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El silenciero [Fragmento]

Antonio Di Benedetto

De haber ocurrido, esta historia supuesta pudo darse
en alguna ciudad de América Latina,
a partir de la posguerra tardía
(el año 50 y su después resultan admisibles).


La cancel da directamente al menguado patio de baldosas. Yo abro la cancel y encuentro el ruido.

Lo busco con la mirada, como si fuera posible determinar su forma y el alcance de su vitalidad. Viene de más lejos de los dormitorios, de un terreno desocupado que yo no he visto nunca, los fondos de una casa espaciosa que emerge en otra calle.

Desde el umbral de la cocina, mi madre me previene:

-Ha sido así toda la mañana.

-¿Y qué es? -quiero establecer, desconcertado.

-Han traído un ómnibus, han encendido el motor y lo han dejado, que siga…

Como yo nada hago por terminar de entrar, ella me advierte:

-Ha venido tu tío. Comerá con nosotros. Está leyendo las noticias.

El sol se prodiga sobre la mesa del comedor de diario. Nombrar su bondad forma parte del rito del almuerzo y resulta necesario como pronunciar la gratitud.

Pero no conseguimos proceder igual que siempre. El ruido, continuo, nos compulsa a tenerlo más presente que ninguna otra cosa.

-¿Cómo sabe que es un ómnibus?

-Le pedí a tu tío que se acercara y viera.

El hermano solo gasta un movimiento de cabeza para avalar su informe.

La explicación del trámite está implícita: desde que eso empezó, ella se siente aturdida y molesta y se ha inquietado, a cuenta, por el hijo.

Mi tío opina:

-No puede durar. Un ómnibus viene y se va.

El ruido, presionándome la cabeza, me empuja a cuestionar:

-«Viene y se va», eso es una frase. Viene y se va cuando anda por la calle. ¿No se da cuenta que este ómnibus es diferente, que está injertado en nuestra casa? ¿No lo oye, acaso? ¡Claro, no tendrá que soportarlo, usted no vive aquí!...

La cuchara, suspendida en el aire, desbordando la sopa -esa única respuesta de la sorpresa de mi tío- achica mi vehemencia y me hace callar, mortificado.

En el silencio de los tres, ordeno las razones con que él podría moderarme: yo descargo sobre él mi agresividad y mi cólera y al hacerlo me equivoco de sujeto y me pongo injusto con torpeza; no acato la posibilidad de que el ruido de repente se apague y no regrese, me encarnizo en la suposición de que el problema se ha posesionado del futuro y ya nunca nos dará un respiro; descuido atender que lo normal de un ónmibus es circular por ahí o por allá, siempre afuera, y que un motor en marcha, si el coche no anda, es antieconómico y está sometido, nada más, a una prueba transitoria.

Diego, corrigiendo el atropello que también rozó a mi madre:

-Bueno, ya pasará; de lo contrario, tendremos un remedio legal para que pase.

No obstante, sobre esas mismas palabras me arrepiento, porque es como adquirir el compromiso de entablar una oscura batalla para la cual no me hallo bien dispuesto: denuncias, no sé a quién; comprobación, pruebas, alegatos; la sanción para los otros; para mí, la hostilidad de los culpables, aún innominados.

Para mí, el ruido se interrumpe con la segunda porción de la jornada que debo dar a la oficina.

De vuelta, la vereda de mi casa marca el límite del recelo: más allá pueden encontrarse planteadas las condiciones definitivas para una lucha.

Adentro solo están mi madre y los benignos ruidos domésticos.

No pregunto cuánto más duró aquello. Mi madre no me infiere ningún recuerdo verbal; pero su rostro y sus ojos están fatigados y su administración de la cena denuncia la prisa por llegar al lecho.

De madrugada -el día no es más que una lechecita aguada en la ventana- algo como el corazón se alborota en mi interior, mientras mi entendimiento, puesto en pie de alerta, discierne un ruido pegado al muro trasero de mi pieza.

La impresión de motor dura solamente unos minutos. Después van distinguiéndose, una a una, las operaciones de poner el pesado coche en movimiento, retroceder, avanzar de nuevo, volver atrás y por fin enfilar a la salida. En la distancia se borra sin esfuerzo, incorporado a la difusa acústica con que nace el día en las ciudades.

Me alivio. «Un ómnibus viene y se va».

Me pregunto si también habrá sacudido a mi madre y sé que sí, porque ella llega -demasiado temprano para el disimulo- con una sonrisa de buenos días y el desayuno esmerado que se prepara al hijo solitario.

No llamaré rutina a esto de ahora: la rutina habitúa y adormece los sentidos. Y este ómnibus, cada mañana y cada noche, puntea de sobresaltos nuestra vida.

Al motor y a las maniobras se enciman las voces de los hombres. A veces traen esas palabras que humillan si advertimos que las oye la mujer que respetamos.

Aunque mi madre y yo nada decimos, esas bruscas penetraciones nos amargan.

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