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El teatro de los sesenta

Juan A. Ríos Carratalá





Los «felices sesenta» no lo fueron tanto sobre los escenarios españoles. Tampoco resultaron «prodigiosos» más allá de unos pocos títulos, nombres y acontecimientos a los que nos acogemos sin tener en cuenta el balance global. Cuando la siempre subjetiva memoria nos remite a la supuesta alegría y vitalidad de aquella década surgen canciones, modas y costumbres que marcaron una relativa ruptura, asociada a una juventud que irrumpió con un protagonismo que ha ido consolidando desde entonces. La nostalgia, tan contrapuesta a la memoria, nos pone melancólicos y sonrientes al recordar algunos cantantes, desde los pop hasta los más comprometidos, que marcaron una época de discos a 45 r.p.m. y festivales de la canción. La misma evocación surge al observar las minifaldas de aquellas chicas que, haciendo caso a Los Bravos, salían con los chicos, todavía con corbatas finas, chaquetas y flequillos que pronto dieron paso a las melenas. Y todos coincidían en los guateques, término tan en desuso como aquellas costumbres que marcan un antes y un después, mitificado por una memoria desprovista de sus aristas críticas y que ya a nadie molesta tras perder su carga polémica.

Este simple juego de asociaciones, propio de la sociología de andar por casa que abunda en los semanales de los periódicos, apenas se puede utilizar para hablar del teatro español de los años sesenta. Y menos del que asociamos a la juventud de entonces, a pesar de su protagonismo en las manifestaciones teatrales más significativas. Tal vez porque las leyes del mercado también imponen restricciones a la memoria. Algunas canciones, por ejemplo, son más fáciles de comercializar para potenciar la nostalgia y, además, constituyen una experiencia más común entre los hipotéticos compradores. Todos recuerdan a Karina, Los Bravos, Los Brincos... O, en otro orden, a Serrat y Raimon, que también tenían ya su público. Muchos otros, más jóvenes, se pueden interesar por algunas de sus canciones con una adecuada labor de promoción. Recuérdese el caso de La chica ye-yé, resucitada e interpretada por madres e hijas, incluso nietas, al unísono.

El teatro, sin embargo, es efímero. Quedan los textos, algunas fotos y poco más. Los propios protagonistas no siempre parecen dispuestos a recordar y los espectadores apenas conservan un vago recuerdo, tan frágil y diluido como todo aquello que no se puede revivir. La memoria está en nuestro interior, en nosotros mismos, como la curiosidad por conocer un pasado aunque sea ajeno. Pero conviene contar con un apoyo tecnológico, con un soporte material que facilite una tarea que, de otra manera, queda reservada para los investigadores o historiadores. Las fotografías ayudan, las ediciones preservan los textos, pero nada nos devuelve el directo de una representación, algo que reavive un recuerdo que de otra manera se convierte en un débil rescoldo. Se avanza mucho, pero siempre en la dirección más rentable. Me temo que en lo teatral nunca haya masters que se puedan recuperar y reeditar y, desde luego, la labor de preservar la memoria mediante los nuevos formatos o soportes tan sólo es un intento aislado como los de quienes dirigimos la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes. En cuanto a las representaciones de las obras que triunfaron en los sesenta, ni están en la cartelera ni se les espera. Tal vez veamos algún título aislado, fruto de la anarquía de una programación en la que casi todo es posible. Pero no cabe esperar algo más de un país donde ha desaparecido el teatro de repertorio, el único capaz de recuperar periódicamente los títulos que han resultado fundamentales en nuestra historia, incluidos los tan olvidados de la década de los sesenta.

Carecemos, pues, de medios para un objetivo que parece quimérico, sobre todo si pensamos en la escasa voluntad mostrada por los responsables culturales y políticos, incapaces de algo tan elemental como la difusión de las pocas grabaciones conservadas. Pero esos mismos medios acaban surgiendo cuando hay unos destinatarios, mejor si son hipotéticos consumidores. Y el teatro es cosa de pocos, muy pocos a pesar de la reciente manipulación de unas cifras cuyos totales esconden la verdadera entidad de una crisis de supervivencia. Podemos lamentarnos, celebrar mesas redondas, incluso firmar manifiestos al modo de los sesenta. Pero seguiremos siendo un porcentaje que no avala ni la más remota posibilidad de comercialización, una circunstancia que acaba siendo definitiva.

A pesar de que la memoria tiende a engrandecer lo positivo y eliminar, por higiene, lo negativo, la verdad es que no fueron tantos los espectadores que asistieron, por ejemplo, a un espectáculo teatral como Castañuela 70, antes de que fuera prohibido. Tenía vocación popular y humorística, culminaba años de un teatro joven e iconoclasta, era una fiesta..., pero la censura, siempre tan asustadiza, acabó magnificando un montaje que de otra manera habría languidecido tras algunas semanas. Como otros muchos, que tanto supusieron para tan pocos que, además, solemos encontrarnos entre los más predispuestos a la memoria. Conviene no engañarse y, desde la distancia, recuperar con frialdad los avatares de compañías como Els Joglars, cuya supervivencia ha resultado milagrosa. Pero también los sufridos por numerosos grupos fugaces, entusiastas en su continuo aparecer y desaparecer, sin que a veces tengamos la seguridad de que tanta transformación acabara aportando una base para la evolución de nuestro teatro. Tal vez sí; incluso parece opinión aceptada entre los especialistas que así sucedió, aunque tras la transición política acabara arrumbado buena parte del ideario que surgió en los ambientes teatrales más inquietos.

El resultado es demoledor si nos dejamos llevar por los deseos y los sentimientos. La razón es mejor consejera en estas cuestiones, ya que relativiza el valor de aquellos autores, grupos y movimientos que protagonizaron una década marcada por el cambio; sea «prodigioso» o no, irreversible en cierta medida. Pero esa razón se asocia a documentos, pruebas, análisis... de una tarea académica que va por unos derroteros distintos a los de la memoria. Una tarea minoritaria cuyos resultados apenas pueden ser transmitidos más allá del círculo de quienes la protagonizan y consumen. La memoria es otra cosa, un derecho que se debiera sumar a los humanos de los que tanto se habló en aquella década. Más si cabe ahora, cuando todo es presente, fugaz y listo para consumir antes de dar paso inmediato a otro presente. No abominamos de una «sociedad de consumo» tan criticada entonces, cuando apenas se podía consumir, y connatural en la actualidad. Pero somos conscientes de la dificultad de una memoria no comercializable. Cada uno puede hacer uso de la suya, aunque necesitara renovarla, alimentarla, gracias a la comercialización de unos productos culturales. Entre ellos nunca estarán los teatrales, recluidos en la difuminada imagen que conserva cada individuo, que en el mejor de los casos puede recurrir a alguna edición crítica, ver unas viejas fotografías todavía en blanco y negro o leer las memorias de quienes como Albert Boadella y Nuria Espert ya han llegado a la edad de escribirlas.

Este bagaje permite alimentar la memoria personal, la más interesante por su creativo poder de manipulación del pasado, pero apenas la podemos poner en común más allá de un círculo de amistades que, probablemente, ya han dejado de ir al teatro. Los jóvenes espectadores de los sesenta constituyen ahora la franja de edad menos presente en los teatros. Se han ido o los han echado. No resulta fácil dar una respuesta. Pero junto con otras circunstancias que nos llevarían a hablar de la marginalidad cada vez más acusada de lo teatral, la consecuencia es obvia: la ausencia de cualquier referencia a las obras, autores, grupos, tendencias... que tuvieron repercusión en la cultura de los sesenta. Lo teatral, en definitiva, suele ser un capítulo en blanco en los numerosos programas, libros o artículos sobre una década mitificada, tan inocua en su imagen comercializada como los posters de Che Guevara.

¿Hubo un «teatro joven» en la década de los sesenta? Tengo dudas sobre la pertinencia de dicho concepto en cualquier época. Pero, si llegáramos a un hipotético acuerdo sobre su sentido, no creo que se dé con claridad en aquellos años. En los manuales de historia teatral y la bibliografía más especializada se debate sobre numerosos temas, pero nunca aparece la posibilidad de denominar así una corriente o tendencia. Sin embargo, hubo jóvenes en las más renovadoras, como también estuvieron presentes en aquellas que continuaban una tradición con escasa pujanza creativa por entonces.

Ya en la más dura posguerra, en la década de los cuarenta, un grupo de jóvenes entre los que se encontraba Alfonso Sastre planteaba quiméricas alternativas teatrales. Los miembros de Arte Nuevo y otros grupos similares, inasequibles al desaliento y las derrotas, ajenos a la indiferencia de los demás, continuaron decantándose con otras alternativas más perfiladas, intentos a veces no frustrados gracias al entusiasmo y un permanente ejercicio crítico. Sin eco ni altavoz, claro está. Junto con algunos actores profesionales jóvenes e inquietos alentaron algunos de los «teatros íntimos» o de cámara, destinados a unos también entusiastas socios que tenían la oportunidad, gracias a una relativa tolerancia, de ver en función única y sin publicidad obras ajenas a las corrientes predominantes en la cartelera. Recomiendo la lectura de las páginas que Fernando Fernán-Gómez dedica a estas representaciones en El tiempo amarillo, unas lúcidas memorias que conviene tener a mano para comprender la mediocridad cultural de la época franquista.

Pronto este fenómeno radicado en Madrid y Barcelona tuvo réplicas en provincias, donde solía haber un grupo, siempre compuesto por los mismos individuos, con inquietudes múltiples e insatisfechas. Entre ellas las teatrales, relacionadas con algunos autores extranjeros que planteaban agudos problemas de conciencia, reflexionaban sobre las más abstractas cuestiones -concretadas por los espectadores mediante un juego de analogías con la realidad inmediata- o exponían sus angustias existenciales. También representaban a unos pocos dramaturgos españoles que luchaban durante años por hacerse un hueco, aunque fuera el irrisorio que propiciaba un empeño teatral tan meritorio como condenado al ostracismo. La censura lo sabía y por eso mismo lo toleraba. Era un teatro con un destacado protagonismo de los jóvenes, pero arrinconado en unas catacumbas que, por fortuna, no siempre hicieron mella en el entusiasmo de aquellos iniciados en un rito más íntimo que público.

Durante las décadas de los cincuenta y sesenta estos teatros de cámara coexistieron con el impulsado por los grupos universitarios, quienes poco a poco fueron alcanzando un mayor protagonismo en detrimento de un modelo que acabó circunscrito al del teatro amateur. La proliferación de dichos grupos, los teus (Teatro Español Universitario) bajo el amparo oficial del Sindicato Español Universitario (SEU), se extendió hasta finales de los sesenta y se relaciona con el aumento, todavía tímido, de una población universitaria cada vez más alejada del franquismo y protagonista de alternativas al mismo en todos los ámbitos. El SEU fue quedando relegado a una plataforma necesaria para la legalidad de sus actividades, pero el distanciamiento con respecto a un sindicalismo universitario sin apenas sentido en aquellos años hizo que el régimen restringiera y hasta anulara dicha plataforma. La ruptura de buena parte de los universitarios con el régimen era obvia. Más todavía entre los sectores que participaron en estas actividades teatrales. Al final, sin respaldo oficial alguno continuaron gracias al precario apoyo de los propios universitarios, colegios mayores, algunas autoridades académicas y una voluntad que se tradujo en trabajos interesantes en su momento y, sobre todo, en la formación de un ambiente teatral entre la juventud que, a su vez, explica el posterior desarrollo de los grupos independientes a partir de la segunda mitad de los sesenta.

Los historiadores del teatro español han documentado y reconocido esta labor meritoria realizada casi en el anonimato, aunque siempre había unos pocos individuos sobre los que caía la práctica totalidad de la responsabilidad. En Madrid, Valencia, Murcia, Salamanca, Barcelona y, en menor medida, otros distritos universitarios se agruparon jóvenes inquietos que descubrieron un teatro radicalmente distinto al representado en los circuitos comerciales. Seguían controlados por una censura algo más tolerante desde 1962 con la nueva ley de Fraga Iribarne, pero contaban con la libertad de un trabajo realizado al margen de las expectativas económicas. No pensaban ganar, pero tampoco podían gastar. No obstante, la sobriedad y hasta un concepto casi militante de la austeridad permitieron que el escaso desarrollo escenográfico apenas supusiera un grave problema. Lo importante era la recuperación de una palabra todavía secuestrada, pero presente en aquellos pequeños escenarios de colegios mayores donde se respiraba un aire de complicidad.

Y en ocasiones con resultados meritorios en lo estrictamente teatral, gracias a la labor de directores como Ricardo Salvat, José Sanchis Sinisterra, José Martín Recuerda o, algo más tarde, César Oliva. Otros como José Tamayo, Gustavo Pérez Puig y Alberto González Vergel les habían precedido como integrantes de la primera promoción salida de los teus, que en los sesenta trabajaba en el teatro comercial y la televisión.

Los repartos de aquellas representaciones apenas nos dicen algo en la actualidad. Muchos jóvenes intérpretes terminaron sus estudios, abandonaron los escenarios y ni siquiera pasaron a ser espectadores. Otros se integraron en el público que alentó el teatro independiente durante la transición. Pero también surgió un grupo significativo de actores y directores cuyo protagonismo todavía perdura. Consultar los repartos de aquellas representaciones también en condiciones precarias es comprobar hasta qué punto nombres hoy célebres (Alfredo Landa, Fernando Guillén, Agustín González...) se formaron en unos grupos limitados, inestables, precarios, voluntariosos..., pero que a principios de los sesenta constituían la única alternativa al teatro oficial y comercial. Acabaron integrados en él, pero con una experiencia previa que les alejaba de algunas rémoras que tanto perjudicaron la necesaria evolución de nuestro teatro.

Un grupo universitario madrileño, bajo la dirección de Gustavo Pérez Puig, había salvado del olvido en 1952 una obra como Tres sombreros de copa, de Miguel Mihura, rechazada veinte años antes por las compañías profesionales y que seguía sin interesar a quienes no estaban dispuestos a arriesgar. Fue un hito, tal vez el más destacado, pero quienes poco después estrenaron obras de dramaturgos como Alfonso Sastre estaban dispuestos a afrontar esos riesgos. A veces sólo con el voluntarismo, pero también con indudables dosis de calidad que contrasta con un panorama rutinario en otros ámbitos teatrales del momento. No siempre, pues la cartelera de los sesenta dista bastante de esa homogeneidad a la que a veces se hace referencia por ignorancia. Es verdad que el autor de moda y hasta omnipresente era Alfonso Paso, un ejemplo de claudicación en pos del dinero fácil que en su juventud había colaborado con Alfonso Sastre y los grupos renovadores. Su «posibilismo» fue un cambio radical con respecto a sus inicios, frente a la coherencia de otro posibilista tan coherente como Antonio Buero Vallejo, que siguió sacando adelante una trayectoria en la que por entonces se sucedieron éxitos propios de una etapa de espléndida madurez (Las meninas, 1960; El concierto de San Ovidio, 1962; El tragaluz, 1967; El sueño de la razón, 1970), prohibiciones (La doble historia del doctor Valmy, 1964) y una continua lucha por introducir un teatro exigente, reflexivo y crítico. Los jóvenes universitarios trabajaron preferentemente con otros autores, casi siempre extranjeros, en parte por una desconfianza hacia todo lo que pudiera resultarles tan cercano como contaminado por la cultura del franquismo. Alguna injusticia se cometió en este sentido, pero también es comprensible una actitud que acabó aireando la cartelera y los gustos cuya homogeneidad, repito, era menos acusada de lo que suele decirse en los manuales.

El mundo universitario de los sesenta todavía padecía un aislamiento sólo roto por pioneros casi heroicos. El teatral no corría mejor suerte. De ahí el interés de estos grupos por conocer a destacados autores foráneos, testimonios aislados de un teatro europeo y norteamericano que estaba siendo renovado sin que a España llegara el eco. Hubo auténticos héroes capaces de viajar y contrastar. Ya en 1968, un autor y director como Adolfo Marsillach, formado en las compañías amateurs de Barcelona como Nuria Espert, fue capaz de montar una obra tan rupturista como Marat-Sade de Peter Weis. Una auténtica revolución que conmocionó a quienes tuvieron el privilegio de ver alguna de las pocas representaciones que se permitieron, pero que también puso en evidencia el abismo entre la escena española y la europea. Era el fruto de un largo aislamiento que empezaba a resquebrajarse, pero de manera lenta hasta la desesperación y gracias a sujetos excepcionales, muchos de ellos procedentes de un teatro universitario y amateur que, como Adolfo Marsillach, al profesionalizarse mantuvieron sus inquietudes y afán renovador.

En definitiva, la labor formativa y cultural de estos grupos fue decisiva, incluso como punto de encuentro que facilitaría el intercambio de experiencias de la práctica totalidad de quienes van a culminar el proceso de renovación que supone el teatro independiente, fruto en buena medida de uno universitario que había tocado techo y ya no contaba con respaldo oficial. Su propio crecimiento le había hecho entrar en contradicción con sus orígenes. Era preciso, pues, encontrar una alternativa: «la estética de la furgoneta» de aquellos grupos independientes, que surgieron en la segunda mitad de los sesenta y tendrían su auge en la década de los setenta en estrecha vinculación con los avatares de la transición política. El teatro joven -por lo menos de aquellos jóvenes, no demasiados-, que ha marcado esta época con su impronta, buscaba así una libertad que todavía era un resquicio efímero, pero algo más amplio conforme se acercaba la eterna agonía del franquismo.

El impulso inicial del movimiento del teatro independiente fue dubitativo y lento, siempre basado en la iniciativa de sujetos concretos que actuaban como una vanguardia teatral y, por definición, cultural en el más amplio e ideológico de los sentidos. Madrid y Barcelona fueron los centros fundamentales de un fenómeno que requería el fermento de los grupos universitarios, la existencia de un público mayoritariamente joven también presente en otras actividades culturales que, de manera más o menos abierta, se enfrentaban a la cultural oficial y una mínima infraestructura.

Esas circunstancias se daban en la Barcelona de 1963, donde surgen Els Joglars, uno de los primeros grupos en un contexto como el catalán, más avanzado en este sentido gracias a centros docentes, iniciativas culturales y un clima más receptivo por parte del público. Todavía sigue en pie el grupo comandado por Albert Boadella, casi como el último ejemplo de lo que fue una avalancha desde mediados de los sesenta hasta la transición política: el denominado Teatro Independiente. Un año después, en Madrid aparecen Los Goliardos bajo la dirección de Ángel Facio, capaces de representar en 1966 al exiliado Fernando Arrabal, y así se inicia una larga serie repartida por toda la geografía nacional: Cátaros, TEI, Tábano, Bululú, Ditirambo, la Cazuela... Estos grupos fueron un semillero de una generación de actores que por primera vez rompió con la tradición endogámica de la profesión y, a pesar de un reparto de tareas y responsabilidades un tanto caótico, también fueron dándose a conocer dramaturgos y directores fundamentales: Juan Margallo, José Luis Alonso de Santos, Antonio Malonda, José Carlos Plaza, Alberto Miralles, Juan Antonio Hormigón...

Un joven con «inquietudes», término cuya ambigüedad venía bien en aquellos años de la censura remodelada por Fraga Iribarne, en el campo teatral podía apuntarse a un teu si vivía en una ciudad universitaria. Poco después, si su grado de «compromiso» se incrementaba, junto con su espíritu de aventura, se sumaría a los grupos independientes, más decantados en un sentido teatral y político. Si participaba como miembro de los mismos o espectador asiduo ya era un joven «comprometido», término poco utilizado a principios de los sesenta pero fundamental en las postrimerías del franquismo. Como tal podía asistir a los festivales que se organizaban por toda España, hasta tal punto que se llegó a crear un circuito paralelo al comercial casi siempre jalonado por salones parroquiales, salones de actos y otros salones cuya falta de medios y cutrez sólo era compatible con la «estética de la furgoneta», la que les permitía trasladarse de un lugar a otro en condiciones precarias junto con los escasos elementos escenográficos de que disponían. Poco importaba, pues algo de catacumbas había en aquellas representaciones que reafirmaban y consolaban a los iniciados, cómplices con unos intérpretes que agitaron con su mejor intención y no pocas limitaciones las estancadas aguas del teatro de la época.

Pero estamos hablando de grupos concentrados en unas pocas ciudades y, más en concreto, en unos determinados ambientes minoritarios. La juventud española de los sesenta permanecía mayoritariamente ajena a estos fenómenos y, lo que es más importante, apenas participaba en la vida teatral, sea del tipo que fuere. Tendemos a confundir la parte con el todo, gracias a una engañosa memoria que idealiza un pasado sólo presente en nuestros deseos. Y también en algunas realidades, documentadas y de probada influencia en el devenir cultural y político. Pero minoritarias, apenas representativas desde un punto de vista sociológico y que, desde luego, no permiten su extrapolación a una juventud que encontró su protagonismo y la posibilidad de divertirse en otros ámbitos.

Yo soy un hermano pequeño de aquellos jóvenes y, a menudo, tengo que basarme en las fotos y otros documentos de una realidad que mi memoria reconstruye de manera demasiado fragmentaria y subjetiva. Al observar el aspecto de los jóvenes de entonces se percibe algo contradictorio, propio de una etapa de transición. Por una parte la imagen de quien pretende ser moderno, en un sentido más profundo que lo «ye-yé». Pero también la sensación de que a la hora de divertirse compartían un resquicio de libertad controlado. Una circunstancia que a nadie extrañaría en aquella época, y menos cuando «lo joven» todavía no era un valor absoluto e indiscutible. Ya se escuchaban voces que hablaban del protagonismo, concedido, de los jóvenes. Eran las de los adultos, que trataban así de cambiar lo mínimo necesario en una sociedad que por tantos motivos había desterrado «lo joven» durante un par de décadas. Pero apenas hemos conservado las voces de los verdaderos protagonistas de ese cambio lento e inexorable. En el teatro y el cine de entonces encontramos algunas, gracias a una generación de dramaturgos y cineastas que compartían las mismas inquietudes. Escucharlas suele entristecernos, a diferencia de lo que ocurre cuando evocamos las canciones de entonces o recordamos otros fenómenos y costumbres de aquella década. Tal vez porque son voces críticas, lúcidas, con una voluntad de testimonio que hasta cierto punto las inclina a una visión poco amable. Pero, al hacer balance, me temo que ese pesimismo que destilan tan sólo es realismo.

La juventud de aquella época, en términos cinematográficos, yo la observo a través de dos magníficas películas: Nueve cartas a Berta (1965), de Basilio Martín Patino, y La niña de luto (1964), de Manuel Summers. Una selección parcial y hasta injusta. Hay otras muchas que nos dan una imagen de aquellos abnegados chicos del «Preu» que, procedentes de Tomelloso, intentaban superar las tentaciones de la gran ciudad. O las protagonizadas por los grupos y cantantes de moda, que gustaban mucho a las madres, pues eran modernos sin pasarse. Y sobre todo alegres, animosos... dispuestos siempre a coger una guitarra. No parecían tener ningún problema en su horizonte, mientras bailaban, salían en pandillas, hacían alguna barrabasada sin mayores consecuencias y, al final, ellos demostraban que ya eran unos hombres de bien, formales, y ellas, siempre más recatadas, se preparaban para un matrimonio que pondría punto final a su juventud. La contraposición era total con respecto a películas como las citadas, que parecían rodadas en otro país donde los coches deportivos eran sustituidos por una motocicleta, Madrid por un pueblo andaluz o una ciudad provinciana, el estudiante por un practicante, la pandilla por una pareja que ni siquiera se puede encontrar a solas, la alegría bobalicona por una voz en off propia de una conciencia crítica e inquieta... Eran, en definitiva, dos mundos. O las dos caras de la realidad, pues el paso del tiempo ha limado las más radicales de estas diferencias y ha subrayado lo común, aquello que no se explicita siempre en las películas aunque se capta por un espectador capaz de la misma melancolía al ver la desenfadada juventud de la España oficial o la crítica de quienes, siendo también jóvenes, subrayaron la dificultad de esa condición en una España gris y envejecida que despertaba con timidez.

El teatro más inquieto de aquella época, el creado por la denominada «generación realista», también se ocupó de aquellos jóvenes. Bajo el supuesto realismo caben planteamientos estéticos distintos, que fueron desarrollados por unos dramaturgos cuyo nexo común es el inconformismo. Frente al teatro oficial y comercial de entonces, pero también frente a una sociedad a la que pretendían despertar con unos testimonios críticos y reflexivos. Los encontramos en obras de Lauro Olmo, José Mª Rodríguez Méndez, Ricardo López Aranda, Alfredo Mañas, Jaime de Armiñán... que tuvieron sus grandes éxitos, también a veces los únicos, con textos que desbordan la temática relacionada con sus jóvenes protagonistas: La camisa (1960), Los inocentes de la Moncloa (1962), La pechuga de la sardina (1962), Cerca de las estrellas (1960), La historia de los Tarantos (1962), Pisito de solteras (1962)... y algunos títulos más que evidencian la preocupación de un sector del teatro por los problemas de una juventud que iniciaba una década anclada en el pasado, molesta por su presente y a la búsqueda de una alternativa que pronto tomaría cuerpo.

Lauro Olmo en La camisa nos habla del drama de la emigración, un fenómeno fundamental en aquellos años y que tanto afectó a los jóvenes, obligados a salir de España en busca de una alternativa al paro. José Mª Rodríguez en Los inocentes de la Moncloa, anterior a la extraña evolución de este autor, nos sitúa en una habitación del madrileño barrio de Argüelles, donde conviven varios estudiantes. Se nos presenta al opositor desesperado, al enchufado, las comidas en el SEU y la inefable tuna. Materiales realistas que a pesar del lenguaje populista van más allá del costumbrismo en su afán crítico y aportan una reflexión desencantada sobre un importante sector de la juventud. Algo similar ocurre en La pechuga de la sardina, de un Lauro Olmo que vuelve a ocuparse de unas pobres jóvenes, en este caso inquilinas de una pensión. No menos angustiados vivían los protagonistas jóvenes de Cerca de las estrellas, de un Ricardo López Aranda que consiguió el éxito popular al introducir un final esperanzado. Pero en la retina queda la imagen de quienes en aquella azotea, cerca de las estrellas, se abisman en conflictos que sin ser generacionales afectaban sobre todo a la juventud. En una dimensión universal, como es el caso de la intolerancia de las familias frente al amor de una pareja, que dramatizó Alfredo Mañas en La historia de los Tarantos, o en una más costumbrista, propia del drama cotidiano protagonizado por personajes sencillos como los observados por Jaime de Armiñán en Pisito de solteras, donde el humor tampoco esconde un conjunto de trayectorias personales grises.

Algo más que gris es la experiencia de Rogelio, El Rojo, protagonista de La taberna fantástica de Alfonso Sastre, escrita en los sesenta y no estrenada hasta los ochenta. También era joven, pero de un sector tan marginal como el de los quinquis. No se marchó a Alemania como su amigo El Carburo y se quedó trapicheando hasta agarrar la borrachera definitiva en dicha taberna, situada a la sombra de unos edificios que simbolizan los nuevos barrios del desarrollismo. En la cuneta del mismo habían quedado estos jóvenes, cuya experiencia sólo fue recogida por un Alfonso Sastre al margen de cualquier posibilismo y, por eso, censurado. No lo fue en esta ocasión José Martín Recuerda cuando nos presenta la bronca España recorrida por la compañía de revistas de Palmira Imperio en Las salvajes en Puente San Gil (1961). En ella también trabajan mujeres jóvenes, víctimas de la intolerancia y la violencia de aquellos pueblos donde la presencia de unas cómicas era un aldabonazo de consecuencias imprevisibles. Estos personajes marginales y vapuleados por la vida, jóvenes aunque sin percibirlo, eran la otra cara, la más radical enfrentada al pensamiento oficial de tantas películas coetáneas que daban una edulcorada imagen de la juventud que ya en el teatro apenas tuvo presencia. Ni siquiera en las obras de un inefable Alfonso Paso que, como harían después Juan José Alonso Millán y otros, sabía que su público era el de los matrimonios dispuestos a entretenerse con una pizca de escándalo.

Así, pues, en dos o tres temporadas se suceden unas obras que trazan un retrato de la juventud contemporánea. Algunas tuvieron notables éxitos, que no fueron confirmados posteriormente para desgracia de unos dramaturgos abocados a desempeñar otras actividades para su supervivencia. Otras fracasaron, en parte por la indiferencia de un público que por aquel entonces también daba la espalda a las películas del Nuevo Cine Español, tan similar en su perspectiva crítica a la observada en estas obras. Son también diferentes los temas abordados y los autores los enfocan desde unas perspectivas sólo coincidentes en su inconformismo con respecto a la realidad observada. No obstante, en su conjunto encontramos una visión problemática y hasta negativa de un juventud sin apenas futuro. Se adentraba así en una «década prodigiosa» que tanto cambió, aunque esta evidencia no es tal cuando acudimos a la intrahistoria de los personajes anónimos que protagonizan varias de las citadas obras. A finales de los sesenta, el drama de la emigración hoy tan olvidado seguía vigente entre los cientos de miles, muchos de ellos jóvenes, desplazados por toda Europa. Los estudiantes de La Moncloa habían roto con el franquismo, pero no con las consecuencias, a veces trágicas, del mismo. Muchas chicas ni siquiera se podían plantear vivir en pisitos de solteras y padecían los dramas de una legislación represiva en todo lo relacionado con la sexualidad y la procreación. Las familias eran más tolerantes, pero dentro de unos estrechos límites que provocaban duros enfrentamientos intergeneracionales. Y, sobre todo, los cambios eran provisionales, circunstanciales, conseguidos sin el correspondiente certificado, que nunca daría un régimen que había impregnado la mentalidad de toda la sociedad. No había, pues, motivos para la euforia, aunque recordemos la alegría en torno a determinadas manifestaciones culturales de aquellos años.

Una alegría simpática, que nos hace sonreír como cuando evocamos el estribillo de alguna canción veraniega de Fórmula V y Los Diablos, inmediatos herederos de la renovación musical de los sesenta. Pero también una alegría mediocre, como en definitiva era un país que no pudo salir indemne de tantos años de dictadura. Al hablar de la misma utilizamos diferentes conceptos, pero considero que el básico es el de la mediocridad, que se reparte como una capa uniforme afectando incluso a los sectores opuestos al franquismo. También los teatrales, carentes a menudo de un mínimo de condiciones para desarrollar su trabajo (libertad de expresión, formación, infraestructuras, regulación profesional de las compañías...) y que se vieron obligados a una precariedad cuyos resultados estaban en consonancia con la mediocridad general. Seguían siendo necesarios y meritorios, ejemplares en algunas ocasiones, pero con unas limitaciones que sólo la benévola memoria es capaz de obviar. Conviene, pues, hacer uso de la misma con un sentido crítico para no imaginar lo que pudo ser pero no fue. Sobre todo para esa inmensa mayoría de jóvenes que vivieron aquella década de manera similar a los protagonistas de las obras citadas. Para ellos el teatro fue una remota referencia, más todavía el que se desarrollaba en círculos minoritarios. Nada nuevo si nos atenemos a la Historia, pero grave en la medida que esta circunstancia, tras los años del entusiasmo movilizador de la transición política, acabó afectando al sector de la juventud que en los sesenta y setenta se acercó a los escenarios. Aquellos jóvenes hoy convertidos en adultos apenas los vemos entre el público, pero todavía es más difícil saber qué sector de la juventud está ahora interesado por un teatro que parece sucumbir ante el peso de los años de sus espectadores. Hay excepciones, algunos datos alentadores, éxitos que nos ilusionan..., pero que también evidencian un desencuentro sobre el que convendría reflexionar. Y asumir responsabilidades. Tal vez bastantes de los jóvenes que en los sesenta se incorporaron a la vida teatral hayan heredado carencias y prejuicios que han resultado letales. Pienso, por ejemplo, en la gestión de los teatros públicos en los ochenta y en la desorientación generalizada que se ha dado en los noventa, sin apuntar siquiera una reflexión autocrítica tan olvidada desde los tiempos del 68, cuyo espíritu apenas resistió el primer embate tras finalizar la transición política.

La alternativa no es la lamentación ni la nostalgia, sino la memoria. La que en estos momentos están poniendo en circulación tantas iniciativas editoriales, cinematográficas y, en menor medida, teatrales. Una memoria que admite la sonrisa deparada por el recuerdo, pero no teme la frialdad de un análisis distanciado. Ambas posibilidades sólo son posibles a partir de un conocimiento de lo que pasó y, para ser dialécticos, de lo que pudo haber pasado. Un conocimiento que en lo teatral resulta casi imposible por la desaparición de las obras y autores de aquellos años, invisibles en una cartelera que a veces parece anterior a la renovación de los sesenta. Exagero, pero no demasiado. Y, en cualquier caso, el derecho a la memoria también se puede ejercer de manera individual, indagando por nuestra cuenta en aquellos textos y fotos que nos remiten a una España todavía gris, ajena a los coloretes del pop, las chicas ye-yé y el desarrollismo. Los testimonios de unos jóvenes protagonistas que representaban esa otra cara tan poco rentable para quienes instrumentalizan el pasado. Y también la de otros jóvenes que confiaron en el teatro como un espacio alternativo frente a una realidad que nunca le debe ser ajena. Con todos ellos reconstruiremos una década que en lo teatral no fue prodigiosa, pero sí viva y, por lo tanto, contradictoria.





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