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«El sueño de los héroes», de Bioy Casares: lo policial y lo fantástico

José Miguel Sardiñas





El juego con las expectativas genéricas del lector, el ofrecer o sugerir claves de lectura que en algún momento resultan falsas y deben ser reemplazadas por otras es una característica acentuada de las primeras novelas de Bioy Casares (o, como se sabe, de las que él quiso que se tuvieran por primeras, tras los ensayos fallidos anteriores a 1940). En La invención de Morel (1940), según tuve ocasión de mostrar en otra parte1, los rasgos genéricos en juego pertenecen a la narración policial y a la ciencia ficción, o a una variante de la literatura fantástica sustentada en un supuesto científico. En Plan de evasión (1945) el esquema se repite, aunque el componente policial se debilita en beneficio de una intriga más amplia o ambigua (un conflicto familiar y un complot político). Lo policial es casi una técnica, como notó hace años Ofelia Kovacci2. El sueño de los héroes (1954) parece una ruptura en este sentido, como lo es en otros.

En efecto -y así lo ha observado una parte de la crítica3-, en esta novela Bioy Casares accede a lo que en términos generales y sobre todo por contraste con otras obras puede considerarse el realismo: no el espacio alejado y misterioso de las islas, sino el cotidiano de Buenos Aires; no el tiempo impreciso asociado a esos espacios, sino el datado entre 1927 y 1930 (con numerosas alusiones, además, al período comprendido entre 1946 y 1952, durante el cual la escribió4; alusiones que parodian y ridiculizan al peronismo)5; no personajes canadienses o franceses ni «sudamericanos más o menos internacionales»6, sino tipos tan indubitablemente porteños como podían serlo, en la década de 1920, un compadrito y un grupo de aspirantes a malevos, dentro del cual uno canta tangos, otros los piden y otro -el protagonista- los repite mentalmente; no, en fin, narradores representados por la figura de un escritor, sino por un conversador, por un individuo que se expresa en una especie de lenguaje oral, menos coloquial y local que el de los personajes, pero de todas formas con el propósito ficcional de evocar la conversación.

No obstante, la ruptura en el fondo, o por lo menos en el punto que ahora me interesa -el juego con las expectativas genéricas-, no es tan radical. En El sueño de los héroes también se nos lleva, a lo largo de muchas páginas, por los caminos de una intriga7, que ya no es policial ni por su aspecto ni por otros rasgos, pero que estructuralmente la remeda (se halla al inicio de la obra), y finalmente se nos muestra la verdadera naturaleza fantástica de los acontecimientos y de toda la novela. Observar el modo en que se efectúa ese juego es el propósito de este trabajo.

El sueño de los héroes puede dividirse en tres partes, de acuerdo con el tiempo de la historia; cada una de ellas está precedida por un comentario introductorio que se distingue del discurso narrativo: la primera abarca los antecedentes del protagonista, Emilio Gauna, y lo que le aconteció durante tres noches del carnaval de 1927 (capítulos 1-5); la segunda, un extenso lapso entre este carnaval y la víspera del de 1930 (capítulos 6-24); la tercera, los hechos que culminan en este último (capítulos 25-55)8.

La primera parte comienza, antes de dar inicio a la narración, con un párrafo que caracteriza de modo directo a la novela como fantástica9 o, lo que es muy parecido, establece una pauta genérica para el lector10: «A lo largo de tres días y de tres noches del carnaval de 1927 la vida de Emilio Gauna logró su primera y misteriosa culminación. [...] Lo que Gauna entrevió hacia el final de la tercera noche llegó a ser para él como un ansiado objeto mágico, obtenido y perdido en una prodigiosa aventura»11. Adjetivos como «misterioso», «mágico» y «prodigioso» inducen a esperar un hecho fantástico, al menos en la acepción amplia que el término suele tener (más allá desde luego de las precisiones teóricas y críticas, siempre posteriores), es decir, un hecho quizá sobrenatural; en todo caso ajeno a la causalidad lógica, a la verosimilitud de tipo mimético o referencial. Sin embargo, se trata de un anuncio que las acciones narradas en la primera parte no confirman12. Y es aquí donde empieza el juego.

Gauna es un joven de provincia que se ha mudado a Buenos Aires y que se reúne habitualmente con un grupo de amigos, admiradores del llamado «doctor» Valerga, un nostálgico y funesto compadrito. En 1927 gana una suma de dinero, al apostar a un caballo que le han recomendado, y decide gastarla con sus amigos en los carnavales. Juntos recorren numerosos establecimientos durante tres días, y la última noche llegan al salón Armenonville. Gauna conoce a una máscara, de la que se enamora, la pierde de vista en medio del baile; luego, respondiendo a una invitación de Valerga, va a dar una vuelta por el bosque de Palermo y tiene un duelo a cuchillo con él, su ídolo. Despierta ya sin los amigos en una cabaña a la orilla de un lago. Al intentar averiguar qué pasó, es decir, cómo llegó allí, quién lo llevó, por qué, qué ocurrió exactamente la noche anterior, no consigue nada: de los individuos que encuentra en la cabaña, uno es mudo y el que puede hablar parece desconocer todo. Con esto queda planteado el enigma.

A partir de entonces, durante la segunda parte, Gauna intenta desentrañar lo que el narrador llama «el misterio de la tercera noche» (180), «el misterio de los lagos» (145; 223) y «la aventura de los lagos» (141; 209; 223; 227). Gauna siente una necesidad muy fuerte, que trasciende la mera curiosidad, de conocer lo que pasó esa noche, pues, como él mismo dice: «busco el mejor momento de mi vida, para entenderlo» (231). No obstante, es preciso aclarar que, aunque ese momento parecería incluir a la máscara, es sobre todo la pelea a cuchillo lo que privilegia: «Lo más extraño de todo esto [nota el narrador] es que en el centro de la obsesión de Gauna estaba la aventura de los lagos y que para él la máscara era sólo una parte de esa aventura, una parte muy emotiva y muy nostálgica, pero no esencial» (141). Y a despejar esa incógnita se dedicará como un detective a lo largo de esta sección de la obra, con todo cuidado, interrogando, tratando de notar un descuido revelador, siguiendo toda información que parezca una pista y que desde luego en varios casos el texto ofrece como tales o con probabilidad de serlo.

Así, por ejemplo, la primera vez que vuelve a encontrarse con sus amigos de farra, Gauna «creyó advertir una indefinida hostilidad general» (144) y por eso «previó que averiguar los hechos de la noche anterior no sería fácil como había supuesto» (144). La estrategia con ellos será entonces proceder con cautela y «espiar a sus amigos» (144): «no debía hacer nada anormal, [...] no debía llamar la atención, si quería que lo ayudaran a dilucidar el misterio de los lagos» (145). Al mismo tiempo pone en práctica otras estrategias. La primera: intenta hablar con alguien que acompañó al grupo en las fiestas y que, por no ser parte de él, quizá podría darle información, el peluquero Massantonio; pero el hombre huye, días después vende la peluquería y desaparece. La segunda: durante la visita que hace al adivino o brujo Serafín Taboada, a pesar de su incredulidad intenta sondear, extraer información, pero el Brujo tampoco descorre el velo del misterio; se limita a darle un consejo y a comunicarle que él con sus poderes espirituales intervino para defenderlo aquella noche. Es decir, añade una complicación al enigma.

Después de esa entrevista, en la vida de Gauna ocurre algo que lo aleja de la indagación: conoce a Clara, hija del Brujo, comienza a salir con ella, y acaban por casarse. También surge un conflicto que ocupa no sólo su atención, sino también la del lector: antes de decidir el matrimonio, a Gauna la relación con la joven se le presenta como un obstáculo para la amistad con Larsen, su mejor amigo y, en general, con el mundo de valores viriles del grupo de los llamados «muchachos». No obstante, una noche, mientras padece insomnio, se propone retomar la investigación, y volvemos a los procedimientos policiales. Va de nuevo al lugar de los hechos, el bosque de Palermo, intenta interrogar al amigo del Mudo, visita cabarets del centro e interroga a una prostituta que él imagina que pudo haberse cruzado en su peregrinación de 1927; todo infructuosamente. Con la muerte del Brujo termina la segunda parte, y tampoco en ella se percibe ningún elemento particularmente fantástico. El protagonista anda tras las huellas, no de un crimen, mas sí de un enigma, cuya persistencia no lo deja vivir en paz, y ese enigma atañe a las relaciones del aspirante a héroe con su modelo.

Otros indicios, dispersos a lo largo tanto de la primera como de la segunda parte, refuerzan esta lectura. Al intentar recordar el misterio, Gauna cree que peleaba con Valerga «por cuestiones de dinero» (138), y antes, durante la narración del episodio que presentaba a Valerga, hemos visto al siniestro personaje cortar la cara a un jugador con una carta, recoger el dinero de la mesa y marcharse. Después de la aventura de los lagos, el mismo Valerga pregunta a Gauna: «¿Cuánto le sobró, amiguito, después de la farra de los carnavales?» (165). El interés del llamado «doctor» por el dinero aparece así como una pista sugerida sutilmente al lector, sobre todo al de narraciones policiales. Y finalmente no será una pista falsa, pero por el momento lleva a un lugar erróneo o, al menos, incierto.

A poco de comenzar la tercera parte, en 1930 y en la misma peluquería donde tres años antes le había sido dado el nombre del caballo que ganaría en las carreras, a Gauna le regalan de nuevo un nombre y gana la misma cantidad de dinero. Él comprende la clave, puesto que además había estado intentando obtener lo que ella significa: han empezado a repetirse los hechos, es hora de recuperar el momento más importante de su vida. Y aunque con esto ocurre el primer acontecimiento anómalo, fantástico13, la verdadera vuelta de tuerca sucede mucho después, en el clímax de la tensión de la novela.

Clara ha sido advertida por el espíritu de su padre en un sueño de que debe cuidar a su esposo, pues éste está a punto de retomar su destino, y vestida de máscara acude al Armenonville. Todo se repite más o menos igual; más bien un poco desvaído, un poco decepcionante, como imaginamos que son todas las copias14, sólo que ahora focalizado desde su punto de vista. Gauna se le pierde en el baile y ella, con el amigo que la ha acompañado, sale desesperada a buscarlo. El amigo le exige una explicación, y ésta es la respuesta:

Escúcheme, por favor. Me dijo que él [Gauna] estaba solo en una mesa y que me vio en el bar y que yo le sonreí a usted y que a él le dio rabia y que se fue con sus amigos. Bueno, eso no pasó la otra vez; comprende: nada de eso pasó la otra vez; pasó hoy; todo, tal como él me lo dijo. Emilio tuvo la visión porque los hechos estaban en su destino. Vio lo que debió ocurrir la otra vez, lo que está ocurriendo ahora. Y también me dijo que por cuestiones de dinero, con uno de ellos, un tal Valerga, un matón, peleó a cuchillo en el bosque. Si no lo impedimos, Valerga lo matará.


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Con estas palabras, pronunciadas en el penúltimo capítulo, es preciso releer mental o literalmente toda la novela (propuesta que ya ha formulado la crítica, aunque no se ha demostrado)15. Una parte de lo que fuimos inducidos a leer como un recuerdo confuso de la última noche del carnaval de 1927 era en realidad una anticipación o premonición. La pesquisa policial que debía conducirnos a la aclaración de un hecho enigmático, en verdad nos hacía dar vueltas en torno a un acontecimiento presentido, no ocurrido aún, en torno a una fisura de la realidad. Y muchos indicios podían habérnoslo sugerido. Pero era difícil verlos, comprenderlos como tales, pues efectuábamos una lectura policial del texto. El narrador jugaba con nuestras expectativas genéricas.

Entre esos otros indicios, o entre los síntomas de ese texto fantástico sumergido, camuflado, se encuentra esta frase del narrador, en el capítulo 4: «Gauna se sintió muy resuelto a ver lo que había entrevisto esa noche, a recuperar lo que había perdido» (146). En ella, se dice explícitamente que Gauna había entrevisto la aventura, lo que significa que no la había vivido; pero la afirmación se da como equivalente o sinónima de su contraria: recuperar lo perdido. Como el supuesto implícito era este último, es decir, que el hecho tuvo lugar, el segundo enunciado parece una variante estilística del primero o una forma enfática de decir lo mismo.

Otro indicio es una pregunta de Clara, en el capítulo 36. Después de muerto el Brujo, Gauna habla sin inhibiciones de la aventura y Clara le pregunta: «¿Estás seguro que no volviste a la mesa donde estaba la máscara?» (244). En primer lugar, si hasta entonces se ha dado por sentado que el «recuerdo» que el joven tiene de los sucesos es confuso, pero no falso, ¿por qué introducir ese rasgo de inseguridad? En segundo lugar, ¿por qué habría de ser Clara quien lo introdujera? Por lo menos en una primera lectura, esto sólo profundiza la intriga.

Un tercer indicio, en ese mismo capítulo, son dos frases de Gauna. Su esposa le ha pedido que «recuerde» más «hechos», y él lo hace: «Después hubo una disputa. La veo como en un sueño. Antúnez o algún otro afirmó que yo había ganado en las carreras más de lo que dije. En este punto, todo se vuelve confuso y disparatado, como en los sueños» (245, cursivas mías). Son ejemplos de lo que Todorov consideró un rasgo verbal de lo fantástico: frases dichas en sentido figurado -son símiles- que después demuestran haber tenido un valor literal16.

Lecturas posteriores detectan tantos indicios que uno siente que ha transitado, sin darse cuenta, por una atmósfera saturada de «correspondencias». El más obvio radica en las intervenciones que el Brujo dice haber hecho en la vida de Gauna, que presuponen clarividencia, pero además telepatía y sueños proféticos para comunicarse con Clara y enviarla en auxilio de Gauna. Pero se vuelve difícil aceptarlas por el modo en que el narrador las desacredita. Están, además, la quiromancia, que practica una mujer en un burdel; la predicción que hace una cotorra en un almacén, por medio de una papeleta; la simetría entre la percepción somnolienta de los que se presentan como recuerdos y la decisión de aclararlos, tomada en medio del insomnio, y varias formas ya no esotéricas sino meramente supersticiosas de escrutar el futuro o de conjurar la mala suerte, asociadas a Gauna17.

Mas ¿cómo saber que todos estos detalles aparentemente triviales o desacreditados apuntaban a la oniromancia como única clave de todo el enigma? No es que el lector carezca de competencia literaria (por lo menos no necesariamente); no es que sea incapaz de identificar las convenciones del género al que le han dicho que pertenece la novela. Lo que sucede es que estaba pendiente de las convenciones de otro género.

Ahora bien, ¿cómo ha sido posible jugar tan imperceptiblemente con las expectativas del lector? Primero por medio de un hábil artificio narrativo: un cambio de focalización del narrador, que abandona sutilmente la omnisciencia y se sitúa momentáneamente en la perspectiva y el nivel de conocimiento del protagonista18, de modo que el umbral entre la vigilia y el sueño queda casi completamente borrado. En segundo lugar, por medio de una no menos hábil e inusual combinación de dos tipos de personajes fantásticos en una misma obra.

En general, puede decirse que, aunque los protagonistas de un acontecimiento fantástico entran en contacto con la otredad porque estaban casi siempre predestinados a hacerlo, unos experimentan el encuentro de modo involuntario, sin tener conciencia de estar provocándolo, en tanto que otros llegan a él de modo deliberado, conscientes de que, para conseguir su fin, cometen una transgresión a ciertas leyes (leyes que desde luego son inherentes a la visión de mundo implícita en cada texto, pero que no son arbitrariamente establecidas en la medida en que dependen de una verosimilitud genérica). Víctimas de un encuentro con la otredad, para las cuales es bastante apropiada la definición tradicional de fantástico como intrusión o irrupción que daban Castex19, Vax20 o Caillois21, pueden ser los protagonistas de cuentos como «El hombre de la arena», de Hoffmann; «La pata de mono», de W. W. Jacobs; «Casa tomada» y «Las armas secretas», de Cortázar; «El huésped» y «El espejo», de Amparo Dávila e incluso de varias narraciones de Bioy que parecerían en principio escapar a esta caracterización, como «La trama celeste», «El atajo», «El lado de la sombra» y «La sierva ajena». Respecto a estas últimas y a otros cuentos y novelas de Bioy, Graciela Scheines ha dicho que pertenecen a una variante atípica de textos fantásticos en los que, en lugar de ocurrir una irrupción de lo inexplicable, se produce una «incursión del personaje en un ámbito insospechado, diferente al habitual»22 y misterioso, lo cual podría hacer pensar que tienen relación con los personajes deliberadamente transgresores. Sin embargo, el hecho de que esa incursión o el viaje se efectúen, en la mayoría de los casos, sin conciencia de la ruptura de una prohibición aleja cualquier semejanza.

Por otra parte, ejemplos de personajes abiertamente transgresores pueden hallarse en todos los científicos locos, desde el Dr. Frankenstein de Mary Shelley hasta el Morel o el Castel del propio Bioy Casares (en La invención de Morel y Plan de evasión, respectivamente), pasando por el Dr. Moreau (La isla del Dr. Moreau) de Wells, los tanteadores de poderes desconocidos en Las fuerzas extrañas de Lugones y el Dr. Rosales («El vampiro») de Quiroga; pero también en quienes efectúan un pacto con el diablo (el protagonista de «La Granja Blanca», de Clemente Palma) o en quienes cruzan una ventana o una puerta que saben peligrosa o prohibida («El discípulo. Novela de horror sobrenatural», de Emiliano González).

Evidentemente se trata de una transposición al género fantástico de los dos tipos de protagonista que se han detectado en los relatos en general: el héroe-buscador y el héroe-víctima o el personaje agente y el personaje paciente23.

Emilio Gauna durante toda la novela, hasta prácticamente el penúltimo capítulo, en la primera lectura -y esto quisiera subrayarlo-, es una víctima involuntaria de una intrusión fantástica. El narrador lo muestra como personaje que ignora el don que se le ha otorgado, de ver más allá en su propia vida o de adivinar lo que en el texto se denomina su destino. De ahí que busque afanosamente ese fragmento que cree haber perdido y que en realidad había entrevisto en un sueño. Pero, a la vez, y desde el momento en que, como parte de sus estrategias detectivescas, decide reproducir los pasos de su aventura de 1927, provocar una repetición temporal, es un personaje deliberadamente transgresor. Gauna no sólo intenta algo que, según las leyes de la realidad representada, es imposible: desconocer la linealidad del tiempo, sino que además desoye la advertencia que Serafín Taboada, brujo pero también hombre con ilustración y sobre todo con una visión de la vida razonable y altruista, le hizo en varias ocasiones: no tratar de retomar un destino interrumpido, no ser leal a un pasado que como casi todos es una vergüenza, ser leal a su presente, que era también una manera de ser generoso y dichoso. La consecuencia de su transgresión, como ocurre en muchos casos similares, es la muerte (en otros, es la locura).

En conclusión, si como decía Todorov el énfasis en el tiempo de la lectura era un rasgo fundamental del relato fantástico24, su principal rasgo sintáctico, y si, como ha notado Rosalba Campra en su descripción de la sintaxis de esa modalidad narrativa, existe una «determinación a posteriori de la funcionalidad de las secuencias»25, dada por la peculiar manera que tienen de reajustar su jerarquía, El sueño de los héroes puede considerarse un exponente privilegiado de la modalidad discursiva fantástica, a partir del juego con las expectativas genéricas del lector que pone en práctica, que no sólo permite, sino que exige una relectura de toda la novela para poder asignar su verdadero valor a cada función narrativa. Este juego con las expectativas, que define como fantástica a esta novela en un nivel tan esencial como el de su sintaxis narrativa, es además un rasgo de la poética de Bioy Casares, persistente sobre todo en la etapa de su obra que abarca la década de 1940. En El sueño de los héroes no sólo vuelve a estar presente, sino que, gracias a la habilísima combinación de los dos tipos de protagonista fantástico que Gauna sintetiza, alcanza su más lograda expresión, al no tener que abusar una vez más de la infrasciencia de los personajes26. Si La invención de Morel y Plan de evasión tenían que hacer descansar el juego con las expectativas en personajes que, a fuerza de carecer de información, acababan por resultar forzados o poco creíbles, El sueño de los héroes significa el momento de perfección de lo policial como técnica y como ideal narrativo en función de una trama lúdicra y fantástica.





 
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