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El siglo en blanco1

Mariano José de Larra

[Nota preliminar: Reproducimos la edición digital del artículo ofreciendo la posibilidad de consultar la edición facsímil de La Revista Española, Periódico Dedicado a la Reina Ntra. Sra., n.º 167, 9 de marzo de 1834, Madrid.]

No sé qué profeta ha dicho que el gran talento no consiste precisamente en saber lo que se ha de decir, sino en saber lo que se ha de callar; porque en esto de profetas no soy muy fuerte, según la expresión de aquel que miraba detenidamente al Neptuno de la fuente del Prado, y añadía de buena fe enseñándoselo a un amigo suyo:

-Aquí tiene usted a Jonás conforme salió del vientre de la ballena.

-Hombre, ¿a Jonás? -le replicó el amigo-: si éste es Neptuno...

-O Neptuno, como usted quiera -replicó el cicerone-, que en esto de profetas no soy muy fuerte.

El hecho es que la cosa se ha dicho, y haya sido padre de la Iglesia, filósofo o dios del paganismo, no es menos cierta ni verosímil, ni más digna tampoco de ser averiguada en tiempos en que dice cada cual sus cosas y las ajenas como y cuando puede.

Platón, que era hombre que sabía dónde le apretaba el zapato, si bien no los gastaba, y que sabía asimismo cuánto tenía adelantado para hablar el que no ha hablado nada todavía, había adoptado por sistema enseñar a sus discípulos a callar antes de pasar a enseñarles materias más hondas, y en esa enseñanza invertía cinco años, lo cual prueba evidentemente dos cosas: primera, que Platón estaba, como nuestras universidades, por los estudios largos; segunda, que no es cosa tan fácil como parece enseñar a callar al hombre, el cual nació para hablar, según han creído erróneamente algunos autores mal informados, dejándose deslumbrar sin duda por las apariencias de verosimilitud que le da a esta opinión el don de la palabra, que nos diferencia tan funestamente de los más seres que crió de suyo callados y taciturnos la sabia naturaleza.

De cuánto se pueda callar en cinco años podrase formar una idea aproximada con sólo repasar por la memoria cuanto hemos callado nosotros, mis lectores y yo, en diez años, esto es, en dos cursos completos de Platón que hemos hecho pacientemente desde el año 23 hasta el 33 inclusive, de feliz recuerdo; en los cuales nos sucedía precisamente lo mismo que en la cátedra de Platón, a saber, que sólo hablaba el maestro, y eso para enseñar a callar a los demás, y perdónenos el filósofo griego la comparación. Esto con respecto a dar una idea de lo mucho que se puede callar en cinco o en diez años; ahora bien, con respecto a lo que se puede callar en un solo día, basta para formar una idea leer, si es posible, El Siglo, periódico que no se ofenderá si aseguramos de él que trae cosas que no están escritas; periódico enteramente platónico, pero que no puede haber sacado tanto provecho como honra de su ciencia en el callar.

Confesemos sin embargo que lo que hay que leer es un artículo que no está escrito. Leer palabras y más palabras lo hace cualquiera, y toda la dificultad, si puede cifrarse en alguna cosa, se cifra evidentemente en leer un papel blanco.

Un artículo en blanco es susceptible de las interpretaciones más favorables; un artículo en blanco es un artículo en el sentido de todos los partidos; es cera blanda, a la cual puede darse a voluntad la forma más adaptada al gusto de cada uno. Un artículo en blanco es además picante, porque excita la curiosidad hasta un punto difícil de pintar. ¿Qué dirá? ¿Qué no dirá? En un mundo como éste de ilusión y fantasmagoría, donde no se goza sino en cuanto se espera, es indudable que el hacer esperar es hacer gozar. Las cosas una vez tocadas y poseídas pierden su mérito; desvanécese el prestigio, rómpese el velo con que nuestra imaginación las embellecía, y exclama el hombre desengañado: «¿Es esto lo que anhelaba?». Este sistema de hacer gozar haciendo esperar, del cual pudiéramos citar en el día algún sectario famoso, es evidente, y por él nunca podrá entrar en competencia con un artículo en blanco un artículo en negro. Este ya sabemos lo que puede querer decir, aunque no sea más que haciendo deducciones del color.

De esta facilidad con que puede leerse un artículo en blanco se deduce un principio que desgraciadamente ha sido fin para El Siglo; a saber, que se pueden comparar con las cosas escritas en tinta simpática y con esas pantallas elegantes que toman más o menos color según se acercan más o menos a la lumbre; leídos en un gabinete ministerial naturalmente resguardado de toda intemperie, y en que suele estar alto el termómetro, toman un colorcito subido que ofende la vista; y leídos al aire libre se revisten de una tinta suave que da gozo a la multitud. Pero siempre hacen fortuna, porque en el primer caso, y cuando dan con un lector amigo del silencio, suelen dar por el gusto al periodista, y en tal caso se da un privilegio exclusivo al autor de un artículo en blanco para que puedan también quedar en blanco los números sucesivos.

Bien conocerá el lector, aun sin haber leído El Siglo, como probablemente no le habrá leído por aficionado que sea a leer, que no es mi intención defender ni acriminar los artículos en blanco, ni mucho menos a los gobiernos, que temo a Dios gracias.

Es únicamente mi objeto apuntar unas cuantas ideas acerca de la teoría de los artículos en blanco, género nuevo en nuestro país, y para el cual debió decir Malherbe aquellos versos:

Et, rose, elle a vécu ce que vivent les roses,

l’espace d’un matin.



«Quod scripsi scripsi», dijo un antiguo y famoso magistrado. He aquí otra de las ventajas de un artículo en blanco; y si hay quien culpe todavía de poco carácter a la Revista, desafiamos por esta vez al Siglo a que tenga más que nosotros. No dirá por esta vez «quod scripsi scripsi». En tiempo en que es tan de primera necesidad no contradecirse nunca, he aquí otra ventaja de los escritores en blanco. Ni se crea que es fácil tampoco sobresalir en este género; yo confieso en verdad que si es cierto aquello de que «principio quieren las cosas», al ponerme a escribir un artículo en blanco no sabría por dónde empezar, y en cuanto a lo de prohibirlos, confieso que me había de ver más apurado todavía. «El siglo es más grande que los hombres»: he aquí una verdad que ha echado por tierra el tiempo. Nosotros, en realidad, al condolernos sinceramente de la suerte de nuestro colega, inferimos: o es el siglo más chico de lo que habíamos pensado, o no es este siglo que alcanzamos el que habíamos menester.

Inferimos que no está bastante ilustrado el país para leer artículos en blanco, y que es más acertado meter las cosas con cuchara, como lo entiende el Boletín; adoptamos el agüero que nos ofrece nuestro silencioso cofrade. A catorce Siglos nos ha dejado este periódico: es decir, en la Edad Media; confesemos francamente que no podemos pasar de aquí, y quedémonos en blanco enhorabuena. Muchos son efectivamente los puntos que ha dejado en blanco nuestro buen Siglo en punto a «amnistía», en punto a «política interior», en punto a «honor y patriotismo» de no sé qué «hazaña», y en punto, en fin, a «Cortes»; pero más creemos que hubieran sido aún los puntos en blanco si conforme era el 14 el siglo, hubiera sido el 19. Y por último, deducimos de todo lo dicho y de la muerte que alcanza a nuestro buen Siglo, a pesar de toda su ilustración y grandeza, que el siglo es chico como son los hombres, y que en tiempos como éstos los hombres prudentes no deben hablar, ni mucho menos callar.

Revista Española, n.º 167, 9 de marzo de 1834. Firmado: Fígaro.

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[Nota editorial: Otras eds.: Fígaro. Colección de artículos dramáticos, literarios, políticos y de costumbres, ed. Alejandro Pérez Vidal, Barcelona, Crítica, 2000, pp. 171-174; Artículos políticos, ed. Jorge Campos, Madrid, Taurus, 1979, pp. 139-143; Artículos, ed. Carlos Seco Serrano, Barcelona, Planeta, 1981, pp. 116-119; Obras completas de D. Mariano José de Larra (Fígaro), ed. Montaner y Simon, Barcelona, 1886, pp. 320-321.]