifestaciones de la divinidad. Y añadamos aún, por nuestra parte, como un ejemplo de la dialéctica que enlaza motivo y expresión, el significativo hecho de que los caracteres de la mímica del ojo y del rostro en el trance de éxtasis, tienden a expresar una especie de muerte fisiognómica, en que coinciden la rigidez próxima a lo cadavérico y el estremecimiento propio de una elevación espiritual suprema (bastará recordar el Éxtasis de Santa Teresa, de Bernini).

Guiados, pues, por un natural encadenamiento teórico, cabe entonces aventurar aquí el siguiente enunciado:

Siguiendo la necesidad estética de su motivo creador, el artista se esfuerza por expresarlo en un misterioso límite de tensiones antagónicas, tal que lo vivo se revela a través de lo muerto, la luz en el seno de las tinieblas o en la inexorable rigidez la más flexible espiritualidad. Es decir, según la dirección creadora, todo ocurre como si en el límite mismo de lo que ya no es expresión, se conquistara la más alta. Como si los estilos, en su rica diversidad, no fuesen sino ese salto dialéctico, cualitativo, un expresarse en la propia órbita de lo inexpresivo, peculiar en cada caso, y en dependencia del ideal creador.

Así, en la pintura china y japonesa antigua acontece que flores, pájaros, animales, hombre, paisaje y mirada humana, se reproducen exteriorizándose en ritmos expresivos lindantes con líneas o tonos que despiertan un sentimiento de mundo muerto. Pero, en ese mismo encogimiento que su visión condiciona en el ánimo, alúmbrase una infinita perspectiva de valor y sentido. (Recuérdense, por ejemplo, lotos de Hsü Hsi, ánades de Ly Y-Ho o el paisaje «Olas y luna» de Yen Hui). Piénsese,   —[169]→   además, en esas cabezas de Copán, donde la intención estética se acrecienta extrañamente en la misma dureza inexpresiva de la piedra. También cabe evocar semejante tensión expresiva, dada en la proximidad de la indiferencia pétrea, como un corte eterno en el instante, al caracterizar el arte egipcio. Peculiaridad de estilo que Heinrich Schäfer interpreta como un misterioso enlace o tensión entre tendencias simultáneas a reproducir lo natural por medio de la proporcionalidad geométrica84.

O, en otro plano, póngase atención en la mirada de los personajes de Rembrandt que, perdida, lanzada a 15 infinito, lejos de todo crea, de pronto, la más acabada representación de la individualidad. (Es ilustrativo tener presente la razón aducida por Tsuneyoshi Tsudzumi para explicar el hecho de que, para los japoneses, Rembrandt sea el más comprensible de los pintores: correspondencia entre la manera de ocultar los objetos en medio de velos y nieblas, en la pintura oriental y el claro-oscuro de Rembrandt).

Siempre, pues, una y otra vez, la fuerza plasmadora penetrando momentos inexpresivos. En la parcial subordinación -total solamente como voluntad creadora y límite ideal- de lo interno a la pura expresión, y en el modo como ello acaece según las características del impulso creador, se sitúa el anhelo y posibilidad más altos de la voluntad artística. Parcial, puesto que por encima de ese límite las creaciones artísticas parecen perder su verdadero sentido85.

Frente a esta peculiar dialéctica de la expresión, acaso se experimente un sentimiento de perplejidad, como aquel que invade a Troilo, de Shakespeare, cuando le aparece Cressida dividiéndose en dos personas infinitamente distintas; aunque, sin embargo, ese inmenso espacio que   —[170]→   las separa, ni siquiera posee la amplitud necesaria capaz de dar cabida a un hilo de la tela de Ariadna.

Todo lo cual, por otra parte, inclina a pensar en las virtualidades que encierra el crear estético. A meditar, por ejemplo, en las posibilidades que encubre la historicidad de la mirada, que se vincula al proceso de interiorización creciente y al dinamismo de la expresión fisiognómica. Lleva a reflexionar en el destello metafísico último del mirar, cuando el espíritu subordina a la materia, en el sentido de conquistar la inmediatez de los nexos con el otro a un tiempo que la suprema objetividad frente al universo. Es decir, la mudanza en los ritmos expresivos del arte, se enlaza a todos los momentos esenciales señalados por esta antropología de la convivencia. La expresión fisiognómica surge entonces de su arraigo en la imagen del mundo y del significado mismo del engarce de lo psico-físico.

- II -

Se expresa, se exalta, pues, lo más hondo en la frontera misma de su contrario. Según la intención creadora básica -dirigida ya sea al hombre, al paisaje, el universo o la divinidad-, dicho antagonismo estético revestirá formas particulares. Tal ocurre con la representación del rostro y la figura humana en nuestra plástica.

Su estilo podría caracterizarse, en general, por un tender a engendrar la armonía de lo antagónico-expresivo intensificando la referencia hacia el próximo. Como ejemplo de esto destacaremos algunas notas especialmente significativas de la pintura contemporánea en México y Brasil.

En concordancia con el sentido del principio estético creador, juzgado aquí como básico, la representación pictórica del anhelo de arraigo en el otro, en el paisaje y el mundo, se exteriorizará a través de una técnica particular, orientada como un ver y un mirar hacia adentro. No se propone el artista objetivar vivencias religiosas en que, v. gr., como en el arte egipcio llegan a armonizar plásticamente naturalismo y geometrización, ni tampoco intenta conjurar los ritmos cósmicos. Se trata, lejos de ello, de expresar un nivel especial de interiorización, que posee como núcleo vivo cierta actitud del individuo ante el otro y él mismo. Entonces la armonía de contrarios, perseguida a favor de una idea del hombre, imprime al momento expresivo una especial proclividad a deformar el rostro y el cuerpo al representarlos. Asistimos, en consecuencia, a la pintura de una suerte de paisaje interior, lo que explica el sentido plástico   —[171]→   y ético de ese ver desde adentro y mirar hacia adentro. Un ver en que -no metafóricamente, por cierto-, la perspectiva del mundo se erige desde un poderoso esfuerzo interior. No se argumente que, cualquiera que sea el criterio estético inspirador, siempre pugna por actualizarse una disposición íntima. Lo diferencial reside aquí en que si entendemos por interiorización personal el encuentro de sí mismo en todo contorno social o cósmico y el reflejo en el obrar y en la visión del mundo de ese acrecentamiento de autognosis, ahora se trata de crear desde la experiencia de un primario conflicto telúrico y de convivencia. Las implicaciones técnico-estéticas de tal «voluntad de forma», podrían ejemplificarse en las varias posibilidades expresivas de color, línea, dibujo, etc. Mas, nos limitaremos a analizar aquellos aspectos plásticos en que se revela la primordial experiencia interhumana, encarnando en una particular cualidad interior de la mirada y en el sentido especial que reviste la deformación de la figura humana.

Detengámonos ya en el corazón mismo del problema. ¿Cómo se exterioriza plásticamente la necesidad de próximo, cierta angustia de convivencia, según la teoría de que siempre la expresión se da, se intensifica, orillando la linde misma de lo inexpresivo? Se manifiesta en un mirar que no es ver; en una expresión de parálisis interior por acongojado aislamiento; en un abismarse en sí mismo que se petrifica en física soledad; y, en fin, por la intensificación estética de una mirada en que la humildad parece hundirse al fin en la raíz de lo inerme y vegetal. Además, dicha actitud íntima, en virtud de nuestro principio de lo antagónico-expresivo, condicionará que el decantarse en un hermetismo extremado hasta el abandono, buscando el arraigo hacia adentro, se exteriorice plásticamente como incoherencia fisiológica y desorden en la postura del cuerpo. Describiremos, ahora, y con este designio, notas especificas de diversas pinturas.

Recordemos Gente en retirada (1944), de Cándido Portinari. Dentro de momentos pictóricos picassianos -también observables en Rufino Tamayo-, vemos un grupo humano, mujeres, un hombre, un anciano, niños, desierto, huesos de animales que integran una sinfonía primitiva llena de contrastes originarios. En el oscuro, inefable límite que corre entre la vida y la muerte, destella un mirar que proyectado como anhelo de arraigo en el tú, denota al propio tiempo perplejidad ante el pavoroso aislamiento. Impresiona también, un temblor, como un estremecimiento en los miembros esmirriados a manera de desesperada huida de la muerte. Y, además, relampagueos en los ojos de algunos personajes, como enceguecidos   —[172]→   por su propio asombro. Un mirar que surge como desde un osario, adquiriendo el brillo intransigente del querer aferrarse a lo vivo. Es decir, conquista de la expresión en un trágico y desolado oscilar entre opuestos.

Del mismo modo, en su óleo Composición (1936), la fuerza de la congoja torna inimportante la postura, pues justamente merced a la interacción fisiognómica entre los distintos rasgos y actitudes, ocurre que esa misma pérdida de la euritmia corporal, por angustia, coordina el sentido del cuadro.

Como ya lo observamos en la página 131 de este volumen86, cabe destacar cierto género especial de deformación al representar la figura humana, que es el signo de la existencia de una gran unidad de estilo. En efecto, decíamos en ese lugar, que en el forcejeo por conquistar la armonía entre el alma y el cuerpo, el artista americano recurre a una especie de espiritualización de lo corpóreo que despunta en la sorprendente autonomía y desproporción que adquieren los miembros del cuerpo. Señalamos, además, que la mirada absorta, detenida, desempeñaba la función de coordinar la relativa dispersión de todo87.

Agreguemos todavía que lo deforme, considerado como momento estético, lo podemos rastrear, no sólo en otras obras de Portinari (como Mujer llorando), sino también en las creaciones de Orozco, Rivera, Carreño (especialmente en Desnudos con mangos y El azulejo), Di Cavalcanti, Castellanos, Lazo, Tamayo. Lo cierto es que la acromegalia esteticista siempre aflora trascendiéndose, espiritualizada por un mirar que se fija como en los orígenes del desarraigo. Lo cual resulta técnicamente posible en cuanto lo deforme, orillando lo monstruoso. supera cualquiera menuda o racional desviación, de manera que más allá de toda «realidad» inmediata se transforme en fuerza y, vida anímica.

Nuestro principio estético -para el cual la más auténtica reproducción de lo intuido, se obtiene técnicamente en el plano de su contrario de sentido, diverso según el ideal de forma- se verifica en los significativos contrastes que ofrece la pintura de la mirada. A veces, paradojalmente queda aludida por su ausencia, siendo un rostro vacío de ojos lo   —[173]→   que la evoca. Vamos tras un matiz expresivo diferencial, tan fino y sutil, que grande es aquí el riesgo de caer en el abismo de una ficticia autoctonía o artística singularidad, por inadecuado conocimiento del alcance de reflejos muy universales en esta representación del rostro humano. Intentémoslo, con todo.

Percibimos, en muchos de estos cuadros o frescos, un mirar caracterizable como referencia al tú; un querer contemplar el alma del otro, aun cuando la mímica del ojo del personaje, denote la más extrema angustia en su soledad o convivencia. Ojos grandes, como símbolo de un hondo estado angustioso, por ejemplo, en Bahianas (1940) de Portinari o en Niña bonita de Tamayo (1937); desmesura en la que, por cierto, no existe el menor rasgo de voluntad de divinización o de religiosidad, que en el arte bizantino encarnan en las grandes ojos de Cristo. Y eso es lo importante: el sentimiento, puramente humano, de decantarse en la personal desolación. Además, en este éxtasis contemplativo que describimos, la visual no se pierde en lo inespacial, como ocurre en los retratos de Rembrandt. Al contrario, se aleja hacia adentro, se adentra en un infinito interior, que para el espectador la torna muerta y como vacía, aunque en esa duplicidad reside su peculiar fuerza expresiva, signo de un profundo desorden de convivencia.

O bien, tenemos la antítesis, rostros sin ojos, como en Bahianas con niñas, de Portinari. Dicha pintura equivale, del mismo modo, al descenso a una especie de espacial y definitiva soledad, en la que el puro cuerpo acrecienta su fuerza orgánica y el rostro adquiere el sentido expresivo de la total perplejidad. Rostros vacíos -no cuencas-, animados por el claroscuro y donde la actitud, la postura substituye a la fisonomía, a la mímica del ojo. Donde la ausencia de rasgos diferenciales, en la boca o la nariz, se capta como expresión: es la interacción fisiognómica proveniente del todo del cuerpo, de un espacio vacío, de un cielo angustiosamente verde, sobre el rostro vacío también de mirada (en parte, ello igualmente se da en la Enseñanza de los indios).

Todavía puede continuarse a través del estilo de Portinari, esta sinfonía de colores, formas y ensimismamiento. En el óleo Composición, vemos una confluencia de miradas que se pierden y encuentran a sí mismas, en un punto ideal, interior, resultando la unidad de la obra de ese mismo simultáneo perderse de todos en lo íntimo. En Mestizo, no se observa un mirar inespacial, diferenciado como espiritual ausencia, sino un atisbar perdido hacia adentro, tan hondamente, que el cuerpo permanece como petrificado. Petrificado en mitad de un espacio que no es paisaje   —[174]→   al que alguien pueda incorporarse, sino distante e inhóspito, vacío, desprovisto de nexos orgánicos con el grupo y perdido como la mirada en los orígenes de la resignación. Así, en Niña con niño, advertimos soledad y desierto, mirada detenida, rigidez de la postura, con un fondo de cielo azul, dolorosamente irreal, geométrico, inasible, muerto, cósmico, indiferente y sin vida.

Lo propio puede decirse de Pan nuestro de Emiliano Di Cavalcanti. Hombre, mujer y niño revelan un mirar que surge de la fuente misma del desamparo, una suerte de parálisis visual, que revierte sobre el rostro inundándolo de una expresión de humildad última y acaso de resignada indiferencia. Van Gogh decía que tal vez sólo en Rembrandt, se encuentra en las miradas esa «ternura dolorosa, ese infinito, sobrehumano entreabierto», o en Shakespeare. Si analizamos, en este mismo sentido, el significado de la mirada en la pintura americana, ya sea en Di Cavalcanti, Orozco, Rivera, Siqueiros, Sabogal, Tamayo, Castellanos o Lazo, creemos poder afirmar que en la representación de los ojos llamea siempre una búsqueda humilde del otro. Desaliento y fe al mismo tiempo, que constituyen el signo de la inmanencia de un largo pasado y de un viejo dolor humano. ¡Qué diferencia entre aquel pasado -que a juicio de Simmel en la pintura de Rembrandt se actualiza por entero en el vivo presente del personaje representado-, abriéndose como un infinito horizonte de ternura, y este pasado que se abre para mitigar la soledad y el desamparo, todo ello desde una humilde llamada al otro!

Es decir, el momento del desamparo coordina aquí técnica pictórica, antítesis entre mirada vacía y referencia al otro, pasado inmanente, soledad y resignación. Qué espiritualmente diferenciado es el influjo, no de un espacio cualitativamente neutro, sino del claro-oscuro, como en Sabio estudiando y Filósofo de Rembrandt, en que la pérdida, desvanecimiento o ausencia de los rasgos de la fisonomía, de sus perfiles, no suscita impresión alguna de indiferenciación psicológica en el personaje.

En lo que respecta a la tendencia a deformar el cuerpo considerada como estilización, y a la mirada que trasciende hacia adentro, alguien podría pensar que también se encuentra como fenómeno plástico en Gauguin. Sin embargo, bastaría detenerse a analizar obras como Je vous salue Marie,... Et l'or de leur corps o Les seins aux fleurs rouges, para descubrir en los ojos de las muchachas un claro brillo de picardía y erótica complacencia, de seguridad y hasta de oculta alegría, notas todas que, por sí solas, abren ya un abismo de diferencias entre la pintura de Gauguin   —[175]→   y las características señaladas en los pintores brasileños, mexicanos y peruanos.

En el arte americano la mirada parece trascender hacia adentro, casi hasta lindar con el no ver, en contraste con lo que ocurre con la mirada en verdad «trascendente» de Zurbarán, el Greco o Ribera. Un no ver, en que tampoco se advierte -y podrían encontrarse ejemplos en múltiples direcciones-, la espiritual ausencia que se manifiesta en los dulces y nostálgicos ojos pintados por Boticcelli, o en la velada tristeza escéptica de la antigua pintura de Pompeya (especialmente en «Retrato de una muchacha» y de «Un panadero y su mujer»). Leonardo sostiene la idea acertada de que en la verdadera representación fisiognómica no deben faltar la acción y el movimiento para expresar la pasión de los caracteres. Lo importante es que dicha condición se cumple en la pintura americana del siglo XX, como una mirada que se hace infinita hacia adentro, adquiriendo con ello particular dinamismo y animación, que se propaga a toda la obra desde el rostro.

Cabe fijar todavía otro punto de referencia estético, que permita delimitar mejor algunos aspectos del parangón aquí bosquejado. Compárense las escenas de trabajo, o paisajes campestres, del pintor norteamericano Grant Wood (Primavera en el campo, por ejemplo), convencionales en cuanto a movimiento y color, desprovistas de una nota plástica, creadora, que indique arraigo profundo del personaje en la tierra; compáreselas con creaciones animadas por motivos semejantes en Rivera y Portinari (v. gr., La cosecha y Café, de uno y otro artista). Se verá, entonces, que en estos últimos, un poderoso impulso de continuidad tiende a enlazar tierra y esfuerzo humano en una visión estética de lucha originaria.

Por otra parte, en la pintura norteamericana resulta inequívoco el influjo de un despiadado impersonalismo. En sus más importantes creaciones se delata el artificio, la ostensible falta de voluntad de unificarse, en lo profundo, con el ser del hombre y la naturaleza, uno de cuyos indicios se encuentra en el hecho de recurrir a caprichosos juegos geométricos de color, interiormente muertos. Y el mismo Grant Wood pinta retratos de acerado mirar, penetrados de un fanático afán de actividad, como en American Gothic que ofrece, por ejemplo, el más hondo contraste con La familia de Rufino Tamayo. En general, las miradas de la pintura de Grant Wood, resultan por entero ajenas a la resignada humildad del sudamericano, que ocultando en verdad real fortaleza que arranca de perplejidad ante el presente, se erige como titanismo frente al desarraigo.

  —[176]→  

Por eso, el carácter fisiognómico que denominarnos «referencia al tú» en la cualidad interior de la mirada, no debe ser considerado como un puro efecto técnico de la obra mural de Orozco o Rivera. A pesar de que la pintura al fresco ya supone -en el caso de la plástica americana una específica referencia a lo social, lo particularmente significativo reside en la índole de esa preocupación. Verdad es que en ciertas producciones de Diego Rivera se sorprende una estilización un tanto literaria de lo revolucionario, que Justino Fernández no juzga -con razón- como legítimo sentimiento de rebeldía. Es falta de interiorización del impulso revolucionario, diríamos nosotros, sospechando en el pintor mexicano la misma característica negativa que se mostró en Pablo Neruda, cuando nos referimos a la caída poética de sus cantos políticos. No obstante este fundado recelo, pensamos que, en general, rigen plenamente para la obra mural de Rivera las presentes consideraciones sobre el arte americano.

En cambio, en J. C. Orozco, existe cierta trágica inexorabilidad propia de su visión de la naturaleza y el hombre, siempre vigilante, capaz de rechazar cualquier desborde expresivo no templado en íntima legitimidad. Así, en su mural Trinchera se advierte un torrente de fuerza que es espiritualidad; una selva, tensa de músculos y miembros, que hace pensar en ferocidad de miradas clavadas en el esfuerzo supremo que evoca lo primordial, caótico y feroz, junto con lo más humilde. Titanismo y humildad que bordean peligrosamente el autoaniquilamiento.

Se comprende, entonces, que para Moreno Villa, Orozco resulte ser el «intérprete mexicano de la muerte». Como medios técnicos adecuados a su pintura, le atribuye el juego trágico de lo blanco y lo negro, de grises y rojos, personajes que siempre muestran las espaldas, obsesivas deformaciones de sus figuras y «posturas petrificadas»88.

- III -

Hemos llegado a un punto de esta exposición en que nos cercan, acosándonos, una serie de inquietantes preguntas, destacándose especialmente la que sigue: ¿dónde reside lo americano, dónde lo universal? Todo lo ya expuesto, nos parece que ha venido prepatando la respuesta exacta. Cierto es que, tal vez, se justifique, por ejemplo, hablar de lo «barroco» en Orozco, incorporándolo así a la corriente universal de la historia de la plástica. En todo caso, el europeísmo que a veces circula por el arte americano,   —[177]→   torna en verdad más rudo el contraste entre éste y aquél. Arte sin alegría y cuya fuente se ubica en una vieja desolación. Pero que también surge de un poderoso afirmar el hombre considerado como un valor en sí mismo; afirmación que en su vehemencia por incorporar vivamente el destino del individuo al paisaje y la tierra, inhibe a veces la alegría en la misma tensión del énfasis. Mas, sea en éste o en otro sentido que se dirija el análisis, siempre será necesario distinguir la posibilidad expresiva universal, del nivel de interiorización merced al cual lo autóctono marcha camino de esa misma universalidad.

Suelen situarse los comienzos del moderno arte mural mexicano en el segundo decenio de este siglo. Sin embargo, hay varias vetas de disposición trágica o problemática que se remontan más lejos en el pasado. Hasta los Cristos indios, las pinturas y esculturas de la Escuela cuzqueña, con sus atormentados rasgos. O bien se remontan -y no es la única genealogía- hasta el escultor brasileño del siglo XVIII Antonio Francisco Lisboa, el «Aleijadinho», que inspirado en motivos religiosos, esculpió las estatuas de los profetas. Especialmente las de Isaías y Joel, estilizan un extraordinario juego expresivo de angustia y firmeza, de vacilación e incertidumbre; una fuga de la vida y como un tenso expectar, todo ello dándose en una extraña distorsión. Por otra parte, el hecho de que los cuerpos de los profetas revelen singulares deformaciones anatómicas -a excepción del profeta Daniel que posee proporciones normales, aunque al igual que Ezequiel ojos de tipo asiático-, toscas manos de artesano, por ejemplo, es un signo de que el Aleijadinho no creó mecánicamente esculturas góticas que también representan cortejos de profetas. Al contrario, demuestran un crear desde su trágica existencia personal o desde un particular dramatismo humano. Para Gilberto Freyre, el Aleijadinho no fue sólo un auténtico representante del arte brasileño, sino que un «precursor: como un Greco mulato por sus atrevidas contorsiones de la forma humana, se anticipó en dos siglos a la obra de Rivera y Orozco, de Portinari y Cicero Dias...»

Para concluir, podríamos decir que de la expresión fisiognómica, tal cual es representada en el arte americano, en la mirada detenida, hermética, taciturna, llena de lumbre y soledad, como de un primario aislamiento en el mundo, surge poderosa una nueva actitud del hombre frente a sí mismo y el otro. Actitud que ya se presagia en ese simultáneo reflejo de ser y no ser que se descubre en los ojos, como luz y tinieblas, fe en los demás y ensimismada ausencia.





  —[179]→  

ArribaAbajoB. De la Acción


ArribaAbajoCapítulo XIII

Acción y sentimiento de lo humano


- I -

Como ya se indicó en etapas anteriores de esta exposición, el aislamiento espiritual del americano tiene un sentido creador. Creador, porque el juego de íntimas tensiones que le hunden en el hermetismo emana de un imperativo de realidad, de la necesidad -siempre presente en el hombre de alguna manera- de aprehender al prójimo en sí mismo, sin mediatizarlo. La particular genealogía de ese aislamiento, que se norma por la referencia a lo humano, nos fue descubriendo conexiones estructurales con todo el ámbito anímico de lo experimentable como relación social. Así, luego de describir su experiencia de lo individual, la dialéctica del sentimiento de lo humano, seguimos una dirección tal que, comenzando por el estudio de la voluntad de vínculo y pasando a través de las manifestaciones de la impotencia expresiva nos condujo, por último, a delimitar la unidad espiritual que elaboran entre sí la concepción de la vida y el estilo expresivo vital-estético. Advertimos, además, una y otra vez, que en el alejamiento hacia adentro se oculta vigilante un poderoso impulso que tiende a la acción. Más aún, juzgamos entonces que la tensa impenetrabilidad característica del aislamiento constituye un signo de disposición activa, sólo postergada por una actitud intransigente, aunque fecunda, que se disimula bajo una pétrea máscara de indiferencia.

Pero, trátase de un acto de defensa psicológica que no debe sorprender ni extraviar. Sabido es que la fisonomía propia de ciertas formas de sociabilidad, es perfilada por una básica y oculta representación del otro, de los demás como espectadores, no menos que por un aprensivo imaginar los juicios que uno merezca a la persona ajena. Así, el aislamiento, en la forma que reviste en la vida del americano, ofrece otro ejemplo de aparente neutralidad frente a la presencia extraña, estimulada en el fondo por una interna referencia al prójimo. Puede decirse que la rigidez social impuesta por el hermetismo es equivalente a la necesidad de prójimo.

Ahora corresponde describir cómo se gesta el tránsito del aislamiento   —[180]→   subjetivo a la acción; o, dicho en otros términos, mediante qué forma de comportamiento activo dicha conversión se produce. Es decir, este análisis se aplicará a establecer el nexo existente entre una situación vital determinada y el tipo de acción en que se expresa y trasciende. Porque, en verdad, resultan posibles diversas ideas de la acción, como asimismo especiales formas de conducta, coordinadas a distintas visiones del mundo.

Siguiendo la trayectoria propia de esta exposición, comenzaremos por delimitar ciertas características del actuar dependientes de peculiaridades del sentimiento de lo humano, señalando cómo se experimenta al prójimo en el momento activo y, recíprocamente, cómo es vivida la acción a partir de una especial referencia al otro, Proseguiremos describiendo las notas más relevantes de lo que denominamos «exterioridad de la acción» en el americano. Y, finalmente, dejando atrás lo negativo, justo es abordar ese núcleo de angustiosos problemas que parecen condensarse en el pensamiento de Mariátegui como teoría de la interiorización de la conducta activa.

El intento enderezado a precisar el concepto de acción en sus notas más específicas, arrastra en su curso planteamientos propios de la antropología filosófica y, en especial, los que se orientan hacia el conocimiento de la realidad última de la convivencia. Ello ofrece perspectivas teóricas que permitirán abandonar las generalizaciones inmoderadas, que desvanecen el sentido de dicho concepto amenazando con borrar la nitidez de sus rasgos diferenciales. Es necesario, pues, superar el punto muerto en que permanece la teoría de la acción, detenida en esa omnialusividad que concibe todo movimiento del ánimo como un hacer. Cierto es que existen estados internos donde lo antagónico se anula, pareciendo coincidir en ellos el sentido antropológico de la actividad y la no actividad, de la volición y la nolición, del querer y no querer, como ocurre en diversas formas de ascetismo religioso. Pero eso mismo advierte que la facultad de obrar, capaz de polarizarse en uno u otro extremo de dichas direcciones de la voluntad, posee un centro de origen, por decirlo así, que se sitúa más allá de las varias formas en que se manifiesta.

En este sentido, concebir el obrar como el acuerdo del conocimiento, la voluntad y el ser, a la manera de Maurice Blondel, dialécticamente crea el riesgo de introducir la inmovilidad en la misma teoría de la acción. Sobre todo si se considera que dicha idea de Blondel lleva implícita esta otra: que el papel de la acción es desenvolver y continuar el ser. Del mismo modo, afirmar, como lo hace Spinoza, que sólo el virtuoso es   —[181]→   verdaderamente activo, inclina a un eticismo que simultáneamente amplía y restringe el ámbito del concepto cuya delimitación nos ocupa. Mas, también Spinoza concibe la acción como una pura continuidad de la índole personal, definiendo al individuo como activo cuando realiza un cambio, en el mundo circundante o en la intimidad, que se siga de su propia naturaleza como de su causa. Que la virtud consiste en obrar según la propia naturaleza, que perfección y actividad conciden en un punto; representan, asimismo, otros dos aspectos del mismo enunciado.

Expresándonos metafísicamente, diremos, pues, que se trata de fijar el carácter originario de la acción de manera que exprese la esencia del hombre. Que la exprese señalando su participación en la infinita actividad del universo, pero igualmente advirtiendo que el individuo verdaderamente participa en la naturaleza con su obrar, cuando en el seno de ella misma se convierte en un creador.

Sólo el hombre actúa. Afirmación a la que sigue, apenas enunciada, largo cortejo de encadenamientos conceptuales, y suscita, además, preguntas como éstas: ¿Qué significa actuar, situado en lo profundo del universo? ¿Qué «modificaciones» condiciona el obrar en el mundo exterior y en la personalidad? Respecto de cualquier cambio, reversible o cíclico, ya sea dado como fenómeno físico, psicológico o social, no cabe hablar de acción. Por eso, una teoría que pretenda unificar voluntad, ser y hacer, cae bajo el conjuro de visiones estáticas, donde tampoco la auténtica actividad resultará posible.

Porque únicamente el hombre obra se comprende, sin violencia ni artificio sistemáticos, cómo esa virtualidad que le distingue de los demás seres vivos, se enlaza orgánicamente con toda una rica estructura de disposiciones y posibilidades espirituales. Cabe mostrar, así, que existe profunda armonía de sentido entre obrar y tener mundo objetivo. Esto es, por encima de los signos propios de un universo, de una naturaleza, de seres en perpetua actividad, en la acción humana se exterioriza un cierto nivel de plenitud íntima, en el sentido en que ya se mostró cómo, oponiéndose, se implican esencialmente expresión e intimidad. Por cierto se trata de algo más significativo que limitarse a establecer una semejanza formal entre series conceptuales de opuestos complementarios.

Hay una implicación ontológica primaria entre la facultad de obrar y otros hechos iluminados por la antropología de la convivencia. Muy especialmente con aquellos en que se muestran las relaciones dadas entre   —[182]→   motivos y objetividad, así como de inherencia entre formas del sentimiento de la vida cósmica y nexos inmediatos o mediatos con el mundo; en fin, estas consideraciones también arrojan luz sobre el sentido del desplazamiento de lo experimentado como interioridad y, por tanto, respecto del fenómeno de la infinitud de lo íntimo, que condiciona la posibilidad de que en el curso de la historia despunten ilimitadas ideas y sentimientos de lo individual. Lo importante -y éticamente significativo es saber que en la acción creadora se actualiza toda esa urdimbre espiritual.

Es decir, el sentido antropológico del obrar se revela como proceso de interiorización personal, entendiendo por ello el encuentro de sí mismo en la visión de todo contorno, interno o cósmico. Pero también sucede que el actuar, concebido como «progreso» en el camino de la moral aproximación del hombre a sí mismo, desenvuélvese paralelamente con el aumento de objetividad en la imagen del mundo externo.

La esencia de la facultad de obrar es ser acción creadora. Únicamente como tal es algo inequívoco, y dada en el mundo como diversa por entero del dinamismo propio de todo lo existente. Tan pronto como el obrar pierde su tensión interior y no «progresa» parecería que se confunde con la trayectoria de cuerpos que se desplazan como mundos muertos en el vacío. Porque la infinitud del proceso de humana interiorización, que constituye el horizonte virtual de experiencias posibles, es la realidad última del ser activo89.

  —[183]→  

Acaso en pocos problemas se cierne tan gravemente como sobre el que nos ocupa, la amenaza de caer en anfibologías, en equívocos que desborden el límite de las denominaciones. El despliegue de lo más alto y lo más bajo, lo propio de la vida animal o de la más pura espiritualidad, de ordinario es concebido y designado como acción. De ahí la necesidad de seguir el duro sendero que conduce a una intransigente delimitación conceptual.

He aquí un ejemplo de ello. El insecto, que sigue la órbita vital que le señala su instinto, fina y precisa hasta lo inverosímil, pero inexorable al mismo tiempo, en verdad no actúa. En consecuencia, el actuar orgánico, instintivo, de que habla Bergson, no es acción. Y menos todavía si aquél es definido como caída en la inconciencia, como perfecta adecuación entre la idea y el acto, entre la representación y la acción y definido, por último, como un puro exteriorizarse en actos que no deja lugar a elegir o vacilar.

Acción es acción creadora. Por eso, en ciertas circunstancias el hombre vive la angustia de sentir que no actúa, aunque obre sin cesar. justamente ello acaece cuando el individuo se percibe en su hacer como impulsado por el imperio de una fuerza incontrarrestable, o se descubre aherrojado tanto al huir de sí como al participar mecánicamente en actividades colectivas.

Se comprende entonces que los impersonales movimientos de masas no ostenten el signo de lo verdaderamente activo. El helado militante, el que acata pasivo rígidas disciplinas y el fanático defensor de su «partido» se degradan, por ser tales, casi al extremo de caer en la pura movilidad física, que los va resecando interiormente. En la calculada frialdad de la máquina burocrática, en su racional despliegue, no hay acción; en el hombre que obedece, siguiendo la genealogía y el arbitrio de su resentimiento, tampoco la hay. Todo lo cual se manifiesta en la decadencia de ciertas formas de la acción creadora en la vida del hombre actual, en quien lo revolucionario mismo llega a perder el arraigo interior. Un mundo entregado a la más febril actividad, pero desprovisto del espíritu del auténtico obrar: tal es una de las más inquietantes contradicciones de la época presente. De ahí la tremenda desarmonía entre lo que se hace y lo que se es. La acción no interiorizada condena a lo irracional cualquier incremento de civilización.

Por otra parte, el desenvolvimiento de la técnica, la racionalización del mundo moderno, especialmente del trabajo humano, parece inhibir   —[184]→   la posibilidad de que se desarrolle verdadera actividad creadora. El espíritu de racionalización extiende su influjo hasta la esfera de la convivencia, por lo que el anhelo, la expectación de planificaciones futuras, sofoca la audacia para decidirse. Un frío movimiento de mundo muerto y apagado, asfixia las organizaciones del hombre moderno, donde la disciplina impera como un instinto que anula y degrada. Con todo -y quede apenas anotado-, no es menor el simultáneo despliegue de lo irracional, de cuya afinidad y antagonismo, a un mismo tiempo con el proceso de racionalización, no cabe aquí tratar.

Llegados a este punto, dominamos una perspectiva que inclina a correr el riesgo teórico que encierra el siguiente enunciado, cuya verdad nos esforzaremos en mostrar, a fin de delimitar el real alcance diferencial del concepto de actividad creadora: LA ACCIÓN ES UNA CATEGORÍA DE LA EXPRESIÓN Y LA COMUNICACIÓN. Bajo el influjo benéfico de esta definición, veremos cómo se enlazan metafísicamente las siguientes conexiones de sentido: Desde la oposición sujeto-objeto, pasando por los opuestos complementarios expresión e intimidad, se alcanza hasta la acción creadora a través de la conquista de la inmediatez de los vínculos interhumanos y merced al proceso infinito de interiorización que representa, simultáneamente, anhelo de autognosis y de suprema realidad. Así definida la facultad de obrar, se explica que en la conducta impersonal de las masas la acción tienda a degradarse y, por igual motivo, cabe erigir entonces el tipo de referencia al otro como medida de la autenticidad del actuar.

Claro está que visto a través de las consideraciones precedentes, el significado del obrar se restringe, quedando impregnado de cierto rigor

ascético. Mas, debido a esa misma restricción aparecen impropiamente designadas como activas algunas de las características psicológicas que se acostumbra atribuir al «hombre de acción», juzgando como opuesto al de pensamiento, al contemplativo. Lo cierto es que existe una rica y diferenciada gama de gradaciones entre la acción concebida en sentido amplio o considerada como acto creador, entre el límite inferior de las acciones habituales y su meta más alta que requiere obrar desde la plenitud personal.

Otro territorio de problemas se abre al observar que incluso en sus actos cotidianos, el individuo puede superar la esclavitud del trabajo mediante una disposición interior que persiga la perfectibilidad de la obra, por humilde que ella sea o alejada que se encuentre de la verdadera vocación.   —[185]→   Y otro, también, al reflexionar en que el leader, considerado el hombre activo por excelencia, y capaz de conquistar los niveles metafísicos más altos de la acción, transfiere a sus seguidores una fe que les inclina a la conducta casi ascética, al menos, a formas de autoconstreñirse que elevan el nivel moral del obrar. Del mismo modo, el conductor de masas consigue, en ciertas ocasiones, subordinar a su inspiración activa todo el ímpetu racional de la máquina social y técnica del presente, superando entonces el mero activismo del proceso de racionalización.

Partíamos del hecho de que la idea de acción se pierde si debido a la amplitud conceptual que se le confiere, concluye por no mencionar nada concreto. Se vuelve pura alusión metafórica cuando no se indica aquello que en el obrar contribuye a acrecentar el ser del individuo, ni lo que identifica la actividad humana como singulares modificaciones operadas por el individuo en sí mismo, en su mundo circundante o en el ámbito universal.

En este sentido, ya afirmarnos que únicamente el hombre actúa. Esto es, que sólo él puede ser objetivo y, al serlo, coincidir con el dinamismo esencial de lo cósmico. Porque a través de la referencia objetiva al mundo, los actos realizan la síntesis viva entre la norma que rige lo íntimo y la que condiciona, por decirlo así, el eterno devenir. Así, pues, el verdadero obrar supone la articulación dialéctica de hombre y mundo, tal como acontece en la reflexión filosófica de Heráclito, que concibe al hombre como constituyendo una parte del Cosmos, en cuanto participa de la misma ley que guía su curso.

Se comprende, en consecuencia, que para Heráclito el hecho de tener ciertos individuos «mundo en común» revela objetividad del actuar, en virtud de la exteriorización del logos que caracteriza a todo auténtico hacer. Lo cual, además, evita caer en un precario intimismo o despeñarse en la singularidad sin sentido a que nos arroja el sueño. Surge, pues con este pensador, una teoría trascendente de la acción, en que el verdadero hacer depende de una suerte de racional vigilia que es -según Heráclito-, adquirir fortaleza en lo común a todos90.

En fin, la verdadera acción nos descubre el universo, siempre que se   —[186]→   norme a sí misma como designio universal (fórmula metafísica que expresa el hecho humano esencial de que la acción creadora, como horizonte ideal, no resulta posible sin momentos constitutivos de objetividad, espontaneidad e inmediatez de los vínculos interpersonales). Bien podemos recordar en este lugar un fragmento de Novalis: «Hace falta que no seamos meramente hombres, sino más que hombres. O dicho de otra manera: ser hombre es tanto como ser Universo. No es nada determinado. Tiene y debe ser al mismo tiempo algo determinado e indeterminado».

- II -

Sorteando voluntariamente una multitud de distingos, como ser, del tipo que diferencia «acto de actividad» u otros, continuaremos el análisis del concepto de acción desde la perspectiva del sentimiento de lo humano. En consecuencia, trataremos de la acción social, pero dejando rezagado todo criterio formal91. El estudio de la experiencia, realidad y sentido del obrar a través de los fenómenos interpersonales, será de gran fecundidad teórica, en especial, si se indaga, por ejemplo, cómo el momento interior de referencia al otro configura la forma del actuar y, recíprocamente, cómo los distintos modos de activismo dejan su impronta en las relaciones entre los individuos. El ritmo interior, la decisión, el matiz afectivo y el ánimo que acompañan la actividad de un sujeto mediatizado frente a la presencia del otro, adquiere cierta rigidez, un tono sentimental de resentimiento que la convierte, de ordinario, en superficial activismo, desprovisto de la segura cristalinidad y objetividad que caracteriza a la acción de aquel en quien toda obscura reserva frente a la persona ajena se ha desvanecido. Claro está que entonces es necesario animar la idea de conducta íntima orientada hacia los demás, con las ambivalencias que encierra la experiencia primaria del otro, en el sentido que aquí le concedernos: de doble dirección dialéctica, virtual, según la cual para aprehender al prójimo en si mismo es menester haber advenido a la plenitud personal, si bien sólo merced a dicha aprehensión se alcanza esa plenitud. Como se verá, estos planteamientos se ubican naturalmente en la esfera de problemas de la antropología de la convivencia.

Entendemos por acción social, en uno de sus aspectos, aquella forma   —[187]→   de la conducta individual que corresponde a un obrar a través de imágenes singularizadas del otro, estimulado por la espontaneidad expresiva y el sentimiento del autodominio como vivencia del nosotros. De este modo, la acción condiciona la ruptura del aislamiento subjetivo, cualquiera que sea la forma histórica que el hermetismo adopte.

Lo cual no significa que siempre al actuar el individuo lo haga acompañándose de la representación interior del otro. Pero, sí ocurre que en cada nivel de espontaneidad del acto adquiere un signo espiritual distinto, capaz de influir en el orden de convivencia, a lo menos como horizonte de relaciones posibles. Igualmente, cuando definimos la facultad de obrar como una categoría de la expresión y comunicación, no queda reducida con ello toda actividad a contactos humanos. Pensamos, solamente, que la objetividad del obrar se fundamenta en el modo del vínculo interpersonal, ya Sea que se concrete en relaciones o que permanezca como tensa disposición anímica, como pura virtualidad.

La voluntad de actuar, si fluye de la simpatía, del sentimiento metafísico primario de la criatura, constituye la expresión cabal del ser del hombre. Además, cuando por encima de limitaciones pragmatistas, el obrar hace posible la percepción diferenciada de la persona ajena y con ello la ruptura del aislamiento subjetivo, lleva al individuo a su plena actualidad. Por eso, también ocurre que si es el sentimiento de obligatoriedad frente al alma ajena el que conduce hasta la acción, ésta se libera de los contenidos irracionales, negativos que acompañan, como su sombra, al mero «activismo».

Sólo merced a la universalidad del actuar, en el doble sentido de «ser universo» y de tender a representarse al otro en su ser personal, queda la acción depurada de resentimiento, de elementos negativos, impersonales, puramente conjuradores de la interna inestabilidad. Porque esto no acaece, se observa en la vida del hombre moderno una manera de ser activo tal que, al mismo tiempo que resta al individuo objetividad en su visión del mundo, se caracteriza por la mediatización e impersonalismo de los vínculos humanos que se actualizan con su obrar. Ciertamente que el hombre nunca consigue extirpar totalmente sus motivaciones negativas. Pero, tan significativo, éticamente, como atender al remanente de sí mismo que no participa en los actos, es el modo de esa no participación. Si, como parece natural, siempre ha de permanecer un núcleo de intimidad irreducible a todo contacto interpersonal, lo importante para el grupo social no es, sin embargo, el que así ocurra, si no que esa interioridad inalienable del individuo se decante serena en lo íntimo o   — [188]→   tienda a fusionarse con impulsos irracionales. O dicho en otros términos: aun aceptando la insuperable limitación existente para conocer el alma ajena, lo decisivo es la modalidad de referencia a ella coordinada, esto es, la dirección de inmediatez o de mediatización a través de la cual se tiende a aprehenderla.

El complejo estado afectivo-espiritual que denominamos aislamiento subjetivo hace comprensible, parcialmente al menos, la ingenua concepción de la actividad sustentada por el americano del sur (y en el aspecto político, acaso por toda la sociedad contemporánea). Rindiendo culto, en ocasiones, a la voluntad de despersonalizarse se cree servir fielmente al espíritu de la acción. En parte se trata de vitalidad juvenil que se desborda con alegre riesgo de sí misma. Pero lo cierto es que sus más hondos motivos arrancan, precisamente, del aislamiento subjetivo en que esa misma juventud se encuentra. Una vez más se hace presente la característica esencial de ese estado: la aprehensión indiferenciada del alma ajena. Limitado el individuo a ese vínculo mediato, no alcanza a conferir a la acción el rango de una forma de vida éticamente condicionada. Pues la actividad -en una de sus posibilidades creadoras- se intuye como ideal de existencia cuando nace de la «experiencia moral del prójimo», para llamar así, desde ahora, a esa vivencia inmediata del otro tantas veces aludida.

Después de lo expuesto, no debe sorprender, por otra parte, que si en la manera de actuar del americano -o en general del hombre- advertimos impersonalismo, luego descubriremos también su pasividad. Porque pasividad e impersonalismo tienden a converger apenas el espíritu de la acción no obedece al sentimiento de libertad que emana de la idea del hombre propia de un pueblo.

Denominamos idea del hombre al modo particular de experimentar la realidad del prójimo, como sentimiento primario que encierra cierta obligatoriedad hacia los demás, correlato vivo de aquella experiencia esencial. Una determinada intuición del prójimo fundamenta y da origen a una peculiar idea del hombre. Asimismo, la concepción de la persona característica de un individuo o un pueblo, encuéntrase subordinada a la experiencia primordial del tú. Entre el mero saber de la realidad del alma ajena y la percepción diferenciada de la misma -si es permitido este giro espacial- surge la idea del hombre. Por ella debemos entender, antes que una teoría antropológica, la especial disposición valorativa que la presencia del hombre condiciona; en fin, entendemos un vivirlo y amarlo capaz   —[189]→   de transformarse en instancia suprema del obrar. Los caminos de la acción a través de los cuales se actualiza y hace viva tal idea del hombre, el tipo de actividad que la expresa, corren paralelamente al dramatismo propio de nuestras formas de sociabilidad. La encarnación negativa y extrema de esa idea, en el americano, constituye lo que describimos como su aislamiento subjetivo92.

Vacilaciones en el sentimiento de lo humano, prefiguran el curso de la acción, a lo menos como una de sus variables fundamentales. La intuición de la individualidad que se ofrece a nuestro horizonte de convivencia actual o virtual favorece, en ciertas circunstancias, el tomar posiciones afectivas y espirituales que conducen hasta un angustioso replegarse dentro de sí, como sucede en el hermetismo. Este alejarse hacia lo íntimo, camino de la impermeabilidad del aislamiento, limita el espíritu de la acción con el signo de un transitorio impersonalismo y pasividad. Dicha «pasividad de la acción», representa también el comportamiento negativo a que inicialmente inclina el profundo tener conciencia del otro yo y más que un saber denota una sensibilización de un orden muy particular. Por el contrario, contactos afectivos muy débiles y fugaces, que se agotan y desvanecen en su puro manifestarse, pueden simular relaciones, si bien extremadamente superficiales, que sólo mimetizan la libertad de la acción.

El problematismo que suscita en los «hombres del subsuelo», caracterizados por Dostoyevski, lo inminente del tener que obrar, así como las vacilaciones que consumen al individuo en su impotencia frente al curso de la realidad social o ante la presencia de la persona, estimulados por la turbadora certidumbre de un deber actuar y no poder, reconocen también un fondo de inquietante inseguridad que el agudo presentimiento del otro despierta.

Ni el sentimiento de amor hacia los demás, ni la actitud de moral responsabilidad frente a la persona ajena, ni tampoco la postura escéptica y negativa interpuesta a las posibilidades humanas, conducen necesariamente al aislamiento. La voluntad de aprehender al hombre en sí mismo, que no se resigna a conjurar su ser divino o demoníaco con formas mediatas de relación, induce al individuo a ocultarse en el hermetismo. A veces, éste mismo se disfraza bajo la armonía puramente exterior de la vida americana, fundada más en el mutuo prescindir que el recogerse en sí lleva implícito, que en la convergencia positiva de maneras de   —[190]→   ser y pensar. Sin embargo, en la tensión de lo hermético duerme un sentimiento de lo humano capaz de condicionar inauditas transformaciones en la vida colectiva. Porque nos encontramos en presencia de una suerte de «impotencia activa» capaz de llevar al hermetismo, de una tenacidad casi ascética que no se resigna, por fe en el hombre, a degradar los nexos personales en lo mediato y banal.

No resulta, pues, extraño que, en el americano, la norma de la acción y el curso de ella misma despierten suspicacia, y susciten, además, no disimulada desconfianza. Todo actuar es instintivamente percibido, por decirlo así, a través de esa particular sensibilidad para el prójimo. De ahí, también, que el comportamiento activo despierte afectos en apariencia contradictorios. Porque, en verdad, nada agudiza tanto el resentimiento, nada hace al hombre odiar más intensamente su mundo íntimo, la misma singularidad de su ser, como el no poder convivir con el prójimo armónicamente, a favor de la espontaneidad expresiva de uno y otro.

En el americano del sur, el aislamiento subjetivo representa la faz negativa de su idea del hombre, ya que en su soledad permanece vigilante su profunda aspiración a establecer vínculos humanos inmediatos. El ánimo deprimido, el ensimismamiento surgen del fondo de su anhelo malogrado de participación en el ser del otro y la sociedad; su alegría brota, en cambio, cuando contempla lo valioso, dado en el individuo y en el grupo, en su singularidad y autonomía. Será estéril, por lo tanto, intentar comprender las peculiaridades del carácter americano atendiendo solamente a las afirmaciones racionales de sentido colectivo olvidando, al hacerlo, la realidad de los planos más profundos donde la espontaneidad y la impotencia expresivas luchan por exteriorizar la idea del hombre que emana de su intuición originaria del alma ajena.

- III -

Por el camino de la actividad creadora, así concebida, el hombre puede superar aquel estado negativo de aislamiento en que el individuo perdura únicamente atenido a sí mismo. Negativa es para Spinoza esa soledad en la que se corre el riesgo de dejar de ser libre al alejarse de la universalidad propia del mandato común, de la ley de la Ciudad.

Pero no se trata sólo de liberarse de lo puramente subjetivo y singular del «sí mismo», dejándose dirigir por la Razón, para conquistar la libertad, como sostiene Spinoza en su Ética. Ocurre también que en el   —[191] →   tener «mundo en común», en la auténtica comunidad, la acción puede llegar a convertirse en un valor absoluto. Tal acaece, sobre todo, si se la concibe vinculada al proceso de interiorización y, con ello, a los modos de referencia al otro. Porque ya hemos visto que si en verdad existe una actitud absolutamente no relativizable por cambiantes valoraciones éticas, ella es la disposición espiritual que inclina a crear vínculos inmediatos, que hace posible amar y juzgar al prójimo en sí mismo, en la singularidad de su ser. Y en cuanto la acción creadora -categoría de la expresión y la comunicación- se interioriza como autoconciencia y, además, como progreso en la inmediatez frente al otro, también se convierte en un valor absoluto en el seno del universo.




ArribaAbajoCapítulo XIV

Exterioridad e interiorización del obrar


- I -

La necesidad de prójimo, que el individuo experimenta como personal extravío e íntimo desorden, superando el aislamiento subjetivo, abriendo cauce al anhelo de espontaneidad que el hermetismo vela, conduce a la plenitud, a la libertad personal, que, a su vez, culmina en la posibilidad de establecer vínculos humanos inmediatos y realiza el espíritu de la acción. Entonces, el obrar -ahora auténtica categoría de la expresión y la comunicación- se manifiesta creador desde el vivo centro de la libertad personal. Porque únicamente quien abandona el lastre de resentimiento, mediatización e irracionalidad, que confiere al hacer el carácter negativo de reacción, perdura activo93.

También, únicamente entonces, libre al fin de las irradiaciones de hostilidad que nacen del sentimiento de padecer un común destino   —[192]→   por la ausencia de vínculos inmediatos, alumbra en el individuo la idea positiva de un destino que se vive en común. Es ese obrar desde sí, armónico, el que presta a la vida tonos apolíneos, el que la aligera y alegra; luminosa y creadora alegría que se contrapone al ciego encadenamiento que caracteriza la existencia de una comunidad donde el obrar representa un substituto negativo de tendencias inhibidas y donde el despliegue de la vida social escapa al control del grupo.

Porque, en cuanto la voluntad de actuar del americano es perturbada por la tendencia a anular -en verdad sólo desplazándola- la interior discordia, y en cuanto sufre, además, las limitaciones que la mediatización del contacto con el prójimo impone a la norma de su actuar, la acción se manifiesta en forma negativa, aunque se acompañe de la ilusoria creencia en un comportamiento libre. Conservando la inestabilidad, su discontinuidad interior, alentando una suerte de virtuosismo de la doble personalidad -la corroída visceralmente por el saberse inauténtico y la que se manifiesta exteriormente en impersonal euforia-, cree el americano, a menudo, servir al espíritu de la acción. Y, sin embargo, como quiera que se orienten dichos impulsos, de hecho el obrar se deforma, se reduce a una suerte de mecánica exterioridad o a un puro desborde de vitalidad.

La exterioridad del obrar, el permanecer de cada cual como al margen de los actos socialmente significativos, reobra sobre el ánimo colectivo favoreciendo la general impresión de intrascendencia que despierta el curso de los designios perseguidos, penetrando de sentimientos de duda y recelo las relaciones de los miembros del grupo. La exterioridad de la acción se corresponde con la inestabilidad de los vínculos interpersonales y, además, con la propensión a desconocer el valor moral del otro. Así, pues, la actitud proclive a imaginar un primario ocultamiento de los verdaderos motivos personales, propios y ajenos, aniquila, como fenómeno social, la fecundidad del espíritu de la acción. En otros términos, como lo hemos dicho en el tomo primero, la exterioridad del hacer refleja la íntima discontinuidad del individuo, al propio tiempo que el bajo nivel de interiorización de las acciones condiciona un profundo distanciamientos interpersonal94.

Incapaz de obrar desde su libre centro personal, extraviado, el hombre se extravía además frente al hombre mismo. Y la revelación inmediata   —[193]→   de tal extravío se da en su falta de fe en el otro que una persistente suspicacia delata. Aquí, la necesidad de prójimo, que a través del aislamiento subjetivo y el hermetismo avanza, gracias al íntimo anhelo de espontaneidad, hacia vínculos humanos inmediatos, libertando al individuo y capacitándolo para una acción creadora, esa necesidad, insatisfecha, malograda, se petrifica en suspicacia y falta de fe que carcomen las raíces de la vida social. No se trata ya de aislamiento o hermetismo, no se trata, tampoco, de temerosa represión de movimientos anímicos que pugnan por una expresión espontánea y que, roto el aislamiento, encontrarán libre curso, sino, real y verdaderamente de un estancamiento y muerte en la pura exterioridad.

Y es así como ha llegado a constituir un rasgo esencial de la fisonomía de los grupos americanos o, más bien, una forma concreta de su peculiar sociabilidad, el preguntarse, inacabablemente, por la legitimidad de sí mismos. Poco importa, a este respecto, que, en verdad, no siempre anime esa duda o problematismo el puro deseo de un contemplativo y crítico atisbar, que supone ya la íntima liberación. Con todo, la trama social posee la cohesión necesaria para hacer posibles el afecto y la valoración del prójimo, tanto como la desconfianza y la hostilidad. Y una comunidad en que la cautelosa referencia al hombre llega a convertirse en elemento fundamental de la melodía de la vida, posee, ciertamente, una diferenciada sensibilidad y medida para conocer lo auténtico éticamente significativo, y ha de manifestarse, por lo mismo, capaz de crear originales formas de vida.

No es raro, entonces, que alegría y depresión se mezclen extrañamente con la desconfianza radical alimentada contra el amigo, ni que la crítica, a veces despiadada, estilice el carácter de las reuniones de poetas, novelistas o pintores americanos; crítica que si no degenera en explosiones de violencia y resentimiento es, justamente, porque el elemento que cohesiona y unifica, es intensificado por los mismos motivos que avivan la recíproca hostilidad y desconfianza: trascenderse en la búsqueda de la virtud del hombre, de su fortaleza espiritual. Cabe observar, a este respecto, que a pesar de cierta particular soberbia propia del artista americano, soberbia que no siempre le permite conservarse a la altura de su obra y que en su juvenil entusiasmo le inclina a creer más en la inspiración que en la conquista de la disciplina interior, a pesar de ella, se puede decir que no abandona nunca la persecución, a veces angustiosa, de su personal legitimidad. Por lo demás, en todos los medios o clases sociales encontramos maneras semejantes de reaccionar que únicamente   —[194]→   se diferencian por el estilo y las posibilidades de expresión característicos de ambientes diversos. Así, el obrero revela su desconfianza recogiéndose dentro de sí o recurriendo a la sátira como modalidad de vínculo, sátira de la que él no se excluye, evidenciando con ello que su aparente falta de fe en el otro no impide una eventual entrega, sino delata, más bien, la propia mediatización y ensimismamiento.

El hecho de poner en duda el valor del individuo, independientemente del fundamento y la singularidad de los motivos que lo condicionan, con independencia, incluso, de la suspicacia característica entre grupos pertenecientes a diversos estratos sociales, se relaciona con actitudes de significación más general. La cautelosa referencia a un hombre puede no ser otra cosa que el reflejo del personal desencanto proyectado a la totalidad de lo humano. Por eso, en los contactos personales no siempre es fácil distinguir la duda que no trasciende de lo singular, del recelo que se aplica a lo individual sólo en cuanto está motivado por un escepticismo que envuelve al todo. Cuando se valora al hombre originariamente, se le incorpora a un orden natural, a la imagen del cosmos. Entonces, hasta en el hecho mismo de un consciente zaherir al otro se reconoce a la persona en el seno de lo universal. En este sentido, fe en el hombre significa tanto como ordenación creadora de lo humano en el conjunto del universo. La actitud colectiva de cautelosa referencia al hombre del americano, que ahora describimos, actitud que no puede asimilarse a mera suspicacia, expresa, justamente, la latencia de esa fe, denota el hondo influjo del ideal de un tipo humano en gestación.

Si la exterioridad del hacer y la discontinuidad de los contactos interhumanos se corresponden, si, además, toda acción creadora arranca necesariamente del libre centro personal y supone la posibilidad de establecer vínculos humanos inmediatos, entonces, cabe concluir que el obrar representa la cabal expresión del hombre, y que es su libertad la fuente de su acción creadora y de su fe en el prójimo.

- II -

La referencia directa a los fines, que sólo la libertad personal hace posible y estimula, presta a la acción -no subordinada ya a elementos irracionales- su máxima eficacia. En esta actitud encarna, cabalmente, lo más característico de la fuerza revolucionaria auténtica, en la que los elementos de mera reacción, que ocupan el lugar de los fines, y las desviaciones, faltan por completo. La referencia directa a los fines anula en el   —[195]→   obrar lo puramente formal, desvaneciendo el paralizador problematismo intelectualista.

Y es que toda utopía, todo género de falso «idealismo» son extraños a la forma interiorizada y creadora de la acción, forma que podemos llamar además «natural», en cuanto arranca del sentimiento primordial de libertad personal a que conduce la necesidad de prójimo cuando, rompiendo el aislamiento subjetivo, llega a establecer vínculos humanos inmediatos y orgánicos. Cabe, incluso, afirmar, desde la teoría que explica esta acción «natural», un HUMANISMO en que el momento de actividad coincida, en cuanto a la génesis y el sentido, con lo que hemos destacado como propio de la esencia del hombre al desarrollar los principios de una antropología de la convivencia.

Justamente, lo que hay de más significativo en la actitud que denominamos exterioridad de la acción, es que ésta no logre configurar una forma de vida en que sentimiento de la existencia y anhelo de actividad coincidan. Así, puede decirse del americano que sólo descubre su fortaleza al margen de la «acción social», en la que ve un deber ser, un sino social sólo racionalmente aceptado, mientras no consigue unificar, en la tensa expectación de su interior vitalidad, el sentimiento de existir y el hacer.

En cuanto no alcanza dicha unificación, la vitalidad del americano se vierte en rituales político-burocráticos, que, a poco andar, deja también de lado para desbordarse en un abandono en el que cada cual cree comenzar a «ser» verdaderamente -él mismo-. Este abandono, al generalizarse, escinde la vida social americana, y, así, por ejemplo, cuando el militante se desposee en su círculo íntimo del rigor disciplinario -pura exterioridad- que el partido le impone, sólo es para poner en evidencia su radical duplicidad. Duplicidad que delata su inestabilidad, su caída por debajo de sí, y en la que cambio alguno sustancial se manifiesta, en la que ningún horizonte nuevo se abre para él; duplicidad, en fin, que nada posee de dionisíaco o de mágico y por intermedio de la cual ningún mundo nuevo irrumpe, como irrumpe el mundo de lo fantástico con la última campanada de la media noche.

En cambio, en semejante abandono se gesta el sombrío sentimiento de que el cambio social escapa al control personal y colectivo, aumenta en él la impresión de inseguridad y, finalmente, todo el complejo proceso desemboca en un persistente, desconsolado y mecánico dudar de la pureza de motivos que impulsan a los demás y a sí mismo.

Y, sin embargo, esta doble vida, característica de la exterioridad de la acción, es, a menudo, tácitamente sancionada por los miembros que   —[196]→   forman un partido. Tal transigencia, o complicidad, hace comprensible que el joven revolucionario no aparezca como fariseo ante sus compañeros, a pesar de que su vida personal no corresponda muchas veces, desafortunadamente, en modo alguno a la índole de sus afirmaciones político-revolucionarias.

Claro está que, en rigor, nunca conquista el hombre la definitiva unidad entre el hacer interno, el autodominio y el obrar. La acabada continuidad entre íntima configuración y acción es un límite. Pero, no por ello es menos cierto que esa desarmonía entre vida interior y actividad alcanza entre nosotros extremos tanto más desquiciadores cuanto que la más recóndita voluntad del americano tiende, justamente, a lograr esa armonía y a realizarse -como tipo humano- en ella.

Por otra parte, el estilo de existencia activa que describimos, acrecienta un profundo sentimiento de antagonismo entre el individuo y la comunidad. Pero, tal percepción de un dualismo originado en la certidumbre de la personal desarmonía, no responde ni a una creciente exaltación de lo individual, ni a una marcada hostilidad contra lo colectivo en sí mismo; sino que responde, más bien, a la intuición del general extravío, del interior desorden que a todos toca, y es, en ese sentido, positiva.

Con todo, cuando el obrar se revela transido de inhibiciones o, cuando lejos de representar una real participación lleva el signo negativo de tender a estabilizar la íntima discordia, y sólo entonces, lastra la vida de la sociedad de irracionalismo, incoherencia o discontinuidad en los designios. Más aún, la existencia política se empobrece hasta el extremo de transcurrir agotándose en una peculiar mecánica de problemas económico-sociales.

Proliferan, al mismo tiempo, los individuos que adoptan actitudes contemplativas que velan su impersonalismo; porque el contemplativo tiende a ser impersonal cuando se incorpora a las esferas de actividad de las que no cabe sustraerse. Claro está que este impersonalismo que caracteriza al americano mientras no logra la interiorización de su obrar, dista de acusar objetividad o diferenciación política como, juzgándolo, se acostumbra a decir. Por el contrario, el virtuosismo partidista no enriquece la vida política americana; no la enriquece el que todos se muestren diestros en él hasta el extremo de revestir dicha modalidad la forma de un saber popular, consistente en la agudeza para prever las distintas posibilidades que ofrecen los partidos y formas de gobierno. Aquí, la penetrante   —[197]→   mirada del americano para descubrir lo legítimo se embota en estéril negativismo.

Porque, esta apariencia de objetividad, que convierte en anárquica y discontinua la vida, oculta una indiferencia cargada de mediatizaciones, que ejerce, en la vida política de Chile por ejemplo, un influjo configurador pernicioso, como que hace de la necesidad de huir del interior desorden motivo de la acción. La consideración realmente objetiva y racional de las formas políticas corresponde, en cambio, a una actitud que, por encima de la diversidad de las circunstancias históricas, es susceptible de actualizarse una y otra vez. Resulta instructivo recurrir, a este respecto, a un símil histórico, ya que se trata de un comportamiento social típico. Jacobo Burckhard, tratando de las consecuencias inevitables que acarreó el ideal griego de la Polis, destaca el siguiente hecho: «Uno de los resultados de la vida y pasión de la Polis pagado a más alto precio fue la enseñanza que el espíritu griego sacó de ella para considerar y describir objetiva y comparativamente las formas políticas». Lo cual, a su juicio, trae aparejadas con la desmesura en el deliberar propia de la Polis, la exaltación de la personalidad tanto como la renuncia a la misma.

Exterioridad de la acción e irresponsabilidad marchan unidas. El que nadie se perciba como responsable de lo que sucede expresa la conciencia profunda del aislamiento. A la inversa, dada una real participación de los individuos en la vida colectiva, lograda la interiorización de la acción, afloran inmediatamente sentimientos de íntima censura y responsabilidad por el destino del grupo que, como ya hemos dicho, el individuo vive entonces -no padece- como un común destino. El ánimo expectante negativo expresa, pues, real desarmonía del tono de la vida. Desarmonía, puesto que la cualidad del comportamiento que denominamos exterioridad de la acción denota la existencia de una honda grieta en la sociedad.

Así es como exterioridad e interiorización del obrar, aparente objetividad y conquista de la unidad entre el hacer y el anhelo más hondo, bifurcan el curso de la vida social americana en dos corrientes; una, subterránea, de ensimismamiento, en que lo hermético del ánimo recogido en sí mismo despunta como reacción contra la indolencia, la otra, superficial, manifestándose indolente en ritual exterioridad.

- III -

Otro aspecto esencial del estilo de la existencia activa entre nosotros,   —[198]→   se manifiesta como voluntad de despersonalizarse. Este hecho señala una reacción contra la exterioridad del obrar, por lo que no debe ser considerado como una actitud totalmente negativa. Todo ocurre, en efecto, como si, ante la inquietante duplicidad de la propia existencia -escindida en la diversidad inarmónica del hacer interno y externo-, sentida por momentos como insuperable, ante la congoja engendrada por la discontinuidad, el individuo se decidiera por la entrega «mística» a agrupaciones y partidos, acudiendo a ellos por vía de despersonalización; todo ocurre como si el militante no encontrara otro medio de reintegrarse a lo colectivo si no es a través de un proceso previo de despersonalización.

Con frecuencia, en nuestros medios revolucionarios, se afirma la necesidad de «despersonalizarse» como camino real hacia una actividad creadora, olvidando que la solicitud por lo social que no arranca de una firme determinación de casi ascético cultivo de lo individual, no pasa de ser un engaño del que el individuo hace víctima a sí mismo. Pero, nunca es más necesaria la personal fortaleza, que presta a los actos un signo positivo, que cuando el hombre se orienta a lo social. No existe referencia, realmente creadora, a la comunidad sin un hondo trabajo interior orientado en el sentido de la personal configuración. Y así, el tipo de hombre que encarnaron los primeros bolcheviques, dio muestras de un verdadero heroísmo en el culto de la máxima prescindencia de lo material y afectivo-espiritual compatible con la vida; al mismo tiempo dicho partido llegó a constituir una verdadera comunidad, donde los vínculos inmediatos lejos de excluir una poderosa atención a lo colectivo, la favorecían95. Podría intentarse una historia de los grupos, de los movimientos revolucionarios, considerando esta primitiva fuerza de los vínculos humanos inmediatos; podría hacerse atendiendo al hecho de que a medida que la atracción de lo colectivo comienza a significar mediatización interhumana, se va perdiendo el espíritu revolucionario de sus miembros, para concluir diluyéndose en burocrático impersonalismo.

Nos resistimos un tanto a recurrir al vocablo «despersonalización», teniendo presente que por su genealogía está vinculado especialmente a la esfera de análisis propia de la psicopatología96. Si, no obstante, lo empleamos,   —[199]→   ello obedece a dos motivos: Primero, al hecho de que siempre se da un momento de desrealización en el acto de despersonalizarse, aunque este acto corresponda a un fenómeno voluntario, normal, individual o colectivo (tal como se observa en la pérdida de la objetividad en la visión del mundo propia del hombre-masa); y, segundo, a que el mismo término es empleado, corrientemente, por los escritores que tratan de describir la relación entre hombre y partido en el mundo actual. Así, por ejemplo, E. E. Noth escribe que «todas las doctrinas colectivas trabajan en despersonalizar radicalmente al mundo actual». Al hacer diagnósticos tan perentorios, se olvida que no siempre, ni necesariamente, la referencia a lo social encubre una fuente de despersonalización. En el bolchevique, v. gr., coincidían la teoría y la forma íntima por ella requerida para actualizarse creadoramente y, como tal, su obrar se encontraba desprovisto de elementos negativos.

En este sentido, Spranger ha llamado la atención acerca de la estructura vital que se oculta tras la teoría política, distinguiendo, así, entre referencias negativas y positivas a lo social. En el primer caso, la negación de sí mismo equivale a una huida, expresa impotencia que se intenta inútilmente superar conjurándola por la adscripción mecánica a lo colectivo. En el segundo caso, en la actitud positiva, la voluntad de despersonalización se realiza, en cambio, desde la plena autoafirmación que, como vitalidad desbordante, se revela en actos de casi ascético constreñirse.

Sin duda que en el adepto a los regímenes totalitarios se genera también una desrealización de la perspectiva de su contorno vital, paralela a la voluntad negativa de despersonalizarse; pero, en el americano, posee otras motivaciones el desdoblamiento propio de su modo de actuar. En efecto, en él, el difuso saber de cómo la potencia de su vitalidad personal sólo se desenvuelve en el círculo de la convivencia más íntima, agudiza la necesidad de conquistar la unidad entre sí mismo y la acción puramente ritual. Unidad que él cree poder lograr merced, justamente, a un juvenil impulso de despersonalización, positivo en su origen.

De ahí que en los movimientos de izquierda esta voluntad debe ser entendida rectamente como una forma de reaccionar contra el desdoblamiento de la acción, que la aún no alcanzada libertad personal no logra anular. Debe ser comprendida, en fin, como un deseo de íntima continuidad y no de verdadera despersonalización desrealizadora.

La heroica voluntad de anularse a sí mismo -en el sentido que aquí le damos- arranca de la inconmovible fe en el hombre del americano.   —[200]→   En cambio, la tendencia puramente negativa al autoaniquilamiento, en cuanto es signo de mera reacción de impotencia frente a sí mismo y en cuanto niega al prójimo, nunca llega a crear un elevado espíritu o sentido para lo colectivo.

En resumen, impersonalismo, pérdida de la visión objetiva del mundo, voluntad de despersonalización y exterioridad del actuar se tocan en un punto esencial (y según las circunstancias históricas serán las actitudes que, con diversos matices, condicionarán el sentido del momento social). Pero, reparemos, finalmente, en la contrafuga. Realidad de la perspectiva vital, acción interiorizada, vínculos inmediatos y orgánicos con los demás y libertad personal, constituyen también, pues, un enlace de constantes de la antropología de la convivencia, en lo teórico; y, además, representan una viviente unidad creadora de la experiencia inmediata del hombre.




ArribaAbajoCapítulo XV

La idea de la acción en Mariátegui


- I -

Evoquemos ahora la imagen de José Carlos Mariátegui, cuya voluntad revolucionaria se caracterizó por un querer interiorizar la acción y por la «religiosidad» propia de su manera de concebirla. Digamos, deteniéndonos en lo positivo, cómo no es un azar que uno de los hombres que más hondamente percibió el designio cultural revolucionario que alienta en el americano -y ello en gran medida como marxista-, haya librado tan fervorosa lucha contra la exterioridad del hacer.

Piensa Waldo Frank que con Mariátegui apunta el nuevo americano, al mismo tiempo que la revolución deja de ser en él algo abstracto y distante; piensa, además, que este nuevo impulso se manifiesta en la religiosidad con que, Mariátegui la intuye a través del todo, como orgánico despliegue de la naturaleza esencial del hombre. Si -para el escritor peruano- la «verdad de nuestra época es la revolución»97, los signos y   —[201]→   presagios de su advenimiento entre nosotros, y en él mismo, se revelan fundamentalmente en la simpatía contemplativa de una mirada que va desde el hombre de los Andes, hundido en sí mismo, pasando por el simbolismo del ayllu y la imagen del paisaje, hasta la revolución que presiente, animada de cierto panteísmo, como matiz propio de su rebeldía. Para él la perspectiva milenaria se prolonga hasta el presente a través de la lucha, mientras su religiosidad, como honda sensibilidad para percibir la raíz del conflicto humano, ve en el pesimismo indígena una actitud básica de piedad y ternura, verdadero misticismo cristiano-eslavo, igualmente distante del nihilismo escéptico que de la morbosa voluntad de autoaniquilamiento. De ahí que Mariátegui, siguiendo a Jorge Sorel, considere evangélica la visión de E. L. Varcárcel, creadora del mito salvacionista del indio, mito de la revolución socialista que hará posible su resurgimiento98.

No vamos a discutir aquí la objetividad de sus fervores; nos importa, en cambio, comprender cómo siempre concebía y experimentaba la acción revolucionaria como religiosidad de lo humano. Podría decirse que en su obra se interfieren dos direcciones teóricas: la que proviene del marxismo, cerrada, sistemática, y la que estimula retrospectivamente la mística milenaria del hombre del ayllu. Mas, no es sólo eso: junto a su esquematismo conceptual se esfuerza por destacar el hecho del curso viviente de lo íntimo que corre animando los actos. Su concepción -difusamente expresada- de lo religioso, nos informa acerca de un aspecto de la aparente duplicidad de las conexiones de sentido por él establecidas; aparente, porque es el amor al hombre la disposición básica que verdaderamente crea su perspectiva sistemática, y no a la inversa. «La revolución más que una idea, -dice- es un sentimiento, más que un concepto es una pasión. Para comprenderla se necesita una espontánea actitud espiritual, una especial capacidad psicológica». Y, más adelante, se pregunta: «¿Acaso la emoción revolucionaria no es una emoción religiosa»99 Es, pues, la afirmación del valor humano en sí mismo, lo que opera aquí la aparente duplicidad entre determinaciones impersonales y un imperativo de plenitud individual; y haríamos mal viendo una pura metáfora en la asimilación de lo revolucionario a lo religioso que Mariátegui hace explícitamente.

Él piensa, por tanto, que se han superado los tiempos de la estéril crítica librepensadora de lo religioso, ejercitada en favor de lo laico y   —[202]→   racionalista. Por eso, al analizar dicho problema en el Perú, sostiene: «El concepto de religión ha crecido en extensión y profundidad. No reduce ya la religión a una iglesia y a un rito. Y reconoce a las instituciones y sentimientos religiosos una significación muy diversa de la que ingenuamente le atribuían, con radicalismo incandescente, gentes que identificaban religiosidad y «oscurantismo»100. Pero, la ampliación del concepto de lo religioso no le impide ver en la trayectoria de la religiosidad incaica, justamente un proceso de decadencia de la forma íntima de su contenido, desprovista ya de poder espiritual para resistir el evangelio. La identificación de lo social y religioso confiere a lo inca su peculiar destino. Con el debilitamiento del estado incaico muere el espíritu religioso, pues éste constituía una disciplina colectiva antes que una forma de personal autodominio. Por lo que Mariátegui concluye que el mismo golpe hiere de muerte a la teogonía y la teocracia, no conservándose más que los ritos agrarios y el sentir panteísta. Orientada la religiosidad hacia el estado, la salvación individual marcha unida al mantenimiento de las organizaciones colectivas, y la disolución de la experiencia religiosa presenta entonces síntomas típicos.

El análisis del proceso «natural» de interior aniquilamiento de la religiosidad del indio peruano, lleva a Mariátegui a concluir que la «evangelización, la catequización, nunca llegaron a consumarse en su sentido profundo, por esta misma falta de resistencia indígena». Así, también, resulta que la «pasividad con que los indios se dejaron catequizar, sin comprender el catecismo, enflaqueció espiritualmente al catolicismo en el Perú». Por otra parte, el «mimetismo», la facultad de adaptación, la transigencia del indio, le parece que encarnan su fuerza y su debilidad. Porque a su juicio -como para Unamuno a quien José Carlos cita en este mismo sentido- el espíritu religioso adquiere su temple en el combate y la agonía.

- II -

Las consideraciones precedentes, que sólo nos interesan en cuanto permiten penetrar en el pensamiento religioso de Mariátegui, pueden contribuir también a la comprensión del orden de experiencia íntima en que   —[203]→   se fundaba su idea de lo mítico concebido como fuerza revolucionaria o de la revolución como mito. Dice, a este respecto: «El pensamiento racionalista del siglo XIX pretendía resolver la religión en la filosofía. Más realista el pragmatismo ha sabido reconocer al sentimiento religioso el lugar del cual la filosofía ochocentista se imaginaba vanidosamente desalojarlo. Y, como lo anuncia Sorel, la experiencia histórica de los últimos lustros ha comprobado que los actuales mitos revolucionarios o sociales pueden ocupar la conciencia profunda de los hombres con la misma plenitud que los antiguos mitos religiosos».

Sin ahondar en la estirpe soreliana de sus reflexiones, ensayemos una fugaz indagación en torno a la idea del hombre que anima sus consideraciones sobre el problema del indio, las cuales, por otra parte, son ajenas por entero al llamado «populismo» ruso, ideología que se caracterizó por la esperanza de un socialismo realizado prescindiendo del proletariado y bajo la dirección de los intelectuales y la comunidad campesina101. Juzgar las interpretaciones de Mariátegui como extravíos doctrinarios es empobrecer y velar aquello que las hace valiosas. Su peculiaridad de revolucionario americano se manifiesta justamente en la original integración de elementos teóricos y sentimientos en apariencia cualitativamente disímiles. Considerar como desviaciones lo que hace de Mariátegui un revolucionario singular, vale tanto como no comprender su significado en la historia americana y, particularmente, el sentido de su ideal de lo humano. Pues podemos hablar de su ideal del hombre, aun cuando él rechace cualquiera «solución pedagógica» del problema; pedagógica, humanitarista o racial. En efecto, a pesar de proclamar su fervorosa admiración por el Padre Las Casas, declara superados los puntos de vista humanitarios, filantrópicos o étnicos, a favor del planteamiento económico. Junto al derecho a la educación, la cultura, el amor y el cielo -piensa- debe reivindicarse el derecho del indio a la tierra. Ahora, sin sutilezas, descubrimos un punto por donde la referencia a ciertas «experiencias humanas» nos deja ver un criterio muy significativo, tocante a la historicidad de lo humano.

Atendiendo a la norma metódica aquí seguida, que tiende más bien a indagar el cómo, el modo de vivir un contenido de sentido espiritual, antes que a decidir sobre la objetividad de lo vivido mismo, prescindiremos de opinar acerca de si asiste o no la razón a investigadores como   —[204]→   Baudin, Krickeberg o Murdock, cuando niegan la existencia de un comunismo incaico, frente a Mariátegui que lo afirma sin reticencias. Sólo nos importan las razones que este último arguye a favor de su tesis.

Cierto relativismo histórico, la variabilidad propia de las diversas experiencias humanas, invalidan, a juicio suyo, las objeciones levantadas contra la real existencia de un comunismo incaico. Es decir, el antagonismo dado entre despotismo y libertad, no representa para Mariátegui una antinomia que ostente el carácter de lo invariable. Al contrario, la necesidad de tal antagonismo resulta ser función de una forma específica de libertad, por lo que llega a conjeturar, siguiendo a Frazer, que el despotismo de la antigua China o de los faraones egipcios, no era incompatible con alguna forma de libertad. El revolucionario peruano piensa, además, rechazando concepciones abstractas de la tiranía y la libertad, que teocracia y comunismo no son términos inconciliables y, por lo tanto, que al comunismo, históricamente considerado, no le es inherente la libertad individual. Hay diversas manifestaciones de la libertad -existe la quechua como la jacobina- así como existen diferentes modalidades de relación entre el hombre y la naturaleza. Lo importante es que la tiranía únicamente se revela como tal en cuanto deforma y aniquila el impulso vital propio de cada pueblo.

En cuanto el relativismo histórico de Mariátegui se fundamenta en el análisis de la legitimidad de ciertas experiencias humanas en las que se revelan sentimientos correlativos de libertad, lleva implícita una idea del hombre que, de alguna manera, durante un corto trecho, es paralela a nuestra búsqueda orientada hacia el conocimiento de cómo vive el americano la libertad. Pero, sobre todo, el reducir la rica variedad de formas de libertad a la dependencia de un núcleo de experiencias íntimas, es lo característico del nivel espiritual de interiorización propio de la idea de la acción en Mariátegui. Juzgamos, pues, necesario recordar el texto correspondiente: «El comunismo moderno es una cosa distinta del comunismo incaico. Esto es lo primero que necesita aprender y entender, el hombre de estudio que explora el Tawantinsuyo. Uno y otro comunismo son un producto de diferentes experiencias humanas. Pertenecen a distintas épocas históricas. Constituyen la elaboración de disímiles civilizaciones. La de los incas fue una civilización agraria. La de Marx y Sorel es una civilización industrial. En aquélla, el hombre se sometía a la naturaleza. En ésta, la naturaleza se somete a veces al hombre. Es absurdo, por ende, confrontar las formas y las instituciones de uno y otro comunismo.   —[205]→   Lo único que puede confrontarse es su incorpórea semejanza esencial, dentro de la diferencia esencial y material de tiempo y de espacio. Y para esta confrontación hace falta un poco de relativismo histórico102.

Fiel a su criterio hermenéutico, considera la libertad individual un fenómeno propio del liberalismo o una adquisición del espíritu de la edad moderna y de nuestra civilización. El hombre del Tawantinsuyo o, si se quiere, la vida incaica, no experimentaba la necesidad de libertad individual: «Si el espíritu de la libertad -escribe- se reveló al quechua fue sin duda, en una fórmula o, más bien, en una emoción diferente de la fórmula liberal, jacobina e individualista de la libertad. La revelación de la libertad, como la revelación de Dios, varía con las edades, los pueblos y los climas. Consustanciar la idea abstracta de la libertad con las imágenes concretas de una libertad con gorro frigio -hija del protestantismo y del renacimiento y de la revolución francesa- es dejarse coger por una ilusión que depende tal vez de un mero, aunque no desinteresado, astigmatismo filosófico de la burguesía y su democracia». Y siguiendo la huella de las cambiantes experiencias de lo individual, sostiene que no debe identificarse históricamente el comunismo con la libertad personal y las distintas formas en que encarnan los ideales democráticos, ya que, no siempre en el pasado fueron antagónicos autocracia y comunismo103.

La unidad de teocracia y despotismo, júzgala, además, como una característica común a las sociedades antiguas, que también se manifestó en el mundo inca como unidad originada en un peculiar sentimiento religioso. Por eso, para Mariátegui, la separación entre el poder temporal   —[206]→   y el espiritual constituye una nueva forma de tensión colectiva. Todo lo cual le hace aparecer como necesario singularizar los rasgos propios de las distintas tiranías rehuyendo, al hacerlo, toda referencia a ellas puramente abstracta, y tendiendo, más bien, a destacar su carácter concreto, aquello que al aherrojar la voluntad de un pueblo e inhibir sus impulsos vitales las caracteriza como tales tiranías: «Muchas veces, en la Antigüedad, un régimen absolutista y teocrático ha encarnado y representado, por el contrario, esa voluntad y ese impulso. Éste parece haber sido el caso del imperio incaico. No creo en la obra taumatúrgica de los Incas. Juzgo evidente su capacidad política; pero juzgo no menos evidente que su obra consistió en construir el Imperio con los materiales humanos y los elementos morales allegados por los siglos. El ayllu -la comunidad- fue la célula del Imperio. Los Incas hicieron la unidad, inventaron el Imperio; pero no crearon la célula».

Resultaría estéril toda digresión en torno a si las anteriores consideraciones de Mariátegui concuerdan o no con el marxismo ortodoxo. Pues si nos hemos detenido tan largamente en este escritor, fue porque al describir las formas del «actuar» del americano -siempre correlativas a un determinado sentimiento de la libertad- encontramos en ellas dos rasgos característicos: peculiaridades del obrar engendradas en un particular sentimiento de lo humano y el comportamiento designado como exterioridad de la acción. Y porque creemos ver manifestarse en Mariátegui un poderoso impulso y anhelo de condicionar los cambios sociales a nuestra verdadera experiencia de la libertad. Su penetrante intuición del alma indígena, al captarla en sí misma, en su íntima racionalidad, le llevó a comprender que «el indio no se ha sentido nunca menos libre que cuando se ha sentido solo». Y no es lícito ver en ello simpatía que suponga o encubra un descenso a una afirmación de muerta autoctonía, sino, cabalmente, la certera observación de un hecho. (Desde luego tampoco cae Mariátegui en romántico indigenismo al analizar lo peruano en Garcilaso). Por eso, en el hecho de experimentar la revolución como mito, alienta una referencia hacia sentimientos humanos que, por velar un deseo de identificarse con el todo, poseen un contenido «religioso». La fuerza que mueve las revoluciones «es una fuerza religiosa, mística, espiritual», dirá Mariátegui104.

  —[207]→  

La idea de la individualidad implica, pues, en él, la conquista del temple personal en la subordinación creadora a la comunidad. Lo cual aparece muy claramente en su interpretación de la poesía de César Vallejo. Cree ver en el poeta de Los heraldos negros una actitud de tristeza, nostalgia y pesimismo animados de ternura y caridad, cree ver que su angustia no es personal, sino la congoja de «todos los hombres». Columbra en este arte una nueva sensibilidad, donde la queja narcisista es apagada por una piedad humana que hace al poeta sentirse responsable del dolor de los otros. Mariátegui rastrea dicha austeridad hasta en la forma, en cierto ascetismo estilístico. Y, en fin, por todos estos signos, presiente que nuestra literatura se universaliza, pero a través de una creciente aproximación a nosotros mismos. Es decir, a favor de la interiorización del obrar y de una poseía que expresa una experiencia universal del amor, ve el anuncio de la nueva revelación.




ArribaAbajoCapítulo XVI

El acto moral105


- I -

El hombre es el ser que actúa, el ser que siendo libre subordina su hacer a su intuición del mundo, el único en cuya actitud coinciden creadoramente el motivo y el acto. Este hacer, como todas las actitudes que verdaderamente expresan al hombre, se da en él como inacabable virtualidad y tensión. De ahí que el aflojamiento de dicha tensión, el debilitamiento de su fortaleza moral, la pérdida del ánimo ascético, convierta su actuar en inauténtico despliegue. Todo obrar que no actualice el ser de la persona, que no acreciente en ella el sentimiento de la vida   — [208] →   universal y de la propia existencia, degrada, ensombrece, pervierte las formas de vida individuales y el espíritu de la comunidad. Porque es el nivel de interiorización el que presta significado cósmico al hacer, ya que a través de él se manifiesta el verdadero grado de autonomía personal.

En este sentido, puede decirse que la exterioridad de la acción representa, en general, una caída del hombre por debajo de sí mismo, una suerte de inmoralidad, que en el americano se delata en matices particulares. Y, sin embargo, siendo el hacer categoría de la expresión y la comunicación, y experimentando aquél hondamente -según mostramos que ocurre- la necesidad de prójimo, sucede que en la exterioridad del actuar del americano yace encubierta su propia liberación. En efecto, en cuanto la acción creadora prefigura la disposición psicológica de inmediatez frente a los demás -dada, cabalmente, en el americano-, es también signo de autonomía, de plenitud, en que el individuo es sujeto y no objeto del hacer que él mismo desencadena.

Las distintas zonas interiores, abordadas hasta ahora por nuestro análisis, constituyen, además, etapas en la conquista de la autonomía personal. Etapas en la vida del americano en que se enlaza armónicamente esa serie de estados anímicos -sólo aislable en sus diversos momentos por abstracción, y siempre manifestándose en un recíproco influjo- que, a partir del ánimo mismo, del sentimiento de soledad y de la naturaleza, de la fuga de sí y la hostilidad hacia el yo, de la experiencia de la individualidad, de la impotencia expresiva, pasando por la dialéctica propia del sentimiento de lo humano, hasta la peculiar expresión de referencia al tú en la plástica, representa momentos básicos en la lucha americana por un contacto vivo con la naturaleza y el ser del otro; lucha que culmina con la acción creadora y liberta al individuo aprisionado en la exterioridad del hacer que oscurece y deforma la imagen objetiva del mundo.

Al describir la relación de complementariedad dada entre una mayor penetración para aprehender lo real y la acción creadora, de un lado, y, del otro, entre exterioridad del actuar y pérdida de la perspectiva objetiva del ámbito externo, arribamos a una esfera problemática esencial. Aquella en que el curso propio de las motivaciones se muestra vinculado a grados de objetividad en los nexos que establece el individuo con su contorno vital. Y aquí es menester destacar, aunque sea sumariamente, otra serie fundamental de conexiones de sentido antropológico.

El hecho de tener motivos singulares para actuar, se vincula a la posibilidad de tener mundo dado como perspectiva objetiva. Claro está   —[209]→   que en la pareja conceptual «motivo-mundo», el primer término debe ser entendido como fundamento de la voluntad, como dirección de valor y exigencia espiritual o, en fin, como algo ideal, desprovisto, en todo caso, de cualquier matiz de condicionamiento naturalista. Por eso, en el animal no se observa -y en el hombre primitivo queda oculto al análisis- un real proceso de motivación, ya que su actuar se desencadena a favor de impulsos oscuros y de influjos ambientales, que no son indicio de objetividad, ni tampoco de exigencias espirituales.

Sin necesidad de ahondar más, vemos, pues, que el hecho de tener el hombre motivos singulares para obrar, no sólo nos descubre una verdad antropológica esencial en cuanto al fundamento de la visión objetiva del mundo exterior, sino que nos revela, además, el mecanismo de la peculiar dialéctica de las motivaciones. Es decir, pensamos que a la pregunta: ¿qué significa, qué encubre, en cada caso, metafísicamente, el tener motivos singulares para actuar?, únicamente puede responderse con rigor si se tiene presente una doble posibilidad. La existencia de conexiones de motivos que abren un horizonte objetivo, y de otra serie de motivos que, por el contrario, anulan los nexos objetivos con la realidad. En otros términos: el motivo puede actuar como liberador, condicionando la personal autonomía, superando el vivir en función de las identificaciones a que es proclive la mentalidad arcaica, o degradar a una rigidez o indeferenciación primaria en sentido animal, en que se pierde el encadenamiento de motivos específicos de la conducta. Una morbosa o extremada irracionalidad en la singularidad propia del motivo en que descansa el odiar o amar, v. gr., limita con una suerte de condicionamiento natural que arroja a la ciega necesidad; contrariamente, cuando es el valor, descubierto como pura virtualidad en el alma del otro, lo que fundamenta la voluntad, el hombre se restaura en lo objetivo106.

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En este punto, cabe establecer un cierto paralelismo entre el movimiento dialéctico característico de los motivos y la dialéctica propia de los fenómenos de identificación. En efecto, una norma colectivamente sancionada, la dirección de los impulsos del hombre, de las decisiones y del actuar mismo, suelen originarse en sucesivos actos identificatorios, reveladores de la verdadera índole de su condición vital. Así, ya sea en las diversas formas de la experiencia religiosa, en la visión de la naturaleza, en la vida afectiva, en las relaciones de comunidad, en las vinculaciones del individuo con el estado, en algunas modalidades de la referencia al tú, siempre es una identificación básica la que impulsa a destacar el valor a que se tiende. Identificación del individuo con la divinidad, la naturaleza, la sociedad, el estado o el otro, que en ciertos casos llega a representar, de hecho, ya la delate o la encubra, una pérdida de la autonomía personal. Se advierte, en consecuencia, que los motivos que degradan, como estructura de sentido psicológico, muestran afinidad con tendencias a identificarse con entidades ajenas al sujeto mismo, que conducen a una «participación» en la índole de la referencia al objeto que oscurece la visión del mundo exterior, mediatizando al propio tiempo los nexos interpersonales.

En contraste con ello, el encadenamiento de motivos creador que decanta en su más alta forma el horizonte infinito de virtualidad que encierra la oposición originaria sujeto-objeto, conserva una actitud de inmediatez frente a la persona ajena, que, a su vez, condiciona un tender a identificarse con los valores morales encarnados en el otro, capaz de fundamentar la autonomía ética del sujeto. De ahí que cuanto más se vela la imagen singular del prójimo en las identificaciones con el Estado   —[211]→   o la sociedad, por ejemplo, tanto más desprovisto de conexiones objetivas de motivos se manifiesta el hacer. (Los motivos adoptan un carácter de condicionamiento negativo cuando se desplazan hacia identificaciones que despersonalizan al sujeto, muy distantes, en cuanto al sentido, de aquello que para Husserl constituye un proceso de «síntesis de identificación». El motivo es positivo, en cambio, cuando se objetiva en las relaciones humanas, en la actividad o la imagen del mundo, desprendiéndose de toda intención meramente conjuradora de la realidad. Desprendimiento que, por cierto, se verifica tan pronto como se produce la adecuación entre lo afirmado y la norma íntima en que dicha afirmación se funda.)

Lo cual significa que las dos posibilidades contrapuestas de situarse frente al mundo dependientes de la índole de las motivaciones, así como la dialéctica característica de los procesos de identificación, se exteriorizan de la manera más nítida en un hecho antropológico básico descrito anteriormente107. Esto es, que la inmediatez de tipo arcaico en el modo de referencia al mundo -ya sea concebido como sociedad o naturaleza- condiciona una mediatización de las relaciones, y, por el contrario, la mediatización de los nexos con el mundo externo abre el camino a la inmediatez de los vínculos humanos, éticamente valiosa, dada en el modo propio de la referencia directa al tú.

Dicha doble dirección dialéctica en las formas contrapuestas de referencia al mundo y al otro, nos descubre también el significado metafísico último de la necesidad de prójimo. Necesidad, comprendida en el sentido en que, con razón, se suele decir que el hombre experimenta necesidades a las que acompaña el saber de una carencia (Scheler), lo cual no rige para las tensiones vitales coordinadas a los puros movimientos instintivos que siguen una trayectoria limitada rigurosamente, y en donde tal necesidad no representa anhelo de trascenderse. En efecto, la referencia al otro sentida como necesidad -por entero ajena al ser impelido por un instinto natural-, y orientada en el sentido de la conquista de la inmediatez de los vínculos personales, expresa voluntad de autonomía moral.

Observando esta misma realidad espiritual desde otro ángulo, podemos decir que lo natural en el hombre se revela, justamente, en la aspiración a esa objetivididad, a esa plenitud e inmediatez de las relaciones que el motivo justo, positivo, hace posible. De esta manera, en cuanto el actuar no desrealiza a la persona y la perspectiva en que ésta se sitúa, en cuanto su fuente es cierta inmediatez del vínculo o, cuando, recíprocamente, la   —[211]→   vida activa conduce a el, se realiza lo natural en el hombre. Adquiere, así, su pleno significado la afirmación según la cual el hombre es el ser que actúa. Y en ello divisamos una de las notas más significativas del ACTO MORAL.

- II -

La descripción anterior del campo de hechos destacados por la antropología de la convivencia, permite, sin artificio sistemático alguno, comprender aspectos fundamentales del dinamismo propio de las sociedades humanas.

En efecto, desde ese ángulo de visión, la necesidad de prójimo y la acción misma, en cuanto aquélla la implica, aparecen como experiencia formadora, entendiendo por tal el hecho de sentir como legítima la convivencia sólo en la medida en que todo en ella se subordina al deseo de influir en los demás. El encadenamiento de motivos, la dialéctica propia de los procesos de identificación y el querer influir en el otro -no el mero anhelarlo-, mostrarán también su unidad interior. Más aún, se puede adelantar el siguiente enunciado: La diversidad en el cómo de dicha necesidad de influir en el prójimo configurándolo, diferencia esencialmente a un tipo de sociedad de otro, así como al complejo total de la situación histórica en que se desenvuelven108.

Pero, ésta no es la última cumbre en la perspectiva de este análisis de la experiencia formadora en su variabilidad histórica, pues, avanzando todavía, veremos que existe una profunda relación entre el querer contribuir a la formación de la persona ajena, el ideal del hombre surgido en un determinado momento cultural y la forma que reviste la experiencia del otro. Expresado en otras palabras, la necesidad de influir, ética y socialmente, en el alma ajena, se rige, en cuanto a su alcance y sentido, por los imperativos propios del ideal humano correspondiente.

Siguiendo aún esta corriente de implicaciones antropológicas, encontraremos que a la estructura psicológica complementaria «voluntad de formación-idea del hombre», corresponde una suerte de tendencia ascética, de ascetismo enderezado a exteriorizar aquellos ideales latentes, considerados como los valores más altos. Se comprende, de esta manera, la ascética del aislamiento que caracteriza nuestras formas de vida; del ascetismo que   — [213]→   una titánica afirmación de la propia legitimidad estimula hasta el goce irracional de la autodestrucción; del culto a la hombría que prescinde del otro hasta el extremo de casi aniquilar el orden de la convivencia; se comprende, igualmente, el aislamiento como tensa expectación de vínculos creadores, y, asimismo, la austera y silenciosa continuidad interior, llena de virtualidades hacia los demás que se ocultan en el mutismo de Don Segundo Sombra. Lo cierto es que en cada eslabón de esta cadena de fenómenos, y en su esquematización teórica, siempre encontramos signos, indicios, matices de las siguientes implicaciones estructurales básicas: proceso de interiorización creciente, incremento de objetividad y hondura para penetrar lo real, motivos positivos, inmediatez de las relaciones, acción creadora, autonomía moral necesidad de influir formadoramente en el otro, tipo de sociedad-idea del hombre.

Del mismo modo, dicha urdimbre de conexiones, peculiaridades de la experiencia del prójimo y de la individualidad, afloran en el sentimiento de la libertad, que el americano vive como autonomía frente al hombre valorado y juzgado en sí mismo. Es el suyo, además, un culto de la libertad que se manifiesta como soberbia dictada por un sentimiento de ilimitada fortaleza, y que, comprendida desde la índole de los vínculos interpersonales, hace posible fijar el carácter diferencial de nuestra sociedad. Ningún formalismo en la interpretación de su idea de la libertad conseguirá aprehender aquí lo diferencial y típico. En este sentido, el utopismo americanista resulta superficial en su intento de comprender dicha experiencia del americano a través de vacías fórmulas generales, antes que por el conocimiento de su concepción de lo humano. No dejaremos de ser pasivos -pasividad que ya deploraba Bolívar-, mientras continuemos atenidos a ideas formales de la libertad que no coinciden con nuestro verdadero ideal de comunidad.

Ahora bien, si en algún sentido se justifica referirse a la «revolución americana», no parece pueda ser otro que el ya señalado en la dirección de la conquista de una nueva relación ingenua del hombre con su prójimo, concebida como actitud que sólo podrá manifestarse en la acción creadora. No sin antes templarse en su particular ascetismo de lo humano, tributario de la idea del hombre, y expresión de su nivel ético de interiorización. En ello, América deberá cumplir su destino histórico y cultural más alto.

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- III -

Habiendo llegado al término de este largo camino de observación, análisis y teoría, aún debemos expresar un temor, una duda y una advertencia también, que surgen, en rigor, de una profunda fe en el destino humano. Digamos, entonces, con cierto estremecimiento, que si bien puede ser que lo aquí afirmado como posible y deseable represente pura ilusión más que realidad, o bien mera posibilidad histórica ya frustrada, sea en el pasado, en estas tierras o en cualquier otro lugar o ciclo cultural, no por ello seguirá siendo menos verdadero que siempre el encuentro, el amor al otro considerado en sí mismo, la objetividad que la inmediatez de los vínculos guarda como entrañable fruto, será eternamente un bien absoluto en el seno del universo. Como ideal ético, como teoría, nunca resultará relativizable, del mismo modo que es imposible relativizar el sentido de la mirada en que el otro ve abrirse las perspectivas del mundo en su plenitud. x



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ArribaAbajoApéndices


ArribaAbajoApéndice I

El hecho de que una contingencia exterior a la obra misma (concluida en su totalidad ya en el año 1914), impidiera la simultánea publicación del todo, ha condicionado modificaciones ulteriores en la composición de este segundo tomo. En estos apéndices nos referiremos, pues, a alteraciones respecto al plan anunciado en el volumen primero.

Originalmente, esta Segunda Parte la iniciaba un extenso capítulo sobre la organización y las formas de vida de los antiguos araucanos; se rastreaban allí, además, las huellas o vestigios de una supervivencia de dichas formas en ciertas costumbres del pueblo chileno, en sus leyendas, en sus supersticiones o en algunas modalidades rituales de las expresiones de duelo.

Por este camino, analizábamos. por ejemplo, las características de aquella «grandeza de ánimo» propia de los mapuches, según se expresa el R. P. Diego de Rosales. Pero, a poco andar, la misma lógica de la exposición nos condujo a discutir ciertas tesis de las investigaciones de R. E. Latchani, y otros, relativas a la estructura peculiar de la sociedad araucana; luego, esas consideraciones se orientaron críticamente hacia el problema más general que encierra la idea de «transculturación». Todo lo cual, finalmente, derivó hacia el análisis del complejo fenómeno de los influjos recíprocos entre indios y españoles, en toda la América hispana, durante la Conquista y hasta el presente, rematando, por último, en   —[218]→   consideraciones en torno a las preferencias estimativas características de la historiografía americana.

Llegados a este punto, analizábamos todavía por qué no existe una visión historiográfica integral, sino una multiplicidad de enfoques parciales, un perspectivismo político, económico, social, etc.; por qué no se han dado concepciones de conjunto, unitarias, ni menos una conciencia histórica formadora, entendida, en uno de sus aspectos, como interpretación del pasado en función de la voluntad de futuro (bien que esta última actitud desborda ya los límites de la historiografía en sentido estricto).

Como podrá juzgarse, tales derivaciones transformaron dicho capítulo en hipertrófica digresión dentro del todo, y fue suprimido. No obstante, resultando significativo en sí mismo como estudio que indaga las preferencias hermenéuticas en la manera de relatar la historia de América, acaso se publique, con ese carácter, en el futuro.




ArribaAbajoApéndice II

La tercera parte de esta obra, EL ACTO MORAL, de la que el capítulo XVI, del mismo nombre, constituye únicamente un mínimo escorzo, fue también suprimida. Encontrándose los originales ya en la imprenta, consideraciones en cierto modo semejantes a las anteriores, aconsejaron hacerlo, conservando tan sólo esas breves reflexiones que representan la culminación teórica de la parte excluida, aunque no su plena fundamentación.

Como trabajo introductorio a la Ética y una teoría de los motivos, adquirirá vida propia y se publicará próximamente. La estructura por capítulos de dicha indagación en torno a la moral, es la siguiente:

  1. Exterioridad de la acción y lejanía de sí mismo.
  2. Motivos y objetividad.
  3. Motivos y primitivismo.
  4. Experiencia de lo humano y motivos.
  5. Participación totémica y mediatización.
  6. Dialéctica de las motivaciones.
  7. El hombre de la Psicología analítica y la Ética.
  8. Necesidad de prójimo.
  9. Temor a lo singular.
  10. Lo natural en el hombre.
  11. Ni psicologismo ni formalismo ético.

Entre los análisis fundamentales que allí se desenvuelven, cobra especial relieve, desde luego, la búsqueda de un criterio metodológico, válido para el conocimiento objetivo de la verdadera índole de los vínculos interhumanos. Esto es, metodológicamente adecuado para determinar el grado de inmediatez o mediatización de las relaciones. Como se comprenderá, dicha posibilidad de conocimiento constituye uno de los fundamentos teóricos de la antropología de la convivencia. Tal criterio enlaza orgánicamente con el estudio del significado de la idea de «naturaleza humana» y con la teoría de las motivaciones allí desarrollada.

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Además, en cuanto el análisis antropológico de la oscilación dialéctica de los vínculos humanos entre mediatización y referencia directa al tú -que en el proceso histórico se manifiesta a manera de general oscilación entre tendencias del individuo a identificarse con potencias extrañas o a enfrentar al otro en sí mismo- muestra un paralelismo básico con la estructura anímica motivo-mundo y con el modo de referencia al tú propio del individuo y el grupo, columbramos la posibilidad de una síntesis metódica de las ciencias del hombre.

En fin, en este mismo sentido, cabe también una consideración tipológica y diferencial acerca de las épocas históricas. Naturalmente que, entonces, la complejidad del problema opone resistencia a ser aprehendida teóricamente. Recordemos por último, como un ejemplo de ello, cómo durante la Revolución francesa y en la Revolución rusa, a pesar del clima de desarraigo de toda urdimbre jurídica y moral convencionales que constituye una de las características de los movimientos revolucionarios, la búsqueda de la inmediatez en los vínculos adquirió, originariamente, signos distintos, entre otras causas, debido al diverso nivel de interiorización en que dichas revoluciones se desenvolvieron.




ArribaApéndice III

A lo largo del tomo I y del presente volumen, hemos aludido a problemas que serían debatidos en lo que constituía la Cuarta Parte de la obra: LA REVOLUCIÓN AMERICANA. Pero, luego, guiados por el deseo de conservar la pureza de la perspectiva, en lo que respecta al tema de las formas de vida del sudamericano, nos decidimos a independizarla del resto, mateniendo sólo un fragmento del primer capítulo titulado SOCIEDAD E IDEAL DE FORMACIÓN, fragmento que se incluye en el segundo parágrafo del Capítulo XVI del presente tomo.

La parte suprimida consta de los siguientes capítulos:

  1. Sociedad e ideal de formación.
  2. Ideal del hombre y ascetismo.
  3. Experiencia de lo humano e idea del hombre.
  4. Idea del hombre y planificación.
  5. De la evolución de los antagonismos sociales.
  6. Antagonismos sociales e historicidad.
  7. Pedagogía y experiencia de lo humano.

Algunos de estos capítulos, al igual que otros anteriormente mencionados, aparecerán como escritos independientes. Los restantes, en cambio, se incorporarán a un trabajo en preparación acerca de filosofía de la historia.