Saca el industrioso Pedro, del cuerpo de
la ciudad de Valencia (como si fueran espíritus malos), tres
hombres que la tenían inquieta y cansada
Aquellas
señoras valencianas caminaron en su coche a una casa de
placer con la castellana cantora, porque sin sus gracias y
donaires, parecían los entretenimientos descabales y no
cumplidos. La merienda estuvo regalada y el sitio tan ameno, que
despertaban lo uno y lo otro los sentidos a nobles deseos, y a
suavísimas ocupaciones. Fueron en seguimiento de ellas unos
caballeros gallardos y lucidos, que habiendo hecho el gasto de lo
que se merendó, procuraban cobralle, ya que no fuese posible
en otra cosa, en la voz de Inés, que era lo mismo que en el
viento, pues él se la lleva, que para los que traían
tanto fuego, si no era el eficaz remedio, por lo menos algún
modo de alivio. Uno de ellos, que cantando con áspera voz
enmendaba este defecto con la destreza, y suavidad del tañer
la guitarra, oro con que se dora semejante píldora, por
obligalla con la lisonja, bañó el aire con la
armonía de las cuerdas, y entonando la voz desató
ella estas razones:
-Serranos de
Manzanares,
yo me muero por Inés,
cortesana en el aseo,
labradora en guardar fe.
De cuyos ojos honestos
se dejó el Amor vencer,
que aunque es su color el
pardo
son más bellos que
Aranjuez.
Cuidado el alma no engendra
que la deje de ofrecer,
porque como son sus hijos
quiere que se ocupen bien.
Tras sí se llevó mis
ojos,
pero ya no es menester,
porque ellos se van tras ella
después que saben quien
es.
Invidia pone a los cielos
cuando su hermosura ven,
porque puede a los jardines
hacer ricos con su pie.
Celebremos pues, serranos,
con voz dulce y pecho fiel,
este prodigio del cielo.
Decid, como yo diré:
«Labradora
tu puedes rendir al amor,
si el abril son tus plantas, tus
ojos el Sol».
No es mucho que a
tu beldad,
rica de prendas
estrañas,
estas soberbias
montañas
la miren con humildad,
y su antigua majestad
la inclinen a tu valor,
si el abril son tus, etc.
Aunque
conoció Inés no ser ella el sujeto contenido en el
romance, porque jamás había pisado los campos de
Manzanares, de más de que el tercer verso de la primer
copla, que dice «labradora en guardar
fe», no le tocaba por ningún lado, agradeció a
aquel ilustre cantor, que en la semejanza del nombre se hubiese
acordado de ella, y celebrado en el modo que pudo su persona, y
recibiendo de él la guitarra, que era de ébano y
marfil, juntó el de sus manos al del instrumento, que se vio
de ellas tan excedido que en su presencia tan ébano
pareció el marfil como el ébano, y luego dando
deleite a los oídos y veneno a los corazones, cantó
airosa y apacible:
-Laura, si es
que a veros voy
en cuantas partes
estáis,
es porque vos me
lleváis
siguiendo el alma que os doy,
que como difunto estoy;
vuelto en sombra os voy
siguiendo
no espantaros pretendiendo,
más por si os moviese
amor
con la sombra del dolor
a donde estoy padeciendo.
Ha puesto mi
inclinación
sólo en veros sus
antojos,
por dar más gloria a los
ojos,
que no a la
imaginación,
que pues fueron la
ocasión,
oh Laura, de conoceros,
yo les confieso el deberos,
y así a pagallos
asisto,
este bien de haberos visto
con volver, señora, a
veros.
Contemplar
vuestra hermosura
es llegaros a ofender,
que es fuerza se hayan de
hacer
mil hierros en la pintura,
y así es cosa más
segura
el mirar vuestra belleza,
que si os amo con fineza,
que es como se os debe amar,
yo no os tengo de quitar
lo que os dio naturaleza.
Ya los
bárbaros antojos
de mis ojos se han deshecho,
que vos habéis
satisfecho
la cudicia de mis ojos,
ricos con tales despojos;
no tienen que desear,
sino es sólo conservar
el bien que pueden perder,
temiendo, que tanto ver
se les convierta en llorar.
Si os diera en
aborrecer,
muriera con la mudanza,
pues amar sin esperanza,
por fuerza he de perecer,
y si la muerte ha de hacer
que yo en mis años
primeros
ensangriente sus aceros
con amaros o olvidaros,
muera yo por adoraros
y no por aborreceros.
Si
aborreciéndoos muriera,
con tal muerte me afrentara,
pues ser bárbaro
mostrara
cuando al bien aborreciera;
amar y morir quisiera,
mirad, como Amor me tiene
después que en vos me
entretiene,
pues para morir honrado,
que es el fin más
deseado,
el amaros me conviene.
El día y el
canto de Inés espiraron a un mismo tiempo, porque el sol,
que hasta entonces de cortés se había detenido,
acudió a la obediencia del orden fatal, y ella y las
demás que la acompañaban trataron de volverse a la
ciudad, venciendo resistencias y porfías de aquellos
caballeros amantes, que con ruegos y promesas, y aun alguno de
ellos con dádivas de presentes, y no poco ricas, procuraba
adquirir la vitoria, o por gozarse en tanto gusto, o por
desvanecerse en tan singular triunfo, y más creo lo segundo,
porque los poderosos de nuestro tiempo no se recrean tanto en la
posesión del deleite, como en la noticia que de él
tiene el vulgo, que aun en los actos torpes solicitan los aplausos
plebeyos. Quedaron burlados y despedidos, y en medio del yelo de
este desdén, más abrasados.
Halló
Inés a Pedro retirado en su estudio, porque, como él
refirió de sí mismo, era excelente latino y
filósofo, y no menos poeta sutil y culto. La causa de esta
reclusión procedía de que en aquella ciudad
asistían tres personas molestísimas a los ingenios
apacibles, que habían librado su venganza en la industria
del cordobés. Las partes de estos cansados fueron las que yo
diré con brevedad y no sin risa. El primero, un tahúr
astroso y desmelenado, muladar de las conversaciones y asco de los
ojos menos melindrosos y más bien acondicionados. Cuando
perdía, insolente y bla[s]femo, negaba la reverencia a lo
más alto, a lo más arcano de la divinidad,
adquiriendo por esto entre todos nombre del Tahúr Renegado,
siendo por él más conocido, que por el apellido que
heredó en la sangre de sus abuelos. Los defectos del segundo
no se tenían por menos perjudiciales, porque con un natural
duro y grosero porfiaba en hacer versos a pesar de la naturaleza,
que le negó tan alto don, de cuyo rudo genio y
vilísimo estilo murmuraba nuestro Renegado Tahúr con
algún donaire, causa de que los dos fuesen enemigos. Los
crímines del tercero tenían más disculpa,
porque siendo un ciego mendigo, vendía por las calles, para
alivio de su miseria, algunos embustes: plato del vulgo y
crédito de ignorantes, siendo gran perseguidor del Turco, a
quien no dejaba sosegar en su casa, y que, a conocelle, pienso que
le temiera más que a la potencia de la Liga, porque
disfamaba su autoridad cada día con mil ridículas
novelas; bien es verdad que no se le puede negar que era un hombre
milagroso, porque hacía él más milagros en un
año que todas las imágenes devotas del reino en diez.
Dispensárale el pueblo estas y otras mayores culpas, a no
ser persona que con feroces y desiguales gritos pregonara sus
obras, muchas veces a tiempos que le inquietaba. Por esta causa,
fue condenado entre los demás y entregado a tan ingenioso
verdugo, y no descuidado, pues entonces en aquella soledad
fabricaba la burla común de tres.
Estuvo en esta
ocupación detenido más de tres horas, y saliendo
después a la cena tan divertido que con brevedad la dio
despacho. Partió luego para la casa del ciego vociferante, y
mudándose el nombre y afirmando ser el miserable poeta que
atrás tenemos referido, le dijo que allí le
traía una obra nueva con que había de ganar muchos
dineros. El ciego, esgrimiendo la boca y haciendo en ella varios
gestos con alguna novedad y no sin estudio, le preguntó:
-¿Qué es la materia?
Y él
entonces respondió:
-Es que un hijo de
vecino de esta ciudad, de malas y perversas costumbres, por ser muy
vicioso y desordenado en el juego, llamado fulano -(y nombró
el Renegado Tahúr)-, dejado de la poderosa mano del cielo,
se pasó a Berbería y renegó.
Entonces el ciego
replicó así:
-He vendido yo
este año otros dos pares de coplas de renegados y
está el pueblo cansado de tanto reniego, aunque el ser hijo
de vecino y conocido, las podrá hacer vendibles. Lea vuesa
merced algo del invocatorio.
Y echando luego
mano a la garganta, se rascó un poco, y aun más que
mucho, ejecutando algunas muertes, que por no violar la limpieza
que siempre he profesado en mis escritos, no las refiero. Entonces
nuestro Pedro dijo así:
Sagrado Dios
eternal,
hijo de Virgen María,
pues mi musa es tal por cual,
sacadme de esta agonía
o echaréme en un
corral.
Socorredme, Dios
bendito,
para que cante la historia
de un renegado maldito,
que deste mundo en la escoria
se echó a rodar el
precito.
En esta ciudad
nació
de Valencia en esta misma
del mismo de que hablo yo,
y recibió el olio y
crisma
de que después
renegó.
Tratóle
Dios con regalo,
como si buen hijo fuera,
mas yo cual Sardanapalo
si por hijo le tuviera
le pegara con un palo.
-Por cierto -dijo
entonces el ciego con mucha ponderación-, que v. m. se enoja con
razón justa, y que lo mismo me hiciera yo, si le tuviera
presente, y siendo ciego no fuera mi palo el que menos le doliera;
pero es menester que veamos si hay algún villancico a la
postre, porque es lo que más agrada.
-Oiga
-replicó Pedro-, que de todo vengo prevenido.
Y poniendo los
ojos en el papel, leyó así:
Lucifer
cayó del cielo
y de ángel se hizo
mochuelo,
Lucifer
desvergonzado
quiso con Dios competir,
y él no lo pudo sufrir,
por ser tan justificado.
¿Qué más se quería el malvado
sino gozar sin rencilla
de aquella angelical silla
que no la soñó su
abuelo?
Lucifer, etc.
Viendo
desvergüenza tal,
dijo el ángel San
Miguel:
«Denme mi espada y
broquel.
¿Esto pasa?
¡Pesía tal!»,
y fuese para Luzbel,
y
encontrándose los dos,
le dijo:
«¿Quién como Dios?
¡Vete al infierno,
nezuelo!».
Lucifer cayó, etc.
Más le
agradó al ciego este villancico que lo principal de la obra,
y por él se prometió venta y despacho provechoso, y
así trató luego de los intereses, que como los de
Pedro no eran más que lograr su embuste, le dio el papel
gratis, encargándole mucho que le sacase luego a luz.
Parecióle que así quedaba la diligencia bien hecha, y
volviéndose a su casa, reposó aquella noche quieto. A
la mañana, salió por el lugar y les dio parte a los
amigos confidentes del estado que este negocio tenía, que
alabaron, tanto como la invención, el modo de ejecutalla con
suavidad y sin ruido. Entretenido de esta esperanza, pasó
cuatro días, y al quinto logró el fruto de su
sementera con abundancia y felicidad. Sucedió
así:
Estaban Pedro y
sus camaradas a la puerta del Aseu, y con ellos el Tahúr
Renegado, platicando en diversas materias, y él tan
gracioso, como otros días, y soberbio (achaque que le
repartió entre otros su apestada naturaleza) se
desvanecía diciendo que nadie le había perdido
jamás el respeto, ni por escrito, ni de palabra, antes
pensaba que el cielo puso en su rostro algunas luces
sobrenaturales, pues todos le veneraban y temían; que era
él persona que sufría que todos se le atreviesen a su
hacienda sin rehusar nunca el ser condenado en costas, pero que el
decoro de su reputación había de estar siempre en
pie, o sobre ello aventurar la vida con el mayor señor, con
el más poderoso ministro; que sólo aquel infame Poeta
Pedantón (que así llamaba a su contrario) hablaba
algunos atrevimientos por los rincones, como aquel que
conocía cuán caro le saldría este intento, si
usase de él en las publicidades.
A este mismo
tiempo que él granizaba fieros y amenazas, pasó el
ciego por aquella parte relatando en sus voces descomunales y
acostumbradas. El Renegado Tahúr, que se oyó nombrar
por sus nombres, propio y apelativo, quedó arrebatado y
dudoso de que aquello pudiese ser, como a él le había
parecido, aunque la turbación de los semblantes de todos los
que con él se hallaban acreditó su sospecha. Mas con
todo eso volvió a aplicar segunda vez los oídos y
confirmó su desdicha con más fuerza de dolor, y
acometiendo al ciego, le quitó los papeles de las manos y
leyó el título de las coplas, y halló que era
de la misma sustancia y modo que lo que él relataba en voz,
y caminando al último renglón a buscar el nombre del
autor por quien eran compuestas, halló ser aquél de
quien acababa de hablar con tanto desprecio. Ejecutara con la
cólera en el ciego algún inclemente y desvariado
castigo si los presentes no le sacaran de sus manos, deteniendo al
uno y dando escape al otro. Éste prosiguió por todas
las calles de Valencia hasta la noche, que volvió a su casa,
sin entrar en ella un solo pliego de más de ochocientos que
había sacado, porque como el hombre era tan notable y
conocido, todos compraban las coplas, y muchos, tres o cuatro
pliegos dellas. Pedro, por perficionar su malvada y peligrosa
empresa, quedándose solo con el Tahúr Renegado para
despertalle los apetitos de la venganza, socarrón y mesurado
le dijo:
-Amigo mío,
yo no lo soy poco, pues estando vos en opinión de
tahúr y renegado, os doy en público este nombre.
Advertid que no es justo que aquel disfamador de las musas
españolas, ingenio tan insolente que con ser vírgenes
las estupra y hace violenta fuerza para que le acudan con los
consonantes, se os atreva. ¿No veis por el estraño
estilo con que hoy os ha entregado en las manos del vulgo para que
por esas calles os embistan los muchachos? Gentil corona se os
previene de martirio, porque los rapaces suelen hacer la
imitación del de San Esteban en sus amigos, como se hallan
los guijarros tan a mano. Por lo menos, ya que vos no estéis
en un muladar como el Santo Job, el muladar estará en vos,
por la inmensa cantidad de trapajo que arrojará sobre
vuestros hombros esta gente incorregible y mal aconsejada.
¿Qué pensáis que significa poner a lo
último de las coplas el villancico de Lucifer, sino
reprehender vuestra soberbia y fealdad? Que aun en aquello que
más encubre, más os hiere. ¿Posible es que
vuestra corónica ande escrita en papel de estraza, siendo el
autor un poeta lego y el que la vende un ciego mendigo? Apenas esta
noche asombrará las luces el día, cuando las mozas
que van a las tiendas empiecen a cantar los versos de la renegada
historia, sin que sean bastantes a remediallo ni el rigor de la
justicia. Yo no os aconsejo que derraméis la sangre de
vuestro prójimo, porque de mi naturaleza soy más
escrupuloso de lo que en mis palabras parezco. Sólo
querría que esto no se disimulase, porque vuestra flojedad
no engendre en aquel Pedantón mayores atrevimientos.
Armaráse luego de sus romanzones duros, y más que
duros infinitos, porque son tales que ni el principio se les conoce
ni el fin se les halla, y con ellos dará nueva risa al
pueblo, refiriendo vuestras acciones, que aun sin eso ellas de su
cosecha son ridículas. ¡Ea, valeroso amigo!, haced
esfuerzos en vuestro corazón, y vencedor de estas
ignominias, sin desnudar la espada, con vuestro ingenio os vengad
del suyo, que aquella es buena herida que se da por los mismos
filos, y sólo aquel es perfecto desafío que se hace
con iguales armas, que yo dedicaré de mi parte mis desvelos,
mis vigilias, y si fuere necesario, el riesgo de mi persona y
vida.
Tan largo y
afectuoso fue el razonamiento de Pedro, que ponía en
persuadille la eficacia que pudiera a un gran monarca, para que
restaurara de los turcos la Santa casa de Hierusalén. Con
esto, se despidieron, y el Renegado Tahúr, que aunque le
sabemos otro nombre habrá de pasar con éste, por no
quitalle la máscara, al mismo tiempo que referimos sus
afrentas, se retiró a su posada, donde pasó la noche,
triste, larga y confusa, doloroso y desvelado, buscando
algún camino a la satisfación de tanto agravio, como
aquel que no advertía en el engaño y se
persuadía fácilmente a la credulidad de tanto
embuste, por no tener otro enemigo declarado sino el autor supuesto
de aquellos coplones. Estúvose en su casa encerrado algunos
días, y echó voz que se había ausentado, por
asegurar al que a él le parecía que podía
vivir receloso, y ayudándose de algunos amigos honrados que
le tenían obligaciones, fabricó esta burla, que
él llamaba venganza, siendo verdadero principio de
ofensa.
Fue pues, que el
menguado poeta estaba malferido de amores de una señora
doncella vecina suya, noble, hermosa, rica, entendida, y de pocos
años, supremos dones de la naturaleza y de la fortuna, y que
raras veces concurren en un sujeto. Celebrábala él
con versos suyos, que algunos le salían felices y perfectos,
porque Amor, siempre milagroso, perficiona y enmienda los
espíritus más rudos. Había acabado una noche
un romance para enviársele con un papel el día
siguiente, que descuidado de lo que se le prevenía,
paseándose divertido y olvidado del sueño, cantaba
así suspenso y enamorado:
-Alma de mi
cuidado,
bellísimo imposible,
hermosa más que el
cielo,
y más que el tiempo
libre,
las superiores luces,
que las esferas rigen,
a ti como inferiores
se humillan y se rinden.
¿Qué flor, Belisa
hermosa
(honor de los jardines)
te compite, aunque sea
de Elisios y Pensiles?
Desespera la tierra
de poder competirte
aconsejando al cielo
que a tu beldad se humille.
Tus dientes y tus labios
enmiendan y corrigen
lo rojo en los claveles,
lo blanco en los jazmines.
Invidian las estrellas
a mis ojos felices
que han podido agradarte
con no saber servirte.
¡Oh si pudiera agora
(más, ay, que esto es
difícil)
lo que te quiere el alma
con obras persuadirte!
La muerte hallara
fácil,
pues siempre en tu amor firme,
de mi fe no triunfaran
sus armas invencibles.
¿Qué importa si el
deciembre
con negras nubes ciñe
de los azules cielos
la región más
sublime,
y que de sus cristales
las corrientes derribe,
sepulcro de los montes,
que tal vez los oprime,
si tantas aguas juntas
jamás harán que
espire
el generoso fuego
que en mis entrañas
vive?
¿Y qué importa que
labre
su mano helada y triste
grillos de sordo yelo
al arroyuelo libre,
si estas y otras prisiones,
aunque él más me
fabrique,
Amor para ir a verte
le manda me las quite?
Ármense, pues, los
tiempos
que a todos los resiste
mi voluntad ufana
de ver que tú la
admites.
Esto cantó gozoso
a los bienes sutiles
de Belisa el amante,
dichoso como firme.
Apenas
acabó él de mal gruñir este romance, porque no
tenía voz que fuese capaz de entonación, cuando
oyó otra música, y no diferente de la suya, porque
él se abrasaba de amor, y las campanas de su parroquia
tocaban a fuego; diole cuidado, y abriendo una ventana que
caía a la calle, vio gran tropel de gente que venía
diciendo que era en su casa. Fición que había hecho
el Renegado Tahúr, despertando al sacristán de la
parroquia y dándole dineros porque tocase. Estaba a las
puertas de la iglesia con los amigos que tenemos referidos, y a
todos los que pasaban preguntando por la casa que se quemaba, los
dirigían a la del poeta castigado, aunque inocente, que como
la aprehensión puede tanto, y más en las materias del
miedo, muchos de los que allí se juntaron afirmaban que
veían arder el fuego, que con ser el temor frío, no
había otro más que el mismo que de él
nacía. Acudieron luego muchos ministros de justicia, que
dieron mayor pompa a la tragedia. Nuestro amante metrificador
corrió a las puertas, y procurando abrir, halló
inútil esta diligencia, porque habían cegado con
tanta tierra las cerraduras que la llave no podía moverse.
Aconsejáronle sus criados que se descolgase por una ventana,
pero no teniendo igual ánimo con ellos para semejante
empresa, se entró por un albañal más espeso
que estrecho, aunque al salir dio con la cabeza en una piedra y se
descalabró. Así herido, sucio y bañado de olor
pestífero, estando por lo feo y mal perfumado a un mismo
tiempo aborrecible a la vista y al olfato, le llevaron a curar por
la vecindad a la casa de su dama, que viéndole con aquella
horrible presencia, recibió de su persona aborrecimiento y
desestimación. En tanto que el cirujano hacía
martirios en el alcázar de los incorregibles vientos, que
tal es la cabeza de un amante y poeta, subieron a lo más
alto de su casa, y porfiando muchos de ellos que aún
veían arder las llamas que nunca se encendieron, le
derribaron una chiminea, y con el agua que echaron, cayendo la
mayor parte sobre sus aposentos, se le manchó una colgadura.
Para entrar con mano violenta de justicia, le rompieron las
puertas, consumiendo los ladrones (que a título de hacerse
serviciales, se introdujeron a su sombra) más que la
voracidad del fuego hubiera podido cuando allí reinara con
la tiranía que en Troya. La mayor parte de la noche se les
pasó en esto, y la risa del alba trujo la de todos los
circunstantes, porque desengañados con sus luces de que
allí aun del humo no habían quedado indicios,
reconocieron que en ello se encubría alguna maliciosa y
vengadora treta. Apenas pasaron tres días cuando, quitada la
máscara, corrió la voz del caso por la ciudad y se
supo el autor principal y los ministros que le ayudaron. Pudiera
tan triste nueva acabar con los días del miserable herido,
que despertó en el mayor sentimiento cuando supo que su dama
y las criadas, que con mayor familiaridad la asist[í]an,
hacían entremés del estado presente de su miserable
fortuna. Este desdén, que había de ser
legítima causa para enfriarse, le encendió
más, y procurando olvidar las injurias que recebía de
su dueño, daba gracias por agravios (doctrina que la deben
observar siempre los humildes con los poderosos) alaba[ndo] sus
partes y perfecciones con la lengua y con la pluma, a cuyos ojos
verdes, más poeta y más amante mientras más
herido, escribió estas redondillas:
Ojos verdes, ved
que error,
que estáis, piensan mis
cuidados,
del abril enamorados,
pues os vestís su
color.
Regalo y deleite
alcanza
más que el que adorna los
cielos,
que ellos se visten de celos
y vosotros de esperanza.
Si no
sabéis que os adoro,
para que estiméis mi
fe,
testigos presentaré
en las lágrimas que
lloro.
Pues con causas
diferentes,
que estén ordenan los
hados
en vuestros ojos los prados
y en los míos las
corrientes.
Casi os quisiera
reñir
a no hallarme yo temiendo,
por ver que estáis
prometiendo
lo que no habéis de
cumplir.
Ese color
generoso,
siempre que le llego a ver,
me diera mayor placer
a no ser tan engañoso.
Pues miente y da
confianza,
pienso que es (si bien se
mira)
dar color a la mentira
con el color de esperanza.
Más
¿dónde vamos, deseo,
con estos vanos antojos?
Pues no esperar de esos ojos
es no creer lo que veo.
Pero, aunque
más me asegura
su hermoso color mi bien,
¿qué importa verdes
estén
si es tan negra mi ventura?
¿Quién puede fiar su amor
de ojos de tan tierna edad?,
que habrá mucha mocedad
adonde hay tanto verdor.
¡Ay,
Belisa! ¿Y quién creyera
que es tal mi desconfianza
que adonde está la
esperanza
mi esperanza se perdiera?
Aunque ya temo y
recelo,
por las razones que digo,
que es muy digno de castigo
quien desespera del cielo.
Y así he
de morir amando
vuestra aspereza y rigor,
porque es fineza mayor
esperar desesperando.
Al tiempo que
él cerraba el papel para enviarle a su ingrata
señora, entró a visitarle, fingiendo terneza y
compasión de sus trabajos, nuestro Pedro. Mostró
alegrarse el enfermo con su vista, a quien dio abrazos de amigo,
contóle sus lástimas, significóle su
inocencia. Era éste un hombre de tal condición, que
se esforzaba más para seguir sus intentos cuando se los
contradecían; y así, el príncipe de los
embusteros por persuadille con la disuasión, le dijo:
-Amigo, indigna es
la venganza en los hombres de ánimo tan generoso como el
vuestro, y más cuando los ofensores son tan viles como
éste, en cuya persona sucia y desaliñada se contempla
el muladar mayor de la república; muladar no sólo en
el cuerpo, sino en el alma, pues llena de blasfemas torpezas, es
aborrecible a los ojos de Dios y de los hombres. Si vos sois el
archipoeta de las musas valencianas, y tenéis una pluma de
dos cortes, con que podéis cruzar no caras, sino honras, y
destruir no personas sino familias, ¿para qué os
persuadís a remitir esto a los filos de la espada, que
castigan a veces con peligro del mismo que la ejercita? El sujeto,
pues, es largo y espacioso para decille injurias, si no tan
estendido y dilatado, que parece el epílogo de todas las
culpas, digna materia de los mayores oprobios. ¿Qué
pretende éste? ¿Qué procura? Pienso que
también quiere que se escriba historia de los hechos de sus
vilísimos padres, porque las obras de ellos sirvan de
disculpa para las suyas cuando vea el mundo que tuvo a quien
parecerse en lo vicioso. Si queréis hacer lucida vuestra
venganza, a ley de buen poeta, mordelde en los prólogos de
vuestros libros y en los lacayos de vuestras comedias, y
daréis a un tiempo castigo a sus errores y entretenimiento
al vulgo; y sólo os podré servir de trainel de
algunos cuentecillos en que seré más verdadero que
chismoso, que dándolos vos después colores
poéticos, ganaréis fama para todos, siendo
celebrados, vos por los versos y él por los errores en ellos
contenidos. Mirad, señor, oídme, que parece que os
divertís.
Aquel doliente,
colérico y furioso, respondió:
-Perdonadme, que
no quiero, porque esta plática se opone toda al dictamen de
mi sentimiento. O vos burláis de mi paciencia, o
queréis ver si hay en mí rastros de honrados
respetos. Daréis causa a que presuma que él mismo os
ha inducido a esta diligencia, porque conozco la cortedad de sus
manos, y cuánto teme ver sobre su cabeza las ajenas. El
consejo de lo que en esto he de hacer ya yo le tengo elegido, cuya
ejecución ni puede tardarse ni dejar de ser alabada.
Holgóse
Pedro de verle en el estado que había pretendido, y con
simulación procuró quietalle, encendiéndole
más los humos de la venganza.
La noche se
cerró lluviosa y escura, tanto, que no sabía
cómo volverse a su posada. Envió un recaudo a la
bellísima Inés, que había ido a una visita en
un coche, para que se pasase por allí y le llevase en su
compañía, que viniendo muy a tiempo, favoreció
al enfermo con entrar a visitalle; y después, en una
guitarra que se buscó en la vecindad, mal prevenida de
cuerdas, cantó, aunque forzada, tan risueña que
desmintió en los ojos los pensamientos:
-¿Cómo premiar no pensáis,
Belisa, tantos suspiros?
¿Que no me canse en
serviros
cortésmente me
ordenáis?
A una alma que
no os conquista,
y sólo os trata de
amar,
¿por qué le
habéis de negar
el manjar de vuestra vista?
Serviros
sólo es su oficio;
mejor galardón espera,
que no es bien que de hambre
muera
estando en vuestro servicio.
Fin de obligaros
no llevo,
con servir siempre y amar,
que mal os puedo obligar
con lo que pienso que os debo.
Testigo es,
Belisa, el cielo,
que en cuanto intenta mi amor,
para ofender vuestro honor
no se levanta del suelo.
El camino
habéis errado,
pues cuando el rostro
negáis,
su alabanza le usurpáis
al cielo que le ha criado.
No deis en tan
ciego error;
cierto es que al cielo no
agrada,
que obra tan bien acabada
querrá enseñarla su
autor.
Que tal
perfección ha sido
la que tenéis en el
suelo,
que puede a su autor el cielo
dejarle desvanecido.
No me
despidáis, por Dios,
pues cuando llego a miraros,
pago al cielo con loaros
el bien que le debéis
vos.
Ved lo que mi
suerte alcanza,
y si es mucha mi riqueza,
deudas de vuestra belleza
se pagan con mi alabanza.
Poneros pleito
podría;
pienso que fuera acertado;
que, pues yo la he pagado
más es que no vuestra
mía.
Pero bien no me
estará,
aunque me suceda así,
¿de qué me
servirá a mi
si fuera de vos está?
Señora,
pues la fe mía
que es tan vuestra
conocéis,
tiempo es bien que
señaléis,
para veros cada día.
Pero si
determináis,
que yo me muera sin veros,
fuerza será obedeceros,
haré lo que me
mandáis.
Diferenciaréme así
de amantes que se murieron
por el mucho mal que vieron,
yo por el bien que no vi.
Grande consuelo, y
aun eficaz medio de salud fue para el dos veces herido, de amor la
una y de su cobardía la otra, el oír cantar a
Inés, y en tanto mayor grado creció su deleite cuanto
pudo dársele el ser los versos suyos y en alabanza de su
dama. Quedó con esto sosegado por algún breve tiempo,
hasta que yéndose las visitas, cenó, y tratando de
recogerse para dormir, no pudo. Los deseos de venganza (que en su
opinión era tan justa) le desvelaban. Vinieron el día
siguiente los cirujanos, que en aquella ciudad los hay siempre
eminentes (fruto de sus doctísimas escuelas). Estos le
hallaron la herida en tan buen estado, que le pusieron parche en
ella y se despidieron. Principio fue de la salud del ánimo
el ver la del cuerpo tan aventajada, con que dándose las
manos, la una a la otra fortaleció los miembros y
vistió el espíritu de nueva gallardía.
Salió con esto a misa un jueves, y después
empezó a visitar los amigos, que en su desconsuelo le
acudieron fieles y dolorosos, y procuró armarse para la
satisfación de tan vergonzosa afrenta.
Bien se
prevenía, si la Fortuna no tuviera determinado proseguir el
entremés con mayor gracia y menos riesgo. Fue pues
así:
Levantóse
una mañana para ir a palacio a hablar al virrey sobre un
negocio en que peligraban, si se perdía, grandes intereses
de reputación y hacienda, cuando oyó por su desgracia
otra vez al ciego, que había madrugado con tercera
impresión que de las coplas (de que a él le
fingían autor) hizo, satisfecho de que volvería a su
casa más cargado de moneda que de papel. Llegóse a
él muy enojado, y llamá[n]dole con indignación
nombres llenos de oprobio, y entre ellos vilísimo embustero.
El ciego con el miedo le volvió algunas respuestas
graciosas, y la última tal, que le provocó a grande
risa al mismo tiempo, que acaso venía por la propia parte el
renegado Tahúr, que viéndole tan gozoso, y con aquel
papel, presumió que por tenerle a los ojos se reía
con desprecio suyo y arrogancia propia; y aunque les debía
de haber aumentado algunas glosas a las márgenes,
confirmóse en su sospecha, y caminando para ellos,
derribó por el suelo de un puntapié al ciego mal
mirador, aunque él le llamaba mal mirado, y todo lo fue el
mezquino en aquella ocasión, y después puso mano
contra el desprevenido poeta, a quien repitiera la herida de la
cabeza, y aun buscara en ella mayor profundidad, si no fuera el
Santelmo de esta tormenta un soldado de la guarda del virrey, y
después los alguaciles de la Audiencia, que cumpliendo con
su obligación los prendieron, y escribiéndose la
causa desde su origen, y en ella las burlas y tretas de la una a la
otra parte fabricadas, dieron un día entretenido a Su
Excelencia, y a los señores jueces, que
considerándolo después más bien, hallaron
mucho cuerpo en los delitos para castigallos. Perdía su
juicio el poeta (si es que se pierde lo que no se tiene),
considerando que el ciego había declarado por su
confesión, que él le llevó las coplas a su
casa y le indujo, y aun violentó, para que las imprimiese.
Con esto y con la pública voz y fama que se le probó
de que era enemigo descubierto del Tahúr Renegado, no tuvo
con qué defenderse, y quedó convencido y condenado a
destierro del reino, que salió a cumplir. Su contrario se
vio en mayor peligro, porque el fuego fingido se le probó
haber sido verdadero, y que le pegó, cosa que acriminaba el
fiscal justamente en nombre de todo el pueblo, diciendo que pudiera
padecer su perdición en aquel daño inopinado.
Hablaron en su defensa sus abogados y sus dineros, que eran muchos,
y condenándole en ellos y en destierro, desocupó la
ciudad. Al ciego, por haber impreso las coplas sin licencia, siendo
el caso falso y contra persona en aquella república tan
conocida, estando bueno le sajara las espaldas el barbero de la
cárcel, si no les lastimara su miseria y le disculpara su
ignorancia. También fue expulso a su costa y
llevándole un alguacil hasta ponerle en la raya de
Aragón. Los amigos de aquel nobilísimo inventor, que
vieron la patria libre de tan molestos varones, acudieron a darle
gracias, abrazos y bendiciones, donde celebraron el suceso con una
cena opulenta, sirviendo varios platos de dulces regalados, en que
aquella ciudad se aventaja a las demás de España,
siendo juzgado por el mejor de todos, el que Inés
ofreció cantando apacible este romance:
-La dulce voz de
Amarilis
suspensos tiene los aires
y la plata fugitiva
que sobre los montes nace.
Entre los árboles
verdes
reconocidas las aves
la sacrifican silencio,
deseosas de que cante.
Enamorada la esfera
y sus lumbres celestiales,
por oír tanta
armonía
hacen que la suya calle.
Acompañan su belleza
tantas milagrosas partes
que la gala de su aseo
compra infinitos amantes.
Porque tan curioso estilo
de vestirse y adornarse
le ignora la primavera,
que es quien más de galas
sabe.
Y porque para perfecta
lo principal no le falte,
goza el más agudo
ingenio
que ha vivido entre mortales.
Cuando arrastrando cadenas
de amor en la estrecha
cárcel,
esto le dijo un rendido
esclavo de sus donaires.
«Tus vitorias canta, bella
Amarilis,
entretanto que lloro memorias
tristes.
Memorias de tu
rigor,
señora, pienso llorar,
mientras te escucho cantar
las vitorias del Amor.
Canta, pues que tu valor
tantos pensamientos rinde,
etc.
Dame cantando la
vida
que cantando me quitaste,
pues con tu voz me robaste
el alma, a tu amor rendida,
canta al cielo agradecida,
y alegra los aires libres,
etc.
Entretanto, etc.»
Los últimos
ecos de la voz de Inés fueron estos, y en ellos tuvo dichoso
fin la conversación de aquella noche, previniéndose
los unos a los otros, para proseguir con ella el siguiente
día, ocasionándoles el gusto presente la esperanza de
tenerle mayor en el futuro.