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El séptimo pétalo de viento

Rubén Bareiro Saguier





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ArribaAbajoEl ojo de la lechuza

En recuerdo de Petrus

Bueno, lo de la borrachera no tiene nada que ver, era... como decir, natural. Cuando volvimos, ya sin él, tenía la garganta reseca como lecho apagado de río. Fue en ese momento que llamó Manuel:

-Conversemos tranquilamente una botella; vas a ver, viejo, que te sentirás más tranquilo.

La cosa es que aquel domingo de noche, hacia las once, el final flotaba en el ambiente. Laica, que hasta esa mañana pasaba el santo día al pie de la cama, mirándole con sus ojos acuosos, se negaba a entrar; olisqueaba el aire, como si se percatara de una presencia invisible, para nosotros, aullando bajito. Y los médicos se volvían cada vez más serios. Hacia la medianoche se pusieron a fumar con mayor frecuencia, sobre todo Blunstein, y a impacientarse con las preguntas angustiosamente impertinentes de los que rondábamos entre el living y la cabecera. Los síntomas evidentes comenzaron hacia la una de la madrugada. Las ligeras contracciones de todo el cuerpo, las pausas luego, entre la absorción y la expulsión del oxígeno. En los interminables segundos todos mirábamos ansiosamente la vejiga negra, siguiendo con pasión afligida esa especie de fatal partido contra la sombra, el   —116→   invencible adversario, temiendo en cada pase que el balón se quedara sin aire. Blunstein volvía a auscultarle:

-El corazón responde...

Pero su rostro estaba lejos de la expresión burlona que tenía cuando estaban juntos, lanzándose constantes pullas. Laica pasaba y volvía a pasar frente a la puerta, como tratando de impedir la entrada de alguien a quien se dirigía con sus intermitentes y suaves aullidos; me di cuenta que rengueaba.

Fue entonces que me acordé de lo que él me había dicho alguna vez; la verdad es que le había oído repetir en más de una ocasión. Fui en busca de una linterna y me dirigí al patio. El fresco de la madrugada me produjo un escalofrío; sentí a los gatos oscuros rascarme el espinazo, y me di cuenta que tenía la camisa pegada a la espalda, pese al aire acondicionado de la pieza. Crucé la semipenumbra de las baldosas y me encaminé hacia el sitio en que los árboles podrían cobijar a la lechuza. Mis pasos se ablandaron sobre la tierra suave del amanecer. Pese a la relativa claridad, el aire algo turbio velaba el resplandor de Venus sobre mi cabeza: arasy, la madre del día, aparecía empañada en la lechaguada del cielo. La oscuridad se espesaba cerca del mangal, que recorrí largamente, dando tajos con el haz filoso de la linterna. El gomero fue más fácil, con sus grandes hojas lustrosas; el guayabo, luego, el aguacate, los dos limoneros, hasta la endeble palmera y las matas de los ligustros. Nada. Nada más que el canto mojado de los grillos y el olor vegetal mezclado con el del amanecer, subiendo desde la tierra, atravesando mi cuerpo, impregnándolo íntegro. Luego se me ocurrió que podía estar en las cornisas, en las salientes del tejado, en la cabecera de las canaletas, sobre el muro que separa del patio de los vecinos y hasta quizá en el rosal que enmaraña la verja de hierro. El maldito bicho no aparecía por ningún lado. Me sentí un poco ridículo haciendo caso a aquello que bien pudo haber sido una de sus habituales bromas. Su carácter, sus creencias, no estaban de acuerdo con   —117→   aquella superstición. Formado a golpes de duro trabajo, de esfuerzo férreo, sólo creía en lo que era posible realizar o comprobar palpablemente. Esta actitud le había convertido en un racionalista, un poco cínico, descreído y siempre burlón. Sus dioses eran la ciencia, los progresos de la técnica, el átomo, los vuelos espaciales... De su infancia pobre y de sus comienzos difíciles nunca hablaba; yo me enteré por los comentarios velados de sus hermanas. Miré mi reloj; se acercaba la hora del lobo, y me apresuré a volver a la habitación.

Yo sé que él hubiera comprendido muy bien lo de la curda; el mejor homenaje, me animo a decir. Él habría pensado lo mismo, y hasta hubiese participado, como aquella noche memorable en Viena, en que terminamos cantando las operetas de Strauss, bamboleándonos tomados de los hombros sobre la Ringstrasse. Cuando volvíamos, ya sin él, yo estaba con el ánimo por el suelo. Sentía las mucosas empapadas por el olor blancuzco de las flores castigadas por el calor de la siesta. Las coronas de los amigos, de los empleados, del compadre... La primera en llegar fue la de los abogados, ¡que cinco días antes ni siquiera lo conocían! Me dan ganas de vomitar cada vez que pienso. En el panteón fue difícil colocarlo en el sitio; el cajón era más ancho que la abertura y no pasaba por la escalera que desciende al sótano. Me atajé para no carcajear ante ésta su última broma; muerto de risa que estaría él sintiendo el desasosiego de los del cortejo. Terminamos dejándole arriba, provisoriamente, que así y no asado, porque debía tener la cabeza hacía allá y los pies hacia el otro viento. ¡Por lo mucho que le hubiera importado! Una vez estirada la pata, da lo mismo el oriente que el poniente, hubiera dicho él.

-Éste es el mejor vino que se produce en el país, Auslese, cerca de la frontera con Hungría; es de la familia del Tokay, pero más fino...

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Georges servía los vasos que multiplicaban los destellos con la presencia del líquido ambarino.

-¡Qué bouquet...! -insistía nuestro anfitrión, moviendo el vaso, ritual y solemnemente, entre el labio superior y las fosas nasales.

Me apercibí que él seguía, como hipnotizado, los reflejos de las copas, en fino cristal de Bohemia, desde hacía un rato. Y cuando nos dimos cuenta, ya metía una en el bolsillo, mientras Georges nos contaba de cuando dirigió la orquesta filarmónica, con motivo de la reapertura solemne de la Ópera de Viena.

-El 14 de diciembre... -decía Georges-, y el Presidente de la República estaba en el palco de honor...

Y él moviendo la cabeza ceremoniosamente, mientras guardaba la copa, acariciándola como a un niñito, protegido por la penumbra discreta del restaurant, y nosotros atajándonos la risa, con temor de que el adusto y bondadoso Georges se diera cuenta. Pero éste seguía dirigiendo la orquesta filarmónica, en presencia del Presidente de la República Austríaca, y de Haydn y Mozart pasaba a Mahler, de Schönberg a Alban Berg, y ya andaba por Webern.

-No faltó ninguno de nuestros grandes, grandes... -insistía Georges.

Y el cansancio de las flores marchitas, su olor pegajoso, cuando volvíamos, ya sin él. Hasta que, por suerte, me llama Manuel, que no había podido ir al entierro, por lo del trabajo, o la reunión o no sé qué.

-Lo siento mucho, viejo, pero a vos te hace falta un trago, así entre nosotros, pero largo...

En efecto, yo tenía la boca reseca.

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En el Camping de Berlín nos volvió a hablar de la lechuza. En verdad, él nunca hablaba de la muerte, no parecía preocuparle, con tanta vitalidad que tenía. O si se refería al tema, lo hacía siempre en tono irónico, incluso irreverente. «Me encontré con la noticia de varios fiambres frescos», me escribía en una carta cuando regresó de la gira. Aquella noche en Berlín habló, excepcionalmente, de la muerte, y en otro tono. El Camping estaba situado en la proximidad del límite entre ambas zonas; se veían los alambrados de púas y varios miradores. Por la noche se oían los tiros, de hostilizamiento sin duda, para demostrarse mutuamente que no serían tomados desprevenidos. El tiroteo le impresionó. Le recordaba un episodio en que la casa quedó entre dos líneas de fuego de las facciones enemigas, durante un levantamiento de la marina contra la policía, o viceversa.

-Anita lloraba y yo le retaba, pero me di cuenta que mis palabras eran más bien para calmar mi propio miedo..., miedo por mí, por mamá, por Anita, por mis otros hermanos, todos encerrados en una jaula de fuego. Fue la ocasión en que sentí revolotear cerca a la muerte...

Luego de una pausa pensativa agregó:

-El día que yo muera aparecerá la lechuza, van a verla ustedes...

-¿Por qué? -pregunté, intrigado por las alusiones al mismo tema que ya le había escuchado en otras ocasiones.

-Porque esa noche la vi revolotear en el árbol frente a nuestra ventana -dijo enigmático.

Volví a inquirir, sin resultado; y al comprobar su reserva súbita, no quise insistir.

Sé que no sólo hubiese aprobado el homenaje, sino que hubiera terminado cantando una opereta con nosotros, brazo con   —120→   hombro y haciendo eses por la calzada desierta del amanecer. Como aquella noche en la Ringstrasse, luego que nuestro director de orquesta nos dejó. El bueno de Georges, luego de cenar, nos llevó a enseñar el sitio de su apoteosis, el 14 de diciembre, cuando en presencia de Su Excelencia...

-Fíjense la belleza imponente; es del 19, pero inspirada en el más puro estilo Renacimiento. Desde su fundación hasta el funesto Anschluss fue el templo sin rival, el ombligo del mundo musical, el centro al que venían a consagrarse los más grandes compositores o directores... Lloré sobre sus ruinas, y viví su resurrección gloriosa el 14 de diciembre... Fue mi venganza personal, porque sufrí con mi pueblo la humillación. Pagué caro por haberme negado a dirigir la función cuando ese loco renegado vino a escupirnos; pero él no era austríaco, sino bávaro. Mi venganza, luego de la larga noche de los escondrijos y de Dachau...

Después de la exaltación inicial, la voz de Georges toma un tono pastoso, y su mirada se vuelve triste. Comprendemos que no puede seguir hablando de aquello que le sigue doliendo, pese a su triunfo del 14 de diciembre. Lo vemos partir, melancólico, sobre la Ringstrasse, con un halo de luz sobre la cabeza al pasar frente a su templo de la Ópera. Y nosotros entramos en un «weinstube» cercano, para celebrar su triunfo del 14 de diciembre.

-Yo no bebo si no es en cristal de Bohemia -decía él sacando del bolsillo la copa robada-: es nuestro triunfo sobre los bávaros. Lo del jarrote no es nada, ésta es de cristal, y en las narices del más grande director de orquesta que tiene la República de Viena...

Y seguimos celebrando la apoteosis del Auslese, más fino que el Tokay, por la Ringstrasse, cantando valses de Johan   —121→   Strauss-padre, o trozos de las operetas de Johan Strauss-hijo, más fáciles de entonar que los trozos de Mahler o de Schönberg, dirigidos por nuestro entrañable amigo ocasional y gran director, Georges Master.

Posiblemente él no hubiese creído en lo que pasó con la copa aquella. Fue el día de su operación. El médico salió con el rostro sombrío de la sala de intervenciones, en la que le habían estado carneando durante casi seis horas. Detrás venía el doctor Blunstein que había asistido y ayudado a la operación. Movió lentamente la cabeza, como respuesta a nuestras miradas ansiosas. Blunstein buscaba algo por el suelo, quizá el recuerdo de los momentos gratos compartidos con el amigote.

-Pero se podrá hacer algo, Doctor...

Un seco y cortante:

-¡Nada! -nos heló la sangre.

A mí estas cosas me secan el gaznate. Cuando regresamos, ya un poco sin él, fui a buscar un vaso para saciar la sed que me quemaba la garganta. En ese instante preciso me acordé de la copa vienesa. Cuál no sería mi sorpresa al encontrarla rota, al lado del jarro de cerveza, al fondo de la cristalera en donde nadie mete la mano. A menos que esto de la copa de cristal lo haya soñado, después de la curda con Manuel.

Cuando volví de mi excursión, la atmósfera de la habitación estaba tensa en extremo. Los movimientos de la vejiga del oxígeno se volvían de más en más espaciados. Llegué a contar... no me acuerdo cuánto, antes de que dejara de moverse. Blunstein se puso a auscultarlo, con un gesto de desesperada contracción en el rostro; el otro médico se había dado cuenta ya, y parecía   —122→   hasta aliviado. Pero nadie en la pieza quería comprender, nadie parecía admitir lo que ocurría.

-Me mira, ves, me mira... -clamaba Carina, excitadísima, levantándole el párpado derecho.

-Late, doctor, ¿verdad? -afirmaba María, tratando de sacarle una imposible respuesta al fiel Blunstein.

Fue entonces que me acordé del laurel de España, en el fondo del patio. Ya en el corredor oí los primeros sollozos, los de Carina, su mimada, a los que siguieron los otros, confundidos con los aullidos de Laica, ahora ya sin sordina. Atravesé el patio hasta el ángulo de la muralla, a la izquierda, en donde el arbusto eleva el color verde oscuro de su sigiloso follaje. ¿Cómo había podido olvidar que el laurel es una planta habitada, que puede atraer a la lechuza? El haz de mi poderosa linterna penetraba con dificultad en la oscuridad compacta del ramaje. Lentamente, pacientemente fui revisando parte a parte el árbol, cada grupo de hojas, al norte, al sur, al este, al poniente sobre todo; abajo, entre medio, más arriba: el tronco, las ramas, la copa... La copa resplandece mientras Georges dirige Mahler en el escenario iluminado, de espaldas a la sala en penumbra, pendiente de los movimientos exactos de la batuta del maestro. De nuevo el haz desde abajo. La raíz no existe. La savia sube con la luz, tallo, nudo, nudoso, corteza, follaje, cima, copete. Ni flor ni fruto. El verde oscuro se vuelve más inminente, y relumbra al paso del destello sobre las hojas. Peciolo, lóbulo, foliolo, lámina, limbo, disco, aurícula, costilla, vena, nervio, rabillo, filodio, botuto, cabillo... Repítalo de nuevo. Dentada no, ni aserrada, ni palmeada; tal vez escotada, o entera, o lanceolada, o acicular. Aovada, niño, corrige la voz autoritaria. Y mi linterna sigue subiendo como si hubiese adquirido vida propia. Cuando me doy cuenta, el haz de luz había sobrepasado la cima del laurel, y su movimiento automático había arrastrado consigo mi mirada hasta un ángulo de casi noventa grados sobre mi cabeza, hacia el poniente. De golpe, un   —123→   punto luminoso atrajo mi atención; se desplazaba lentamente en una órbita muy superior a la máxima de un avión...

En todo caso, lo del jarro de cerveza es verdad, y sigue intacto. Fue en una «Hochbrau» de Munich, una noche de sábado. Salchicha con mostaza y morcilla blanca y cerveza, naturalmente, mucha cerveza. Los parroquianos empezaron a corear los sones marcados por la ruidosa orquesta, a balancearse en sus asientos, los brazos en el hombro del vecino, y nosotros con ellos; reinaba una alegría pesada, de cerveza en sábado de noche.

-Cuántos de estos pacíficos gordos alegrotes habrán sido miembros de la S. S... -lanzó él de repente.

Y a la noche en la Ringstrasse volvimos a acordarnos de la frase, cuando Georges habló del «loco renegado» que comenzó su carrera política en una cervecería como aquella -quizá ésta misma-, en Munich. La bulla seguía, y cuando nos dispusimos a marchar, comenzó una riña entre dos rubicundos bebedores inflamados por los aires marciales mezclados con el jugo de cebada. En ese momento vi el jarrote de un litro con la H B en azul oscuro sobre el fondo grisáceo, y me pareció natural llevarlo como recuerdo; me había vaciado cinco semejantes, y me consideraba con derecho a tener uno, no sé, como trofeo, o para pavonear con los amigos. Lo disimulé bajo la campera y salimos. Todo el mundo estaba muy excitado con la pelea de los borrachotes, y las robustas meseras muy ocupadas en separarlos.

Digo «caboche», lo que me viene, como hubiera podido decir «camello» o «mierda», o «pacholí». El repugnante olor de esas flores marchitas, mezclado con el de las velas, el cloroformo y los saludos; las caras adustas -¡tantos rostros extraños!-, moqueantes unas, rígidas otras, de circunstancia, las más. Y siempre los mismos gestos, las mismas palabrejas susurradas, y el otro que se contesta «mejor así, el pobre descansó», y yo moviendo la cabeza como un muñeco mecánico, y las inmensas ganas de decir: ¡qué carajo te importa!, como traduciendo las palabras de él,   —124→   siempre tan ajeno a estos convencionales transportes baratos. Creo haber conocido bien su panadentro como para estar seguro que toda esta escenografía le causaría la misma sensación de asco.

Era en Boston, el otoño pasado. El médico rubio y corpulento salió al encuentro de nuestra larga espera de casi seis horas, y nos escupió su «nathing», que fue retumbando por los blancos corredores del hospital; fríos, asépticos corredores maculados por una sola palabra. Blunstein, detrás del cirujano, más pequeño, como contraído, fija la mirada hacia abajo, como buscando algo por el suelo, quizá el recuerdo de los momentos gratos compartidos con el amigote. Cuando el médico empezó a explicar lo de «las varias células afectadas...», me acordé de la copa primero, y después de la lechuza. Volvimos al hotel, ya un poco sin él, y a los diez minutos la llamada de Carina. Por ella supimos que se había roto la copa de cristal de Bohemia, sin que nadie supiera cómo ni cuándo.

-Hace media hora que la encontré hecha añicos, al lado del jarrote de cerveza, en el fondo del cristalero, en donde nadie mete la mano...

Cuando volví de mi excursión inútil, la atmósfera de la habitación estaba tensa en extremo, pero nadie en la pieza quería comprender, nadie parecía admitir lo que ocurría.

Fue entonces que me acordé del laurel de España, en el fondo del patio. Ya en el corredor oí los primeros sollozos, los de Carina, su mimada, confundiéndose con los aullidos de Laica ahora ya sin sordina. Atravesé el patio hasta el ángulo de la muralla, a la izquierda, en donde el arbusto eleva el color verde oscuro de su sigiloso follaje. ¿Cómo había podido olvidar que el laurel es una planta habitada?

Me iba, ya sin él, a buscar el sueño de alguna lechuza entrevista en medio del ramaje verde oscuro, en el fondo de un patio,   —125→   mientras los disparos ponían estrellas de miedo en la noche temblona. Me apliqué a tallar cuidadosamente el árbol, rama por rama, subiendo mi cuchilla por el tallo; hoja por hoja, montándola en cada vara, en cada latiguillo. Al llegar a la copa, la batuta marca los compases exactos: Georges da la espalda a la sala en penumbra, y él guarda sigilosamente un puñado de estrellas en el bolsillo, cerca del corazón. Las hojas me devuelven los destellos. Desde algún lugar de la noche me llega un aroma de flores o de frutos maduros. Apago la luz de la linterna, y el olor húmedo, antiguo de la tierra me traspasa. El relente espejea entre las hojas y el titilar sube, sube hasta confundirse con el cabrilleo de las estrellas. Venus, en su esplendor rutilante, anuncia la inminencia del día, y el este comienza a empalidecer como la corteza de un huevo próximo a quebrarse. Sigo la búsqueda, y la resaca me devuelve los fragmentos del naufragio; una ristra de palabras botánicas, una reprimenda y la voz de él evocando una lechuza que no está en ninguna parte. El haz de luz sobrepasa la cima del laurel y se pierde, inútil, en un cielo que va reduciendo el parpadeo de las estrellas, alechando el fulgor supremo del lucero. Nada; nada más que el olor vegetal del sereno, y el fucilo fugaz de un aerolito sobre la lenta, la irremisible resurrección del día.

Y de regreso del cementerio, ya del todo sin él, me invadía un enorme cansancio, un hastío infinito, y el olor persistente de las flores podridas de los abogados. Sentía en la garganta la inmensa placa de latón reseca, hasta que me llamó Manuel, y me insistió:

-Te paso a buscar en media hora. Ya puse a refrescar varias botellas de Auslese que me sobran en la bodega...



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ArribaAbajoEl séptimo pétalo de viento

Para Lariza, exactamente el séptimo

¡Usted verá señor! Bajo el sol naciente, Estambul es una repetida sucesión de techos dorados. Desde el Bósforo es posible descubrir a esa hora una encantada ciudad de oro, en la que cada cultura que la fue haciendo, cada pueblo que la fue amasando, ha ido dejando un rasgo de su propia belleza. Una ciudad múltiple, legendaria... Usted verá, es muy hermosa Estambul. No en balde la llaman la reina, desde la antigüedad... Muy hermosa...

Envuelta en un aire de dignidad ajada, la dama pronuncia las palabras con un tono en el que la nostalgia se mezcla al entusiasmo. Su distinción de señorona en decadencia se acentúa cuando agrega:

-Yo hacía el viaje muy a menudo, hace años... Claro, los barcos eran más... más espaciosos, más cómodos, más suntuosos; la travesía era una fiesta, una cascada de alegría... Pero lo mismo, ya verá que le va a gustar mucho. Nada más que la entrada por el Bósforo con el primer sol de la mañana vale el viaje...

Su voz ronca de tabaco y añoranza arrastra una larga estela de reminiscencia, y el brillo mirífico de los ojos se adentra en las pupilas, como acariciando el mundo incandescente de los recuerdos,   —128→   una ciudad dolorosamente guardada en el territorio del sueño.

Desde la cubierta del barco veo resplandecer más los ojos de la honorable expendedora del pasaje que los techos de la ciudad insignificante que comienza a deslizarse en la orilla del estrecho bajo un tímido sol. En vez de las mil cúpulas doradas prometidas por la dama, veo desfilar edificios de cúbico mal gusto o casas sin personalidad alguna. De golpe, al doblar una punta coronada por una jaula de cemento, aparecen los muros imponentes de una fortaleza. «Rumeli Hisari», oigo que le anuncia el pasajero de al lado a su mujer. Allí está, en efecto, la inmensa mole de piedra construida en el espacio de un pellejo de buey, gracias a la astucia con que Mohamed el Conquistador burló la amenaza prepotente del último Constantino. A partir del toque mágico de Rumeli Hisari comprendo mejor el revoloteo en los ojos de mi distinguida consejera. El sol comienza a afirmarse en un cielo azul intenso; adolescente y dorado chorrea desde el oriente, cumpliendo una vez más la parábola de la marcha otomana sobre Bizancio, el rito histórico de la toma de Constantinopla. Es una súbita visualización de abstracta separación entre una Edad y otra con que los eruditos tajean el curso de la historia. El centelleo de un techo primero, el destello de diez cúpulas después, la ráfaga de cien alminares y techos y cúpulas y alminares dorados se despliegan en matices resplandecientes que van del oro a la miel, del cobre al topacio, del diamante al verdín. Y allí está, frente a mí, en todo su esplendor, la legendaria Bizancio, la imperial Constantinopla con sus «basyleus» fijados en la desmesurada estática mirada de sus triunfales mosaicos. Y en forma aún más evidente, la reluciente sede de la Sublime Puerta de los Califas, con la cimitarra del Bósforo al costado y el Cuerno de Oro en el extremo.

El deslumbramiento no se detiene en el desembarcadero de Galatá. Me persigue, en creciente, por las calles tortuosas, sucias, caprichosas, bellísimas de la ciudad heteróclita y múltiple.   —129→   Puente romano por el que la cultura helénica penetra en la Edad Media y llega hasta los confines eslavos. Gran Bazar del tiempo, en cuyo laberinto de callejuelas y pasadizos entre Oriente y Occidente anduvo trajinando todo el mundo antiguo, medieval y moderno, para dejar a su paso la intrincada red de una historia marcada por los signos más diversos de pueblos y dioses, lenguas y costumbres, de los más distintos rumbos, raíces y horizontes.

Deslumbramiento que va cobrando cuerpo, agrandándose de asombro en asombro, de mezquita a mezquita -alminares hasta torcer la vista-, de antiguas iglesias a museos, de palacios a torres, del callejón retorcido a la imponente explanada del hipódromo de Septimio Severo. Deslumbramiento que se hipertrofia ante la Ayasofía de Constantino, expresión armónica de la Sabiduría del Creador, y de su contrarréplica, la Mezquita Azul del Sultán Ahmet, testimonio de la Superioridad de Alá. Y Tokapí, presencia de Mohamed, el fundador. Y el Gran Bazar, en el mismo riñón del Gran Bazar del Mundo, Bizancio, Constantinopla, Estambul, encrucijada de la historia, ombligo de la rosa de los tiempos. Las columnas de pórfido rojo vienen de Heliópolis; las de pórfido verde, de Baalbeck; los mármoles que recubren las paredes proceden de Éfeso, de Delfos, de las islas del mar de Mármara; los pergaminos, de Pérgamo. Esta columna transpira; la porcelana de Saladem cambia de color al ser mordida por el veneno; esa puerta ha sido fabricada con un pedazo del arca bíblica; las seis piezas en estrella de porcelana azul rabioso datan de la dinastía Ching; éste es un pelo de la sagrada barba del profeta; ésta la sagrada huella de su pie; aquí el primer Corán; la mismísima llave de la Meca; los huesos de la mano de San Juan; el temporal sin tiempo del susodicho apóstol; el velo de la Santa Virgen, tantas veces paseado en procesión ante las narices ansiosas de los sitiadores de Constantinopla; la trompeta de Josué; el cuerno del carnero de Abraham; un tronco del viñedo de Noé, el justo, el patriarca del vino... Restos del naufragio del tiempo, arrastrados   —130→   por las incesantes olas de la violencia y de la codicia que, flujo tras reflujo, destruyen sin tino y conservan con avidez. Ronda laberíntica de creencias, cada una la fe verdadera. «Fíjense en la eclosión del espacio que explota en llave de los arcos como manifestación irresistible y triunfal de la divinidad. Fíjense en la multiplicidad infinita de las puertas que, todas, llevan a Dios... El iconostasio de la iglesia inicial fue ligeramente desplazado hacia la izquierda, para que el mihrab apunte la dirección exacta de la Meca, a fin de que la oración vaya derecho a la fuente de la verdad divina...»

Ciudad de oro, cierto, pero también de oropel, de chafalonía; la escoria que sobrenada en este viejo crisol cansado. Admirable trono en oro decorado de esmeraldas, rubíes y perlas; maravilloso diamante cuchara -«86 kilates, el 3.º del mundo». Y justo al salir, junto a la higuera incrustada en el ciprés, resulta aún más dolorosa la expresión desolada de los ojos infantiles, fijados en los mosaicos del hambre, la mendicidad disfrazada, la tarjeta postal, la miseria con cáscara de baratijas.

«Guven Berberí. Sabri Sert 8911». De golpe reparo en el insignificante letrero. Un vistazo hacia el interior de la tienda adosada a uno de los flancos del Gran Bazar me trae a la evidencia de mi cansancio vagabundo, a la maraña de mi pelo, a mi barba de varios días. Los sillones parecen confortables, la sombra acogedora promete una pausa al castigo del sol rajante de la calle. Despatarrado en el asiento, luego de un profundo suspiro de alivio, me doy cuenta que el barbero, cortésmente parado a mi lado en el espejo, aguarda mis instrucciones. No entiende mi francés; mi incipiente inglés resulta aún más ineficaz para transmitirle mi deseo. Comenzando la lengua universal de los ademanes, gestos y señas, me exclamo en voz alta:

-¡Cómo le explico exactamente...!

-¡Pardiez!, pues me lo explica simplemente en nuestra fabla.

  —131→  

Mi sorpresa es tanto más grande cuanto que me parece estar oyendo a algún personaje salido de las páginas del Quijote. Al tiquiteo preponderante de la tijera se suma luego la voz arcaica del peluquero, en un discurso que por momentos me cuesta seguir, perdido entre los vapores de las toallas calientes, del cansancio y los de las expresiones y palabras raras de mi interlocutor monológico.

-Símbolo de la totalidad, de la perfección, pero de una totalidad ansiosa, de una perfección angustiada: el paso de lo conocido a lo desconocido, o viceversa...

Me esfuerzo por comprender las ráfagas que me llegan, y por emitir algunos gruñidos, algunos monosílabos intermitentes que den cuenta de mi vaga presencia. Y de nuevo capto:

-De los siete pétalos que posee la rosa del tiempo, uno es el de la eternidad...

En distintas ocasiones, mirando en el espejo veo que sus ojos recorren mi perfil con una atención insistente que no deja de turbarme. Pero él, indiferente, prosigue:

-En la intersección de los pétalos está el dilema de elegir la dirección exacta, no en el sentido matemático, sino en el del azar necesario...

Es posiblemente en ese momento, o quizás después, que me lanza la pregunta. Cuando le contesto que Moisés Pereira, interrumpe el tijereteo y se queda mirándome largamente, con una leve sonrisa en los labios. Cuidadosamente pasa del perfil a la protuberancia que remata el arco de la nariz, de la comba de la frente a la distancia que separa los ojos, a la barba, a las orejas. Concluye la minuciosa inspección con aire satisfecho y retorna su discurso:

  —132→  

-Llegar al corazón del viento implica la marcha; no la elección de un camino, sino la andadura en una dirección. Por eso se trata de una totalidad en movimiento, que nos devuelve siempre al centro, del cual nunca salimos. La semilla viaja lejos, en el viento o sobre el mar, subrepticia y segura; a menudo el fruto cambia en la apariencia, se adapta sutilmente: el matiz de un color entre una piel y otra piel, el espacio de un sonido entre una letra y otra letra... Pero la diáspora es una sola e inmensa rosa, con pétalos por todas partes, como el viento...

Moshe Perera se calla, pensativo. ¿Él mismo me había contado su nombre? O quizá yo lo soñé, esa tarde calurosa en que, a orillas del Gran Bazar, dialogué largamente con el cauce de algún brazo atrofiado de mi sangre, o con la sombra escondida de su voz, patente de golpe en la de este barbero que descubrió el reflejo de mi perfil en el espejo del suyo.

-Tú eres de los que han perdido la huella. Pero por más que te han inculcado el olvido de la dirección, no han podido borrar la memoria remota del sendero. Si no, no estarías aquí. Tus antepasados se hicieron «cristianos nuevos», mientras los de la rama hermana emprendían, una vez más, el camino de la diáspora, negándose a aceptar la impostura. Pese a algunas peripecias menores, hasta entonces ambas comunidades habían vivido en perfecta armonía, en mutuo respeto marcado por recíprocas aportaciones y acuerdos de cooperación. Para no citar sino a algunos antepasados, registrados en el libro familiar, recuerdo al estrellero Rabí Isaac de Toledo, autor de Astrolabio Redondo y de Relogio del Agua; a Jehuda Ben Mosa, alfaquín de Su Majestad, ambos colaboradores próximos del Rey Sabio en la época del apogeo cultural de la ciudad; al Rabí Don Mayr, constructor de templos y consejero de don Pedro I. No hay que olvidar que la guerra de Granada, con la que culminó la ocupación árabe de la península, fue financiada por otro ascendiente nuestro, Abraham Senior, administrador de las rentas reales, juntamente con Isaac   —133→   Abrahanel, originario de Portugal. Ya ves cómo nos pagaron poco tiempo después. Regularmente recurrían a la pericia financiera de los nuestros para solventar sus interminables guerras; la de la reconquista, en gran medida la ganamos nosotros. Nos prohibían el cultivo de la tierra y el oficio de las armas; nos toleraban las actividades financieras, que sus principios «condenaban», pero hipócritamente nos utilizaban y se beneficiaban con ellas. Para nosotros era una manera de defendernos, un arma para preservar la identidad de nuestro pueblo, tan siempre perseguido y castigado. Existe una página en el Libro de nuestras tradiciones que está escrita con números. Interpretándola, nuestros antepasados se hicieron fuertes en este dominio, por necesidad de conservación. Para conservar ese segundo país que mana leche y miel, en el que estaban arraigados desde siglos. La ingratitud, la incomprensión altanera y prepotente les montó a la cabeza luego que se sintieron fuertes, paradójicamente después de derrotar al más endeble de los soberanos musulmanes, Boabdil, que entró a la historia por el lánguido sendero de las lágrimas. Los antepasados que debieron reiniciar el anda-anda habrían sentido a fondo la estocada de la expulsión, por la índole profundamente injusta, traidora contra una comunidad perfectamente asimilada en su lugar. Tanto más ruin que habían contribuido poderosamente a la construcción de algo que consideraban, a justo título, como propio. El fanatismo es un vil excremento de la prepotencia. Hasta el momento del triunfo sobre el Islam lo llevaban como un bocio interno, atravesado en el gaznate, sin que -salvo excepciones- se viera mucho por fuera; incluso lo usaban, envuelto en piel de tolerancia, para utilizarnos mejor. Cuando redujeron al moro -gracias a la ayuda de los nuestros-, el coto les creció hacia afuera, se les hinchó el cuello como una boa, y la intolerancia dictó las medidas represivas. No tengo ningún reproche que hacer a los que, como tus antepasados, disimularon sus convicciones y creencias para sobrevivir... en el sitio. Era una táctica que se venía utilizando desde lejos, y que en distintas ocasiones había permitido   —134→   salvar a los nuestros. Existe toda una doctrina que justifica la práctica, basada en válidas interpretaciones de los libros. Y al fin de cuentas, fue hasta cierto punto un juego de parte y parte; gran cantidad de los «cristianos nuevos» siguieron ejerciendo las funciones que tenían antes de la forzada conversión. Esto no disminuye un ápice al cortejo de horrores que comportó la nueva situación. Más que la desgarradura de la nueva diáspora -que al fin de cuentas mantuvo sus raíces-, fue lamentable la suerte de los conversos. La saña los acosó, sobre todo con la tristemente famosa inquisición, coordenada por Fernando, quien por su madre descendía del converso Enríquez, y montada por ese monstruo renegado que se llamó Torquemada. La marca pública de la infamia contra los inhabilitados hacía revivir los tiempos del cautiverio en Egipto y preanunciaba los progroms y los campos de concentración. El camino que va de la Plaza de Zocodover, escenario de los autos de fe, a los quemaderos de la Vega se llenó de sangre y de espanto; las estrechas callejas de Toledo se cubrieron de afrenta con las procesiones de los condenados, porque era necesario que la humillación fuera pública. De golpe, el pueblo con más mezclas en la historia de la época, enarbolaba el principio de la «limpieza de la sangre», adefesio jurídico que con su homólogo de la «pureza de la fe», instauraban un racismo digno de sus sanguinarias manifestaciones contemporáneas. Juan Huarte de San Juan («en el cerebro del pérfido judío hay una tendencia inextirpable al mal»), no desmerecía a Lueger o a Alfred Rosenberg. A través de la delación, la tortura, las presiones de toda laya, la gangrena del Santo Oficio fue contaminado todo, no sólo el ámbito religioso, sino el político y el social, para que «con el tiempo no se oscureciera la memoria de los que venían de judíos y se pudiera distinguir la calidad de los hombres nobles». ¡Qué amarga ironía la de estas palabras altaneras cuando se piensa que los dos más grandes poetas místicos de la lengua castellana, Teresa de Ávila y Luis de León, eran descendientes próximos de judíos conversos! Sarcástica respuesta del destino -no tan azarosa- a la inicua «persecución al marrano».

  —135→  

Como ves, la situación de los que transigieron fue aún más penosa que la de los que partieron. La adhesión a una creencia bajo presión carece de alma, nace muerta. Lo que de momento puede salvar, a la larga suele liquidar. La clandestinidad como forma de resistencia conduce, con el tiempo, a la muerte por asfixia. La amnesia cultural es una de sus formas. Ves, tú ya no sabías nada; el tiempo había borrado de ti todo vestigio del pasado. Pero como el tiempo es una rueda, de golpe estás aquí, para aprender de nuevo, para enterarte; la corriente del azar necesario que mueve esa rueda cumple un ciclo natural y te devuelve al centro del des-olvido. El mayor de los hijos de Moshe, rabino, así como el segundo, lapidario, se marcharon. El tercero, médico, y el último, funcionario, se quedaron en la casa, que no pudieron conservar. Por una carta agregada al libro familiar, se supo que el menor de los Perera se enroló posteriormente en la Armada de un tal Pedro de Mendoza y se embarcó para el Nuevo Mundo. En la misma misiva se cuenta la infamante desposesión de la mansión de los Perera, una de las más hermosas de la Judería de Toledo. Fue ésta una herida que el tiempo no ha conseguido restañar.

La casa está allí, cerca de la Sinagoga Mayor, que aún se halla en pie; luego de ser iglesia y establo del ejército, hoy es monumento para embeleso de turistas indiferentes, ajenos al símbolo agredido por el fanatismo incendiario de Vicente Ferrer, pisoteado después por los cascos de la caballería. La casa está allí, mientras que tú y yo estamos aquí, y no en el patio embaldosado de nuestra morada, en el corazón de la aljama toledana, escuchando la cantinela melodiosa de la fuente central y gozando de la frescura, el aroma, los colores de los geranios, los claveles y las rosas que bordean la fuente y el naranjo, y resguardan la base de las columnas que sostienen las arcadas del corredor. Dicen que nuestro pueblo, originario del desierto, está condenado a soñar eternamente con el agua. Así como los proscriptos peregrinos del Éxodo hicieron brotar el agua de las rocas del desierto, nuestros   —136→   antepasados que llegaron al oasis de Toledo colmaron el sueño incandescente, realizaron el espejismo del agua en la alberca del patio. En el centro canta noche y día la fuente decorada de conchas, rodeando los tazones, las pilas, el chafariz y la gárgola de mármol blanco entallado. Es el patio central, el del naranjo, por el árbol que a un costado de la pila embalsama por abril toda la casa con el olor del azahar. Allí el atardecer apacienta rebaños con vellón de roja púrpura, mientras la luz declinante va combinando entre sí los colores de los azulejos de la galería, detrás de las arcadas, y enredando las filigranas oro y azul trenzadas en el alarce del artesonado. Allí los nuestros habían reconstruido las noches de palmeras y el aceite de oro, de los que habla el Libro:


«Derramándonos unos a esta tierra y otros a diversas partes.
       Y nos los de esta tierra ficimos esta casa.
       Siendo tu brazo fuerte y poderoso
       acabamos esta casa para bien
       en días buenos y años fermosos.
       El día de acabada fue grande y agradable...»



Así celebra el Libro familiar la fundación de la morada. La calma anida en las habitaciones que rodean el patio, protegidas del calor por la sombra fresca del corredor y el follaje que acaricia el canto de la fuente. Entre este rincón del edén y el bullicio de la calle hay un zaguán ornado de mayólicas, de semipenumbra y de helechos verdeoscuros, limitado por la cancela de hierro, bordada por los mejores forjadores toledanos. Al traspasar las rejas se sale a una callejuela que parte de la del Ángel y se retuerce, viborea hasta alcanzar la Plaza de la Cava. Para llegar a la Sinagoga cercana se atraviesa la Alcaná, con sus bazares   —137→   de colores y olores y destellos infinitos. En ella se dan cita los tapices de Persia y de Irak con las joyas del Asia Menor y los aljófares de Golconda; las sedas de Tonkín con los chales de Cachemira; los cueros repujados de Córdoba con las alhajas luminosas de Venecia; las cerámicas irisadas de las islas con los paños de Cuenca y las lanas cálidas de Aragón; las mallas metálicas de Milán con los aceros damasquinados de Toledo; la plata, el oro, el azabache con el ámbar, el coral, la esmeralda. Allí se juntan, se confunden, se entremezclan la mirra con el almizcle, la algabia con el incienso, el estoraque con la alhucema, el bálsamo con el opopónaco, el gábano con la cananga, la esencia con la resina, en vaharadas intermitentes desde las cazoletas, los pebeteros, los pomos, el papel de Armenia, los franchipanes, los sahumadores, en incesantes oleadas de aromas que atraviesan el aire, envuelven a los transeúntes e impregnan los toldos abigarrados que protegen de la intemperie los abarrotes y las vendejas. Por allí se desparrama la ciudad en la que nuestros antepasados encontraron la misma tonalidad de la miel madura derramada sobre las piedras del atardecer jerosolimitano. Las crónicas más verosímiles demuestran que llegaron a esta nueva Jerusalem en tiempos de Nabucodonosor, huyendo del cautiverio en Babilonia, en épocas de la destrucción del primer Templo. Vinieron buscando otra tierra que mane la leche y la miel, y en una colina que concentra idéntica luz, fundaron Toledo, que en hebreo quiere decir historia o generaciones. El mapa de la ciudad añorada es reproducido así en símbolo místico, gracias al aire y a la luz, al agua y al viento, al calor y al color, esa mezcla de miel y de leche con el primer crepúsculo del día, de fuego y de oro con el último... Pero empujada por el amor, la imagen reflejada salió del espejo y se volvió el objeto mismo.

-Pero Moshe -me animo a interrumpir el entusiasta ditirambo-, ¿y la tierra prometida? Tú, integrante de la diáspora, ¿no has ido a Israel?

-Sí, Moisés. He recorrido largamente las tierras descritas   —138→   por el Libro. He visto a los jóvenes hacer brotar de nuevo el agua de las piedras del desierto. He bajado desde Kiryat Shemona hasta Elath sobre el Mar Rojo; he estado en Gaza y en Nazaret, en el Mar Muerto y en el Mar de Galilea, en las alturas del Golán y en la península de Sinaí, y en Tel Aviv y en San Juan de Acra y en Belén y en Haifa y en Bersheba, y naturalmente en Jerusalem, la ciudad de la Paz, en donde busqué, en vano, la aljama, la Vega, esa curva del Tajo, la calle del Ángel... En ninguno de esos sitios, que por lo demás me conmovieron, en ninguno he encontrado la casa que se abre con la llave que hace casi 500 años trajo consigo Rabí Moshe, como presencia indestructible de la mansión de los Perera en la Judería de Toledo. La casa que aprendimos a querer, de generación en generación, a conocer en sus más mínimos detalles, distribución de las piezas, sitios de los muebles, matices de la luz en el patio a las distintas horas del día, lugar de las plantas, color y reflejo de los mosaicos, música del agua en la fuente, espesor de los muros... ¿Sabes?, hay un libro minucioso que inició el Rabino Moshe Perera el día que abandonó la casa y comenzó el largo y doloroso exilio; un libro que seguimos escribiendo, o andando, nosotros sus descendientes, en el interminable camino de la nostalgia toledana...

Abriendo un cofre en cuero repujado extrajo un libro encuadernado en piel de un rojo manoseado por el tiempo, y una enorme llave de hierro forjado, con un paletón de nutridos dientes y un anillo con adornos de complicado arabesco. Me produjo un sobresalto ver esta pieza de ferretería aquí, en este lugar...

Cuando hablamos de lo que yo andaba buscando, me miró fijamente y me aseguró que él podría ayudarme a encontrarlo. Caminamos un rato por la hormigueante avenida central del Gran Bazar. Levemente me apretó el brazo para señalarme una estrecha calleja a la izquierda; luego tomamos a la derecha, y como a 50 metros, de nuevo a la izquierda, un minúsculo pasadizo en   —139→   pendiente que conducía a una puerta al fondo de tres peldaños. El hombre que nos abrió tenía un vago parecido con Moshe.

-El primo Shimon, el primo Moisés...

Nos estrechamos las manos como si nos conociéramos de toda la vida. En la semipenumbra de la habitación, en el centro distinguí una mesa iluminada, en la que se mezclaban instrumentos diversos con cintas y trozos de metal precioso. Cuando mis ojos se acostumbraron a la escasa luz lateral, pude ver las vitrinas contra la pared del fondo, colmadas de sortijas, collares, pendientes, brazaletes, broches, coronas, alfileres, cadenas, medallones... Y a mitad de camino, detrás de la silla de Shimon, un estantecillo de tres repisas abarrotadas de piedras brillantes de todos los colores y tamaños. Al moverme, las repisas titilaban, chisporroteaban; las agujitas multicolores me herían las pupilas hasta hacerme entornar los párpados. Moshe le explicó brevemente al primo enjoyelador, y éste empezó a recitar con monótona convicción, al tiempo que iba tomando sucesivamente las piedras del estantecillo hacia el cual había tornado su silla. Me preguntó dos o tres cosas antes de enfrascarme en su concentrado monólogo.

-El diamante representa la limpidez, la perfección, la dureza, pero sus reflejos son fríos y no siempre benéficos. Su dureza corta, raya, hiere...

Tomó otra en la mano y prosiguió:

-La esmeralda, gota de luz verde capaz de atravesar las tinieblas, arrastra las nacientes luces de la primavera. Acuosa y lunar, se opone a lo ígneo y solar. De ahí sus connotaciones infernales. En sus funciones homeopáticas puede actuar de manera nefasta sobre las manifestaciones ectónicas...

Volvió a cambiar de piedra.

  —140→  

-El zafiro es su contrario: celestial, por su calor se inscribe en el azul y se emparenta con el elemento aire. Inmaterial y profundo, es un coágulo, inexistente de vacío acumulado. Exacto, puro y frío... No, no me parece...

Volviéndose con otra pieza en la mano me hizo dos nuevas preguntas, y prosiguió:

-¡Ah, el rubí!, piedra de la sangre, carbón encendido de la pasión, embriaga sin contacto. Emblema de la dicha, ha sido designada como piedra de los enamorados. Pero del amor sin tristeza y sin lujuria... Además, puede fácilmente convertirse en sanguaza.

Hizo otra pregunta y, revolviendo las piedras, continuó, cada vez más concentrado en su soliloquio:

-Tampoco el atormentado coral, árbol del agua, víscera de la luz sanguinolenta... No, ni la turquesa, ni el lapislázuli... Otro color, otra esencia...; el ámbar podría ser. Magnético hilo que une la energía individual a la fuerza cósmica, es el elemento que da el color al rostro de los héroes y de los ascetas...

Shimon se interrumpió y me pidió descripciones más precisas, color de los ojos, de la piel, del pelo, curva de la sonrisa. Su índice pirueteó varias veces sobre las repisas, como una mariposa, antes de posarse en la flor violácea de una piedra. La tomó y mirándome de frente, retomó su discurso, ahora en tono categórico.

-Amatista, porque es la combinación del rojo y el azul, la gota en que se unen la fiebre y el sueño, el instante preciso en que la luz se vacía en la penumbra, y viceversa. El cielo y la tierra en comunión exacta. El eterno recomenzar, ¿entiendes?

-Sí -dije, y en efecto, me parecía muy claro.

Shimon se levantó, llegó hasta la vitrina del fondo, tomó una pieza y mostrándomela dijo, en tono cada vez más convencido:

  —141→  

-Esta pieza es un trazo sin raíz ni cabeza, sin comienzo ni fin, en la línea del color de la piedra. Pero un trazo con alma, capaz de encarnarse. En ciertas culturas de la antigüedad, para designar vida y serpiente se utiliza la misma palabra.

Volví a asentir; me parecía exacto. Mostrándome los engarces de amatista que de trecho en trecho cortaban la serpiente de oro viejo, Shimon prosiguió:

-Siete: símbolo de la totalidad, de la perfección, del paso de lo conocido a lo desconocido. Los siete ojos de Javeh, de que habla el profeta Zacarías. Las siete ramas del árbol de la luz, del árbol de la vida. Y no creas que es una fijación cultural nuestra; es universal. Los siete colores del arco iris no hacen sino testimoniar la plasmación de la luz, así como la materia vibra en las siete notas de la escala diatónica. A ti te toca descubrir el sonido, el color, así como la dirección que parte de la intersección de los siete pétalos del viento. Pero no puedes equivocarte...

Al separarnos en el embarcadero de Galatá, luego de un apretado abrazo, le pregunté a Moshe si alguna vez había pensado en ir a Toledo. Muy concentrado, como escrutando sus pensamientos, me contestó:

-Desde hace 500 años -el libro lo dice- cada Perera se formula la pregunta y sueña con ese retorno. Pero ninguno ha ido nunca... y creo que no irá jamás. No es el temor de que la llave no funcione en la cerradura. Como has podido comprender, la casa existe. Pero cada uno de nosotros fue agregando palabras para describirla mejor. Y hoy ya no sabemos si la casa es la misma, o si la fuimos recreando en las páginas del libro rojo comenzado por nuestro antepasado el día inicial del exilio...

Cuando el barco se alejaba, Estambul parpadeaba con los mil y mil ojos que, de lado y lado, me acuchillaban. Las cúpulas y los alminares se perfilaban en el resplandor que montaba de la   —142→   ciudad como una niebla dorada. Por encima pendía una filosa luna de cimitarra. «Es natural...», me oí decir. El Bósforo iba aplacando lentamente los ojos luminosos de la costa. «Asia a un lado, al otro Europa...», me subió a la memoria desde algún banco del colegio. Tímidas estrellas se encendían cerca de la luna, ahora repetida en el mar. Poco a poco una bruma lechosa se iba apoderando del agua, de mis recuerdos borrosos, de ese sueño difuso en Estambul, Constantinopla, Bizancio, Jerusalem, Toledo. De vez en cuando me llegaban los fuegos de artificio tranquilo de algún barco que iba a la quimérica ciudad, y desde arriba los de Venus, por donde transitaba la serpiente dorada con sus siete ojos color violeta. Cuando llegamos al Mar Negro me invadió la convicción de que nunca más volvería a ver Estambul, como mi primo, el rabino peluquero Moshe Perera no vería jamás su Toledo espejismo. Pero uno y otro seguiríamos soñando siempre con ésta y aquella, como yo esa noche marinera en que soñé que estuve en Estambul. Y que la llave que me enseñó en el cofre repujado un hombre con el reflejo de mi perfil en el costado de su rostro, era la misma que pendía en la hornacina en casa del abuelo Moisés Pereira, esa enorme pieza de hierro con el anillo adornado en arabesco y de complicada dentadura, cuyo origen se desconocía en la familia, cuya historia había sido olvidada, quizá voluntariamente...



  —143→  

ArribaAbajoNoches de Veracruz


«...vibración de cocuyos
que con su luz
bordan de lentejuelas
la oscuridad...»

Agustín Lara                




Desde la adolescencia me había sentido intrigado, invadido de una indefinible nostalgia ante esos cocuyos que vibran en la noche tibia y callada, en medio de la sombra que se desmaya sobre la arena; atraído por esa noche, húmeda y sensual, que se parece a una mujer tendida en la playa. No podría precisar por qué; la imagen estaba más allá de la zona en que comienza la memoria, en algún sueño, en alguna pulsación cadenciosa de mi sangre. Debo confesar que, además, me cautivaba el nombre de puerto con olor a pólvora y a bucán. Había pues una gran disponibilidad, una irresistible atracción para llegar hasta eso que tanto me había hecho soñar, sin que ningún recuerdo preciso estuviera ligado a ello. Era apenas el tintineo de cristales en la penumbra de una habitación que huele a hierbas; el color de alguna flor que eclosiona y se apaga un lánguido atardecer, cuya forma y cuyo aroma quedaron atrapados entre las páginas de indefinibles, subrepticios recuerdos.

Convencer a Lariza no fue tan difícil. Mi entusiasmo contagioso, por lo mismo que se basaba en un sentimiento vago, en el cumplimiento de una hipotética aventura sin forma ni sentido, fue el último empujoncito para renunciar al viaje hasta la extremidad de la península, y acompañar a nuestros amigos en el proyecto   —144→   de materializar el otro sueño tropical en la isla encantada de la que nos hablaba con exaltación Daniel. Menos espectacular quizá nuestra aventura, pero más al fondo de mí mismo.

Todo nos llevaba, pues, hacia esa canción-playa-puerto con la atracción de un poderoso imán. También nos empujaba el huracán Florita -como le llamaban familiar y cariñosamente los campesinos-; los restos de su furia ponían en duda la posibilidad de seguir el camino previsto. Ya nos había dado un buen sobresalto cuando su cola de diluvio nos estuvo persiguiendo por la carretera, sin saber si después de la siguiente cascada, la ruta continuaba o si era un ingreso directo a algún paraje del otro mundo.

Así fuimos descendiendo por el camino que lleva al mar, anticipado en varios sitios por las inundaciones, que convertían la carretera en puente. Hasta que, de golpe, antes de llegar a la ciudad, apareció en medio de unas palmeras el viejo hotel, con su aspecto de torta de bodas resplandeciente en su blancura de cal. No solamente había habitaciones libres, sino que luego comprobamos que la descomunal instalación estaba casi exclusivamente a nuestra disposición: las arcadas coloniales; las anchas galerías con balaustradas; los enormes salones de la planta baja y del primer piso, con imponentes arañas caireladas; el bar íntimo, siempre en penumbra; el comedor inmenso, en el que jugábamos a ser marquesa y marqués de un aislado castillo; las albercas embaldosadas; los patios de distintos niveles, con terrazas arboladas; las fuentes cantando la copla del agua fresca; los canteros de flores olorosas y multicolores; las dos piscinas recubiertas de azulejos; los secretos rincones del jardín, con bancos y parasoles; las palmeras que se multiplicaban después de la profusión de las terrazas floridas, de los embalsamados patios, de la vegetación reventona, frutal y odorante, del agua tranquila o danzarina; las palmeras, las palmeras invadiendo la playa, la adunada arena, el rizado mar de la canción, sueño de pescadores que arrulla el mar.

  —145→  

Todo estaba convocado en aquel sitio para crear el clima propicio, hasta el aguacero que nos sorprendió en descampado a la noche, y que nos obligó a buscar refugio bajo un techito escuálido, en donde varios muchachos vinieron a juntársenos, buscando también protección contra el chubasco. Comenzó una tensa conversación entre ellos y nosotros. De golpe nos apretamos la mano y salimos corriendo; el riesgo de empaparnos era menor que el que corríamos con los pandilleros, que comenzaban a envolvernos sospechosamente.

La primera vez fue acaso apenas el relámpago de una sonrisa. Nos cruzamos en el zócalo, cerca del puerto que se abre, múltiple, al mar. Regresábamos de la todavía escalofriante San Juan de Ullúa, plaza fuerte del recuerdo sanguinario de los feroces piratas que, desde Hawkin y Francis Drake hasta Maximiliano y Woodrow Wilson, asolaron las costas del golfo y su codiciada puerta, la Villa Rica de la Vera Cruz. La barba entrecana y puntiaguda, el pelo largo, los ojos estriados en un rostro sin edad, las sandalias franciscanas, la ropa de tosco lino, todo en él acusaba diferencias con el común de los demás habitantes de la ciudad tropical y mestiza. Sonrisas en forma de eco o carambola; al cruzar las miradas me di cuenta que ambos estábamos imitando la sonrisa del desconocido. Ese extraño que uno ya encontró en cualquier lugar, en alguna foto amarillenta o en un sendero perdido de la memoria. Un rato después, al cruzarnos de nuevo, al final de las arcadas, las sonrisas fueron más abiertas, y hasta me pareció percibir en él un gesto de acercamiento. Pero la cosa no pasó de allí. Luego de andar buscando, al azar, el sitio en que regresó Quetzalcoatl, y de encontrar -casualidad emocionada- la calle con el nombre del maestro Agustín Lara, una calle que lleva al mar, volvimos a hundirnos en nuestro paraíso de jardines, albercas y palmeras, junto al mar que habla de pescadores... que ya no existen. Pero el hechizo de la canción, su magia escondida   —146→   y tenaz habían quedado detenidos en los recovecos del hotel Mocambo, en los altos, anchos huecos de los corredores y de las habitaciones, generosos de espacio y de frescura, en las molduras de las paredes y de las puertas, en los balustres panzones, en los desniveles de las terrazas, en los árboles y arbustos, en los aromas y colores de las lilas, rosas, madreselvas, buganvillas, y otras tantas especies perdidas y reencontradas, en la música de las fuentes, en el juego cromático de los azulejos, en la estatua de alguna deidad totoneca que justifica el nombre del hotel, enigmático rostro plantado en medio de la vegetación exuberante del jardín. Y sobre todo en la playa tendida, displicente bajo la luz de la luna, con sus altivas palmeras, la cabellera ondulada de la arena, su reluciente piel de azogue y de paloma; la vibración infinita de la noche tibia y callada...

Y volvimos a verlo varios días después, una noche de cocuyos, otra vez en el zócalo. Avanzábamos lentamente en la tibia brisa con olor a iodo, a algas, a peces. Hablábamos de la muerte y yo sentía la mano trémula de Lariza en la mía, cuando alguien murmuró «...no...», suavemente, «...no...», entre los dos sobre nuestros hombros, o quizá era la última sílaba de «hermano», que inmediatamente percibí con mayor claridad. «Frend», agregó todavía. Rajas de luz, los ojos brillaban intensamente, la dulce voz nos decía:

-He sufrido mucho en estos días. La vez anterior no me animé a acercarme, pero he pensado tanto en ustedes que, seguro, es mi deseo el que les atrajo esta noche a este sitio.

Se me ocurrió que nuestro silencio podía provocar, en cualquier momento, su llanto. Pero ya Lariza estaba comunicando con su contagiosa sonrisa feroz de cervatilla.

Siguió hablando con voz calma y musical:

-Durante todo este tiempo vacío la tierra giraba, giraba; yo sentía el chirrido de los goznes, pero no podía encontrar el puente de viento, el ganchito de luz que nos reuniera...

  —147→  

-Pero ya estamos aquí, juntos. La verdad es que esta noche vinimos al zócalo atraídos por algún misterioso llamado -mentí, pensando en el enorme huachinango a la veracruzana con el que acabábamos de saciar el hambruna que nos llevó al comedero de la plaza, luego de la jornada en que alternamos la playa y los jugos de coco con la piscina y los cócteles que competían con los colores de los azulejos.

-La vida sonríe en los rostros de ustedes. ¡Qué bello es el amor!

«Muertos son los que tienen muerta el alma y viven todavía...»

No deben pensar en «eso», la parca está tan lejos que no hay posibilidad de mezclas; ustedes son el aceite, ella el vinagre, o mejor, ustedes son el fuego de la vida que no puede extinguir el agua helada de la pálida -el dedo largo se fijaba en nosotros y luego apuntaba al vacío-. Yo me llamo Carlos -añadió al descuido, como descontando que ya lo sabíamos.

-¿Eres de aquí?

-No, soy de la capital, pero vivo en este puerto con aliento del mundo desde hace mucho tiempo. Fijado por el olor de brea, el mar, esa ventana que me lleva lejos. Aquí las gaviotas gritan como el albatros del poeta de Francia.

En vez de contemplar por la ventana que Carlos parecía vislumbrar en la dirección perdida de sus ojillos, miro por la de enfrente. Allí está él, adolescente, con el mismo rostro sin edad. Hoy que cumple un año más, siente el peso del mundo en las espaldas, un mundo muerto, vacío, putrefacto. Atlas inútil en ese gris universo familiar, en el que cada silla con su forro de cretona amarillenta tiene su sitio exacto en la sala, desde la época de la bisabuela Dolores, de cuando don Porfirio asistía a los saraos, no ha cambiado ni tiene por qué cambiar, puesto que ésa es la norma   —148→   ancestral, lo que la tradición impone; lo que la familia sacrosanta dicta no tiene por qué variar. Lecturas, amistades, amores marginales le van abriendo una ventana, que da a otra y a otra, hasta llegar a la que el mar abre sobre el mundo, a la que «lleva lejos».

-La vida tiene sus encantos en este puerto -la voz de Carlos me saca de mis ensoñaciones-. A menudo pasan mis hermanos de cualquier parte del planeta. Yo los reconozco con el primer golpe de vista y les ofrezco mi modesta hospitalidad; para mí constituye un enorme placer recibirlos. Para eso estoy aquí. Hoy son ustedes...

Una turba de chiquillos y algunos otros rostros curiosos habían comenzado a formar un círculo de miradas impertinentes en torno a nosotros, en medio del aire tibio de la plaza. Carlos pasó distraídamente los ojillos estriados alrededor.

-¿Querrían ustedes honrar mi humilde morada? Es pequeña, pero su justificación es la de ser un templo de la amistad. Podremos escuchar música y conversar tranquilamente...

Comenzamos a andar hacia el borde de la plaza que da al mar. Caminábamos como si nuestras pisadas fueran conducidas por una especie de automatismo. La gente se apartaba para abrirnos camino. De repente, la mirada verde e interrogante de Lariza se cruzó con la pregunta que flotaría seguramente en mis ojos. Pero nuestros pasos tenían un ritmo de encantamiento, y seguimos marchando, guiados por la sonrisa de nuestro flamante amigo. Durante el cuarto de hora, aproximadamente, que duró el viaje, el silencio era interrumpido por las directivas para seguir el camino adecuado. O por alguna afirmación:

-Ésta era mi playa solitaria; ahora está llena de gente, la han mancillado. No se bañen ahí...

O bien:

  —149→  

-Fíjense en los pinos; las copas se juntan como para darse un beso.

Cuando pasábamos bajo algún farol del alumbrado, veía en el retrovisor la cara de Carlos iluminada por una sonrisa enigmática, la de Lariza a mi costado con una mueca de inquietud que bien conocía. Tomamos una carretera que deja la ciudad detrás; nuestro guía empezó a volverse más locuaz.

-Mi casita es modesta, pero no se está mal. Si quieren podemos fumar; tengo un poco de hierba flor que dejó Jimmy. Eso si les gusta. Yo no fumo sino cuando lo comparto con algún hermano.

Volvimos a intercambiar una mirada interrogante con Lariza.

-A la derecha, por el camino hacia aquellas luces -exclamó de golpe, sonriendo angelicalmente.

Había algo de inquietante en la mansedumbre de Carlos; esa manera de darse, cuya espontaneidad misteriosa convocaba interrogantes múltiples. ¿Y si fuera un depravado? Nos lleva para... quién sabe qué. O un drogadicto que cree poder compartir sus delectaciones con nosotros; o peor aún, un traficante, que espera poder meternos en su red, convertirnos en instrumento. O, quién sabe, un depravado que, llegados a la casa nos obligara, ayudado por compinches, a vaya a saber qué ritos sexuales. ¿Para qué, por qué vinimos? Es que su pasividad, su dulzura resultaban cautivantes, al tiempo que la tenacidad del convite contagiaba seguridad. ¿Seguridad de qué? Estamos a su merced en un suburbio sombrío de esta ciudad-puerto a la que una canción nos empujara. Pero al mismo tiempo existe una tal convocación a la aventura tropical, vagamente la que la canción sugiere, que nos dejamos conducir sin resistencia por este desconocido extravagante, por la luz de sus ojillos estriados, por la suavidad de sus gestos, por la amabilidad de sus modales, por su barba de chivo y el encantamiento de sus palabras.

  —150→  

El camino de arena que acabábamos de emprender cruje bajo la presión de las ruedas.

-Es la cola del ciclón; hace tiempo no veía caer tanta agua junta. Y lo de por aquí no fue lo peor.

Me acordé de los pueblitos con el agua hasta el dintel de las puertas, del camino como un largo puente desde el cual se ven las embarcaciones zigzagueando entre las casas más altas; las sumergidas se adivinaban gracias a alguna extremidad de antena, un trozo de pared, un horcón pertinaz.

-Nunca he estado en Venecia -dijo, como si leyera mi pensamiento-, pero el acoso del agua me hace pensar en esa ciudad serenísima flotando en el líquido elemento, de acuerdo con lo que he visto en algún grabado antiguo. Naturalmente, guardando las distancias entre esto y esa maravilla del mundo...

Luego de unos minutos exclamó súbitamente:

-Es aquí, aquí mismo.

Una especie de islote daba asiento a algunos dispersos bultos perdidos en la sombra de la noche húmeda. «Noche tibia y callada...», me volvió la canción. Pero aquí, en lugar de cocuyos bordaba la oscuridad un zumbido ilimitado, indefinible que vibraba por todas partes, como si lloviera por dentro. Más allá de los grillos y de las ranas titilaba en la oscuridad una mezcla de olores, combinada con el parpadeo de un chirrido innúmero, interminable, que venía del fondo de la noche, saltando por encima de las casas, como supuse que serían los bultos de oscuridad que interrumpían desordenadamente el espacio entrevisto, o adivinado. ¿Un pantano, un lodazal? ¿Un basural, quizá? Apercibí una construcción que se recortaba contra la ínfima claridad del cielo cercano. Cuando los ojos se acostumbraron a la penumbra, vi que se levantaba sobre pilotes, tal vez como protección contra las inundaciones «venecianas», o quizá sólo para solucionar un problema de desnivel del terreno.

  —151→  

-Tengan cuidado con los tablones -dijo mientras atravesábamos una pasarela endeble limitada por una improvisada balaustrada, repleta de trozos y planchas de madera de las más diversas formas, tamaños y medidas. Cuando llegamos al pasadizo, una súbita luna con cara de arlequín nos bañó con su luz enharinada. Durante un momento transitamos a través de una materia semilíquida de consistencia luminosa: sentíamos la resistencia avanzando a tientas, ayudándonos con la fuerza de los hombros, apoyados en los muros de madera.

-Atención al puente -insistió Carlos.

El «puente» era un tablón entre el extremo del corredor y la puerta que daba acceso a la casa, caprichosamente ubicada en el costado izquierdo de la construcción. Esperamos en una especie de vestíbulo mientras nuestro anfitrión entraba con un fósforo encendido en la mano. Vi su silueta nimbada, hasta que encontró un foco que ajustado, dio luz a la habitación.

-Pasen, están en su casa...

Un primer compartimiento estaba casi totalmente ocupado por una vasta cama recubierta con sábanas de color indefinido.

-Es para los amigos. Aquí durmieron Harry y Elen y Jacky y Patricia y Sergio y... tantos otros hermanos. Si ustedes quisieran... -dijo con una leve y cortés inclinación del tronco; en su rostro seguía relumbrando una enigmática sonrisa.

Lariza me volvió a mirar con la misma pregunta en los ojos. Se trataba quizás de un homosexual o de un mirón, un «voyeur» que goza por delegación contemplando las contorsiones de los otros, y hasta excitándolos con alguna participación. Si no, ¿para qué esta especie de carrión en la antesala de su cuarto, en el que se divisaba su propio lecho? Posiblemente quiere hacernos partícipes de sus prácticas...

En medio del desorden propio a una botica de anticuario   —152→   barato, la otra parte de la habitación estaba dominada por una enorme cama con cabecera y rodapié de bronce reluciente, adornados con múltiples bolas y globos de diámetros diferentes encastrados en los travesaños. Un mosquitero de tul color rosaviejo coronaba el singular lecho, recubierto con una manta hecha con trapos de distintos colores, tamaños y calidades. Una araña de tres luces -sin un solo foco- colgaba en el centro de la pieza.

-Ésta es mi humilde morada, la de ustedes... -insistió Carlos, acentuando el ofrecimiento con las dos manos abiertas y con una sonrisa triunfal y al mismo tiempo humilde. Luego de una pausa continuó-: Es la casa de ustedes. El único mérito que tiene es que la construí yo mismo, con amor... y con estas manos -seguía con las palmas en ofrenda-. Pero aún me falta; faltan muchos detalles; estará lista para recibirles, como ustedes se merecen, la próxima vez que vengan. Además, ahorita está todo desordenado. He tenido que secar esa ropa que se empapó con la inundación. Pero siéntense... -dijo al darse cuenta que estábamos de pie, embelesados ante tan original escenario, y nos instaló en la cama, apartando el mosquitero color rosa antiguo y alisando el cubrecama abigarrado.

Enfrente dispuso una banqueta de tres patas, único asiento visible en la pieza. Lariza y yo nos miramos, abrumados por la mezcla de la sorpresa, del calor y del olor a humedad. Carlos posiblemente se dio cuenta de que nos estábamos ahogando en la pieza cerrada, pero no hizo nada por remediarlo. Nos miró y lentamente comenzó a hablar:

-Allí, en el muro de la derecha, en el tramo de la Gran Galería -señaló con la diestra una imaginaria pared- del Louvre -agregó, como si fuera lo más natural que adivináramos el museo invocado en mientes-, cerca de una de las ventanas renacimiento que da al patio Napoleón... -dudó y se corrigió-: no, al del Carrousel. En ese muro, cerca de esa ventana -volvió a señalarla con la mano-, hay un retrato complejo, magnífico. Pero   —153→   claro..., si ustedes lo habrán visto más de una vez. Doménico Ghirlandaio, ese admirable maestro florentino del quatrocento, pintó un Retrato de viejo y de su nieto. Ese cuadro es una verdadera obra maestra, porque es una vera imagen de lo que somos; al menos yo me siento íntegramente retratado: por un lado un monstruo lleno de verrugas, la carga de la fealdad, marcada por las decepciones y los fracasos, que cada uno arrastra irremisiblemente. Y muy ligado a esto, en el mismo estuche, si así puedo decir, comunicando de mirada a mirada, la otra cara, la de un niño inocente de cabellos rubios y de expresión angélica; nuestro lado de belleza resplandeciente e irrenunciable. Pero también somos el paisaje que se abre en la ventana, detrás de los rostros o de las máscaras: un camino bordeado de árboles que monta hacia la colina azul, hacia el cielo luminoso, hacia el infinito sin límites... -y se quedó pensativo, mirando sin ver lo que le rodeaba.

Luego de una pausa se levantó, y con un gesto magnánimo continuó:

-Esta casa la construí yo mismo, a mi imagen y semejanza, teniendo en cuenta la lección del maestro florentino -se veía por los gestos, entre pícaros y enigmáticos, que estaba por revelarnos algún secreto que disimulaba entre los pliegues de su discurso envolvente-. Me he permitido, pues, algunos caprichos... funcionales. Fíjense... -dijo con una sonrisa triunfal-, las paredes son hojas de puertas que he recuperado aquí y allá... -y empezó a abrir los paneles sobre la noche constelada de chirridos.

El fresco entró a chorros por las aberturas, junto con los zumbidos infinitos. De golpe descubríamos una de las rarezas de aquella original habitación. Perdidos en la contemplación de los objetos insólitos dispersos por los sitios más insospechados, no habíamos advertido hasta entonces los detalles de los muros. En efecto, eran planchas de puertas con molduras y dibujos distintos,   —154→   con relieves y adornos heteróclitos: una con la canaladura que aún conservaba la pintura dorada; otra con mediacañas de color celeste pálido, bordadas caprichosamente por obra de las termitas; la del fondo ostentaba relieves caprichosos a manera de orlas, ramas de vid y racimos entrelazados, coronados por dos cabecitas de angelotes, monstruosamente romos.

Los dos contemplábamos absortos y deslumbrados esas galerías infinitas de puertas ciegas que daban a la noche. Carlos nos miraba triunfalmente, y con aire misterioso dijo:

-No es todo... ya verán, ya sabrán por qué...

¿Qué otra sorpresa inusitada nos reservaba nuestro singular anfitrión? ¿Qué clase de conejo absurdo iría a sacar de su manga sonriente para anonadarnos aún más? Luego de cerrar los paneles abiertos, con paso lento llegó hasta el trozo de pared-puerta por donde habíamos entrado, y descorriendo una disimulada tranquita abrió un postigo, luego otro al costado en la franja adyacente, y un tercero en la pared lateral; atravesando la pieza se acercó al muro del fondo y realizó la misma operación. Los dos angelotes quedaron volando con las ridículas alitas sobre el vano de la oscuridad; el aire de la noche volvió a entrar en la habitación con el canto de los grillos, el croar monótono de las ranas y ese otro ruido oloroso que venía de todos los costados de la sombra.

-Todas las puertas de los muros tienen sus ventanas. Así puedo manejar el viento a mi antojo.

Siguiendo el movimiento circular de su mano, me topé con la mirada fascinada de Lariza; por el brillo de sus ojos me imaginé que yo tendría el mismo deslumbramiento en los míos. Mudos de asombro seguimos escuchándolo.

-Estamos ya tan constreñidos, tan limitados en esta existencia... -se interrumpió, soñador, y al cabo de un instante prosiguió-: Es triste vivir encerrado entre cuatro paredes de silencio   —155→   y soledad. Puertas en lugar de muros, con ventanas en cada una de ellas, y mi sed de partir se sacia, mi miedo de tener las alas seccionadas por el encierro se disuelve. No importa que las planchas estén fijas; con un ligero movimiento se vuelven puertas, y con una puerta enfrente, tengo la huida al alcance de la mano, de la imaginación. Y qué puedo decirles de las ventanas... Una ventana es una línea que desde los ojos va hasta el infinito, un pedazo de horizonte entre los dedos, con su carga de aromas, de cocuyos, sus crepúsculos de sombra y de luz, su música de pájaros y de insectos...

Toda la desconfianza inicial, las reservas, se habían disipado ante el fuego de artificio de encantamiento producido por Carlos; habían desaparecido con los pases mágicos mediante los cuales hacía aparecer maravillas ante nuestra fantasía deslumbrada; se hicieron humo por el conjuro de sus palabras, capaces de convocar, desde el fondo del crujidero de la sombra, el horizonte o las noches en que el sueño de los pescadores arrulla el mar. Una vez más pareció adivinar el trayecto de mi pensamiento y en tono íntimo nos confesó:

-Es duro aguantar el peso del mundo sobre los hombros. Ustedes son jóvenes, no se dan cuenta..., es posible que ni siquiera lo sepan... Yo lo siento aquí -golpeó sus clavículas saltonas, y en tono aún más enigmático, agregó-: Porque todo nos conduce a lo irreparable... Y somos pocos, muy pocos los que nos percatamos... y que obramos en consecuencia...

En efecto, me sentía admirado, aunque distante, de la tarea ciclópea de nuestro amigo; pero saber que existía alguien que la cumpliera tan bien, contribuía seguramente a esa gran sensación de seguridad que me invadía, y que también leía en la expresión plácida del rostro de Lariza, recostada morosamente sobre la manta multicolor. Una paz infinita nos iba ganando, sentimiento que se intensificó cuando, cambiando de tono, nos preguntó:

  —156→  

-¿Un poco de música...?

Ambos asentimos con la cabeza, pero no había visto por ningún lado una radio, un tocadiscos, un gramófono. Pero ya Carlos abría un vetusto baúl de destartalada traza y el electrófono apareció.

-Este fonocaptor lo recuperé en un muladar... Van a ver lo bien que suena...

Y haciendo otro pase de prestidigitador sacó unas botellas de otro cajón devenjecido, en mimbre zaparrastroso, y sonriente dispuso unos vasos frente a nosotros.

-La cervecita fresca hace bien contra el calor..., así con espumita -decía suavemente mientras llenaba las copas, como convenciendo a la cerveza de la necesidad de su función refrescante.

Revisamos la pila polvorienta de discos amontonados en el baúl, al costado del «fonocaptor». Cuando apareció el Concierto para violín de Mendhelson, Lariza dio un respingo y lo atrapó, pidiendo que lo pusiera. Yo conocía las razones de la expresión soñadora que fue tomando su rostro. La infancia en la casona de Saint-Leu-la-Forêt; los domingos, la abuela cantando dulcemente ésa su melodía preferida.

-Ahora ya está vieja la abuela Nina, pero antes cantaba como los ángeles, acompañándose ella misma al piano -Carlos asentía como si conociera a la abuela desde siempre-. Pese a los años no ha perdido la voz; canta todavía de vez en cuando... -proseguía Lariza, como hablando para sus adentros.

Poco a poco se fue reconcentrando en la melodía, y en las líneas del rostro yo podía seguir la escena: las personas sentadas en torno a la larga mesa seguían atentamente los acordes sacados a un piano por una mujer de frente aureolada por los cabellos claros, empapados por la luz que venía desde el atril. La voz   —157→   suave surgía de un rostro enmarcado por pómulos salientes y ojos verdes intensos. Lariza entrecerraba los ojos icónicos, de un verdemar luminoso en la faz de mejillas angulosas, mientras la voz se deslizaba, tenue, tersa, impregnando los objetos, las caras circunspectas, la semipenumbra de la pieza, la sonrisa de Carlos, la ensoñación de Lariza...

Luego fue mi turno de reandar los caminos de la niñez, conducido por la acaramelada tristeza de los viejos tangos con que mi madre me acunaba. El pañuelito bordado con tus pelos..., cuartito azul..., ya nadie más entró..., lo has despreciado..., y pasó la vida llorando de amor... Ese mismo ritmo que, años más tarde, se mezclaría con las experiencias furtivas en las pistas de los primeros bailes de mi adolescencia. Carlos poseía una impresionante colección de tangos; «Todo Gardel, naturalmente», y además conocía no sólo la trayectoria del «mudo», sino también las letras y las peripecias de sus canciones.

-El que viene ahora, «Anclao en París», lo estrenó en octubre del 28, durante su «premiére» en el «Florida», ¿ustedes lo conocen, verdad...? Está en el N.º 20 de la calle Clichy -como si nos enseñara con la mano la vieja boîte de la belle époque , y siguió contándonos con entusiasmo-: Santolini lo descubrió por casualidad, recién llegado a París, y le contrató en el acto; le había escuchado en un trozo de ésta -y llevó la púa más adelante-:

«Esa Colombina puso en sus ojeras humo de la hoguera de su corazón...»



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Arrastró la voz tersa y nasal del «rey del tango», como también le llamó varias veces. Su exaltación era tanto mayor cuanto que veía la posibilidad de «instruirnos», dada mi escasa versación en la historia del «ruiseñor porteño», y la ignorancia de Lariza en materia tanguera.

-Esa misma noche creó en París nada menos que «Caminito» -acompañó las palabras que salían del disco con su voz terriblemente desafinada, y con exclamaciones entusiastas de cada frase-: «...una sombra lo mismo que yo...» ¡ah!

Dando la vuelta al disco prosiguió su lección tanguera.

-«Esta noche me emborracho bien» fue otra creación de esa velada inolvidable -«...me mamo bien mamao...», cantaba el dúo de los Carlos, formado por la voz nasal y su eco desafinado.

El entusiasmo de Carlos iba en aumento. A menudo atajaba la música y recitaba trozos de las letras. Solemnemente iban pasando por la declamación pomposa: «su boca que era mía», «las trenzas de mi china y el corazón de él», «tu cariño al mío amarrado», «en lo mejor de mi vida», «a media luz los besos», o «en la cuenta del otario...». Carlos, raya en medio de una profusa cabellera engominada, hace describir figuras acrobáticas -del ocho a la lustradita- a sus zapatos de reluciente charol, coronados por polainas de paño. Las luces del inmenso salón del «Florida» piruetean de una estría a la otra estría de los ojos, de la izquierda a la derecha del charol... De golpe interrumpió la danza y nos espetó:

-¡Ah, en esta época de ramplón materialismo ya no hay pasiones; ya no hay alma, verso ni luz...! ¡Qué tiempos aquellos...!

Luego, mirándonos mitigó su afirmación contundente:

-Bueno..., ya casi no existen..., claro que el amor es inmortal...

  —159→  

Y siguió con sus comentarios entusiastas, sus recitativos y las réplicas en diferente tono. En la larga velada tuvimos derecho a los tangos de la guardia vieja, de la intermedia y de la nueva, pues la erudición de nuestro anfitrión llegaba a los más recientes cultores, y se extendía, además, al bolero de cadenciosa nostalgia. De cuando en cuando Carlos se levantaba y metiendo la mano en un cajón insospechable de alguno de sus originales muebles, sacaba una botella con un fondo de líquido, cada vez de un color diferente.

-Es lo que dejó Harry...

-Esto es un souvenir de Pietro... -agregaba la vez siguiente.

Así nos bebimos el resto del trago dejado por Dicky, el que no terminó Carola, el restito del de Toni, y no sé cuántos otros «fonditos», de aromas, grados, sabores y reflejos de los más diversos y embriagantes. Carlos recitaba, cantaba, bebía y fumaba, casi todo al mismo tiempo. En una de esas, luego de arrojar una colilla, se quedó callado un instante, y señalando el pucho con un dedo, dijo con el tono enigmático que ya le conocíamos:

-Miren, los objetos tienen un lenguaje, nos hablan; ése, en esa posición nos está diciendo algo, está comunicando...

Con sorpresa vimos que el cigarrillo, arrojado al azar, había quedado parado sobre la base opuesta a la llamita, que seguía humeando, como si los labios del piso lo siguieran fumando. Y en verdad, los objetos tenían un lenguaje en ese escenario ilimitado por las infinitas ventanas y por los muros-puertas. Las miradas deslumbradas de Lariza se entrecruzaban con las mías en el diálogo con los atrabiliarios artefactos dispersos por la habitación. La araña con sus tres ojos ciegos, colgada en medio del cuarto, nos fascinaba tanto como la pirámide del mosquitero rosa viejo, el baúl que vomitaba la música o la cama envirolada. Pero nada resultaba tan atrabiliario como la jaula puesta sobre una   —160→   cómoda derrengada, al costado del lecho. Dentro de la jaula despintada -amarillo desvaído, morado sucio-, de una cinta de raso que habría sido blanca, colgaba una pequeña botella de cristal pulido con un ramito de flores disecadas anudado al cuello. Cuando vio la insistencia de mi mirada, me contó:

-Me la regaló Antonina, una viejecita encantadora, toda una dama...

La historia de Antonina era otra letra de tango. De buena familia venida a menos, bonita, atractiva, culta, había rehusado numerosas propuestas matrimoniales para dedicarse al cuidado de su madre enferma. Cuando ésta murió, Antonina tenía los cabellos grises y la piel del rostro mordida por las arrugas. De improviso, Carlos interrumpió su relato y señalando a Lariza, exclamó:

-Se te parece, los pómulos marcados, los ojos verdes... Además, ella dice que es francesa, porque su abuelo fue uno de los que vino acompañando a Maximiliano... quién sabe si no está muerta -agregó pensativo-, hace unos días que no la veo por el mercado...

A partir de este tema supimos su ocupación.

-Vendo libros en el mercado; libros con pájaros que vuelan entre las líneas, con flores que brotan entre palabra y palabra. Sólo vendo éstos. Si hay alguno con murciélago o con gusanos ambulando entre las páginas, los tiro a la basura; no me ocupo sino de los que tienen aura... Vendo también mapas, viejas cartas marineras que me llevan a los sitios más recónditos del mundo con sólo fijar un dedo sobre las líneas y los puntos...

Al día siguiente fuimos a buscarlo, al filo del mediodía, seguros de encontrarlo en algún lugar del zócalo. Habíamos decidido marcharnos, así de improviso, porque... En realidad no sabíamos la causa de nuestra súbita decisión, tomada mientras desayunábamos los huevos rancheros y el humeante café bajo las   —161→   cerca del mar arrullado por el sueño de los pescadores, acribillado por los cocuyos en noches de ensoñación. «No hay dos con tres...», le dije de golpe, y Lariza con un movimiento de cabeza, me contestó: «Sí, nos marchamos...». Dejábamos ese mar al que la noche anterior sentimos parpadear diferentemente en el chirrido incesante de los grillos, en las mareas de los olores penetrantes y de las ranas letánicas.

No queríamos, sin embargo, partir sin despedirnos de Carlos. Naturalmente lo encontramos sentado bajo los soportales, compartiendo una mesa con un personaje grosero, que nada tenía en común con él.

-Comprendo -nos dijo como perdonándonos, y agregó: son tan hermosos que me quedaré pensado en ustedes, y no estaré solo.

Insistió en acompañarnos un tramo del camino. Subió al coche y comenzó a canturrear. Al cabo de unos kilómetros, el silencio le fue cubriendo la cara como una máscara. Nosotros hablábamos desordenadamente, como para disimular la tristeza que comenzaba a contagiársenos. Que vendrás a vernos, ¿verdad? que la próxima vez iremos directamente a tu casa, para volar como tus angelotes. Lariza se rió sin ganas. De improviso, recordando la conversación de la víspera, le preguntó:

-Carlos, ¿cuándo estuviste en París?

-Nunca... -contestó en tono neutro.

-Pero anoche nos hablaste del Louvre, del «Florida» en larue de Clichy, donde Gardel cantaba...

Mi sorpresa obtuvo como respuesta un oscuro silencio. La mirada de nuestro amigo se perdía en la distancia. De golpe me tocó el hombro:

-Párate, allá me bajo -dijo con inmensa dulzura en la voz.

  —162→  

Por el retrovisor vi que tenía los ojos humedecidos. Detuve el coche frente al muro que su dedo me había señalado. Al bajarnos vi que era un pequeño cementerio en medio del campo. Allí contestó a mi pregunta:

-Desde que llegué, nunca más salí de Veracruz...; pero viajo mucho... Los libros con pájaros que van a todos los rincones del mapa, de mis mapas, sobre todo a lugares que amo... Los amigos, ustedes por ejemplo... ¿Volverán...? -y su mirada de perro pedigüeño se volvió aún más brillosa.

Se lo aseguramos. A nosotros también nos apenaba la despedida; Lariza estaba demudada, y yo sentía una barra en el pecho.

-Escríbanme entretanto.

-Seguro, pero ¿a dónde? -le preguntó Lariza.

-A Lista de Correos. ¿Saben?, es otra ventana...

La última imagen que tengo es la de un pequeño Cristo lacrimoso en el retrovisor. Nunca recibimos respuestas a las tarjetas y cartas dirigidas a Carlos de León -Lista de Correos- Veracruz. Ni siquiera cuando precisábamos en el sobre: «sueño de pescadores que arrulla el mar».



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ArribaAbajoEl sueño incompleto de Philibert

Ojeroso, demacrado en la mañana sin tregua, llegó, tratando de atravesar penosamente la telaraña del sol. Su saludo quedó aleteando en el bailoteo de la polvareda que el chorro de luz derramaba desde el ventanuco en la destartalada habitación, el «estudio» -el «bufete» cuando el asunto era más importante-, que compartíamos en los bajos del Tribunal grande. Después del tercer café, acarreado por Pablito desde el bar vecino, empezó a emerger a la superficie, nadando con las aletas de la nariz, con los tics de los ojos, bufando entre un borbotón y otro de las palabras que iba expulsando.

-Después del primer cabeceo, ni un solo minuto en toda la noche...; con los ojos como el dos de oro me las pasé, mirando la puerta de entrada del departamento, con el revólver sobre la mesita al alcance de la mano -se plañía en tono grave.

-Pero hombre, ¿qué pasó?

-Mirá, después de un corto sueño, me desperté sobresaltado; sería hacia medianoche... El sueño fue breve, pero la visión de una gran nitidez. Te los podría describir, al uno y al otro, con lujo de detalles. Forzaron la puerta de la entrada con una barra de   —164→   hierro. El alto tropezó con el cable del velador ése que está en la mesa ratona, ésa que me regaló mamá con la pantalla de alabastro, que se hizo añicos. Luego de apartar los trozos con el pie, se unió al gordito, y juntos se pusieron a destripar los cajones.

-Bueno, pero por fin, nadie vino, ni siquiera el sueño, por lo que veo...

-No, pero ya no pude dormir en toda la noche -dijo más con las ojeras que con la voz. Y agregó luego de reflexionar, como esforzándose-: Es que no te conté todo. Resulta que me desperté bruscamente, y no pude terminar de ver lo que pasaba.

-¿Cómo es eso?

-Sí, no sé si me olvidé del final del sueño o si realmente no terminé de soñarlo...

Las moscas de la mañana bordoneaban ya en el chorro que desde la tronera arrojaba vaharadas de calor cuando cada cual se fue a sus tareas tribunalicias.

Mi asistente Philibert, procurador de agudos colmillos y sereno perorar comenzó a alterarse. Algo estaba cambiando en su arreglada, meticulosa existencia de solterón empedernido desde la noche en que soñó el sueño trunco de los dos ladrones, el alto y el gordito que destripaban sus cajones. Al día siguiente lo vi llegar aún más demacrado y cariacontecido que la víspera.

-Ni el té de tilo, ni el librium, ni el vallium a 10 miligramos... -se plañía en tono desesperado-. Me pasé la santa noche en vela, esperándolos.

-Pero Philibert, ¿por qué?

Al cabo de un momento de silencio agregó:

-No sé si esperándolos, o tratando de saber lo que pasaba en ese pedazo de sueño que me olvidé, o que no llegué a soñar...

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No sólo se pasó una segunda noche esperando a los dos ladrones del sueño incompleto, sino también obsesionado, tratando de reconstituir el pedazo olvidado o no soñado. Esa mañana no teníamos mucho trabajo; luego de asistir a la audiencia en la secretaría del Segundo Turno -lo acompañé, más para apoyarlo en sus tribulaciones obsesivas y para paliar su cansancio de dos noches de insomnio-, nos pasamos tomando café en el bar vecino, yo tratando de tranquilizarlo. En algún momento me dio la impresión de que era víctima de un ataque paranoico. La víspera, de regreso a la casa después de la cena -en «El Triunfo» como todas las noches-, creyó reconocer a los dos ladrones del sueño, que le seguían. Y haciendo memoria, le parecía haberlos visto ya la noche anterior a la del sueño.

Philibert pudo, por fin, conocer el pedazo de sueño que se había olvidado o no había llegado a soñar. En efecto, la tercera noche pudo dormirse. Soñó, de nuevo, toda la escena que ya había soñado la primera noche. Y además, soñó el final del sueño trunco, ese trozo de bruma perdido en el olvido, o quizás en el limbo de lo que no llegó a ser. Soñó que estaba tan cansado por dos noches de insomnio y por el esfuerzo agotador de desvelar un pedazo de sombra, tan rendido, que no podía despertarse mientras veía como los dos ladrones, el alto y el gordito, sonrientes salían con los objetos que les vio meter en los bolsillos, y otros más -la radio, el ventilador- en una bolsa de arpillera.

Serían las seis cuando tuvo conciencia. Lo primero que vio fue la lámpara de alabastro en el suelo, hecha trizas. Le dolió que fuera cierto, porque esa lámpara era un regalo de la mamá cuando se había recibido de bachiller, «en Ciencias y Letras», decía ella orgullosa. La puerta entreabierta, como bostezando en la brisa matinal, mostraba trazas de haber sido forzada con barras de hierro. Pero además había un detalle nuevo: le habían robado también el revólver, único acontecimiento no registrado en el meticuloso inventarlo de los dos sueños soñados, con un intervalo   —166→   de dos noches, uno trunco y el otro completo, o casi, si no fuera por el revólver calibre 38 que le habían sacado de la mano, esa tercera noche de insomnio o pesadilla. Ésta última es la disyuntiva insoluble que desde ese viernes de mañana le angustia a mi asistente: saber si esa escena completa -o casi- la vio como un acontecimiento real en medio del insomnio impotente producido por dos noches sin dormir, o si se trata de una pesadilla lúcida provocada por su curiosidad desgarrada por descubrir el pedazo del primer sueño, el trunco.

Philibert ya no es el mismo. «Don Fili el Sonámbulo» lo llaman Pablito y sus amigos. A menudo lo veo con la mirada perdida en las páginas de los expedientes. Antes tan meticuloso, sé que no lee el inventario de bienes raíces y semovientes, que no sigue los vericuetos del pleito por el uti possidetis del campo en cuestión.

Todo iba mal para Philibert. En algún momento de las largas vigilias trataba de apaciguar su angustia leyendo, con la esperanza de conciliar el sueño. Eligió un libro al azar, de esos ligeros que yo le paso después de haberlos leído en momentos de desvelo. Mala suerte. Cayó sobre una historia de ladrones que roban a la vista impotente de la víctima. Naturalmente, no pasó de la primera página, ni trató de averiguar por qué ésta se encontraba impotente de actuar. Frente a la décima taza de café se lamentaba de no haber proseguido la lectura.

-En cuanto regrese a casa voy a continuar; a lo mejor eso me aclara el resto del sueño incompleto...

Preocupado por su estado de tensión, esa noche lo llamé, con el pretexto de un expediente cualquiera. A las 10, hora en que regresaba regularmente de «El Triunfo», calculando la media hora de conversación descosida con Juancito, el mozo que le servía todas las noches desde hace más de veinte años, y los 18 minutos de caminata entre el restaurante y la casa.

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-Sí, estoy bastante cansado; vos sabés que nunca puedo hacer la siesta. Pero creo que con la fatiga que arrastro, esta noche me tumbaré como un tronco...

Sin embargo, me quedé preocupado por el relato de lo que le había pasado o imaginado: el gordito le siguió desde que salió del restaurante, y estaba seguro que la figura del alto era la que se disimulaba tras la columna del alumbrado, en la esquina de su casa. Decididamente, el orden minucioso, preciso del mundo de Philibert, el inventario de declaración de bienes que lo presidía, se estaban desquiciando. Todo por causa del rompecabezas de un sueño en el que faltaba una pieza para completarlo.

Al día siguiente, contra toda su costumbre, Philibert no llegó a las 7 al estudio. Era la primera vez, creo que desde el día de la muerte de su madre, hacía ya varios años. A las 9 pasadas llamó por teléfono, y con voz gangosa me anunció que estaría dentro de una media hora.

Su preocupación obsesiva es ahora la de saber si la tercera noche no pudo en realidad dormir, o si se trata de una pesadilla en la que soñó que no podía dormir.



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ArribaAbajoEl Líder y el angelito

El director me llamó a su despacho, y yo preocupado por la otra noticia. «A usted le toca cubrir de nuevo la visita del Líder argentino. Se lo encargo de manera muy especial. Su venida tiene aspectos esencialmente políticos, pero de esto nos ocuparemos en el editorial; oportunamente le consultaremos al respecto. Como las otras veces, muchacho...» Aunque me caía en mal momento, comprendí que no podía ser de otra manera, pues al director le gustaron mis crónicas. Cuando el entonces presidente vino con su inmensa sonrisa y gestos abundantes de sus brazos a recibir su título de ciudadano honorario, sus galones de General de nuestro ejército, tuve que mezclarme a la entusiasta multitud que salió a aclamarle. El pueblo se mostró muy sensible a aquello de «mi supremo deseo es morir comandando un batallón del glorioso ejército paraguayo». Y también me tocó ocuparme la vez siguiente, cuando descendió cabizbajo y sombrío de la cañonera, sin haber comandado ni muerto. Esa vuelta no hubo desfiles, ni aclamaciones, ni discursos. Se escondía de todo el mundo y constituía un problema saber su paradero; aún más, era peligroso acercársele cuando se descubría la guarida. A mi fotógrafo le rompieron la cabeza, y lo que es más grave, la cámara: yo recibí un   —170→   tortazo en pleno rostro; sus gorilas estaban bravos. Ésta se presentaba como una ocasión intermedia; no iba a ser la llegada triunfal ni la del rabo entre las patas. El Líder quería acercarse para festejar el aniversario de la marcha. «El primer paso decisivo para iniciar el regreso triunfal al país», me declaró uno de sus antiguos ministros, uno de los tantos fieles venidos para recibirle. «¿Pero cómo se le permite?», protestaba la oposición. Y los «altos medios informados» replicaban: «No se le puede negar la entrada a un ilustre ciudadano honorario, para más, General de nuestro glorioso ejército». «Es natural que el General venga a conmemorar la fecha cerca de su tierra, en esta su segunda patria», clamaban los acólitos de su partido, cuadros sindicales y entusiastas prosélitos anónimos, llegados en cantidad a nuestra capital con el propósito de saludar al jefe. «¡Viva el macho!», agregaban a los gritos las señoras de la peregrinación. Pero tanto ellos como nosotros, todos andábamos perdidos. No sabíamos con exactitud el día ni la hora de su llegada, la compañía aérea en que venía, o sí se trataba de un avión especialmente fletado. Y en medio de las averiguaciones infructuosas, intentando penetrar las «fuentes allegadas», en medio de los rumores y de las llamadas telefónicas, de las informaciones «seguras» y de las contra-informaciones «próximas», cada cual más mentirosa, yo preocupado por la otra noticia, la que me había caído por la mañana. Un momento antes de que me llamara el director, la voz grave del propio Rudecindo me la comunicó: «Su ahijado murió esta madrugada». «Pero, ¿cómo, si hace pocos días le vi sanito en la fiesta de su cumpleaños?», le pregunté sorprendido. «La diarrea lo llevó, mezclada con un pasmo». «¿Y por qué no me avisaron a tiempo para llevarlo a un especialista?». «No le encontramos anteayer ni ayer... y los remedios del Médico Popyté no le hicieron gran cosa...». Iba a protestar contra los curanderos, contra la ignorancia, contra la desidia, contra..., pero no dije sino: «¿Cómo está Dalmacia?», y luego de una pausa, sin mayor convicción: «Bueno, el destino... Hay que aceptar y resignarse, Rudecindo. ¿No les   —171→   hace falta nada?, ¿qué puedo hacer por ustedes? Sí, yo me encargo del anuncio en el diario y de los gastos de la funeraria... Sí, Rudecindo, para algo soy el padrino, ¿no? Llegaré en cuanto tenga un minuto de tiempo; tengo la certeza de que me encargarán de cubrir la venida del Líder argentino».

A eso de las diez, cuando ya era casi seguro que esta noche no llegaba el Líder, me fui a acompañar a mis compadres, y a ver por última vez a mi ahijado, al que hacía menos de una semana había encontrado sano, aunque decaído, como de costumbre.

Dejé instrucciones precisas en el diario para que me avisaran, por si las moscas, y me dirigí hacia el suburbio norte en donde vivían. Era fácil perderse entre las callejuelas de arena y barro, los perros flacos y los barrancos de tierra roja, pero la luz de la Petromax me orientó enseguida. Iba pensando en el niñito muerto; más que ahijado era casi sobrino, pues Dalmacia y Rudecindo eran como hermanos. Hija de Genara, la cocinera de siempre aquella, éste de un lejano pariente muerto, se habían criado en casa, habiendo compartido conmigo juegos, peleas y alegrías de la infancia; cuando me pidieron que fuera padrino, me pareció natural.

Al llegar oí las últimas palabras: «Alabado... sin pecado original», entonadas por voces femeninas. Rudecindo me recibió en la puerta y nos abrazamos: «¡Qué mala pata tenemos, Doctor!», me dijo, enjugándose los ojos con el puño de la camisa y el borde robusto de la mano. «Los designios del destino, Rudecindo...», murmuré, invadido por una verdadera y profunda pena. Brazo con brazo en los hombros nos dirigimos a la pieza en donde estaba el cadáver del niño, vestido con una túnica blanca, canesú en el cuello, una coronita de azahares y una moneda sobre cada ojo. El cajoncito blanco reposaba sobre una mesa recubierta con una tela blanca. Dalmacia, con un rebozo blanco -posiblemente una sábana del chico-, se tenía junto a la cabecera, acariciando cada tanto el rostro de su hijo. Llegué a su lado   —172→   y nos abrazamos en silencio: su cabeza sobre mi hombro me puso ante la corriente del afecto fraternal nacido en los repetidos juegos, en tantas pequeñas cosas compartidas. Me di cuenta que nos unía -a los tres, Rudecindo al otro lado- una historia cotidiana más larga que la leve existencia y la irremediable muerte del niñito, mi ahijado por natural derecho hermanal. El frágil, el desamparado cadáver envuelto en los símbolos de su inocencia, en el blanco halo que subía del resplandor de las velas, no hacía sino desenterrar las raíces del pasado común. Me sacó de las cavilaciones la voz grave de una anciana, parada al costado del cajón, tal vez una pariente de alguno de ellos, quizá una vecina: «Esta inocente paloma se voló en plena gracia; irá directamente a la Gloria de Dios, a esperar a los suyos, a interferir por ellos hasta el día de la salvación. No tenemos por qué apenarnos ni sentirlo, puesto que se volvió ángel. Es nuestro angelito, nuestro mensajero junto al Señor». El discurso me venía dirigido, seguramente, al ver el brillo acuoso que había adquirido mi mirada, perdida por la tierra de los recuerdos. La vieja no podía adivinar la razón verdadera de mi turbación, no tenía por qué inquirirla, pero si estaba en la obligación de recordar las normas del rito que admite solamente el llanto de los padres, porque la partida de un angelito al cielo no debía concitar tristeza, por el contrario era causa de alegría, «una nueva estrella que nace en el firmamento». Lo de «nuestro mensajero» lo entendí sólo cuando una mujer pálida y descalza depositó, luego de rezar, algunas flores blancas al costado del cadáver, junto a otros pequeños ramilletes, al tiempo que decía: «Para que le lleves a mi hijito, que ya está en la Gloria del Señor...». Me convencí de que la señora que me había llamado la atención era la ñembo'eyva, la oficiadora de la complicada ceremonia del angelito, cuando con una mirada y algunos gestos convocó al coro de mujeres, que esta vez atacó un «Ave María» entonado en falsete, con acentuado timbre nasal. Las demás cantadoras fueron llegando, apresuradas, por los diferentes huecos que daban a la pieza. Consciente de que mi presencia -e inclusive la   —173→   de los padres- constituía una interferencia en aquel lugar, tomé a cada uno de un brazo y saqué a Dalmacia y a Rudecindo del río blanco de la pieza, de esa corriente alimentada por el cajoncito, los trapos, los adornos, el humo de las velas y las voces plañideras. En el patio fresco el café alternaba con la caña, el mate y los «casos». Los contadores no se intimidaban por nuestra presencia, ni tampoco los auditores; aquellos continuaban relatando y éstos festejando con estrepitosas risotadas las historias picantes.

Acepté un café y una cañita, y entre sorbo y sorbo tuve derecho a los últimos días del finadito. Pero me di cuenta que frente a frente los tres, tanto Dalmacia como Rudecindo le restaban dramaticidad a la muerte del niño. «¡Pobrecito, era nomás su hora!», repitieron varias veces, cuando en tono de reproche comencé a indagar sobre el curandero, a hablar sobre la necesidad de llamar a un médico y sobre los remedios suministrados. Esa voluntad de minimizar no les venía de la doctrina de la salvación automática expuesta hacía un rato por la oficiadora del rito angelical. Una vez más me di cuenta esa noche que lo importante en esos momentos era lo de atrás. Ahora que podíamos estar de nuevo juntos, luego de que la suerte hubiera separado nuestros caminos, en este instante supremo de reunión, cada uno reconstituía en su propia memoria la antigua casa de la común camaradería. Y las tres corrientes iban confluyendo naturalmente, derivando poco a poco hacia el terreno de los recuerdos, de la evocación gozosa de viejas historias. Pocas veces nos interrumpieron, temerosos de hundir el islote de nuestra intimidad, el puente de las remembranzas. Varias veces, sin embargo, uno u otro se ausentó hacia la pieza, o me abandonó momentáneamente para alternar con algún otro asistente al velorio. De vez en cuando, luego de lapsos más o menos regulares, nuestro diálogo era distraído por el canto nasal y arrastrado de las mujeres. Hacia las tres de la madrugada, con cuatro cafés y varias cañitas adentro, pero sólo borracho de recuerdos, me dispuse a partir. Debía volver al periódico antes de ir a dormir un poco. Les expliqué   —174→   la tarea importante que el director me había encomendado y la incertidumbre de poder acompañarles al entierro. «¿A qué hora será?» «A la tarde Doctor, pero no se preocupe si no puede venir». «Te agradecemos demasiado la compañía de esta noche», dijo con tono emocionado Dalmacia, que como su marido alternaba el voceo fraterno y mi apodo de niño con el respetuoso Usted dirigido al Doctor. «Y la ayuda tan generosa. Qué buen padrino tenía...», agregó Rudecindo. Luego de que yo insistiera habían aceptado el cheque. No era para comprarme buena conciencia, ni siquiera por tratarse de mi ahijado, sino por ellos, por el viejo afecto tan vivamente actualizado esa noche de velorio, en que a tres palas de voces habíamos removido tanta tierra de recuerdos. Además, sabía que necesitaban de esa ayuda. «Tía Antonia, a quien ustedes conocen bien, es quien se encarga del panteón familiar, y ya está avisada para mañana. Ella arreglará todo con los sepultureros y el cura; saben cómo le encantan estas tareas». «Gracias Doctor, no sé qué hubiéramos hecho sin vos», me contestó Dalmacia, al tiempo que me estrechaba el brazo. Pasamos por la pieza en que el angelito volaba en un aire blanquecino y rancio; un leve olor dulzón se esparcía por el cuarto en el que apretaba el calor cargado de humo. Miré una vez más la pálida y desamparada, la traslúcida cara del niño, con su coronita de azahares y las monedas relucientes sobre los ojos. Mis compadres me abrazaron cariñosamente otra vez en la puerta, mientras la vieja y su coro de plañideras recomenzaba, en tono nasal, «Alabado sea el Santísimo Sacramento del altar...».

Me despertó el fotógrafo para avisarme que de acuerdo con todas las versiones, el Líder llegaba al comienzo de la tarde. Y allí estuvimos en el aeropuerto, esperando en medio del tumulto, periodistas, curiosos y el gran contingente de partidarios, venidos especialmente de las provincias limítrofes. En medio del calor, los comentarios a gritos, las banderolas desplegadas, la confusa bulla era tremenda. De repente subían voces de un grupo que entonaban el comienzo: «Los muchachos...», y chocaban   —175→   con las de otro coro que terminaba «...qué grande sos, mi General...». El salón central, la escalera, el primer piso, la terraza, así como las inmediaciones del aeropuerto estaban colmados de banderitas argentinas, fotos del Líder y gritos encimados. El lugar cerca de la pista, destinado a los periodistas, se reducía cada vez más ante las presiones de sucesivas olas humanas inatajables. De golpe la agitación empezó a crecer, a crecer, a crecer sordamente, como un río que se desboca, y se histerizó cuando el avión especial, brillante como plata recién lustrada, tocó tierra y empezó a carretear sobre la pista. Luego de un estentóreo lapso interminable, el Líder apareció en la portezuela y se adelantó en lo alto de la escalerilla. Los mismos antiguos gestos de histrión terriblemente carismático, electrizante: los brazos en alto y la inmensa sonrisa que le abarcaba toda la cara. Sin palabras decía todo: «Aquí estoy con ustedes...». Apenas más viejo, como pudimos ver cuando comenzó a bajar los peldaños. El alboroto alcanzó su paroxismo, del clamor ronco al chillido histérico, del agitar banderitas al saltito ululante. La sonrisa continuó brillando, flameando mientras avanzaba hacia el edificio del aeropuerto, estrechamente custodiado por inmensos gorilas vestidos de azul oscuro y corbata colorada. Bajo el alero de la entrada, frente a los micrófonos, cámaras, flashes, la sonrisa se convirtió en palabra; hablaba con su voz de siempre, ronca, cálida, temblona: «No puedo hacer declaraciones, por respeto esencial al gobierno de la nación amiga que me acoge, ésta mi segunda patria... No vengo a hacer política; vengo en misión patriótica; vengo para estar cerca de mi país, para estar cerca de mi pueblo querido en la recordación de la magna fecha...». Fue suficiente. El griterío salió de madre, ronco, frenético, pastoso, aflautado, gangoso, inarticulado, hipante: ron... ron... ron, volvía en ráfagas. Duro trabajo para los gorilas y policías uniformados el de contener a la delirante multitud durante el trayecto hasta el oscuro coche que le aguardaba a la salida. Pese al celo brutal con que lo protegían, los guardias no pudieron impedir que el Líder estrechara varias de las   —176→   infinitas manos tendidas; un pequeño tumulto se hizo cuando una señora, gorda y rubia, se desmayó después de tocar la diestra del General. La sonrisa de publicidad de pasta dentífrica siguió flameando, como una banderola desplegada, agitada por el viento del entusiasmo frenético. Y siguió tremolando después que el Líder se instaló en el asiento trasero del gran automóvil negro y reluciente, en medio del Jefe de la Policía local y del Presidente de su Partido. La caravana se puso en marcha pesada y ruidosamente, encabezada por el lustroso auto retinto, flanqueado de potentes motocicletas, seguido de cerca por varios vehículos policiales, y luego por el enjambre multitudinario y ruidoso de coches, camionetas, camiones, ómnibus en que seguíamos al Líder los periodistas -excitados por tanta bulla- y los partidarios exultantes y fanatizados. Un gusano de gritos, hurras, cantos y banderas de oscura cabeza refulgente avanzando lentamente por la carretera que va a la ciudad. Lentamente, a pedido especial del Líder: «Para yenarme los ojos con la luz de esta maraviyosa tierra amiga...». Y para saludar, de paso -sonrisa y brazos agitados-, a los grupos que cada tanto aguardaban para «homenajear al huésped y conciudadano ilustre», como decía la invitación del partido oficialista. Pero el grueso del entusiasmo clamoroso estaba en su comitiva motorizada, que seguía dejando una estela vocinglera detrás. El cometa de estentórea cola tomó el atajo que desemboca en la Recoleta, internándose en la avenida de plátanos, como penetrando en un túnel de sombra fresca, en el que las voces, el ruido retumbaban con furia sorda. Luego de una curva bastante cerrada, la caravana se fue acercando al cruce en que desemboca el camino que viene del suburbio norte. Justo en el momento en que el automóvil negro alcanzaba la encrucijada, lentamente apareció en la limpiada otro cortejo, que se anticipaba suavemente al del Líder: cuatro niños descalzos, de pantalón y camisa blancos llevaban un cajoncito blanco, seguido de una quincena de hombres, mujeres, chicos y algunos perros; la que iba detrás del pequeño ataúd se cubría la cabeza con un   —177→   paño blanco. El silencio que emanaba de la pequeña procesión desconcertó primero a los policías motorizados, que luego de hacer rugir los motores al máximo, los apagaron, impotentes ante el callado, el inocente avance del cortejo que interceptaba el paso a la inmensa caravana bulliciosa y triunfal. El galonado chofer del automóvil oscuro hizo lo mismo, y uno tras otro, los demás vehículos fueron aminorando la marcha y deteniendo los motores, en medio de una barahúnda de chirridos de frenos y golpes de carrocería. Nadie en la fila comprendía la razón exacta, pero el silencio fue cobrando cuerpo, ganando primero el herraje y las máquinas, luego las voces y los gritos. El inmenso alboroto se volvió un largo y expectante silencio blanco, que duró la eternidad callada que tardó en atravesar el cruce la humilde procesión que seguía al angelito hacia el cementerio. Hasta el aire quedó en suspenso, entre la sorpresa y el respeto, entre el grupito exiguo y las capas superpuestas del resol de las tres y media de la tarde. Cuando el último integrante del escuálido cortejo terminó de atravesar la limpiada, como regresando de un sueño vacío, los motores y la inmensa gritería retomaron su cauce rugiente y desenfrenado. El Líder volvió a articular su inmensa sonrisa.

Yo continuaba escuchando el silencio blanco en que seguía moviendo sus alas el angelito, mi ahijado.



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ArribaAbajoLa Ley

Para Francisco Marín


I

Si mal no recuerdo, me parece que fue por la época en que expulsaron al leproso que amaneció en el mercado.

El arribeño pidió hablar con don Marcial Montiel. Le introdujeron en el escritorio. El arribeño no tenía cara; calzaba un sombrero negro de fieltro, que bamboleó en sus manos como un muñeco durante la corta entrevista. Cuando se encontró frente al dueño de casa, le miró de arriba a abajo, y con voz neutra le comunicó:

«Karaí Rojas murió hace una semana en Posta Yvyraró. Dicen que murió de tuberculosis, eso dicen...».



Nadie atinó a comentar la noticia. Cuando quisimos reaccionar, el arribeño sin rostro había desaparecido; ninguno de nosotros recuerda cómo ni en qué momento se largó del escritorio. Nadie en el pueblo lo vio ni llegar ni partir.

Acordarme, no me acuerdo demasiado bien. Muchas de las cosas de entonces las veo como a través de una niebla, y a veces cuando toco los ojos con que las miro hacia adentro, me doy cuenta de que los mismos están humedecidos. Y en claroscuro, en luz y   —180→   sepia van desfilando las calles del pueblo, alfombradas de pasto; aquellas otras, en las que los zanjones permitían sólo el paso de peatones ladeados, o a todo riesgo, el de jinetes que supieran mantenerse firmes en sus cabalgaduras; las calles limitando las manzanas de cien perfectos metros cuadrados, y casi todas orilladas por los aludos corredores, en los que la sombra anidaba con la misma frescura del arroyo en las siestas calcinadas. Y don Marcial Montiel, dueño de la casa más grande del pueblo, dos pisos, cada uno con galerías alrededor, terraza encima, patio con fuente en medio, huerta y caballeriza detrás. Don Marcial, propietario de bienes raíces y semovientes. Y de un montado alazán reluciente, parejero que no encontraba rival en las carreras cuadreras de la región; un refulgente padrillo en que paseaba su imponente y patriarcal señorío por las calles del pueblo, jinete sin sombra, botas de caña alta, siempre recién lustradas, espuelas de pura estrella plata 900, todo resplandeciente, como el caballo de pura estrella blanquísima en la frente. Jinete por las calles de su pueblo, por el camino real y por los campos de varias leguas a la redonda, muchas de ellas -cargadas de ganado- también de su legítima propiedad y pertenencia.

«¿Existe realmente el derecho de propiedad?». El cura párroco se enmarcaba solemnemente los lentes de redonda armadura metálica y nos miraba por encima de los espejuelos, levantando en ángulo agudo sus peludas cejas antes de seguir la lectura. «Nos basta con mirar a nuestro alrededor. Cada cual tiene algo que defiende como suyo: los pájaros tienen sus nidos; las fieras salvajes tienen su guarida; el salvaje, el arco y la flecha que emplea para cazar y el ganado con que se alimenta; el hombre civilizado posee una casa, un campo, tal vez un capital que es el fruto de su trabajo y de su ahorro... Y a todo esto lo llama suyo, y quiere poseerlo con exclusión de los demás, y desea transmitirlo a sus hijos...». El Padre Bartolomé Zorrilla se detenía. Entonces papá levantaba la mirada, fija en La Ley mientras el Pa'í leía, y con aprobatorios movimientos de cabeza, sentenciaba: «Ven, está   —181→   escrito en ese libro; ese libro sabio». Luego se volvía hacia don Bartolomé: «Siga Pa'í, eso del origen es muy interesante». Y el cura retomaba su voz ronca y rimbombante: «Este instinto de poseer nos da la clave para explicar ante todo el ORIGEN DE LA PROPIEDAD. En un principio no hubo propiedad. La tierra era de todos, porque bastaba con creces para todas las necesidades, tal como ahora el aire y el agua, y los hombres no pensaban en apropiarse el terreno». «¿Qué quiere decir con creces, Pa'í?», interrumpía yo. «Ampliamente, suficientemente», contestaba condescendiente el cura, y proseguía: «Andando el tiempo y habiéndose multiplicado los hombres, la distribución y la apropiación se hicieron necesarias, y tuvo que suceder lo que narra la Sagrada Escritura acerca de Abraham y de Lot, cuando se repartieron el territorio. (Génesis, 13, enfatizaba el Padre). Cada cual, siguiendo su inclinación, ocupó la parte que le pareció bien, adquirió la propiedad de la misma y la dejó en herencia a sus hijos. Tal fue el origen de la propiedad». «Está en el Génesis, la parte del Libro de los Libros, nada menos...», concluía soñador el sacerdote. Y así, cada martes en que el padre Bartolomé venía a la casa a cenar, papá le hacía leer fragmentos escogidos de La Ley, del reverendo Domingo Boniatto, de la Sagrada Orden del Santo Sepulcro («Con las debidas licencias»), -«Colección Divino Maestro», N.º 26), a fin de instruirnos en los sanos principios cristianos y del orden social establecido, como afirmaba gravemente con el índice de manómetro acusatorio. «Es la última palabra en materia de explicación de los principios de nuestra religión y nuestra moral...», rubricaba, sosteniendo el libro con sus manos peludas, como Jehová mostrando las tablas de la Ley a Moisés.

Existía un acuerdo casi perfecto entre mi padre y el «Señor Cura», como él nos lo nombraba. Se apoyaban mutuamente. Don Bartolomé con la fuerza espiritual de la Doctrina», y mi padre, con «las fuerzas materiales a mi modesto alcance», contribuía con dinero a «las obras pías de ese santo», apoyándolo no sólo en su «labor pastoral», sino también en sus necesidades   —182→   de la vida cotidiana, inclusive en sus dificultades nimias. Como aquella vez que don Damián Brídez, el eterno gran simpático, acopiador de algodón de la Bunge & Worm, le gastó una broma pesada, orinándole por debajo de la mesa. Cuando el cura sintió que la materia tibia le empapaba los pantalones, protestó enérgicamente, poniéndolo a papá como juez. La partida de truco de seis, que duraba ininterrumpidamente desde hacía 34 horas, terminó bruscamente, y a don Damián no le bastaron sus inmensas y contagiosas carcajadas para arreglar la cuestión y desarmar la cólera de mi padre. Por imposición de éste tuvo que pedirle perdón, y sobre todo aplastarse como zapatilla vieja ante el dueño de casa.

El entendimiento de base no impedía que, a veces, las relaciones entre papá y don Bartolomé se volvieran inciertas, y hasta borrascosas. Pero era siempre don Marcial quien «tenía razón» en las desavenencias que, de tanto en tanto, surgían. Yo tendría por entonces no más de 7 u 8 años, pero -esto sí- lo recuerdo muy bien. El episodio quedó nítidamente grabado en mi memoria. Fue en ocasión del paseo al Salto Yendy, después de la misa dominical, excursión organizada por la Cofradía de los Pobres de la Madre de Dios, de la cual mi padre era Socio Protector y Presidente Honorario. Todo pasó muy bien, mucho asado, abundante trago, animado baile con el gramófono a cuerda; corrida alegría en suma. Pero cuando subimos al camión para el regreso y éste se puso en marcha, don Bartolomé extrajo su 38 largo de abajo del guardapolvo blanco que vestía, y disparó un tiro que agujereó el techo del vehículo, llenando de espanto a los excursionistas. El chofer frenó bruscamente y los golpes provocados por la caída hacia adelante aumentó los consternados cotorreos de las damas y las puteadas de los caballeros. El Pa'í seguía blandiendo el revólver, pálido, con la mirada perdida en el vacío, un hilo de saliva le corría desde la comisura izquierda de los labios. Al par de las honorables damas, yo lloraba de miedo o de susto; los distinguidos caballeros no atinaban a reaccionar, limitándose   —183→   a pasear las miradas temerosas entre el cura y don Marcial. Éste estaba rojo; pocas veces lo vi tan enojado. «¡Quédese tranquilo Pa'í, guarde ese arma...!», rugió con voz terrible, aunque notablemente calma. Don Bartolomé no pareció escucharlo y volvió a disparar. Otro agujero en el techo del camión y el sensible aumento del tumulto de llantos y gritos. Yo temblaba de pies a cabeza; la mayordoma, ña Gabina Caballero, aullaba en medio del pánico gimiente de las demás concofrades. Papá empuñó a su vez su pistola con mango de nácar incrustado y se dirigió hacia el cura, que seguía apuntando a cualquier parte y a todo el mundo con el movimiento borracho de su diestra velluda. «Anike ne añá rako peguaré». Quizá el tono del insulto o la grosera alusión al Maligno lograron traspasar la espesa capa etílica que envolvía a don Bartolomé. Tic-tic-tic-tic, con el temblor de la rabia el caño de la pistola tamborileaba en los reverendos espejuelos eclesiales. «¡Entrégueme ese revólver Pa'í!», la voz dura no admitía dudas ni réplicas. El cura depositó mansamente el arma en la mano izquierda tendida, mientras la derecha seguía apuntándole, ahora en la sien. También esta vez el «conflicto de poderes» se resolvió a favor de don Marcial Montiel. Es posible que el Padre Zorrilla, en medio de los vapores alcohólicos, tuviera un relámpago de lucidez y se percatara no sólo de la decisión sino que, además, recordara la conocida puntería de papá, capaz de abatir un perro rabioso corriendo, a más de cincuenta metros de la ventana de su escritorio.

«Un epiléptico seguramente», dijo ña Pastora la carnicera. «Echaba espuma como un animal rabioso, sus ojos eran dos bolas de sangre. Cuando le pasó el ataque le acompañamos hasta Zanja Morotï, por el camino que va a lo de don Cantalicio...»



El escritorio de mi padre en el piso de arriba, con una gran ventana que domina la calle principal. El tiempo como un crepúsculo declinante y en medio, lamparones de recuerdos. Don Marcial   —184→   Montiel sentado en un sillón de cuero tosco y alto respaldo tachonado. El estante con algunos libros, El tesoro de la juventud, La Biblioteca Internacional de Obras Famosas, La Guía Práctica de la Salud, almanaques diversos, el Código Civil, La Biblia («la católica, no esa porquería que distribuyen los evangelios»), obsequio del Padre Acosta, varias otras obras, hundidas en mi olvido, y al alcance de la mano, La Ley, del reverendo Boniatto, regalo del Padre Zorrilla. La mesa con varios cajones, papeles encima, el tintero de cristal macizo y la pluma en oro 18, imitando la de ganso. En la pared de enfrente, la panoplia recargada de armas blancas, cuchillos de hojas damasquinadas y otros más toscos o más exóticos, cimitarrescos. Y una imponente colección de armas de fuego, de la minúscula pistola 16, con las iniciales en la empuñadura labrada de nácar, al respetable 38 largo; del vetusto mosquetón a la temible «piripipí», pasando por una diversidad de fusiles y escopetas, de simple y doble caño. Papá era un fanático de la caza y de las armas. Me contó en una carta que durante la última guerra civil, cuando los revolucionarios iban a ocupar el pueblo, luego del desbande de las autoridades locales, él y cinco de mis hermanos que en ese momento estaban allí, se parapetaron en la terraza y detrás de las ventanas, convertidas en troneras. «Balas teníamos a patadas; no íbamos a dejamos matar como ratas...». Pero lo primero que hizo el Capitán Gaona al ocupar el pueblo fue mandar un propio junto a él, invitándole a conversar, señalándole que era muy amigo de su hijo. «Mozo simpático tu amigo -seguía su relato-, hasta casi me convenció de sus ideas. Terminamos brindando por una patria más justa. Y cuando los rebeldes abandonaron el pueblo, ante el avance de las fuerzas del Gobierno y del Partido, yo mismo le acompañé -nobleza obliga- hasta la entrada de la cañada Ka'añavé, señalándole la dirección que le llevaría a la orilla del río, con una recomendación para mi compadre Cleto Paredes, el pasero de Angostura...». La carta que algún tiempo después recibí de Jerónimo Gaona   —185→   hablaba maravillas de mi padre: «Karaí guasú, caballero a carta cabal...».

Pero esto es historia más reciente, de un tiempo antes que se dejara morir, luego del ataque de apoplejía, según la carta de mi hermana Lucinda. Allí sí lo recuerdo bien, en su escritorio sala de armas, el centro de su mundo. Allí solía recibir, en conversación de amigos, de negocio o de política. Allí se susurraban los conciliábulos con el Padre Zorrilla o resonaban las risotadas de don Damián Brídez. Por allí pasaban sus mayordomos, capataces, aparceros, inquilinos, puesteros o peones. Allí recibía a sus correligionarios o a sus adversarios. Porque mi padre mantenía excelentes relaciones con los jefes del otro bando, «siempre que se trate de defender el orden». Cuando su partido estaba en la llanura, papá fue intendente municipal durante varios períodos, y los ministros de la época en visita al pueblo, se alojaban en casa, no en la de los caudillos del entonces partido de gobierno.

En esos días, la propia Damiana vino a contarnos:

«Era muy temprano cuando se sentó en el puesto y pidió desayuno. Al darme la vuelta en la luz lechosa de la amanecida le vi la cara carcomida y amoratada; no tenía cejas, le faltaban pedazos de las orejas, y la nariz comenzaba... Grité y la gente del mercado se amontonó alrededor...».





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II

Es en su escritorio, especie de santuario personal, en donde me acuerdo por primera vez de Karaí Rojas. Yo hojeaba un tomo del Tesoro de la juventud, cuando mi hermano Romilio vino a decirle a papá: «Nemesio Rojas quiere hablarle». Mi padre contestó en tono recriminatorio: «Ya les dije que deben llamarle Karaí Rojas... Dígale que pase». Entró un hombre de edad indefinida, rostro curtido por el sol, luciendo un pequeño bigote entrecano; camisa blanca sin cuello, abotonado hasta arriba, pañuelo anudado de seda negra, pantalón blanco de dril retenido por una faja azul, descalzo, limpio, mantenía el sombrero pirí en la mano izquierda. Papá le estrechó la diestra sin levantarse de su butacón, y le indicó la silla de tabla que estaba enfrente. Karaí Rojas se sentó en el borde del asiento y empezó a hablar en tono humilde pero firme, en ningún momento servil.

Por la época de esa imagen, remota pero clara, hacía años que Karaí Rojas ocupaba una parcela de terreno conocida como Acosta-kué, por haber pertenecido al Padre Acosta, antecesor de don Bartolomé, quien le dejó en legado a mi padre por no sé qué complicados arreglos de rentas personales, obras pías y «limosnas para la salvación de las atormentadas almas del purgatorio», que don Marcial Montiel habría adelantado, y se comprometía a seguir proveyendo -las últimas- luego de la muerte del párroco. Aparcero sin contrato, puestero encargado del suministro de leña y carbón, además encargado de la invernada del ganado, Karaí Rojas ocupaba uno de los mejores predios de la región, tierra fértil, pastos y montes de abundante leña y excelente madera. «Propiedad de cura tiene que ser...», dicen que decía don Gumersindo Gaona, empedernido masón y tragacuras, a quien conocí viejito, babeando todavía sus discursos anticlericales en la plaza de la iglesia.

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Papá se complacía en explicar lo de «Karaí», el título de «Señor» que anteponía al apellido de Nemesio Rojas: «Es un hombre trabajador y honrado, cumplidor y servicial...». Pero no siempre era así con sus subordinados. Cuando le escuchaba esas palabras no podía menos que pensar en la otra cara de la medalla.

Más de una vez le había visto tratar con dureza autoritaria, con violencia inclusive, a sus empleados. No puedo olvidar la ocasión en que, impelido por una de esas rabietas que solía picar a veces, descargó el rebenque con cabo de plata sobre un peón que no le había obedecido bastante rápido. Sentí que me ahogaba y llevé la mano al sitio del cuerpo en que el pobre desgraciado había recibido el lengüetazo. «¿Qué te pasa mi hijo?», preguntó mi padre sin transición, y desvió la mirada de mi rostro cuando vio que lo tenía convulsionado y lagrimeante.

Por Leovigilda Romero, vecina de los Rojas, supe después que ña Antonia tenía su propia opinión sobre el calificativo aplicado por el patrón a su marido. «Te dice Karaí para explotarte mejor». Cuando mis hermanos o yo íbamos a Acosta-kué, ña Antonia siempre tenía un gesto amargo en el rostro. Cumplía el ritual hospitalario como una obligación; nos servía aloja o nos convidaba guavirá con una mueca de tedio o de disgusto dibujada en la cara. «Tiene mal carácter», decía mi hermana Chiní; «es una vieja amargada», agregaba Alberto. Nunca pensamos, ni siquiera sospechamos, que anidaba un profundo rencor contra nuestra familia. Pese a este detalle desagradable, a mí me encantaba ir a Acosta-kué, y lo hacía con el pretexto más socorrido de llevar una orden de papá al puestero, aprovechando siempre para bañarme en el arroyo.

«Una carreta de leña para mañana de tarde, Karaí Rojas». Y Karaí Rojas apuntaba puntualmente al día siguiente por el portón de nuestro patio, picando su yunta de bueyes, uno barcino, barroso el otro. Acosta-kué era un sitio paradisíaco. El rancho de dos aguas siempre limpio, encalado, fresco; el parral   —188→   que por enero daba unas uvas, «moscatel rosadas», con dulzor de miel; los árboles frutales del patio: naranjos, mangos, chirimoyos, guayabos, pindós, granados, hasta un aguacate, casi todo plantado por Karaí Rojas en torno al rancho; el establo con el penetrante olor de las bostas; el sombreado arroyo cercano, los perros juguetones... Y la presencia eficaz y discreta del puestero, servicial, siempre bien dispuesto. Comprendía por qué papá, tan mandón con sus subordinados, mantenía una relación amistosa, casi cordial, con Karaí Rojas. «No me ha fallado nunca», decía refiriéndose a él.

«Ña Clarita, la panadera, dio otra versión. Se trataba de un individuo convulso, con los ojos en ascuas y desfigurado por las pústulas de la peste negra. Cuando se repuso un poco del vómito sanguinolento que le sacudía de pies a cabeza, le expulsaron del pueblo; a punta de picana le llevaron hacia el camino que pasa por atrás del cementerio.»



En ciertos aspectos, mi padre me distinguía con respecto a mis hermanos: «Mi hijo, usted va a hacer estudios, ya que le gusta; tiene que sacarme el título de Doctor», me decía. Seguramente que por el designio contenido en la frase, repetida con frecuencia, tuve derecho a asistir a una entrevista entre don Marcial y Karaí Rojas, en presencia del reverendo Padre don Bartolomé Zorrilla, quien leyó con voz altisonante -más que de costumbre- varios párrafos de La Ley.

Luego de explicar en breves palabras las «consideraciones históricas sobre el origen de la propiedad» -pasando por alto la importancia del «Libro de los Libros»-, inició la lectura en la frase que decía «La propiedad es, pues, un hecho. ¿Es asimismo un derecho? Sí. 1.º Porque responde a una inclinación puesta en nosotros por la naturaleza; vemos que el niño quiere para sí la fruta que se le ha regalado; lo mismo el cazador, respecto de las presas por él abatidas; el hombre, respecto del fruto de su trabajo;   —189→   el labriego, respecto de la tierra inculta por él trabajada...». «La parte que le corresponde, naturalmente», aclaró mi padre. A medida que avanzaba la lectura, papá interrumpía con un gesto de la mano al cura para explicar en guaraní a Karaí Rojas el sentido exacto del texto, a fin de que no se infiltrara ninguna duda por entre los huecos del castellano del aparcero. Don Bartolomé aprovechaba esos momentos para carraspear y acomodar mejor sus lentes. Karaí Rojas asentía con leves movimientos de cabeza, sin que se le moviera un sólo músculo de la cara. Y el Reverendo seguía: «2.º Porque responde a una necesidad. Todo hombre tiene derecho a proveer para su existencia de un modo permanente, y esto no es factible sin la propiedad. En caso de enfermedad o en la vejez, no podría obtener socorro sin renunciar a su libertad, pasando así a la dependencia de otro...». Aquí la explicación de don Marcial se volvió más vaga e insegura; la impenetrable fijeza de los rasgos del aparcero me impedía saber si se había percatado de la hesitación molesta del patrón. Don Bartolomé empujó la montura de los anteojos y prosiguió: «Tiene derecho a progresar en el perfeccionamiento moral e intelectual, a aspirar al desarrollo de sus facultades; para todo lo cual es necesaria la propiedad y una relativa comodidad. Tiene derecho natural a formar una familia. La familia es la prolongación de uno mismo; es natural que el fruto de su trabajo le dé lo necesario para proveerla, así como también para hacer economías, con facultad de legarlo a sus hijos como herencia...». Mi padre explicó, señalando hacia donde yo estaba con un leve gesto de la mano; Karaí Rojas me miró y volvió a mover la cabeza. «Responde este derecho a una necesidad social. La iniciativa personal es el gran elemento del progreso, y es el interés el que la estimula; pero todo ello supone la propiedad».

«Por lo tanto, la propiedad es un derecho no sólo legal sino también natural, derecho que Dios ha sancionado, ordenando que fuese respetado en el 7.º Mandamiento: 'No hurtarás'». Karaí Rojas seguía asintiendo, o simplemente moviendo la cabeza, sin inmutarse.   —190→   Don Bartolomé entraba en la recta final con el título: «El Derecho de propiedad según el concepto cristiano», y luego de resumir la refutación de las «doctrinas materialistas y ateas», prosiguió: «La escuela cristiana enseña que el derecho de propiedad subsiste pero tiene sus límites. El amo puede disponer de sus bienes, pero debe recordar que todos han de vivir de la riqueza que hay sobre la tierra. La riqueza tiene una función individual y una función social. Tiene un fin próximo en favor del que posee, y un fin remoto, que consiste en socorrer al que está en necesidad...». «Dejar vivir a otros en tierras de su propiedad mediante un acuerdo justo», interrumpió mi padre, y siguió explicando el párrafo en guaraní. Cuando encontró un resquicio, el Padre continuó: «Por eso se prescribe la limosna y se prohíbe el lujo inmoderado y la prodigalidad...». «El regalo de balde», cortó vivamente don Marcial. Y el cura: «Dentro de esos límites propugnamos nosotros el derecho de propiedad conforme al precepto de Dios: 'No hurtarás' y a las enseñanzas de Jesús. Jesús no condenó la riqueza y contó a algunos ricos, como Lázaro, entre sus amigos. Consideró, esto sí, la riqueza como un bien peligroso del cual no puede abusarse. Por esto dijo que es muy difícil la salvación de los ricos (San Mateo, 25), y proclamó más dichosos a los pobres (San Mateo, 27). Intimó a los ricos la ley de la limosna: 'Dad limosna de lo vuestro que os sobra' (San Lucas, 41)». Papá empezaba a ponerse nervioso con las citas y los nombres. Atajó la lectura con un gesto repetido de la diestra y un: «Todo eso muestra la enorme responsabilidad de un propietario cristiano...». El cura comprendió y pasó a anunciar un tema que sabía importante para don Marcial: «¿Cuál es el justo precio del trabajo de un empleado u obrero?». Y cuando empezó a explicar que el Papa León XIII y que la Encíclica Rerum Novarum , mi padre le interrumpió con brusquedad: «Eso no tiene importancia, Pa'í, vaya a las palabras, a la substancia...». El sacerdote carraspeó una vez más y en tono de conclusión, leyó: «Es falso que el empleado tenga derecho a todo el valor de su trabajo, ya que una parte del mismo corresponde al   —191→   trabajo de organización, y otra al capital expuesto». «¡Muy bien!», terminó don Marcial, y dirigiéndose al aparcero: «¿Entendió Karaí Rojas, entendió bien?». «Sí, don Marcial, entendí». «Yo quiero ser honesto con usted, porque usted es honesto conmigo, y también porque mis principios me obligan. Por eso le hice llamar, para aclarar estas cosas, frente y con la ayuda de don Bartolomé Zorrilla, nuestro Cura Párroco, y de mi hijo, que va a estudiar para Doctor. Usted oyó Karaí Rojas, esas verdades están escritas en ese libro sabio que me regaló el Padre Zorrilla; escritas claramente, con todas las letras...». «Entiendo don Marcial», volvió a decir el aparcero, y se levantó de la silla de tabla en cuyo borde había permanecido rígido durante toda la ceremonia. Se despidió con la sobriedad acostumbrada y salió poniéndose el sombrero negro de fieltro. «Buena gente este Karaí Rojas. Yo le debía una explicación franca, así, ¿no le parece Pa'í?». «Amor con amor se paga don Marcial», sentenció el sacerdote, mientras levantaba la copa que papá acababa de servirle.

«Era un jorobado con las patitas de araña lo que las burreras vieron esa madrugada rondar por el mercado. Le corrieron amenazándole con palos y gritos, pero de golpe, al pasar el paraíso de la entrada principal, lo perdieron de vista. Nadie pudo explicarse cómo...»



Lo que aconteció luego lo supe algún tiempo después. Siguiendo la voluntad paterna me había marchado a la capital para proseguir los estudios, que nunca me llevarían adonde él hubiese querido: el espectable, el codiciado, el quimérico título de Doctor. Pero la tía Celé me contó que papá se sentía muy orgulloso cuando veía cosas mías publicadas en los periódicos, aunque nunca me lo dijo; las veces que nos veíamos me preguntaba acerca de los estudios, me hablaba del título que él quizá habría querido alcanzar por mi intermedio.

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Me enteré de la partida de Karaí Rojas cuando volví para las vacaciones del año..., ya no me acuerdo; sólo recuerdo que fue aquel en que apareció el arribeño por el pueblo. Papá me dio su versión: «Mi hijo, hay tragos amargos en la vida..., pero los principios son los principios...», hablaba lentamente, como masticando las palabras; me pareció sentirle el tono apenado, aunque esto puede haber sido una proyección personal. «Lo primero que hice fue consultarle a tu tío Lorenzo, la vez que estuve en la ciudad, ¿se acuerda? Éste me leyó el articulado sobre la prescripción y me señaló lo que correspondía hacer para no apeligrar ese hermoso terreno de Acosta-kué. Karaí Rojas estaba pues por cerrar los 30 años de ocupación, y por más honesto que sea, nunca faltan los malos consejos, la liga de los meteretes y envidiosos. Naturalmente, consulté también con el Padre Zorrilla, para estar en paz con mi conciencia. La Ley nos dio la respuesta cristiana y justa. El Pa'í me asistió en el trance, me acompañó a Acosta-kué cuando fuimos a comunicarle a Karaí Rojas. El Juez de Paz, don Hermenegildo Chaparro, leyó los artículos del Código Civil, y su secretario levantó acta del desalojo realizado en debida forma jurídica. El texto legal fue reforzado con varios párrafos del libro del reverendo Padre Boniatto, que volvió a leer el padre Zorrilla, como cuando usted estuvo presente, ¿se acuerda? No hicimos nada oculto ni ilegal o inmoral. Le explicamos todo, especialmente la buena fe que exige la ley y que confirman la doctrina y la moral cristianas. Karaí Rojas era un hombre recto, nunca tuvo mala fe. Yo tampoco; usted se acuerda, mi hijo, de la vez que le leímos y le aclaramos todo lo que se refiere al sagrado derecho de propiedad, aquí en este mismo escritorio. Karaí Rojas entendió muy bien, y enseguida, para qué nos íbamos; casi puede decirse que nos estaba esperando. «Yo sabía que un día tenía que suceder», me dijo calmamente. «Y bueno, la ley es la ley, y está de su parte don Marcial. Sólo le pido unos días para preparar mis bártulos...». Es todo lo que dijo. Ña Carmen no pronunció ni una sola palabra. Luego de escuchar a su marido, nos dio la espalda y entró en el cuarto; ni siquiera salió a despedirse, ni a recibir la bendición   —193→   que don Bartolomé impartió cuando regresábamos. A los tres días se habían ido de Acosta-kué, nadie sabe adónde...».

Fui a ver a Leovigilda Romero, quien me enteró de otras pocas informaciones sobre la partida de los Rojas. «Desde que tu papá vino a anoticiarle que tenía que dejar Acosta-kué, el miércoles de ceniza, Karaí Rojas no volvió a hablar con nadie; ni siquiera le contestaba a ña Carmen, que le recordaba a cada momento: «Yo te decía... ¡Karaí!, para explotarte mejor y echarte como un perro sarnoso de estas tierras que regaste con tu sudor toda una vida...», y muchas otras cosas contra don Marcial. Karaí Rojas, mudo como una piedra, arreglaba sus cosas, cargaba la carreta, en silencio. El sábado de gloria, cuando el lucero estaba todavía alto, se fueron sin decir adónde, sin despedirse de nadie, ni siquiera de nosotros. Como era tan temprano yo no me levanté; en el sueño oí el ruido de la carreta y el aullido del perro, me pareció».

No quise llegar hasta Acosta-kué; me parecía una profanación ver el rancho, el lugar del arroyo y de los frutales sin Karaí Rojas.

«Sólo después entendí cabalmente lo que quiso significar esa mañana en el escritorio de don Marcial el misterioso arribeño con el rostro carcomido por la lepra, congestionado por la epilepsia, desfigurado por los furúnculos de la peste negra o contrahecho por la joroba. Lo comprendí cuando me contaron que los naranjos plantados por Karaí Rojas se secaron todos, atacados por una enfermedad incurable que los fitopatólogos llaman 'mal de la tristeza', eso dicen...»







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ArribaAbajoGuarnipitán, el río

Los primeros peces de luz empezaban siempre a saltar sobre el lomo del río cuando yo llegaba a la altura de los restos del viejo muelle. Allá enfrente, luego de la lengua de arena del banco, estaba «Rosadito», así llamado seguramente por el color que tomaba el rancho de Pedro Tomillo cuando le empapaba este primer sol de la mañana. Y yo no entendía nada cuando me contaban que esa costa tan cercana era «otro país», y que se llamaba Argentina. Pero, ¿por qué, si eran los mismos árboles y la misma tierra roja? Y la cosa se complicaba cuando me aseguraban que el banco de arena era todavía «nuestro país».

Todo se me volvía simple cuando regresaba a esta orilla de mis ojos, al paisaje de la costumbre. Desde lo alto de mi caballo, juntito al viento, iba haciendo el inventario de cada pedazo de mi vista, reiventándolo mañana a mañana en los detalles no descubiertos la víspera. El rancho de tablas de Juan Lucero, pescador y cuidador del muelle en que atracaba la «Liguria», la lancha que nos comunicaba con el mundo. A la derecha se veía el esqueleto de la casa de dos plantas que perteneció al Bastonero, evangelista, lector fanático de la Biblia. «El Apocalipsis... -decía moviendo el índice amenazador-, ya verán, está llegando...». Vivió esperando   —196→   el diluvio que ahogaría los pecados del pueblo. El espinazo del enorme arca de madera de palosanto, en el que pensaba salvarse, él y los suyos -incluyendo a los perros, gatos, gallinas, vacas y su caballo-, estaba todavía en el patio trasero.

La mañana avanzaba al trote de la luz, que iba adquiriendo la consistencia de la miel. Hasta llegar al muelle viejo. Este muelle en que desembocaban las ruinas de los galpones de la antigua desmotadora de algodón a través de los rieles, aún relucientes. La zorra que antes transportaba los fardos de algodón ya no circulaba, pero las dos cintas todavía se volvían de plata en las noches de luna. Me gustaba remedar, con un pie en cada vía, la marcha resbalona de la zorrita, rescatándola así de su sueño oxidado en el fondo del galpón de calamina. Por esas paralelas llegaba yo al infinito extremo izquierdo del muelle, en donde aún estaba fijada la plancha de metal enlozado, cuyas rayas negras y rojas marcaban la altura del río. Sentado frente a la extensión azul del agua, que luego se prolongaba por el cielo hasta caérseme sobre la cabeza, oía el rumor con que la corriente había ido royendo la madera, carcomiendo la antigua imponencia del muelle, hasta convertirlo en hilachas de tablas, invadidas por el musgo, el olvido y los yuyos, que irrespetuosamente emergían entre listón y listón descuajeringado. Desde allí veía pasar, cuando las crecientes, la jangada verde de los camalotes, salpicada por el azul intenso de las flores frecuentes, y a veces -fijando con atención la vista-, alguna gruesa boa disimulada entre el follaje navegante. Cuando el atardecer de la bajante adelgazaba la cinta de plata del río, se veía crecer el montón de formas y tamaños diversos en el pedregal cercano. Y a lo lejos, la silueta de los barcos atascados, por falta de agua, en el paso de Angostura.

El pueblo se fue apagando después que dejó de ser puerto de exportación. Aquella época dorada en que la naranja cubría de oro y aroma las calles y las plazas hasta anegar el muelle y las bodegas de los barcos; y en que además se exportaban diamelas   —197→   en latas. Había entonces cónsules de otros países, entre los que vino el elegante abuelo barbado, al que sólo conocí en las fotografías amarillentas. Cuando el puerto comenzó a perder importancia, el caballero consular se marchó, dejando varios hijos de distinguido apellido, y alguna vaga promesa. Y hasta los paquetes dejaron de atracar en el muelle descuidado, aunque todavía se oye, en las noches de amenazo, la sirena con que el Capitán del «Ciudad de Corrientes», Román García, saluda a su madre enterrada en el cementerio de Guarnipitán.

Guarnipitán. Ya nadie recordaba el origen del nombre. Yo lo supe por Mana, la yuyera, que nos tomó confianza luego que mi padre le sacara de la cárcel a su compañero. Un día que yo había ido al rancherío me lo confío: «Mucho antes que los juru'a, los blancos arrasaran con todo, los nuestros eran los señores de la región. Aquí llegamos buscando la tierra sin mal que nos prometían nuestros chamanes. Vivíamos libres como el viento, hasta que ellos llegaron; pero les dimos guerra. De allí el nombre: Guaraní-pytä, nos llamaron con respetuoso temor, aludiendo al color del urukú, la tintura roja con que nos adornábamos el cuerpo, antes de entrar en combate». Y se leía en su mirada perdida hacia el recuerdo la larga marcha de luchas, penurias y humillaciones. De todo ese sueño apenas quedaban los cuatro ranchos en medio de una limpiada en la lengua del monte que lame el río, como media legua más arriba que la casa del Bastonero, ya cerca de Angostura. Su compañero y los otros miembros de «la familia» -como ella decía- bajaban raramente al pueblo. Por el contrario incursionaban a diario en la región boscosa y de esteros que comenzaba detrás de los ranchos. De allí traían, junto con las presas cobradas en la caza, las hierbas medicinales que Mana llevaba al pueblo, según las lunaciones. «Porque el yuyo hay que arrancar en su momento, cuando la luna...», y se callaba de golpe, como temerosa de revelar más de lo que debía ese secreto que era una vieja herencia ancestral. Mana iba a las casas como si   —198→   adivinara donde había enfermos; no a todas las casas. Evitaba la del Jefe Político y la del Sargento; huía la del Juez de Paz; la del Cura nunca pisó; con el Bastonero era la guerra abierta... Entregaba uno u otro yuyo después de mirar el blanco de los ojos o de palpar la región del cuerpo afectada. Y nunca pedía retribución por sus curaciones; se le daba cualquier cosa, un poco de dinero, ropa, comida, algún objeto. Jamás aceptaba oro ni joyas.

Hacia la otra orilla del pueblo, Mana no iba ni por nada. Tampoco a mí me gustaba ese río inquietante. Allá donde, hacia el poniente, se acababan las casas y luego de un descampado comenzaba el cementerio sobre la loma: la murallita blanca primero, con su portón de hierro; los panteones de las familias de los notables luego, seguidos de los nichos colectivos, las sepulturas a ras del suelo, y al final, los huesos de los más pobres, enterrados en la simple tierra, túmulos apenas marcados por una cruz de madera con un nombre y dos fechas. Íbamos a esa aldea de silencio cuando había que acompañar a algún pariente, amigo o conocido. En esas ocasiones la solidaridad era total, desde el velorio hasta el entierro. En el largo trayecto entre la iglesia y el cementerio los rezos por la salvación del alma del difunto alternaban con las letanías recordando al querido finado, todo envuelto en el halo de las lamentaciones roncas de los deudos, o de las más percutantes de las lloronas, cuando aquellos escaseaban.

Pero había otra cita anual de rigor, el 2 de noviembre, «día de los santos difuntos». Temprano íbamos en familia al cementerio y allí pasábamos la jornada con ellos, limpiando el panteón o la sepultura, conversándoles, comiendo chipás o tortas de maíz. Esta celebración que se remontaba hasta las cenizas de la memoria familiar más remota, era una prueba contundente de la inmortalidad del alma, como afirmaba el Cura.

De todas maneras, cuando iba al cementerio nunca dejaba de visitar la tumba de «Piloto del Ambiente», un personaje muy apreciado en el pueblo por su ingenio y su verba abundosa   —199→   y florida. Amado por sus pares del Almacén-Bar «El mbiguá», era objeto del homenaje permanente, a través de un rito alcohólico celosamente cumplido: llenar la copa que coronaba su sepultura para saciar, más allá de la muerte, la sed inagotable que había acompañado al amigo de tragos durante toda su vida.

El descampado que precedía a la muralla del cementerio era, de vez en cuando, el escenario de un acontecimiento muy comentado en el pueblo: el combate librado contra los demonios por el sacristán, en las épocas de gran maleficio. Los síntomas eran diversos: las muchachas preñadas misteriosamente, la frecuente aparición de monstruos con rostros carcomidos por la lepra, las vacas atacadas por el gusano, los perros rabiosos, los naranjos que morían de tristeza... Entonces el sacristán Juan Evangelista iba a desafiar al maldito y a su cohorte infernal, armado de una cruz de plata, especialmente bendecida para la ocasión, con la punta incisiva como lanza y los brazos afilados como espadas. Hacia el atardecer, cuando las almas condenadas, capitaneadas por los demonios se lanzaban sobre el pueblo, el sacristán se presentaba en la explanada que separaba el mundo de los vivos del de los muertos, y les libraba valiente combate. Estocadas y mandobles de la santificada cruz iban dando cuenta de los malditos, hasta que el toque del ángelus en la campana de la iglesia coronaba su afanoso esfuerzo, y un coro de hurras y los aplausos celebraban su victoria en el pueblo.

El cementerio era todavía un lugar familiar. Más allá yo no me aventuraba demasiado, pues como la tierra era plana, seguro que los bordes estaban por ahí donde se perdían de vista las casas y las tumbas.

Por eso prefería la otra orilla de Guarnipitán, la del oriente, en donde el río me acogía con sus saltarines peces de luz, con la frescura del agua en que nadábamos, mi caballo y yo encima, como volando entre nubes.



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ArribaAbajoReunión de familia

Para Jean Andreu

Mi madre tampoco me mira. Está sentada, como siempre a mi derecha. Enfrente de ella, Julita; a su lado, el cuarto asiento vacío. Como todos los días de la vida, dos veces al día, tampoco prueba bocado. Mamá mueve blandamente el tenedor, escarbando en el plato como una gallina desganada. Julita tiene las manos apoyadas sobre la mesa, a ambos costados de los cubiertos. La comida ya no humea, ha dejado de oler, o a lo mejor soy yo quien perdió el olfato. La vuelvo a mirar, a hurtadillas, y no me animo a quebrar el silencio, pese a lo bien que me haría contarles la pesadilla de la otra noche. Estoy segura que eso aflojaría el vuelo cerrado del pajarraco que me palpita en el pecho. Pero viéndolas así...

Había algo como un animal despanzurrado y yo sentía una angustia terrible. Le tomé la mano a Julita y nos internamos entre las matas...; ¿o eran restos de basura? Llegamos hasta un lugar en que un alambre tejido nos impedía seguir avanzando... «No hagas eso Candela», me dijo él con voz serena. Creo que su sonrisa tranquila aumentó mi exasperación.

-Mamá, ¿sabés qué?... -intenté tímidamente, pero ninguna de las dos parece oírme.

Entonces sigo contándome, sin voz. Y no podíamos pasar, porque el alambre tejido delante, y atrás las basuras putrefactas.   —202→   Le escucho otra vez el tono calmo de la voz cuando me dice: «No hagas eso Candela», y me asombro de su tranquilidad, por lo de minutos antes. No era posible que hubiese cambiado así, tan rápido, de polo a polo, entre la alambrada y el momento en que volvíamos, hacia atrás, pisando las inmundicias. Me parece que fue eso lo que más me perturbó.

A tía Felisa le encanta contar. Cada vez que puede mete baza y dale que te dale con sus historias. Ah, la guerra, la guerra, mi hija, vos no viste, no sabés lo que ha sido eso. Un rosario de angustia y de miedo y de llanto y de espera. Esos días terribles en que los contingentes partían... Todo el pueblo -los que nos quedábamos- estaba en la plaza del mercado. La banda hacía estremecer el aire y los corazones con las marchas bélicas; yo sentía que mis vísceras se removían, sobre todo aquí, cerca del estómago, se me apretujaba, entre el dolor y la cosquilla, esas ganas de reír mi llanto. Las banderas flameaban al viento y los hurras entrecortaban los discursos inflamados del Jefe Político, del Pa'í, del Intendente, de tía Herminia, que fue Presidenta de la Cruz Roja local. Eso daba ánimo, infundía coraje a nuestros soldados; se veía en el rostro cómo montaba la decisión de ir a pelear por la patria, cómo se afirmaba la segura calma ante la tremenda prueba que les aguardaba en los cañadones de fuego. Y nosotros ahí, ¡qué tristeza nos invadía a los que nos quedábamos al pie de los camiones! Pasábamos los días, las horas desesperando a la espera de un harapo de noticia, una carta garabateada en el apuro de un descanso, o las hilachas recogidas en la boca del herido que volvía al pueblo a convalecer: que sí, que nos cruzamos cuando me evacuaban del hospital de sangre, en Pozo Colorado creo; que no, que no está flaco, un poco demacrado sí, por la marcha de varios días seguramente; se iba destacado al 2.º Frente... Y nosotros disimulando la tristeza para darles ánimo cuando subían a los camiones, disimulando tras la máscara de una sonrisa forzada las lágrimas que se apretujaban en el pecho, listas a saltar como langostas.

  —203→  

Las miro a hurtadillas y veo que siguen con la vista perdida en algún lugar de la mesa situado entre el plato, la mano y el recuerdo. ¡Y lo bien que me hubiera hecho poder contarles!

La angustia me vuelve a invadir cuando retrocedemos en la materia descompuesta del basural; es como si fuéramos pisando charcos de tripa o barriales de sangre pegajosa. «No me van a decir que no les advertí claramente...», nos dice, levantando las grises estrías desde el reloj pulsera. Siento que algo se me hiela adentro y creo haber soñado antes la misma escena. Hago un esfuerzo para despertarme, y las veo a las dos allí, mudas y lejanas, mientras comienza el altercado. «Pero si sólo estuvimos con las primas...», dice Julia. «¡Qué carajo me importa, hace horas...!» «¡No es cierto!, nos dijiste a las once y son las once y media...». «¡Cállate pendeja de mierda!» Las palabras que siguen ya no las entiendo porque Julita se le va encima, farfullando y llorando.

«Pero aquella mañana del 20 de agosto, era un viernes, no pude contenerme y lloré. La banda tocaba los aires marciales como las veces anteriores, pero en mis oídos no tenían el ritmo de siempre, sonaban lúgubres, como un presentimiento. El camión era el mismo Ford azul despintado en que habían partido el tío Serapio, y don Cancio Gayoso, el padre de Damiana, y el boticario Imbert, nuestro vecino, y tantos otros. Esta vez les tocaba a los más jóvenes; entre ellos iban mi hermano Juan Bautista y Jacinto...». Tía Felisa suspira hondo, mira su anillo y prosigue: «Jacinto insistió en formalizar el compromiso antes de la partida. El Padre Asmetto entregó los anillos: que tu mano, Señor, proteja a tu siervo, que va a defender una causa que es tuya porque es justa, para que vuelva pronto y pueda consumarse esta promesa. Aquí queda en capullo la rosa blanca que llevará al altar, para unir en el sacramento de un mismo aroma dos vidas jóvenes, bellas y cristianas. Muy impresionados estábamos todos; hasta Jacinto, tan hombre, tenía los ojos empañados. Una fiestita muy íntima, alegre y triste al mismo tiempo... Es un recuerdo que llevo todavía clavado aquí como un cuchillo. El día siguiente amaneció gris y frío. Papá hizo   —204→   aquella vez el discurso; recuerdo que le temblaba la voz: y si yo me veo obligado a quedarme para cumplir con mi deber como Presidente de la Cruzada Patriótica de la localidad, aquí va un pedazo de mi sangre y otro ya casi mi hijo, que con los demás retoños de este pueblo sabrán escribir la página de gloria para salvar a nuestra patria de los invasores y afirmar la heredad que nos legaron el sacrificio y la valentía de nuestros antepasados... La gente lagrimeaba, yo oraba, hundida en mi mantilla. Cuando el camión empezó a doblar la esquina de la Comisaría, vi flamear el pañuelo de Jacinto en el sol que comenzaba a despuntar».

Su mirada era blanda, como su sonrisa, cuando me habló. Copos de algodón o de nieve. Parece que la nieve cae así, callada y suavemente. Ruedan lentamente, como dos osos de felpa revolicándose. La boca de Julita se abre y se cierra en parsimoniosos tiempos, las muecas de su cara siguen el mismo ritmo; los párpados tienen un reborde brillante. En la cara cetrina los ojos se estiran sobre los pómulos, que se vuelven más y más angulosos. Las manos apretando las manos, un hombro contra el otro, luego el derecho de ella contra el izquierdo de él. Sueño que yo también entro en el juego; inclinada sobre ellos muevo las manos, mis numerosas manos, arriba, abajo, al costado, entre los dos, tirando dulcemente de un brazo, de una pierna, de un hombro, de una nalga, de una espalda, todo suavemente a un mismo tiempo. Un puño me roza la mejilla como una flor, otro me acaricia el cuello, cerca de la oreja izquierda, casi puedo oler la tercera corola que me llega a la nariz.

«Así es de terrible la guerra, mi hija, tuerce el destino más recto, quema la suerte más limpia. Nos lleva lo mejor y sólo nos devuelve la resaca, los restos del naufragio. Juan Bautista volvió, casi al final, como un héroe..., pero con la muñeca izquierda destrozada. Y Jacinto...». Tía Felisa se calla, pasa el dorso de la mano por la frente, como si quisiera borrar la mancha del recuerdo. Luego de un pozo de silencio, sigue contando. «Así llegó 'el bolí' al pueblo. Había caído prisionero en Pitiantuta, y la mala suerte quiso   —205→   que se le destinara a nuestra casa. Era la costumbre de confiar algunos prisioneros a las familias pudientes que aceptaban recibirlos; trabajaban y se les daba un trato humano. Así llegó una tarde a la casona familiar, con el aire triste y la estría alrededor de los ojos en los pómulos pronunciados. 'El paceño', le decían en el pueblo, y se lo distinguía de los otros prisioneros por sus modales pulidos, sus eses intensas, su grado de teniente y su sonrisa melancólica».

-Mamá, ¿era la misma...?, y me vuelvo a hundir. Pero habría sido la misma que tenía la segunda vez, cuando me dijo: «No, Candelita». Cómo me hubiera gustado asegurarme al menos para saber si el sueño le copia a la realidad, o a lo mejor es al revés. De todas maneras no hay forma de traerle a mamá hasta la mesa; ahora deja la cuchara hundida en la comida y juguetea con la servilleta. Julita ataja la cabeza con la mano izquierda y sigue con la otra apoyada al costado del plato. Tía Felisa es de fiar para los detalles. Yo sé que ella no le quiso nunca, pero tiene buena memoria, y le gusta contar.

«Los dientes muy blancos y los ojos estirados en la cara angulosa y cetrina. Y esa sonrisa melancólica, que le daba un aire interesante, algo misterioso. Tiene buena planta, decían las muchachas del pueblo. Animado por esa pequeña aura había comenzado el merodeo, el cortejo distante a la hija del dueño de casa. Las miradas lánguidas, intencionadas, largas; algunas palabras, ocasionales al comienzo, de halago indeciso luego, para pasar después a las conversaciones entrecortadas, a algún roce casual de inocente apariencia; los primeros apretones de manos... Yo me di cuenta pronto y le advertí a Balbina. La rigidez de las barreras que los separaban hacía más fuerte la atracción. Mamá empezaba a desconfiar y la reprendía: mesura, hija, compórtate a la altura de tu rango; no olvides que sos hija de un caballero y que pertenecés a una familia de nombre intachable... Y las amigas, algunas por envidia, murmuraban: es por interés... Pero todo eso hacía parte de la salsa que iba impregnando a mi pobre hermana».

  —206→  

Le hubiera querido contar a Julita, pero sigue mirando sus manos, de nuevo a los costados del plato, sin percatarse del cuerpo a cuerpo que duraba desde hacía... una eternidad. Creo que yo gritaba «basta», o algo por el estilo, inclinada y manoteando desesperadamente, al tiempo que recibía algún coscorrón extraviado. Por fin conseguí separarlos, o quizá se apartaron por sí mismos, en algún momento de fatiga o de lucidez. Él se levantó completamente cambiado, extrañamente callado. Sin mirarnos siquiera se dirigió a su habitación, con el rostro intensamente marcado por una especie de cansancio, o hastío, como si saliera de un combate feroz, como con una máscara atravesada de surcos profundos.

«Balbina empezó a hundirse como en un tembladeral de pasión, empujada por las interdicciones y los impedimentos, estimulada por las oposiciones y las imposibilidades. No oía razones. ¡Dónde se ha visto, esos son todos indios...!, decía mamá, y allí ella más se emperraba, contra viento y marea. Papá ya no decía nada; había pasado de la tristeza a la furia y luego a la resignación. Se encerraba en su escritorio todo el santo día, y cuando salía, lo veíamos huraño, taciturno, al tiempo que adelgazaba a ojos vistas. Balbina no sólo desafiaba con su obstinación a la familia, sino a todo el pueblo. Una de las muchachas más codiciadas, más admiradas elegía al 'bolí', al prisionero, al cholo ese que vino a invadir nuestro Chaco; gente como él era culpable -cómplice cuando menos- de las tristezas, de las ausencias, de las lágrimas. Él sonreía, soportaba las habladurías como si de nada se tratara, como si no supiese nada, tragaba el desprecio que le rodeaba, miraba a Balbina con sus lánguidos ojos, seguía sonriendo y la paseaba por el pueblo colgada del brazo, triunfante en su aparente modestia. Mosquita muerta, hipócrita..., clamaba mamá con desesperación; simulador, ladronzuelo, aprovechador, murmuraba la gente del pueblo».

La misma sonrisa, estoy segura que hasta el mismo tono suave de la voz.

  —207→  

Caminamos todavía sobre las materias viscosas hasta llegar a una especie de abertura que desembocaba en nuestro dormitorio. Yo la tenía por el hombro y Julita gimoteaba todavía cuando entramos, el cuerpo sacudido por relámpagos de llanto. Traté de tranquilizarla, ayudándole a cambiarse y a meterse en la cama. Intenté explicarle, y ella seguía temblando.

«Cuando se casaron, hacía tres meses que vos estabas en el vientre de tu madre. La guerra había terminado, y el antiguo prisionero pasó a ser Juan Otero, maestro de obras, pues conocía bien, parece, el oficio de la construcción. Se convirtió en un ciudadano más del pueblo. O casi, porque cuando se hablaba de él, se seguía diciendo 'el cholo', o más frecuentemente, 'el cholo de mierda'. Poco tiempo después del casamiento, al que no asistió Juan Bautista, papá murió de un infarto. Esa harpía con su cholo le mataron, decían las malas lenguas. Vos ya no naciste en el pueblo».

Si hubiera tenido un poco de esta calma, ahí tan sentada mirando, mirando, y sin ver ni sus manos. Cuando empezamos a recordar, sin embargo, empezó a tranquilizarse. Pero a medida que evocábamos, era a mí a quien me entraba una tremenda angustia. Recuerdo viene, recuerdo va, la memoria se nos volcaba como vaharadas de vómito. En la pieza vecina, mamá trata de ahogar sus quejas para que no la sintamos, pero se oyen los golpes, las eses nítidas del altiplano encadenando palabras cuyo sentido no se entienden, pero sí el tono duro. Y mamá tratando de ahogar sus ayes de dolor, mordiéndose la mano, quizás, para no gritar, para que no la escucháramos.

Yo ya no nací en el pueblo, ni tampoco Julita. Pero también aquí siguió siendo «el cholo», y en la escuela, las veces que nos fuimos a los puños y a las patadas, cuando nos escupían a la cara: «las bolís». Y cuado le contábamos, era como si el aire triste de la sonrisa fuera de golpe el agua en el pozo del patio, tan fría y oscura en ese fondo al que la luz no llega. Cuando le contábamos,   —208→   se limitaba a hacer un movimiento de los hombros, una mueca en la que, hacía tiempo, la indignación o el despecho habían cedido lugar a la resignación. Esa marca en el anca familiar no era lo único que nos unía. Tía Felisa no sabía, no quería saber del resto, pero él siempre había sido así, esquivo hasta en la ternura subrepticia con que nos rodeaba, desde el fondo de sus ojillos estirados, un poco rudo en las caricias con las palmas tibias de las manos, anchas y firmes como los ángulos de la cara cetrina. Como esos animales inhábiles que no saben querer sin hacer daño.

Claro que lo de esa noche no era nuevo, aunque sí lo del pugilato. Hacía un tiempo que nos íbamos sustituyendo a mamá en los arrebatos de su rabia súbita, como si el amor, los celos o no sé qué hacia nosotras se le fuera despertando y fuese creciendo desde que salíamos con los amigos. Pero Julita hubiera hecho mejor en callarse, como esta noche. No sé por qué me recordó cuando, para humillarla más, le contó a mamá sus aventuras amorosas, inventadas o reales, delante de nosotras, sonriente él. Julita empieza a hundirse en el sueño de la pastilla que le había dado, a borrarse tras los puntos luminosos, blancos, verdes, amarillos, azules, rojos sobre todo; chispas por todas partes, de todos los colores, coloradas las más... Y me veo caminando de nuevo, sola, sobre las vísceras de animales despanzurrados. Los puntos luminosos me duelen detrás de los ojos y me bajan por el cuerpo, hasta los pies, como pequeñas cascadas de descargas eléctricas.

«¿Terminaste de chismear con la babosa de Felisa?», dice, confundiendo mis pasos con los de mamá. Cuando entro en su habitación, aparta el diario que está leyendo, y me mira con su sonrisa tranquila, como si nada hubiera pasado un rato antes. «No hagas eso, Candela», me dice sin alterarse. Yo tiemblo de pies a cabeza, pero lúcidamente veo la escena, al tiempo que me pasa por la frente todo, lo de hace un momento y todo lo anterior, clara y minuciosamente todo, como en una especie de película que no habría durado sino unos pocos segundos. «No,   —209→   Candelita...», vuelve a decir, con la voz tranquila, que le sale de los ojos estirados, del fondo de la sonrisa.

No me explico en qué momento de la pesadilla apreté el gatillo de la carabina. Y lo peor es que no puedo preguntarles nada a mamá ni a Julita, ahora que estamos las tres frente a la silla vacía, cada una a su manera recordando, quizás, su sonrisa triste y el cariño secreto y violento con que nos rodeaba.



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ArribaAbajoDe cómo el tío Emilio ganó la vida perdurable

Para Alba Lila y Carlos Enrique, tan hermanos

La tía Justina vino a pedirme que saliera de testigo.

-Vos sabés, viven pues en pecado mortal de concubinato, y Emilio anda bastante enfermo... -los ojos en blanco apuntando el cielo.

-Pero tía, por qué no les dejan tranquilos -protesté-. Vamos mejor a hacerles una visita de familia, que les pondrá muy contentos.

Pero tía Justina estaba firmemente decidida a salvar el alma de su primo Emilio. Seguí mal el rosario de argumentos piadosos y moralizantes, pensando que nunca hasta ahora me había planteado el problema de la sagrada unión legítima o concubinato entre el tío Emilio y la tía Jesusa. Finalmente le dije que sí, sin tener en cuenta sus razones o desrazones. En el fondo acepté porque me encantaba la idea de ver a estos dos entrañables personajes, tan ligados a los momentos más felices de mi infancia. El tío Emilio en medio de sus ovejas, como un pastor salido de las páginas del Antiguo Testamento, que el abuelo Zacarías nos leía y comentaba en el corredor. El tío Emilio, a la sombra tutelar y discreta de Jesusa, anfitrión cordial y centro de las grandes fiestas   —212→   familiares, en las que asaba varias ovejitas, luego de adobarlas tiernamente, ceremoniosamente durante días. Había que ver la expresión extática de los ojos, pequeños y sonrientes en su gran cara redonda, comandando en medio de los asadores de madera dura estaqueados al borde de las brasas en el gran fuego del patio, cerca de los espinillos. Había algo de mágico en ese ritual de los olores, algún misterioso poder de atracción. Como las entrañas de los animales carneados convocaban el vuelo circular de los yryvús, el olor chirriante de los asados del tío Emilio arracimaba a la gran tribu de los Bareiro-lata y de los Bareiro-teja: la numerosa prole del abuelo Zacarías y la interminable descendencia de su hermano, el tío Emiliano, señores cordiales en el Rincón de las Mercedes.

A las 7 de una mañana esplendorosa partimos en el camión de Amado. La tía Justina había previsto todo: el cura, su amigo el Pa'í Mamerto Servín; el Oficial del Registro Civil, el bizco Jiménez, los padrinos, ella misma y su hermano, el doctor Domiciano -«en representación de tu papá», me dijo-; los testigos, cuatro sobrinos elegidos aparentemente al azar de las disponibilidades, pero en realidad, equitativamente seleccionados entre la parentela de una y otra rama, y algunos agregados, miembros de la familia consanguínea y la política, incluyendo varios perros. Y, naturalmente, el ambigú y las bebidas. Me invadía una sensación de tristeza cuando alzaban al camión las vituallas cocinadas la víspera por manos anónimas, que iban a profanar el antiguo escenario de los jugosos asados del tío Emilio. Pero de golpe, mirando los harapos mal zurcidos de la familia en el camión, remendados por la voluntad piadosa de la tía Justina, me di cuenta de tanta muerte, de cómo el tiempo implacable había ido cobrando presa tras presa, entre otras la risa fresca de mi padre, que vivo no hubiese faltado por nada del mundo a una cita como ésta. Entendí muy bien la astuta maniobra de designar al tío Domiciano como representante de papá, argumento de peso para Emilio y Jesusa. Por el contrario no estaba invitado el primo Aniceto, sexto o séptimo hijo de Emilio, el único a haber permanecido en el país,   —213→   hoy afiliado al partido oficialista, porque la mujer y los hijos y hay que vivir..., cosas que todos entendíamos muy bien, pero que nadie en la familia estaba dispuesto a perdonar.

Cuando nos íbamos acercando a Rincón sentía que el corazón se me volvía un puño apretado. Al divisar Bareiro-lata me acordé que la vieja casona con su techo de zinc -que le diera el nombre-, que ya no era el antiguo paraíso en donde reinaba la figura barbada del profeta Zacarías; en el que la abuela Encarnación, que pese a su apellido irlandés no hablaba sino guaraní, paseaba su silenciosa sombra entre una serie de ritos que iban de la ocupación de la cabecera en la larga mesa -a partir de la muerte del abuelo- al depósito, cada noche, del trozo de tabaco torcido en el mortero, para ganar la caprichosa voluntad del genio tutelar del pombero. Apremios económicos habían obligado a los numerosos herederos a enajenarla, para tratar de remendar los agujeros del blasón familiar, puesto a dura prueba por la persecución sistemática. Aún recuerdo la profunda tristeza de mi padre cuando fue necesario malvenderla, a un jerarca del régimen, naturalmente. A pesar de todo, el reverbero del sol sobre el techo convocaba el enjambre de sueños vividos a su sombra; brillaba con la misma intensidad de antes, aunque habían muerto la parra del patio, los rosales en los canteros bordados de botellas vacías de ginebra, y los dos grandes paraísos de la entrada, según me contó la tía Jesusa.

El paraje nos recibió con la luz intensa de la media mañana crecida, que comienza a hacer temblar los objetos de la lejanía; con el olor marrón a establo; con el verde aroma a campo abierto; con el grito de las perdices; con el canto montante de las cigarras, que más tarde cubriría de hojarasca sonora la luz insoportable de la siesta, con la cual llegará a formar una materia sólida, palpable. El antiguo sitio del afecto golpea la puerta de la memoria con el puño de esta mata de espartillo, de aquel horcón gris, oscuro de lluvia y tiempo, de la tranquera en donde me apeo, dejo caer los tres travesaños, paso, pasa el tordillo, los coloco de   —214→   nuevo en los agujeros redondos y vuelvo a montar mi caballo de felicidad. La vista de las dos casas vecinas convoca la presencia de rostros que danzan alegres, pero que al girar muestran de golpe las muecas de calaveras dientudas. Un silencio tenso llena el camión de Amado, en el que hasta los perros se han callado.

Al dar la vuelta a una curva divisamos al tío Emilio en el corredor que da al poniente, sentado en el viejo sillón de cuero tosco, en el que había visto declinar a su padre, el profeta Emiliano, atado por una sonda a la bacinica floreada en la que iba creciendo el nivel amarillo, como una húmeda flor que le acercaba a la muerte, mientras nos relataba por quincuagésima vez -y siempre nueva- la batalla de Cerro Corá, en la que había sido Jefe de la Remonta del desflecado ejército del Mariscal. «No, no fueron los brasileños, no fue ese añamemby de Chico Diabo que dicen; sólo la muerte, y a duras penas, fue la que pudo con Él...», decía, y su barba blanca era recorrida por un viento de leve temblor. Yo sentía la carne de gallina escarapelarme la piel, como si el lanzazo del mulato Chico Diabo fuera a incrustárseme en las costillas. Contemplábamos con admiración la medalla, «Mereció bien de la Patria», que el Comandante en Jefe había prendido a la pechera de su chaqueta zaparrastrosa durante la revista de la noche antes.

Como el sillón, sobado por las manos del tiempo, el tío Emilio había envejecido. Como en la casona de paredes descascaradas, en cuya parte superior muchas de las tejas epónimas faltaban, se notaba en su aspecto los estragos de los años, la carcoma de la pobreza altiva. Bombacha de hilo con nido de abeja bordado a los costados, saco piyama celeste de seda y pañuelo blanco al cuello, todo con olor a naftalina, el tío se había endomingado para esperarnos. Pero las pilchas de ocasión no disimulaban su sonrisa envejecida; no era aquella radiante con la que solía adobar sus churrascos, sino una sonrisa consumida, como cansada de estar en la boca de pocas palabras. Ni siquiera el arribo en bandada de la parentela consiguió aclarar la mirada   —215→   del tío, disipar esas nubes que parecían subirle de adentro, desde el fondo del pecho. Por el contrario; él más que nadie comprendería que este rito no era sino una pálida y artificial resurrección del antiguo mito, bien enterrado en el panteón de los recuerdos. Era casi un responso al que veníamos a asistir. Hubo cordialidad emocionada en los abrazos, pero faltó el entusiasmo desbordante de otros tiempos.

-Callate Chiquito -ordenó el tío Emilio para tranquilizar a su perro, excitado por la presencia invasora de los que habían descendido del camión. Y al ver la insistencia de mi mirada, agregó:

-Lo estás casi reconociendo; es el hijo de Pañuelo, con el que solías jugar siempre. -Hizo una pausa, ahogó un suspiro y como sacando las palabras de un pozo, continuó-: Él también está viejo, pero juntos los tres, con Jesusa, vamos tirando aquí, para que no se apague del todo el último cabo de la vela. Mirá cómo está destruida la casa...; la tierra de nuestra vida se va achicando, por venta forzada, por ocupación dolosa, la vamos perdiendo a pedazos. Vivimos aquí en una islita que se va hundiendo poco a poco en el pantanal que le rodea por todas partes. Mis hermanos, mis hijos y los primos, todos tuvieron que irse, barridos por la violencia y por el miedo. Bareiro-lata -ya no es sino Bareiro-kue, lo que fue. Seguramente somos las últimas argollas de la cadena; pero destruido y todo, el templo se mantiene, y estará en pie hasta que yo conserve un globito de aire en los pulmones. -Me puso un brazo alrededor del hombro; sus facciones se iban suavizando, como si le aliviara expulsar esas palabras, pronunciadas a golpes intermitentes, escupidas, vomitadas a veces, susurradas otras. Continuó con la misma voz grave:

-Tu papá entendió bien todo esto. Él tuvo que defender otra manera de mantener en pie el árbol de nuestra sangre, más sufrida, porque le obligó a abandonar el jugo de sus raíces, hasta morir lejos de estos pastos y este aire, en el dolor del destierro;   —216→   pero la gente de por aquí no lo olvida, sigue creyendo que volverá un día en su caballo zaino, con su abierta sonrisa y su mano tendida. La última vez que nos vimos, en este mismo corredor, me dijo: «Emilio, es necesario que alguno de nosotros se quede aquí, a guardar el esqueleto de nuestros recuerdos, el hueso de nuestros sueños...». Por el brillo que le enturbiaba la mirada supe que me estaba designando, en nombre de todos nuestros muertos, y de todos los otros que la ausencia estaba matando. No es fácil cumplir con este oficio de sepulturero que terminará por enterrar su propia osamenta, ya comida por los gusanos que el olvido y las humillaciones y la pobreza van criando en mis entrañas. Los hombros de un pobre viejo aguantan mal el peso de tantas vidas, de tantas muertes. Pero es necesario; espero que la fuerza de nuestras raíces enterradas me dará coraje suficiente para seguir hasta que...

-Emilioo... -la voz dulce y enérgica de la tía Justina interrumpe nuestro aparte.

El rostro del tío Emilio vuelve a ponerse tenso. La tía le toma del brazo izquierdo y empieza a llevarle suavemente, al tiempo que hace una seña para que les sigamos. Ahí me percato que el tío arrastra levemente los pies al caminar. Ahora marchamos lentamente hacia la sala, cuya frescura atraía al enjambre de los primos en las siestas calurosas. La misma larga mesa, las mismas sillas con respaldo de madera oscura, en las que ya están sentados, el Padre Mamerto en una cabecera, el Oficial Jiménez en la otra; los distintos testigos alrededor. La tía Justina lo ubica a Emilio a su derecha, y empieza a hablar con su voz monótona y firme, ligeramente aguda. El tío Emilio se porta como un niño obediente, casi como un chico al que se le reprocha una falta pillada in fraganti; mueve la cabeza de arriba abajo, la mirada perdida en las manos que tiene cruzadas sobre la mesa. Asiente a todo, sin decir palabra.

  —217→  

-Y bueno... -exclama al final del discurso de la tía, y es todo lo que dice, para volver a hundirse en su silencio.

La tía Justina pasea una mirada triunfal alrededor de la mesa y la fija un segundo sobre el rostro macizo y oscuro del Padre Mamerto, quien le corresponde con una leve inclinación de cabeza. En medio del silencio espeso, la tía se levanta y se dirige hacia el patio. La claridad nos invade, junto con el ladrido de los perros y el olor del sol en los espartillos; las cigarras están intensificando el serrucho interminable de su canto.

-Jesusa... Jesusa... -oímos que busca la voz suave y voluntariosa.

Un ruido de cacharros nos llega, y luego ráfagas en murmullo de una conversación; después un silencio, y de nuevo la voz de Justina, puntuada por monosílabos de Jesusa. Adentro nadie se atreve a hablar, se oye el aleteo de las moscas que entraron por la puerta entreabierta; cada uno parece concentrado en sus propios pensamientos, en sus sueños. De golpe veo en el aparador, a la derecha arriba, el hueco en el losange, huella del bodocazo, de Miguel o mío, que hizo añicos el vidrio. Al cabo de otro rato en que alternan el ronroneo de las voces que llegan de la cocina con el aleteo de nuestros sueños, las dos mujeres entran. La tía Jesusa luce joven en su vestido floreado; la penumbra borra las pocas arrugas de su rostro pleno y las escasas canas de su pelo oscuro y reluciente. Su expresión conserva la placidez bondadosa, rubricada por una sempiterna sonrisa naciente en la comisura de los labios. Justina la sienta a su izquierda, y recomienza, con leves matices de diferencia, el discurso que ya escuchamos. Que la honra de la familia y que el buen nombre y que la felicidad de los hijos y que la voluntad divina y que la salvación eterna y que el estado de salud delicado de Emilio... La tía Jesusa mueve ligeramente la cabeza, de derecha a izquierda, como si tratara de sacudirse el chaparrón de palabras que le va cayendo. Luego, fijando la mirada en el vacío, dice:

  —218→  

-No -sin que podamos saber si se trata de que no entiende, o que no quiere, o si ambas cosas.

Justina levanta las dos manos en un paciente gesto de impotencia, y con un movimiento de ojos, de cabeza, le pasa la palabra al Padre Mamerto, por encima de Jesusa y de mí, como si se tratara de una imaginaria pelota. El cura se recuesta contra el respaldo de la silla, cruza las manos sobre el vientre prominente y con expresión beatífica comienza:

-Hija mía amantísima: Dios Nuestro Señor con su Divina Bondad nos acuerda la gracia de poder cumplir con sus Mandamientos. A esos signos sensibles llamamos Sacramentos. El Matrimonio es uno de ellos, y su fin es el de proveer fieles a la Santa Madre Iglesia para permitirle durar tanto como el mundo. Después que Dios creó el primer hombre, el sexto día del Génesis, le dio una mujer para compañera y ayuda, y de ellos hizo nacer todos los otros seres humanos: así implantó el Matrimonio, que es una institución tan antigua como el hombre, como puedes ver. Nuestro Señor Jesucristo, haciéndole recuperar su sentido primigenio, desviado por los judíos y los publicanos, hizo de él un Sacramento, al que acordó gracias particulares. El Matrimonio es pues la unión de un solo hombre con una sola mujer, que no puede ser rota sino por la muerte. Esta unión del marido y la esposa es la imagen misma de la unión de Jesucristo con su Iglesia. ¿Te imaginas, hija, la importancia del acto que te invitamos a cumplir en este día?

-Yo no quiero casarme. Ya le dije recién a Justina que no pienso casarme. Es una ridiculez...; ¡a esta altura...!

-Espera, hija, no me des respuestas de casquivana o de testaruda. Escucha el consejo de los que te quieren bien, ten confianza en el báculo que te tiende tu pastor. Marido y mujer deben amarse como si no tuvieran sino un solo cuerpo con dos almas, socorrerse el uno al otro en todos los trabajos de la vida y cuidar   —219→   de los hijos que traen al mundo, para que éstos continúen después a servir a Dios Nuestro Señor sobre la tierra...

-Pa'í, usted habla de cosas que yo no entiendo muy bien. Lo que yo sé es que mis hijos son míos; yo los crié, con amor, con sacrificios a menudo, yo les cuidé hasta cuando Emilio me dejaba sola con ellos y se iba por ahí, de salida como los perros. Porque él tenía a menudo más de un cuerpo y ningún alma. Mi error es, posiblemente, haberle aceptado cuando volvía, con la cola entre las patas y el gesto mansito. En otra época hubiera tenido quizás un sentido casarnos, pero ahora, viejos enclenques los dos, ¿para qué?

La tía Justina empieza a inquietarse ante la firmeza de Jesusa; aunque sus facciones permanecen impasibles, el movimiento agitado de las manos le traiciona. Con un tono de impaciencia interviene:

-¿Cómo que para qué, Jesusa? Para vivir con la frente alta por haber cumplido con la ley de Dios y de los hombres, y poder participar de la Gloria Eterna después. Aquí está el contador Jiménez, representante de las leyes de la Nación, quien tuvo la amabilidad de venir con nosotros para la ocasión. Seguro que él te podrá dar otras razones valederas.

El Oficial Jiménez da un pequeño respingo en la silla, en la que hasta entonces está hundido. Estira el cuello como para destacar sobre el respaldo su cara de guyraü, oscura como la silla; carraspea dos o tres veces antes de comenzar, en tono grandilocuente.

-Señora, usted pregunta para qué a esta altura. No sé si conoce el articulado de nuestra Ley de Matrimonio Civil, que estatuye el matrimonio «in artículo mortis». La ley contempla así hasta los casos desesperados, y acuerda validez al vínculo establecido en caso extremo de muerte inminente; basta la declaración jurada de dos testigos para que el acto cobre plena validez jurídica. El ejemplo es sólo para señalarse que nunca es tarde   —220→   para acordar su conducta a las prescripciones de la ley. Así como el Padre se ocupa de las almas y del otro mundo, nosotros los funcionarios somos sacerdotes de la religión del Estado; velamos por que se cumplan las leyes y reglamentos dictados por el Superior Gobierno a través de sus organismos competentes, para que el Orden, sabiamente construido por ellos sea una realidad, por el bien de los habitantes de la República. Si yo he aceptado venir, excepcionalmente debo aclarar, es porque considero que la legalización del concubinato, por subsiguiente matrimonio, constituye una forma de restablecer el orden quebrantado de la sociedad: cumplen con la Ley y adquieren todos los derechos que ella acuerda, en lo que concierne a la transmisión de bienes sucesorios entre esposos y a los descendientes, que de naturales pasan a ser automáticamente hijos legítimos...

-Señor Oficial, yo le agradezco la molestia por haber venido; pocas veces en los últimos años hemos visto llegar un representante de la autoridad sin que ello signifique la persecución, la violencia la injusticia. Desde que su partido está en el gobierno, los que se dicen representantes de la Ley no han llegado hasta nosotros sino para amenazarnos, para castigarnos, para despojarnos. Lo que usted dice sobre la transmisión de los bienes es muy lindo, pero ya no tenemos casi nada que traspasar a nuestros hijos; las sucesivas comisiones que han llegado hasta aquí nos dejaron en descampado. La arbitrariedad y el miedo empujaron lejos a mis hijos, a los parientes; la persecución despobló la comarca de sus mejores gentes; allí está, por ejemplo, la muerte del primo José en el exilio, que nos sigue doliendo...

El contador Jiménez intenta replicar, pero mientras busca las palabras como un pescado fuera del agua, el Padre Mamerto se adelanta conciliador:

-Sí, hija, pero esas son cosas de la política, y está visto que en todas las épocas se han cometido abusos; son hechos contingentes y pasajeros...

  —221→  

-No, Pa'í, es nuestro pan de cada día; amargo pan de miedo, de humillación, que nos hacen tragar desde hace años y años...

-Bien, hija, pero lo que yo quiero significarte es que no puedes vivir pendiente de las cosas materiales de este valle de lágrimas. Hace un rato preguntabas para qué. ¡Para qué, hija! Nunca es tarde, como bien ha dicho el señor Oficial, aquí presente. Dime, ¿nunca has escuchado hablar de la remisión de los pecados? El bautismo borra todos los pecados, tanto el original, con el que nacemos como hijos de la desobediencia de Adán y Eva, como los que se llaman actuales. Tú has sido bautizada, ¿no? Pero después has pecado. Luego del bautismo existe todavía un remedio, que es el Sacramento de la Penitencia, necesario para borrar los pecados mortales y siempre útil para los veniales. ¡Tú vives en pecado mortal! Todo se puede reparar con la contrición y el matrimonio. Como te decía, no sólo tú sino también Emilio están en pecado mortal, que es el que hace perder la Gracia de Dios y vuelve acreedor de la muerte eterna. El concubinato ¡es un pecado mortal...!

-Mi gran pecado es haberle querido tanto a este hombre...

El tío Emilio, que había permanecido con la cabeza gacha hasta ahora, como ajeno a lo que ocurría a su alrededor, levanta por primera vez la mirada y la fija en su compañera, quien sigue hablando con vehemencia.

-...ahora es un viejo, pero tenía muchos encantos; por eso seguramente le aguanté tanto tiempo. El próximo agosto vamos a cerrar 52 años de vivir juntos; durante más de medio siglo nos aguantamos, con alegría a menudo, con pena a veces. ¿Qué puede cambiar el casamiento, en esta ocasión apenas una ceremonia caritativa entre dos viejos? La bonanza queda en el activo, el resto... se olvida...

La tía Justina mueve las manos con mayor frecuencia; de Jesusa lleva la mirada al Padre Mamerto, en quien la clava fijamente.   —222→   Éste se acaricia la sien con la diestra; la mano regordeta se dibuja como un murciélago sobre los cabellos blancos. Con voz plañidera recomienza:

-Hija, hija, tú que llevas como signo el nombre de Nuestro Salvador, ¿no sabes acaso que Él nos enseñó con el ejemplo de su sacrificio supremo que no es en este mundo donde debemos pretender alcanzar la felicidad? Debemos apostar nuestra esperanza toda para después de la muerte.

-Padre, lo que usted dice ha de ser cierto, pero yo he sido muy feliz aquí, pese a todo, y no veo en qué puede agregar nada a nada si nos casamos o si nos morimos como hemos vivido hasta ahora, juntos, o en concubinato, como ustedes dicen.

-Pero Jesusa, pensá un poco en la salvación de tu alma y la de Emilio; pensá en el buen nombre de tus hijos, en el honor de la familia. Es pues tan poco lo que te pedimos... ¡Qué hubiera dicho ante tu actitud caprichosa el primo José, representado aquí oficialmente por Domiciano, y carnalmente por nuestro sobrino...!

Me doy cuenta que la tía Justina me quiere convertir en su instrumento, en otro aliado de su causa, compruebo que todos me miran, y me quedo callado, pensando que si mi padre estuviese presente hubiera estado de acuerdo con la tía Jesusa; me quedo callado porque si me pusiera a hablar manifestaría mi gran admiración por la tía Jesusa, por el coraje silencioso con que acompañó al tío Emilio, con el que juntos siguen manteniendo, eso que ellos consideran no precisamente el conformista «honor de la familia», sino algo mucho más profundo: la pervivencia «del árbol de nuestra sangre», con las raíces hondamente metidas en la tierra en donde siguen viviendo los «huesos de nuestros sueños», «las cenizas de nuestros antepasados», como me decía hace un rato el tío. Diría, en fin, cuán poco me importa que estén casados o no: 52 años de compartir tormentas y alegrías   —223→   confieren mayor validez a una unión que unas palabrejas del cura y una firma en el Registro del Oficial pajarito. Veo que la tía Jesusa comprende mi silencio y me mira con simpatía; vuelvo la vista y compruebo que el tío Emilio tiene los ojos sonrientes, por primera vez desde que comenzó esta representación. Empiezo a sentirme molesto ante la expectativa que provoca mi silencio.

Felizmente el Padre Mamerto tiene mucho interés en convencer a Jesusa y retoma su prédica del más allá con redoblado entusiasmo.

-Hija, con tu obstinación no haces sino agregar pecado sobre pecado. En parte te excusa la ignorancia. Nuestras almas no mueren; e inclusive nuestros cuerpos, después de haber sido corrompidos y disipados, serán restablecidos un día por Dios Todopoderoso, y se reunirán con nuestras almas para no separarse más. Es lo que se llama la resurrección de la carne. El último día del mundo los muertos resucitarán para comparecer ante el Tribunal del Juicio Final con sus propios cuerpos: la Vida Eterna será la recompensa a los buenos; la Muerte Eterna será el castigo para los pecadores. Éstos penarán por siempre en el infierno, mientras aquellos irán al Paraíso, que significa jardín delicioso. La Vida Eterna es comparada en las Escrituras a un banquete, o a unas bodas, para representar la dicha. Unas bodas; dime Jesusa, ¿no te parece una comparación alusiva?

El Padre Mamerto vuelve a acariciarse la sien derecha, visiblemente satisfecho de su sermón. De golpe me doy cuenta que el primo Miguel está mirando el agujero que el honditazo dejó en la puerta vidriada del aparador; baja la vista y cruzamos una mirada de entendimiento, ambos quizás pensando en la complicidad de la tía para encubrir aquella fechoría de la pandilla de «los lata». Jesusa vuelve a hablar, en ritmo lento, como abstraída del contorno.

-Cuando era joven quizás hubiera sido feliz si me casaba; en ciertos momentos me pasó por la cabeza. Entonces era atractiva   —224→   y me sentía deseada. ¡Pero casarme ahora, con ese viejo, que no es más que una sombra carcomida del hombre que fue! Ahora él se calla y acepta, pero antes nunca me propuso. Él tenía sus escapadas, necesitaba seguramente cada tanto de su libertad. ¡Déjenme ahora mi libertad, la de no aceptar esta especie de mascarada!

-Piensa en lo que dices, hija. Emilio está enfermo, tú lo sabes, y hay que prevenir cualquier eventualidad. Con tu tosudez no sólo te estás condenando tú, sino estás arrastrando a este hombre arrepentido, que desea redimirse, hacia las llamas del infierno...

La tía Jesusa adopta un tono firme, casi duro:

-Pa'í Mamerto, yo le digo como siento; si tiene que ir al infierno por esto, y bueno...

-¡Jesús, Jesusa! -interviene indignada la tía Justina. Y el cura agrega, con aire de disgusto:

-¡Blasfemas, mujer! ¡No entiendes las tonteras que dices! ¿Sabes acaso lo que es el infierno? Es una prisión horrible, un lugar de tinieblas permanentes en donde las almas condenadas se queman en un fuego inextinguible, en donde son roídas interminablemente por repugnantes gusanos, que no mueren jamás, es decir, por los remordimientos de sus conciencias. Es el sitio del llanto sempiterno y del inextinguible chirriar de dientes, es decir, de la tristeza, de la desesperación, de la rabia...

-Yo conocí eso en mi vida, Pa'í; el infierno está aquí...

-Pero Jesusa, escuchá las razones del Padre Mamerto -interviene nerviosa la tía Justina. Jesusa no parece haberle oído, continúa en tono calmo.

-Usted me habla de cosas tan lejanas, Padre. Para mí el infierno era cuando me quemaba la soledad porque Emilio se iba con otra; era el fuego de la rabia impotente de ver morir a un   —225→   hijo, por falta de remedios. El infierno era el miedo cuando las fuerzas del gobierno venían para perseguir y castigar a inocentes. Conocimos el infierno de la tristeza cuando nos quedamos solos, por la desbandada de los nuestros; cuando José tuvo que escaparse, escondido como un ciervo en acoso, y después cuando supimos que murió lejos de ésta su querencia; cuando nos comieron todo, nuestras tierras, nuestras ovejas, nuestra vergüenza. Desde entonces vivimos en un corral, amargados, aplastados; sobrevivimos para... para poca cosa, quizá sólo para preservar el baúl en que guardamos los trapos desflecados con que arropamos nuestros recuerdos. ¡Eso ha sido, eso es el infierno para nosotros! Pero la Providencia de Dios no olvida del todo a sus criaturas, parece. Ese infierno de cada día tuvo también su lado bueno, nos unió, nos obligó más que nunca a compartir todo, el miedo, la humillación, y también la alegría, que es una planta resistente, renace en cualquier parte. También nos unió esa otra forma del infierno que es la vejez, que va apagando la sed y los deseos, al tiempo que hace nacer una paz y una resignación nuevas. Lo que usted dice Pa'í, está lleno de sabiduría, pero no nos llega; quebrarnos juntos nuestras vidas, y como ve, ahora ya estamos más allá del bien y del mal, del matrimonio y del concubinato... -se queda un instante pensativa y agrega-: De lo que tenemos miedo, Pa'í, es de la muerte -otra leve pausa- y ya ni siquiera, porque ella llega solamente cuando es la hora...

De repente me doy cuenta que todos estamos pendientes de las palabras de esta campesina. Silenciosos, como avergonzados de haber participado en esta especie de intento de violar la conciencia de una mujer íntegra. Inclusive la tía Justina parece haber perdido su voluntariosa seguridad y permanece abatida en su asiento. El Padre Mamerto ya no se acaricia las sienes y cruza humildemente las manos sobre la mesa; el contador Jiménez, después de su discurso leguleyo se ha ido desinflando, hasta convertirse en el esqueleto de un pajarito negruzco, confundido con el espaldar de la silla. En cuanto a mí, la admiración   —226→   por la tía Jesusa no hace sino aumentar; creo que los otros primos-testigos piensan como yo; cada cual a su manera manifiesta una muda satisfacción por el triunfo del sentido común sobre los prejuicios, por haberse impuesto lo natural sobre las convenciones. Reparo en el esplendor que han ganado los ojos de la tía Jesusa, que ahora están clavados en los del tío Emilio, por detrás del busto de Justina. Comienza a hablar sonriendo, y su voz se vuelve más tranquila, más segura.

-En estos 52 años al lado de ese hombre, hubo mucho de «ese jardín delicioso», del que nos habló el Pa'í... ¿Y por qué no, al fin de cuentas...? Justina, antes de realizarse la ceremonia déjenme ir a la cocina, que no se me queme lo que puse en el horno para reforzar el ambigú que trajiste...



  —227→  

ArribaAbajoMatación de la víbora plateada y resurrección de su sangre

A Carlos Saguier



De golpe se paró la carreta y la otra de atrás y la otra y la otra y la de más allá y la siguiente. Las astas tomadas de sorpresa hacían sangrar las grupas de los bueyes que precedían al del imprevisto cuchillo, que trozaba las correas de las guarniciones o reventaba los vientres de las árganas, sangrantes de maíz o de almidón, cuando erraban la carne. El estupor inicial se mezcló con el mugido que se fue extendiendo como un eco del ruido de la madera resquebrajada, y el rumor del cuero atasajado. Los mochos astillaban los travesaños posteriores cuando sus cabezotas pilonas no daban en los redondos traseros de los compañeros de delante. Los niños se despertaron sobresaltados y se pusieron a llorar estrepitosamente. Los perros ladraron al unísono, después olisquearon el aire y comenzaron a aullar o siguieron ladrando, alternativamente. Los hombres y las mujeres tuvieron un alto de asombro súbito, primero, luego un estremecimiento de miedo. Las viejas, de inmediato, pensaron en el fuego, el diluvio, el cometa y se metieron a plañir. Instintiva e inútilmente las madres acercaron los opulentos pechos nutricios a las convulsas bocas infantiles; los   —228→   llantos crecieron, multiplicados por el ruido confuso de fin de mundo que envolvía la caravana. El enorme gusano tardó muchísimo en detener su marcha. Los estertores siguieron moviendo largamente sus anillos de cuero, de gritos, de palo, de miedo, de lata. Que qué pasa, unos a otros; qué pasa, unos y otros. Las carajadas respondían al ladrido de los perros y los llantos infantiles a las miradas ansiosas. Los hombres se reunieron en circulillos inquietos, y los puños cerrados discutían con los ceños fruncidos. Poco a poco se hizo una sola voz, un coro largo fue cantando: «que las mujeres y los niños se queden, iremos nosotros a ver qué ocurre». Y se pusieron a caminar, en pequeños grupos ansiosos, que iban fatigando los yuyos y levantando tolvaneras. Y siguieron caminando en pequeños grupos que seguían a otros pequeños grupos, que iban detrás de otros pequeños grupos. Iban dejando atrás carretas con miradas angustiosas, llantos de niños, espartillares ondulantes, remolinos de inquietud, escarabajeos de viento. Los perros acezantes al par, las lenguas chorreonas como gonfalones del desasosiego.

Al principio la extendida columna iba recorrida por un murmullo, que quizá no fuera sino la polvareda y el retumbar de los leves tambores de los pies. Pero luego, la pregunta susurrada fue desapareciendo, hasta de los ojos, y la marcha se volvió un enorme silencio que aplastaba los pastos y se envolvía en un manto espeso de polvo grisáceo. Cuando al fin llegaron, el crepúsculo se había instalado entre ellos, pero ya nadie sabía si era el color del atardecer, el silencio del amanecer o la penumbra de las tolvaneras. Tampoco sabían si habían llegado, ni a donde habrían podido haber arribado, sino que en algún lugar se había detenido la columna de pies y polvareda. En algún lugar y por alguna razón que nadie sabía explicar, algo les impedía seguir avanzando. Un muro de hombres se interponía entre los ojos y la curiosidad, entre la curiosidad y el objeto que cortaba el camino, hecho de yuyos aplastados, de pulverizada ansiedad, de ceniza impalpable. A la marcha larga sucedió la súbita danza. Los hombres se   —229→   arremolinaban, hacían cabriolas, daban vueltas, balanceos, pateando a los gemebundos perros, se trenzaban, marcaban pasos cruzados, emprendían carreras o bordaban contrapasos, empujados por los otros que venían, que iban o que estaban de vuelta con el rostro encendido. De golpe, un instintivo mecanismo dinámico instauró un orden en la enorme rueda humana, compuesta de otras ruedas más pequeñas y otras ruedecillas, que giraban automáticamente en un complicado juego de relojería, para acercarse al objeto de la general curiosidad. Los que regresaban traían la cara iluminada, el asombro brillándoles en las pupilas, la boca entreabierta; a flor de piel de gallina se les notaba el deseo, la esperanza, la apetencia vehemente de llegar nuevamente para volver a llenar el hueco de los ojos. Así llegaron a ver la maravilla los que vinieron después que los primeros; así pudieron descubrirla los segundos y los que siguieron a las quincuagésimas ruedas y a la infinitesimal ruedecilla de hombres. Transcurrieron soles y lunas -porque después vinieron también las mujeres, cargando a los niños atravesados en las caderas- y la víbora de plata, inmensa, seguía pasando, cruzando, horadando el camino, trasegando, ocurriendo interminablemente. Y sus escamas luminosas seguían cavando la tierra, gastándola, hasta descender más bajo que los ojos, más que la altura de la cadera y llegar a ras de los yuyos pisoteados, de los pies achatados por la danza. Los primeros que llegaron contaron que entre todos tuvieron que matarla, y que aquello era nada más que su sangre plateada. Y siguieron pasando más lunas y más soles, y los niños -aquellos niños llorones- se hicieron grandes a la orilla del río que nació cuando los primeros hombres mataron la enorme víbora que cortaba el camino frente a Guarnipitán.

Y los tataranietos de los requetenietos de aquellos lacrimosos infantes mamones siguen viniendo, tarde a tarde, hasta la orilla, para renovar el rito atávico de la matación de la descomunal víbora que resucitó en la corriente de su sangre argentada.



  —230→     —231→  

ArribaLicantropía

Cuando ayer lo vi en la calle, tan cadavérico, me vino a la memoria la cantidad de rumores que corrían por el pueblo a propósito del tío Cabrilla y de la tía Lalí. «Mentiras», decía mi madre; «calumnias», sentenciaba -más severo mi padre, coreado por los comentarios indignados de sus hermanas. Aunque luego, hasta mamá pareció cambiar de opinión, o por lo menos guardaba silencio, cuando se hablaba de la cosa.

Y todo eso me volvió a la memoria cuando el tío Cabrilla se me cruzó por la misma vereda, sin siquiera reparar en mi presencia. En la mía o en la de cualquiera otra persona. Iba con la mirada opaca perdida en algún lugar vacío del espacio o del limbo. Descarriado y ausente, paseaba lentamente su esqueleto, con la marca neta de los huesos bajo la piel, verdosa de tan amarillenta o cerosa. Era la primera vez que notaba tan claramente estos detalles, quizá olvidados por los años o disimulados por la mirada neutra del niño hacia seres tan poco atractivos, como estos tíos entrevistos en medio del ajetreo apasionado del mundo de los trompos, escondites, arroyos y caballos en el intenso tiempo de las vacaciones o feriados largos que nos devolvía al pueblo. Recuerdo, sin embargo, que a la pandilla de hermanos y primos nos llamaba bastante la atención la vida recoleta que los tíos llevaban en la   —232→   casona oscura que hacía esquina frente a la plazoleta lateral de la iglesia, que «Cuando se fundó el pueblo era el cementerio parroquial», afirmaban los chismosos, relacionándolo con su ubicación. Era la única casa que los niños visitábamos escasamente en las excursiones de langostas o de loros parlanchines que hacían el gozo o, a veces, el terror de los tíos y tías. Quizá porque nos cohibía la adusta seriedad -quizá el aspecto, aunque no podría asegurar- de Lalí y del tío Cabrilla. O tal vez fuera el aura de la casa, con sus piezas sombrías y húmedas, casi siempre cerradas.

Las habladurías habían comenzado, según pude sonsacarle a mamá, cuando Jacinto Cabrilla casó con la tía Lalí. Cabrilla era séptimo hijo varón, «sin interrupciones de hembras», como requisito indispensable, según asegura la creencia popular. Y lo notable del caso, es que don Cabrilla pidió en matrimonio, de manera intempestiva e imprevista, a la séptima hija mujer en la familia de mis abuelos (papá era el octavo vástago, el primer varón de los nueve hermanos). Pero esto pudo no haber sido sino mera coincidencia. Es bien sabido que las mujeres nunca se vuelven luisón, palabra que no posee femenino. Una serie de hechos poco comunes en el ritmo tranquilo del pueblo habría ido tejiendo los hilos de la leyenda a propósito de la pareja de «originales». Es cierto que ni a él ni a ella les gustaba salir durante el día. «Ese sol agresivo hace daño, ¿no ven cómo les pone negritos y raquíticos a los campesinos?», solía decir la tía, no sin un dejo de desprecio. El color blanco leche de su piel, así como el amarillento verdoso de la de su marido, sería resultado de esa común aversión a la luz solar. O como ellos decían, la causa, pues necesitaban protegerse de los efectos dañinos que les podrían hacer asemejarse a la chusma-plebe, como más de una vez les escuché decir.

Sea como fuera, la tía Lalí salía poco. A él, por el contrario, se lo veía a menudo vagabundear por las calles desiertas del pueblo, luego de caída la noche. Yo mismo lo encontré alguna vez paseando su larga osamenta, el aire distraído, por los alrededores de la plaza de la iglesia. Haciendo memoria, de golpe me acordé   —233→   haberlo cruzado una noche, seguido de una jauría de perros que ladraban o aullaban. Lo recordé porque me impresionó el brillo de los ojos ausentes, el color ceniciento de la piel bajo el resplandor fantasmal de la luna llena. Sería después de la medianoche, pues volvía con el primo Miguel de una serenata y, como ayer, tampoco esa vez reparó en nuestra presencia. Nos quedamos sorprendidos, mirándolo hasta que se perdió en la calleja que llevaba a su casa. Seguimos caminando, callados, pero yo estaba seguro que Miguel iba pensando lo mismo que yo.

Su fama de Luisónse fue extendiendo por el pueblo, entre sus paseos nocturnos, los rumores y la inquietud -no demasiado vehemente, es cierto- de la familia; entre la vida recatada de encierro diurno que llevaba la pareja, y las ausencias súbitas del pueblo. La gente decía que en estas «desapariciones» el tío se encerraba en un sótano lleno de libros raros, de botellas retorcidas y de alambiques de cobre. Y que las noches de luna llena iba a la plazoleta de la iglesia, al antiguo cementerio de los comienzos del pueblo, para librarse a prácticas estrambóticas, a los revolcones entre cadáveres. A los primos nos costaba creer, tanto más que quien difundía estas «habladurías» -al decir de las tías- era la vieja loca de Cotí, que durante años fue sirvienta en casa de los Cabrilla. Hace mucho tiempo, de manera que nunca pude saber si estuvo trastornada desde siempre, o si se volvió así en casa de los tíos.

Pero con respecto a estas historias, un hecho notable está registrado en los anales del pueblo. Fue una noche de luna llena, redonda, inquietante de tan luminosa. Un viernes, y en esto el padre Laya era categórico. El cura volvía de casa de la Sindulfa, según versiones irreverentes; de una reunión con amigos feligreses, como aseguraba él. Sería hacia la medianoche, cuando el padre vio en la plazoleta lateral de la iglesia un enorme perro negro de ojos centelleantes rodeado de una manada de canes de erizada pelambre y aulladora presencia. El perrazo se revolcaba sobre la carroña de un gato muerto y un montón de basura desparramada   —234→   en el lugar. Por momentos, contaba luego el cura, el extraño animal arañaba furiosamente el suelo, como buscando algo enterrado. Los aullidos de la jauría aumentaban de tono en esos instantes. El padre Laya se asustó ante espectáculo tan inusitado, y empezó a gritar, a ver si conseguía espantar a los perros. Las voces del sacerdote atrajeron la atención de los canes que se encaminaron hacia donde él estaba. Se le puso los pelos de punta y blandiendo la cruz del pectoral la dirigió hacia la manada, que se acercaba amenazante. Al perrazo negro le refulgía la mirada, como si el arma bendita esgrimida por el Padre Laya lo atrajera y lo excitara. El cura pegó un salto hacia atrás y de tres zancadas ganó la puerta de la sacristía cercana. Cuando al instante regresó con la carabina que allí guardaban, el perro negro se dirigía hacia la calle -los otros habían desaparecido- que separa la plazoleta de la casa de los Cabrilla. El padre emprendió una breve carrera, y aprovechando de la claridad del plenilunio, apuntó y disparó dos tiros. El perro se detuvo un instante y cuando comenzó a cruzar la calle, el sacerdote vio que rengueaba como si el impacto del disparo le hubiera alcanzado en la pata izquierda trasera. Cuando el Padre llegó al sitio en que el perro habría sido herido, éste había dado vuelta a la esquina. Fueron inútiles las pesquisas realizadas por los policías de fracción, el sacristán y los numerosos vecinos que acudieron atraídos por los tiros de la carabina y los gritos del sacerdote. Entre todos pudieron comprobar las gotas de sangre, absorbidas por la arena que separa la plazoleta de la iglesia de la vereda de los Cabrilla. Esa noche, en medio de la búsqueda inútil, el Padre Laya estuvo muy locuaz, quizás por la natural emoción del episodio que acababa de vivir, aunque algunos vecinos atribuyeron su excitación a los efectos del trago. «El maldito aprovechó la breve ausencia de Dios a la medianoche de los viernes de plenilunio», exclamaba a gritos. Y agregaba repetidamente: «Pero se lo di, mediante que la carabina está cargada con bala de plata bendecida. Lo vi renguear, tiene que estar por aquí nomás». Claro que la devoción exagerada del cura por San Onofre, el santo de la caramañola colgada de un hombro, volvía dudosas sus aseveraciones.   —235→   Tanto más que el mismo Padre Laya, al día siguiente, ya más tranquilo o más lúcido, mitigaba sus expresiones exaltadas de la víspera; parecía dudar por momentos, omitía detalles o reducía la ferocidad del perro negro y la intensidad del fuego en sus ojos. Aunque en ningún momento se desmintió acerca del episodio de la medianoche del viernes, su versión de los hechos se edulcoraba a medida que avanzaba el día sábado. Muchos desconfiaban que esta desinfladura era una actitud de «caridad cristiana» hacia el que aparecía como principal implicado en la aventura del luisón: el tío Jacinto. Y después de todo, don Cabrilla era un honorable feligrés del Padre Laya, uno de los integrantes de su recua -negro perro o no en las noches de luna llena- que más contribuía a alimentar los fondos parroquiales, no demasiado abundantes en este pueblo en que los «negritos y escuálidos» eran mayoría.

Justamente, el matrimonio Cabrilla era el que ofrendaba la misa vespertina del sábado, en sufragio del alma del abuelo, padre de Lalí. La misa cantada, luego del toque del ángelus, había comenzado en la iglesia abarrotada de gente. Los pudientes y los humildes habían acudido a rendir homenaje a don Cripirano, que en vida fuera caudillo y generoso semental en la comarca. Que no se los viera a los Cabrilla durante el día, no era muy sorprendente. Pero que no aparecieran en la misa aniversario -que comenzó con retraso para esperarlos- era causa de comentarios susurrados en la iglesia. Entre el agnus dei y el sanctum , la pareja hizo su aparición. El tío jacinto más pálido, huesudo y descuajeringado, se apoyaba en el brazo derecho de su esposa. Atravesaron la nave lentamente hasta ganar el banco que les corresponde por derecho de donación. Un silencio sepulcral acompañaba la leve cojera del tío Jacinto. El mismo Padre Laya, que en esos momentos se había vuelto para impartir la bendición a los fieles, no pudo evitar dirigir la mirada consternada al pie izquierdo que el orgulloso caballero posaba lenta, cuidadosa y parsimoniosamente en el suelo: un pie vendado y enfundado en una amplia alpargata que contrastaba   —236→   con el brillo oscuro de su zapato de charol lustroso en el pie derecho. Al Padre Laya le quedó un pedazo de la bendición en el aire.

Pero claro, todo esto es vieja historia de comadreos pueblerinos, de la que no me acuerdo el epílogo. Vagamente recuerdo que el domingo temprano era el duro momento del fin de las vacaciones. Después, alguien de la familia me comentó que los Cabrilla se habían ausentado por un tiempo largo del paraje. Y luego el tiempo pasó, yo dejé de ir más a menudo al pueblo: papá murió, mamá vino a vivir a la capital. Supe que la tía Lalí estuvo enferma, de una dolencia rara; que recurrió a los mejores; especialistas de la plaza, que viajó a Buenos Aires varias veces, en consulta con otros especialistas, recurriendo a centros aún más especializados. Y luego la noticia de su muerte. La enterraron en el pueblo, y como yo andaba por entonces escondido, en prisión o expulsado -no recuerdo bien-, no pude asistir a su sepelio. Hubiera querido hacerlo, porque la tía Lalí fue el puente con ese mundo insólito del luisón de la infancia y al mismo tiempo, posiblemente un parapeto para el sospechoso héroe de esa aventura: Jacinto Cabrilla, su marido. Por eso es que anoche, después del encuentro imprevisto con este raro personaje, fui a ver a mamá. Quería saber algo más; adivinaba que detrás de su discreción, de su equilibrio providencial, de su ecuánime projimidad, ella sabía cosas que yo desconocía sobre esta historia que, de golpe, me apasionaba; detalles, aspectos, anécdotas que yo ignoraba.

Me recibió en la calma atmósfera que le caracterizaba, con el cariño tranquilo y al mismo tiempo especial que, según mis hermanos, le profesa a su hijo preferido. Hablamos largamente sobre muchos temas y sobre el que despertaba mi curiosidad especial. No adquirí mayor certidumbre -sino lo contrario- acerca del tío Jacinto y de su supuesta calidad de Luisón. Sentía, sin   —237→   embargo, que había algo que se le atragantaba; desviaba la mirada cuando yo le insistía. Ya cuando me levantaba para marcharme, me dijo tímidamente:

-No sé si sabés, yo me encargué de preparar el cadáver de Lalí, a pedido especial de Jacinto...

La miré con silenciosa curiosidad, como animándole a que siguiera.

-Mi hijo, era horrible... Yo no sé de qué murió Lalí; los médicos hablaron vagamente de una enfermedad llamada lupus... Cuando la desnudé para ponerle la mortaja, los pies de mi pobre cuñada estaban desfigurados, con aspecto de patas de perro, o de lobo..., llenos de pelos negros y espesos que le subían por las piernas...





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