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El subtil cordobés Pedro de Urdemalas


Alonso Jerónimo de Salas Barbadillo


[Nota preliminar: texto usado como base: Madrid: Juan de la Cuesta, 1620.]


Edición de Florencio Sevilla Arroyo y Begoña Rodríguez Rodríguez


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Suma del privilegio

Tiene privilegio Alonso Gerónimo de Salas Barbadillo, vecino de la villa de Madrid, para poder imprimir, por tiempo de diez años, un libro que compuso, intitulado El subtil cordobés Pedro de Urdemalas, y que durante el dicho tiempo ninguna persona, sin su poder, le pueda imprimir, so las penas en él contenidas.

Su data en Lisboa, a veinte y ocho de setiembre de 1619 años.

Pedro de Contreras.




Tasa

Está tasado por los señores de el Real Consejo a cuatro maravedís cada pliego.

Su data a seis del mes de deciembre de 1619 años, ante mí, Hernando de Vallejo, escribano de Cámara del Rey nuestro señor.

Hernando de Vallejo.




Fe de erratas

Vi este libro, intitulado El subtil cordobés Pedro de Urdemalas, y corresponde con su original.

En Madrid, a seis de enero 1620.

Licenciado Murcia de la Llana.




Aprobación del ordinario

Por mandado de los señores del supremo Consejo de Su Majestad, he hecho ver un libro contenido en este memorial, que parece intitularse El subtil cordobés Pedro de Urdemalas, y no tiene cosa contra la fe y buenas costumbres, antes es digno de imprimirse por la agudeza y elegancia de su autor.

En Madrid, a 30 de agosto de 1619.

El licenciado Alonso de Illescas.




Aprobación

En este libro, intitulado El subtil cordobés Pedro de Urdemalas, que por comisión de los señores del Real Consejo de Castilla he visto, no he hallado cosa alguna que a la religión católica y a las pías costumbres ofenda; antes tantas partes dignas de imitar y admirar, por las flores y fruto que dentro encierra, dando la doctrina moral con términos tan suaves y apacibles, que a nadie le será áspero el recebilla, que le juzgo digno de la merced que suplica a Vuestra Alteza. Tal es mi parecer.

En Madrid, a nueve de setiembre de mil seiscientos y diez y nueve.

El licenciado Antonio Luis del Río.




A Don Fernando Pimentel y Requesenes, Don Fernando Bermúdez y Carvajal



   A ti, señor, que lleno de esplendores
de sangre tan heroica, que adornada
de superior virtud, está enseñada
aun a dar fruto entre las mismas flores.

    A ti que has excedido a tus mayores
(ilustre emulación, y no esperada),
pues su grandeza apenas fue igualada
de los más generosos vencedores.

    A ti pues (¡oh elección digna de gloria!),
Salas del culto ingenio el parto ofrece
fábula digna de juzgarse historia.

   Ya con tanto Mecenas desvanece
las sombras de la invidia, y su memoria
en la fama que ilustra se ennoblece.




A Don Fernando Pimentel y Requesenes

Nobleza y ingenio buscan los autores de los libros en las personas a quien los consagran; porque entrambas partes son necesarias para su intento. Estas he hallado yo en V. S. tan iguales, cuanto superiores a todas las de los demás sujetos de este siglo, y por ellas le ofrezco éste, hasta hoy último fruto de mi ingenio, deseoso de que con su nobleza le ampare y con su prudencia le enmiende, aunque si llega a conseguir lo segundo, poco necesitará de lo primero, pues las obras que salen perfetas en sí mismas llevan la defensa. De cualquier modo, deberá su gloria a V. S. y yo por esta causa eternos reconocimientos y alabanzas.

Guarde nuestro Señor a V. S. y aumente en toda felicidad, como yo su mayor servidor deseo, de Madrid, a seis de enero de 1620.

Alonso Gerónimo de Salas Barbadillo.








ArribaAbajoPedro de Urdemalas, huyendo de la justicia, entra en Granada y se venga de los mismos que le siguen, con una ingeniosa burla

Pedro, aquel tejedor más de embustes que de telas, tan reverenciador de la verdad que, por juzgarse indigno de ella, jamás la puso en los labios, dulce conservero de patrañas, delgado en la imaginativa para su invención, rico en la elocuencia para su adorno y osadísimo en el ánimo para sus ejecuciones, entró en Granada cuando el noviembre, sin dar mal ejemplo, roba a los árboles su abrigo, quitándoles a los pájaros el deseo de visitallos, porque de los pobre[s] todos huyen.

Despertaba la necedad perezosa de una mula gruesa, y más pensada que pensativa, con las espuelas, haciéndola salir del paso acomodado y poltrón en que se crió en la casa de un médico anciano, porque la muerte, interesada en su vida, se la dilataba. Iba mohína con el nuevo dueño, porque el antiguo era mayor oficial de muertes en personas, que de mataduras en bestias, y éste otro seguía la opinión contraria. A pocos pasos, se recogió con ella a un mesón bien abrigado y mantenido, casa donde se trataba a los pasajeros con toda cortesía y limpieza; que, aunque el señor de ella no lo era en la sangre (por ser morisco muy a su satisfación, sin jamás arrepentirse dello; tanto, que si lo que en esto la fortuna le dio acaso, se lo hubiera negado, a estar en su mano, lo hubiera elegido). Tenían los dos sus correspondencias, porque el uno por lo agudo y el otro por lo socarrón, pudieran comprar y vender a Judas, sin que él lo entendiera, su libro de caja con el debe y ha de haber, y cada año tratando entre sí la verdad, que a todos los demás negaban, ajustaban las partidas y se daban finiquito.

Halló Pedro a su amigo en el último paso de la vida, de un mal repentino que le acometió al costado. Guardó su mula, no en la caballeriza, sino en una parte retirada, que para esto se tenía socorrido de una moza, su amiga y correspondiente, bufona de dos sentidos, porque era hermosa y entendida, que después le introdujo a ver al mísero amigo, que alentándose con su presencia, dijo más animoso que buen cristiano:

-Hermano Pedro, ya sabe que yo he tenido de más los aprovechamientos de mi oficio, nuestras inteligencias, valiéndome con el ingenio que Dios me dio de los bienes de mis prójimos. Si ello ha sido con su voluntad o no de ellos, jamás lo he preguntado por no serles importuno. Lo que le puedo decir es que yo me hallo muy descansado, y si es razón que pasa entre gente honrada, que cada uno juzgue por su pecho el ajeno; creo yo que a ellos les sucederá lo mismo. Con esto dejo a mi mujer rica, y en verdad (dígase esto para loa suya) que me lo merece, porque como no ha parecido mal, y yo he sido sordo y corto de vista, ha hecho sin nota mucha mil placeres a los pasajeros, que algunos desconocidos (tal es el mundo) los han tenido por pesares. Lo que le encargo es, porque le dejo por mi testamentario, que modere los gastos de mi entierro. Las misas, una sola, y esa bien cantada, porque las demás, yo en vida he oído algunas pocas, y aunque no con mi voluntad, las aplicaba por mi alma para después de muerto. «Mire -le dijo al oído, y asiéndole la mano se la apretó-, esto es abreviar razones, yo muero, como buen moro, en la ley mahometana que tuvieron mis abuelos, y estoy muy apresurado por amanecer mañana en su paraíso; que esto que he dicho en voz alta ha sido por cumplir con aquel clérigo, que es tiniente cura de mi parroquia y ha venido a ayudarme a bien morir. Por esto le ruego que se me ponga en el sepulcro comida y bebida para el camino, que ya habrá oído decir que es largo; y advierto que la bebida sea vino, que el Alcorán en esta parte no se entiende con los muertos, para que hasta en esto sean más dichosos que los vivos. Por esta razón, entre otras, aborrezco a los cristianos, porque riegan con agua los sepulcros de sus difuntos».

Así hablaba el impío, cuando, sintiendo que el mal le daba priesa, dejó caer la cabeza sobre el almohada. Llegó el sacerdote con un Cristo en la mano, y él, volviendo el rostro a la otra parte de la cama, espiró, con invidia de otros moriscos sus amigos y parientes que se hallaron delante, que decían haber muerto muy buen moro. Soltaron la viuda y sus criadas el llanto bien fingido, por cumplir con lo que se debía a tan honrado auditorio, que fue breve y compendioso. Trataron de recogerse todos, y al venerable sacerdote le hicieron una cama en casa por ser ya muy tarde. Apenas él despojó sus miembros de los vestidos y se entregó al sueño, cuando nuestro Pedro se adornó de ellos; habiéndose hecho antes rapar la barba, ciñóse la cabeza con un paño entre limpio y sucio, aunque más tenía de lo postrero, y poniéndose en cada sien un parche, y en las narices unos antojos, quedó tan desconocido, que la propia madre, en cuyo vientre tomó tierra en forma de carne, estrañara su vista y afirmara con juramentos no sólo haberle parido, pero ni aun visto.

Marina, que así se llamaba la desdoncella sirviente de aquel mesón, le recogía con los ojos la menor de sus acciones, porque ninguna era de perder, bien satisfecha, como quien conocía el talento del mancebo, que aquella diligencia no se habría hecho para desperdiciarse al aire; cuando a este tiempo llamaron a la puerta con grandes golpes, y abriéndola entró un alguacil a caballo, y con él otro hombre de a pie, que con una requisitoria venían desde Motril, en busca del artífice de las trampas, porque allá hubo la mula en buena guerra y a poco precio. Robóla con industria y merecíala por el ingenio; ese no tenía el alguacil, porque aunque pocas veces son lerdos, él fue la excepción de la regla. Al fin, era hombre sumamente ignorante y con estremo supersticioso; tanto, que consultaba a los astrólogos mecánicos (no a los sabios, a quien se debe estimación) y veneraba sus errores, de cuya inclinación y costumbres estaba nuestro Perico bien informado.

El hombre de a pie que le acompañaba era el ayo de la mula, lacayo triste, nacido en Asturias, breve de cogote y de ventura, y de lo segundo tan breve, que su amo con falsas sospechas le hacía culpado en el robo en que se hallaba por todos caminos inculpable. Éste había visto rondar a nuestro Perote algunos días precedentes al del mal suceso la caballeriza, de cuyo rostro tenía unas confusas y mal digeridas señas, fiándose más en las del vestido, a quien había mirado con mayor atención, pero como le vio tan mudado de traje y rostro, no sólo [no] le conoció, pero ni aun tuvo primer pensamiento de que aquel hombre pudiese ser el mismo que los dos buscaban. Recorrieron luego a las caballerizas, por ver si en algún pesebre yantaba la mezquina, y halláronse burlados en su diligencia y despididos de toda esperanza, por ser este el último mesón a quien visitaban.

En el ínterin, dio Pedro la orden a Marina para que estuviese advertida en el modo con que se había de corresponder con los mal afortunados huéspedes, y él, pidiendo una luz a tiempo que ya ellos lo oían, dijo:

-Marina, tráete también contigo las efemérides.

Apenas nuestro alguacil oyó nombrar efemérides, cuando como persona aficionada a la facultad, creyó que el clérigo fingido era grande astrólogo, y confirmólo, porque informándose de Marina con mucha instancia, intentó saber quién fuese aquel personaje. Entendió de ella, que era el tiniente cura de la parroquia, que aquella noche vino a ayudar en su tránsito a su señor, que había pasado desta vida.

Era el caso que el dicho [era] insigne judiciario, y nuestro alguacil le conocía por la opinión, aunque no por el semblante. Dijo, alzando la voz y santiguándose:

-¡Jesús, Jesús, este es el doctor Pérez, válame Dios, y qué gran dicha! Por vida de vuesa merced, señora hermosa, que interceda con él, para que me responda a la cuestión de un hurto, antes que se acueste, que yo le daré a su merced para gallinas, y a vuesa merced para un calzado.

Ella dificultó a los principios el poder cumplir con su ruego, que no era poco impo[r]tuno, y le encareció mucho el servicio que le hacía en tentar semejante empresa, pero dándole a entender que caminaba a poner en ejecución lo que él le había propuesto, subió la escalera, y se entretuvo el espacio de tiempo que le pareció conveniente para conseguir con felicidad su engaño. Bajó, y llamándole con mucha priesa, le introdujo al aposento del disfrazado embustero, que encargándole el secreto, dijo, después de haber estado un poco suspenso:

-¡Oh cielos, y cuántas son las artificiosas cautelas de los hombres que, desconocidos a la razón, rompen contra la templanza de las virtudes, y pasando de los medios a los estremos, se despeñan en prodigiosos vicios, ajenos de toda corrección! Señor, la persona autora de este hurto viene en vuestra misma compañía, que haciendo del ladrón fiel, os sigue. Sus señas son, un hombre vasto, mediano de cuerpo, labios gruesos, ojos grandes, la nariz aquilina, y una descalabradura en el lado izquierdo de la cabeza.

Todas estas partes correspondían con las del rostro de nuestro inocente corito, que cayendo sobre la sospecha de su amo que la había comunicado con el alguacil, quedó propuesto a la crueldad bárbara deste ministro de justicia, porque así como le oyó el majaderón, creyendo aquello, como si fueran palabras del sagrado texto, le dio ocho reales y a Marina cuatro, y partió para la caballeriza, donde, haciendo volver a ensillar le dijo muy socarrón al infausto asturiano:

-Buen ánimo, que ya ha parecido el ladrón. Vámonos luego, porque es cierto que en Motril le habemos de hallar, donde con vuestros propios ojos me le veréis poner en la cárcel.

Alegróse el inocente, y dándole un abrazo, le dijo:

-¿Por qué no me ha pedido albricias?

Cuya seguridad engendró en el malicioso mayores sospechas, porque le pareció que disimulaba.

Ellos caminaron con toda diligencia, y Pedro, que no se dormía, puestos los ojos en los de Marina, con osado semblante y palabras dulces, dijo:

-Amiga, las flores de tus verdes años me lastiman mal logradas en la miseria deste vil hospedaje. ¡Oh ingratitud de la fortuna, que sirva en un mesón quien puede tener imperio en los mayores ánimos! Tu entendimiento capaz de sutiles ocupaciones aquí no se conoce, porque no se ejercita, que los filos de la buena espada no descubren su valor en la vaina de su dueño, sino en las armas de los contrarios. Esos tus ojuelos pequeños y vivos, hechos duendes del Amor (en paseando la plaza del mundo verás) penetrarán los pechos y rendirán los corazones. Salga su luz de estas tinieblas, que aunque la del sol en su respeto será pequeña, todo lo que entonces alumbrare menos aumentará alabanzas a tu belleza. Lastímate de que esos cabellos lucidos estén ociosos, pudiendo ser cárcel de tantos gallardos prisioneros, que los comprarán a precio de oro, y no es mucho si ellos son del mismo metal, porque es justo


que oro con oro se pague
si amor con amor se paga.



Las demás prendas de tu hermosura lenguas son de sí propias. Maravillosa fuera la nieve que ilustra tu garganta, si en tus manos, con estar ocupadas en tan humildes ejercicios, no asistiera, que en tu persona ningún lugar desdeña por ínfimo ni mal entretenido. Ánimo, dulce amiga, engendra atrevimiento en mis razones para seguir mis pasos. Mañana, si quieres, saldremos de aquí antes que el sol, aunque yendo contigo, nunca será antes sino con él mismo. Correrás en mi compañía lo más ilustre de España. Verás la abundancia y liberalidad de Sevilla. La ostentación y grandeza en la Corte, y siendo la salteadora destas dos mayores poblaciones de España, tú deberás a mi consejo y yo a tu obediencia la copiosa riqueza que en breve tiempo adquiriremos. En el ínterin, podrá ser que el cielo me alivie del embarazo de mi mujer y celebraremos felices y agradables bodas.

Con menos razones se persuadiera Marina, porque fue llamarle a la puerta de su inclinación; y así quedando en la forma dicha el negocio capitulado, se despidió, porque llamaba su señora, a quien apenas vio la luz del día, cuando la pidió licencia para volverse a su tierra. Sintió la viuda la ingratitud, porque la había criado, y más en la ocasión presente; pero, como entrase Pedro a las voces, haciéndose muy desentendido de la plática, quiso informarse despacio de la querella, y luego llamando a la viuda a un lado la dijo que era suma ignorancia la que cometía, refiriendo en el número de sus desdichas una de sus mayores felicidades, porque con írsele aquella criada en aquel tiempo, se escusaba de la obligación que tenía a remedialla, por habella servido desde que nació. La vieja, que era mezquina, abrazó el consejo y se desposeyó del servicio que de ella esperaba en lo futuro, por desasirse de la obligación en que estaba a lo pasado, y mucho más se alentó cuando él la dijo que había de pasar por el pueblo de donde la tal mozuela era natural, y que la llevaría consigo escusándole la costa del camino con sólo que la diese bestia que la llevase. Esto decía él, porque estaba aficionado a un valiente macho de un arriero que había caído malo en aquel mesón, y holgaba en la caballeriza, que en confianza de que el mal había de ser más largo, le alquiló por seis días en un moderado precio, que Pedro haciéndose generoso pagó, saliendo la mesonera por fiadora, que no se mostraba poco agradecida a tantos beneficios. Rogóle encarecidamente que porque se le iba acabando la cebada apriesa y en aquel lugar había mucha y a buen precio, le enviase alguna copia, dándole de presente mil reales en dineros, y que le remitiría la cantidad restante luego, como él le enviase el aviso de lo que se quedaba a deber.

Pedro anduvo liberal de ofrecimientos y cortesías, y porque se entraba el día más de lo que él quisiera, apenas comió un bocado, cuando acomodando a Marina en el macho de los portazgos y a su persona en la mula de los dolientes, salió de Granada la vuelta de Málaga. Caminaba cuidadoso, como el que dejaba a las espaldas tantos delitos, aunque con todo esfuerzo procuraba desmentir con la alegría del semblante los recelos interiores del corazón.

Ya parece justo, advertido letor, que volvamos a darte cuenta de los dos menguados, alguacil y corito, el uno de entendimiento y el otro de fortuna. Apenas llegaron a Motril, cuando aquel azogado ministro de justicia, asiendo de los cabezones a aquel que pensaba (y lo podía ser por su virtud) que era la honra de Cangas, dándole muchos pescozones y diciéndole de camino pesadísimas injurias, que fue lo que más sintió el inocente, le puso en prisiones y cargó de un monte de hierro. Caminó luego a la posada del esgrimidor de recetas, y refiriéndole todo lo que le había pasado, con el que él creyó ser el doctor Pérez, como se conformó tanto con la sospecha que él había engendrado, dio por infalible la culpa y acudió con altas exclamaciones a la casa del alcalde mayor, que se resolvió a ponelle a cuestión de tormento.

Era el buen hombre, aunque alentado de carnes, encogido de espíritu, y sintió mucho ver que cuando le faltaba la mula a el amo, él se hallaba sobrado de un potro. Miróle, y viéndole de madera, le pareció que sería muy lerdo, y que si subía en él, antes que diesen un paso, le había de dejar molido; con que se resolvió a cantar sin saber contrapunto. Al fin, señores, el miserable perdió a un tiempo la vista del entendimiento y de los ojos, ocupado del miedo, y confesó lo que aun no había imaginado. El alcalde mayor era hombre, aunque mozo, de gallardo ingenio, prudente y atentado en las ejecuciones. Preguntóle de quién se había valido para el hurto, y a quién y en dónde hizo la venta. Viole variar y desvariar tanto, que le conoció el achaque, y por su parecer le soltara luego, si no temiera escandalizar al vilísimo vulgo; que, aunque no le toque, fiscaliza las culpas ajenas, y tanto las dudosas como las infalibles. Hízole que se quietase, y asegurándole en aquel sobresalto, entretuvo con buenas palabras al enemigo común de la naturaleza, proponiendo en su ánimo despachar a Granada a su alguacil mayor, hombre de más discurso y talento, y para averiguar un hurto, excelente oficial, confiado (y deseoso) de que por su medio se descubriría mayor claridad en aquel caso. Resolución digna de premio, y yo se le doy, en lo que puedo, juzgando esta acción capaz de gloriosa alabanza, que el atropellar a los humildes en su inocencia en vez de hacer los castigos ejemplares, disfama la dignidad venerable de la justicia.




ArribaAbajoPedro prosigue su jornada, y hace sutiles embustes, ejecutando los precetos de su inclinación

Dábase priesa Pedro, y Marina, que con voz apacible y suave, sin más arte que un feliz natural, solía ser agradable a los oyentes, aumentando donaires y despidiendo melancolías, dijo:



   -Llegóse también mi hora,
como hace a todos los necios,
y enamoréme a lo rubio
de quien me paga a lo negro.
A hacer la primer visita,
fue mi alma en unos versos,
porque menos se cansase
caminando en pies ajenos.
Papeles la envié tan blandos,
que su escritorio con ellos
fue camarín de conservas,
tan dulces eran y tiernos.
Al propio sol cara a cara
llegué a perdelle el respeto,
y le dije que era sombra
delante de sus cabellos.
De perlas llamé sus dientes,
y quisiera, a lo que entiendo,
más las perlas en sus manos,
que en sus dientes el conceto.

   ¡Ay de mí, que me muero
más por una mujer que por dinero!,
y ella que no me quiere;
más que por mí por el dinero muere,
y así la fama con razón pregona
que soy necio y ella socarrona.

   Una mozuela picante
de alevísimos ojuelos
caimanes de corazones
pues los engullen enteros,
de revés me dio en el alma,
porque al tiempo de volvellos,
supo hacer muy bien su herida,
que ella ríe y que yo siento.
Ya ella hubiera consolado
mis fatigas y tormentos,
si no tuviera en su casa
dos viejas de su consejo.
Cuando la doy memoriales
a ellas los remite luego,
y hacen tan mal la consulta
que mal despachado vuelvo.
¡Oh cuanta falta me hace
aquel metal macilento!,
pues con estos pies y manos
diera alcance a mi remedio.
¡Ay de mí, etc.!
Por hablar curiosidades
sudaba siempre el ingenio,
hasta que vi que la agradan
mucho más las de un platero.
Cuántas noches importunas
de las necias del invierno,
hasta el alma se me entraron
los maliciosos serenos;
que por su causa he tenido,
mirad qué favor la debo,
(bastaban las de mi carne)
malicias hasta en los huesos.
Sus cautelas ingeniosas
tanto enredarme quisieron,
que me han puesto en una zarza
en donde agora estoy preso.
Con razón de estos amores,
que me cuestan, decir puedo,
mi sudor y mi trabajo,
y a fe que no lo encarezco.
¡Ay de mí, etc.!

-¡Ay industriosa lisonjera de los oídos! -dijo aquel cauteloso artífice-, hoy eres la sirena de la tierra en estos campos, bien has cantado; y la doctrina que la mozuela picante, contenida en el romance seguía, me agrada, a pesar del mendigo y satírico poeta, que culpa lo que con tanta razón debe ser imitado y favorecido. Amiga, verdades son útiles, las que aquellas honradas viejas aconsejaban a esa corderilla, dichosa en tener tal arrimo para no perderse. ¿Piensas tú, que ha de importar poco la sombra de mi consejo?

-Con todo eso quisiera -replicó Marina- no tropezar en la pluma de alguno de estos ingenios atrevidos, glotones de honras, cuyos estomagazos de avestruces digieren el hierro de las infamias ajenas, satisfechos en su presunción, sin buscar más mundo que su alabanza, aunque la consigan por el medio de la deshonra de sus vecinos.

Acudió entonces Pedro y embargó su plática diciendo:

-Engañada vives y no poco. Una mujer que sale a esparcirse por el mundo y quiere en breve tiempo adquirir fama en la Corte de los grandes príncipes, había de pagar a un poeta de los sutiles, que la hiciese una sátira, que con esta trompeta muchas que estaban escondidas en los rincones se han hecho célebres en el mundo, que esto quiso sentir aquel famoso ingenio cuando dijo:


Pues diciendo mal de ti,
te he dado en el mundo fama.



De esto se infiere, amiga, que de enojallos se sacan dos utilidades: la primera divertir conversación, que embaraza y no aprovecha; la segunda, hacerse famosa una mujer con la misma acción, que ellos eligen por venganza. Hablen y escriban sus lenguas y sus plumas, que mientras no te infamaren la belleza, llamándote fea, que es la parte por quien habemos de medrar, no duelen los demás golpes.

Briosa entonces la mozuela, se le opuso y dijo:

-¿Pues mi honor, señor Pedro?

-¡Oh vana! -replicó él entonces-, santíguate apriesa, que en este punto has sido tentada del espíritu más vano, de la más fantástica sombra que rodea el mundo. ¿Qué entiendes tú por honor? ¿Es cosa palpable por ventura? ¿Una opinión que está en el arbitrio del vulgo dalla o quitalla cada día por los accidentes y no por la misma sustancia (como lo experimentamos en infinitas ocasiones) se ha de estimar en tanto? Triste cosa es que esté en manos de los hombres, corrigiendo sus costumbres, hacerse buenos y no honrados, porque esto pende de la voz común, que se paga de aparentes embustes y no de virtudes interiores. Marina, esto te aseguro, que siempre que tuvieres vocación del cielo para seguir la virtud, yo no te estorbaré tan honrada empresa; pero con la misma igualdad me reiré de que cudicies poseer ésta que el mundo llama honra. Dime, ¿quién la tiene en nuestro siglo?

Así colérico proseguía y se despeñara peligrosamente si no le rompiera el discurso, volviendo a cantar Marina este romance, entonces nuevo y de pocos conocido y agora por vulgar de nadie inorado:


   A las espaldas de un monte
murmura una fuente clara,
que por ser tan poderoso
le murmura a las espaldas.
Aquí lloraba memorias
Tirsi de su bella Isdaura,
serrana de pocos años
y bien hermosa serrana.
De un desengaño medroso
nunca le ha dicho sus ansias,
que es gran desdicha el vivir
sin posesión y esperanza.
Cuando levantó los ojos,
y desde las cumbres altas
del monte, la vio que viene
acercándose a las aguas.
Las hebras de sus cabellos
negras y las manos blancas,
aunque en belleza conformes
son en colores contrarias.
De sus pintados ojuelos,
que aseguran cuando matan,
no hay quien la color alcance
por ser sus colores varias.
El traje honesto que viste
puede igualarse a las galas,
que pone la primavera
a las desnudas montañas.
De las riberas del Betis
se vino a ver las que baña
el humilde Manzanares
a quien ha puesto arrogancia.
Suspenso el pastor la mira,
y Albanio que le acompaña
esto cantando le dice,
y él respondiendo esto canta:

A.

Si quieres vivir contento,
Tirsi, cuenta tu dolor.

T.

Lo que me sobra de amor
me falta de atrevimiento.

A.

Para ser tan valeroso,
muy cobarde te has mostrado.

T.

El amor es más honrado,
mientras es más temeroso.

A.

Publica tu pensamiento,
no estés tan triste, pastor.

T.

Lo que me sobra de amor,
me falta de atrevimiento.

A.

Vida que es tan afligida
¿cómo a sustentarme alcanza?

T.

Hace el gasto la esperanza
del sustento de la vida.

A.

Busca para tu tormento,
Tirsi, el remedio mejor.

T.

Lo que me sobra de amor,
me falta de atrevimiento.



Apenas dio fin a su canto Marina, cuando Pedro, alzando los ojos y descubriendo un par de carros que venían por el camino, le pareció que conocía al que guiaba el primero, que era un hombre que conformaba mucho con sus costumbres y naturaleza, y con quien se había criado. Paróse por esperalle y salir de duda, y apenas llegaron a juntarse, cuando vio que sus ojos habían tratado verdad. Apeáronse los dos y abrazáronse estrechamente, y después, retirándose solos, hablaron muy largo. La materia no se entendió por entonces, sólo se vio que Pedro se entró en uno de aquellos carros, y sacando los instrumentos necesarios para escribir, de que iba siempre prevenido, formó una carta para la mesonera de Granada, ama de Marina, con la cual se despidieron después de haberse saludado, con las lonjas de un pernil y los brindis de un aloque, algo bachiller y entremetido, lengua de los mudos y alegría de los desconsolados. Gozosísimo quedó Pedro y tan contento como aquel que acababa de obedecer en un embuste a su imperiosa inclinación.

Fue el caso, pues, que dicho carretero era hijo de un labrador rico y honrado de aquella tierra, pero por sus costumbres tan aborrecible, que había estado muchos años en la desgracia de su padre y de su casa ausente, hasta que entonces la madre, como siempre son más blandas, los había reconciliado; providencia de la naturaleza, que para que se conserven las familias unió la severidad de los varones con la terneza de las mujeres.

Iba pues el mozo a Granada con aquellos dos carros llenos de costales de cebada, despachado al caballerizo de un señor de título, que había venido en seguimiento de un pleito a aquella Real Audiencia, y viendo que se dilataba su resolución más de lo que él había entendido, trataba de prevenirse. Pero como la vileza de su natural no le dejase cumplir con la obediencia y demás obligaciones, llevaba intento de robar aquella cebada a su padre, para aprovecharse del precio y cantidad, y ésta no la podría haber de tal caballerizo, porque su padre, como conocía al hijo, le tenía avisado días antes que se la remitiese con persona más segura. Por esto se detuvo a razonar con Pedro, y le rogó encarecidamente, representándole las causas de su antigua amistad, que le sacase deste cuidado. Alegróse infinito con escuchalle y luego fabricó la novela cautelosa en este modo: díjole que él le daría una carta para una mesonera de Granada, que tomaría todo aquel grano si se le hiciese comodidad en el precio y en aguardalla algunos días, porque ella no lo podía pagar de contado. Y luego prosiguió en esta forma:

-Lo que me parece es que vos llevéis una carta mía y se la entreguéis, que ella dentro de un mes me remitirá el dinero a Málaga, en una persona rica con quien tiene correspondencia; en el ínterin venderéis esas mulas y los carros, porque ya vos no podréis volver a la casa de vuestros padres, y es bien que os aprovechéis de todo. Aguardareos yo en aquella ciudad mientras os desembarazáis de todos estos estorbos, y en ella os entregaré vuestro dinero, contento de que mi amistad para algo os haya podido ser útil.

Creyóle el otro bellacón, pareciéndole que en el juego de los embustes habían de ir horros, y partió con su carta en la forma que tenemos referida, dividiéndose, y caminando el uno a Málaga; y a Granada llegó el hijo pródigo con su despacho a la mesonera, que le recibió alegre porque la cebada se le daba en bajísimo precio sin saber ella el misterio que esto tenía, creyendo y no con poco engaño, que lo debía a la industria con que Pedro había hecho sus partes en aquella compra. Ofreció remitir a Málaga luego el dinero que se restaba debiendo, como lo hizo antes de ocho días, en una póliza a letra vista, que cobró aquella buena alma con brevedad. Y porque no esperaba otra cosa, se embarcó luego con Marina en unas galeras que de Sicilia habían venido a Málaga cargadas de trigo, y con mucha priesa trataban de volverse a Italia. Con esto, cuando llegó el mal aconsejado carretero, que por su ignorancia se despeñó con no menor afrenta que el celebrado Faetón, que en su desdicha halló su fama, y en su caída levantó su memoria, quedó loco y más corrido de la treta que de la pérdida. Esgrimía contra los aires y amenazaba todo aquello que dél estaba más seguro, como si dijésemos a las estrellas, a los elementos, al cielo y al infierno, atreviéndose a injuriar al juez que podía condenalle y a la parte a donde había de ser condenado. Muchas veces intentó arrojarse en el mar, diciendo que a fuerza de brazos rompería sus olas y alcanzaría más veloz que los vientos la galera donde iba embarcado el pérfido amigo, y que entrando en ella, la haría teatro de su castigo con no poca afrenta de las aguas, pues se habían de manchar con su alevosa y vilísima sangre.

Entró en mejor consejo, y templando el furor de aquella rabiosa cólera, le pareció volverse a Granada a consultar los oráculos de sus eminentes abogados, por ver si le quedaba algún derecho para pedir a la pobre viuda. Ejecutó luego esta resolución, y apenas puso los pies en la ciudad, cuando caminó a ver las paredes huérfanas del mesón, que las halló entonces más tristes y desconsoladas que nunca, porque su señora estaba presa por el alguacil mayor de Motril, que a instancia de su alcalde mayor había ya venido, no como ministro de Justicia, sino como parte, a descubrir tierra en este negocio. Era hombre sutil en estas materias, y pudo tanto su diligencia que halló rastro del hurto, y que el macho había estado escondido en aquel mesón. Quisiéronla poner a cuestión de tormento y ella confesó antes haber estado en su casa, y dio las señas y nombre de quien le había hurtado, diciéndoles ser Perico el Zurdo, que así se llamaba también nuestro Pedro de Urdemalas, bien conocido por los alcaldes y escribanos del crimen de aquella Real Audiencia, ante quien habían pasado varias causas de delictos suyos. Ella porque no le hiciesen cómplice y encubridora del robo, se allanó a satisfacer a la parte.

A este tiempo, llegó nuestro carretero, que refiriéndole todo lo que le había pasado con Pedro y amenazándola de que se querellaría criminalmente de ella, porque no era posible (así lo decía la voz común del vulgo) que ella no tuviese parte en todas sus tretas, la puso en tanto miedo, que por salir de allí sin afrenta, se determinó a satisfacelle, costándole las dos burlas más de cuatrocientos ducados, desperdiciándose con esta facilidad los bienes que con tanta industria y fatiga había adquirido el difunto, porque cuando se ganan con tan útiles medios, el propio que los da, se los lleva.

Volvióse a Motril su alguacil mayor, y librando el juez de la prisión al inocente asturiano, le restituyó con su honor la libertad, satisfaciendo a la parte con el dinero que de Granada vino, que no poco se admiraba de la ignorancia de su criado, de quien quisiera volver a servirse, pero él anduvo tan cuerdo que no quiso, pareciéndole que ya no viviría con satisfación en poder de un dueño que había puesto tanto fuego a su crédito.

El carretero, así como cobró de la mesonera y ella quedó libre y fuera de la cárcel, procuró partirse de aquella ciudad y embarcarse para Italia en busca de aquella buena lanza, pareciéndole que con esta jornada conseguía dos efectos: huir el rostro a su padre y buscar a su enemigo para que su venganza fuese satisfación de su ira y escarmiento de tantos atrevidos.




ArribaAbajoRefiere Pedro a Marina quién fueron sus padres, su nacimiento y crianza

Así como se hicieron a la vela Pedro y Marina, que hasta entonces no habían probado las fortunas de la mar, se sintieron todo aquel primer día con muchas ansias y congojas, que después se templaron con algunos beneficios que les mandó hacer el capitán de la galera, que ya iba aficionado a la mozuela, y justamente, porque habiéndola mejorado Pedro en Málaga de ropaje y sacado de borrador, su belleza era tanta, que podía a cualquier hombre de los de mejor elección obligar a cudicialla. Convenía este intento con el de Pedro, que deseaba que se empezase a desflorar aquel árbol, dando con la misma flor el fruto de sus aumentos.

Era dicho capitán hombre que había paseado la carrera de las Indias, y hecho en ellas con buena dicha alguna hacienda; disimulaba la vejez en las barbas y cabello con la diligencia común de los que siendo caducos quieren parecer infantes, y sobre todo defendía su dinero de los mayores amigos y más estrechos deudos, porque no reconocía obligación. Tan miserable era, sólo el amor (o efecto digno de su mano) le hacía liberal y tenía llave maestra para todos sus escritorios. No ignoraba Pedro estas calidades, y así deseaba mucho que le acabase Marina de rendir, asestándole todas las piezas. Para esto la importunó mucho que cantase, porque, aunque como tenemos dicho, su natural era maravilloso y podía deleitar cualquier generoso espíritu. Vencida pues de los ruegos, cantó estas redondillas que cierto lego imprimió entre las obras de don Diego de Mendoza, siendo Alonso de Salas su autor:



    Lloremos, ojos cansados,
los daños que padecemos,
que no es razón que dejemos
quejosos a mis cuidados.

   Yo soy aquel que vivía
el más lejos del amor;
burlaba de su dolor,
de su poder me reía.

   Siempre de su trato huí,
vanos fueron mis consejos;
pensé que estaba de él lejos
y halléle dentro de mi.

   De ver tanto atrevimiento
toda el alma se alteró,
y su gravedad perdió
turbado el entendimiento.

    Mandóme el primero día
que lágrimas le ofreciera;
obedecerle quisiera
mas yo llorar no sabía.

   Y el que no puede pasar
sin llantos ni desconsuelos,
envióle el alma unos celos
que le enseñen a llorar.

Tomé esta lición de oro,
tanto en ella repitiendo
que hasta cuando estoy durmiendo,
estoy soñando que lloro.

Desto pues vine a enfermar
y amor que mi mal sintió
a la esperanza mandó
que me viniese a curar.

Ya no hay de ver confianza
vivas a mis glorias muertas,
que son largas y no ciertas
las curas de la esperanza.

¡Que poco alcanza su ciencia!;
a mayor mal se encamina,
pues su mayor medicina
es aplicar la paciencia.

Y a veces suele el doliente
más fácilmente sanar
con que le dejen quejar
con una voz impaciente.

Del mal a que estoy sujeto
tanto vivo atormentado,
que el corazón ha llorado
sus lágrimas en secreto.

Y con ser tal mi dolor
aquella ingrata homicida,
para animarme la vida,
aún no me ha dado un favor.

   ¡Ay Belisa!, llegó el día
en que me ha dicho mi suerte
que vaya a buscar la muerte;
hallar la muerte querría.

Mas si es muerte estar viviendo
vida de tanto pesar,
no me quiero fatigar
por lo que estoy poseyendo.



Satisfecho de oílla quedó el capitán y demás circustantes y deseosos trataban de que prosiguiese; pero turbóles tanta paz el levantarse en el mar una tormenta que convirtió el canto en lágrimas. Cobraron los vientos bríos y las aguas hinchadas juzgaban pequeño despojo de su ira las dos galeras. Dio mayores fuerzas a tan grave desdicha el llegar la noche, cuya escuridad desanimó las esperanzas de los más esforzados, que creyeron haber hallado su sepulcro entre las ondas.

Un religioso grave, que había penetrado los intentos del capitán, que iba embarcado en la misma galera, admirado de la libertad y despejo de la mozuela, y reconociendo de su licencioso proceder que había sido autora de graves pecados, por lo menos con los deseos fáciles que se entregan con poca resistencia aun en los más fuertes, juzgó castigo del cielo esta mudanza en el mar, y reprehendió así a ella como a su hermano.

Anduvieron treinta horas con esta inquietud, y otro día se hallaron a la vista de Valencia. Estrechó tanto el religioso al capitán con razones fuertes, a que quitase ocasión de tanto peligro, que se determinó a desembarcallos en aquella playa. Púdolo hacer sin ninguna violencia, porque Marina, como mujer y tierna en años, espantada de la bárbara confusión en que se había visto, apenas descubrió la tierra cuando clamó favor al cielo, diciendo que no quería salir de España. Pedro no se desasía de su parecer, antes le abrazaba con buena voluntad, porque tenía el corazón muy recatado y se asombraba con facilidad. Parecióle, y no se engañaba, que de los delictos que dejaba cometidos en Castilla podía en Valencia estar tan seguro como en Nápoles, por ser diferente corona, gobernada con otras leyes y magistrados, aunque sujeta a un mismo rey, y con esto concedió con los ruegos de su querida hermana, que así llamaba a Marina.

Al fin, gozaron otra vez la tierra y pisaron en los campos de Valencia lisonjas de flores, porque allí son tan comunes que hasta los pies de los animales hacen de ellas su estrado. Caminaron a buscar posada, que la hallaron junto al Aseu, que es lo que en Toledo, o Sevilla, dicen iglesia mayor. Fueron de la huéspeda recebidos con mucho agrado y cortesía, que trató diligente de prevenilles todo aquello que juzgó convenir para su descanso y regalo. Entróse la noche muy apriesa y la soledad de ella pedía entretenimiento. Ninguno podía ser tan agradable para la señora desembarcada como el saber quien fuese Pedro, su nacimiento y crianza; y él, que hacía vanagloria de sus mismas bajezas y deseaba dalle gusto en cosas mayores, por no faltar en las que eran tan pequeñas y humildes, dijo:

-«Córdoba, ciudad ilustre del Andalucía, y en todos los siglos y monarquías venerada, tan feliz que habiendo dado tantos generosos capitanes, que la eternizan con gallardos hechos, juntamente produjo levantados espíritus de poetas, que puedan celebralla, porque a un mismo tiempo unos obren y otros canten, fue mi patria. ¡Ay amiga! y cómo por gusto tuyo me entrego a una peligrosísima y difícil narración, aunque como llevo ánimo de buscar tu deleite y entretenimiento, no perdonaré a los autores de mi generación y sangre.

»Vivió en esta ciudad un hombre de los que los cristianos llaman moriscos; su nombre, en lo público, Tomé, pero a puertas cerradas y con pocos testigos, Aliatar, devotísimo de Mahoma. Su mujer, que fue de la misma nación, se llamaba en la calle Beatriz y de sus umbrales adentro Daraja. Pareció bien en sus niñezes y fue muy amiga de repartirse y comunicarse, dejando que metiesen la mano en el plato como los señores los pícaros, pareciéndole que para todos había de haber y confianza que no les salió en vano. Así, vivió siendo agradable como a los ojos a los demás sentidos. Tomé, apacibilísimo varón y gran desmentidor de celos (cosa rarísima en los moros), porque aun del viento (pasajero licencioso de lo más cerrado) suelen tenellos, era modestísimo, cargado de cabeza y espaldas, tanto que pocas veces levantaba los ojos al cielo, y estas era llevado de la devoción de contemplar sus efigies en el Tauro o en el Ariete.

»Cudicióle la muerte en su mocedad y admiró mucho que hubiese acabado tan apriesa quien vivía tan de espacio. Algunos bellacones decían, glosándolo a su modo, que la Parca cansada de matar reyes y monarcas arrojó aquel día la guadaña, y tocando a jarrete acabó con este buey, para enviar así fiesta de toros al infierno, considerando que en el mundo no sería su falta importante por haber tantos. El lugar no le echó menos, diciendo que aun en vida estaba muerto, hombre que no era marido sino sombra.

»La viuda, como quien más perdía lloró su falta, aunque con mucha prudencia, sin hacer estremos que fuesen notables, porque era enemiga de sacar las cosas de su paso y se iba siempre con la común. Sus vecinas la consolaban, y ella las oía melindrosa y enfadada, queriendo que en su opinión juzgasen por imposible lo que ella sin ellas con facilidad había conseguido de sí propia. Procuró parecer honesta y recogida, procediendo tan cautelosa, que sólo se desenfadaba con ciertos hombres de autoridad, que eran tan interesados en el secreto de sus liviandades, habiendo sido cómplices en ellas como ella misma. Pagábase muy bien de los tales, porque en los hechos no era graciosa, aunque en los dichos sí, y en esto segundo aun había que entender, porque se decían con gracia y se vendían por precio, haciendo aun de las conversaciones mercadería, porque en ella, palabras que en todos los demás se lleva el viento, eran prenda que valía dineros, tanta fue su industria. No bastó su arte a defender que sus faltas no saliesen a la calle, culpando ella la cortedad de todos los lugares que no son la Corte, para seguir el camino que había empezado. Aborreció por esto el ser ciudadana de aquella nobilísima población y determinó partirse para la de Valladolid, que entonces tenía por huéspedes al rey y a sus Consejos, deseosa de esparcirse con libertad y gozar de todos vientos.

»Asistía allí, entre otros hombres de negocios, cierto calabrés digno de aspirar por sus costumbres a la dignidad de un saúco, hombre de afligido y sudado dinero, que en su poder jamás conoció día de fiesta, sirviéndose como de vil esclavo del mismo, que él reconocía por su rey y señor. Tenía en esta parte y aun en las demás muy pocos escrúpulos, porque todo aquello que no era roto de bolsa lo fue de conciencia, aplicadísimo a cualquier embuste y trampa, perpetuo trapacista, y persona fabricaba un pleito al más amigo y sin tener derecho ni justicia; tanto, que le hacía rendir a su voluntad. Desta suerte cortando de las capas de todos, había hecho la suya muy buena, aunque la traía siempre tan ruin cuartanaria y quebrada de color, que parecía que ella y su amo eran dignos huéspedes de un hospital. Hecho esto con no poco arte, para representar pobreza a los jueces y ministros y mover a lástima, con lo mismo que pudiera a justísima indignación. Servíase de sólo un criado, y éste cuando se despedía necesitaba, para cobrar su salario, de hacelle comparecer ante el juez ordinario, pero él le armaba luego alguna treta pesadísima, como era fingir que le había robado, de donde se seguía alzar la mano del pleito civil por verse libre del criminal. Pocas veces dio limosna, y esas en público en presencia de algunas personas con quien pretendía acreditarse, queriendo con esto hacer el logro de aquella buena obra más en la tierra que en el cielo. Con los amigos nunca tuvo más fe que su comodidad, siempre siguió la fortuna del vencedor, valíase, con gente poco delgada del equívoco, variaba con mil semblantes el rostro conforme los accidentes del negocio lo pedían, elocuente con los verbosos, breve y sucinto con los lacónicos, hacía la mayor y más difícil lisonja que un hombre puede a otro, que es, renunciando la propia, vestirse de ajena naturaleza, ser a tiempos arbitrista, y siempre fiscal de las vidas de los prójimos. Le granjeó muchos enemigos que despertaron sus infamias, contando de sus principios y nacimiento, vilezas que él aventajaba con sus obras, de quien él, respondiendo a semejantes objeciones, decía ser hijo por escogerse de su mano peores padres que los que la naturaleza le dio, con haber sido la infamia de su nación, había recebido en pena de sus culpas algunas injurias en el rostro, como si dijésemos, puñadas y bofetones, y era tan cudicioso, que todo lo que era ver largueza de manos en otros, aunque fuese para su agravio, le satisfacía.

»Este tan mal acostumbrado caballero vio a mi señora doña Beatriz (doña dije, porque al salir de Córdoba para entrar en Valladolid, se proveyó de un don, por ir bien prevenida de la mercadería, que allá más se gastaba entre las mujeres de la Corte); agradóle su aliño y buen brío, y después de comunicada, mucho más su pico, fértil de agudezas y donaires. Así como los dos empezaron a comunicarse en sí mismos, previnieron cautelas y engaños el uno contra el otro, y sin declarar la guerra, porque la utilidad de ésta consistía en el secreto, se armaron en lo interior de los corazones. La viuda del hermano Tomé dio principio, porque habiendo renunciado las tocas funerales cuando entró en la Corte y vestídose en traje virginal, publicaba doncellería y amenazaba a todo viviente con la palabra del casamiento. Fingió esto con tanta sutileza y astucia, que nuestro calabrés creyó que pudiera entrar en el número de las Vestales. Con esta opinión que de ella formaba, picado y rendido crecía en deseos, para cuya consecución y logro se determinó a engañalla, porque, siendo casado en su tierra, dio a entender que era soltero. Caminó sobre estos primeros pasos adelante, pero siempre se hallaba muy atrás, porque ella más que el áspid sorda escusaba a los oídos al encanto, apretando la dificultad en cuanto a la cédula matrimonial, severa en semblante y razones.

»Tuvo él a este tiempo aviso de una herencia grande que había hecho en su tierra, que necesitaba de presencia personal, y aun se persuadía a que los pleitos que de ella se le habían de seguir serían tantos, que no le darían lugar de volver más a España. Aquí fue cuando le pareció que tenía la suerte derecha y no quiso perdella. Previno su jornada con todo secreto, sin dar parte aun a sus correspondientes, y cuatro días antes de su partida hizo una cédula a mi señora doña Beatriz, en la forma y modo que su merced la pidió, con que ella quedó por suya, y señalado el plazo para la noche siguiente, que llegando más tarde de lo que él quisiera, según la deseaba, gozó de aquella bien fingida y representada virginidad; tanto, que aun su misma astucia, de ser engañada, no pudo quedar corrida. Tornó en aquella ocasión a prometer vocalmente lo que había ofrecido en la cédula con tantos juramentos y maldiciones, que sin saber él lo que hacía, se vengaba, engañando, de haberlo sido. A pocos días se desapareció con tanta velocidad, que hasta que estuvo fuera del reino, en Barcelona, no escribió a la mal engañada fembra, que rabiosa de verse en semejante estado, cobró odio a Valladolid porque en él había hallado quien con igual maestría hubiese jugado con ella la espada, y se restituyó a Córdoba.

»Apenas recibió los aires de la tierra y los parabienes de recién venida, cuando publicó que venía casada con un caballero de lo más ilustre de Italia, donde era ido por su hacienda, prevención que le importó mucho, porque sintiéndose luego preñada, disculpó con tan buen título el fruto de su vientre. Este fui yo, que por nacer la víspera del primer colega del Colegio Apostólico, me llamaron Pedro, con no poco gusto de mi madre, que por cualquier camino se holgó de tener sucesión, pareciéndole que llamaría con esta aldaba a la puerta de la voluntad dormida de mi padre, que puso su mayor estudio en el olvido de su memoria.

»Crieme como hijo de viuda, libre y licencioso, y como heredero de tales condiciones, paterna y materna, y engendrado al mismo tiempo, que cada uno por su parte ejercía un intento tan cauteloso, salí tan zurdo en las costumbres y abatido en los pensamientos, que no me pudo servir de freno el faltarme el mal ejemplo de mi madre con su muerte, y proseguirse mi crianza en la casa de un prebendado de aquella iglesia, varón santísimo y que con sus virtudes y letras la ilustraba. Bien es verdad que me valió mucho para aprender con eminencia latinidad y filosofía, con admiración grande y aplauso de mis maestros. Joyas que yo después acá he mal logrado, dejándome llevar de mi inclinación torcida, cuyos defectos reconozco, no desesperado de la enmienda. En el tiempo de mi niñez y mocedad, hice tantos embustes que merecí por ellos el título que aun hoy retengo de Pedro de Urdemalas. Si destos quisiese referirte aun la parte más pequeña, ni tu paciencia bastaría a escucharme, ni mi lengua a explicarme».

Estas fueron las últimas palabras de su narración, que hizo la huéspeda más dulces, sirviéndoles una cena regalada de pescado y carne, cuya limpieza dio ocasión a su alabanza y cudicia de no perder jamás su compañía.




ArribaAbajoAsienta Pedro su casa en Valencia, y adquiriendo amigos, con sus alas intenta y consigue la fábrica de una ingeniosa burla

Aquella noche y otros dos días siguientes estuvieron en aquella posada, hasta que Pedro, mudando hábito, como fue vestir ferreruelo y sotanilla de seda con cuello bajo de estudiante, alquiló una casa de ostentación en el edificio y adornos, mudó el nombre y llamóse don Juan de Meneses, dando el mismo apellido a la mozuela que, con título de hermana, le acompañaba, y por nombre propio doña Inés, porque le pareció que «Marina» y «don» harían ridícula y desconforme consonancia. Decía haber venido de Italia a España, donde murieron sus padres, y que satisfecho de aquella deleitosa ciudad, quería residir en ella algún tiempo. Trujo un maestro de cantar que perficionase el natural de la bella Inés, que en pocos días creció tanto en este estudio, que por sola esta gracia pudiera ser empresa de ilustres corazones; aseada en los vestidos, suave en las palabras y bellísima en el semblante, todo lo encendía y arrebataba.

Frecuentaban visitas de hombres nobles y ricos la conversación de un juego, por gozar de la de sus razones, de que se les seguía mucho provecho, así por los baratos particulares que le daban los que por este camino pretendían obligalla, como por el ordinario que de los naipes procedía, que era de consideración. Pedro, ya don Juan de Meneses, blasonaba de altísima caballería y, blando y sutil en las conversaciones, persuadía con industria los ánimos de los oyentes a su deseo, acompañando esto con alguna buena parte de donosos chistes, que le ayudaban mucho para adquirir y conservarles las voluntades de los que le asistían. Rompióse cada día más en este ejercicio placentero, y pasó de los dichos a los hechos, trayéndole ya los señores y caballeros a su lado con este entretenimiento y a título de tener una hermana hermosa, a quien todos cudiciaban y no conseguían.

Hallábase en la ciudad un caballero viejo, celebrado por su miseria, que por ser insigne en ella despertó admiraciones con lo que pudiera desprecios; tal vez estas acciones, bien que diversas, suelen conformarse en un sujeto, naciendo de la admiración de las viles costumbres el mismo desprecio del que se ocupa en ejercitallas, dándoseles con una misma voz el premio y el castigo. Este, pues, que alcanzó los mayores primores de la escasez, tirano de sí mismo y condenado por su mala inclinación a perpetuas vigilias y ayunos, tan penitente que en medio de la plebe representaba en su rostro soledades eremíticas, tenía irritados los deseos de todos para hacerle alguna treta galante, que por lo sutil hallase aprobación aun en sus mayores amigos y confederados.

No habían hallado hasta entonces persona en cuyas manos pudiesen con seguridad encomendarse, pero como el Meneses descubriese cada día tantas finezas de su ingenio, y esparcido y alentado brillase más que la diosa lasciva en el tercer orbe, cierto émulo del mezquino y deudo, (que no puede estar lo uno sin lo otro) elegante y atrevido le acometió con este sentimiento:

-Haces ostentaciones tantas cada día de tu feliz ingenio, ¡oh gallardo Meneses!, sin fatiga tuya y con admiración de los más ilustres, que darte materia para ocupalle, lisonja es, y no molestia. El que al fuego cudicioso y voraz le arroja leña, su vida y entretenimiento le busca, no su cansancio. Deberásle a mi desvelo con el asunto que te pondré entre las manos, un grande gusto, y yo a ti, el que se me seguirá de verle por tu ejecución perficionado. Obligarás a la nobleza y a la plebe con una acción que entre sí suelen ser tan discordes y disonantes. ¿Podrás tú sufrir que la avaricia de don Antonio, mi tío, pase sin castigo ingenioso, con que por lo menos si él no despertare a la enmienda (que de ésta siempre desesperé) sea freno a los que pudieren osar imitalle? Alienta tu ingenio, nunca bien alabado y para esta ocasión solamente nacido. Ministro será del cielo, adquiriendo con la pena que dará a este rico inútil los aplausos y bendiciones de la voz común. No dudes, no retires el ánimo. Rompe el silencio duro de tus labios con un agradable «sí». ¿Quién te suspende? ¿Quién se te opone? ¿Podrá ser el miedo? No, que tu ánimo generoso de tan vil pasión aun las sombras no permite. ¿Pues acaso querrás pesar en las balanzas de la prudencia tus fuerzas y las dificultades? Menos por cierto, si las unas aquí no se conocen y las otras han llenado esta ciudad de admiraciones y alabanzas. ¿A quién podremos cargar la culpa de esta suspensión que te entretiene? ¿A quién? A mí propio, tan infeliz en mis intentos que jamás he visto sin ceño el rostro de mi fortuna. Mis ruegos podrían dañar en esta causa lo que ella sin intercesores merece por sí propia. Ya me parece que te rindes, obligado más de la hermosura de la razón, que conoces, que de los afeites artificiosos de la elegancia. En las alteraciones de tu rostro te he leído el grande ánimo, tus ojos risueños, aunque mudos, para mí parleras lenguas, me han dado su voto. Recibe en estos brazos que te pongo al cuello las gracias, dispuestos a servirte en mayores empleos, aspirando siempre a la gloria de tus acciones, aunque con detrimento de mi fortuna.

Así decía, abrazándole fuerte y afectuosamente don Sebastián, por obligalle, por encendelle el ánimo; que nuestro Pedro, como prudente, estaba tibio en esta resolución, considerando que no se debe acometer con burlas descubiertas a los que tienen mano poderosa para la venganza, porque no se satisfacen con menos que con verter la sangre del que atrevido labró su injuria, y así respondió que había menester tratar primero a don Antonio, porque acechándole desde cerca el ánimo, que le pensaba penetrar por las costumbres, descubriría el lado por donde había de entralle; que le hiciese su familiar amigo, trayéndole a la conversación de su casa, que él había deseado, y que allí sordamente la pondría en el despeñadero de su perdición; que el premio de tan grande servicio había de ser el silencio, porque de faltar éste, peligraban los dos en la vida y en la fama, y la obra no conseguía su efecto; que convenía que pocas veces se hallasen juntos en lugares públicos, para con esto desmentir las sospechas que podría engendrar lo que adelante hubiese de suceder. Esta doctrina política, aunque enseñada por tan ruin maestro y en materia tan vil, agradó a don Sebastián, y ofreciendo con graves juramentos cumplir todo lo que allí se capitulaba, se dividieron, cada uno deseoso de satisfacer a la parte que por su cuenta corría.

Don Sebastián solicitó al tío para que viniesen a hacer la visita a mi señora doña Inés de Meneses, que él con mucho agrado acetó, por ser plática en que había puesto sus deseos, bien que no sus intentos, temeroso de que en casa donde todos jugaban, le habían de obligar a lo mismo, con riesgo de su bolsa y de su opinión. Esto segundo temía, porque siempre fue hipócrita y hizo grande alhaja de la ostentación, no del ejercicio de la virtud; mas, como se le asegurase que allí se le admitiría al buen razonado solamente, sin cargarle pensiones ni tributos, gallardo intentó la empresa. Era, aunque marchito en la edad, muy verderón en el alma; embozaba a las canas por desmentir al tiempo (¡oh suma licencia!, perder el respeto al padre de cuanto vive, y hacer fábulas para los ojos con aquella pintura, tratándoles con el mismo atrevimiento que a los oídos, tanto mayor culpa cuanto es sentido más noble). Vano cuanto mezquino, porque son vicios que suelen tener hermandad, cansaba a los oyentes ensalzando su sangre y despreciando las ajenas, como si los aumentos del propio honor estuvieran en los descréditos del tercero. Era muy aseado y curioso en su traje, y decían sus criados que en tres cosas fue igualmente limpio: en la sangre, en el vestido y en el estómago; y en esta última, más que en las otras dos. Llegaba a su noticia, y quería más celebrallo por gracia que enmendarse en la mala costumbre. Prevínose para la visita con tanto aliño y gala, como si fuera a ser novio, y puesto al lado de su sobrino en un caballo que tenía solo, bien trabajado y mal comido, por dar muestras de gallardo, le incitaba para hacer corbetas; mas el maganto rocín no se daba por entendido, pareciéndole que el tiempo de ayunos, como era el que pasaba en su casa, no es para gracias, y que no hay cosa que se conforme más con la penitencia que la modestia; pero el viejo engreído porfiaba en picalle, y él se resolvió a tendelle por el suelo, cuando lo sacó de esta contienda el llegar al fin de la jornada. El uno subió a la visita, y el otro se quedó en la zaguán, y pudiera muy bien acompañalle, porque un sujeto tan delgado estaba muy a propósito para cualquier conversación.

Al fin, cuando entraban por la puerta de la sala tío y sobrino, se puso en pie mi señora doña Inés, que los saludó con una reverencia tan cortés, que pudiera satisfacer la vanidad de cualquier mendigo escudero (porque éste nunca fue achaque de grandes señores), y tan airosa, que debieron presumir que llamada de algún instrumento que ellos no oían, salía a danzar o el torneo o la gallarda. La casa espiraba olores, porque rociada toda con agua de ámbar y poblada de varios ramilletes, se juzgaron la vista y el olfato inméritos de tanto beneficio. La pieza era baja, cuyas rejas que caían sobre un jardín, se hallaban vestidas de jazmines y retamas, recibiendo sus hierros hermosura, y aun tocados de tanto fuego, con ser tan fríos. El digno dueño de estas maravillas presidía desde su estrado con su belleza animada a todas las demás, que aunque admirables, de espíritu inmortal carecían. Sus cabellos quiso el amor fuesen de oro, porque de más de ser hermosos en sí mismos, mereciesen ser corona de las demás perfecciones; éstos enlazados con unas cintas de vidrios, competidores de los diamantes, parecía que tenían por presos a los mismos, que los prendían, o por lo menos estaba dudosa la vitoria. Las mejillas con tanta templanza unían lo blanco a lo encarnado, que formaban un color más digno de admiración que de censura para el arte inimitable y para la invidia de irreprehensible. Reconocerse pudiera en parte por ésta la superior belleza y encenderse en deseos de merecer gozalla. Despegó la boca, y corriendo en sus labios cortinas de rosas, manifestó en sus encías ídolos de jazmines, sus ojos flechaban tantas luces, que a no ser tan apacibles como vehementes, cegaran los hombres en el tiempo que más pudieran desear tener vista, y la perdieran por lo mismo, por quien era forzoso pretender cobralla. Las manos y la garganta vestían cristal tan sutil, que permitía campear lo azul de las hermosas venas. El vestido era de las mismas colores, o por imitar la hermosura grande de su propio dueño, o se puso allí con arte para que con la competencia luciesen más sus perfeciones. Habló donaires envueltos en agradables cortesías, porque Amor no dejase de hacerla prisión por falta de alguaciles.

Sintióse don Antonio robar el alma, y sintió que le robasen lo que él conoció que debía dar liberalmente, siendo él, que hasta entonces había sido escaso, aquí pródigo de lo más importante. La bellísima tirana, por asegurar más la prisión, honró al instrumento de una guitarra, poniéndole en sus manos, cuyas cuerdas heridas de ellas (mal dije, regaladas), fueron compañeras de su voz, que desató este romance con suavísimos acentos:



    -Mucho quiere la serrana
a un pastor cuyas ovejas
la imitan en la blancura
tanto como en la inocencia.
¡Oh qué bien sabe querer!:
pudiera poner escuela,
a no ser sólo el maestro
de amor la naturaleza.
Nació de padres humildes,
y sus obras no lo muestran,
mejor vive que nació,
a sus pasados enmienda.
Ausente está de su amante,
y amor que asiste con ella
por lágrimas la ejecuta,
que es tirano en cobrar deudas.
Al fin lloró tiernamente,
y otra serrana le ruega
dé cuidados al olvido;
lo que no hiciera, aconseja.
Esforzóse como pudo,
y a pesar de la tristeza,
sobre el río de sus ojos
cantó turbada esta letra:

   «Tiempo que vais y volvéis,
por mi mal volvéis y vais,
pues los años me lleváis
y los daños me traéis.

    Rendida al engaño muero
sin creer al desengaño,
pues de vos que me hacéis daño
es de quien mi bien espero.

   Tiempo, conmigo os perdéis,
que mal mi vida ocupáis,
pues los años me lleváis
y los daños me traéis.

   No puedo hablar libremente
de vos, que temo el castigo,
porque sois un enemigo
que siempre os tengo presente.

   Tiempo, en todo cuanto hacéis
serme contrario mostráis,
pues los años me lleváis
y los daños me traéis».

Lo que se cantó abrió puerta a los discursos del amor y sus efectos, sirviéndole la misma plática de tercero a don Antonio, para revelar sus intentos. Escuchábale Inés tan falsa como hermosa y suspendíale con equívocas respuestas, empeñándole con más veras en su perdición. Mirábale con descuido y escusábase de miralle con cuidado, desmintiendo el arte al arte, que llegó a ser tan sutil que cuando fue mayor, pareció no habelle. Engreíase el caduco, que como tan vano, presumía en sus partes méritos capaces de tanto favor, y alentado en los premios, reverdecía el ánimo, ya que era imposible el cuerpo. Esta prosperidad se trocó, mudando los aires, porque entró un mancebo a la visita, veintidoseno en los años, número excelente para la edad de las personas y los paños de Segovia, muy crespo y muy rizo, azul en el cuello, rubio en los bigotes, amarillo en los guantes, negro en los zapatos, alta la contera y baja la vista. Hizo la cortesía como muy de casa, siendo recebido con la misma correspondencia. Miraban con atención tío y sobrino el aliño brioso del mozuelo, que hablando, desmereció en los oídos el crédito que había granjeado en los ojos. Pocas razones y esas necias dijo, con que vinieron a parecer muchas. Quiso enmendarse y consiguiólo, porque pidiendo la guitarra, cantó en la voz de un contrabajo, en que era el más insigne de aquellos tiempos, estas redondillas:



   -Si atrevimiento tuviera
como os he tenido amor,
fuera menos mi dolor
y mayor el premio fuera.

   Está el corazón dudando,
hablar y callar querría,
y entre el miedo y osadía
hablan mis ojos llorando.

    Que entre firmes corazones,
que saben de amor constante,
ya es lenguaje del amante
lágrimas y no razones.

   Y en un hombre que es prudente
y ya perfecto en la edad,
es mayor dificultad
llorar que hablar cuerdamente.

   ¿Cómo hace el ciego Dios
este loco desconcierto,
que sea yo, señora, el muerto,
y que yo llore por vos?

   Y más que si lo miráis,
hace que llore mi suerte
por vos que me dais la muerte,
y no porque me la dais.

    Que Amor, dios rapaz y ciego,
para que abrasado muera
echa toda el agua fuera
y va acrecentando el fuego.

    Huélgome suceda así,
aunque ofenda a mi paciencia,
porque os jure la experiencia,
que ya os quiero más que a mí.

   Que entre cuantos han amado
con natural afición,
puedo hacer ostentación
del más firme enamorado.

    Fuera del alma no encuentro
mi amor en otro lugar,
porque el alma os quiere amar
desde sus puertas adentro.

   Tan honesto le ha criado
la razón que le concierta,
que de la boca a la puerta
hasta agora no ha llegado.

Vivió bien de esta manera
mientras fue niño menor,
pero ya, como es mayor,
se muere por salir fuera.

    Por sosegar sus antojos
le ofrezco, señora mía,
que le ha de sacar un día
al campo de vuestros ojos.

    Pero no se pierda en él,
   y me echen la culpa a mí,
que donde yo me perdí
no es mucho se pierda él.

    Si no es que vuestra belleza
despierte a tener piedad,
haciéndoos con su humildad
vencer la naturaleza.

    Pero de cualquiera suerte
el alma está a vos rendida;
para vos quiero la vida
y por vos quiero la muerte.

Así publicó su voluntad aquel valenciano Orfeo, que preso de aquella Circe del Andalucía y hallándose como ella insigne cantor, quería enamoralla con la semejanza, pero como ella fuese toda de yelo, se abrasaba menos con lo que otra se encendiera más, y se desvelaba en prometer con los ojos favores de que el corazón estaba ignorante, para que con esto creciese el séquito de sus amantes. Concibió don Antonio celos, y abrasado no podía encubrir su inquietud. Detúvose en la plática, esperando a que el otro se fuera, que se clavó en la conversación, y así el buen caballero, considerando que había entrado mucho antes, y que para la primer visita procedía tan largo que podía quedar en opinión de cansado, tanto que le cerrasen la puerta y no le admitiesen en las muchas con que adelante pensaba proseguir, volviendo a reforzar las cortesías y cumplimientos que hizo cuando entró, galán y agradecido, pidiendo la licencia que se le dio con muy buena voluntad, volvió las espaldas y no el alma, que se le quedó allí presa y recelosa de ver competidor que al parecer era tan fuerte, asistiese con tanta familiaridad.

Consultó a su sobrino estrechamente para que le aconsejase el principio que daría para comenzar a obligalla, y quedaron de acuerdo que la hiciese una fiesta y banquete en el campo, en una casa de placer que tenía con un jardín y huerta de lo más ameno y fértil de aquel reino. Enviólos a convidar con su mayordomo, cuyas canas y autoridad no merecían ocuparse en mensajes tan lascivos, pero seguía el humor de su amo y no trataba más que de comer, obedeciéndole. Acetaron los dos hermanos y vinieron con puntualidad al convite, ya por no perder el estilo, que era hacer pecheros y tributarios a cuantos pasaban sus umbrales, ya por buscar con la nueva ocasión camino a los deseos de don Sebastián. El gasto fue lucido, porque siempre los miserables no saben tener medio, porque para una ocasión ayunan toda la vida. Roban para la vana ostentación de un día, lo que deben a la necesidad propia de muchos, cumpliendo con todos y faltando consigo, locura o ignorancia, o por mejor decir todo, que una culpa llama a las demás, y un error concilia el tropel de los otros errores.

Atento estaba Pedro al sitio y disposición de aquel lugar, y acetóle para teatro de su entremés, principio y fin de la tragedia que de él se le siguió a don Antonio. Paseóle dos o tres veces, y después otras tantas le midió a pies; atento el caduco mezquino a sus acciones, le examinó la causa de su inquietud, a quien mostrando estar divertido, no respondió a propósito, para ponelle con su arrobo y suspensión en mayor cuidado. Dos Sebastián recibía gozo interior, como aquel que penetraba que todos aquellos pasos se dirigían al fin de su intento. Volvió otra vez Pedro a la misma diligencia y el viejo a encenderse en el deseo de inquirir la causa de aquella curiosidad, y tampoco fue oído, porque Perico, clavando los ojos al cielo y haciéndose misterioso en todas las mudanzas de su semblante, que le vestía con arte de más colores que el abril a las selvas, enmudecía, y si daba respuesta era destemplada con la pregunta, o tan equívoca, que estaba muy difícil su examen y después incierto el suceso. Trataron de volverse al lugar, y por hacer más gratos los pasos del camino, aquella reina que sin más méritos que los de un embuste bien armado, de Marina y moza de mesón, ascendió a la dignidad de ser llamada doña Inés de Meneses, enriqueciendo los aires y despertando los ánimos a incendios de su voluntad, cantó con donaire los muchos que encierra en sí esta letra:



    Anda niña anda,
que el Amor lo manda;
anda morena,
que el Amor lo ordena.

    Niña de ojos dulces,
sabrosa de cara,
blanca en la color,
morena en la gracia,
ya que el Amor niño,
dios de nuestras almas,
te ordena que andes,
no vais turbada.
Para darte ayuda
vendrá la Esperanza,
que Amor a sus hijos
se la da por aya.
Mas no todas veces
imites sus plantas,
que estás a peligro
si subes tan alta.
Anda niña anda, etc.

    Amor aborrece
niñas sosegadas,
que como él es fuego
inquieto no para.
Cuando estar pudieres
puesta a la ventana
haciendo a tus ojos
jueces del que pasa,
nunca los ocupes
en curiosa holanda,
que enferma los años,
y la vista gasta.
Si tuvieres coche,
olvida tu casa,
ruede la Fortuna
en ruedas tan vanas.
Anda niña, etc.

   Si a la puerta fueres
de Guadalajara,
de cuantos entraren
cobra la alcabala.
A la platería
cuando estés cursada,
ir a correr puedes
sortijas gallardas.
Trae siempre novenas
porque tengas causa
de andar por el pueblo
tardes y mañanas.
La estación del prado
no es para olvidalla,
nunca entres postrera
ni primera salgas.

    Anda niña anda,
que el Amor lo manda;
anda morena,
que el Amor lo ordena.

Apenas espiró en los últimos acentos el canto de doña Inés, cuando dijo don Sebastián, vuelto al autor de aquella letra:

-¡Oh impertinente, oh loco, seas quien fueres! ¿Cómo, vano, a las mujeres persuades lo mismo que habíades de reprehender, y aplicas espuelas donde era necesario freno? Si ellas son la misma inquietud y jamás supieron calentar la casa ¿para qué das doctrina en lo que son maestras con eminencia? Porque ni con esto las enseñas cosa de nuevo, ni calificas más su libertad.

Inés, viéndole colérico en esta plática, socarrona le contradecía blandamente, sin convencelle y sólo para provocalle a mayor indignación, que le duró algún tiempo, hasta que restituyéndose a su ordinario sosiego, reconoció que se había precipitado más de lo que convenía, porque decir mal de las mujeres en su misma presencia, al mismo tiempo que se trata de galanteallas, es suma ignorancia y tocar en lo último de la descortesía; acción de que sólo pueden salir bien, o los que no son potentados, o los que son vecinos de Capadocia, como gente que vive desesperada de jamás merecer poseellas.

Entretenidos en esta controversia, llegaron a la posada del Pedro transformado en don Juan de Meneses, que, mudo a todo lo que allí sucedió, se pintaba ocupado en altas contemplaciones. Don Antonio se retiró a la suya, donde entró en batalla con su pensamiento, por ver si podía dar caza a los discursos profundos de aquel ingenioso en malicias, pero como se hallase más embarazado, trató de hacer paz con ellos, siendo el sueño medianero, aunque no fue tan quieto, que este cuidado no se le rompiese en su mayor bonanza, restaurando con el de la mañana, que se alargó hasta el medio día, lo que perdió con la mala noche. Por esta causa comió tarde, pero apenas se alzaron los manteles, cuando Pedro muy solícito entró a visitalle, y hablándole al oído, le pidió con muchos encarecimientos que le diese la llave de su casa de recreación, porque tenía necesidad de festejar allí una dama que le tenía muy picado. El astuto malicioso viejo concedió con muchas cortesías y ofrecimientos, y despidiéndose dél, tomando el camino de dicha casa por otro paraje, con otra llave entró en ella por la puerta falsa, y escondiéndose en una pieza baja, se determinó a ser espía de sí propio y enterarse de los intentos de don Juan de Meneses, que así como llegó (bien gozoso de haber entendido de un criado de don Antonio, que él se le puso de su mano, que estaba allí porque convenía mucho para el fin de su empresa), empezó a dar orden a los jardineros y hortelanos que cerrasen las puertas, que él requirió después, haciendo muchas demostraciones en su diligencia para que se presumiese que le importaba mucho la soledad en esta ocasión, porque aun a ellos les mandó que se retirasen, y con tanto rigor, que apenas dejó uno dentro de aquella amena y apacible estancia.

Sacó luego un libro grande y una vara, y leyendo en él unas palabras que parecieron arábigas al avaro que estaba escondido, según él refirió después, dijo luego en idioma castellano, hiriendo los aires y la tierra con la vara:

-Rey moro, a quien la Fortuna en los siglos pasados hizo señor de esta ciudad y reino, y después elegiste tu sepulcro en este propio lugar, a donde también con tus mezquinos huesos aprisionaste tus riquezas, yo te mando, en virtud de las palabras que tengo referidas en arábigo, que me declares en qué asiento o lugar le escondiste, y no seas rebelde ni duro a mi mandamiento, porque haré que tu cuerpo y tu alma sean atormentados en los negros palacios (donde la llama espira envuelta en humo) con azotes de eterno fuego; y porque no dudes de responder a mi pregunta, ignorante del lugar que será más a propósito para que yo escuche tu respuesta, es mi voluntad que satisfagas a mis dudas desde lo alto de aquel negro y espacioso moral, que viste luto en memoria de aquellos amantes tan majaderos como finos, asegurándote, que de lo que en esto por mí hicieres, tendrás premio, porque yo levantaré un sepulcro a tus cenizas, tan sumptuoso que será reverenciado de los moros y admirado de los cristianos.

Advierte, letor importuno y melindroso, tú que todo lo fiscalizas, porque después no me arguyas a las espaldas, que un criado de don Juan de Meneses tan ingenioso como el dueño, aquel día con cierto embuste había entrado en el jardín, y buscando ocasión, para no ser visto, se subió en lo más alto del moral, cuya espesura era tanta, así de hojas como de fruto, que le pudo tener bien escondido. Este, así como su amo concluyó el razonamiento, asomó por lo más alto del árbol una calavera, y entristeciendo la voz lo más que pudo, dijo:

-¿Qué me quieres? ¿Por qué me fuerzas y oprimes con tus conjuros, cristiano caballero?

-¡No te resistas! -replicó el astuto, aunque fingido encantador, levantando la voz y la vara con la cual amenazaba los aires fuertemente.

Entonces, arrojando del pecho grandes gemidos, soltó segunda vez los acentos el bien industriado sirviente en esta forma:

-Ya que tanto porfías y no puedo ser inobediente a tus preceptos, porque tus palabras bastan a domar todas las infernales sombras, sabe que no hay palmo de tierra en todo el sitio que esta huerta y jardín ocupan, que no sea sepulcro de un inmenso tesoro. Ruégote que rompas la tierra con silencio, porque si esto llega a noticia de los demás cristianos, lo perderás sin gozar de ello ni una pequeña parte, y dando en manos de tu rey, perseguirá a los moros africanos, con quien yo tengo estrecho amor y antiguo deudo.

Con esto, haciendo un muy gran ruido, escondió la calavera. Suspenso y arrebatado de estas maravillas, el cudicioso y avaro viejo se hallaba ajeno de sí y confuso, y aunque pudiera con lo que vio retirarse, no quiso, pretendiendo ser el último que desocupase aquella estancia. El fingido Meneses, prevenido con su malicia de aquello mismo que sucedía, entretuvo el tiempo que restaba de luz en hacer círculos en el suelo, hasta que con la venida de la noche pudo aquel aprendiz de sus embustes bajarse del árbol y saltar a las tapias, dándole el pie su maestro, porque aunque tenía llave, no quiso, haciendo ruido con ella, que se entendiese que alguno había salido y dejar sospechoso el caso. Con esto, llamando a los jardineros, se despidió de ellos, y salió solo en su presencia, en la forma que había entrado. Apenas él volvió las espaldas y se puso a caballo para restituirse a la ciudad, cuando, rompiendo aquellas escuras prisiones, don Antonio mandó que le encendiesen un hacha y, requiriendo la huerta, hizo que un hortelano se subiese al moral, fingiendo que creía que en él se había escondido un ladrón. Bajó el hombre y afirmó con juramento no haber hallado entre sus ramas ni a un pájaro que las habitase, con que él se aseguró más, y entregándose todo al crédito de aquel caso, se juzgó hijo de la Fortuna y señor de sus riquezas.

Volvió a su posada y halló ya en ella a Pedro, que dándole muchas gracias por la merced recibida, le dijo después que aquel sitio, aunque apacible y ameno, era poco sano, y que le estaría muy bien deshacerse de él, y entregándole la llave, prosiguió de este modo:

-Este es consejo de amigo, vuesa merced le venda, que yo haré que le den cuatro mil ducados más de lo que le costó, la mayor parte de contado, y tomando algo a censo sobre la misma posesión.

A esto respondió que lo miraría de espacio, porque como él había plantado de su mano los más árboles, en cierto modo les tenía un paternal amor. Con esto, se despidieron, quedando más cudicioso el avariento y tan vencido de este insaciable apetito, que lleno de inquietud gozosa, no reposaba, haciendo tantas fábricas en su imaginación, que fue no pequeña maravilla amanecer otro día con entera salud en su juicio. Pedro, por empeñalle más en el engaño, le escribió un papel en que le daba priesa por la resolución, y le decía que sobre lo que le costó, si había dicho que cuatro, haría que fuesen ocho, y que porque no dudase, lo efectuaría de modo que la cantidad se diese toda de contado y nada a censo. Satisfízole con decir que él había puesto su gusto en aquella casa, y que éste era tanto, que nadie en el mundo, aunque fuese muy poderoso, era bastante a pagársele; y que así, le suplicaba no le hablase más en aquella materia. Consultó luego a ciertos profesores de la judiciaria, que en aquella ciudad y reino son muchos, y como la ciencia es tan incierta, el embuste y quimera de Pedro afirmaron ser verdad. Este engañado juicio procedido de facultad tan aleve, que burla a los amigos y miente a los que más la obligan, le dio esfuerzo y osadía para hacer un castigo general en todas las plantas habitadoras de aquel sitio famoso, sin que les valiese el sagrado de su belleza, ni el de su inocencia inculpable, que la avaricia siempre fue verdugo aun de los mares que azota con más sed de oro que de sus aguas, tan hidrópica, que mientras más bebe, más desea. Cavó haciendo espantosas profundidades, volviéndose en horror para los ojos la misma parte que les sirvió tanto deleite.

Corrió la voz por el pueblo, bien ignorante de que esto fuese burla, antes muy engañado, porque el origen que había tenido estaba secreto entre don Sebastián y Pedro, que como juramentados cumplían con su obligación y conseguían así mejor el efecto de su deseo. De modo que, para con el vulgo, los principales autores de este movimiento eran los astrólogos, que ya obstinados y pertinaces no acertaban o no querían desengañarse, y variando en el lugar infinitas veces, apenas tuvo en la casa aposento que no padeciese las injurias de los azadones; pero, como en ninguna parte de éstas se viese resplandecer el metal hijo mayorazgo del Sol, vencidos ya en parte, aunque no en el todo, aquellos vanos profetas se escusaban (¡oh supersticiosos!) con decir que había faltado la diligencia principal, que era buscar alguna persona que conjurase ciertos espíritus que tenían la defensa y guarda de aquel tesoro, y que mientras no se rompiese la puerta de sus encantamentos, se perdería el tiempo y el gasto. Buscó un morisco que en aquel reino tenía opinión de hombre eminente, y después de haberle sacado alguna cantidad de dinero, respondió este embuste, como verdadero dicípulo del demonio, que allí se escondía una riqueza grande, pero que estaba determinado del cielo, que no lo manifestase él, sino uno de los sucesores que había de heredalle, de que el mezquino don Antonio recibió tanto dolor, que mudando naturaleza, no sólo fue liberal, sino pródigo y perdido, diciendo que no tenía que desvelarse por sus herederos, pues la suerte les prevenía tanto tesoro, cuya burla resultó en provecho de los mismos actores, porque eran los que más le desfrutaban, a título de ser sus mayores amigos y confidentes.



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