Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

El teatro del Siglo de Oro en la controversia ideológica entre españoles castizos y críticos. Larra frente a Durán

José Escobar



Glendon College, York University





Y este pensamiento central ha de ser nuestro pensamiento castizo, el de la edad de oro de la literatura castellana, y en él, por de pronto, lo más castellano, el teatro, y en el teatro castellano, sobre todo Calderón, cifra y compendio de los caracteres diferenciales y exclusivos del casticismo castellano.


Miguel de Unamuno                


La cuestión de la literatura del Siglo de Oro, especialmente del teatro de Calderón, separa en el siglo XVIII las dos corrientes en que se rompe la comunión de creencias fraguada en la Contrarreforma1 Este 'trabajo, que se escribió expresamente para el homenajea Alonso Zamora Vicente -en curso de publicación en la Editorial Castalia-, se publica en este número monográfico dedicado a la recepción del teatro clásico español en los siglos XVIII y XIX, a solicitud del coordinador del mismo1. Con ello se establecen las bases para la mitificación del teatro nacional como una de las expresiones caracterizadoras del mito decimonónico del casticismo. El enfrentamiento ideológico derivado de esta ruptura origina la controversia literaria entre los defensores de la comedia antigua, identificada con el «genio de la nación» y los críticos clasicistas que impulsados por el «espíritu de reforma» pretendían homologar a España con el resto de Europa. Según Américo Castro, «en España y en su imperio triunfó la energía y el arte de imperar de la casta hidalga, militar y religiosa, y fueron ahogados los intentos de formar una ciencia y una cultura a tono con las de Europa»2. Esta concepción casticista de lo español subyace en la defensa de la comedia española en el siglo XVIII y del teatro nacional en el XIX mediante su identificación con el carácter de la nación o con el espíritu nacional. Como veremos, ya en el siglo XVIII aparece la palabra castizo asociada a la reivindicación del teatro del siglo anterior. En el Romanticismo, con el apoyo de teorías germánicas, se consuma esta identificación. Luego, Juan Valera, en su artículo «De lo castizo de nuestra cultura en el siglo XVIII y en el presente»», reconoce lo castizo en «la inspiración dramática» del XVII, «última luz de nuestra vida popular y castiza», degenerada en el XVIII: «El espíritu caballeresco y las hazañas, valentías y amoríos de los héroes y de las damas de Calderón y Lope habían pasado, avillanándose, a dar la última muestra de sí en la ínfima plebe, donde Ramón de la Cruz los descubre y los pinta»3. Valera establece aquí una relación de dependencia entre el avillanamiento de la «inspiración dramática» y una cierta representación costumbrista de lo español, impulsada por lo que Ortega llama «la arrolladora corriente ‘plebeyista’ que inundó casi por entero a España en torno a 1750»4. Vicens Vives señala en el majismo de mediados de siglo la iniciación del «casticismo hispánico»5, pero, por ahora, vamos a dejar de lado la vena costumbrista del casticismo para concentrarnos en la utilización del teatro del Siglo de Oro en cuanto medio para institucionalizar una cierta visión de la realidad, asumida ideológicamente como algo natural6, y en consecuencia legitimar una determinada estructura social.

A finales del XIX, cuando del adjetivo castizo se ha derivado ya la noción general de casticismo, Unamuno añade una dimensión trascendente recalcando la identificación con el teatro del Siglo de Oro:

Casticismo es en nuestras letras castizas el teatro, y éste, el de Calderón, porque si otros de nuestros dramaturgos le aventajaron en sendas (sic) cualidades, él es quien mejor encarna el espíritu local y transitorio de la España castellana castiza, y de su eco prolongado por los siglos posteriores, más bien que la humanidad eterna de su casta; es un «símbolo de raza». Da cuerpo a lo diferencial y exclusivo de su casta, a sus notas individuantes, por lo cual, a pesar de haber galvanizado su memoria tudescos rebuscadores de ejemplares típicos, es quien «leemos con más fatiga» los españoles de hoy, mientras Cervantes vive eterna vida dentro y fuera de su pueblo7.




ArribaAbajoLa palabra castizo en la reivindicación dieciochesca del Siglo de Oro

Si para Unamuno, Calderón es «cifra y compendio de los caracteres diferenciales y exclusivos del casticismo»8 y «el símbolo de casta»9, en el siglo XVIII el dramaturgo «representa para la mayoría –según René Andioc– el símbolo de cierta España considerada como eterna y que algunos consideran ya caducada, es decir, concretamente, el símbolo de cierta nobleza cuyos valores siguen aún vigentes debido al prestigio que llevan consigo»10. Para el hispanista francés «la polémica estética no es más que un aspecto de un conflicto ideológico más amplio». Y añade: «lo que se reprueba en este teatro, es que refleje y por lo tanto acredite una ética a primera vista diametralmente opuesta a los valores ponderados por la élite ilustrada»11. Andioc insiste en que «a través del teatro calderoniano, la crítica neoclásica se extiende a una mentalidad históricamente definida y moralmente condenada»12. Naturalmente, la consideración de la «España eterna» a que se refiere el hispanista francés, señalando su trasfondo clasista, alude al mito del casticismo que en aquellos momentos se estaba gestando al amparo de la polémica literaria. El mismo autor declara esta relación cuando indica que en el XVIII adquirió «la dramaturgia postcalderoniana cierta representatividad nacional, “castiza”, por reacción contra el gusto extranjerizante»13.

Pero ¿no estaremos cometiendo un anacronismo al utilizar la palabra castizo, referida a los españoles del siglo XVIII defensores de la comedia española, en el moderno sentido ideológico de la palabra? Así lo cree François Lopez cuando, refiriéndose a la expresión «afirmación casticista» utilizada por Zamora Vicente para caracterizar la Oración apologética, de Forner, no solo considera inadecuado que se juzgue a este autor «l’ancêtre des traditionalistes espagnoles et le défenseur du casticismo», sino también anacrónico el uso de la palabra castizo referida al concepto moderno de casticismo como expresión exclusiva de realidades específicamente españolas. Con palabras que también se pueden aplicar, entre otros autores, a su compatriota René Andioc, dice François Lopez: «Sans vouloir trop chicaner sur les mots (on en aurait le drot, d’ailleurs, car est-il rien de plus compromettant que les mots?), il faut rappeler que le moderne concept de casticismo qu’un Unamuno a voulu approfondir et auquel, depuis lors, personne n’entend plus rien, était totalment étranger aux Espagnols du XVIIIe siècle. Pour eux, était castizo ce qui était pur, dépouillé et élegant comme la meilleure langue classique». Lopez aduce algunos testimonios del Fray Gerundio en los que la palabra castizo se utiliza «sans se référer si peu a que ce fût à des réalités specifiquement espanoles». Y añade: «Le casticismo est un mythe qui n’est formé qu’au XIXe siècle. Auparavant, pour signifier une idée équivalent, on parlait simplement de genio nacional, autre mythe, et des plus tenaces»14. Sin embargo, como ya hemos indicado, la palabra castizo aparece en el siglo XVIII para especificar el españolismo de los amantes de la comedia española. En efecto, en un folleto de 1762, muy mediocre –uno de tantos publicados por entonces–, titulado La comedia española defendida, su autor, un tal Luis Jayme, sitúa en posiciones enfrentadas, por un lado, a los que él denomina «Españoles castizos», amantes de nuestros sabios poetas cómicos y, por otro, a los partidarios del teatro neoclásico, que el autor del panfleto llama «Críticos». Así empieza, exponiendo su propósito:

He visto una disertación contra nuestras comedias; y una comedia nueva, para ejemplo de cómo se han de formar según arte. Uno y otro me enfadó y diome la gana de escribir esta carta. Y nada se me dará de que no agrade a los Críticos, porque no tengo genio, ni tiempo para la disputa. A estos les cedo, desde ahora, el campo: hablo solo con los Españoles castizos, amantes de nuestros sabios poetas cómicos, que les contentará oír parte de las muchas razones que pueden favorecer su causa15.



Como vemos, el autor de La comedia española defendida identifica la condición castiza de ciertos españoles con su amor al teatro del siglo XVII. Para Luis Jayme lo castizo es en las letras españolas el teatro. Uno de estos «Críticos», Tomás Sebastián y Latre, en su Ensayo sobre el teatro español, escribe once años después que «hay [una] especie de vulgo, al parecer culto, o que debiera serlo, que es quien hace frente y resiste que en España se admita lo que está recibido en todas las demás naciones de Europa». Este vulgo (es decir, los que Jayme había llamado «Españoles castizos») piensa, según Sebastián de Latre, que «nuestras Comedias son propias del carácter de la Nación; y que por consiguiente sus duelos, lances, incidentes y aventuras nos son connaturales»16. (Recuérdese que son estos elementos los que Valera considerará determinantes de lo castizo en las comedias de Calderón y Lope). Los que, según unos, formaban un «vulgo al parecer culto» eran, según otros, «Españoles castizos», entre cuyos representantes más característicos podríamos señalar al autor del Discurso crítico sobre el origen, calidad y estado presente de las comedias de España (1750), Tomás de Erauso y Zavaleta, el Nifo de La nación española defendida del Pensador y sus secuaces (1764), Juan Cristóbal Romea y Tapia, autor de El escritor sin título (1763) y representante, según Menéndez Pelayo, «del público castizo»17. El discurso de estos «españoles castizos» va a ser asumido y continuado en el siglo siguiente por el tudesco gaditano Nicolás Böhl de Faber, «apasionado de la Nación Española». Böhl alude al siguiente párrafo de El escritor sin título, compendio ideológico de lo que entendemos por mito casticista:

Pues no hay más que darle, enherbarse (sic) bien y no publicar escrito que no se le pegue cuatro tarascadas a la madre que nos cría, nos alimenta, nos viste, nos calza, nos enseña una fe pura, sin mezcla de opiniones y sectas descarriadas, el verdadero culto, la constancia, la fidelidad, que nos singulariza entre todas las Naciones: la sobriedad, que si ha padecido algún disturbio, ha sido por la comunicación de los modelos que nos presentan, y quieren embutir a la fuerza de brazos; que luego con una conterita, de que nos mueve el amor, el bien común, o alguna otra cosuela, podremos dorar los yerros de nuestra ingratitud18.



Por otro lado, Clavijo y Fajardo, en el bando de los críticos, declara que «el fin del Pensador es reformar sus Españoles, que es lo que más le duele, como verdadero Patricio»19. En su empresa reformista, el teatro, escuela de costumbres, es un objetivo fundamental. Contra los que le acusan de antipatriotismo se defiende diciendo que «no es despreciar a la Nación Española criticar sus Comedias», acusando a su vez de «hipócritas del patriotismo» a sus adversarios en la polémica que tachan de «mal Español» a todo aquel que las censura20. Las acusaciones de antipatriotismo las repiten Böhl de Faber y Agustín Durán contra los críticos del teatro nacional.

En este ambiente polémico sobre el teatro del Siglo de Oro, ambiente recargado de proclamaciones patrióticas y llamadas inquisitoriales a la ortodoxia, el adjetivo castizo, en el ejemplo citado, aparece apuntando hacia las esencias españolistas que en el siglo XIX definirán el mito del casticismo. En La realidad histórica de España, Américo Castro establece el fundamento y sitúa «en su conexión histórica el sentido de los vocablos casta y casticismo. Al decir de don Américo, «Del sentido de ‘animal vigoroso, saludable o prolífico’, castizo pasó a designar una excelencia humana relacionada con el linaje (‘cristiano castizo, mujer castiza’), o la buena calidad de algo. En el siglo XVII se dijo ‘bondad castiza, amor castizo’. Más tarde, ‘ser castizo’ ha significado ‘ser valiente y decidido, tener arrestos, ser rumboso’, etc. Late bajo todo ello el remoto sentimiento de las cualidades y virtudes más preciadas para el español cristiano viejo y de abolengo no mancillado por la ‘pravedad herética’, como antaño decían los inquisidores»21. En el uso que Luis Jayme hace del adjetivo castizo vemos cómo en el siglo XVIII el vocablo puede expresar la buena calidad de ser español, el modo auténtico, según algunos, de ser español bien nacido. No sé si el texto citado de La comedia española defendida será el primer testimonio escrito de la palabra castizo en este sentido patriótico, referida a realidades específica y auténticamente españolas, pero en todo caso es de sobra sabido que la aparición por escrito de una palabra no suele indicar la fecha de su creación. Para que los lectores la puedan entender ha de referirse al código cultural de la época. Pero lo que aquí nos llama la atención es el uso del vocablo en el sentido en que lo utiliza Menéndez Pelayo cuando por detrás de El escritor sin título, apoyándolo, ve al «público castizo»22. Tanto en el XVIII como en el XIX surge en el contexto de la polémica sobre el teatro del Siglo de Oro. Los «españoles castizos» de Jayme forman el «público castizo» de Menéndez Pelayo, «amantes de nuestros sabios poetas cómicos». La autenticidad de lo español queda condicionada por el amor al teatro de Calderón y Lope de Vega. Sólo habrá que cambiar una palabra para que el título de Jayme, La comedia española defendida, pase a ser La nación española defendida, título con que Nifo interviene en la polémica dos años después. Para los «Españoles castizos», sus adversarios, los «Críticos», son unos «descastados», como dirá Böhl apoyándose en el texto de Romea y Tapia que antes hemos citado: «es imposible leer estas sencillas reflexiones sin penetrarse de la verdad de que los más encarnizados enemigos de la cultura española han salido de su propio seno, y que sólo la España ha tenido hijos tan descastados que hagan comercio en manifestar las faltas de su madre, y luego con una conterita de que los mueve el ‘amor’; el ‘bien común’, o alguna otra cosuela, piensan dorar los yerros de su ingratitud»23.




ArribaAbajoContinuación de la polémica en el Romanticismo

Recordemos lo que Unamuno dice de Calderón, que por su casticismo, «a pesar de haber galvanizado su memoria tudescos rebuscadores de ejemplares típicos, es quien ‘leemos con más fatiga’ los españoles de hoy». Galvanizador tudesco sería, según esto, Nicolás Böhl de Faber, empeñado, siguiendo las teorías literarias de A. W. Schlegel, en restaurar en el siglo XIX el teatro del siglo XVII, de lo cual, según él, resultaría una renovación social y política del país24. De sobra es conocida la respuesta liberal a estos intentos restauradores. Al margen de las novedosas teorías literarias románticas importadas de Alemania, la polémica calderoniana entre el tudesco y los españoles José Joaquín de Mora y Antonio Alcalá Galiano significa la continuidad de la confrontación ideológica iniciada en el siglo anterior entre españoles castizos y críticos. Donald L. Shaw recuerda que la idea esencial que Böhl tomó de Schlegel fue la de que toda literatura refleja el carácter nacional del pueblo en cuya lengua fue escrita. «It was seized upon with delight by casticista critics», hace notar Shaw25. Pero esta idea del carácter nacional ya la hemos visto utilizada por los defensores dieciochescos de la comedia española que no tenían nada de románticos, aunque sí bastante de castizos. Alcalá Galiano ironiza sobre el españolismo de Böhl utilizando maliciosamente la palabra castizo. Si bien es cierto que el adjetivo se aplica al estilo del autor alemán hispanizado, las referencias a su autenticidad españolista en el sentido indicado por Américo Castro son manifiestas: «Ello es verdad, que su estilo, si bien generalmente castizo, de cuando en cuando echa unos tufos de no ser su autor cristiano viejo, esto es, castellano rancio»26.

En la polémica calderoniana perviven principios ideológicos y literarios de procedencia dieciochesca adaptados a las nuevas circunstancias históricas derivada de la Revolución Francesa, la guerra de la independencia, la Constitución liberal de 1812 y la restauración del absolutismo. Böhl apoya su fervor contrarrevolucionario en la autoridad de los «españoles castizos» dieciochescos, adoptando textos de Erauso y Zabaleta, Romea y Tapia, Francisco Mariano Nifo para oponerse a sus contrincantes liberales, herederos a su vez de los críticos reformistas27. Esta persistencia dieciochesca explicaría que a Russell Sebold le parezca Böhl tan poco romántico28. El alemán de Cádiz se esfuerza en entroncar las teorías foráneas de su compatriota Schlegel con la tradición nacional antiilustrada. También ahora representa Calderón el símbolo de la España castiza: «No es Calderón a quien odian... –dice Böhl–; es el sistema espiritual que está unido y enlazado al entusiasmo poético, la importancia que da a la fe, los límites que impone al raciocinio, y el poco aprecio que infunde a las habilidades mecánicas, único timbre de sus contrarios»29. La ideología contrarrevolucionaria y el nuevo mito de la España romántica vienen a reforzar el mito del carácter nacional simbolizado por el teatro del Siglo de Oro que se había creado en el siglo XVIII. En nombre de utilitarismo ilustrado, Mora y Alcalá Galiano rechazan la ideología calderoniana como norma del presente, ahora presentada bajo capa romántica.

Heine dirá de W. Schlegel que había comprendido el espíritu del pasado, pero que no entendía nada de lo que significaba el presente: «Aber alles, was Gegenwart ist, begreift er nicht»30. El romanticismo casticista de su discípulo «apasionado de la nación española» también es literatura del pasado que desconoce el romanticismo como expresión del mundo contemporáneo. Por ello a Mora la reivindicación calderoniana de Böhl le parece ir contra «el curso de las ideas del siglo», «un inadmisible retroceso»: «El sentido común pide que sigamos el curso de las ideas del siglo; que no nos opongamos a lo que es efecto del impulso creciente de la ilustración; que modelemos, al fin, las ideas literarias a las morales y científicas en que se fundan... queriendo hacernos volver atrás en el camino de la perfección literaria a que la España como toda la Europa propende, nos propone un inadmisible retroceso. Circunscribir las representaciones dramáticas de nuestros días a las piezas del teatro antiguo, es exigir que troquemos el pantalón de llin por las calzas a atacadas, el pañuelo de perkal por la golilla, y la gavota por las folías. Altri tempi, altri mori»31. En contra de los restauradores, Mora, Alcalá Galiano y luego Larra argumentan que las comedias antiguas no corresponden a las costumbres contemporáneas.

En el exilio, los contrincantes neoclásicos de Böhl podrán contemplar otros horizontes de modernidad que les permitirán conciliar su liberalismo con el romanticismo. Sin embargo, para los que empiezan a escribir durante la ominosa década, dentro del país, el romanticismo sigue siendo, como en Agustín Durán, una reivindicación del pasado, identificado con el Siglo de Oro, o bien un engendro melodramático al estilo de Treinta años o La vida de un jugador, de Victor Ducange, como ocurre en El Duende Satírico del Día.

Las bases dieciochescas en que se asienta la cultura literaria del Duende Satírico están en consonancia con la mentalidad liberal española de comienzos de siglo. Por ello el joven Larra no podía ver en el teatro antiguo una alternativa para el teatro neoclásico. Tampoco en el nuevo melodrama. Estas propuestas que vienen de fuera producen en el escritor un conflicto de modernidad en su preocupación por encontrar una literatura adecuada al presente. La incertidumbre le hace escribir con despecho: «Reglas hasta ahora en todas partes menos en España; y a qué tiempo se le antoja a Moratín venirnos predicando las tales reglas en su Café, precisamente cuando ya van a ver su fin; y ahora que empezábamos a arreglarnos volvamos otra vez a desandar lo andado»32. «Desandar lo andado» era volver al teatro anterior a la reforma moratiniana. No podemos por menos de asociar estas palabras de Larra con lo que habían dicho diez años antes los liberales de la generación anterior, cuando la propuesta de Böhl también les parecía desandar lo andado: «Hacernos volver atrás en el camino de la perfección literaria», había dicho Mora, «un inadmisible retroceso» en la modernización que había significado para ellos la reforma neoclásica frente al teatro antiguo. El neoclasicismo –la poesía de Quintana, el teatro de Moratín– era para el autor del Duende Satírico la literatura válida para el presente33.

El mismo año en que Larra publica el Duende aparece también el Discurso, de Agustín Durán, sobre el influjo que ha tenido la crítica moderna en la decadencia del teatro antiguo español. Durán, siguiendo a Böhl de Faber, se sitúa en la corriente casticista, romantizada por éste. Como los «españoles castizos» del siglo anterior, el autor del Discurso acusa a «los críticos modernos españoles... de destruir nuestro antiguo teatro». «Tal es el resultado que han obtenido los esfuerzos de los críticos del siglo pasado y el presente, y el partido antinacional»34. Durán utiliza las teorías románticas de procedencia tudesca en cuanto que significaban una reivindicación del teatro del Siglo de Oro, romántico, como dice Ermanno Caldera, «soltanto entro i limiti in cui romantico può significare castizo»35. También Donald L. Shaw insiste en la ideología castiza del Discurso: «Those who read the work as a romantic manifesto were introduced to or confirmed in the idea that romanticism meant simply a return to the Golden Age and to Spanish castizo ideals of religion and monarchy as source of inspiration»36. El mismo autor considera que con el Discurso se llega a la culminación del debate entablado durante el siglo XVIII y comienzos del XIX sobre el teatro antiguo español37. Pero vamos a ver cómo Durán no logró cerrar la polémica, al mismo tiempo que, como señala David Gies, «a whole new polemic began»38.

La discusión en adelante no va a ser tanto entre teatro del Siglo de Oro y teatro neoclásico como entre romanticismo de significación castiza, el romanticismo, «a la española» al decir de Durán39, identificado con el teatro del siglo XVII («teatro nacional», drama «Romántico nacional», en el Discurso) y el romanticismo liberal contemporáneo representado por el drama moderno. Desde la perspectiva ideológico-literaria casticista de Durán, el romanticismo contemporáneo al estilo de Byron, a quien se refiere en una nota del Discurso40, o de la nueva literatura francesa no podía ser más que una aberración, el «falso camino de los delirantes y frenéticos románticos de una nación vecina»41. Ya en 1832, en un artículo sobre una nueva comedia de Eugenio de Tapia, parece añorar la moderación de la comedia neoclásica ante la amenaza de tal subversión. Contrapone «las gracias de un estilo sencillo» a las «sensaciones acres y terribles» y a «un estilo declamatorio y cargado de dolor, que se complace en desgarrar el alma»42.




ArribaAbajoLarra frente a Durán

¿Podía el Discurso de Durán, publicado muy poco después del artículo del Duende Satírico, cambiar la opinión del joven Larra respecto a que el romanticismo significaba «desandar lo andado»? Es indudable que para la generación de Larra, Durán consiguió lo que no había logrado Böhl en relación con los neoclásicos de la generación anterior, enseñarles a apreciar el valor literario del teatro antiguo español. En 1833, Larra dedica al Discurso un artículo de La Revista Española recomendándolo a los interesados en cuestiones literarias con el deseo «de que su lectura haga renacer la amortiguada afición a estudiar las muchas y extraordinarias bellezas de nuestro teatro antiguo»43.

Se ha interpretado el artículo de Larra como una adhesión total a las teorías literarias expresadas por Durán. Creo, sin embargo, que si lo leemos junto con otros artículos literarios publicados por Larra el mismo año de 1833, nos daremos cuenta de que el acuerdo sólo es parcial. Es una respuesta en la cual únicamente se destacan los aspectos que al crítico le parecen elogiables. No dice todo lo que piensa del asunto. Voy a mostrar cómo, sin desdecirse de los elogios, los matiza, marcando las distancias que en lo ideológico y en lo literario separan a los dos críticos. En la disertación de Durán pudo encontrar el joven liberal una enseñanza de historia literaria y un estímulo para su estudio, pero lo que no podía aceptar era la vigencia del teatro antiguo en relación con las necesidades del presente. La comedia antigua era, en efecto, un monumento admirable del pasado. No estaba de acuerdo con Durán cuando éste afirmaba: «La España no tiene hoy día más títulos a la gloria dramática que los restos del noble monumento derrocado por [los críticos y el partido antinacional], y la esperanza de reedificarlo»44. Es de sobra sabido que Larra basa su esperanza «en echar los cimientos de una literatura nueva, expresión de la sociedad nueva que componemos45.

Si en el Duende, de 1828, Larra había considerado que la literatura actual sólo podía ser todavía la neoclásica, en 1833 cree que la literatura, como expresión de la sociedad presente, no puede ser ni el teatro de Lope y Calderón, ni la poesía bucólica de su admirado Meléndez Valdés. También dirá después que la «vida actual» no permite las comedias de Molière y Moratín, «intérpretes de épocas más tranquilas, y sensaciones más dulces, y si fuera posible que se hicieran, no nos divertirían»46. Y de ahí las «sensaciones acres y terribles» que repugnaban a Durán en el teatro moderno.

En contraste con lo que Durán había dicho sobre la sencillez clásica de la comedia de Tapia, Larra, cuando hace la crítica de las Poesías de Martínez de la Rosa, dice con respecto a la sencillez de la poesía bucólica: «La tendencia del siglo es otra: si las sociedades nacientes alimentan su imaginación con composiciones ligeras, las sociedades gastadas necesitan sensaciones más fuertes. Acaso en esto lleve el poeta ventaja a la sociedad en que vive; acaso las causas de la decadencia de este género no hacen favor a los adelantos de la civilización; pero no por eso es menos cierto que buscamos más bien en el día la importante y profunda inspiración de Lamartine, y hasta la desconsoladora filosofía de Byron, que la ligera y fugitiva impresión de Anacreonte»47. Larra, por lo tanto, en contra de Durán, acepta ahora el romanticismo byroniano como expresión de la vida actual, de «la tendencia del siglo», un romanticismo que exprese «las sensaciones más fuertes» que reclama la sociedad contemporánea, las «sensaciones acres y terribles» cuya expresión había condenado Durán, horrorizado, en su artículo sobre Eugenio de Tapia.

En otro artículo, «Poesías de don Juan Bautista Alonso», Larra se lamenta del «general atraso de nuestra poesía» y dice con sarcasmo que «en poesía estamos aún a la altura de los arroyuelos murmuradores»48. El remedio no podía consistir, claro está, en retroceder aún más. El teatro antiguo contenía «muchas y extraordinarias bellezas», pero era antiguo. En el mismo artículo escribe: «Nuestro siglo de oro ha pasado ya, y nuestro siglo XIX no ha llegado todavía»49. La caducidad del Siglo de Oro aquí aludida por Larra –dice con razón José Luis Varela– se puede entender «como caducidad ideológico-literaria y en consecuencia [cabe pensar que se trata] de un desacuerdo con la identificación del Romanticismo y Siglo de Oro (tal como Böhl primero, Durán después, y el hispanista Allison Peers hacían respecto a la corriente por éste denominada ‘Resurgimiento’)»50.

En un artículo anónimo atribuido a Larra por Tarr y por Rumeau51, y de cuya autenticidad no me parece que quepa duda, manifiesta el periodista claramente su postura opuesta a la de Durán respecto al teatro antiguo en relación con el presente. Se trata de un artículo aparecido en La Revista Española el 22 de diciembre de 1833 –la reseña sobre el Discurso de Durán es de abril del mismo año– en contestación a otro artículo de La Estrella, periódico gubernamental, dirigido por Alberto lista, realista moderado defensor de la política antiliberal de Cea Bermúdez y del teatro antiguo español52. Desde La Estrella, Lista lanza sus ataques contra la libertad política, contra «lo que ahora se llama romanticismo» («Los espectáculos dramáticos reducidos a cuadros inconexos; la decencia y la moral holladas en las descripciones de amores adúlteros y de malvados que se esfuerza el autor en hacer interesantes; el lenguaje furibundo; la naturaleza, en fin, sacada de su quicio»), y propugna «la poesía romántica... verdadera y genuina», ya que esta literatura es eminentemente moral»53. Se queja de la poca afición que muestran sus compatriotas por el teatro nacional. A esto se refiere el artículo de La Revista: «En La Estrella leemos un artículo, no precisamente literario, acerca de la representación del Caballero54, comedia muy inferior a muchas de Calderón y Lope. Quéjase el crítico del siglo y de su público que no acude con la prisa y el calor que él quisiera a las representaciones de las comedias de nuestro teatro antiguo y culpa bien inocentemente de este olvido a la inocente ópera». Larra aprovecha la ocasión para atacar al periódico reaccionario y así «vengar al público eternamente ultrajado por críticos rezagados». Según Larra, la ópera vino a llenar el vacío producido por la falta de un auténtico teatro nacional contemporáneo «en unas circunstancias en que apenas había escritores dramáticos originales y en que lo poco bueno de nuestro teatro se hallaba prohibido o sabido de memoria». El interés del espectador del siglo XIX tampoco podía quedar satisfecho con las representaciones del teatro antiguo, desligado de la realidad contemporánea: «Con respecto a la comedia antigua, su originalidad ha venido a ser nula en el país que la vio nacer y las ve representar desde hace tres siglos; razón por la cual son más buscadas en el extranjero que entre nosotros». Larra no ve la significación que para la vida actual pueda tener el teatro antiguo, el drama «Romántico nacional », según Durán, y meollo de lo que este crítico consideraba romanticismo «a la española». El teatro de Calderón y Lope era eso, teatro antiguo, que para el español del siglo XIX únicamente tenía un interés arqueológico, y cuyo mérito podía ser percibido nada más que por los interesados en «desentrañar y estudiar [sus] muchas y extraordinarias bellezas», como había reconocido Larra en su reseña del Discurso, pero no podía interesar al público en general, ávido de experiencias nuevas de acuerdo con la tendencia del siglo. Por ello a la pregunta retórica sobre «Qué aliciente puede quedar, pues, para asistir a la representación de las comedias de nuestro teatro antiguo», el periodista responde: «El mérito intrínseco de su versificación, y los rasgos sublimes de gracia y de ingenio de que están salpicadas, más son para el estudio y recreo de un corto número de inteligentes en su gabinete, que para el público en general, más ansioso de divertirse y experimentar sensaciones nuevas y fuertes en el teatro, que estudiar los recónditos arcanos del arte». El lenguaje (eso de «experimentar sensaciones nuevas y fuertes», por ejemplo) nos es bien conocido por otros artículos de Larra; lo de que el mérito de la versificación y los rasgos sublimes del teatro antiguo sea, más que para la diversión del público, objeto de estudio de unos cuantos aficionados interesados en los arcanos del arte, me parece una alusión a sus propias palabras de ocho meses antes, cuando Larra recomendaba la lectura del Discurso. A los que en esta reseña, elogiosa y amablemente crítica, había llamado «aficionados a estas cuestiones literarias», ahora, en este otro artículo, abiertamente polémico, los considera como «un corto número de inteligentes en su gabinete»; «estudiar los recónditos arcanos del arte» es lo mismo que unos meses antes había designado como «desentrañar y estudiar las muchas y extraordinarias bellezas». El estudio en el gabinete se contrapone a las «vocingleras discusiones de café» a que había aludido en su otro artículo55. Desde el punto de vista de Larra, el teatro antiguo, en pleno siglo XIX, era un teatro de gabinete. No podía estar, por lo tanto, de acuerdo con Durán cuando éste afirmaba que «el espíritu poético del presente» tendía sin remedio al teatro antiguo»56.

¿Incluía Larra a Durán entre los «críticos rezagados» representados por el periódico de Alberto Lista? En todo caso, no nos extrañaría que el autor del Discurso se sintiera aludido cuando en el artículo de La Revista se da esta respuesta categórica a tales críticos, los que se quejaban de que los aficionados al teatro no fueran «románticos a la española»: «En una palabra, nuestras comedias antiguas no están en nuestras costumbres; y es sabido que el teatro vive en las costumbres contemporáneas». Ya lo había dicho Mora en la polémica con Böhl de Faber, y todavía en 1846, Alcalá Galiano, después de sus conversiones políticas y literarias, dice que «Renovar puntualmente el drama antiguo en una sociedad nueva es un anacronismo, en ninguna parte menos tolerable que en el teatro»57.

En el mismo artículo de La Revista, Larra afirma «que la marcha del entendimiento humano y de la civilización llevan [al pueblo español] a gustar de espectáculos más en armonía con sus ideas y sensaciones». Otra cuestión, en la que el periodista retóricamente no quiere entrar, es «si la civilización lleva al mundo a la ruina, o si le es favorable, proposición planteada también en el artículo sobre las Poesías de Martínez de la Rosa con respecto a la inactualidad del género bucólico: «Acaso –había dicho allí– las causas de la decadencia de este género no hacen favor a los adelantos de la civilización». Proposición ésta que suena como el planteamiento de una discusión sobre la duda romántica y el mal del siglo de la literatura contemporánea condenada por Lista y por Durán. Duda a la que no se podía responder con las comedias del Siglo de Oro, anacrónicas en relación con las costumbres contemporáneas, en contra de lo que pretendían los llamados «críticos rezagados».




ArribaLa literatura del Siglo de Oro, expresión de la tiranía religiosa y política

Todo ello nos permite leer la conocida «profesión de fe» de Larra, dos años después58, como una oposición a los intentos de institucionalizar una cierta visión de la realidad mediante la institucionalización de la literatura del Siglo de Oro interpretada de acuerdo con una representación casticista de lo español que queda constituida en interpretación oficial y ortodoxa. Larra inicia el artículo rechazando la utilización del Siglo de Oro auspiciada por los románticos casticistas interesados en la restauración del pasado. Oponiéndose a la reacción romántica, el artículo consiste en una afirmación progresista de la modernidad. Para ello parte de dos principios: «Que la literatura es la expresión, el termómetro, del estado de civilización de un pueblo y que la literatura española no quedó estancada en el Siglo de Oro. «[No] somos de aquellos –declara– que piensan con los extranjeros que al concluir nuestro siglo de oro expiró en España la afición a las bellas letras»59. No es, por lo tanto, de aquellos españoles que con A. W. Schlegel piensan que España, para su bien, quedó adormecida durante el siglo XVIII y que su despertar debe consistir en reanudar la trayectoria interrumpida más de cien años antes, vivificando así los valores encarnados en la literatura del Siglo de Oro como expresión del espíritu popular y del carácter permanente de la nación. Para Larra esta literatura es expresión solamente de una época, de cierto estado de la civilización del pueblo español. Para los empeñados en la restauración de los valores antiguos, la peculiaridad de lo español como cualidad esencial y eterna significaba una garantía diferenciadora frente a los corruptores peligros de la modernidad. Larra, por el contrario, ve en el carácter particular de la literatura española en su época de apogeo la condición histórica de su decadencia. Como sus maestros ilustrados, considera que España había quedado al margen del proceso civilizador iniciado en el Renacimiento, por lo que «aun en la época de su apogeo nuestra literatura había tenido un carácter particular, el cual o había de variar con la marcha de los tiempos o había de ser su propia muerte, si no quería transigir con las innovaciones y el espíritu filosófico que comenzaba a despuntar en el horizonte de Europa. Impregnada del orientalismo que nos habían comunicado los árabes, influida por la metafísica religiosa, puédese asegurar que había sido más brillante que sólida, más poética que positiva», expresión de una sociedad que reprimiendo el impulso de la Reforma, «fijó entre nosotros el nec plus ultra que había de volvernos estacionarios». H. Juretschke indica que en el Discurso de Durán «aparecen los tiempos de los Habsburgos como una gran época española, cuya intolerancia está compensa da por la conservación de la unidad religiosa»60. Larra, en cambio, ve la tiranía religiosa de la época acrecentada por la tiranía política: «La muerte de la libertad nacional, que había llevado ya tan funesto golpe en la ruina de las Comunidades, añadió a la tiranía religiosa la tiranía política; y si por espacio de un siglo todavía conservamos la preponderancia literaria, ni esto fue más que el efecto necesario del impulso anterior, ni nuestra literatura tuvo un carácter sistemático investigador, filosófico; en una palabra, útil y progresivo61. El utilitarismo ilustrado se combina en este artículo con un emocionado utopismo romántico, en contraposición al romanticismo nostálgico y antiilustrado. La postura de Larra en la cuestión de la llamada «polémica calderoniana» queda bien definida: «La literatura se refugió al teatro, y no fue por cierto para predicar ideas de progreso»62.

Esta es la respuesta ideológica de Larra a la reivindicación casticista del Siglo de Oro iniciada en el siglo XVIII y prolongada en el XIX por los partidarios del romanticismo histórico y restaurador. Responde a los «españoles castizos, a los «críticos rezagados» de acuerdo con las ideas que sustentan toda su apreciación crítica de la literatura: que la literatura es la expresión de la sociedad y debe responder a la marcha progresista de la historia: «una literatura hija de la experiencia y de la Historia y faro, por lo tanto, del porvenir»63.

Hacia mediados del siglo XVIII, en 1762, hemos visto impresa la palabra castizo ya con una decidida voluntad de «afirmación casticista» en afinidad ideológica con el teatro del Siglo de Oro. Frente a otra palabra, crítico, aparece con una actitud defensiva, con la inseguridad reveladora de una crisis de conciencia nacional: «La ininterrumpida tradición del imperativo casticista –dice Ortega en El Espectador– revela justamente que en el fondo de la conciencia española pervivían inquietud y descontento respecto a sí misma»64. A partir del siglo XVIII, la palabra nos revela la inquietud de un enfrentamiento ideológico resultante de la transformación social que culmina en la revolución burguesa. En esta lucha hemos de situar, entre los siglos XVIII y XIX, la controversia que enfrenta a españoles castizos y críticos a la hora de valorar, en cuanto herencia histórica y cultural, el teatro del Siglo de Oro.







 
Indice