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El símbolo originario de Juan de la Cruz: su dibujo de Cristo crucificado

Salvador Ros García


O. C. D.
Ávila



Cruz

REVISTA DE ESPIRITUALIDAD (54) (1995), 573-583

Este pequeño dibujo de Cristo crucificado (su tamaño original es de 57x47 mm.) lo pintó Juan de la Cruz durante su estancia en Ávila, siendo vicario y confesor del monasterio de la Encarnación, entre los años 1572 y 1577, donde todavía hoy se conserva. Por su proximidad cronológica a las que podemos considerar como primicias literarias del autor, al menos entre las que han llegado hasta nosotros, y sobre todo por la originalidad de su perspectiva, por el punto de vista en que está realizado, este dibujo constituye un expresivo pórtico a toda su obra, además de un signo clave para la comprensión de su sistema místico. Porque no hay que olvidar que cuando él trazó este dibujo, su sistema místico estaba ya definido, como así lo hace ver el testimonio indirecto del Vejamen teresiano, texto en el que la sagaz escritora, entre agradecida e irónica, «porque a todos los quiero mucho», responde en tonos de humor a los cinco comentaristas (Juan de la Cruz entre ellos) que accedieron a declararle por escrito aquellas palabras del «búscate en mí»1. Es una lástima que ese primer comentario de fray Juan, dirigido a la Madre Teresa, no haya llegado hasta nosotros, y que, a juzgar por lo que ella dice en su respuesta festiva, debía ser muy denso, de «harto buena doctrina para quien quisiere hacer los Ejercicios que hacen en la Compañía de Jesús», pero sobre todo ya -y esto es lo más importante que se desprende de la respuesta teresiana- con los tres elementos claves (negación, unión, contemplación) que sistematizará él después en sus obras2.

Se trata, efectivamente, de un dibujo único y genial que representa la imagen de Cristo muerto en la cruz, en el momento mismo de entregar su espíritu; de ahí su evidente patetismo, esa impresión sobrecogedora de sus miembros descoyuntados, con las manos rasgadas en la abertura de los clavos por el peso del cuerpo inerte que cae hacia adelante, como desplomándose; la cabeza abatida sobre el pecho, lo que hace que el rostro apenas sea visible; la cintura, estrechísima, y las piernas encogidas por el peso del cuerpo que ya no pueden sostener. Y todo ello visto de lado, en escorzo, en perspectiva cónica oblicua, desde un punto de mira que está situado en el ángulo superior derecho, y que es, sin duda, lo más llamativo y original del dibujo, pues esa perspectiva oblicua, ese punto de vista obliga al pintor a romper los cánones de la estética y dar a la imagen escorzada unas nuevas proporciones (desde los pies al extremo del brazo izquierdo, en línea recta, hay 20 mm, mientras al derecho hay 60 mm), resultando así una imagen única, realmente insólita.


El punto de vista

Las escasas referencias documentales al respecto (dos alusiones en los Procesales para la beatificación: la del carmelita calzado Juan de San José, confesor de la hermana Ana María de Jesús, la religiosa a la que el Santo le regaló el dibujo3, y la del Padre Alonso de la Madre de Dios, procurador de la causa de beatificación4; más otras dos en las hagiografías posteriores: la del mismo Padre Alonso5 y la del Padre Jerónimo de San José6) no aclaran mucho, que digamos, sobre el origen y las circunstancias de semejante dibujo; todos lo atribuyen, sin más, a «una aparición maravillosa», a una visión recibida por el místico mientras estaba en oración, lo que es mucho decir y a la vez no decir nada, aun cuando alguno más explícito, o más ocurrente, como es el caso del Padre Jerónimo, llegue a suponer que «para que así le viese, es fácil considerar y creer estaría el siervo de Dios en alguna ventana o tribuna, que en las iglesias de conventos suele haber al lado del altar mayor, en medio del cual se considera haberle aparecido, vuelto derechamente al pueblo. Más ¿por qué así y no vuelto al mismo venerable padre? Podríase creer haber sido para representar con aquel escorzo a sus ojos una figura más lastimosa y descoyuntada de lo que pareciera derechamente»7.

Pero ese supuesto de la ventana o tribuna en el lateral derecho del altar mayor, es lo primero que hay que demostrar y no suponer, y que, aparte de no haber nada de eso en la iglesia de la Encarnación, la imagen reflejada en el dibujo tampoco tiene nada que ver con uña visión en sentido estricto, con una percepción dimensional, pues el «artificio del dibujo», el efecto estético de su perspectiva, es signo de otra cosa y está apuntando a otro sitio, no ya en sentido físico, sino metafórico.




Un lugar metafórico

Toda la obra de Juan de la Cruz -no hay que olvidarlo- está vista y expresada en sentido metafórico, como corresponde a un verdadero poeta místico que escribe (o dibuja) no ya desde sí mismo, sino desde la perspectiva de Dios, que habla siempre de Él y que pretende llevar a Él8. Pues bien, ese es precisamente el motivo que explica la perspectiva del dibujo, el lugar desde el que está vista la imagen de Cristo crucificado, no ya desde la posición ordinaria del pintor, sino desde el espacio extraordinario de un Invisible, esto es, desde la derecha misma de Dios, un lugar más allá de todo lugar que permite sugerir el sentido último de la muerte de Cristo como la revelación de la sabiduría divina que manifiesta su poder en la debilidad de la cruz, en esa entrega amorosa de Cristo que es «la mayor obra que en toda su vida con milagros y obras había hecho, ni en la tierra ni en el cielo, que fue reconciliar y unir al género humano por gracia con Dios; y esto fue, como digo, al tiempo y punto que este Señor estuvo más aniquilado en todo, quedando así aniquilado y resuelto así como en nada» (Subida II, 7,11).

Juan de la Cruz reafirmará en su Romance sobre el Salmo «Super flumina Babilonis» ese mismo sentido metafórico de Cristo como la derecha de Dios, acomodando la imprecación sálmica al sentido espiritual de la exégesis bíblica, diciendo: «de mí se olvide mi diestra, / que es lo que en ti más amaba»; una afirmación que probablemente confundirá al lector moderno si no tiene en cuenta que en la exégesis espiritual de numerosos comentarios «la mano derecha» venía a significar la vida eterna asociada con Cristo9.

El dibujo, por tanto, es toda una metáfora estética que intenta expresar gráficamente lo inexpresable con palabras, que remite al símbolo por excelencia del pintor, al símbolo originario que es Cristo, «mediador entre Dios y los hombres» (1 Tim. 2,5), suspendido entre el cielo y la tierra, en un espacio como desprendido de toda gravedad, y que desde ese punto de vista invita a contemplar su misterio de otra manera, como pretendiendo «dejar volar al alma de lo pintado a Dios vivo» (Subida III, 15, 2), para desde ahí comprender «la anchura, la longitud, la altura y la profundidad del amor de Cristo que excede a todo conocimiento» (Ef. 3, 17-19), el amor que Dios nos ha manifestado en su Hijo Jesucristo: «Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo único» (Jn. 3,16), que «no se reservó ni a su propio Hijo, antes bien, lo entregó por nosotros» (Rom. 8, 32). Porque es ahí, en la «debilidad» de la cruz de Cristo, de su amor incondicionado e incondicional hasta el extremo, donde paradójicamente se ha manifestado el «poder» de Dios (1 Cor. 1, 18.24; 2 Cor. 13, 4), donde «se hallan escondidos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia» que Dios ha querido comunicar al hombre (Col. 2, 3; Cántico B 37, 4), esos «dulces misterios de su Encarnación y los modos y maneras de la redención humana» (Cántico B 23, 1) que es imposible percibir desde un estado de conciencia ordinaria, sino únicamente por la presencia viva y vivificante del Espíritu que revela esa misteriosa «sabiduría» y por la cual toda otra ciencia del mundo queda entontecida y anulada (1 Cor. 3, 17- 2, 16).




Símbolo místico

Por el enfoque que vamos desarrollando, este dibujo no es simplemente, como quería el Padre Jerónimo de San José, una expresión de carácter devocional10, sino mucho más. Es cierto que puede verse -y así lo han visto los numerosos comentaristas de todo tipo- como una muestra inequívoca de su teoría estética, más inclinada a lo expresivo, a conmover, que a la pura perfección formal, teoría que el mismo Juan de la Cruz presenta en el texto de Subida III, 35, 3 hablando de los dos principales fines para los que la Iglesia ordenó el uso de las imágenes, esto es, «para reverenciar a los santos en ellas y para mover la voluntad y despertar la devoción por ellas a ellos», de manera que «las que más al propio y vivo están sacadas y más mueven la voluntad a devoción, se han de escoger, poniendo los ojos en esto más que en el valor y curiosidad de la hechura y su ornato». Según esto, el dibujo sería una muestra ejemplar de cómo «la persona devota de veras, en lo invisible principalmente pone su devoción, y pocas imágenes ha menester y de pocas usa, y de aquellas que más se conforman con lo divino que con lo humano, porque la viva imagen busca dentro de sí, que es Cristo crucificado» (ibid.).

Con todo, sin embargo, hay que decir que, en la intencionalidad primera del autor, el dibujo trasciende el didactismo devocional y se eleva a la categoría de un verdadero símbolo místico, y esto en el sentido más pleno de la palabra, no sólo por su adecuación a la teoría de los simbolistas, según la cual todo lo creado en arte con fuerza, con originalidad, se convierte necesariamente en símbolo, sino sobre todo por su referencia directa al «mysterion» mismo de la revelación bíblica, a esa «sabiduría de Dios» a la que ya el apóstol Pablo aludía en estos términos cristocéntricos: «Hablamos una sabiduría que no es de este mundo, ni de los príncipes de este mundo, que quedan desvanecidos, sino que enseñamos una sabiduría divina, misteriosa, escondida, predestinada por Dios antes de los siglos para nuestra gloria; ninguno de los príncipes de este mundo la ha conocido, pues si la hubiesen conocido nunca hubieran crucificado al Señor de la gloria; sino, como está escrito [Is. 64, 3], ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado para los que lo aman» (1 Cor. 2, 6-9; Rom. 5, 1-5; Flp. 2, 6-11; Ef. 3, 17-19; Col. 1, 1520; 2, 3.8 ss.).

Si lo propio del símbolo es su contención pletórica, que encierra en sí una polivalencia ilimitada, la universalidad de lo existente, y que, al estar repleto de energía, abre al receptor a horizontes de infinitud, este dibujo de Juan de la Cruz es, ciertamente, todo un símbolo, el símbolo originario de su sistema místico, el símbolo gráfico que presencializa la realidad profunda de su propia vivencia acerca de ese misterio de la sabiduría divina, misterio esencialmente trinitario y al mismo tiempo cristocéntrico en el que reside «toda la Plenitud» (Col. 1, 19; Ef. 1, 10), y que él mismo ha conocido y saboreado en su experiencia mística como «una de las más altas obras de Dios y más sabrosa para el alma», llevándole consecuentemente a «entender de raíz esas profundas vías y misterios que son parte de su bienaventuranza» (Cántico B 23, 1; 37, 1; Llama B 4, 5). Es el símbolo por excelencia en el que Juan de la Cruz dice al Inefable y da a ver al Invisible, pues Cristo es la imagen visible del Dios invisible (Col. 1, 15), sin dejar por eso de ser el misterio santo e inagotable, siempre trascendente a nuestras imágenes y representaciones. El símbolo gráfico en el que se representa el «dibujo de amor» de Dios al alma con el que el místico está «deseando que se acabe de figurar con la figura cuyo es el dibujo, que es su Esposo, el Verbo Hijo de Dios, porque esta figura es la que aquí entiende el alma en que se desea transfigurar por amor» (Cántico B 11, 12). El símbolo, en fin, que personifica «la ciencia perfecta» del místico, la «suma ciencia» que se adquiere por la vía de la contemplación, y que «consiste en un subido sentir / de la divinal esencia, / ... toda ciencia trascendiendo», en esa otra «mística teología que se sabe por amor, en que las verdades divinas no solamente se saben, mas juntamente se gustan», y «que quiere decir sabiduría de Dios secreta y escondida, en la cual, sin ruido de palabras y sin ayuda de algún sentido corporal ni espiritual, como en silencio y quietud, enseña Dios ocultísima y secretísimamente al alma sin ella saber cómo, lo cual algunos espirituales llaman entender no entendiendo» (Cántico B pról. 3; 39, 12; Noche II, 5, 1; Llama B 3, 48).

Pues bien, todo ese misterio de la sabiduría divina insinuado en el dibujo es lo que Juan de la Cruz va a cantar luego en sus canciones, sabiendo que de otra manera nunca podrá decirse «al justo». Así lo afirma él mismo en clave de exclamación cuando dirige esta súplica al Amado: «Ninguna cosa de la tierra ni del cielo pueden dar al alma la noticia que ella desea tener de ti, y así no saben decirme lo que quiero; en lugar, pues, de estos mensajeros, tú seas el mensajero y los mensajes» (Cántico B 6, 7). Si entre Dios y el místico ha de ser el Verbo (Cristo) «el mensajero y los mensajes», entre el místico y sus lectores esa misión habrá de ser cumplida por el verbo, y no un verbo cualquiera, sino el más cargado de capacidad sugeridora, el verbo poético; un verbo metarracional, potenciado semánticamente «con figuras, comparaciones y semejanzas», que permita sugerir lo que en sí es indescriptible: la abundante mina de tesoros que están encerrados en Cristo y que Dios ha dispuesto para los que lo aman (Col. 2, 3; 1 Cor. 2, 6-9; Subida II, 22, 6; Cántico B 37, 4). De ahí que este dibujo sea para nosotros una expresión fundamental a no perder nunca de vista, como el pórtico de entrada a toda su obra y la referencia clave para comprender el sentido propio de su sistema místico, pues con esa intención lo entregó a su círculo de iniciados, «para que entienda el buen espiritual el misterio de la puerta y del camino de Cristo para unirse con Dios, y sepa que cuanto más se aniquilare por Dios, tanto más se une a Dios y tanto mayor obra hace, y cuando viniere a quedar resuelto en nada, que será la suma humildad, quedará hecha la unión espiritual entre el alma y Dios, que es el mayor y más alto estado a que en esta vida se puede llegar» (Subida E, 7, 11).

Porque sólo se experimenta cristianamente a Dios cuando se vive el amor incondicionado e incondicional de Cristo. «Dios es amor, y el que vive en amor permanece en Dios, y Dios en él» (1 Jn. 4, 16). «El que no ama no conoce a Dios» (1 Jn. 4, 8). Ésa fue la experiencia de Dios que vivió Jesús hasta el extremo. Por ella es Jesús el Hijo de Dios en un sentido existencial, y por ella llegamos nosotros a ser «hijos en el Hijo». Toda otra pretendida experiencia de Dios -viene a concluir Juan de la Cruz- es cristianamente sospechosa, más aún, puramente ilusoria y alienante (cf. Subida E, 7, 12). La existencia del hombre espiritual, por tanto, deberá reproducir la paradoja misma de la cruz de Cristo, de la locura y de la impotencia que son realmente la sabiduría y la potencia de Dios (cf. 1 Cor. 1, 17-2, 16). La misma paradoja, en fin, de la teoría divina, de esa teología de la historia con la que el místico abre la secuencia aforística de sus Dichos de luz y amor: «Siempre el Señor descubrió los tesoros de su sabiduría y espíritu a los mortales; mas ahora que la malicia va descubriendo más su cara, mucho los descubre» (n.º 1); cumplimiento total experimentado en Cristo que le lleva a exclamar en su hermosa «oración de alma enamorada»: «Míos son los cielos y mía es la tierra,... y todas las cosas son mías, y el mismo Dios es mío y para mí, porque Cristo es mío y todo para mí» (n.º 26).

*  *  *

Así, pues, en virtud de ese punto de vista, de esa original perspectiva por la que Juan de la Cruz ha trasladado la imagen del dibujo a un plano metafórico, convirtiéndola de esa manera en el símbolo gráfico por excelencia de su sistema místico, esta expresión plástica contiene una inmensa fuerza sugeridora, la fuerza propia de un símbolo en el que se refleja no tanto un acontecimiento pretérito cuanto un presente actual, eterno (el presente crístico), y con un dinamismo existencial, además, que el arte que lo acoge se patetiza y se erige, en fin, en vehículo de revelación, poniendo lo más arcano al alcance del hombre, sin descubrir plenamente su misterio, pero también sin desnaturalizarlo. No es extraño, pues, que haya servido de inspiración a tantos artistas, a grabadores antiguos como Hermann Pannels y Matías Arteaga, a pintores modernos como José María Sert y Salvador Dalí11, y que haya suscitado el asombro de numerosos comentaristas (Emilio Orozco, Ermanno Caldera, Camón Aznar, Michel Florisoone, Hans Urs von Balthasar, José Constantino Nieto, S. Sebastián), con observaciones todas ellas tan interesantes como insuficientes12.

Para entrar «más adentro, en la espesura» del dibujo y percibir su inagotable fuerza sugeridora, conviene siempre tenerlo delante a la hora de leer determinados pasajes de los escritos sanjuanistas. En este sentido, es clara su íntima conexión con los versos finales del Pastorcico (poema que continúa la misma línea simbólica del Romance «In principio erat Verbum» y del Cántico espiritual, como prolongación del primero y delicada miniatura lírica del segundo), versos en los que la muerte por amor del Pastor-amante (Cristo) cierra con trágica belleza -«sobre un árbol do abrió sus brazos bellos»-: nótese el efecto melódico de singular suavidad por la aliteración de consonantes bilabiales y fricativas- el debate lírico; como directa es también su relación con ese capítulo axial de la Subida del Monte Carmelo en el que Juan de la Cruz le hace decir a Dios palabras de gran densidad teológica que riman perfectamente con lo contemplado en el dibujo: «El que ahora quisiese preguntar a Dios, o querer alguna visión o revelación, no sólo haría una necedad, sino haría agravio a Dios, no poniendo los ojos totalmente en Cristo, sin querer otra alguna cosa o novedad. Porque le podría responder Dios de esta manera, diciendo: “Si te tengo ya habladas todas las cosas en mi Palabra, que es mi Hijo, y no tengo otra, ¿qué te puedo yo ahora responder o revelar que sea más que eso? Pon los ojos sólo en él, porque en él te lo tengo dicho todo y revelado, y hallarás en él aún más de lo que pides y deseas... Si quisieres que te respondiese yo alguna palabra de consuelo, mira a mi Hijo, sujeto a mí y sujetado por mi amor y afligido, y verás cuántas te responde. Si quisieres que te declare yo algunas cosas ocultas o casos, pon solos los ojos en él, y hallarás ocultísimos misterios, y sabiduría, y maravillas de Dios, que están encerradas en él”...» (Subida II, 22, 5-6).







 
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