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El teatro, cenicienta de la literatura infantil


Juan Cervera Borrás





Justo es reconocer la importancia que está cobrando la literatura infantil en lengua española, lo cual no siempre puede considerarse como exponente de preocupación pedagógica. Tal vez la mayor parte del empeño corresponda a la empresa editorial. Y en este caso es lógico que el teatro infantil por un lado, y la dramatización por otro, aquel como forma de manifestación de espectáculo y esta como cultivo de la expresión y la creatividad en la escuela, disfruten de pocas de las ventajas de que goza la próspera literatura infantil en general, y en particular la narrativa y la periódica. Y en consecuencia el contacto con el público, así como la permanencia y abundancia de ediciones, no sólo ya en las librerías, sino también en las bibliotecas, no pueden señalarse por lugares más distanciados que los que estas parcelas de la literatura infantil ocupan.

Al redactar estas líneas tengo ante mí el programa de un curso para «formación de expertos en literatura infantil iberoamericana y extranjera», que comprende naturalmente también la española.

El curso, de excelente factura, sigue la línea histórica y se desarrolla a lo largo de tres trimestres en el Instituto de Cultura Hispánica. Lo dirige con su habitual autoridad y maestría Carmen Bravo-Villasante. Comprende más de sesenta lecciones en total, entre las cuales, por lo menos de forma explícita, sólo tres aparecen como específicamente dedicadas al teatro infantil. Y, aunque nos consta que en cada uno de estos cursos Carmen Bravo-Villasante recurre a especialistas en teatro infantil para reforzar la debilidad del programa, el hecho no hace más que patentizar una vez más no ya la falta de teatro infantil, que lo ha habido y lo hay en mayor proporción que la corrientemente aceptada, sino la desatención que le dedican la crítica literaria, la historia de la literatura y, por supuesto, la industria editorial.


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Hecho paradójico

Y el hecho es tanto más paradójico cuanto que se dan circunstancias que sitúan al teatro infantil en lengua española en posición francamente ventajosa con respecto a otros géneros de literatura infantil en lengua española.

Ninguna otra manifestación como esta ha tentado a plumas consagradas de sobra en otros campos de la literatura y del teatro para adultos. Sin ánimos de establecer ninguna comparación ni valoración, y refiriéndonos tan sólo a textos publicados, en el teatro infantil se dan nombres como los de Hartzenbusch, Benavente, Valle-Inclán, Marquina, los hermanos Álvarez Quintero, Rafael Alberti, Casona, Carlos Muñiz, Alfonso Sastre, Gloria Fuertes, Elena Fortún, Juan Antonio Castro, Luis Matilla, Alfredo Castellón, Lauro Olmo, Jorge Díaz. Si la lista peca de incompleta, por lo precipitada, es, a pesar de todo, bastante elocuente como para considerar que el teatro infantil no es un hecho tan insólito entre nosotros, y que ha interesado no solamente a estratos populares o de escaso nivel literario, sino que ha despertado inquietudes en ambientes literarios de mayor categoría.

Como índice de esta preocupación puede citarse el hecho de que en las Navidades de 1973-74 hubiera en cartelera, solamente en Madrid, nueve obras de teatro infantil, en teatros comerciales, con taquilla abierta al público y en funciones representadas por profesionales.




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Las nuevas orientaciones pedagógicas

En las nuevas orientaciones pedagógicas que informan el actual momento educativo se reclama un puesto para la dramatización en el área de expresión dinámica. Si alguna de las actividades en ella incluidas supone dificultades para el profesorado de E. G. B., es indudablemente esta de la dramatización, ausente en la programación oficial de las Escuelas de Formación del Profesorado de E. G. B., como señalábamos en el número 76 de esta misma revista (EDUCADORES, enero-febrero de 1974).

Siempre hemos propugnado que la dramatización no se debe improvisar, que debe el profesor que a ella se dedique penetrar en el terreno del teatro infantil y ver lo que de aprovechable puede tener para la decencia y su aplicación pedagógica lo que precisamente acerca del teatro infantil pensaron los autores que a él dedicaron algunos de sus esfuerzos; sobre todo esos autores, como algunos de los que hemos citado anteriormente, que gozan de merecida reputación por la importancia de sus obras teatrales, y que, por tanto, no se plantearon su aportación al teatro infantil como meros aficionados.

Por otra parte, un mínimo de conocimientos históricos y de crítica literaria siempre será necesario, no digo ya para aquel que piense dedicarse a escribir teatro para niños, sino a todo aquel que se dedique a dirigirlo, o a utilizarlo como elemento educativo, y también a todo aquel que se acoja a cualquiera de las prácticas que a veces confusamente se cubre bajo el nombre, no siempre bien interpretado, de dramatización.

Por todo ello, desde estas páginas pensamos dedicar alguna atención a alguno de estos autores, siempre con las miras puestas en los servicios que a todos los interesados se puedan prestar. Y lamentamos ya desde ahora, además de esta larga introducción, por otra parte necesaria, la asistematicidad de la aportación que signifiquen nuestros trabajos. Desgraciadamente no existen en el momento actual estudios parciales suficientes -este sería buen campo para tesinas de licenciatura y similares- que permiten contemplar el panorama histórico de forma cronológica y coherente.




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Benavente abre brecha

El año 1909 puede considerarse como clave en la toma de conciencia de la necesidad de un teatro infantil. Hasta ese momento y simultáneamente a él numerosas instituciones docentes dedican atención a las actividades teatrales en sus centros. Imposible olvidar el denominado teatro escolar, imposible también el que con finalidades catequísticas se extiende de forma más o menos humilde un poco por todas partes, imposible también pasar por alto que existe un teatro dedicado a los jóvenes sobre todo, cuya finalidad reviste los caracteres de entretenimiento y preservación moral en los días de ocio. Son otros tantos capítulos que están esperando el estudio literario y sociológico oportuno. Todo ello pertenece casi siempre a labor de simples aficionados a la literatura. Cuando más, a profesores.

Por eso hay que considerar el gesto de Benavente como muy significativo cuando planteó a niveles profesionales, y no de simple buena voluntad, la creación de un teatro infantil de categoría en el que comprometieran su nombre autores sobradamente conocidos en el momento. Benavente lo denomina alternativamente desde el principio Teatro de los niños o Teatro para los niños, ignorante, sin duda, de que posteriormente estas denominaciones adquirirían significados totalmente distintos1.

El mismo Benavente da cuenta en su sección «De sobremesa», que mantenía en los lunes de El Imparcial, de cómo recogió el guante que le habían echado a este propósito. El 26 de octubre de 1908 escribía: «La distinguida escritora que firma con el seudónimo de Colombine propone en un artículo publicado en España artística la fundación de un teatro para los niños. En España, ¡triste es decirlo!, no se sabe amar a los niños. Si no hubiera otras pruebas, bastaría esta falta de una literatura y de un arte dedicado a ellos... ¡Un teatro para los niños! Si es preciso, tan preciso como un teatro para el pueblo. ¡Ese otro niño grande, tan poco amado también y tan mal entendido!».

Y tras hacer una serie de consideraciones en las que adelanta otras tantas ideas de cómo entiende él qué ha de ser el teatro para los niños, concluye: «La amable escritora cita mi nombre entre los de otros escritores que, seguramente, no dejarán de escribir obras para este teatro. Por mi parte, ¡nunca con mayor ilusión, nunca también con mayor respeto a mi público!»2.




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Cómo concibe Benavente el teatro infantil

Como era de suponer, Benavente no se lanza a la realización del Teatro para los Niños sin haber pensado antes detenidamente cómo tiene que ser un teatro que se precie de tal. Los textos sobre el particular son muy numerosos en sus escritos y hay que celebrar la lucidez de la mayoría de sus afirmaciones.

Benavente parte de la idea de que la diversión del niño está ligada muchas veces a la de los adultos: «El divertir a los menores ha sido siempre buen pretexto para divertir a los mayores. No hay idea de lo que una madre puede divertirse porque sus hijos se diviertan, y unos hermanos grandullones por divertir a los pequeños»3.

No obstante, reconoce los riesgos del sistema cuando se pretende conseguir esto por medio del teatro «No es tan fácil como parece divertir a los niños sin aburrir demasiado a los grandes. Los niños modernos nacen enseñados. ¡Oyen unas cosas en casa!... El numeroso repertorio de obras infantiles con que cuenta el teatro inglés no es aprovechable. Demasiado inocente. No por lo fantástico de sus asuntos, casi siempre basados en los cuentos de hadas más populares; no soy de los que abominan de la fantasía en la educación..., al contrario, es preciso huir de toda pretensión docente y mucho más utilitaria»4.

Abundando en esta idea abomina de La Fontaine como educador: «Su moralidad, mejor dicho, inmoralidad practicona, desengañada, toda malicias y desconfianzas de rústico, es deplorable para el espíritu de los niños, abierto siempre a la generosidad y a la esperanza»5.

En consecuencia, define cómo ha de ser este teatro de los niños: «Y en este teatro, nada de ironías; la ironía, tan a propósito para endulzar verdades agrias o amargas a los poderosos de la tierra, que de otro modo no consentirían en escucharlas, es criminal con los niños y con el pueblo. Para ellos, entusiasmo y fe, y cantos de esperanza, llenos de poesía...»6.

Es curiosa esta afirmación porque él mismo la tenía que contradecir no poco en «El príncipe que todo lo aprendió en los libros», si bien no lo hizo en la medida extrema ni con tanta acritud como Valle-Inclán en «La cabeza del dragón», considerada como la primera de sus sátiras contra el poder7.

Pero prosigue: «Y nada de esa moral practicona que a cada virtud ofrece su recompensa y a cada pecadillo su castigo... La verdadera moral del teatro consiste en que, aún suponiendo que Yago consumara su obra de perfidia, coronándose Dux de Venecia sobre los cadáveres de Otelo y Desdémona, no haya espectador que entre la suerte de uno y de otros no prefiera la de las víctimas sacrificadas a la del triunfador glorioso»8.

El mismo día en que se inauguró el Teatro de los Niños, o sea el 20 de diciembre de 1909, escribió:

«No se aspira a la perfección, ni mucho menos; es un ensayo, un modesto ensayo de un teatro en que los niños no oirán ni verán nada que pueda empañar la limpidez de su corazón ni de su inteligencia»9.

Y no se queda solamente en formulaciones de carácter negativo. Identificando el teatro infantil con cuentos de niños, evidentemente en su temática y contenido, no en su técnica, escribe ya con experiencia del tema:

«Género muy difícil de literatura, es un género en que ha de olvidarse el escritor de toda la literatura; cosa muy difícil para el verdadero literato y cosa imposible al que no lo es: que se acuerde de toda la mala literatura a la hora de escribir»10.




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¿Pueden los niños ser actores?

Benavente quiso serlo desde niño. Pero quedó en autor. A propósito del Teatro de los Niños, se planteó el problema de si iban o no a trabajar niños en el teatro.

«Si el teatro de los niños a divertirlos ha de estar dedicado, mal cumplirán si para divertir a unos habría (sic) de mortificar a otros. Cuando alguna obra exija algún personaje infantil, niña o niño, no faltarán zangolotinos de ambos sexos que sepan dar al público la ilusión de la infancia»11.

Todavía su espíritu pedagógico le inspira mirar el problema del niño en el teatro desde otro ángulo.

«No quiere esto decir que el estudiar y representar comedias no sea conveniente para los niños. Es un buen ejercicio de memoria, de entendimiento y de pulmones; se adquiere además elegancia y soltura en la dicción y en los modales. Para niños están escritas y para ser representadas por ellos numerosas comedias inglesas, ¿y quién duda que los ingleses saben educar a sus niños? Pero una cosa es representar particularmente, para recreo propio y de los amigos, y otra la profesión teatral, más agradable en apariencia, pero no menos nociva que otras para la salud de los niños... En el Teatro de los Niños no habrá más niños que los espectadores»12.




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Resultados de la iniciativa de Benavente

No es el momento de desarrollar extensamente cómo empezó, continuó y fracasó, por falta de calor del público, es decir, de los padres de los niños burgueses, la experiencia de Benavente en la cual había puesto grandes ilusiones.

Pero sí podemos decir, a partir de este momento, que en la producción de Benavente hay una serie de obras -válidas o no para el momento actual es harina de otro costal- que se pueden contar antes y después de que don Jacinto hubiera obtenido el premio Nobel de Literatura. Y este es un pormenor que no debería pasar por alto.

En la cuantiosa producción benaventina deben citarse como infantiles las obras:

-El príncipe que todo lo aprendió en los libros, obra con la que se estrenó el famoso Teatro de los Niños, de su iniciativa, en 1909.

-Ganarse la vida y El nietecito, que acompañaron a la anterior en la aventura, pero están a mucha distancia de la precedente en cuanto a posibilidades y logros, si bien siguen fieles a su intención de crear un teatro infantil verdaderamente educativo.

Después de renunciar ya a la empresa del Teatro de los Niños, con la amargura del fracaso que le inspiró más de una recriminación, Benavente vuelve a tentar la suerte del teatro infantil en diversas ocasiones, como prueba de lo arraigado que estaba en su mente este propósito.

En 1919, justamente el 20 de diciembre, cuando se cumplía el décimo aniversario de su acariciado intento del Teatro de los Niños, estrena «La Cenicienta», contaminación sobre el conocido cuento infantil. Y dos días después estrenaba el prolífico autor «Y va de cuento», con esta dedicatoria: «Para que los grandes duerman. Para que los niños sueñen».

Todavía en 1934 lanzaría a las tablas «La novia de nieve». Si en «Y va de cuento» el tema principal es la conocida narración nórdica del «Flautista de Hamelín» y en «La novia de nieve» se inspira en la leyenda rusa de Snegurochka. En ambas hay algo que nunca estuvo del todo ausente del teatro infantil de Benavente, y son los alfilerazos críticos a una sociedad vieja y decadente13, pero ahora con mayor amargura. Justamente contradecía con el ejemplo lo que él mismo había pregonado con sus doctrinas cuando soñaba en la posibilidad de un auténtico teatro infantil.

Todavía hay otra obra que se suele catalogar como infantil en la producción de Benavente. Así lo hace Carmen Bravo-Villasante14 con «La princesa sin corazón». Pero ni por el tema ni por el desarrollo dramático parece que Benavente haya tenido en cuenta a los niños. Su estilo modernista o pseudomodernista, con diálogos constantes entre coros que recitan párrafos demasiado largos para que no puedan engendrar tedio y con tiradas inmensas en las intervenciones personales, que difícilmente pueden calificarse como réplicas, la sitúan muy distante de la vivacidad y movimiento que requiere el niño para permanecer atento a lo que ocurre en escena. El hecho de subtitularla «cuento de hadas» tampoco parece suficiente para creer en su dedicación, por lo menos acertada, a los niños. Por el tono sensiblero y florido de prosa rimada, tal vez pudiera interesar a las adolescentes enamoradizas del momento, pero en todo caso más como objeto de lectura que como acción dramática, para la cual exigiría notables modificaciones.

No consta, por otra parte, que la obra fuera estrenada.




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Valoración de la aportación benaventina

La aportación benaventina al teatro infantil siempre se ha considerado como discutible desde el punto de vista literario. Los efectos propios de su teatro se traslucen tal vez con más fuerza todavía en algunas de sus obras infantiles. No obstante la evaluación que se ha hecho sobre «El príncipe que todo lo aprendió en los libros», a pesar de los reparos que se le pongan, justificaría por sí sola el agradecimiento que ha de tenerle el teatro infantil de lengua española.

No es el caso de desgranar ahora críticas que no se pueden encontrar repartidas entre las distintas Historias de la Literatura Española y en algunos estudios especiales.

Basten estas palabras de Díez-Echarri: «Benavente ha sentido siempre simpatía y tierno afecto hacia los niños. ‘Quizá sea tarde para mejorar a los hombres; por eso hemos de pensar más en los niños’, escribe en una de sus Acotaciones, donde se duele de la escasa atención que nuestros clásicos han prestado a la infancia; sólo en la poesía de Lope se encuentran ciertos rasgos de ternura en tal sentido. Ello, sin duda, le ha impulsado a la creación de todo un ciclo de obras infantiles. Pero la verdad es que apenas han alcanzado éxito, quizá porque en ellas el autor puso demasiado ingenio, demasiado cerebro»15.

Con todo, la más brillante aportación de Benavente creo que hay que situarla en un doble campo, donde su magisterio ha tenido influencia decisiva:

1.º En esa lista de autores a la que hemos hecho referencia anteriormente, que no han sentido vergüenza alguna al dedicar algunas de sus páginas dramáticas a los niños.

2.º Atrayendo la atención de autoridades que, posteriormente -la iniciativa de Benavente fue de carácter particular y de financiación privada-, han subvencionado realizaciones en este terreno del teatro infantil.

El propio Benavente, a propósito de su iniciativa en beneficio del teatro de los niños, dijo de forma muy realista: «Principio quieren las cosas».







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