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«El teatro de Buero Vallejo visto por Buero Vallejo»

Antonio Buero Vallejo





Reconsiderar, ahora, cuáles puedan ser los motivos de la profesión que elegí y del teatro que escribo es cosa difícil, y la contestación o contestaciones sólo podrán ser aproximadas. ¿Por qué soy dramaturgo? Responder con una vaga invocación al destino personal sería sin duda lo más simple, pero no explica nada. Sobre todo cuando recuerdo que hasta hace pocos años quise ser pintor y que lo dejé. ¿Por qué lo dejé? Invoquemos de nuevo el personal destino y todo queda resuelto. Mas no sin que esta circunstancia biográfica me lleve a la sospecha de que mi peculiar manera de realizar el destino propio sea la de equivocarme gravemente de camino. Seria sospecha; pues si creí durante tantos años de mi vida que era el de la pintura, pienso a veces que acaso el actualmente elegido pueda ser, asimismo, equivocado. Adulto ya, no es tan probable; pero cualquiera sabe si ser adulto, e incluso si dedicarse definitivamente a eso que llamamos el destino personal, no sea otra cosa que aceptar por la fuerza de la vida una limitación que mutile otras posibilidades nuestras acaso más brillantes. En el más optimista de los casos, el entusiasmo por la propia labor parece acreditar lo auténtico del camino elegido o que nos elige; pero, ante mi obra, mi entusiasmo nunca ha sido grande. Siempre me encontré insuficientemente absorto en ella, mal dispuesto para realizarla, mal definido por mi propio quehacer. Contrariamente al creador que no duda de su vocación, dudo yo, no ya de la que hoy parece mía, sino de cualquiera otra afición que pudiera acometerme o me haya acometido. Tal vez mi vocación es una especie de realización personal que desborda a toda profesión concreta; y, sería asunto de interminable discusión el establecer hasta qué punto pueda esto ser bueno o malo para cada cual. Ignoro si para mí es buena o mala cosa. Mas así creo ser, no sin inquietud.

No obstante, para calmar en parte tan grave sospecha y refugiarme en la dulce hipótesis de que nuestro destino nos elige, y nos elige bien, suelo recordar a ciertos grandes dramaturgos que también quisieron pintar y cuya magnitud conforta mi pequeñez: Ibsen o Eurípides, por ejemplo. Imagino que también alguna vez debieron formularse parecidas dudas, y lo que no me atrevo a afirmar para mí lo encuentro más claro en ellos. A saber: que quizá entre pintura y cierto tipo de drama pueda darse una relación necesaria. Trataríase entonces de una previa formación visual: de la toma de posesión del exterior del hombre y de las cosas como obligado precedente a la ulterior exploración de sus significados internos. Mas ello, sólo en cierto tipo de dramaturgia: en aquella que, por hondo que cale, no pierde contacto con la realidad fenoménica de los hechos. ¿Fui yo, antes que dramaturgo, incipiente pintor realista por esa razón? Tal vez. Y este «tal vez» puede quedar como primera contestación aproximada al porqué de mi labor actual.

Aproximada tan sólo, pues antes aún de mi larga veleidad pictórica veo en el niño que fui a un inquieto tabulador de peripecias y aventuras en los remotos juegos infantiles. Actor, pues, embrionario, y hasta declamador precoz de poesías de nuestro romancero. Y, al mismo tiempo, lector impenitente, emocionado inquiridor de razones y sentidos para cuanto se presentaba ante mis ojos. Niño teatral, pero sinceramente interesado por formarme una visión correcta de toda realidad. Y años más tarde, curioso por ello de filosofías y de ciencias, mas sin la necesaria tenacidad para cultivarlas a fondo. Parece, por consiguiente, que el teatro, en su más ancha medida, había de ganarme a través de todo ello en un momento dado. Y este «parece» sería mi segunda contestación aproximada a la cuestión que motiva las presentes líneas.

Respuestas posibles las anteriores a la pregunta de por qué escribo teatro, no agotan, sin embargo, la cuestión, aunque la enfoquen, de por qué es como es el teatro que escribo. La enfocan, eso sí, porque mi teatro es, naturalmente, respuesta precaria, a su vez, a esas permanentes preguntas acerca del mundo y de la vida que me acompañan. Respuesta precaria, primero, por la sospechada endeblez de las obras; después, porque toda respuesta a tales interrogantes es siempre parcial e insuficiente. Y ni siquiera respuesta, podría añadirse, pues los dramas que las abordan no encierran por lo general otra respuesta que la de seguir interrogando. Y si, a pesar de ello, se escriben, es por la esperanza de que a su través la interrogante se haga más imperiosa y clara.

Viene a ser, pues, el mío un teatro de carácter trágico. Está formado por obras que apenas pueden responder a las interrogaciones que las animan con otra cosa que con la reiteración conmovida de la pregunta; con la conmovida duda ante los problemas humanos que entrevé. Con frecuencia, llega esto en mis dramas a literal realidad: el «ritornello» de una frase clave o de una situación clave denuncian la final persistencia de las cuestiones planteadas.

Pero este habitual respeto ante las dudas finales, inherente al género trágico, desagrada a quienes no son capaces de tenerlo. Destructora, pesimista, negativa, son las mínimas calificaciones que les merece la duda trágica en la escena, y mi pobre labor ha debido también sufrirlas. Curiosas circunstancias que no cabría explicar aquí determinaron, además, que tales imputaciones fuesen más rotundas ante mis dramas que ante otros no menos sombríos, vistos igualmente en escenarios españoles. Nada diré de las reacciones favorables; son las desfavorables las que, por ánimo polémico, me ayudan a definirme mejor ahora. Desfavorable fue, y es, asimismo, aquella otra difundida hipótesis que reduce mis supuestos aciertos a dos o tres títulos, donde me limito -dicen- al ejercicio de un realismo directo, mientras considera errónea la otra presunta tendencia mía al simbolismo, el cerebralismo o la imaginación; tendencia en la que se situaría el resto de mis obras. Clasificación tan simple no resiste, creo, ante el examen más somero de mis sucesivos dramas. En el supuesto de que ambas tendencias definiesen mejor que otras los dos polos de mi teatro, las encontraríamos en cada obra bastante más mezcladas de lo que parece. Y el favor particularmente alcanzado por algún drama incurso en la que se estima equivocada, permite suponer que no es menos auténtica en mí que la otra. Opino que no hay tal tendencia doble, sino en realidad una sola que a veces se disfraza de realismo y a veces de otras cosas. Mas, cualquiera que sea su apariencia, insisto en que encierra siempre o casi siempre parecidas exploraciones. La interrogante que esas exploraciones suelen envolver no excluye, sin embargo, ni en las obras ni en su autor, convicciones muy positivas; posiciones definidas ante problemas concretos; afirmaciones, respuestas y hasta tesis parciales.

La implícita convicción, por ejemplo, de que los hombres no son necesariamente víctimas pasivas de la fatalidad, sino colectivos e individuales artífices de sus venturas y desgracias. Convicción que no se opone a la tragedia, sino que la confirma. Y que, si sabemos buscarla, advertimos en los mismos creadores del género. Mas, al tiempo, convicción que abre a las mejores posibilidades humanas una indefinida perspectiva. Pese a las reiteradas desanimadoras muestras de torpeza que nuestros semejantes nos brindan de continuo, la capacidad humana de sobreponerse a los más aciagos reveses y de vencerlos inclusive, difícilmente puede ser negada, y la tragedia misma nos ayuda a vislumbrarlo. Esa fe última late tras las dudas y los fracasos que en la escena se muestran; esa esperanza mueve a las plumas que describen las situaciones más desesperadas. Se escribe porque se espera, pese a toda duda. Pese a toda duda, creo y espero en el hombre, como espero y creo en otras cosas: en la verdad, en la belleza, en la rectitud, en la libertad. Y por eso escribo de las pobres y grandes cosas del hombre; hombre yo también de un tiempo oscuro, sujeto a las más graves, pero esperanzadas interrogantes. Frente a las cuales, en estas líneas como en la obra escénica que hasta ahora ofrecí, solo caben las aproximadas contestaciones, las precarias respuestas que vuelven a preguntar. Y así seguirá siendo, probablemente, en mis venideros años de labor, hoy todavía tan corta. Y hoy, como mañana, digna seguramente de olvido, mas acaso no del todo inútil en el actual panorama de nuestra escena.





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