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ArribaAbajo- IV -

A pesar de su escaso número, es posible que las comedias que hoy conservamos de Cervantes representen todas las categorías de su labor dramática, y que tales categorías no pasasen de lo siguiente:

A) Temas moriscos o turcos, enlazados con   -73-   reminiscencias del cautiverio del autor: El Trato de Argel, Los Baños de Argel, La Gran Sultana y El Gallardo español.

B) Temas novelescos. Al cual grupo pertenecen24 La Casa de los celos y El Laberinto de amor.

C) Temas semihistóricos: La Numancia.

Ch) Temas a lo divino: El Rufián dichoso.

D) Temas que tratan de «costumbres populares y contemporáneas»: La Entretenida y Pedro de Urdemalas.

* * *


ArribaAbajoA) Temas moriscos o turcos

Hemos estudiado ya El Trato de Argel. En cuanto a Los Baños, repítese en esta comedia el tema de los amores pareados, como en El Trato, pero en cuadro más amplio, acrecentado por los de Lope y Zara (episodio reiterado luego en la historia del Cautivo, incluida en el Quixote). Razones hay bastante poderosas para creer que Los Baños de Argel pueden corresponder a la primera época dramática de Cervantes. La técnica es rudimentaria, y muestra poquísimo adelanto respecto de la de El Trato (véanse, como tipos de versos ramplones, aquellos del tomo I, págs. 332 y 333 de nuestra edición, donde riman espiro, aspira, aspiro, respira y suspiro; o los de la pág. 337: ojos, despojos, enojos). Nada más arbitrario que la división en   -74-   tres jornadas, puesto que a cada instante termina una escena, entrándose todos y quedando desocupadas las tablas. La obra comienza por una especie de prólogo, o de acción preliminar, que ocurre en la costa española y que termina con el arrojarse Don Fernando al mar. Siguen varios «tratos de Argel», episodios bastante inconexos, que lo mismo podrían distribuirse en tres, que en cuatro o cinco jornadas. Las numerosas entradas y salidas de los personajes confunden al lector, perjudicando al desarrollo de las ideas y de los caracteres, aunque dan a la comedia innegable movimiento.

No está muy en armonía la versificación con el «arte nuevo», o sea con lo que «piden las comedias» en la nueva centuria. Ni sirve para rectificar tal criterio, la presencia de versos de romance25. Solo hay 26 de estos versos en el acto II y 100 en el III. Los primeros constituyen más bien un cantar que pudo introducirse en cualquier comedia; y los últimos son dos breves relaciones que pueden representar la primera tentativa de Cervantes para introducir esa forma métrica en su teatro (si es que no significan una mera modificación de alguna de sus viejas comedias). Y es también un tanto extraño tropezar, en la jorn. II (I, 301-302 de nuestra   -75-   edición), con una relación en octavas, siendo así que, según la nueva moda literaria, habría de estar preferentemente en romance. Por último, si tenemos en cuenta que la vez que Cervantes emplea versos de romance, en mayor número, no pasa este de 500 de aquellos en cuatro comedias, y no llega a 200 en otras dos, ni a 100 en las dos restantes, echaremos de ver que solo una parte del tomo de 1615 se identifica con la corriente del arte nuevo, tal como este arte se desenvuelve en el siglo XVII. Difícil es, además, determinar el criterio seguido en cuanto al uso del romance en las comedias de los últimos años del siglo XVI, y de los primeros del siglo XVII. En 1617, decía Cristóbal Suárez de Figueroa, en El Passagero: «Sobre todo, os ruego escuseis la borra de muchos romances; porque tal vez vi comenzar y concluir con uno la primer jornada». Podría parecer testimonio fidedigno el de las comedias de Lope de Vega, anteriores a 1603 (según la lista de la 1.ª edición de El Peregrino en su Patria), bastantes de las cuales serán seguramente de los últimos diez años del siglo anterior; pero, salvo raras excepciones, no es posible determinar cuáles de ellas pertenecen a esa fecha. Ahora bien, del examen de las pocas obras incluidas en dicha lista que hemos podido estudiar, resulta un tanto por ciento de versos de romance bastante reducido, variando su número desde menos de un centenar (2-3 %) hasta poco más de cuatrocientos (15 %) en cada comedia. Así   -76-   y todo, es preciso tener en cuenta que Lope no fue nunca romancista en su versificación, ni abusó (como luego hicieron sus contemporáneos) de las relaciones largas, que hubiesen perjudicado a lo más esencial de su fórmula: al movimiento escénico, a la rapidez en el desarrollo de la acción dramática. Pudo, pues, Cervantes imitar a Lope y a su escuela en cuanto a la introducción de romances en la comedia, sin que semejante imitación correspondiera precisamente a los últimos años de la vida literaria del primero. Lo cual significaría, asimismo que, mientras alguna que otra de las obras comprendidas en el tomo de 1615, puede representar creación de esa última etapa, no hay fundamento para negar que la introducción del romance corresponda a una fórmula anterior, practicada por Cervantes entre 1590 y 1600.

En cuanto a las demás formas métricas, hay en Los Baños unos 2375 versos, o sea el 77'11 % del número total, que constituyen redondillas o quintillas. El número de tales formas es, por tanto, superior en esta comedia, proporcionalmente, al que representan en las demás que componen el tomo26. Pero Cervantes fue empedernido redondillista, y así lo demostró ya en su primera época literaria.

De versos largos, hay en esta comedia tercetos,   -77-   octavas, versos sueltos, y ciertas combinaciones de estrofas que merecen especial atención. Nos referimos al uso de estrofas de 13 y de 4 versos, que tienen unos 7 sílabas, y otros 11. Tales estrofas fueron ya empleadas por Cervantes en La Galatea, y aparecen, igualmente, en Juan de la Cueva27. Aunque siguieran escribiéndose mucho después28, su preferente uso en el siglo XVI, hácenos sospechar que Los Baños de Argel pertenezcan a esa centuria.

Adoptan las susodichas estrofas la forma a b c a b c c d e e d f f29, cuando constan de 13 versos. Que sepamos, el primero (o uno de los primeros) que empleó esa estrofa, fue Petrarca (véase, por ejemplo, la canción XIV de sus Rime: «Chiare, fresche e dolci acque»). Entre otros, usola luego Angelo Poliziano, en el siglo XV (véase su canción: «Monti, valli, antri, e colli»); y también Sannazaro en la Arcadia (canción de Ergasto: «Alma beata et bella», que se dice imitada por Cervantes en La Galatea: «(¡O alma venturosa!)». Hállase, asimismo, en las Rime del Chariteo (edición Pèrcopo; Napoli, 1892; II, 172; canción XV: «Crudele Autunno & vario»), cuyo «verdadero triunfo -como dijo Menéndez y Pelayo- fue la hábil fusión, a primera vista imposible, que hizo de la poesía   -78-   elegíaca de los antiguos y la lírica amorosa del Petrarca»30. Según el mismo insigne maestro31, «nadie puede disputar a Boscán el lauro de haber introducido en España la canción de estancias largas, que es la más noble y artificiosa composición de la poesía toscana». Y, en efecto, Juan Boscán, en la canción «Claros y frescos rios» (edición W. I. Knapp; pág. 238), no solo imita la forma métrica del Petrarca, sino que, en parte, traduce la aludida canción: «Chiare, fresche e dolci acque». Siguieron este rumbo, en España, no solamente poetas de segundo orden, como D. Juan de Coloma y el autor de la Égloga de tres pastores, en el Cancionero general de 155432, sino también los dos más grandes líricos españoles del siglo XVI: Garcilaso de la Vega, el amigo de Boscán, en su canción III (Con un manso ruido), y Fernando de Herrera, en su canción IV a la Condesa de Gelves («Esparze en estas flores»). Díaz Rengifo, en su Arte Poética, estudió luego técnicamente esta forma métrica, haciendo notar su abolengo petrarquesco, y advirtiendo que el mismo Garcilaso, en la canción II, introdujo la variante de convertir el verso décimo, de heptasílabo en endecasílabo.

Otro indicio existe, de bastante importancia, para juzgar que Los Baños de Argel no pertenecen a la última época literaria del autor. El   -79-   episodio del Cautivo en Don Quixote, que repite el tema de Los Baños (amores y fuga a España de Lope y Zara), debe de representar una modificación del argumento de la comedia, como lo demuestra el examen de algunos pormenores. Uno de los más significativos es la carta de la mora a su amante (Baños, I, página 258). Comparada con la inserta en el Quixote (I, cap. 40), salta a la vista, por los aditamentos que contiene, que esta última es un rifacimento, del texto espontáneo y sencillo de Los Baños.

Nuevo testimonio, que lleva a la misma conclusión, es el siguiente: sabido es que numerosos críticos se inclinan a diputar El Amante liberal por una de las más antiguas novelas de Cervantes, no solo por su tema, que representa recuerdos no marchitos aún por la vejez, sino también en consideración a la costumbre cervantina de dar simultáneamente varias formas a la misma idea. Por eso, nada tendría de extraño que pensase en El Amante liberal durante su primera época literaria, cuando le atraían y preocupaban los temas argelinos y turcos. Y no ha de olvidarse tampoco, que el lenguaje de El Amante liberal recuerda bastante el de La Galatea y el de El Trato de Argel. Ahora bien, sea cualquiera la fecha de El Amante liberal, hay algo en esta novela que permite suponer la anterioridad de la comedia. Ricardo refiere «un cuento que le contó su padre», cuento que, a la verdad, debió de ser más gracioso para los lectores   -80-   del siglo XVII que para los del XX. Trátase de dos caballeros españoles, uno andaluz y otro catalán, que pretenden elogiar en improvisados versos la singular belleza de una mora; el andaluz comenzó a decir unas coplas con dificultosos consonantes, quedando parado, sin poder dar fin a la copla ni a la sentencia; mas el otro caballero, viendo suspenso al andaluz, «como si le hurtara la media copla de la boca, la prosiguió y acabó con las mismas consonancias, de que el Emperador recibió particular contento». Y siguen las susodichas coplas, que representan el tour de force:


    «Como cuando el sol asoma
por una montaña baja,
y de súbito nos toma
y con su vista nos doma
nuestra vista, y la relaja;
como la piedra balaja,
que no consiente carcoma,
tal es el tu rostro, Aja,
dura lanza de Mahoma
que las mis entrañas raja.»


Estos versos, que sin duda le costaron mucho trabajo a Cervantes, proceden del parlamento del Sacristán (I, 317), personaje cómico de Los Baños de Argel; pero, en la comedia, ofrecen algún sentido, mientras que nada tienen que ver con la novela, donde Cervantes alude a Carlos V, inventando, probablemente, la anécdota, y recurriendo a Los Baños para citar unos versos de «consonancias dificultosas».

  -81-  

Hay, además, un interesante pasaje de Los Baños de Argel, que parece demostrar la influencia de otro de Juan de la Cueva; y si tal influencia corresponde, en Cervantes, al año 1582, aproximadamente, probable es que este escribiese la obra por esa época. Trátase de un fenómeno de espejismo, así descrito en Cervantes:

    «Ya se han visto en el ayre muchas vezes
formados esquadrones espantables
de fantásticas sombras, y encontrarse
con todo el artificio y maestria
que en la mitad de vna campaña rasa
se suelen enuestir los verdaderos;
las nuues han llouido sangre y malla,
y pedaços de alfanges y de escudos.»

(I, pág. 328.)                


Y Juan de la Cueva, en La Libertad de Roma, escribe:

«postrado en el suelo, el cielo adoro,
donde vi otra señal más espantosa,
que las estrellas de luciente oro
encubrieron su luz con temerosa
sombra; sonó de armas grand' estruendo,
las nubes sangre sobre mí vertiendo.
- Essas señales y prodigios vimos
a essa misma sazón, y claramente
horribles vozes en el ayre oymos,
y aullidos tristes de dañada gente.»

(II, 361; edición citada.)                


En cuanto a los versos de Lope de Rueda, citados por Cervantes, nada concluyente podemos inferir, por haberse perdido el coloquio a   -82-   que pertenecen; pero si Cervantes lo vio impreso, como dan a entender sus palabras (página 315), es lo probable que ello ocurriese poco después del regreso de Argel, cuando aun se mantenía vivo su excepcional interés por el batihoja sevillano.

Tantas veces se han puntualizado las analogías entre El Trato de Argel y Los Baños, por lo que a su estilo y lenguaje respecta, que no hay necesidad de insistir en el asunto. A pesar de la escasa originalidad de la comedia, a pesar también de lo que la perjudica la complicación de la trama, los recuerdos autobiográficos en que se funda, serán siempre título importante para merecer la atención del lector33. Causa emoción cuanto significa memoria de algún suceso cervantino, como en aquellas palabras del diálogo entre Hazán (que abriga el propósito de «alzar la galeota») y Don Lope, que le pregunta:

    ¿Cómo lo pensais traçar?
HAZ.
Ya con otros quatro estoy
conuenido.
VIB.
Temo azar,
si es que entre muchos se sabe:
que no ay cosa que se acabe
aquí en Argel sin afrenta,
quando a muchos se da cuenta.»

(I, 252.)                


  -83-  

O cuando el pobre cristiano que quiso huir, es traído «atadas las orejas con vn paño sangriento, como que las trae cortadas», y el moro Carahoja le increpa:

    «¿No os dixe, perro insensato,
que, si huyades por tierra,
que os haria aqueste trato?» etc.

(I, 255.)                


Llama la atención también el buen humor del Sacristán, que parece una de las primeras representaciones del tipo del «gracioso», tan constante en el teatro del siglo XVII.

Nos inclinamos a creer, en conclusión, que Cervantes, al volver a su antigua ociosidad, y sirviéndose de fragmentos o esbozos de su primera época, dio la última mano a la comedia de Los Baños de Argel, en otro tiempo ideada.

No deja de sorprender lo que Cervantes dice, al final de Los Baños, por boca de Don Lope:

«No de la imaginacion
este trato se sacó,
que la verdad lo fraguó
bien lexos de la ficcion.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Y aqui da este trato fin,
que no le tiene el de Argel.»

¿Podrá inferirse de tales palabras, que el primitivo título de Los Baños de Argel fue El Trato de Argel, y que aquella obra representa una   -84-   refundición del viejo texto de Los Tratos? Muy aventurada sería la hipótesis, porque «trato» es una denominación general, tan aplicable a las escenas de Los Baños como a las de Los Tratos, y que solo significa algo notorio en este caso: la comunidad de ambiente de las dos comedias.

* * *

No poco interés despierta la comedia de La Gran Sultana Doña Catalina de Oviedo, porque casi todos los críticos han entendido que el asunto de la obra es punto menos que rigurosamente histórico. Examinemos el fundamento de tal opinión, atendiendo, como es natural, al contenido de la comedia. Según el romance que pone Cervantes en boca de Madrigal (otro cautivo gracioso, por el estilo del Sacristán de Los Baños de Argel), la gran sultana era de procedencia malagueña, e hija de un hidalgo (un tal de Oviedo) cuya familia entera cautivó camino de Orán. La muchacha, vendida primero en Tetuán, fue llevada luego a Constantinopla, donde el comprador, Morato Arráez, la presentó al Gran Señor, mozo entonces («creo el año de seiscientos») teniendo ella «diez años apenas». Seis permaneció olvidada en el serrallo, hasta que, vista por el sultán Amurates, fue elevada al rango de sultana y de favorita, sin que por eso dejase ella de ser cristiana, «gloria de su nación y de fortaleza ejemplo», puesto que resueltamente se negó a mudar el nombre   -85-   de Catalina, y a perder «el sobrenombre de Oviedo», a pesar de lo cual, el Gran Señor «consiéntele ser cristiana», y, como Gran Sultana,

«oy reyna, oy viue, y oy vemos
que del leon othomano
pisa el indomable cuello;
oy le rinde y auassalla,
y, con no vistos estremos,
haze bien a los Christianos.»

(II, 195.)                


Aplauden el romance los oyentes, al modo de quien piensa: «si non è vero, è ben trovato», y el mismo Cadí se olvida de su representación, hasta el punto de exclamar que Madrigal «sabe más que Mahoma». Sigue un baile, y la Gran Sultana danza a la española, como si estuviese en la fiesta de su aldea.

¿Qué puede decirse de semejante histórico relato?

A) Que Cervantes, al llamar Amurates al sultán, alude a Murad III, el cual murió el 16 de enero de 1595, y de quien se cuentan hechos que alguna relación guardan con el Gran Turco de la comedia. Cervantes pudo, en efecto, tener noticias de aquel sultán, noticias que barajó en su memoria, sin reparar en fechas ni en datos precisos.

Píntale Cervantes: «mancebo de buen talle», y «de gravedad y bizarría», al comenzar la comedia. Poco después, uno de los eunucos le califica de «tirano». Infiérese del diálogo que   -86-   el sultán es aficionado a mujeres, que le agrada el baile de sus esclavas, y que tiene en su harén más de doscientas cautivas. Sin perjuicio de alguna que otra infidelidad, ama locamente a Catalina, a quien proclama sultana. Como Gran Turco, este personaje parece un tipo de ópera bufa, porque nunca dice nada que valga la pena de escucharse. No da muestras de entender jota de política; jura «por el dios ciego» (II, 133); conoce las perlas del Sur, el oro de Arabia, la púrpura de Tiro y los olores de la Sabea, ni más ni menos que cualquier humanista, enterado de sus clásicos (II, 162); y, al desmayarse la sultana, al final de la jorn. II, carga con ella, exclamando gallardamente:

    «¡Sobre mis ombros vendras,
cielo deste pobre Atlante,
en males sin semejante,
si vos en vos no bolueys!

 (Llevala.)» 


Pero un Gran Turco, que lleva en peso por el escenario a la Gran Turquesca, es tortas y pan pintado junto a un monarca otomano que, después de sorprenderse, con harta razón, de que haya «cristiana en su serrallo», alaba a la Virgen María (II, 174) y prohíbe terminantemente que se nombre a Mahoma delante de la cristiana (II, 161), con otras herejías, admirables por lo novelescas (II, 155 y siguientes). Préndase de Catalina, en una escena de cuento de hadas, y, finalmente, entrega a su   -87-   dama el señorío de todo el imperio otomano, diciendo:

    «Sabe igualar el amor
el vos y la magestad.
De los reynos que posseo,
que casi infinitos son,
toda su jurisdicion
rendida a la tuya veo»

(II, 137 y 138),                


y así, añade:

    «Que seas turca o seas christiana,
a mi no me importa cosa.»

Claro está que el Gran Cadí se escandaliza de las acciones del sultán; pero ¿qué se puede esperar de un juez-obispo, de quien se mofa el gracioso Madrigal, haciéndole creer que entiende el lenguaje de los pájaros, y que, en diez años, hará hablar distintamente turquesco al valiente elefante del Gran Señor? Ni le lleva a este mucha ventaja su Cadí en achaques de bobería, porque si al segundo se las hacen tragar de a puño en materia de pájaros y de elefantes, no es menos bochornoso para el primero el lance de aquel cautivo que, disfrazado de mujer, vive en el serrallo, y, descubierto el hecho (de la manera más lógica) por el sultán, discúlpase el esclavo diciendo que, cuando niña, quiso transformarse en varón, metamorfosis34 que le fue concedida por el profeta Mahoma; ante   -88-   lo cual, admirado el sultán, vuélvese al Cadí, preguntándole:

«¿Puede ser esto, Cadí?»,

contestándole el interrogado:

«¡Y sin milagro, que es más!»

¡A Gran Turco, Gran Cadí! Pero ya veremos luego si semejante argumento se ha de tomar en broma o en serio. Nótese también que, para distraer al sultán y hacer que «siembre en una y en otra tierra» (II, 202), escogen dos esclavas bonitas, ambas «transilvanas», una de las cuales resulta ser el susodicho disfrazado varón.

Ahora bien: pocos sultanes ha habido en la historia cuyo reinado, carácter y costumbres sean tan al pormenor conocidos como los de Murad III35. Todas las descripciones coinciden en negarle atractivos personales: era pequeño, flaco, amarillo, nariz aguileña y barba rojiza. Había nacido en 1546, y tenía, por lo tanto, cincuenta años al morir en 1595. Lo de mozo y mancebo, que dice Cervantes, puede proceder de una confusión con el sultán Ahmed, que comenzó a reinar en 1603, a los catorce años, y murió a los veintiocho en 1617. Importa lo que acerca de este sultán dice Lope de Vega en su disparatada novela de La Desdicha por la   -89-   honra (que nada tiene que ver con el argumento de La Gran Sultana, aunque en aquella figure también una favorita española):

«Entre las mugeres que entonces tenia Sultan Amath, era la más querida vna cierta señora andaluz (sic), que fue cautiua en vno de los puertos de España. Esta holgaua notablemente de oyr representar a los cautiuos christianos algunas comedias, y ellos, deseosos de su fauor y amparo, las estudiauan, comprandolas en Venecia a algunos mercaderes Iudios para lleuarselas; de que yo vi carta de su Embaxador entonces para el Conde de Lemos, encareciendo lo que este género de escritura se estiende por el mundo, despues que con mas cuydado se diuide en tomos.»


(La Circe; Madrid, 1623; fol. 116 v.)                


Ahora bien, como veremos, lo que dice Lope de Ahmed I y de su favorita andaluza, debe de ser relato influido por la historia de Murad III. No hay asomo de verdad en la novela de Lope, como lo prueba el hecho de atribuir al sultán la edad de treinta y tres años, siendo así que murió a los veintiocho. En cuanto a Cervantes, lógico es suponer que oyese hablar bastante de Murad durante su cautiverio en Argel, cuando el sultán subió al trono. Debió de conocer Cervantes, en aquella época, numerosos detalles acerca de Murad. No hay duda sino que correrían hablillas acerca de su índole mujeriega y de su harén lleno de esclavas (que llegaron al número de quinientas, y en las que tuvo   -90-   ciento dos hijos, entre varones y hembras, según escribe Hammer). Oiría hablar, seguramente, acerca del imperio que sobre el sultán ejercía una esclava veneciana, de origen cristiano (de la familia Basso), llamada Ssaffije, hija de un gobernador de Corfú, cautivada, siendo muy joven, por ciertos corsarios, y entregada al serrallo de Murad. La mención que Lope hace de comedias «compradas en Venecia» (y probablemente italianas) hace sospechar que en su novela haya reminiscencias de la favorita veneciana36 de Murad. Veintiocho años duró la influencia de aquella hábil mujer en el gobierno otomano, y su nombre llegó a adquirir la consiguiente popularidad37. La influencia de la veneciana despertó los recelos y la envidia de la madre y de la hermana de Murad, que vieron perjudicada su situación en la corte de Constantinopla. Finalmente, lograron introducir en el harén a dos bellas esclavas, que gozaron durante bastante tiempo del favor del sultán; una de ellas era húngara (lo cual recuerda la «transilvana» de Cervantes), y gran bailarina (habilidad que Catalina de Oviedo luce en la comedia de Cervantes)38.

B) El nombre de Catalina de Oviedo.

Tal nombre parece exigencia de la rima. No puede ocultársele, a quien haya estudiado algo el teatro español del siglo de oro, que muchas veces era el verso lo que determinaba el nombre   -91-   de algunos personajes. La primera vez que aparece el nombre de la cautiva cristiana (y esta primera vez influye en las restantes), Catalina consuena con peregrina y con divina, en una quintilla (II, 125), y luego, en varias ocasiones, con divina (140, 161, 173, 175 y 214), con adivina (156) y con encamina (157), etc. Otro tanto ocurre con Oviedo, que surge del verso o de la rima con la misma naturalidad (pág. 125, líneas 25-30; 154, 10-19; 161, 8-11; 171, 2-5; 193, donde lo reclama el romance en e-o; 195, 2-5; 215, 23-26). Llegan a ser fórmulas invariables unas palabras que constantemente son demandadas por divina, nombre y sobrenombre. El dar Lope el sencillo nombre de María a la sultana de su cuento, nos indica que nada le importaba el apellido, por tratarse de una leyenda, de cuya historicidad no estaba nadie enterado. En efecto, ningún documento, que sepamos, habla de semejante sultana de origen cristiano, de entereza y fidelidad acreditadas, llamada Catalina de Oviedo.

C) El hecho de permanecer cristiana, después de ser sultana y gobernadora del imperio.

Es un total e inocente absurdo, por el estilo de otros en que Cervantes suele incurrir (v. gr., en el Persiles), cuando se refiere a materias que desconoce y en que gusta de dar rienda suelta a su facultad de invención. Por poco que se conozcan las costumbres otomanas, échase de ver la imposibilidad del hecho aludido. El propio Cervantes, escribe en El   -92-   Amante liberal: «No es bien que la prenda del Gran Señor sea vista de nadie, y más que se le ha de quitar que converse con cristianos, pues sabeis que, en llegando a poder del Gran Señor, la han de encerrar en el serrallo y volverla turca, quiera o no quiera

En una Corte donde el asesinato estaba a la orden del día, una sultana que se gloriaba de ser cristiana y enemiga del Profeta, y un sultán que aplaudía y estimulaba sus herejías, hubieran desaparecido muy pronto.

Ch) La fecha (1600) de la llegada de Catalina a Constantinopla, cuando apenas tenía diez años (II, 194).

La fecha contenida en el verso «creo el año de seyscientos», parece otra exigencia rítmica del romance en e-o, y puede ser anterior a la redacción del pasaje en que se encuentra, sin que ello demuestre en modo alguno que la comedia entera sea posterior al año 1600. Todo el romance muestra ser invención ad hoc. La mención de Morato Arráez (véase la Topographia de Haedo, fol. 10), carece de significación: era un corsario conocidísimo cuando Cervantes estaba en Argel, y no sabemos que tuviese relación ninguna con el sultán. Floreció, según Haedo, hacia 1580; y Cervantes supone que entrega la cautiva al Gran Señor (Murad III), cuando este era «mozo», o sea por los años de 1565 a 1570.

Analizado, con cierta objetividad, el último acto de La Gran Sultana, se reconoce que Cervantes no escribió nunca un imposible mayor,   -93-   a pesar de lo verídico de algunos rasgos. El padre de Catalina y el gracioso Madrigal, a punto de ser empalados, sálvanse por intervención de la Gran Sultana. Luego se prepara una fiesta en el serrallo. Catalina, que

    «Tiene tanto desseo
de verse sin el trage
turquesco»,

pónese un vestido español, traído de Argel por un judío.

El padre de Catalina, afea después a su hija la facilidad con que se ha entregado al Gran Turco; pero ella le contesta que prefiere vivir:

    «Martir soy en el desseo,
y, aunque por agora duerma
la carne fragil y enferma
en este maldito empleo,
espero en la luz que guia
al cielo al más pecador»

(II, 184),                


o, lo que es lo mismo: «viva la gallina, y viva con su pepita». Y se marcha al serrallo,

       «porque esta tarde
tengo mucho en que entender,
que el Gran Señor quiere hazer
de mis donayres alarde».

Sigue una escena enteramente burlesca, bastante divertida. Los músicos son verdaderas figuras de entremés, y entablan un coloquio (¡muy en su lugar, ciertamente, en un harén   -94-   otomano!), donde salen a relucir zarabandas, zambapalos, chaconas, folías, el pésame dello, etcétera. Tienden luego «una alfombra turca, con cinco o seys almohadas de terciopelo de color», y entran el Gran Turco y su comitiva, y después doña Catalina, «vestida a lo christiano». Madrigal, que «sabe danzar como una mula» contribuye a la fiesta con un romance correntío

«que le pienso cantar a la loquesca,
que trata ad longum todo el gran sucesso
de la grande sultana Catalina.
MÚS. 1.
¿Cómo lo sabeis vos?
MAD.
Su mismo padre
me lo ha contado todo ad pedem litere»

(II, 187);                


y sigue el romance, base de la comedia. Entonces se levanta la sultana a bailar (Cervantes acota: «¡ensáyese este bayle bien!»). No es raro, en verdad, que una sultana dance; ya hemos visto que una de las mujeres de Murad supo cautivarle con su maestría coreográfica. Lo peregrino es que doña Catalina, Gran Sultana, directora de la política otomana, y cristiana por añadidura, baile en el harén como en cualquier ambiente de entremés. Terminada la fiesta, con el aplauso del Gran Señor, es de suponer que se halle este más enloquecido aún por el amor de doña Catalina. Pero lo que ocurre es que el Cadí amonesta a aquel para que no se olvide de «hazer hijos» en las demás mujeres, y Madrigal torna a conversar con el Cadí acerca de   -95-   su conocimiento de la lengua de los pájaros. Los eunucos preparan la visita de inspección al serrallo, para que el sultán elija una hembra, pues, sin demora,

«quiere renouar su fuego,
y boluer al dulze fuego
de sus passados plazeres»

(II, 201).                


Entran Zaida (Clara) y Zelinda (Lamberto, disfrazado de mujer). Hácese alarde de todas las cautivas, y quedan Zaida y Zelinda al remate de «la hermosa lista», para que el Gran Turco se fije bien en ellas. En efecto, el sultán echa el ojo a Zelinda (Lamberto), o, mejor dicho, «echale vn pañiçuelo», símbolo de su deseo de que «se la traigan». Zaida queda sola, lamentándose de la triste suerte de su amante:

    «¿Qué remedio aurá que quadre
en tan grande confusion,
si eres, Lamberto, varon,
y te quieren para madre?»

(II, 206.)                


En esto, se descubre el sexo de Zelinda. Zaida revela su secreto a la Gran Sultana, confesándola que «ha quedado preñada» de Lamberto. Doña Catalina se apresura a salvarla. Sigue otra escena (que sin duda ocurre en alguna particular habitación del Gran Turco), en que sale el sultán, trayendo «asido del cuello a Lamberto, con vna daga desembaynada», y el   -96-   triste embustero trae a cuento, para disculparse, la consabida historia de sus rogativas a Mahoma para que le mudase de niña en varón. La llegada de Catalina aplaca el justo enojo del chasqueado Gran Turco, y termina el lance con

«las pazes que hazen
amantes desauenidos»,

casando Zaida con Zelinda (Lamberto), y rogando Catalina al sultán que los eche en seguida de casa, porque «no quiere ver visiones» (II, 212). Al final, despídese Madrigal de Constantinopla, diciendo:

       «que muero
por verme ya en Madrid hazer corrillos
de gente que pregunta: "¿Cómo es esto?
Diga, señor cautiuo, por su vida:
¿es verdad que se llama la sultana
que oy reyna en la Turquía, Catalina,
y que es christiana, y tiene don y todo,
y que es de Ouiedo el sobrenombre suyo?"
¡O! ¡Que de cosas les diré! Y aun pienso,
pues tengo ya el camino medio andado,
siendo poeta, hazerme comediante,
y componer la historia desta niña
sin discrepar de la verdad vn punto,
representando el mismo personage
alla que hago aqui.»

(II, 215-216.)                


¿No parece indicar esto, con harta claridad, que el argumento es pura invención del autor? De seguro que ningún cautivo rescatado le ganó la palmatoria a Madrigal en lo de contar «de   -97-   luengas vías, luengas mentiras», y aun podemos suponer que alcanzó a repetir de un modo convincente los disparatones que acabamos de oír. Acaba el engendro con dos escenas muy cortas, una, relativa a la venturosa solución del apuro de Lamberto, y otra, a la proclamación, entre fuegos artificiales, toque de chirimías y otros festejos populares (como en la España de aquel tiempo) del nacimiento de un heredero del sultán, fruto del «felice parto» de doña Catalina de Oviedo, «gran sultana y christiana».

Larga ha sido la exposición; pero necesaria para dar a conocer las principales ideas de esta comedia. Ocioso sería analizar pensamientos tan desconcertados como el del Gran Turco sobre la conveniencia de mezclar su sangre con la cristiana, «para darle mayor ser» (II, 155), y engendrar «vn otomano español»; o el lenguaje, poco decente en boca de una sultana, para dar a conocer su estado interesante (211); o los deseos, expresados por el Gran Turco, de renovar «los santos y los profanos, -grandes y admirables juegos» de romanos y griegos (213), etcétera. No es difícil sospechar, en vista de las bromas de que son víctimas el sultán, el Cadí, y aun el mismo Profeta, que se trata de una obra burlesca. Si alguna parte de la comedia ha de tomarse en serio, es la que contiene elementos religiosos, como la oración enderezada a la Virgen por la sultana (173). Lo demás, parece escrito a propósito para poner en solfa   -98-   al Gran Turco, a Mahoma y a toda su secta, porque no es admisible que Cervantes escribiese tantos disparates «de industria». Otro elemento cómico está representado por la escena entre Madrigal y los judíos (II, 126), que recuerda otras análogas de Los Baños de Argel (I, 284, 299, 330).

Arriesgado sería afirmar nada respecto de la época en que Cervantes dio forma definitiva a la comedia de La Gran Sultana; pero, en vista de lo fantástico del argumento y de lo defectuoso de la técnica, nos inclinamos a creer que la nueva forma tuvo por base otra comedia, citada por Cervantes en la Adjunta al Parnaso con el título de La Gran turquesca. Algunos críticos39, que han hablado también de esta posibilidad, negáronse a admitir la identidad de ambas obras, fundándose en los siguientes argumentos: 1.º Que La Gran Sultana descansa en sucesos históricos de principios del siglo XVII (hipótesis que, como hemos visto, carece por completo de base); 2.º Que Cervantes alude a La Gran turquesca como a una de sus primeras creaciones dramáticas (pero es el caso que la alusión no contiene nada preciso respecto de la época, pudiéndose tan solo inferir de aquella que la referida comedia era bastante anterior al año 1614, fecha probable del aserto); y 3.º Que la indicación del año 1600, mencionado en el romance de Madrigal, da a entender que la comedia   -99-   de La Gran Sultana es posterior a dicho año; a lo cual puede añadirse, para reforzar el argumento, que en la comedia se cita a Felipe III (pág. 149) y se alude a los embajadores de Persia (véase nuestra nota en la pág. 363), lo que nos llevaría al año 1599, si aceptamos la posibilidad de que el hecho fuese contemporáneo de la redacción de la obra. En suma: las apariencias hacen probable la hipótesis de que La Gran Sultana no se hubiera compuesto antes de 1600.

Pero otras consideraciones disminuyen grandemente tal probabilidad. Nótese, en primer término, que la frase de la Adjunta al Parnaso: «yo he compuesto muchas comedias, y, a no ser mías, me parecieran dignas de alabanza», lo mismo se puede aplicar a las comedias escritas o refundidas cuando Cervantes tornó a su antigua ociosidad, que a las de la primera época de su vida teatral. Admisible es la conclusión, según la cual Los Tratos de Argel, La Numancia, La Confusa, y probablemente La Batalla naval, son piezas de la primera época cervantina; pero nada se sabe positivamente respecto de las demás comedias mencionadas en la Adjunta. Y en cuanto a la supuesta historicidad de La Gran Sultana, ya hemos dicho lo bastante.

Parece, pues, lógico pensar que Cervantes escribió o modificó La Gran Sultana después del año 1600, y aun algunos más tarde, hacia 1607-1608 (fecha que concuerda con la probable   -100-   edad de la sultana, en la época de su casamiento, que Cervantes hace coetáneo de la comedia), dándole primero el título de La Gran turquesca, y reformándola con motivo de su publicación en el tomo de 1615. No es impropio del proceder cervantino utilizar dos veces el mismo argumento, ni hay razón para juzgar que fuesen enteramente distintas dos comedias de tan parecidos títulos.

Otro misterio encierra el aludido pasaje de la Adjunta. Dice en ella Cervantes que «pensaba dar a la estampa» (en el verano de 1614, fecha de la Adjunta) «seis comedias, con otros seis entremeses» que tenía compuestos. Un año después, el 3 de julio de 1615, se firmaba la Aprobación de las Ocho comedias y ocho entremeses nuevos, y, en septiembre de 1615, la fe de erratas. Ahora bien, si tenemos en cuenta la habitual lentitud de Cervantes en la composición de sus obras, y la que se empleaba en imprimirlas, no es aventurado suponer que las diez y seis aludidas en la Adjunta estaban escritas mucho antes de ver la luz pública, o, en todo caso, muy poco después de la fecha de las citadas palabras. De todos modos, sería proceder de ligero, asegurar que Cervantes, además de las seis comedias ya escritas en julio de 1614, escribió dos nuevas comedias más, para completar el número de ocho. Nada más probable, si nos atenemos al de seis (y no juzgamos que se trata de un yerro del impresor; o de la equivocación de un anciano, que solamente pensaba   -101-   en dar a la estampa algunas de sus comedias, sin tener nada resuelto respecto de su número), que el hecho de que Cervantes buscara entre sus papeles, para añadir dos obras más a las que ya tenía elegidas, costándole, sin duda, menos trabajo arreglar dos comedias antiguas, que escribirlas de nuevo. Nada prueban, evidentemente, las puras reflexiones en esta materia. Lo único que interesa es la posibilidad de que La Gran Sultana sea La Gran turquesca, y nada demuestra lo inadmisible de tal conjetura.

No es extraño que Cervantes, cautivo en Argel, muestre superficiales conocimientos acerca de la capital del imperio otomano, y es lástima que se haya perdido su Trato de Constantinopla y muerte de Selín, comedia que nos hubiera suministrado algunos datos más acerca de este género de temas. No cabe duda de que tuvo noticia de ciertos viajes por Oriente, como el Viage de Turquía de Cristóbal de Villalón, obra que explica algunos pasajes de la comedia cervantina40.

Poco puede decirse en loor de la técnica de esta última. La escena queda sin personajes a cada momento; y así, algunos versos que tratan   -102-   de aclarar lo que sucede entre bastidores, parecen más bien acotaciones que poesía:

«El moro llega; un memorial le ha dado;
el Gran Señor le toma, y se le entrega
a un bel garçon que casi tray al lado.»

(Pág. 113.)                


Tres cortas escenas, enteramente descosidas, constituyen el final de la obra, y, sin razón alguna, se ha de suponer que han transcurrido seis meses, o más, entre el discurso de la Gran Sultana (pág. 211, donde confiesa estar encinta) y la última escena.

Es digno de nota, en cuanto a la versificación, que el 15'6 por 100 de los versos sean de romance; los demás, prueban el conato de escribir según el uso «que pedía la comedia nueva», y así el autor se muestra sobrio en el empleo de tercetos y octavas; pero no deja de asomar el estilo antiguo en estos mismos versos, y especialmente en la manera de encajar las redondillas y las quintillas. En las Notas hemos señalado algunos versos defectuosos, muy típicos de la musa cervantina. Pero nada se infiere de la versificación, que sirva para determinar la época de la redacción de esta comedia.

* * *

El Gallardo español es otra de las comedias cervantinas fundadas en temas moriscos o turcos, es decir, en recuerdos del cautiverio de   -103-   Cervantes. Pero se echa de ver bastante diferencia entre el léxico y el ambiente de esta comedia, y los de sus congéneres El Trato de Argel, Los Baños de Argel y La Gran Sultana. El colorido morisco es en El Gallardo español más débil, y más poderoso, en cambio, el esfuerzo del autor por dar a su obra mayor lógica y arte. La escena se desarrolla en Orán y en un aduar próximo a esta ciudad; pero el color local es bien escaso, y nada se encuentra de aquellos rasgos vivos e impresionantes que dejan huella en el ánimo del lector. La trama fundamental es novelesca, sin que basten a desvirtuar su carácter romántico, algunos datos históricos del sitio de Orán (1562-1563). Son de notable interés las pocas alusiones autobiográficas que se contienen en la historia de Fernando de Saavedra, relatada por Margarita41.

Con ser tan distinta la materia de El Gallardo español de la que constituye el tema de las otras comedias análogas de Cervantes, no falta en aquella el consabido episodio del amor de una mora por un cristiano, y aparecen allí nombres como el de Pedro Álvarez (I, 122-123), y el de Saavedra, ya conocidos por El Trato de Argel. No carece la obra de movimiento escénico; pero los desafíos, las batallas y la gritería, no son por sí mismos elementos dramáticos, puesto que estos resultan solo, lógicamente, del desarrollo psicológico de los propios caracteres del drama. Las acciones del protagonista tienen   -104-   poco de verdaderamente grande. Se sospecha siempre que su vida no corre peligro, y desde el principio de la comedia se prevé el desenlace.

La acción de D. Fernando, que, infringiendo las órdenes del general, se descuelga de noche por el muro de la ciudad para salir al desafío que le hizo Alimuzel, tiene un curioso precedente en la historia de los casos de honra. Consta en el Diálogo de la verdadera honra militar (Venecia, 1566), de D. Gerónimo Ximénez de Urrea42, el cual escribe lo siguiente:

«A mi parecer, el soldado, como dezis, no deue disponer de si, ni aun para passarse de vna compañía a otra, sin licencia de su superior, a fin, que es mas seruicio de su Rey seruir debaxo las leyes militares, que a su voluntad; mas el gentilhombre o soldado que es desafiado o ha desafiado, y el campo es acetado, deue dexar todas las cosas del mundo, por responder por su honra, a quien es más obligado que a otra cosa, porque no se le passe el tiempo y su enemigo le pinte por infame en los cantones. Desto dió buen exemplo el valeroso Maldonado, que, estando para combatir, y hallándose pocos días antes de la jornada, en Castel Nouo de Dalmacia, soldado, viendo como se le acercaua el plazo del combate, pidió licencia con toda la fuerza del mundo para salir de allí, y viendo como no la podía auer, determinó de   -105-   descolgarse vna noche por la muralla, y assi lo hizo, y, tomando una barquilla, entró en ella y passó el mar Adriatico, no sin gran peligro de su persona, y vino a Lombardia, donde combatió; y si esta diligencia no hiziera, fuera tenido por infame, y no mereciera ser más soldado.»


La escapada de D. Fernando; la entrada de la mujer vestida de hombre, que va buscando a su fugitivo amante; la pasión novelesca de Arlaxa, son los principales episodios de El Gallardo español. Pero interesan menos que los elementos rigurosamente históricos. El carácter cómico de Buitrago, que supera al sacristán de Los Baños de Argel, aunque algo pálido, si se le compara con las mejores creaciones cervantinas de tal género, anima notablemente algunas escenas.

La índole novelesca de la obra échase de ver también en el lenguaje, impropio de verdaderos moros. Hablan estos de «Marte», del «dios antojadizo y riguroso» (pág. 94), y «del curso volador de la fortuna» (pág. 95), ni más ni menos que los discretos cortesanos de las novelas pastoriles. Muestra la técnica los mismos defectos que en Los Baños de Argel, habiendo entradas y salidas injustificadas, y prevaleciendo en la acción el espíritu ficticio y aventurero del argumento, a causa de ser «el principal intento» del autor, «mezclar verdades con fabulosos intentos». Ciertas acotaciones, por su carácter personal (como aquella de la pág. 37: «es cuento verdadero, que yo lo vi»), hacen suponer que el   -106-   original no estuvo jamás en poder de ningún empresario, sino que fue directamente del bufete del autor a la imprenta. Si la sospecha es fundada, puede constituir un argumento para sostener que El Gallardo español fue una de las comedias escritas por Cervantes cuando este volvió a su antigua ociosidad. Pero el tema y la técnica demuestran que Cervantes no había dejado de mirar hacia atrás, aun en su última época, para buscar motivos de inspiración dramática.

La versificación ostenta mayor facilidad que en Los Baños de Argel. Abundan los tipos líricos, habiendo, entre redondillas y quintillas más de 2000 versos, o sea unas dos terceras partes de la comedia, que resulta más extensa de lo corriente en las obras dramáticas cervantinas (consta de 3134 versos). El tanto por ciento de versos largos es más normal que en otras comedias: hay, entre tercetos, octavas y versos sueltos, unos 600, y, además, estrofas de versos de 7 y 11 sílabas (liras), como otras que se leen en La Casa de los celos (página 163) y en La Galatea (I, 216 y siguientes), reminiscencia de las formas métricas de la primera época. Los romances están mejor distribuidos (14'3 %, y es más íntimo su enlace con la concepción dramática que en otras comedias cervantinas, donde aquellos parecen algo postizo y post hoc.

* * *



  -107-  

ArribaAbajoB) Temas novelescos

Destácase La Casa de los celos y Selvas de Ardenia entre las comedias cervantinas de tema novelesco; pero el lector más benévolo reconocerá que Cervantes erró fundamentalmente al escoger por argumento de una obra dramática una serie de incidentes que nada tienen de teatral. Se suceden caprichosamente las escenas, sin justificación de cambios y sin criterio psicológico alguno. Se reduce el tema a la persecución de Angélica por sus dos amantes, Roldán y Reinaldos; persecución que más bien parece una loca y continua carrera, propia para entretener a los espectadores de un teatro de títeres, que el desarrollo artístico de una acción dramática.

Respecto del argumento, Cervantes debe a Matteo M.ª Boiardo lo principal de la maraña, y al Ariosto varios pormenores, y un tantico de su espíritu burlesco (aunque Cervantes muestra poca habilidad, si quiere poner en ridículo a los héroes caballerescos, mezclando aquí lo grotesco con lo serio).

Casi todos los personajes, en efecto, se hallan en Boiardo o en el Ariosto: unos, sin modificación alguna, como Angélica la Bella, Marfisa, el emperador Carlomagno y Argalia; otros, con ciertos cambios, y así, Reinaldos corresponde a Rinaldo, Roldán a Orlando (cugino de Rinaldo en el Orlando furioso, I, 8, y primo en la comedia), Galalón a Gano o Ganellone, el   -108-   Espíritu de Merlín al Spirito di Merlino, y los pastores Lauso, Corinto, Rustico y Clori, a Medoro, Cloridano, etc. En el Orlando furioso (XIV, 95, 98) aparece el ángel Miguel; en La Casa de los celos sale, al final, un ángel. El demonio es también personaje de ambas obras. Malgesí, hermano de Reinaldos, recuerda a Bradamante, hermana de Rinaldo (Orlando, II, 30 et al.); pero solo por el parentesco, porque en lo demás no se parecen. Ferrau es Ferraguto. En cuanto a Bernardo del Carpio, posible es que, como el Ariosto quiso elogiar a la casa de Este en Italia, Cervantes le imitara, respecto de España, loando al héroe nacional.

En realidad, el Orlando furioso empieza donde termina la comedia cervantina (compárense en comprobación de ello, el Orlando, I, 8, 9, y el último discurso de Carlomagno, en La Casa de los celos, I, 234). El parlamento del Ángel, al final de la comedia, se inspira en el canto XIV del Orlando; y no es difícil notar otras semejanzas entre ambas obras: «ven; mudarás de trage», le dicen a Angélica los pastores (I, 179): «in certi drappi rozzi avviluppossi», se lee en Ariosto (XI, 11); Reinaldos imagina que oye la voz de Angélica, que grita: «Socorredme, Reynaldos, que me matan!» (I, 208); en Orlando (XII, 15), leemos que a este


    «Pargli Angelica udir, che supplicando
e piangendo gli dica: aita, aita;
la mia virginità ti raccomando»;


  -109-  

Roldán no quiere matar al que duerme (I, 155-6); lo mismo Orlando (IX, 4):


    «Di tanto core è il generoso Orlando,
che non degna ferir gente che dorma.»


Sin perjuicio de tales imitaciones, quizá recordó también Cervantes, en esta comedia, algunos lances de libros caballerescos españoles. Así, la ilusión que sufre Reinaldos, en la jorn. III (I, 208 y siguientes), creyendo oír los lamentos de Angélica y pareciéndole después que la arrastran dos sátiros, ilusión provocada por Malgesí, es semejante a la que, por artes del sabio Fristón, padece don Belianís de Grecia en su Historia (lib. I, cap. 36), juzgando que la princesa Florisbella reclama su auxilio, y pareciéndole «que cuatro gigantes la lleuauan con mucha furia, y que el uno de sus hermosos cabellos la arrastraua, con tanta crueldad, que a manojos de su cabeça se los sacaua, y otro, con mucha braueza, venia diziendo: ¡dexalda a essa traydora, que cumple que a mis manos muera!»

Aparecen en esta comedia las figuras morales, de cuya introducción en el teatro se ufanaba Cervantes. El empleo de tales figuras; la rudimentaria técnica de la obra; las escenas pastoriles (I, 167, etc.), con ambiente, nombres y lenguaje idénticos a los de La Galatea; el recurso a fuentes italianas, tan frecuente en la misma Galatea, en El Laberinto de amor y en El Curioso impertinente, y tan escaso en las producciones   -110-   cervantinas de la última época, hacen sospechar que La Casa de los celos pertenezca a los primeros tiempos de la carrera dramática del autor.

Indicios existen de que esta comedia tuvo originariamente otra forma. Quizá constaba en un principio de más de tres jornadas43. Nos inclinamos a creer que los sonetos44

«En el silencio de la noche, quando»

(I, 201)                


y

«O le falta al amor conocimiento»

(I, 206)                


son de la primera época cervantina; pero aun dando por fundada semejante hipótesis, no arguye nada respecto de la fecha de la comedia, porque Cervantes tenía por costumbre copiarse a sí mismo.

Como en La Gran Sultana y en Los Baños de Argel, el escenario queda sin personajes al terminar muchas escenas, cortándose, con este desaliñado proceder, el hilo del argumento. De este modo, bien se comprende que sea indiferente el principio de las jornadas, que bien pudieron tener otra disposición distinta de la actual, como se observa en la pág. 213 (línea 11), donde pudo terminar un acto de la comedia.   -111-   La frecuente e infeliz intervención del deus ex machina, menoscaba el valor psicológico de los caracteres. Sin embargo, preciso es reconocer que los elementos populares, los bailes y cantares, la atmósfera campestre, que en algunas escenas de La Casa de los celos se observan, y que son de lo mejor que hay en la comedia, recuerdan el más precioso don del gran novelista: la facultad de representar con fidelidad y arte el espíritu y el lenguaje de su pueblo y, sobre todo, de la gente humilde de los campos y aldeas.

Más aún trae a la memoria la versificación aquella fórmula estética de los primeros tiempos cervantinos, del Cervantes de La Galatea, admirador de Cueva y de Argensola. Encuéntrase en la comedia aquel arcaico tipo de estrofa, de 6 o de 13 versos de 7 y 11 sílabas, de que antes hemos tratado y que también se halla en la citada novela pastoril45. No hay romances en las dos primeras jornadas, y los 80 versos de tal género, que se leen en la III (bien pocos para una comedia), no excluyen la hipótesis de que se trata de una obra relativamente antigua, como en Los Baños de Argel. No sería extraño que Cervantes se hubiera limitado a reformar esta tercera jornada, que presenta mayor variedad y no contiene tanto verso largo (octavas, tercetos, estrofas) como las dos anteriores.

  -112-  

Tales circunstancias, unidas al carácter del lenguaje y al de las rimas (que más bien recuerdan a los dramaturgos del siglo XVI, que a los del XVII), justifican la conjetura de que La Casa de los celos pertenece a la antigua época dramática de Cervantes. Quizá sea (con un simple cambio de título) aquel mismo Bosque amoroso, mencionado en la Adjunta al Parnaso. El contenido de la comedia, y la reiterada mención que en ella se hace de las Selvas de Ardenia, son nuevos argumentos en pro de la susodicha hipótesis.

* * *

En cuanto a El Laberinto de amor, probable es que Cervantes se inspirase también en cierto episodio del Orlando furioso del Ariosto (canto V). Constituye el principal tema de la comedia, la falsa acusación de la heroína por un amante celoso. Respecto del Orlando, el núcleo del canto V está determinado por el amor que el duque de Albania siente por la princesa Ginebra, hija de rey; esta ama al caballero Ariodante, que, a su vez, se halla enamorado de la joven, gozando además, del afecto del padre de Ginebra. Tal rivalidad incita al duque a acusar de infiel a la princesa. Ariodante, creyendo verdadera la deshonestidad de su amada, desaparece, y corre el rumor de que se ha matado. Lurcanio, hermano de Ariodante, revela al rey la verdadera causa de la muerte del   -113-   último; y el monarca, agobiado por la acusación contra Ginebra, se ve forzado a condenarla, si, en el término de un mes, no se presenta un campeón que demuestre la falsedad de la imputación, lidiando con el duque y venciéndole:


    «Ha fatto il re bandir per liberarla
(che pur gli par ch' a torto sia accusata),
che vuol per moglie, e con gran dote, darla
a chi torrà l' infamia che l' è data.
Che per lei comparisca non si parla
guerriero ancora, anzi l' un l' altro guata:
che quel Lurcanio in arme è così fiero,
che par che di lui tema ogni guerriero.»


(V, 68.)                


El padre, pues, promete dar a Ginebra por esposa, a quien le devuelva el honor. Termina el episodio con la intervención de Rinaldo, que castiga al impostor, venciéndole y dándole muerte. Ariodante, que, como era de suponer, no había fallecido, llega entonces y se casa con Ginebra.

Entre muchas diferencias, se parecen los argumentos del Ariosto y de Cervantes: en el ambiente aristocrático de los personajes principales; en la condenación a muerte de la hija, en el procedimiento del duelo judicial, y en la demostración, por este medio, de la inocencia de la acusada. Pero Cervantes añade elementos, muy propios de su ingenio inventivo. A la primera falsa acusación, agrega otra: la formulada contra el duque de Rosena, por haber robado   -114-   la hija y la sobrina del duque de Dorlán. Interviniendo ya en la comedia el duque de Novara y el de Utrino, parece que tenemos bastantes duques para una sola obra; pero Cervantes nos presenta, además, al disfrazado duque Anastasio, y con él a la hija del duque de Novara (Rosamira), a la del duque de Dorlán (Julia), y a la hermana del duque de Utrino (Porcia). Figuran también dos mensajeros, que llevan ambos el título de embajadores. Como personas de inferior categoría, hay dos estudiantes, y otros personajes que desempeñan papeles poco importantes.

Recomendamos al lector el examen de la comedia, para desenredar46 el argumento, si puede. Tres duques están enamorados de Rosamira: Manfredo, a quien favorece el padre de la heroína; Dagoberto, el acusador, y Anastasio, que, a todo trance, está dispuesto a defender a Rosamira. Con raras excepciones, casi todos los personajes adoptan dos o más disfraces, y aun alguno, como la duquesa Porcia, llega a tener cinco (pastor, estudiante, labrador, labradora y, en opinión de los demás, Rosamira)47. Al final, en una lúgubre escena (II, 321), salen disfrazados Porcia, Dagoberto, Rosamira, Anastasio, Cornelio, Manfredo y Julia. Esta última se casa con Manfredo, Porcia con Anastasio, y Rosamira, una vez probada su inocencia, con su acusador   -115-   Dagoberto, a quien disculpan los celos, que le indujeron a acusar a Rosamira, para que ningún otro amante aspirase a su mano. No es fácil comprender (¡misterios de los grandes genios!) la lógica de la conducta de un enamorado que, para ganarse el afecto de una honesta dama, no vacila en deshonrarla públicamente, logrando así merecerla al final de la aventura.

El tema de la acusación falsa es de los más comunes en la historia del folklore y de la novela, y hay variantes de aquel en todas las literaturas. Pero Cervantes supo darle un remate que, por lo peregrino, carece de precedentes, que sepamos. Habiendo sido suficiente el episodio del Ariosto, para sugerir a Cervantes la maraña de su comedia, es innecesario buscar en Bandello (I, novela 22), en Alonso de la Vega (Duquesa de la Rosa), en Timoneda (patraña 21), o en otros escritores, accesibles a Cervantes, las fuentes de la comedia48. En el Quixote alaba Cervantes La Enemiga favorable de Tárrega, que también tiene por tema una falsa acusación; pero no conociéndose la fecha de la obra del canónigo Tárrega, es imposible decidir cuál de los dos escritores se inspira en el otro.

De sumo interés es el misterio que parece envolver a toda esta comedia. El título de la   -116-   misma, no solo no se indica al final, pero ni siquiera en el cuerpo de la obra, puesto que la frase:

    «Ya en el ciego laberinto
te metió el amor cruel»

(II, 230),                


no implica relación alguna con la denominación de la comedia, siendo «laberinto» lugar común en Cervantes.

Veamos si pueden obtenerse otras consecuencias del examen de la comedia.

Como habrá echado de ver el lector, el enredo de El Laberinto de amor es verdaderamente extraordinario. Pero, además, Cervantes se complace a cada momento en advertir al espectador la confusión que en la obra impera, como si en ello cifrase su orgullo. Si no emplea siempre el vocablo confusión, se expresa en términos equivalentes. «Confuso estoy», dice el padre de Rosamira al escuchar la acusación contra su hija (II, 222); y el embajador habla también de «confuso testimonio» (223), añadiendo al partir: «confuso voy, atónito y perplexo» (225). Al oír la calumnia, exclama uno de los rivales: «¡Oh amor! ¡Oh confusión jamás oyda!» (228). Acentúase luego el desvarío de los personajes ante la complicación de los sucesos (véanse las págs. 233, líneas 23-31; 242, 21-29; 274, 5-10, y 286, 5-12). «En gran confusión me veo», dice Julia (289); «en gran confusión me hallo», exclama Anastasio (301); «con el miedo estoy   -117-   confusa», añade Porcia (305); «¡el alma lleuo confusa!», advierte Manfredo (307); «¡en gran confusión me veo!», vuelve a decir Porcia (308); «confusa estoy», dice a su vez Rosamira (324); que luego (325) lamenta no haber esperado desde lejos el suceso «deste tan grande enredo»; y, al final, Tácito se expresa así:

    «Hoy del campo de Agramante
he visto la confusión»,

no diciéndose nada de laberinto.

Sorprende la repetición usque ad nauseam de aquel vocablo, y si bien Cervantes lo emplea con frecuencia en otras obras, nunca lo hace con tan abusiva insistencia, que evidentemente no puede proceder de una pura casualidad. Toda la comedia descansa en confusiones y en disfraces, y aun en los dos últimos versos se alude a ello, diciendo:

«y aquí acaban las marañas
tuyas, que no tienen fin.»

No parece, pues, sino que el verdadero título de la obra habría de ser La Confusa, que precisamente es el que llevaba una comedia favorita de su autor.

«Soy por quien La Confusa, nada fea,
pareció en los teatros admirable,
si esto a su fama es justo se le crea»,

dice Cervantes en el Viage del Parnaso (cap. IV). Y, en la Adjunta, añade: «la (comedia) que yo   -118-   más estimo, y de la que más me precio, fué y es de una, llamada La Confusa, la cual, con paz sea dicho de cuantas comedias de capa y espada hasta hoy se han representado, bien puede tener lugar señalado por buena entre las mejores.» ¡Extraña coincidencia la de que Cervantes llame comedia de capa y espada a La Confusa, y sea precisamente El Laberinto de amor la única suya de ese género que conservamos (y quizá también una de las más típicas de su grupo)! Porque es de notar que en ninguna de las otras comedias cervantinas tienen los personajes «de capa y espada» la preponderancia que en El Laberinto de amor. Ni El Trato de Argel, ni Los Baños, ni El Gallardo español, ni La Gran Sultana, ni El Rufián dichoso, ni La Numancia, ni La Entretenida, ni Pedro de Urdemalas, ni siquiera La Casa de los celos (donde hay escenas pastoriles, y donde interviene el emperador Carlomagno, género de personajes extraño a tales comedias, según los cánones literarios de la época), pueden considerarse «de capa y espada». Según los traductores de Ticknor (II, 553), la invención de este género dramático se atribuyó a D. Diego Jiménez de Enciso. Pero, si Cervantes escribió La Confusa hacia 1585, como parece probable, y él mismo la califica de «comedia de capa y espada», ¿qué valor puede tener aquella atribución, habiendo nacido Enciso en dicho año? Según el criterio de la época, expresado por Cristóbal Suárez de Figueroa, en el alivio III   -119-   de su Passagero, había dos géneros de comedias: «al uno llaman comedia de cuerpo; al otro, de ingenio, o sea de capa y espada». En las primeras, intervenían como personajes reyes, príncipes o santos; en las «de capa y espada», nobles o caballeros particulares49. En El Laberinto de amor, no hay escena que no se relacione con los duques.

Que La Confusa no estaba perdida, al formarse el tomo de 1615, resulta claro de las palabras del mismo Cervantes en la Adjunta, donde dice que aquella comedia «fué y es» la más estimada por él, lo cual significa que la tenía   -120-   delante (en manuscrito, sin duda, porque no sabemos que se haya impreso nunca). Y no es de creer que la obra dramática de que más se enorgullecía Cervantes, haya desaparecido, sin que su autor tratase de salvarla para la posteridad.

Por otra parte, la técnica, el lenguaje y la versificación de El Laberinto de amor, llevan el sello de la primera época del autor. Nada seguro puede afirmarse respecto del número de jornadas de que hubo de constar el original, porque es muy descuidada la construcción de la comedia; pero no sería extraño que hubiera tenido tres desde un principio, y que fuese esta una de las primeras comedias en que Cervantes intentó la distribución tripartita. Con frecuencia queda el escenario sin personajes, y puede observarse, al final de la primera jornada (II, 255), una pequeña escena suelta, que parece poco a propósito para terminar un acto.

Entre más de 3000 versos (3078) de que consta la comedia, solo hay 84 de romance, y, por cierto, con asonante en u-a (en el cual entra dos veces, quizá casualmente, la palabra confusa).

Llama la atención el predominio de los tipos métricos de la primera época, característicos de El Trato de Argel. Hay 872 versos largos (octavas, tercetos, versos sueltos) y 306 de estrofas, siendo los demás (55 %) casi enteramente de redondillas (1712). Consta asimismo una combinación lírica de redondillas y quintillas alternadas (véase II, 318), ya empleada, entre otros,   -121-   por Cristóbal de Castillejo, en número de 90 versos. Todo ello es típico de la susodicha época. Las rimas, por su falta de variedad, recuerdan las de El Trato y La Numancia (véase, por ejemplo, la pág. 256, en que riman disculpa, culpa y culpa, en la misma octava, y descargo, cargo y cargo en la siguiente). Enfada el abuso de consonantes formados por el pretérito y el pronombre enclítico (notólo, mirólo, en la pág. 266; vile, dile, tomóla, besóla, en la 277; conocíle, seguíle, en la 285; salióse, desparecióse, en la 294; solicitéla, habléla, en la 314, etc.). Pasajes hay que guardan el eco de La Galatea, como el verso (298): «al triste, temeroso, amargo trance», y el episodio del amor de Julia, con todas sus notas pasionales y su concepto del deseo amoroso (287).

Fácil era, por lo demás, el cambio de título. Cervantes hace sinónimos, algunas veces, confusión y laberinto, y aun, en el Quixote, emplea juntamente ambas palabras (I, 45): «viéndose el enemigo de la concordia y el émulo de la luz menospreciado y burlado, y el poco fruto que había granjeado de haberlos puesto a todos en tan confuso laberinto...»

Lógico es que el lector se pregunte qué razón pudo tener Cervantes para semejante mudanza de título. Parece probable que, como en La Casa de los celos, en La Gran Sultana y en Los Baños de Argel, no juzgó conveniente salir, «al cabo de tantos años como hacía que dormía en el silencio del olvido», y «con todos   -122-   sus años a cuestas», con comedias de otros tiempos. De hacerlo así, corría el riesgo de exponerse a las burlas de rivales y enemigos, que aprovecharían la oportunidad para menoscabar la fama literaria del autor. Faltaba, además, base de comparación, porque ni Cervantes había hecho imprimir, que sepamos, ninguna de sus comedias, ni tampoco habían sacado a luz las suyas los autores contemporáneos de su primera época dramática, salvo raras excepciones, como Juan de la Cueva (1583), que confirman la regla. El tomo de Virués, impreso en 1609, bastantes años después de la composición de las obras en él contenidas, deja transparentarse el anhelo del autor por dar a sus producciones cierto barniz a lo moderno. En cambio, las nuevas comedias que se imprimían, y especialmente las de Lope de Vega, mostraban bien a las claras, por la fluidez del verso y lo vibrante de la inspiración, su nacimiento en el siglo de oro de la literatura dramática.

No se avenía con el carácter cervantino arrojar al cesto lo que había escrito; y es harto improbable que dejase de aprovechar la primera ocasión que se le ofreciera para publicar lo que tenía arrinconado, ora fuese de su primera época, o ya de los días en que tornó a su antigua ociosidad. De todos modos, él procuró remozar sus comedias en cuanto le fue posible; y no era verisímil que ninguno de los escasos lectores de su obra se percatase de los cambios, sobre todo en el caso de La Confusa, estrenada hacía   -123-   treinta años. Aun suponiendo que hubiera vuelto a representarse, no era probable que ningún actor ni espectador se acordase del título de una comedia tan parecida a tantas otras, y maravillosa hubiera sido la retentiva del que tuviera presente que Dagoberto, Filiberto, Manfredo, Rosamira, Elvira, Porcia, etc., eran personajes de La Confusa. Ningún escritor contemporáneo la menciona; y, por otro lado, solo las comedias nuevas interesaban al público, sin que pudiera sorprender, por supuesto, que un autor refundiese alguna de las antiguas.

En resumen, nada concluyente puede afirmarse sobre el particular; pero siempre queda en pie, a nuestro juicio, la probabilidad de que El Laberinto de amor sea La Confusa. Parece increíble que Cervantes dejase de darla a la imprenta50.

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ArribaAbajoCh) Temas a lo divino

Es lugar común, el de que las comedias de santos son, entre las clásicas, las que menos   -124-   atraen al lector moderno. Sin embargo, si todas ellas tuvieran un primer acto tan excelente como el de El Rufián dichoso, poseeríamos otros tantos admirables cuadros de la vida de aquel tiempo. Es innegable, en efecto, que el primer acto de El Rufián dichoso, es de lo mejor que la pluma de Cervantes ha escrito, por su variado lenguaje, por su brío, por la incomparable pintura de los caracteres, por la naturalidad del diálogo, por el realismo del ambiente. Fue compuesto, sin duda, en momentos de genial inspiración. Lo que disminuye el mérito de los dos actos siguientes, no tanto es el asunto (poco adecuado, en verdad, para la escena), como el hecho de haber dormitado en ellos, hasta lo increíble, la inspiración aludida, puesto que carecen de originalidad y de arte, y el autor se cree obligado a recurrir a cada instante al alegato de las fuentes que utiliza, insistiendo en que «así se cuenta en su historia.»

Parece constituir fuente única de esta comedia, el libro del Maestro Fr. Augustín Dávila Padilla, titulado: Historia de la Fundación y Discurso de la Provincia de Santiago de México, de la Orden de Predicadores. Por las vidas de sus Varones insignes y casos notables de Nueva España. Terminose la obra en 1592, y se publicó en Madrid el año 1596. Se infiere del Prólogo, que el autor no disfrutó de ningún impreso, sino que se valió únicamente de los papeles y de la tradición del mismo convento donde escribió la Historia. «Este libro -dice-   -125-   se escriuió en las Indias, y assi se habla en él como desde ellas. Començole fray Andrés de Moger, aura quarenta años; prosiguiolo fray Vincente de las Casas y fray Domingo de la Anunciacion; traduxolo luego en latin fray Tomas Castellar, hasta que, en el año 1589, me mandó el capítulo general de Mexico recojer todos los papeles y escriuir historia en romance, y fue menester aueriguase lo mas con originales viuos, por la cortedad con que se hallauan las cosas en los papeles; año de 92 la acabé», etc.

¿Cuándo llegó a manos de Cervantes el libro del P. Dávila, y en qué época escribió aquel su comedia?

Hacia 1596, cuando salió a luz el libro de Dávila, la rueda de la fortuna había dado una vuelta poco favorable para Cervantes. Encontrábase este en apurada situación económica, y no es extraño que pensase en volver a su antigua ociosidad, para reconquistar lauros y ducados en el arte dramático. No es improbable que se encontrase en Sevilla en 1596 (sabido es que allí fue encarcelado en 1597). Ahora bien: lícito es suponer que El Rufián dichoso (sobre todo en su primer acto) se inspiró en el ambiente de la Babilonia andaluza, y que aquella comedia fue escrita, merced al estímulo de la obra de Dávila, entre los años de 1596 a 1600. El héroe de la comedia había vivido en Sevilla, y las nuevas de Indias divulgábanse en esta ciudad antes que en otro lugar de España. La técnica y   -126-   la versificación, como luego veremos, parecen corresponder a un período que no es ciertamente el de la última década de la vida de Cervantes.

Alude este repetidas veces a «la verdad de la historia», para justificar el argumento. Todos los lances de esta suerte comprobados, como la historia de doña Ana de Treviño (II, 66); el intercambio de obras con su correspondiente responsabilidad en la vida futura (81); la visión, en la celda, de «ninfas vestidas lascivamente» (70); y la aparición del demonio «con figura de oso» (89, 95)51, se encuentran en la historia de Dávila (caps. XXVIII y XXV). Habla, además, este del grande amor que Fr. Cristóbal de la Cruz tuvo a la devoción del Rosario (devoción que ya observaba en su época de rufián, según advierte Cervantes en la pág. 34), y le pinta muy devoto de las ánimas del Purgatorio (compárese Cervantes, pág. 29). Pueden leerse también otros rasgos semejantes en los capítulos XV, XXIII y XXIV de la obra del P. Dávila. Todo ello justifica la convicción de que Cervantes tomó por fundamento la referida obra, que él, con una interpretación infantil, aceptó en todas sus partes, demostrando tanta credulidad como mal gusto, al llevar a la escena semejante argumento. El primer acto hubiera constituido   -127-   por sí solo un excelente entremés; pero luego todo es pálido y deslavazado, sin que baste a galvanizar el cuerpo muerto de la obra alguna que otra escena festiva, ni la introducción de personajes tan históricos como el Visitador don Tello de Sandoval.

Aunque se ha creído que El Rufián dichoso debe de pertenecer a la última época de su autor, entendemos que esta comedia puede muy bien ser de los postreros años del siglo XVI. Si el romance

«Del gran corral de los Olmos» etc.


transcrito por Cervantes, estuviese sacado de los Romances de Germania de Juan Hidalgo, que vieron la luz en Barcelona, el año 1609, la comedia sería posterior a esta fecha. Pero bien pudo ser que Cervantes lo recogiese de la tradición oral, en sus andanzas por Andalucía. Nada se infiere del diálogo entre la Comedia y la Curiosidad, que inicia la segunda jornada; son «figuras morales» (muy propias de la vieja época cervantina.). Pero es posible que Cervantes, al escribir esta escena, pensase en las licencias de la nueva comedia, e interpolase aquella, al preparar la obra para la imprenta en 1614, disculpando con semejante autocrítica su poco lógico proceder, si se tenía en cuenta su criterio respecto del arte dramático, expresado en el Quixote (I). De no ser así, no tendría explicación   -128-   la falta de enlace entre la primera jornada y las dos siguientes, que pertenecen a un género distinto.

No indica tampoco, la técnica de El Rufián dichoso, que Cervantes haya sacado gran provecho de la nueva forma del arte dramático en el siglo XVII. Los dos últimos actos se resuelven en meros episodios, en diarias ocurrencias de la vida del fraile, sin asomos de norma constructiva, y sin que demuestren el menor conocimiento del medio mejicano; mientras que son patentes, en la primera jornada, el supremo arte del autor y la influencia del medio sevillano.

La versificación ofrece bastante variedad, sobre todo en el primer acto. Hay 192 (6'7 %) versos de romance; pero solo se encuentran en los dos primeros actos, siendo de notar que 104 de ellos figuran en el diálogo entre la Comedia y la Curiosidad, al principio de la segunda jornada, representando quizá, como hemos dicho, una adición tardía, y sin enlace con el resto de la pieza, para el cual solo quedan 88 (3 %) de aquellos versos. Tal proporción, en un total de 2850, es bien pequeña, pero muy significativa, puesto que equivale, si no nos engañamos, al tanto por ciento de romances que suele hallarse en las comedias de Lope de Vega escritas en la última década del siglo XVI. Esta escasez de versos de romance, y la total ausencia de ellos en la jornada última, corroboran nuestra sospecha de que esta comedia no   -129-   pertenece a la última década cervantina, y robustecen la posibilidad, ya apuntada, de que la obra fue escrita por los años 1596 a 1600, cuando Cervantes estaba en la capital andaluza. Figuran, además, en El Rufián dichoso, 690 versos largos (sueltos, octavas, tercetos y estrofas), y 1931 entre redondillas (1416) y quintillas (515) que constituyen el 68 % de los de toda la comedia. Parece considerable tal proporción, hasta para un redondillista tan empedernido como Cervantes, y este fenómeno no indica, por cierto, la influencia del siglo XVII, sino la del de Cueva y Virués.

Los versos de la primera jornada (en número de 1211) son, en general, de notable espontaneidad; después, parece que el autor iba decayendo, conforme avanzaba, haciéndose cada vez más monótono e incoloro. La segunda jornada consta de 970 versos, y la tercera solo de 668. Ambas pudieron ser escritas en cualquier convento de cualquier país, puesto que no es pericia en el arte dramático lo que revelan, sino piadosa credulidad.

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ArribaAbajoD) Temas que tratan «de costumbres populares y contemporáneas»

Pertenecen a este grupo, como sabemos, La Entretenida y Pedro de Urdemalas.

Dos elementos hay, de muy desigual valor,   -130-   en la trama de La Entretenida: uno, que puede considerarse como lo principal del argumento, de bien poco mérito, constituido por los amores de Antonio, Cardenio, Ambrosio, D. Silvestre de Almendárez y las dos Marcelas; otro, que representa las mejores escenas de la obra, y que más bien parece de entremés que no de comedia, integrado por los amores fregoniles de Cristina y de los rivales Ocaña, Torrente y Quiñones.

La pasión amorosa que Antonio, hermano de cierta Marcela, siente por otra Marcela que se parece mucho a la primera, es de lo más insustancial y absurdo que Cervantes pudo imaginar. Antonio gime y suspira, delante de su propia hermana, pensando en la otra Marcela (¡que no sale a escena en toda la obra!), dando lugar a que prorrumpa aquella en exclamaciones como la siguiente, tan poco adecuadas al decoro teatral:

    «¡Válame Dios! ¿Qué es aquesto?
¿Si es amor este de incesto?»

(III, 12.)                


Como nadie trata de averiguar los hechos, y ambos hermanos siguen hablándose en enigmas (III, 11, línea 30 hasta 12, línea 21), claro está que el lector no los entiende tampoco. Aparecen luego dos enamorados más: Cardenio, que ama a Marcela (la hermana de Antonio) y finge ser un rico indiano, primo de ella, llamado D. Silvestre de Almendárez; y Ambrosio, que   -131-   está apasionado de la Marcela invisible, despertando los celos de Antonio. Todos estos personajes hacen el efecto de sombras, y se experimenta una verdadera satisfacción cada vez que salen a escena los del argumento secundario, es decir, los tipos fregoniles y populares, como el donoso lacayo Ocaña, el gracioso Torrente, el paje Quiñones, el escudero Muñoz y la fregona Cristina, que, si no es ilustre como la de la novela ejemplar, tiene propia vida y desempeña dignamente su papel de enamorar a la vez a tres galanes de su categoría. El entremés intercalado en el tercer acto (III, 87 y siguientes), tiene mucho donaire y está admirablemente escrito, haciendo que el lector se olvide de la insulsa historia de Marcela. Quizá la única escena del argumento principal, que llama la atención del espectador y verdaderamente le entretiene, es la de la llegada del primo auténtico; y aun es posible que, desempeñados los papeles por actores de talento, impresionasen al público los embustes de Cardenio, Torrente y Muñoz. El desenlace, donde no hay casamiento ninguno, constituye una suave y justificada crítica de los acostumbrados finales de comedia, en que todos los personajes, principales y secundarios, acababan por aceptar el yugo de Himeneo.

Dos naturales impulsos del genio cervantino, luchan en La Entretenida: el ambicioso anhelo de idear razonables comedias en tres jornadas, sin poseer las condiciones de un gran autor   -132-   dramático, y la fresca inspiración que tan lozanas creaciones produjo en Rinconete y Cortadillo, en el primer acto de El Rufián dichoso, en los entremeses, y en algunas escenas de la misma Entretenida y de Pedro de Urdemalas. Esos dos impulsos, se hallan tan íntimamente compenetrados en ciertas obras cervantinas, que no es posible separarlos sin menoscabar a los dos. En La Entretenida, por ejemplo, el tema del amante que se finge pariente recién llegado de las Indias, para conquistar el afecto de una dama, se halla también en otras comedias del siglo de oro y, sin duda, hubo de ser lugar común de las costumbres sociales y del teatro, aun en el siglo XVI; pero, ignorando las fechas de tales obras, en la mayor parte de los casos, es imposible determinar quién fue el primero que lo llevó a la escena. Posible es también que Cervantes, encantado de su comedia, en lo relativo al episodio de la rivalidad de Ocaña y Torrente, enamorados de Cristina, repitiese el cuadro en el entremés de La Guarda cuidadosa, donde asimismo hay otros dos amantes que se disputan la blanca mano de la fregona Cristinica. Como luego veremos, el entremés debe de ser del año 1611, y es probable que la comedia corresponda, por su parte, a los años 1604-1611, habiendo fundamento para sospechar, en vista de ciertos datos, que la fecha puede contraerse al período de 1606-1608.

Al final de la segunda jornada, figura un soneto de cabo roto (pág. 68). Poco debió de durar   -133-   la boga de este absurdo poético, pues, a pesar de nuestras pesquisas, los ejemplos que hemos encontrado pertenecen todos a un período bien corto. Usolo el desgraciado Alonso Álvarez de Soria en 1604, a propósito de El Peregrino en su patria de Lope de Vega. También se leen versos de ese género en el Quixote (parte I; 1604?), en La Pícara Justina (1604?), en la carta anónima a Diego de Astudillo (1606)52, y en el entremés de El Poeta de Lope de Vega (1604?)53, sin olvidar el discutido soneto, atribuido a Góngora (1605?)54. Ahora bien: todas esas composiciones pertenecen a un período bastante corto: el de los años 1604 a 1606, en el cual fueron tal vez populares entre los poetas churrulleros (como decía el licenciado Vidriera); y no es probable que, pasada su época, pretendiese Cervantes resucitar un artificio de tan escaso valor estético. Un auditorio no acostumbrado a tales versos, no los hubiera entendido, y así habrían perdido la poca gracia que encerraban.

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El baile cantado «Madre la mi madre», que figura en el entremés (III, 88), se lee también en El Celoso extremeño, novela redactada, probablemente, a principios del siglo XVII, y donde Cervantes dice que aquel era «un cantar que entonces andaba muy valido en el pueblo» (edición Bosarte, pág. 51). Nada más lógico que introducirlo al mismo tiempo en la comedia, para hacerla eco de la moda.

En el citado entremés se encuentra (III, 91 y siguientes) el episodio de la bota de vino, burla que también se halla en el Quixote (II, 21). Si ambos pasajes no fueron escritos simultáneamente, como podría haber ocurrido, no es aventurado suponer que Cervantes, según su costumbre, recogió en el Quixote algo de lo que ya tenía redactado para otros fines (como hizo con el lance de los dos famosos mojones, que aparece en Los Alcaldes de Daganzo y se halla repetido en la novela, II, 13). Nada se opone a que La Entretenida, y los primeros capítulos de la segunda parte del Quixote sean, aproximadamente, de la misma época (años 1605 a 1608). Cervantes era muy lento para componer sus producciones, y gustaba de introducir a la vez un mismo episodio en varias de ellas, como si, encantado de su mérito literario, no se resolviese a abandonarlo por completo. También se habla en La Entretenida (pág. 13) de la astrología judiciaria, en términos semejantes a los que se leen en el Quixote (II, 25); en el primer libro del Persiles (I, 18), que asimismo hubo de   -135-   ser escrito hacia 1608-1609, y (con alusión a profecías y adivinanzas muy creídas entonces) en el Coloquio de los perros, obras todas publicadas después, pero escritas por los mismos años.

Llama la atención que la comedia contenga nada menos que seis sonetos, forma poética muy rara en las demás obras dramáticas cervantinas, puesto que solo figuran dos (repetidos en el Quixote, I) en La Casa de los celos (última jornada), uno en La Gran Sultana, y uno en El Laberinto de amor. Algo de culteranismo se puede echar de ver en aquellos seis (III, 14, 24, 50, 70, y hasta en 46 y 68); pero no lo bastante considerar que fueron escritos muy entrado el siglo XVII. De todas suertes, sorprende que la mayor parte de los sonetos que Cervantes escribió, después de La Galatea, sean de principios de la XVIIª centuria. Tal acontece con los de la primera parte del Quixote, y quizá con los de La Entretenida. Muy contados son los que se hallan en la segunda parte del Quixote y en el Persiles; y, en cuanto a las novelas, solo hay uno en La Gitanilla de Madrid y otro en La Ilustre fregona.

Una combinación métrica se halla en La Entretenida (págs. 57, 72 y 105), que consiste en la estrofa de 4 versos sueltos, 3 de 7 sílabas y el cuarto de 11. Figura también en Los Baños de Argel (págs. 236, 283 y 342), en El Rufián dichoso (pág. 106) y en La Gran Sultana (página 179).

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En cuanto a los versos largos (versos sueltos, octavas, tercetos, además de las combinaciones que llamamos estrofas) hay en La Entretenida 567 (18'4 %), que representan un tanto por ciento muy semejante al de El Gallardo español (655), Los Baños de Argel (563), El Rufián dichoso (689) y La Gran Sultana (566), comedias que, según hemos indicado, parecen corresponder a los períodos en que Cervantes pudo volver a su antigua ociosidad. Sábese que, en 1592, pensaba escribir seis comedias para Rodrigo Osorio, y no es extraño, por tanto, que pusiera manos a la obra cuando dispuso del tiempo necesario, sin que sea preciso suponer que ello no aconteció hasta los últimos años de su vida.

Juzgamos compuestas, total o parcialmente, en la primera época: El Trato de Argel, La Numancia, El Laberinto de amor y La Casa de los celos. Ahora bien: todas estas comedias tienen un número bastante alto de versos largos: 1856, La Numancia; 1228 + 42 de estrofas, El Trato; 872 + 396 de estrofas, El Laberinto; y 692 + 356 de estrofas, La Casa de los celos; mientras que Pedro de Urdemalas (probablemente la última obra dramática cervantina) solo llega a tener 206, con 132 de estrofas.

Respecto de versos de romance, figuran 460 (15 %) en La Entretenida, proporción que parece corresponder a la segunda década dramática de Lope de Vega, o sea a la primera del siglo XVII; sin que en esta materia pueda precisarse más, porque dista mucho de ser irrecusable   -137-   el criterio de los romances para la determinación de la época.

Pero La Entretenida, por su tema, pertenece ya al siglo de oro. Además del episodio del falso indiano, podrían señalarse otros elementos que se repiten en la comedia del siglo XVII, como la confusión de las dos Marcelas, artificio de bien poco fuste dramático. El lector recordará, sin duda, El Parecido en la Corte, de Agustín Moreto (donde la semejanza existe entre dos hombres).

* * *

El problema de las fuentes de Pedro de Urdemalas, es indudablemente el más intrincado de cuantos suscitan las comedias cervantinas. Creen algunos que puede darse en aquella obra el núcleo de una novela picaresca perdida, y vale la pena de estudiar el caso.

Ya era muy antiguo, en tiempo de Cervantes, el nombre de un personaje legendario y popular, llamado Pedro de Urdemalas. Con tal nombre se relacionaba, a causa de su propio sentido, una serie de burlas, enredos y tretas que, en algunas tradiciones, tendrían cierta significación moral y fueron luego denominadas consejas. Pronto forjó la fantasía del vulgo uno de esos tipos que son el alma de muchos cuentos populares en todos los tiempos y naciones, y a su nombre se unieron elementos del folklore universal. Pero ningún esfuerzo crítico ha llegado a demostrar, hasta ahora, que haya existido   -138-   una antigua y completa narración asimilable a la categoría de novela picaresca, cuyo asunto fuese la vida y hechos de Pedro de Urdemalas. Obras como la comedia de Cervantes, o la novela de Salas Barbadillo, nada prueban en favor de tesis semejante. La misma antigüedad de la leyenda, expresada en sentencias o frases proverbiales, que todavía viven en la tradición oral del pueblo hispano, y aun en la de América española55, demuestra su índole esencialmente folklórica. Y acontece que, donde tal tradición ha tomado más cuerpo, como en la comedia de Cervantes, en la de Montalbán, en la novela de Salas Barbadillo y hasta en el Viage de Turquía, de Cristóbal de Villalón (donde uno de los interlocutores se llama Pedro de Urdemalas, como pudiera llamarse de cualquier otro modo), las fechorías de Pedro de Urdemalas tienen todo el aspecto de ser invención de los autores, que no dan muestras de haber conocido ningún libro antiguo acerca de tal personaje, ni colección alguna definida de sus tretas. Arraigado en la tradición oral cualquier tipo creado por la imaginación del pueblo, solo necesita, para entrar en los dominios del arte, que un genio literario se apodere de él. Si este genio no surge, el cuento no   -139-   adquiere estado artístico; cambia de generación en generación, y nunca sale de la esfera folklórica. Así, las anécdotas estrafalarias, relacionadas en Alemania con el nombre del Barón de Münchhausen (personaje de fines del siglo XVIII), recibieron forma artística y definitiva, en un período de menos de cincuenta años, con el conocido libro de Immermann. Nada semejante ocurrió, que sepamos, con Pedro de Urdemalas.

En la teoría sobre la posible forma novelística de los cuentos de Pedro de Urdemalas, debió de influir bastante lo que se sabe de Lazarillo de Tormes. La existencia de ciertas tradiciones relativas a un mozo de ciego, que fueron aprovechadas en la famosa novelita anónima (cuya primera edición conocida es de 1554), no prueba que las referentes a Pedro de Urdemalas hayan pasado por una elaboración análoga. En el caso de Lazarillo, el autor recogió, sin duda, de la tradición, el núcleo de su obra, aprovechando, además, otros elementos folklóricos y dándoles unidad y forma literaria, de un modo ciertamente admirable; pero no hay datos para suponer que ocurriese otro tanto con Pedro de Urdemalas y que hayamos de conceder la hipótesis de una novela picaresca perdida.

Veamos ahora, en comprobación de lo dicho, el carácter de las alusiones literarias al mencionado personaje.

En cierta composición festiva, que lleva por título Almoneda de Juan del Encina, se cita,   -140-   entre los objetos que componían el ajuar de un pobre estudiante, «un libro de las consejas - del buen Pedro de Urdemalas»:

    «Primeramente un Tobias,
e un Caton e un Doctrinal,
con un Arte manual
e un libro de cetrerias,
para cazar quien pudiere;
e unas nuevas Profecias
que dicen que en nuestros dias
será lo que Dios quisiere;
e un libro de las Consejas
del buen Pedro de Urdemalas,
con sus verdades muy ralas
y sus hazañas bermejas...»

La índole de la cita no permite, como se ve, tomarla en serio56. En los versos siguientes, continúa el tono festivo:

«e unos refranes de viejas
e un libro de sanar potros» etc.

Lo más que se puede inferir de aquellas palabras, es que Pedro de Urdemalas era personaje de la tradición popular; y si tal Libro de consejas tuvo alguna realidad, sería en la fantasía del autor de los Disparates, que así se intitula también la Almoneda de Encina, el cual bien pudo pensar en un relato de las hazañas de Urdemalas.

  -141-  

Lucas Fernández (1514) cita a Pedro de Urdemalas (pág. 156 de la edición académica de sus Farsas y Eglogas) en términos de comparación, y dando a entender únicamente que se trata de un personaje popular. En La Lozana andaluza (1528), Francisco Delicado menciona a Urdemalas como si este fuese un burlador de mujeres, una especie de D. Juan Tenorio, y emplea, a modo de sustantivo, el vocablo mal-urde (págs. 114 y 192 de la edición de la Colección de novelas picarescas). Theophilo Braga, en sus Contos tradicionaes do Povo portuguez (tomo II, núm. 75, pág. 212), lo relaciona con cierto «Pedro de Malas-artes» (variante que nuevamente refleja el carácter folklórico del tipo), y recuerda el texto del Cancioneiro portuguez da Vaticana (edición Braga, núm. 1132), donde Pero Mendez da Fonseca escribe:


    «Chegou Payo de maas artes,
con seu cerame de Chartes,
e non leeu el nas partes
que chegasse a hun mez;
e do lunes ao martes
foy comendador d'Ocres.»


También Pedro Hurtado de la Vera, en su Doleria del sueño del mundo (Anvers, 1572; III, 2.ª), menciona a «Pedro de malas artes»57. Cristóbal de Villalón, en su Viage de Turquía, hace de Pedro de Urde-malas uno de los interlocutores de su obra, siendo los otros Juan de   -142-   Voto-a-Dios y Mátalas-callando. El Sr. Serrano y Sanz, editor del diálogo58, hace notar que esta es «la primera obra donde figura como protagonista Pedro de Urdemalas, encarnación popular de la astucia y de la travesura». Vicente Espinel, en su Sátira contra las damas de Sevilla (1578), escribe de cierta dama, que


«su mayor risa, y cuita más que gustosa,
era tratar de Pedro de Urdemalas
una conseja larga y enfadosa».


Pero estas no son sino alusiones al personaje folklórico, cuyas burlerías eran proverbiales, y no significan la existencia de ningún libro sobre sus hechos.

Otro tanto se infiere de las alusiones que a Pedro de Urdemalas hacen los grandes dramaturgos, como Lope de Vega en Santiago el Verde (II, 22; símil de burlador), y Tirso de Molina en La Villana de Vallecas (III, 18), en Don Gil de las Calzas Verdes (II, 1) y en La Huerta de Juan Fernández (II, 4), etc., etc., donde Urdemalas representa el enredador o burlador. Correas, en su Vocabulario de refranes, escribe que «de Pedro de Urdemalas andan cuentos por el vulgo, de que hizo muchas tretas y burlas a sus amos y a otros» (pág. 389); y Quevedo, en su Visita de los chistes, no permite dudar de que, para él, Pedro de Urdemalas era un tipo de folklore. «Yo quedé confuso -dice el gran   -143-   satírico-, cuando llegaron a mí Perico de los Palotes, y Pateta, Juan de las Calzas Blancas, Pedro-por-demás, el Bobo de Coria, Pedro de Urdemalas (así me dijeron que se llamaban), y dijeron: "no queremos tratar del agravio que se nos hace a nosotros en los cuentos y en conversaciones; que no se ha de hacer todo en un día".» Y Fernández-Guerra (D. Aureliano) comenta en nota (donde dice de la comedia cervantina, que es «poco menos que disparatada»): «Pedro de Urdemalas, personaje fabuloso, prototipo de malicias y ruindades, fue inventado por el vulgo, que le pinta único y solo para urdir o tramar en secreto y cautelosamente cualquier bellaquería.» (Obras de Quevedo, I, página 347)59. Dos obras hay cuyos autores tuvieron quizá en cuenta la comedia cervantina, por lo menos en cuanto a la idea general del personaje: la novela de Alonso Gerónimo de Salas Barbadillo: El Subtil cordobés Pedro de Urdemalas (Madrid, 1620), cuyo título recuerda un pasaje de la obra de Cervantes (pág. 142, líneas 10 a 16); y la rarísima comedia de Juan Pérez de Montalbán: Pedro de Urdemalas60.   -144-   La novela de Salas Barbadillo tiene poca acción y escaso carácter picaresco; pero todo es invención del autor, y, los lances que describe, pueden aplicarse a cualquier pícaro que no sea el susodicho. Comienza con el relato de algunos disfraces y aventuras del personaje; y luego los amigos de Pedro, llamados «los académicos», se reúnen en su casa de Valencia, para entretener el tiempo con cuentos y poesías. Al final va la comedia de El Gallardo Escarramán.

En cuanto a la de Pérez de Montalbán (que bien parece ser suya y no de Lope de Vega, a quien se atribuye otra del mismo título), intervienen en ella los siguientes personajes (cuyas aventuras muestran que el autor conocía la obra de Cervantes, y quizá la novela de Salas Barbadillo):

Adrián.

Lisarda, dama.

El Rey Francisco de Francia.

Laura y Turino, villanos.

Fulgencio (padre de Laura y de Tirreño).

Gerardo.

Duque de Guisa.

Duque Borbón.

El Almirante de Francia.

Fabricio.

El Conde Arnaldo.

Clara, dama.

[Tirreño].

Laura, aldeana, dotada de «agudeza notable» y amiga de leer obras novelescas, se deja seducir   -145-   por Adrián, y viéndose luego abandonada por este, determina vengarse del burlador (final del primer acto):

    «Mas yo, para vengarme deste daño,
en forma de hombre iré a París, de suerte
que se estienda mi nombre en reino estraño.»

Desde entonces, se llama Pedro de Urdemalas, y como tal adopta los siguientes disfraces: 1.º, de mozo de posada («sale de villano, con polaynas, sayo y montera»), enamorándose de él Clara, la hija del huésped, y huyendo ambos con el dinero del padre; 2.º, de bravo, «con capa y espada»; pero, a pesar de sus valentías, es preso, juntamente con Clara, por ser «gente de mala traça» (y aquí entra una parte secundaria del argumento: el amor del Rey por Lisarda, a quien también quiere Adrián); 3.º, de mozo de ciego; 4.º, «de esclavo, con sus yerros» (y «un pregonero con un mercader»); y 5.º, de «caballero muy galán» que juega a la pelota con el Rey y con el de Guisa. Al confesar Laura que ella ha sido Pedro de Urdemalas, añade:

    «Mil años ha que se canta
essa fábula en el mundo»,

y, volviéndose al Rey, dice:

    «Señor, su libro fué causa;
entre muchos que ley
en mi tierna edad passada,
vine a topar el de Pedro (sic)
y, aficionado a sus trampas,
di en andar en este nombre
por Francia, España y Italia.»

  -146-  

Declara luego ser Laura, y se casa con Adrián61.

Bien poco tiene que ver, en realidad, la comedia de Pérez de Montalbán con la de Cervantes; pero suena en aquella el nombre de Malgesí, que también consta en la segunda (página 143). Lo interesante es la alusión a un «libro de Pedro de Urdemalas», libro que, si no es una invención de Montalbán (para explicar la ocurrencia de Laura), puede ser el de Salas Barbadillo, cuya novela salió a luz cuando Montalbán tenía diez y ocho años.

En la comedia de Cervantes leemos que Pedro de Urdemalas, después de haber pasado por diez empleos o ocupaciones (pág. 139 y siguientes), fue «moço de labrador», «asesor» del alcalde (pág. 127), ciego fingido, gitano, ermitaño, falso estudiante y, finalmente, cómico. De todos estos oficios, solo el de mozo de ciego (pág. 142) está sacado de la antigua tradición picaresca. Los demás parecen de la invención de Cervantes, cuya obra, a nuestro juicio, es de   -147-   lo más original que salió de su pluma, y corresponde a sus últimos años (1610-1611).

Si algún día nos deparase la buena suerte ese misterioso libro de las tretas o burlas de Pedro de Urdemalas, podría estudiarse más íntimamente su relación con el folklore universal, que nos ofrece tipos tan semejantes al de aquel, como los del Barón de Münchhausen y Till Eulenspiegel. Por ahora, hemos de contentarnos con ver en él un personaje popular, vagamente aludido en la literatura.

Abusó Cervantes en esta comedia de sus dotes inventivas, y no supo relacionar debidamente los distintos episodios que la constituyen. El héroe está muy bien caracterizado, y es persona de carne y hueso. En cambio la parte de la trama donde aparecen los Reyes, con la pasión del Monarca por la hermosa gitana y los celos de la Reina, no satisface a la crítica menos severa. En conjunto, la obra tiene mucho movimiento, y hay gran variedad en la versificación, que muestra la plena influencia del estilo de Lope de Vega. Cuéntanse en la comedia, más de 400 versos de romance, mientras que solo figuran 206 versos largos con 132 de estrofas (resto del antiguo sistema). La abundancia de versos líricos, que llegan a formar el 76 % del total (1595 de quintillas y 836 de redondillas), contribuye a la rapidez de la acción. Admirable es el romance:

    «Yo soy hijo de la piedra,
que padre no conocí...»

(III, 139.)                


  -148-  

En él da Cervantes forma concreta y vida literaria al carácter folklórico de Pedro (como había hecho el novelador anónimo del siglo XVI con el tipo de Lazarillo), y ostenta (¡fenómeno harto raro en sus obras dramáticas!) toda la gallardía de una legítima inspiración.

* * *

Resumiendo: nunca pudieron estas comedias cervantinas ser producto de una sola época, dadas la vida errante del autor y las interrupciones que hubo de sufrir su no muy fácil vena. No pretendemos, en modo alguno, haber logrado determinar exactamente sus fechas respectivas; pero nos parece evidente que el tomo de 1615 tiene su arraigo en tiempos más lejanos, o sea en la primera época dramática de Cervantes (1582-1587); que a tal época sucedió otra de actividad intermitente, en que Cervantes intentó cultivar de nuevo el teatro (desde 1597, y aun quizá desde 1592), fecha del contrato con Rodrigo Osorio, hasta la muerte del autor). Algo hay de la primera fórmula estética en La Casa de los celos, en Los Baños de Argel y en El Laberinto de amor; y parecen corresponder a la segunda época El Rufián dichoso (1597...), La Gran Sultana (refundida?) (1608...) y El Gallardo español (1606...). La Entretenida fue escrita, quizá, en Madrid, después del regreso de la Corte, hacia 1606-1608; y Pedro de Urdemalas, por los años 1610 a 1611.

  -149-  

Para conclusiones más amplias, sería necesario realizar un estudio comparativo de la fórmula dramática cervantina con la de Juan de la Cueva y con la de Lope de Vega. Algo hemos intentado en tal sentido, hasta donde lo permitía el corto espacio de una introducción. De todos modos, cualquier argumentación habrá de tener en cuenta el uso del verso largo, del romance y de las rimas tradicionales, como también los elementos dramáticos introducidos por Cueva y sus contemporáneos, y rectificados o rechazados luego por Lope de Vega en su Arte Nuevo.





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