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El teatro: espejo y crisol de culturas 1

Jerónimo López Mozo





Se dice que para el arte no hay fronteras, que es el mejor vehículo de comunicación entre los hombres. Sin embargo, esta afirmación es una verdad a medias. No es bueno generalizar, ni confundir nuestros deseos con la realidad. No hay fronteras, en efecto, cuando el artista trabaja con la materia o la imagen, es decir, cuando para expresarse emplea códigos universalmente comprendidos. Cuando lo hace a través del sonido, tampoco las hay si este pertenece al mundo de la música. Otra cosa bien distinta sucede cuando el artista manifiesta lo que piensa o siente mediante el lenguaje. Las palabras, pronunciadas o escritas, sólo son entendidas por quienes comparten la lengua del creador. El primer ámbito en que se difunde es, pues, el que corresponde a la geografía en que su idioma está implantado. Las barreras que le separan de otras geografías lingüísticas no son, claro está, infranqueables. El traductor, al verter las palabras a otros idiomas, ayuda a franquearlas, aunque con frecuencia no alcance a derribarlas del todo.

¿Qué sucede con el teatro? El teatro es suma y resumen de muchas artes. Casi todas confluyen en él y, en ese sentido, debiera depender su universalidad de la mayor o menor presencia en la representación de los distintos signos escénicos. Y así ha venido sucediendo, en efecto. Las compañías teatrales que, en el pasado, recorrían el mundo eran las dedicadas al ballet o las de ópera, género en el que importa menos el texto que la música, pues el argumento suele ser bien conocido por un público asiduo que busca el placer musical. Llama la atención que, cuando empezaron a proliferar los festivales internacionales, muchas compañías teatrales deseosas de traspasar sus fronteras, concibieron espectáculos en los que se prescindía del texto o pasaba a ocupar un segundo plano, en el que no era imprescindible para la comprensión del argumento. Estoy hablando de unos años en que la existencia del teatro de la palabra se vio seriamente amenazada. Había una dificultad añadida. Raramente los actores pueden expresarse en un idioma distinto al suyo, aún en el supuesto de que conozcan otros, pues la correcta pronunciación es esencial en su trabajo. En esto el teatro estaba y está en desventaja con el cine, que permite el doblaje de las voces originales y facilita, por tanto, su difusión. Pues bien, a pesar de tantas desventajas como parece tener el teatro, sobre todo si lo comparamos con otras manifestaciones artísticas, sorprende su renovado carácter ecuménico. Si en el pasado su universalidad se ha basado en la asimilación de los grandes mitos por parte de gentes pertenecientes a las más dispares culturas, hoy debe mucho a la movilidad de las compañías teatrales. Si aquella universalidad llegó, preferentemente, por cauces literarios, esto es, por la lectura de los textos, la actual se fundamenta, además, en la contemplación de la representación escénica. Cualquier gran compañía actúa tanto o más en el extranjero que en su propio país. Algo que niega, a primera vista, las dificultades que yo apuntaba más arriba respecto al papel del teatro en la superación de las barreras culturales entre los pueblos. Yo diría, que si, a pesar de todo, no hay barreras demasiado altas para el teatro, algo tienen que ver la magia y el misterio que encierra ese arte efímero y la energía que emana del actor, sumo sacerdote de una ceremonia única, distinta cada día. Pero esa universalidad de la que nos felicitamos es un gozo y un peligro.

Hablemos de ello. Basta estudiar la historia del teatro occidental para ver cómo, en cualquier tiempo, las formas de hacerlo pasan de unos países a otros, cómo las reglas que rigen la representación evolucionan de forma paralela, cómo los argumentos se repiten, sin apenas diferencias, en lugares muy distantes y, en fin, cómo personajes concebidos con vocación localista son comprendidos en ámbitos culturales distintos y hasta acaban por convertirse en protagonistas de situaciones inimaginables para su creador. ¿Quién, donde quiera que habite, no se conmueve con la tragedia de Edipo, o con el estallido de lucidez de un Lear enfrentado a su desgracia, o no reconoce en el Tartufo de Molière a su vecino, o, en fin, escuchando a Segismundo, no reflexiona sobre su propia existencia y su destino como hombre? El espectador de cualquier país se reconoce en estos y en otros muchos personajes.

Por eso, cuando en el mundo árabe, en el siglo pasado, se despertó el interés por el teatro, y se tomó como modelo el europeo, que era el que mejor conocían sus promotores, las primeras representaciones fueron de obras traducidas o adaptadas del repertorio habitual del viejo continente. En 1967, el dramaturgo egipcio Tawfiq Al-Hakim publicó un importante ensayo en torno a este asunto basado en su propia experiencia. Su vía para llenar el vacío existente en materia teatral en el seno de la cultura árabe fue traducir y adaptar obras como Agamenón, de Esquilo, Hamlet, de Shakespeare, El jardín de los cerezos, de Chejov, o Seis personajes en busca de autor, de Pirandello. Ahora bien, para aproximar estas obras a la identidad árabe investigó en las antiguas manifestaciones artísticas egipcias en busca de materiales con los que construir lo que él llamó «nuestro molde teatral». Para escapar a toda influencia extranjera, hubo de adentrarse bastante en el pasado, hasta dar con la época de los narradores públicos, los panegiristas y los parodiadores. Ustedes conocen mejor que yo cómo se incorporaron estas formas artísticas primitivas al quehacer teatral y los frutos que rindió. Pero quiero destacar algo. A pesar de aceptar que en las obras más importantes del teatro mundial, sus personajes se adaptaban perfectamente al carácter árabe, en su propósito de profundizar el sentido nacionalista del teatro egipcio, escribió diversas piezas teatrales, desde las agrupadas bajo el título El teatro de la sociedad, que retrataban el mapa social egipcio de los años cincuenta, hasta El juego de la muerte, El sultán perplejo o ¡Oh tú, que subes al árbol!. Quiero ver, en la creación de una obra propia y absolutamente original, el reconocimiento de la necesidad de no dejar exclusivamente en manos de los clásicos la misión de explicar el mundo actual.

Otros hombres de teatro heredaron la preocupación de Al-Hakim, sin que podamos decir que hay quedado definitivamente resuelta. Años después, hacia 1993, el dramaturgo tunecino Fadhel Jaibi recordaba que, en su país, en la época en que luchaba por la independencia y buscaba una identidad nacional, el peso del repertorio occidental era tan grande que durante muchos años resultó imposible librarse de él. Los autores tunecinos que iban surgiendo, con Madani a la cabeza, escribían, seguramente a su pesar, bajo la poderosa influencia de Shakespeare o de Brecht.

¿Cómo reprochárselo? El teatro cuenta con tal cantidad de obras maestras que el repertorio patrimonio de la humanidad es inmenso. A todos nos pertenece y todos podemos disfrutar de él legítimamente. Y así venimos haciéndolo, en todos los tiempos y lugares, los dramaturgos. La tradición alimentó a muchos de temas y de personajes. Shakespeare es el mejor ejemplo. Casi todas sus obras son deudoras de las que escribieron autores poco conocidos o anónimos o se inspiraron, a veces con dudosa fidelidad, en hechos históricos. Luego otros escritores, se inspiraron en él. Se trata de una práctica habitual. ¿De cuántas obras es protagonista Hamlet? ¿Cuántos Faustos ha habido? Si nos referimos a Don Juan, yo he contado más de doscientas obras dedicadas a él. De los clásicos griegos, ¿qué decir? El teatro está plagado de Fedras, Electras, Agamenones y Egistos. Pero hay que decir que muchas de estas recreaciones tienen el valor de obras originales y que, en el pasado, su abundancia no ha ido en detrimento de la existencia de creaciones originales. Dicho de otro modo, clásicos y nuevos autores han convivido en los escenarios.

De un tiempo a esta parte las cosas están cambiando. Los grandes directores, los que pasean sus espectáculos por los escenarios del mundo, los más decididos valedores de un teatro sin fronteras trabajan sobre ese repertorio universal que está al alcance de los más diversos espectadores. En esta inclinación por lo clásico existe el peligro de que cada vez se incorporen menos obras nuevas al repertorio teatral, de que los temas contemporáneos dejen de estar presentes en los escenarios, de modo que, como sucede con la ópera, el teatro venga a tener más de museo que de arte vivo. Pero hay otro motivo de preocupación. Cuando vemos la programación de los festivales internacionales observamos que la representación de los países participantes recae preferentemente sobre compañías que, con frecuencia, no traen obras de autores nacionales y, cuando lo hacen, están tomadas de ese repertorio que he llamado universal. Mi país, por ejemplo, ha acudido a la Exposición Internacional de Lisboa con adaptaciones de textos del alemán Goethe, del portugués Pessoa y del francés Mérimée. Semejante programación parece indicar que en España abundan los buenos directores de escena, pero que no hay autores que merezcan ser representados y, en consecuencia, que no existe una dramaturgia nacional. Así, en un momento como este, en que la movilidad de las compañías teatrales es mayor que nunca, el teatro ha dejado de ser espejo de las diversas culturas para convertirse en un escaparate de ejercicios estéticos que muestran la personalidad de los artistas que los realizan y que, por lo general, apenas se diferencian entre sí. Dicho en términos gastronómicos, la oferta teatral tiene más de cocina internacional que de comida regional.

Lo que sucede en los festivales está íntimamente relacionado con la progresiva pérdida de identidad de los teatros nacionales. Hay que recuperar la diversidad, porque sólo en ella reside la riqueza cultural que distingue a cada pueblo. Para ello hay que recordar algo tan obvio como que la primera destinataria de la creación teatral es la sociedad en que se realiza y es a los interrogantes que esa sociedad plantea a lo que se ha de dar respuesta. Sólo cuando esté cumplida esa función, el producto será exportable con el fin de dar a conocer la propia cultura a los ciudadanos de otros países. Una obra que nace con vocación universal para consumo de festivales, nace muerta, porque las raíces que la alimentan carecen de arraigos sólidos.

Esto plantea la revisión de los objetivos de muchos festivales internacionales, que habiendo nacido como ventanas abiertas a los diversos teatros que se hacen en el mundo, se han convertido en puertos de arribada de compañías que sólo trabajan para satisfacer su demanda de espectáculos. Cuando se restituya la finalidad primera de esas citas teatrales, los festivales volverán a ser ese espejo de culturas a que me refería antes, pero también crisol. Crisol, porque en los escenarios, convertidos en recipientes de las más diversas propuestas dramáticas, lugar en que se deposita lo esencial de cada teatro de cuantos se hacen en el mundo, son posibles las mezclas nobles y los intercambios enriquecedores. En la encrucijada que son los buenos festivales es donde los creadores teatrales tienen la posibilidad de descubrir los puntos en común entre las diversas culturas y observar si, entre las aportaciones ajenas, hay algunas que le sirvan para su propio enriquecimiento. Buena parte de la experimentación tiene su origen en la asimilación de fórmulas teatrales firmemente asentadas en otras partes del mundo. En ese sentido, el teatro de la crueldad de Artaud debe bastante al teatro balinés. Años después sería Brecht el que se inspirara, para desarrollar su teoría de la distanciación, en otras formas de teatro oriental, en concreto del chino. Mucho más recientemente, Peter Brook incorporó a sus investigaciones escénicas elementos procedentes de muy diversas culturas. Algo semejante hizo Eugenio Barba en el Odin Teatret cuando creó la Escuela Internacional de Antropología Teatral para favorecer el intercambio cultural.

Soy de la opinión de que el teatro actual necesita recuperar cuanto antes su función de espejo de la sociedad de la que emana y, al tiempo, incorporar a su estética, no de forma mimética, sino asimilándolas, las aportaciones foráneas. Para la primera tarea es imprescindible recuperar o dignificar la figura del autor vivo. Él es quién puede dar mejor respuesta a las grandes cuestiones que afectan al hombre contemporáneo. Para la segunda, se necesitan directores de escena que no se limiten a copiar lo que ven, sino a extraer aquello que, incorporado a su propio bagaje cultural, pueda servir para elaborar un molde teatral muy distinto al concebido años atrás por el citado Tawfiq Al-Hakim. En efecto, si entonces lo importante era vestir a personajes universales con ropas propias del país que los acogía para que el público los tuviera por vecinos suyos, ahora, cuando los personajes surgen de la propia sociedad, de lo que se trata es de evitar que den una imagen excesivamente localista.

De lo dicho puede desprenderse que, en el campo de la experimentación teatral, el autor es el que menos posibilidades tiene de aprovechar las aportaciones culturales extranjeras. No lo es si nos referimos al campo de las ideas. Al contrario, un autor que viva de espaldas a los sucesos del mundo y sólo se inspire en lo que su entorno le muestra, hará una obra forzosamente pobre y de escaso interés para otros públicos distintos al que es su primer destinatario. El autor debe poseer, pues, el mayor bagaje cultural y político posible y ser curioso de cuanto hacen sus colegas de todo el mundo. Otra cosa bien distinta es la experimentación en el terreno concreto de la escritura. Las diversidad lingüística dificulta la interacción cultural. Eso es algo que los traductores saben muy bien, sobre todo los que trabajan sobre obras destinadas a la representación escénica. Cuando el autor escribe su obra, piensa en los actores que han de representarla. Las frases, por ejemplo, han de tener una longitud determinada para que puedan ser dichas al ritmo adecuado y sin esfuerzo. No olvidemos que cada lengua posee una musicalidad propia, fácilmente perceptible en unas y menos evidente en otras. Es fácil advertir lo que digo si volvemos la mirada al pasado, cuando el teatro se hacía en verso. En cada país, la métrica dominante era distinta, dependiendo de las características de cada idioma. Así, las del español permitía a los autores del Siglo de Oro una polimetría que estaba vedada a los dramaturgos ingleses, franceses o alemanes. Por esa razón, en la obra dramática de Shakespeare abundan los endecasílabos y los versos largos y sueltos. El desconocimiento de estos extremos causa, con frecuencia, estragos. Refiriéndome a mi país, España, nunca faltan autores que se declaran seguidores o discípulos de dramaturgos consagrados que se expresan en otras lenguas. No se contentan con asimilar sus ideas, sino que, además, tratan de imitar su escritura. El desconocimiento del idioma les obliga a tomar como modelo traducciones que, aun siendo correctas, atienden más al contenido de la obra que a sus valores literarios. La imitación se hace, pues, a partir de un falso modelo y el resultado no suele ser otro que textos ininteligibles que son presentados como modelos de literatura teatral vanguardista. Así, abundan autores que dicen escribir a la manera de Peter Weiss o de Heiner Müller, por citar dos autores que han ejercido una notable influencia, cuando la verdad es que ignoran las claves de su compleja escritura.

Creo, pues, sinceramente que el terreno propicio para experimentar a partir de las aportaciones de otras culturas es el que corresponde a la puesta en escena, tanto en lo que concierne a los elementos materiales que intervienen en ella, como al trabajo de los actores. El teatro occidental, que es el que mejor conozco, sufrió una profunda conmoción cuando, primero, el cine y, después, la televisión, se convirtieron en tan poderosos competidores que se llegó a temer que desapareciera en un plazo no demasiado largo. Muchos profesionales de la escena creyeron que la mejor defensa frente a tan poderosas industrias era hacerles frente con sus mismas armas y se dotaron de abundantes instrumentos técnicos. Fue un grave y costoso error, además de un traición a la esencia misma del teatro. El teatro ha de confiar su supervivencia a aquello que queda fuera del alcance de las modernas formas de expresión artística, como es la comunicación que se establece entre los actores y el público. El teatro es un acto vivo, único y efímero. Tiene mucho de ceremonia, de ritual. Algunos parecen haberlo olvidado. No todos, claro está. Hay directores que llevan años limpiando los escenarios de los excesos, tecnológicos o impuestos por la megalomanía de no pocos creadores, que los habían invadido y que habían empequeñecido al actor hasta el extremo de ahogar sus palabras y convertir su gesto en una mueca.

En esta tarea ha destacado, en las últimas décadas, el inglés Peter Brook. Sometió a su teatro a un riguroso proceso de depuración a lo largo del cual fue prescindiendo de todo aquello que la moda había ido arrojando al escenario. Cuando este quedó casi vacío, con sólo unas cuantas cosas indispensables que procedían del legado de Artaud, volvió la mirada hacia otras culturas y tomó de ellas lo que necesitaba para edificar un nuevo teatro. Mahabharata fue, tal vez, el fruto más conocido, aunque no el único, de esa labor investigadora. Cuando la obra fue representada en España, mereció estas palabras del crítico de teatro Moisés Pérez Coterillo: «El camino de ascesis, de purificación teatral, de decantamiento, ha dado como resultado la sinceridad de un encuentro apasionante con una cultura de milenios, sin que la impostación o el folclore envenenen la radicalidad de su esencia. Fiel a su dilatada trayectoria, Brook y sus gentes buscan lo que da vida a la cultura, en lugar de disfrazarse de unas formas determinadas. Sólo entonces les resulta posible salir de sus propias culturas y de sus estereotipos para integrarse en un nuevo acto de creación que es compartido por personas de orígenes diversos. El Mahabharata, es así no sólo un resultado formidable, sino también un interesante proceso, una vía de conocimiento y un itinerario por donde el teatro de este siglo viaja a las fuentes de la humanidad en busca de aguas lustrales, de una experiencia radical, de un rito iniciático».

La línea de trabajo seguida por Peter Brook es una de tantas posibles. Si me he referido a ella es por, al menos, dos razones. La primera, porque me parece un ejemplo significativo de como las diferencias culturales proporcionan savia nueva para llevar la experimentación bastante más lejos de lo que cabe esperar de una labor desarrollada en la intimidad del artista. No se trata de una regla o, en todo caso, sería una regla con excepciones, como las del artista polaco Tadeusz Kantor, cuya obra giró en torno a sus vivencias. Pero incluso, en este caso, tan personal obra no escapa a influencias ajenas. Así, su concepto de teatro de la muerte es el resultado de la asimilación de todas las vanguardias estéticas que conoció a lo largo de su vida. Volviendo a Brook, la segunda razón por la que le he citado es porque su innovación pasa por la severa poda de tanto ornato inútil como ha ido acumulándose sobre el viejo árbol del teatro. Gracias a su labor, que tuvo su precedente en la llevada a cabo por grupos como el Living Theatre, de Julian Beck y Judith Malina, o el Teatro Laboratorio de Grotowski, hoy nos es posible ver el teatro en toda su desnudez, dispuesto a recibir las aportaciones de los nuevos creadores.

Estoy convencido de que cuanto he dicho no constituye ninguna novedad para muchos de ustedes. Pero también de que estamos ante una cuestión polémica. Frente a los hombres de teatro árabes formados intelectualmente en Europa y que, por tanto, han asimilado su cultura sin que les cause ninguna incomodidad, están aquellos que, a estas alturas, no desean seguir bebiendo en esas fuentes porque ven en ello la continuación del proceso que los pioneros del teatro árabe iniciaron cuando, por falta de tradición, edificaron su teatro sobre los cimientos del que ya existía en occidente. La idea de continuar haciendo un teatro prestado, basado en la asimilación de experiencias foráneas, repugna a muchos. ¿Hasta cuándo la dependencia? En el punto intermedio, aquel en que se sitúan los que ensayan fundir la herencia cultural propia con la experiencia ajena parece estar la solución, pero con frecuencia el deseable maridaje no se produce. Tawfiq Al-Hakim dijo que, en el arte, lo que se copia acaba por adquirir la apariencia de originalidad o, dicho de otro modo, que la imitación conduce a la invención. Eso es verdad, pero para llegar a ese momento se necesita un tiempo que, en el caso que nos ocupa, tal vez no se haya cumplido. En la historia de un arte milenario como es el teatro, el siglo y medio de vida del teatro árabe, si aceptamos como fecha de nacimiento el estreno en el Líbano de El avaro, de Molière, le sitúa todavía en un período de crecimiento en el que se carece de señas de identidad propias. Entiendo lógico que, desde esa perspectiva, buena parte de nuestros colegas árabes se sientan incómodos y trabajen en medio de ciertas contradicciones que empujan, irremisiblemente, hacia la alienación.

La juventud del teatro árabe es la que hace que hoy por hoy sus aportaciones al teatro mundial sean escasas. Confieso que a esa conclusión me lleva más la lógica que un real conocimiento del teatro árabe contemporáneo. Visito este país con curiosidad convencido de que en el teatro que voy a ver reconoceré los rasgos del occidental al que pertenezco. Pero, al tiempo, traigo los ojos y los oídos bien abiertos para atrapar cuantas imágenes y sonidos me resulten desconocidos. Siempre lo he hecho. Me han dicho que esté muy atento a la relación que se establece entre el actor y los objetos que le rodean, pues en ella se esconde la herencia del arte de los antiguos narradores. He leído que hay actores que, gracias a su prodigioso dominio de la voz, logran apoderarse de tal modo de la atención de los espectadores, que estos, hechizados, llegan a ver en un simple objeto presente en el escenario, sea una capa o una gran piedra, una fuente, una bestia herida o una esposa abandonada. Quiero ver si la relación dinámica y dialéctica que, en algunas propuestas teatrales, se produce entre el escenario y el auditorio es aplicable en el teatro europeo de hoy para sacar al espectador de su sopor o de su abulia. Hay más. Tengo interés en conocer como los directores que se han apartado del molde teatral aristotélico conciben los nuevos escenarios, espacios desprovistos de elementos escenográficos y definidos momentos antes de iniciarse la representación, como sucedía en Los generosos, del argelino Alloula Abdelkader, en que un joven actor provisto de un tamborcillo colocaba a los espectadores de modo que ellos mismos delimitaban el espacio escénico.

Mi curiosidad es, en esta ocasión, mayor, si cabe, que la experimentada cuando me he acercado a otros teatros. No guarda relación directa con la experimentación teatral, a la que hemos venido refiriéndonos, sino con algo puramente personal que tiene que ver, en todo caso, con el respeto a las particularidades culturales de cada cual en un mundo en el que, a pesar de que las barreras políticas y económicas sustituyen a las geográficas, el flujo de seres humanos de unos países a otros está creando sociedades multirraciales. No hace mucho concluí la escritura de una pieza teatral titulada Ahlán, que trata de la emigración clandestina desde el norte de África hacia mi país. Un joven marroquí cruza las aguas del estrecho de Gibraltar a bordo de una de esas frágiles embarcaciones llamadas pateras. Tras el desembarco en la costa andaluza, inicia un largo y penoso viaje a través de la geografía española. La escena inicial tiene lugar en la orilla africana. En ella pretendo explicar las razones que llevan a tantas personas a abandonar sus lugares de origen en busca de un futuro mejor. Entre los personajes que aparecen están el protagonista, sus hermanos, su madre Jadicha, el anciano Nachib, el traficante de personas Mimun Unacer... ¿Les parece extraño que, pensando en su representación, desee que esta escena incorpore la estética del actual teatro árabe y, más aún, que la obra entera se vea impregnada de las aportaciones de dos culturas antaño comunes, luego enfrentadas y que hoy pueden y deben convivir si, al fin, la voluntad intelectual de muchos, entre ellos las gentes de teatro, logra que el Mediterráneo sea, de una vez para siempre, un espacio para la convivencia?





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