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El siglo XIX: el siglo de los posibles. Utopías y pensamiento utópico

Yvan Lissorgues


Université de Toulouse-Le Mirail



Es de alabar el trabajo de Jacques Ballesté titulado «Utopie, dystopies: du rêve au cauchemar», verdadero epígrafe introductorio a nuestras reflexiones. En él, demás de aclarar el concepto, destaca nuestro amigo del tupido campo de la historia, a lo largo de los siglos y del uno al otro confín del mundo occidental, esos brotes utópicos que sobresalen del mar del tiempo como islas soñadas. Así pues, este estudio vale como mapa referencial de esa retahíla de construcciones imaginadas que van sucediéndose, sin más orden al parecer que la necesidad de escapar a una realidad histórica no satisfactoria. La construcción utópica se alza de repente como un globo, o mejor como un bocadillo si se me permite la palabra, bien encerrado en una línea, cuyo pico está fijado en el terruño histórico en un punto que parece decir: «aquí abajo están las cosas como son, arriba son como deberían ser». Así puede verse La república de Platón, ideada como una ciudad dirigida por los sabios, donde no sería posible condenar a muerte a Sócrates, el mejor de sus filósofos. La insólita y bien cuadriculada jurídicamente isla de Tomas More es el contrapunto ideal de los trastornados tiempos del reinado de Enrique VIII; en La Utopía, la igualdad de que gozan los elegidos ciudadanos se consigue a costa de unas restringidas libertades.

Estas utopías, y todas las recopiladas por Ballesté, son utopías verticales, algunas de las cuales casi podrían considerarse como mitos por su fijeza referencial y su ejemplaridad. El título La abadía de Thélème y su lema «Haz lo que quieras» se ha hecho casi tópico de libertad absoluta para los virtuosos elegidos. Por cierto que sería apasionante analizar una vez más esas utopías encerradas en sus estrictas fronteras que aíslan su espacio del resto del mundo; mostrar que están pobladas de ciudadanos elegidos y emancipados, dirigidas por los mejores; ver que entre ellas se juega entre la libertad y la igualdad, incluso que en el mundo utópico de More hay asomos de lo que llamamos totalitarismo. Pero otro es nuestro cometido. La utopía no se limita a esas intencionadas construcciones literarias relativamente perfectas. Además de ser la necesaria facultad de soñar, con un mundo mejor pongo por caso, como subraya Jacques, hay, mejor dicho hubo, otras formas de utopías.

Cualquier proyección en un futuro histórico más o menos lejano de una idea o de una concepción económica, social, religiosa, literaria o lo que sea, puede tener su parte de utopía. No se trata de utopías verticales y fijadas en su círculo literario, sino de concepciones que siguen el curso horizontal de la Historia, si puede considerarse horizontal el sinuoso curso de la Historia.

El siglo XIX produce en el mundo occidental varias utopías encerradas en determinados espacios y que, como las evocadas atrás, sobresalen recortadas como proyectos completos. Para que nos entendamos, citaré el proyecto de comunas o de asociaciones de Robert Owen y Saint-Simon o el falansterio de Fourier. Algunas informaron embriones de aplicaciones prácticas, cosa realmente insólita en la historia de las utopías y prueba de estrecha relación de esas «invenciones» con la realidad.

De más decisiva influencia en el desarrollo histórico del siglo que esas utopías «revolucionarias», llamémoslas así, es la acción firme y sostenida de una forma de pensar que arraigándose cada vez más en las realidades concretas y morales del mundo se proyecta en un porvenir más o menos lejano hacia una meta tal vez inalcanzable. Es lo que llamaré pensamiento utópico. Si las utopías anteriores al siglo XVIII son tan fijas como los mitos, el pensamiento utópico es casi por definición un pensamiento dinámico, en incesante evolución.

Anticipando una posible conclusión, me atrevo a adelantar que el siglo XIX (al cual podría añadirse el de la Ilustración, el XVIII) es el período de la Historia en el que se manifiesta con mayor dinamismo que nunca el pensamiento utópico; y por dos motivos: el arrebatador proceso de industrialización y el asombroso auge de la ciencia. El verdadero cambio económico, social, cultural tal vez religioso en los países occidentales, se debe a la revolución industrial que, empezada en Inglaterra, pasa en seguida a Francia y a Alemania. En España, donde no se puede hablar de revolución, la industrialización es más tardía; lo cual puede explicar que el pensamiento utópico alcanza su mejor fuerza en la segunda mitad del siglo.

Es lícito en este trabajo fijarnos en las grandes corrientes de pensamientos que cruzan el siglo y en él se entrecruzan, sin bajar hasta los complejos e intrincados movimientos de la Historia real, por lo demás conocidos. Son tres -ismos: el tradicionalismo, el liberalismo, el socialismo, a los cuales convendría añadir la renovación religiosa proyectada en futuro, la religión del porvenir (título de una obra famosa de Lamennais).

El modo verbal del tradicionalismo es el imperfecto o el pluscuamperfecto. El pensamiento tradicional se nutre de mitos, la Arcadia, el Imperio, la Unidad católica, etc., es un misoneísmo y desconoce la utopía. No me interesa hoy.

Es de notar que las palabras claves del liberalismo y del socialismo son las que la Revolución francesa grabó en el mármol de la Declaración Universal de los Derechos Humanos: Libertad, Igualdad, Fraternidad, barajándolas según sus orientaciones y dándoles el sentido que les conviene.

Antes de estudiar brevemente el liberalismo y el socialismo como obras de un pensamiento utópico relacionado con realidades concretas y morales, es preciso echar una mirada a otra utopía evolutiva: la que brota de la ciencia misma y que interfiere de una manera u otra con las dos grandes orientaciones que son el liberalismo y el socialismo.

La ciencia, en todos sus ramos, está en auge en todas partes. Sólo importa aquí recordar que se multiplican los asombrosos descubrimientos de una ciencia experimental que no tiene fronteras y sale disparada a la conquista de los últimos conocimientos, lo cual es ya en sí una forma de utopía. Más aún; en estrecha conexión con el dinamismo científico surge una corriente, el positivismo, que se hace la filosofía idónea y operativa de la burguesía dominante tanto en Francia, como en Alemania e Inglaterra; en España, por varios motivos que no pueden explicarse aquí, no se insinúa el positivismo hasta los años setenta y no se hace filosofía dominante, salvo en Cataluña. Y aún más; en la estela de la ciencia y del positivismo nace en la mentalidad colectiva de la burguesía y de la clase media europeas una extrapolada seudo-filosofía muy activa pues va movida por la fuerza de una utopía viva, que cree que se tendrá, pronto o tarde, explicación para todo, incluso para las causas primeras y las causas finales. Es verdad que a esta seudo-filosofía, o por mejor decir a esta mentalidad ingenuamente optimista se la denomina a partir de 1898 con el término depreciativo de cientificismo, prueba de que ya al final del siglo no se toma en serio esta utopía a lo Bouvard y Pécuchet. El cientificismo es, en efecto, la capciosa espuma utópica que se difunde fuera de la ciencia pura y pretende encontrar para todo una explicación y una solución científicas.

Por ejemplo, Zola, el genial pintor de la realidad, el poeta de lo real -como lo llama Clarín- se siente empujado (por varios motivos, es verdad, que no son del caso) a dar forma a una teoría científica de la literatura, un petulante intento de asimilar el arte literario a la ciencia. Pues bien, el naturalismo teórico es un sueño de época, engendrado por los humos cientificistas. Otro ejemplo, la preocupación mayor del padre del positivismo, Auguste Comte, es fundar una sociología científica que, como necesita la burguesía conquistadora de los años 1830-1850, garantice el orden y el progreso y hasta sueña Comte con una religión de la Humanidad para cimentar la futura sociedad; lo cual, dicho sea de paso, muestra que cualquier sistema, por cerrado que sea, necesita su proyección utópica sobre el futuro. Y otro ejemplo, de escalera abajo éste: en la estela de la búsqueda del orden positivista, para conseguir la armonía social perturbada por las concentraciones urbanas impuestas por la industrialización, surgen las espeluznantes teorías de los criminalistas, entre las cuales destacan las de los italianos Lombroso, Ferri y etc., que se empeñan en consignar las características físicas de los «criminales natos» para eliminar a los sospechosos antes de que pasen al acto. Esas brutales y estúpidas obcecaciones (utópicas) de los seudo-científicos criminalistas son unas de esas aberraciones capaces, combinadas con la falsa teoría también acientífica de las razas inferiores y superiores, de llegar a las más espantosas consecuencias. A eso efectivamente llegará la utopía cientificista interesada, a las pesadillas de los campos de exterminación y a ciertos horrores del colonialismo. A esas andadas vuelven nuestros gobernantes franceses actuales, cuando recomiendan manejar las pruebas ADN o apuntar en fichas el comportamiento de los párvulos para detectar a los futuros perturbadores...

Afortunadamente, la España del siglo XIX, estuvo protegida por su atraso histórico de tales excesos de falsas certidumbres, gérmenes de negras utopías nacidas de un ciego sentimiento de superioridad capaz de cloroformizar la razón y hasta el sentido común. Tal vez fuera por eso, por estar en posición de retraso frente a los países europeos más adelantados (y sabemos que también por otros motivos), por lo que no tuvo representante destacado el positivismo comtiano en España, salvo en Cataluña, la más europea de la provincias, donde pueden citarse a Estasen y a Gener. Otras honrosas singularidades españolas: entre los admiradores del novelista Zola ninguno pudo aceptar el naturalismo teórico como sistema cerrado, esa utopía cientificista de la literatura y todos los intelectuales se alzaron contra las ideas de los criminalistas. Pasó la ciencia a España, poco a poco, pero el humo cientificista quedó pegado a los Pirineos.

De más amplias y más serias envergaduras son en el siglo XIX las utopías del liberalismo y del socialismo. Puede sorprender que se califique de utópico al liberalismo y tal vez también al socialismo, pero en sus principios, para los padres fundadores de una y otra orientación o concepción ideológica estas concepciones son verdaderas utopías. Además, y es lo que interesa subrayar, es en el campo liberal donde, en España, se muestra más activo el pensamiento utópico.

La palabra liberalismo para designar una orientación económico-social la emplea por primera vez Maine de Biran (1766-1824) en 1818, pero aparece la idea al final del siglo XVIII, cuando Adam Smith en su famoso tratado Búsqueda sobre la naturaleza y las causas de la riqueza de las naciones define el capitalismo liberal como nuevo motor de la riqueza. Durante las primeras décadas del siglo XIX, el liberalismo es en Europa una corriente optimista, por ser la expresión dinámica de una burguesía en ascensión con respecto a la sociedad del antiguo régimen pues ella domina el mundo económico y dirige el proceso de industrialización. Para todos los teóricos de la nueva escuela, la libertad es la primera conquista de la Revolución francesa. Todos, Adam Smith (1723-1790), John Bright y Richard Cobden representantes estos últimos de la escuela de Manchester muy activa entre 1820 y 1850, Frederic Bastiat (1801-1850), y en España Álvaro López Estrada (1765-1853), y otros muchos, todos piensan que se inicia una nueva era de la historia, en la que la libertad del mercado, la famosa ley de la oferta y de la demanda, con tal que nada, y menos que todo el Estado, se oponga a su plena manifestación (laisser faire, laisser passer), propiciará la armonía social. Entre ellos hay matices notables; por ejemplo López Estrada, en su Curso de Economía política, subraya, siguiendo a Adam Smith y como instituirá Marx en su obra magna, El capital, por los años de 1860, que el trabajo es el factor esencial en la creación de la riqueza.

Para todos ellos, hay convergencia entre los intereses individuales y el interés general y el sistema liberal es el único capaz de producir riqueza y bienestar para el mayor número de personas que componen la raza humana. Los tratados de los primeros economistas liberales se proyectan en el futuro e implican, como se ve, una buena dosis de utopía.

Es innegable que el liberalismo fue durante parte del siglo XIX un movimiento de emancipación, por lo menos de la clase burguesa, con aspiración a contribuir a la emancipación de todos. Nació de la lucha históricamente necesaria contra la teocracia y la sociedad aristocrática.

El liberalismo es la orientación que va movida de una manera más visible durante todo el siglo por la idea del progreso; progreso económico, científico, técnico y también progreso moral de emancipación por la cultura. Digo de una manera más visible, porque la idea del progreso es la barandilla intelectual de todo cuanto en los siglos XVIII y XIX cuenta de más adelantado en el mundo occidental. Todos los ilustrados, tanto el escéptico Voltaire como el idealista Rousseau; tanto Herder, Hegel, Jovellanos, Goethe, Krause, pongo por casos, como todos los intelectuales liberales del siglo XIX creen que la civilización progresa, y lo creen porque la ven progresar, a pesar de los desgraciados avatares de la historia; y también porque tienen conciencia de trabajar en su progreso. «Lleva quien deja» canta Antonio Machado en su homenaje a la muerte de Francisco Giner.

Para ir de prisa y sin contar la historia del desarrollo económico, científico, técnico, etc, basta decir, mal que les pese a los Bouvard y Pécuchet de hoy, que el siglo XIX lo ha inventado todo: la medicina, la electricidad, el vapor, el telégrafo, la radio, la máquina de escribir, el cine, la moda, el avión, el fútbol, amén de la industria, del capitalismo salvaje, de la lucha de clases. Esta efervescencia creativa, va acompañada y reflejada por las artes y las letras, desde el fogoso individualismo romántico hasta el altruista realismo y naturalismo (y dicho sin citar nombres).

Todos los hombres del siglo XIX, socialistas inclusive, creen en el progreso de la civilización. Parece que la mentalidad colectiva ha integrado la utópica imagen herderiana de la historia como una infinita espiral ascendente en la que cada punto es solidario del que precede y sustenta el que sigue. Esta imagen y otras muchas parecidas que, colacionadas, y combinadas con los varios usos del futuro, restituirían en su conjunto un verdadero lenguaje del pensamiento utópico (trabajo en perspectiva para un futuro doctorando).

No sé hasta qué punto la idea del progreso incluye la de la perfectibilidad del ser humano, y por ende de la perfectibilidad de la humanidad tan bien ilustrada por La Leyenda los siglos de Victor Hugo, pero no puede olvidarse, como obra del pensamiento utópico, la labor educativa del siglo XIX, empezada ya a partir de Rousseau en el XVIII; basta citar los nombres de Fröbel, de Pestalozzi, Basedov para dar idea del enorme esfuerzo no de renovación sino de creación pedagógica. En espera de más amplio estudio, me limitaré a evocar la más noble manifestación del pensamiento utópico en la España de la segunda mitad del siglo; es la que emprenden los intelectuales influidos por el krausismo enlazados con Francisco Giner de los Ríos y dispersos en los varios centros docentes del país. Todos comparten la misma fe procedente de Krause, según la cual el hombre se perfecciona por la instrucción, la educación y la cultura. Para ellos, como para Krause, y Hegel, y Herder y Michelet y hasta diré Lamennais y tantos otros la historia es un lento caminar hacia una inalcanzable total perfección, que puede ser para algunos la perfección divina. De momento, los seguidores de la concepción gineriana de la educación más o menos relacionados con la Institución Libre de Enseñanza se dan por misión obrar en el campo de la educación para hacer un «pueblo adulto», imperativo categórico de cualquier intento de transformación de la sociedad y desde luego de conseguir un día la armonía social. Saben que es una utopía, pero hacen todo lo que se puede para que «la utopía de hoy sea la realidad de mañana», como dijo uno de ellos, Urbano González Serrano. Remito a la amplia bibliografía sobre el tema. No es inútil añadir que los mismos obreros socialistas del final del siglo piden instrucción y cultura y acuden, serios y deseosos de aprender, a las clases de la Extensión Universitaria de Oviedo.

Volvamos al liberalismo. Paralelamente a su evolución antropológica, por decirlo así, el motor del mismo liberalismo, el capital, se convierte en sistema, el capitalismo, que tiende a desarrollarse según sus propias leyes. Es de notar que los intelectuales del siglo XIX hacen la distinción entre el capitalismo y el liberalismo, movimiento para ellos emancipador e intervienen para poner freno ético a la ley del mercado. Los que tienen el poder económico o político tienen cura de almas; como en la República de Platón los que dirigen deberían ser, moral e intelectualmente, los mejores. Entretanto, la ley del provecho tiende a imponerse. Un ejemplo, el de la prensa; vehículo barato de conocimiento y vector de cultura, se transforma poco a poco en empresa mercantil y para alcanzar mayor número de lectores sigue los gustos del público, acentúa el sensacionalismo y se desvía de lo que debe ser su cometido. Clarín por su parte no deja de denunciar esa perversión peligrosa para la mentalidad colectiva. (Están ya en marcha la prensa people y la tele basura).

La ley del provecho, también la inventa el siglo XIX. Y los obreros explotados saben que poco se puede esperar de un liberalismo que para ellos nada tiene de utópico, pues la armonía social prometida por Bastiat no es de este mundo. Entonces, se fraguan su ideal de sociedad más justa, más igualitaria, dotándose ellos también de un operativo pensamiento utópico.

Sin embargo, las utopías socialistas que florecen en Europa durante la primera mitad del siglo no son de inspiración popular sino obras de espíritus liberales, de teóricos sociales, como Fourier (1772-1837), Saint-Simon (1760-1825), Pierre Leroux (1771-1858), el primero en usar la palabra socialismo en 1831, oponiéndola a liberalismo, Joseph Prouhon (1809-1865) o de industriales, como el inglés Robert Owen (1771-1858). Todos conmovidos por las desastrosas consecuencias en el mundo obrero de la introducción del capitalismo durante la revolución industrial, buscaron una manera de promover una sociedad más justa y hasta más igualitaria. El caso de Owen es interesante pues, como empresario intentó un experimento innovador. En lugar de acumular beneficios, introdujo mejoras sustanciales para los trabajadores, sentó las bases de una seguridad social y proporcionó condiciones dignas de vivienda, sanidad y educación. El pensamiento utópico de Owen fue que bastaría el ejemplo de unas comunidades de este tipo para convencer a la humanidad de sus ventajas y extender así el modelo de forma pacífica. Nadie imitó su ejemplo, pero su ideal de socialismo gradualista y corporativo inspiró a los socialistas posteriores (incluido el propio Marx). Esta experiencia concreta de Owen recuerda las colonias de Sierra Morena implantadas, en la época del fisiocratismo, por Pablo de Olavide, con el objetivo utópico de formar unas comunidades modelos que sirvieran de ejemplo. La Inquisición, en 1776, se encargó de poner fin a la aventura.

Charles Fourier es el más efervescente sin lugar a dudas de los utopistas socialistas, su vida y su obra merecen mejor y mayor atención de la que se le puede prestar aquí. Él también intentó convencer a los capitalistas para que imitaran la cooperativa falansteriana de los joyeros de Doré, por él impulsada. Pero ninguno se declaró interesado. Sin embargo, la concepción del falansterio, espacio cerrado (como en Utopía de More) en el que conviven y trabajan unas 400 familias con tareas asignadas y reparto de beneficios entre los miembros de la falange y los capitalistas que hayan aportado dinero para su construcción, tuvo gran resonancia como utopía posible. Su mejor ilustración literaria se encuentra en la novela Travail de Zola. No creo que Galdós haya pensado en Fourier cuando imaginó con todo humor e ironía, en Halma, la comunidad agrícolo-religiosa de Pedralba, también espacio cerrado que para vivir en paz necesita cortarse del mundo...

En la primera mitad del siglo, no pueden florecer en España, país ante todo agrícola, las ideas de los utopistas socialistas. Durante aquel periodo no se notan rastros notables de influencia de las utopías socialistas europeas. En cambio, en la segunda mitad del siglo arraigan en las clases obreras, en el campesinado y en algunos «intelectuales» las ideas del socialismo científico de Marx y las corrientes anarquistas y ácratas de Bakunin y Kropotkin, que todas apuntan a un porvenir que ya parece alcanzable, «al final de la lucha». Inútil insistir, todo está de sobra conocido...

Y surgen algunas consideraciones intempestivas.

Al leer el primer párrafo del trabajo de Jacques Ballesté de donde se deduce de la Historia que sin la facultad de soñar la vida sería imposible y donde se pone de realce la opinión de Cioran, según la cual «una sociedad incapaz de crear una utopía y de dedicarse a ella está amenazada de esclerosis y de ruina», nos asalta ahora en nuestro entrante siglo XXI, la tentación de preguntar: ¿Qué sueño colectivo nos alza hoy del suelo? ¿Dónde está la utopía que nos empuje o por lo menos nos consuele?

¿Qué se hizo aquella fe en el progreso social y humano que animaba a los «progresistas» de los siglos XVIII y XIX, informaba su pensamiento y obraba para hacer que la «utopía de hoy fuera la realidad de mañana»? ¿Qué se hicieron los sueños de un mundo cada vez mejor?

Vivimos, sobreviven los más, dentro de un porvenir acotado por lo cotidiano, mientras unos pocos pueden tomar por felicidad el goce absoluto de los bienes materiales. En vano intenta «algodonarnos» una retórica gaseosa, cuyas burbujas llamadas libertad, democracia, igualdad, fraternidad parecen regüeldos de la digestión de los ahítos. No queremos creer que se acabó la Historia, pese a la afirmación de un llamado filósofo, pero se nos impone la idea de que la utopía ya no está en nuestro mundo y los esfuerzos de quienes intentan buscarla a toda costa, llámense Walter Benjamin, Habermas u otros, nos aparecen de momento como patéticos sofismas.

El colmo de la paradoja es que cuando nos asomamos a la efervescencia soñadora y creativa del siglo XIX y a la fuerza motriz que en aquellos tiempos alcanzó el pensamiento utópico, nos aparece aquel momento de la Historia como una época anclada en su tiempo y, desde luego, muy poco relacionada con la nuestra. Para nuestros ojos desengañados y hastiados, la pujanza intelectual y en cierto modo romántica del siglo XIX, es casi como un impertinente mito, es decir como la antítesis de un dinamismo utópico, del cual nos sentimos tan alejados que nos aparece como una ingenua mentira. Más grave aún; una de aquellas utopías del siglo XIX, la más prometedora por anunciar una emancipación igualitaria degeneró en un fatal engendro totalitario; fatal, porque el socialismo real le cortó (¿definitivamente?) la alas al sueño de un mundo mejor para todos. Además los espantosos horrores del siglo XX han borrado o por lo menos fuertemente cuestionado la idea del progreso de la humanidad, que más bien hoy es para muchos una bendita ilusión, es decir una utopía desvanecida.






Obras consultadas

  • Abensour, Miguel, L'Utopie de Thomas Moore à Walter Benjamin, Paris, Sens et Tonka Editeurs, 2000.
  • Abensour, Miguel, Le procès des maîtres rêveurs. Suivi de Pierre Leroux et l'utopie, Arles, Editions Sulliver, 2000.
  • Alas, Leopoldo (Clarín), «Periodismo y cultura. Clarín y la prensa», Obras completas, tomo X (Artículos - 1898-1901), Yvan Lissorgues y Jean-François Botrel (eds.), Oviedo, Ediciones Nobel, 2006, pp. 25-36.
  • Benjamin, Walter, Paris, capitale du XIXe siècle. Le livre des passages, traduit de l'allemand par Jean Lacoste, Paris, Editions du Cerf, 1989.
  • Bloch, Ernst, Le principe espérance, Paris, Gallimard, 1976.
  • Burdeau, Georges, Le libéralisme, Paris, Le Seuil (Collection Points), 1976.
  • Engels, Frédéric et Karl Marx, Les utopistes, Paris, François Maspéro, 1976.
  • Flórez Estrada, Álvaro, Curso de economía política, Madrid, Burgos, 1835, 4ª edición.
  • Habermas, Jürgen, Le discours philosophique de la modernité, traduit de l'allemand par Christian Bouchindhomme et Rainer Rochilitz, Gallimard, NRF, 1985.
  • Le discours utopique, sous la direction de Maurice de Gandillac et Catherine Piron, Paris, Union générale d'éditions, Collection 10/18, 1978.
  • Moore, Thomas, L'Utopie, Paris, La Dispute, 1997.
  • Smith, Adam, Investigación de la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones [1776], Valladolid, Oficina de la Viuda e Hijos de Santander, 1794.


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