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El teatro en casas particulares

Juan Antonio Ríos Carratalá1


Universidad de Alicante



Los españoles del último tercio del siglo XVIII y principios del XIX, en especial los habitantes de las ciudades, sentían un considerable interés por el teatro y un deseo de disfrutar de su tiempo de ocio. Ambas circunstancias justifican la aparición del fenómeno de las representaciones en casas particulares. Al margen quedan las dadas por la nobleza o la monarquía en sus palacios, pues su realidad se aleja del corpus bibliográfico aquí analizado. Tampoco cabe considerar el teatro escolar de la época, ya que sus objetivos son diferentes. Nos referimos a las obras representadas por grupos de aficionados reunidos en una casa particular, probablemente vinculados por una tertulia o una relación de vecindad, y que se escenificaban ante otros vecinos o tertulianos para satisfacer la necesidad de ocio.

El análisis de la actividad teatral en la España dieciochesca no debe circunscribirse a los teatros públicos de los que conservamos documentación. La constatación de numerosas representaciones, tanto en los palacios de la nobleza como en casas particulares, y la afición popular por la puesta en escena de funciones domésticas indican que el teatro abarca espacios ajenos a los escenarios públicos. Las dificultades derivadas de la escasa documentación conservada no impidieron la publicación de estudios como los de Francesc Curet y Emilio Cotarelo y Mori. Gracias a estos y otros trabajos posteriores, se conoce la localización de determinadas casas donde se llevaban a cabo estas representaciones, contamos con repertorios bibliográficos, hay datos aproximados sobre la procedencia social de los aficionados, imaginamos cómo se desarrollaban estas funciones -algunos sainetes de la época las recrean- y, en definitiva, conocemos las circunstancias que rodearon una muestra de la pujanza y repercusión del fenómeno teatral en el siglo XVIII.

Sin embargo, la demanda que originaría una afición popular apenas ha sido estudiada con el objetivo de analizar las ediciones expresamente destinadas a satisfacerla. El deseo manifestado por grupos de aficionados de representar teatro en un ámbito doméstico supone una demanda que halló su respuesta en el mercado editorial. La adaptación de los dramas escenificados en los escenarios públicos era un objetivo excesivo para estos intérpretes con más voluntad que medios. Las dificultades que conllevaba esta pretensión -gastos elevados, reparto amplio, escenografía compleja, texto extenso...- hacían recomendable la aparición de unas ediciones destinadas a un público-actor que ansiaba protagonizar unos lances paralelos a los admirados en el teatro público, pero que estuvieran dentro de sus posibilidades. Por ello, además del estudio de las circunstancias que rodeaban a las representaciones particulares, conviene analizar unas obras concebidas por y para las mismas. Sus ediciones conservan escaso interés dramático, pero trazan la peculiar fisonomía de un fenómeno cultural.

La bibliografía de José Concha permite establecer los rasgos básicos de estas obras. Su vinculación profesional y económica con el teatro le imponía una adaptación a los gustos y demandas del público. José Concha no escribe como un dramaturgo independiente, sino que traduce a escenas las expectativas de quienes esperaba una recompensa económica. Más que un autor, trabaja como un observador de la mentalidad y los gustos de sus espectadores. Su objetivo es satisfacerlos mediante la adaptación y simplificación de cuantos modelos le resultan útiles. Así lo hace con las tragedias neoclásicas, que sufren un «proceso de vaciado» cuando pasan por sus manos (Ríos Carratalá, 1985). El resultado se repite en las comedias heroicas y cuando utiliza dramaturgos foráneos -Goldoni, por ejemplo- o géneros de aceptación popular como el sainete y la comedia de magia. Su bibliografía es un repertorio donde aparecen los géneros del momento, enlazados por el condicionante económico de un Eleuterio fecundo y representativo que buscaba su hueco en la imitación sin complejidades. El público le premió con su fidelidad.

Aunque bastantes de sus obras posean unas características adecuadas para las representaciones en casas particulares, sólo seis se anuncian como destinadas a las mismas. El editor reclama en estos casos la atención del potencial comprador al señalar la posibilidad de ser puestas en escena con unos medios humanos y económicos muy limitados. Salvo en los teatros de la nobleza, los protagonistas de estas iniciativas serían grupos de aficionados con un nivel cultural y económico relativamente alto, pero que no dispondrían de verdaderos escenarios ni podrían realizar un dispendio superior al de una reunión amistosa. Conocedor de tales circunstancias, José Concha se ajusta a las mismas y el editor subraya esta ventaja a la búsqueda del lector aficionado a las representaciones particulares.

La inocencia triunfante (1790) incluye una Nota donde se pondera la comedia por su adecuación a las condiciones de una representación en una casa particular. El texto resulta útil, como una guía que seguirían los autores dedicados a esta modalidad teatral. La primera condición es la ausencia de un amplio espacio escénico. Los aficionados contaban con escenarios improvisados en habitaciones o locales más o menos grandes, pero que reunirían unas condiciones rudimentarias y estarían desprovistos de la tramoya de la época. El autor soluciona el problema con la reducción al mínimo del movimiento de los intérpretes, la narración de los lances complejos y la eliminación de las escenas de batallas, desafíos y prodigios mágicos que tanto abundan en el teatro de José Concha.

El segundo requisito es un escaso número de intérpretes, entre tres y siete. La afición por el teatro no bastaría para solucionar el problema de conjuntar un grupo de voluntarios capaces de interpretar un papel, por sencillo que fuera. Por esta causa, y para favorecer la sencillez de la trama, el autor reduce el número de personajes -tres o, a lo sumo, cuatro- y, si el reparto resulta más extenso -siete, como máximo- lo completa a base de papeles que son una mera presencia sobre el escenario.

En las funciones caseras los límites presupuestarios son determinantes por su modestia. Las escasas representaciones de la obra seleccionada, la extracción social de los intérpretes, la ausencia de ingresos por taquilla y, sobre todo, el carácter de «entretenimiento particular» justifican una inversión alejada de la habitual en los teatros de la nobleza. El autor se adapta a estos presupuestos mediante la reducción de la escenografía y la eliminación de la tramoya. El gasto quedaría limitado a un vestuario polivalente, similar al empleado en los teatros públicos. La imaginación y el afán de divertirse suplirían otros problemas adicionales.

La cuarta condición de la citada Nota recomienda la eliminación de los personajes femeninos para evitar la participación de damas, «cuya delicadeza o melindre desuna la compañía». La justificación se relaciona con la prevención moral ante la presencia de mujeres en el escenario. Si las profesionales sufrían las críticas por la supuesta inmoralidad de su oficio, es lógico deducir que las aficionadas tendrían reparos a la hora de actuar en un escenario ante los vecinos o amigos. La circunstancia de ser una representación particular no invalida, aunque matiza, el imperante concepto moral sobre la figura de la actriz. La «delicadeza o melindre» también puede entenderse como la dificultad que entrañaría la realización de una actividad común por parte de mujeres y hombres. Si en los teatros públicos se separaba a los espectadores según su sexo y se avisaba del peligro que suponía la convivencia, resulta lógico pensar en las dificultades que plantearía la relación de actores y actrices durante los ensayos y las representaciones de aficionados. Para evitarlas, el autor suele suprimir los personajes femeninos, a los cuales -si la trama lo requiere- tan sólo se hace una referencia indirecta.

La quinta condición es que la obra sea «visual, nada difícil». Un repaso de las piezas que supuestamente cumplen tal requisito revela que el mismo se relaciona, ante todo, con la ausencia de cualquier complejidad conceptual. La representación debe servir de distracción tanto para los actores como para quienes acudan a verlos. El objetivo está reñido con complejidades que sobrepasen las normas de una tertulia vecinal. La obra ha de ser «visual», puesto que el espectador no acude a la representación de una comedia, sino a contemplar cómo unos amigos o vecinos representan una pieza. El centro de atención varía con respecto al teatro público. Al público le interesaría relativamente poco el contenido, pero le importaría que el intérprete aficionado hiciera visible un personaje que debía evitar cualquier complejidad, incluidas las psicológicas. De ahí que en estas obras sólo encontremos tipos frecuentes en los escenarios y que habrían sido visualizados por los futuros actores aficionados, es decir, identificados en sus aspectos externos más llamativos.

José Concha no tuvo dificultades para cumplir este requisito. Su teatro es una simplificación de los modelos que imita, una eliminación de los rasgos supuestamente complejos en aras de una dramaturgia entendida como un juego que sigue unas reglas preestablecidas y resulta ajeno a un verdadero proceso de creación. José Concha descontextualiza el personaje hasta reducirlo a una pieza que sólo cobra sentido en su propio juego teatral. El proceso se repite con los conflictos dramáticos. Por lo tanto, en estas obras, lejos de verse limitado, el autor seguiría el mismo procedimiento hasta hacer «visuales» los diferentes componentes de su adaptación.

La sexta condición indica que la obra debe ir acompañada de una loa, «que sirva de festivo preliminar a la Pieza», y un sainete «de asunto bien jocoso». El editor ofrece, pues, el programa completo de una representación teatral de la época. Si los aficionados comprasen una comedia sin tales complementos, tendrían que buscarlos con la dificultad de su adecuación a aquélla. El proceso se simplifica mediante la oferta de unos complementos -imprescindibles para el público de entonces- que se ajustan a la comedia. La probada técnica de José Concha para estas obras breves le permitiría completar el programa sin dificultades, tal y como hacían otros autores.

La Nota señala, asimismo, la necesidad de que haya «interés de acción, claridad de verso y sencillez de estilo». Las dos últimas condiciones se justifican en parte por la calidad de aficionados de los actores. José Concha, aunque redacta en verso, no escribe versos. En estas obras busca rimas sencillas para facilitar la memorización y elimina cualquier complejidad en el estilo, aunque en su caso sólo podía aparecer por la anarquía gramatical de sus textos. La sencillez se basa, pues, más en una eliminación que en una depuración, pero resultaría comprensible para los actores y el público de estas representaciones. En cuanto al «interés», no es un rasgo que se desprenda de la misma obra. José Concha no pretende que sus personajes y conflictos interesen en el marco de la representación, sino que busca aquellos que ya cuentan con un «interés» previo y asegurado. El autor no dramatiza situaciones conflictivas en torno a un Pelayo o un Cid, por ejemplo, que cautiven por sí mismas la atención del público, sino que utiliza un interés ya establecido en los escenarios públicos para hacer atractiva su obra. En estas representaciones, no se concibe la aparición de personajes o conflictos originales. Los intérpretes sólo pretenden reafirmar de nuevo un «interés» delimitado con antelación. Esta condición se relaciona con la presencia únicamente de tipos en escena y se manifiesta en un representar «el Pelayo», nunca el personaje de Pelayo de una obra de José Concha. El comediógrafo asume esta circunstancia y, al mismo tiempo que elimina los rasgos personales, utiliza los tópicos sobre los personajes, especialmente históricos, que pone en escena.

La última condición es la brevedad. Los dos o tres mil versos de las obras representadas por entonces en los teatros públicos representaban una dificultad excesiva para los actores aficionados. De hecho, los profesionales los acortaban a menudo. En una de las ediciones se presenta el texto como «diversión de dos horas», estableciendo el límite que sería habitual frente a las tres del teatro público. La reducción se justifica en el marco de una representación de aficionados y José Concha la respeta con el cuidado de quien se sabe deudor de sus clientes. Un problema derivado de la abreviación es la acumulación de todos los tópicos sobre un personaje histórico, por ejemplo, en un texto relativamente breve. Sin embargo, esta promiscuidad de lances sin intervalos ni estructura dramática sería obviada por un público que miraría con agrado a sus amigos mientras representaban «todo el Cid» o «todo el Pelayo». Y esto último prevalece por encima de cualquier concepto de verosimilitud o coherencia interna del personaje.

Las condiciones, pues, son impuestas por las circunstancias y los protagonistas de estas representaciones, pero no interferirían la labor de José Concha. Este concibe sus obras partiendo de unas circunstancias que predeterminan la naturaleza de sus textos, llegando a ser en ocasiones un comediógrafo por encargo. En su producción no cabe el rasgo personal, la nota peculiar, el estilo propio..., nada que individualizara las obras. Sin embargo, observamos un conocimiento de las necesidades tanto de los actores -él lo era también y con éxito- como del público. Necesidades satisfechas gracias a unos modelos teatrales, cuyos rasgos más llamativos José Concha maneja con oficio. Por lo tanto, resulta previsible su cumplimiento de las condiciones antes señaladas.

La inocencia triunfante se presenta como un drama que «si no ceñido a las rigurosas leyes del Arte sí es el más cómodo a un doméstico recreo». José Concha, como los Eleuterios moratinianos, no cuestiona el prestigio de las «leyes del Arte», cuyo seguimiento distaba de ser patrimonio de los neoclásicos. El análisis de la producción del polifacético autor permite comprobar que a menudo tales leyes eran incumplidas, pero se observa al mismo tiempo un intento de adaptarse a las estructuras dramáticas que el Neoclasicismo prestigió más allá de sus límites como tendencia teatral. Si la observancia de las «leyes del Arte» no constituye una barrera entre neoclásicos y demás autores, el caso de José Concha ayuda a comprobarlo. Alejado de las preocupaciones del teatro de Leandro Fernández de Moratín y sus correligionarios, el dramaturgo no se atrevió a prescindir de una preceptiva que -por encima de su universalidad como modelo clásico- ocupaba una posición hegemónica en el canon de la época (Ríos Carratalá, 1990). Este prestigio afectó incluso a autores como José Concha, que asume las «leyes», pero subordinándolas a sus intenciones más explícitas e inmediatas. Así, en las tragedias seguirá el principio de las tres unidades y adaptará su estilo, personajes y temas a los del Neoclasicismo, pero el resultado será una comedia heroica. Igual sucede con La inocencia triunfante, donde el cumplimiento de las «leyes del Arte» se subordina a la eficacia de la obra como «doméstico recreo». El autor sólo desea conseguir este último, pero al menos teóricamente no puede desprenderse del prestigio de la preceptiva clásica.

La comedia, «representada en morisco», satisface las condiciones señaladas y se incluye así en un repertorio de «comedias caseras» que, según la citada Nota, todavía era escaso. En línea también con la moda teatral de aquellos años, La inocencia triunfante se ambienta en la época de la dominación árabe. El argumento es sencillo. Aderramén, gobernador de Lérida, recibe al valiente Celín y le recompensa por sus victorias con la mano de su hija. Mahomet, celoso de la fortuna de su contrincante, urde un plan para presentarle como enemigo de Aderramén. Consigue que caiga prisionero, pero la fidelidad de un vasallo revela las intenciones del malvado. El previsible final incluye el anuncio nupcial como recompensa de la inocencia y la valentía.

La descontextualización histórica es evidente en este juego teatral, donde un malvado, un valiente, un fiel vasallo y un prudente gobernador protagonizan un conflicto tan morisco como de cualquier otra época. José Concha traslada la exótica moda de lo árabe y oriental al teatro de aficionados, dándoles la oportunidad de representar los mismos tipos que admiraban como espectadores. El autor no pretende ofrecer textos con temas y protagonistas propios de un escenario doméstico, sino adaptar los del profesional a los limitados medios de una compañía de aficionados. La «diversión teatral» se centra en una imitación simplificada y José Concha proporciona los elementos de un juego que, naturalmente, ante todo debe divertir.

Restaurar por deshonor lo perdido con rigor: la Restauración de España (1816) también reúne las condiciones impuestas por el teatro doméstico. Esta comedia en un acto y para siete intérpretes es la adaptación de A España dieron blasón las Asturias y León, y triunfos de Don Pelayo (1795), del mismo José Concha. La trama argumental es similar -el inicio de la Reconquista protagonizado por Pelayo se combina con el honor de su hermana y las pretensiones del taimado Monuza-, pero se sintetiza para que sea representable por un grupo de aficionados. El autor reduce los lances al mínimo, obvia las escenas bélicas que se daban en el original, acelera el ritmo, limita el número de personajes, simplifica el léxico y el estilo, evita los «razonamientos» que no sean imprescindibles para el desarrollo de la acción y sólo recrea las escenas cumbre que, en definitiva, era lo esperado por el público convertido en protagonista de estas puestas en escena. El resultado es un resumen de los momentos más llamativos de la obra original adaptado a los medios de las representaciones en casas particulares. Esta circunstancia evidencia la ausencia de rasgos específicos en la producción destinada a este circuito. Lo específico reside en las condiciones de su representación, a las que se adapta cualquier elemento de las obras.

Así, por ejemplo, la hermana de Don Pelayo es quien desencadena el conflicto, pero la dificultad que supone la presencia de una mujer en una representación doméstica provoca que José Concha prescinda de ella para esta versión. El protagonista se convierte, pues, en un personaje latente que conocemos gracias a las referencias de los demás. Lo mismo sucede con las batallas y otros enfrentamientos, de manera que el drama se narra más que se representa. La lógica indica que unas condiciones escénicas y humanas determinadas exigen unas obras que se correspondan con ellas, pero el mimetismo con respecto al teatro público se impone a esa exigencia. Una comedia centrada en un ambiente doméstico -como las neoclásicas- tendría más sentido en el marco que nos ocupa, pero supondría la renuncia de los intérpretes aficionados a ser los Pelayos o Cides de sus sueños. La psicología de la diversión doméstica se impone a la propiedad de la preceptiva teatral.

El omnipresente Pelayo reaparece en Perder el Reino y poder, por querer a una mujer, la pérdida de España (s. a.), destinada a las representaciones en casas particulares. Esta comedia es una primera parte de la anterior, ya que trata de la venganza del conde Don Julián, la batalla de Guadalete y la leyenda tejida alrededor de la invasión árabe. Sus características son similares, aunque se percibe cierta complejidad en determinadas escenas: endecasílabos en lugar de octosílabos, parlamentos largos y densos, escenificación de un conato de batalla..., pero todo dentro de los límites convenidos. Y en el marco de los mismos también se encuentra la ausencia de implicaciones ideológicas. Si la figura de Don Pelayo fue profusamente utilizada por el Neoclasicismo, el héroe de José Concha está desprovisto de ese simbolismo y su función se circunscribe al juego escénico que propone el autor. Aunque en esta ocasión se esboce una «lección moral» contra los reyes como Don Rodrigo, apenas se enuncia y carece de peso específico. Esta circunstancia es coherente con el vaciado de los modelos imitados y anula la posibilidad de que el texto alcance una dimensión simbólica en el contexto ideológico de la época.

La obra satisface las expectativas de un juego teatral sin pretender dar una sensación de verismo, ni siquiera de verosimilitud. La endeble disposición escénica ya imposibilita dicha sensación, pero las constantes apariciones del gracioso nos recuerdan que lo representado sólo es una ficción teatral. José Concha no intenta crear un clima alrededor del Cid o Don Pelayo. Su objetivo es verlos desde una perspectiva que combina la admiración del grupo de aficionados con la contrastada visión del gracioso, tan denostada por el Neoclasicismo. Dicha perspectiva, junto con la ausencia de cualquier asomo de vida interior en los personajes, provoca que la realidad de los mismos se reduzca a una pose, a una actitud -el valor, el honor, por ejemplo- que el intérprete aficionado encarnaría con agrado. Sin ánimo de comparar obras de diferente calibre, el éxito de Don Juan Tenorio entre los grupos amateurs del siglo XX se justifica por lo gratificante que resultaba para estos intérpretes la elección de un personaje basado en una «pose», listo para convertirse en un espectáculo por sí mismo. José Concha no es un adelantado del Romanticismo, pero conoce los gustos de los aficionados a los que intenta satisfacer. Gustos alejados de los simbolismos trascendentes de los neoclásicos y que expresan el deseo de disfrazarse de Pelayos para enfatizar unas poses de probable aceptación entre sus amigos.

El más heroico español, lustre de la antigüedad (s. d.), «comedia nueva historial» que se ofrece con su entremés y su sainete en el mismo volumen, es una adaptación del Poema de Mío Cid. Los personajes de José Concha recuerdan los más destacados episodios protagonizados por el héroe, sin que se perciba un tratamiento teatral de la leyenda.

El rencor más inhumano de un pecho aleve y tirano; o la Condesa Jenovitz (1793) cuenta con una interesante Introducción. Dos hombres juegan a las cartas y la esposa de uno de ellos se desespera por el aburrimiento. Entonces aparece en escena un abad con el texto de la comedia y, tras comprobar que el número de papeles equivale al de los presentes en la casa, propone representarla ante el alborozo de la esposa y la aceptación de los caballeros. Aunque las circunstancias concretas apenas interesen, destaca la función que señala esta Introducción para las comedias destinadas a las representaciones particulares: la diversión. Esta producción supone un recurso para combatir el aburrimiento. La preocupación por el tema estaba presente en Jovellanos y otros ilustrados, pero ante todo la sufrirían quienes procuraban darle una solución más viable que las altas miras del polígrafo asturiano.

El rencor más inhumano... es un lacrimógeno drama que no ahorra efectismos. El conde Jenovitz en un momento de ira abofetea a un esclavo negro. La víctima se siente herida en su orgullo y decide vengarse. El arrepentido noble le pide perdón y, para recompensarle, le concede la libertad y le nombra alcalde de su castillo. La condesa, por su parte, le regala su mejor joya. Sin embargo, el negro no se siente satisfecho y decide vengarse. El esclavo hace creer al conde que su esposa es la amante de otro criado de color. Cuando el noble está a punto de asesinar a su mujer y al sirviente, el conde comprende la falsedad de la acusación. Pero ya es demasiado tarde, el traicionero alcalde tiene en sus manos al hijo de Jenovitz. Al no poder llevar a cabo su venganza -que incluía la violación de la condesa- el esclavo mata al inocente infante y se suicida.

Tan tremendo drama tendrá un origen novelesco, pero está sacado de una noticia publicada en la Gaceta madrileña, según se afirma en la Introducción. En cualquier caso, la imaginación de José Concha parece haber ido lejos en este «ejemplo, / para castigar prudentes / a los esclavos, supuesto / que en pechos tan inhumanos / caben semejantes yerros». Resulta improbable que alguien se sintiera concernido por el ejemplo, pero los espectadores disfrutarían con la truculencia de la trama. El autor no podía recurrir a tramoyas, pero las sustituye con la risible exageración del argumento. Sus personajes, más allá del gesto o la exclamación, son fríos y carecen de sentimientos o emociones. Sin embargo, su teatralidad satisface las expectativas del intérprete aficionado. La reiteración de gritos, maldiciones y venganzas no dejaría respiro a la emoción de quien jugaba a interpretar mediante la imitación de lo visto en las funciones públicas, aunque sólo fueran los gritos y poco más.

El sainete Por engañar engañarse, y el hostelero burlado (1799) también aparece destinado a las representaciones en casas particulares. En realidad, el género por sí mismo resulta adecuado para este circuito. Tanto es así, que la misma obra se incluye sin modificaciones en el entreacto de El más heroico español... No cabe hablar, pues, de un texto concebido para las funciones domésticas. José Concha se mueve con soltura en el sainete, pero lo hace más como intérprete que como autor. Consciente del papel secundario del texto, procura facilitar oportunidades a sus colegas para provocar la risa del público. La lectura del sainete permite imaginar las posibilidades histriónicas de unos diálogos que apenas tienen sentido, pero que se ajustarían a las expectativas de los actores aficionados.

En resumen, se trata de obras concebidas en función de su adecuación a los límites del teatro representado en casas particulares. No constituyen un subgénero porque carecen de personalidad específica. Su peculiaridad se reduce a la adaptación al medio donde son representadas. Su función básica es servir de instrumento para satisfacer el deseo de divertirse de un grupo de aficionados, que formarían parte de un estamento acomodado y relativamente culto. Diversión eficaz, pero teatro pobre; pálido reflejo del representado en los escenarios públicos, desaprovechando -salvo en los sainetes- la oportunidad de recrear la realidad doméstica en un escenario análogo. El mimetismo, el deseo de protagonizar papeles extraordinarios, el disfrazarse para dar rienda suelta a la imaginación, prevalecieron sobre la limitada realidad de los intérpretes y espectadores. Su circunstancia tal vez requería otro tipo de obras, pero el derecho a divertirse se impuso en la elección.

El análisis de las obras de José Concha aporta una caracterización de este tipo de textos, que circularon con una apreciable difusión desde el último tercio del siglo XVIII. La consulta de la producción de otros autores coetáneos no modifica sustancialmente lo ya indicado, pero permite conocer mejor una práctica teatral que incluso fue llevada a la escena como tema por Ramón de la Cruz, aunque sin aludir a aspectos concretos de las obras representadas.

La nómina de autores que abastecieron estas representaciones no incluye a las figuras más destacadas. Sus nombres suelen corresponder a comediógrafos no tanto de segunda fila como de los que vivían de su pluma. Esta circunstancia les llevaría a cultivar una producción de escaso prestigio apenas compensado con los ingresos, siempre reducidos, de la venta de las ediciones.

La mayoría de los autores son, por lo tanto, prolíficos y se dedican a los géneros populares. José Julián de Castro es un ejemplo. Además de un curioso folleto titulado Arte real de jugar a las bolas con perfección (1755), ya había incluido sainetes para las representaciones particulares en las misceláneas destinadas al ocio de las tertulias (Ríos Carratalá, 2000). Su comedia Más vale tarde que nunca (1799), aunque sea «fácil de ejecutar en cualquier casa para cinco personas», ejemplifica las limitaciones de estos textos cuando, además, son escritos por autores mediocres. La mezcla de las desgracias del general Federico tras sus campañas contra los turcos al servicio de Ladislao, rey de Hungría, con las gracias del criado Perejil configura un absurdo texto que, por su falta de sentido común, roza la parodia de la comedia heroica. El único elemento que cohesiona la obra es la acumulación de personajes y situaciones acordes con los tópicos del género de partida. Acumulación deseada tal vez por los destinatarios para imitar lo visto en los teatros públicos, pero que por su caótica inserción en un texto breve invalida cualquier lectura crítica.

Estas circunstancias se repiten en la tragicomedia La virtud aun entre persas lauros y honores granjea (s. a.), de José Santiago de Santos. Este «Juego completo de diversión casera para navidad y carnestolendas, con dos loas y dos entremeses para solo siete hombres» proporcionaría a los aficionados, probablemente contertulios, la oportunidad de disfrazarse de personajes exóticos como Esca-Abbas, emperador de Persia; Seca-Sefi, emperador segundo (sic); Mahomet-Alibeg, mayordomo mayor; Kali-Amaf, tesorero; Kan-ka-sibaj, capitán de la guardia y Alag-gliger, astrólogopersonajes que, como es habitual en estos textos, se alejan de la cotidianidad. Los aficionados nunca pretendieron interpretarse a sí mismos, sino que deseaban imitar lo visto en los escenarios transgrediendo como actores la realidad que habían transgredido como espectadores. Esta circunstancia no impedía que, también en el mismo marco mimético, se introdujera un convencional contenido moralizador, fundamentado en el providencialismo tan frecuente en el teatro de finales de siglo y mecanizado hasta el absurdo en este tipo de textos.

José Santiago de Santos, autor de misceláneas destinadas a las tertulias, y su librero/editor basan el atractivo del volumen en que incluye una loa y un entremés -proporciona una representación completa-, el poco gasto que requiere la puesta en escena y un reparto de sólo siete hombres, «sin que entre siquiera una mujer, que es mujer». Dicha indicación, frecuente en este tipo de ediciones, se basaría en los prejuicios relacionados con la participación femenina en la actividad teatral. Sin embargo, sería ingenuo pensar que quienes eran imprescindibles en las tertulias no tuvieran derecho a disfrutar de un ocio teatral como el de estas representaciones. Algunas obras recrean personajes femeninos y hay casos sorprendentes como el de También lidia una mujer con otra mujer por celos (1799), de Bernardo Vicente Lobón y Carrillo. Su edición incluye una «introducción, una relación amorosa y un entremés (que podrá servir de tonadilla a cuatro), intermedios y un sainete para fin de fiesta; todo brevecito y curioso, dispuesto para todos tiempos, sin necesidad de tablado, telones, extraños trajes...». Lo peculiar de esta «cómica diversión» radica en que es «para solas cuatro mujeres». El autor justifica la novedad en la Advertencia: de la misma manera que los tertulianos buscan diversiones sin presencia femenina, «sábete hay igual satisfacción en las señoras mujeres, y en tales términos suspiran por diversión que las entretenga, que si hallasen alguna sin manejo de los hombres, procurarían haberla, aún a mucha costa». Lástima que dicha reivindicación del ocio femenino mediante las funciones caseras no alumbre una obra de calidad o que presente rasgos femeninos al margen del duelo a espada entre dos mujeres.

Otros autores muestran más entidad que los dos últimos citados. Un ejemplo es Antonio Furmento -también aparece como Antonio Bazo-, de quien son algunas de las primeras obras destinadas a las representaciones en casas particulares. Su correcta versificación indica que es anterior a la plaga de los Eleuterios y cuida el aspecto formal de sus comedias. Esta circunstancia no evita que tanto Lances de amor, desdén y celos (1760) como En vano es querer venganzas cuando Amor pasiones vence (1762) revelen una escasa consistencia dramática. En la primera, la brevedad resta entidad a los personajes y la trama. Todo se agolpa y nada adquiere consistencia sobre el escenario. Ambas circunstancias se agravan por el excesivo recurso a la narración de hechos, hasta tal punto que la comedia deja de ser representada para ser contada. Apenas sorprendería, pues los amores y desdenes de Florida y Florista, los protagonistas junto con el gracioso Ormindo, tienen un origen y una plasmación en el escenario tan relativamente teatrales como los de las églogas del siglo XVI.

En vano es querer venganzas cuando Amor pasiones vence no fue redactada exclusivamente para las funciones caseras. Un grado de complejidad superior a la media, sobre todo al incluir un juego de equívocos marcado por la alternancia de presencias y ausencias de los intérpretes, la inserción de acciones paralelas, la relativa brevedad y hasta la presencia de mujeres vestidas de hombre que protagonizan duelos y venganzas indican, junto con otros elementos, que estamos ante una comedia cercana al teatro anterior a la irrupción del Neoclasicismo y de problemática traslación a las funciones caseras. Ahora bien, este último aspecto es difícil de determinar. Se ignora la capacitación técnica de quienes intervenían en las funciones, pero a pesar de la simplificación de los textos su puesta en escena requeriría un mínimo de profesionalidad. Si en el teatro público los actores disponían de libertad para alterar los originales, ese margen aumentaría en estas representaciones. No obstante, las ediciones indican que no era un teatro representable por cualquiera y que los aficionados de entonces, con la posible colaboración de profesionales, tendrían un apreciable nivel como intérpretes.

Autores de más entidad como Félix Enciso Castrillón y José López de Sedano también editaron obras destinadas, aunque no exclusivamente, a las funciones caseras. El primero traduce «un pensamiento francés del célebre Florian» -Juanito y Coleta o el pleito del marquesado (1790)- y lo presenta como una «pieza fácil de ejecutar en casas particulares». El resultado alcanza un nivel teatral superior al habitual. El texto de Florian y la disposición teatral del adaptador dan cuenta de un argumento sentimental y moralizador que se adecua al marco de una función casera. Eso sí, de una casa donde se leyera al autor francés; es decir, con una formación literaria, unas inquietudes y un gusto que se corresponden con la ausencia de loas y entremeses o de referencias acerca de la participación de las mujeres. Estaríamos, pues, ante una representación de un nivel social e intelectual superior y en consonancia con las tendencias renovadoras del teatro de la época.

La pasión ciega a los hombres (1784), de José López de Sedano, es un ejemplo de obra representada en el teatro público que se reedita por segunda vez para incluirla en el circuito de las casas particulares. Esta trágica historia de celos infundados se acerca al tono de los melólogos, aunque la protagonicen dos personajes. Recordemos que la intensidad y la condensación buscadas en este género también se daban, por diferentes razones, en las funciones caseras. En ambos casos se suprime la presentación y el desarrollo de los antecedentes para centrarse en la situación climática. En los melólogos se busca la intensidad emocional, mientras que en la modalidad que nos ocupa el objetivo es la simplificación para escoger las escenas cumbre, que eran las interesantes para los participantes en estas funciones. Tales circunstancias restan entidad dramática a las obras, pero por su similitud posibilitan que se representaran textos como el de José López de Sedano en una casa particular, eso sí, alejada de los gustos populares.

Este teatro también permite descubrir a autores como Manuel Rincón, fallecido en Madrid a los diecinueve años, pero del cual en 1805 se publicaron póstumamente la comedia La casa sin gobierno y el entremés El aldeano tuno. Las obras de Manuel Rincón apuntan en una dirección que podría haberse consolidado en la línea de Tomás de Iriarte y Leandro Fernández de Moratín. El destino final al cual aspiraría el citado autor sería el teatro público, pero a modo de ensayos escribió estas obras escenificadas por sus familiares, quienes fueron los encargados de editarlas presentándolas como fáciles de ejecutar en casas particulares. Verdaderamente lo son, pero sorprenden cuando afrontan temas domésticos, tan cercanos a los dos comediógrafos citados y apropiados para unas representaciones caseras como poco frecuentes en las mismas. Manuel Rincón no concibe personajes para que los aficionados imiten a sus héroes, sino para cultivar el didactismo en temas como la educación de los hijos o la elección del matrimonio.

La precipitación en la redacción de La casa sin gobierno se percibe en rasgos como el artificioso engarce de las escenas. Sin embargo, en Manuel Rincón hay una disposición a afrontar los temas de quienes serían sus referencias: Moratín e Iriarte, y aportar matices como el desenlace desgraciado que sufre la familia protagonista de la citada comedia o la franqueza nada conformista de Clotilde en El aldeano tuno.

Manuel Rincón pensaba representar La casa sin gobierno junto con algunos familiares en el carnaval de 1804. No es, por lo tanto, una obra escrita pensando en los destinatarios anónimos de las funciones caseras. Era la comedia para su propia casa, pero la temprana muerte impidió que el autor mostrara las capacidades de un teatro que, por su temática y disposición formal, resultaba adecuado para estas representaciones sin prescindir de la reflexión crítica y la función didáctica.

La afición de Antonio Rezano por el teatro le llevó a los escenarios sevillanos como primer galán en contra de la voluntad familiar. El mismo conde de Aranda intervino para que volviera a Madrid y no escandalizara a su madre. Estas circunstancias biográficas no impidieron que, más adelante, Antonio Rezano continuara en el teatro como autor. Antes y casi coincidiendo con su faceta de galán había publicado un par de folletos sobre las técnicas de la representación con el título conjunto de Desengaños de los engaños, en que viven los que ven y ejecutan las comedias (1768). Su intención era completar la serie con nuevos folletos que abarcaran diferentes aspectos del arte cómico desde la perspectiva de los intérpretes para evitar las imperfecciones en su trabajo. Antonio Rezano comparte la opinión de los reformistas cuando lamenta el estado en que se encontraba el arte de los cómicos. Considera que el mismo requiere «mucho estudio» para desarrollar el entendimiento, la memoria y la voluntad, así como la correcta utilización de los sentidos: «¿Cómo podrá llamarse cómico quien, no sólo apropia ninguno de estos, sino que sin reflexión, ni observancia, se presenta en el teatro como un papagayo, que dice lo que oye, sin comprender cómo ni por qué?». Los principios que defiende Antonio Rezano son la propiedad y la naturalidad, aplicados a la técnica de un actor que debía estudiar «porque ha de imitar los papeles de los objetos que representa con la mayor similitud, naturaleza y propiedad», ensayar con seriedad y conseguir la naturalidad, hasta el punto de que al oyente «lejos de parecerle retrato lo que mira se engañará en que es original la acción».

Estos folletos no dieron paso a una obra creativa homogénea y de calidad. En 1792, Antonio Rezano volvería a demostrar sentido común cuando admite la reforma teatral en su contestación al Discurso incluido por Luis de Urquijo en su traducción de La muerte de César (1791), de Voltaire. Lo hizo en el Prólogo de La desgraciada hermosura o Doña Inés de Castro (1792), que en realidad parece un esbozo de tragedia. Tampoco es apreciable la comedia heroica Defender al enemigo en la traición que es lealtad y defensa de Carmona (1802), escrita por encargo para demostrar la paradójica lealtad de Carmona a Enrique II. Antonio Rezano también tradujo Les trois jumeaux vénitiens (1777), de Pierre-Agustín Lefèbre de Marcouville con el título de Los tres mellizos (1790). Esta comedia de enredo se centra en los equívocos producidos por los mellizos que coinciden en una posada sin saberlo y con caracteres contrapuestos. En la Prevención, el traductor reconoce que el interés reside en el trabajo de Manuel García Parra, el actor que tendría una oportunidad de lucir sus cualidades al interpretar a los mellizos.

Antonio Rezano también escribe interesantes sainetes como La elección de novios. En sus tres ediciones observamos un desfile de tipos que permite la sátira de un militar por su falso valor, un petimetre por su ridiculez y un montañés por las pretensiones de hidalguía. De parecidas características es La fiesta del lugar en Navidad (1811), divertido y reeditado sainete que hace desfilar a los tipos habituales con motivo de unas fiestas. Aparte de El médico en el lugar y la sordera (1814), cabe reseñar las dos partes del reeditado sainete La variedad en la locura (1799-1800), que constituye un nuevo desfile de tipos, en este caso de locos. Asimismo, Antonio Rezano publicó una obra poética destinada a glosar una colección de láminas. Por lo tanto, como la mayoría de quienes escribieron para las representaciones en casas particulares, cultivó varios géneros. No hay, pues, autores especializados en una producción que nunca deja de constituir un circuito paralelo de relativa importancia en comparación con el teatro público.

Las obras que Antonio Rezano destinó a las representaciones particulares, aunque no con carácter exclusivo, son la «pieza militar en tres actos» titulada Acrisolar el dolor en el más filial amor (s. a.) y la comedia Acaso, astucia y valor vencen tiranía y rigor, y triunfos de la lealtad (1778). Esta última tuvo una buena acogida a tenor de sus cuatro ediciones, pero muestra los defectos de las obras destinadas a este marco que intentan ser un calco, en dimensiones reducidas, de las representaciones en los teatros públicos. Se observa un esquematismo por la condensación de la acción y, sobre todo, un desequilibrio entre la entidad teórica del drama y los medios disponibles para su ejecución. Ambientada en Atenas, incluye un regicidio, un suicidio, varias venganzas y la proclamación del sufrido Arístides como rey, gracias al sabio Filemón y el gracioso Cremón. Todo en una acción dramática repleta de mecanicismo, sin emoción o dosificación de la intensidad. Asesinatos, venganzas, desafíos... se suceden al margen de un criterio dramático y, por supuesto, sin acudir a los moldes de la tragedia, que serían por entonces los adecuados para abordar un conflicto como el indicado.

La tragedia era incompatible con las funciones caseras, abundantes en motivos para la risa, aunque fuera entre desgracia y desgracia. Este rasgo lo encarna Cremón, que por un equívoco utiliza la ropa del perseguido Arístides y repite hasta la saciedad que él no es Alpiste. El recurso no resulta brillante, pero Antonio Rezano lo reitera en una comedia donde se dan un magnicidio, un regicidio y un suicidio mientras se lucha por el poder. Semejante mezcla es una característica de las obras destinadas a las funciones caseras.

Acrisolar el dolor en el más filial amor fue editada en tres ocasiones gracias a una acogida que no cabe relacionar exclusivamente con las funciones caseras. No se trata de una obra original de Antonio Rezano, sino de la adaptación de una comedia sentimental francesa a dichas representaciones. Lo convencional del argumento y los personajes dentro del género dificultan el conocimiento del original, pero lo importante del caso es percibir que el teatro sentimental también estuvo presente en este circuito.

Acrisolar el dolor... muestra notas discordantes con respecto a los cánones del género sentimental, pero comprensibles en el marco que nos ocupa. La intervención del gracioso supone una incoherencia en un argumento de pretendido dramatismo sentimental, que también sufre las consecuencias del esquematismo derivado de la brevedad. Antonio Rezano acumula elementos narrativos para situarnos ante un conflicto que debe desarrollarse con rapidez. La ausencia de personajes femeninos representa una rémora para el clima dramático. Sin embargo, la corrección poética de Antonio Rezano le permite sortear estas dificultades. El resultado es una comedia sentimental y convencional, como suelen ser las obras destinadas a las funciones caseras, pero estimable por constituir un indicador de la difusión de un género culto en este marco. Quienes se disfrazaron de los personajes del sainete y la comedia heroica también cedieron ante la exaltación de la virtud recompensada.

Las innovaciones en las funciones domésticas no son tales, sino el reflejo de las producidas en el teatro público adaptado a estas circunstancias. La renovación podría haberse dado si sus protagonistas hubieran sido sensibles a su entorno cotidiano. Su carácter mimético representa una rémora lógica, aunque excesiva. Lógica porque responde al objetivo lúdico de quienes pretenden recrear lo observado como espectadores, pero excesiva porque los medios eran insuficientes para alcanzar un mínimo de calidad. La adaptación de comedias heroicas o similares supone un desfase entre el conflicto dramático y los medios disponibles. Sin embargo, otros géneros donde ese desfase no se daba apenas fueron cultivados. Dejando al margen los sainetes, la comedia neoclásica de temática doméstica ofrecía escasas oportunidades lúdicas a unos actores obligados a hacer de ellos mismos, pero permitía adecuar la temática al marco introduciendo la cotidianidad en unas funciones que optaron por lo exótico.

El interés de las representaciones particulares debe relacionarse con la necesidad de satisfacer un tiempo de ocio mediante un teatro que era una de las pocas diversiones accesibles para los vecinos y amigos. Un ocio donde los espectadores se convertían en protagonistas, de forma mimética, pero satisfactoria para sus necesidades de diversión. Esta expectativa fue detectada por los autores y los editores, quienes proporcionaban un sucedáneo de lo presentado en los teatros públicos de finales del siglo XVIII. El mismo incluía lo fundamental, aunque reducido a la mínima expresión. Las risas, las emociones, los conflictos, las pasiones, las virtudes recompensadas, los equívocos, los disfraces, el exotismo... quedaban garantizados, aunque en pequeñas dosis y sin preocupación por la coherencia dramática del producto. Y cumplieron su función gracias a unos actores que, siendo aficionados, desarrollarían un considerable esfuerzo para poner en escena unas obras no siempre «fáciles de ejecutar en casas particulares». José Concha, Antonio Rezano y otros autores les facilitaron textos para jugar. Juego y no otra cosa son las funciones caseras, lo cual hasta cierto punto también es un paralelismo con respecto al teatro público.






Bibliografía

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  • ——, «La polémica teatral dieciochesca como esquema dinámico», Cuadernos de Teatro Clásico, n.º 5 (1990), pp. 65-76.
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  • ——, Ociosos, abates y traductores (Estudios sobre la literatura dieciochesca), Alicante, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2000.


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