Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

El teatro hispanoamericano contemporáneo

Luis Sáinz de Medrano Arce





Viene siendo un lugar común la afirmación de que el teatro es el género literario que ha tenido menor desarrollo en Hispanoamérica. No es nuestro propósito rebatirla, pero sí matizarla añadiendo que, de todos modos, el arte escénico ha alcanzado allí una importancia que empieza a trascender, aunque lentamente, incluso un poco más allá de los reducidos ámbitos especializados. Ese teatro no ha alcanzado las altas cotas de la poesía y la novela del mismo continente en nuestra época, pero ciertamente se encuentra en un nivel mucho más elevado del que habitualmente, y ya un poco por inercia, se le supone.

Junto a la cuestión de fondo (efectivamente, hay menos grandes dramaturgos que grandes poetas o narradores en la América de lengua castellana), es preciso tener en cuenta que la intercomunicación en el campo teatral entre los diversos países que la componen y la difusión de sus obras significativas en zonas foráneas ha sido bastante limitada por razones que resultaría prolijo enumerar, pero que tienen que ver en parte con la escasa vitalidad y movilidad del teatro comercial, salvo las notables excepciones de Méjico y la Argentina, y con la problemática editorial. De hecho, los grandes pioneros de las relaciones públicas del teatro hispanoamericano contemporáneo han sido los grupos participantes en los festivales que se realizan a ambos lados del Atlántico.

Poner orden en este vasto tema es empresa ardua, y así lo demuestra el exiguo número de obras generales sobre el teatro hispanoamericano en circulación. Citemos en seguida los nombres de los críticos españoles que lo han abordado con autoridad y con visión de conjunto. Su relación es llamativamente breve: Agustín del Saz, Guerrero Zamora, Suárez Rodillo, Monleón y pocos más... Por otra parte, es justo recordar la tarea de divulgación de este teatro hecha durante años, de modo intermitente pero sistemático, por la revista «Primer Acto», y el gran papel jugado por las colecciones especiales de las editoriales Aguilar, Escelicer y Taurus. Nuestro trabajo no puede pretender sino subrayar algunos aspectos esenciales del fenómeno y contribuir a aumentar el interés por esta faceta de la literatura hispanoamericana injustamente infravalorada1, haciendo nuestras las palabras con que Pedro Henríquez Ureña cerraba su «Introducción» a Las corrientes literarias en la América Hispánica: «Los movimientos literarios han llegado a ser tan amplios que el solo intento de mencionar la mayoría de los nombres significativos de la actualidad convertiría estas páginas en listas interminables y llevaría la confusión al lector. Debo advertir que ninguna omisión responde a un propósito crítico»2.

El teatro fue cultivado en América con no poca intensidad en la época hispánica, desde el primer momento. Recuérdense las vivas descripciones trazadas por el Padre Motolinia sobre las representaciones hechas en Tlaxcala con motivo de las festividades del Corpus en 1538, correspondientes al interesante teatro misional, incomparablemente sugestivo y original en su hibridismo, que fue extinguiéndose en forma lamentable, vencido por el teatro religioso escolar, de extracción culta, y por el teatro profano de vena satírica. De ninguna de estas corrientes nos han llegado sino muy reducidas muestras. Un gran naufragio ha hundido la mayor parte de la creación dramático hispanoamericana de la etapa virreinal. De él se han salvado obras tan valiosas como las de Fernán González de Eslava, Juan Ruiz de Alarcón, Sor Juana Inés de la Cruz y el incaico-hispánico Ollantay.

El neoclasicismo pasó sin pena ni gloria por Hispanoamérica -Lavardén, Juan Cruz Varela-. El romanticismo produjo una extraordinaria floración de piezas irrelevantes basadas en temas europeos o en asuntos de la historia americana. Aparte de los nombres de Gertrudis Gómez de Avellaneda, José Jacinto Milanés y Fernando Calderón, no hay muchos más que valga la pena recordar. En cuanto al realismo costumbrista que hunde sus raíces en el didactismo neoclásico, cabe mencionar al mejicano Manuel Eduardo de Gorostiza y a los peruanos Felipe Pardo Aliaga y Manuel Ascensio Segura.

De hecho, hasta la aparición del teatro gauchesco, con una pieza modesta que resultó revolucionaria, Juan Moreira (1884), no encontrará la creación dramática hispanoamericana una vía de autenticidad que sólo tiene precedentes en la etapa de los orígenes. La larga influencia del sainete español, adaptado a las modalidades de los diversos países, constituye otra poderosa corriente en medio de la cual irrumpe la colosal figura de quien representa el indiscutible punto de arranque del teatro hispanoamericano contemporáneo: Florencio Sánchez.

La influencia de este uruguayo radicado en la Argentina fue enorme en todo el continente, pero la adhesión a las formas del realismo pintoresco, que él había superado, permaneció durante largos años. Nuevos movimientos renovadores producidos en torno a los años 30 depurarán logros anteriores y abrirán paso al gran torrente de la modernidad en el teatro hispanoamericano.


Los teatros independientes

Serán, efectivamente, los grupos encuadrados «grosso modo» bajo esta denominación quienes harán posible lo que acabamos de decir. En Méjico nos encontramos con la aparición -consecuencia de actividades y corrientes inmediatamente anteriores- del Teatro de Ulises, en 1928, en el que se integraron autores como Xavier Villaurrutia, Salvador Novo y Celestino Gorostiza, merced a cuya labor se abrió la escena mejicana a los dramaturgos europeos y norteamericanos más destacados. A éste siguieron grupos como el Teatro de Orientación, surgido en 1933, e impulsado por algunos de los citados. Son años en verdad efervescentes. Junto a los núcleos señalados, aparecen muchos otros, reveladores de la enorme inquietud del mundo teatral mejicano, pronto familiarizado con O'Neill, Giraudoux, Lorca, Bontempelli... Anotemos siquiera los nombres del Teatro de México, Teatro del Caracol, Teatro Pan-Americano.

En la Argentina corresponde a Leónidas Barletta el mérito de haber fundado, en 1930, el Teatro del Pueblo, en el que se refunden y canalizan los ideales de anteriores intentos como los representados por el Teatro Libre (1927) y el Teatro Experimental Argentino (1928). El Teatro del Pueblo produjo un extraordinario impacto y consiguió extender su espíritu de renovación por todo el país, ese espíritu que según se definiría más tarde, buscaba «experimentar, fomentar y difundir el buen teatro clásico, antiguo y contemporáneo, dando primacía a las obras argentinas para que este arte pueda ser disfrutado por el pueblo con toda su fuerza, pureza y frescura»3.

El Teatro del Pueblo, concentrado en el trabajo de equipo, enriqueció la escena argentina con repertorio del teatro clásico antiguo, del español del Siglo de Oro y con las obras más sobresalientes entre las coetáneas. Por lo que a los autores argentinos se refiere, merecería nuestra admiración por el solo hecho de haber abierto camino a la producción del más independiente e insobornable de aquéllos en esos años. Está claro que nos referimos a Roberto Arlt.

A partir de aquí, otros conjuntos independientes van tomando cuerpo en los años sucesivos, como el Juan B. Justo, el Teatro Popular, La Máscara, Tinglado, Fray Mocho, etc.

Sin ánimo de someternos a un disciplinado recuento por países, señalaremos la presencia de movimientos análogos en la mayor parte de los hispanoamericanos a partir, y en algún caso un poco antes, del punto cronológico indicado; movimientos, por supuesto, de desigual fortuna y trascendencia. En Guatemala, Miguel Ángel Asturias y otros jóvenes graduados participan, en 1922, ya caído el dictador Estrada Cabrera, en la creación del grupo teatral Renacimiento, uno de los muchos entusiastas empeños que entonces se forjaron con el ansia de educar al pueblo. En Puerto Rico, Emilio S. Belaval estimula desde el Ateneo Puertorriqueño la vida escénica de la isla, muy débil hasta entonces, y crea, en 1940, el grupo Areyto, que la impulsará poderosamente. No olvidemos la importancia de la inmediata formación del Departamento de Teatro de la Universidad de Puerto Rico. Del mismo modo, el Teatro Universitario de La Habana, que surge en 1941, abre paso a la renovación del género en Cuba. La Sociedad de amigos del teatro, constituida en Quito en 1945, por la Casa de la Cultura Ecuatoriana, desempeñará en el país andino análoga misión, a pesar de su corta vida, ya que será el germen de un sinnúmero de entidades y agrupaciones, como la Escuela de Arte Dramático, fruto de la misma Casa; el Teatro Experimental de la Universidad Central de Quito (1945), el Teatro Independiente de Quito (1954), etc. Raúl Salmón, con su grupo Teatro Social, convierte en Bolivia el teatro en un espectáculo que empieza a dejar de pertenecer a una pequeña élite. En los años 40, el teatro uruguayo comienza a cobrar animación merced a la labor de Margarita Xirgu, cuyo papel en el conjunto del teatro hispanoamericano contemporáneo nunca será suficientemente elogiado. Se crean núcleos diversos, como el Teatro del Pueblo y el Teatro de la Isla. De la fusión de ambos surgirá El Galpón, el más brillante de los del país platense, hasta su reciente desaparición.

Hemos dejado deliberadamente para el final, en esta apresurada y fragmentaria relación, a Chile, porque una ojeada a este país nos da pie para considerar de un modo excepcionalmente destacable la significación de la Universidad en el auge del teatro hispanoamericano de nuestro tiempo, sin ignorar el «impasse» actual del propio caso chileno. En efecto, ningún otro país entre los que nos ocupan puede presentar una experiencia tan positiva en la simbiosis Universidad-Teatro. En 1941 se crea el Teatro Experimental de la Universidad de Chile, gracias al empuje de unos estudiantes dirigidos por Pedro de la Barra. La Universidad supo advertir la importancia de este esfuerzo, dándole el apoyo que le permitió al grupo estabilizarse y situarse en un nivel de rigor de difícil parangón. Antecedentes inmediatos de esta inquietud y estos logros fueron la presencia en Chile, en años anteriores, de las compañías de Louis Jouvet, con sus representaciones de Claudel y Giraudoux, y de Margarita Xirgu, a quien acabamos de referirnos, cuyo repertorio lorquiano atrajo el interés general

Más tarde, el Teatro Experimental se convirtió en Instituto del Teatro de la Universidad de Chile, centro que nos atrevemos a definir como el más cualificado y operativo de cuantos con propósitos similares fueron creados en toda Hispanoamérica. Su continua y bien organizada actividad aportó nuevos e irreversibles fundamentos a la escena chilena. Nombres de autores chilenos tan importantes como Sergio Vodanovic, Fernando Debesa, Luis Alberto Heiremans, Egon Wolff, Alejandro Sieveking y Jorge Díaz, van asociados de un modo u otro a la actividad del Instituto. Merced a ellos, el teatro chileno alcanzó en las siguientes décadas una jerarquía espectacular. La revisión inteligente de los clásicos y la introducción de los mejores contemporáneos extranjeros fueron asimismo empresas paralelas. El Instituto del Teatro creó, y era inexcusable que así ocurriera, un destacado número de directores y técnicos. La sensibilización del público se dio por añadidura.

La experiencia chilena es aleccionadora en muchos sentidos. Hay que subrayar, sobre todo, que no se trató de que la Universidad hiciera teatro exclusivamente con universitarios, sino que incorporó a esta tarea a cuantos acreditaron condiciones para desempeñarla en sus varias vertientes, procedieran o no de las aulas. En cierto modo se buscó profesionalizar más que ofrecer el teatro como un «hobby» de estudiantes, siempre, eso sí, dentro de una norma y una disciplina universitarias.

Como era previsible, por todo el país fueron apareciendo grupos deseosos de aprovechar la excelente lección de la Universidad Central. Cabe reseñar el Teatro de Ensayo de la Universidad Católica, y los de las Universidades del Norte y Concepción. Muchos otros grupos no universitarios fueron también resultado indirecto de aquella memorable iniciativa.

A partir de aquí, nuestro recorrido por el teatro hispanoamericano contemporáneo va a efectuarse por el procedimiento de seleccionar algunas de las tendencias esenciales entre las que han prevalecido, casi siempre coexistiendo más que sucediéndose, desde los puntos de partida señalados. La heterogeneidad de los criterios aplicados se nos antoja tolerable si tenemos en cuenta la complejidad del panorama. Se podrá observar que en los diversos apartados no se incluye el correspondiente a «teatro social». La razón es obvia. Lo difícil sería encontrar obras que no pudieran encajarse por algún motivo bajo este título, bien entendido que el concepto actual de literatura social no se refiere sólo a la que realiza, utilizando la precisión del novelista paraguayo Roa Bastos, «crítica explícita», sino a toda aquella que enfrenta al hombre en profundidad con su propio destino. No obstante, subrayaremos cuanto sea necesario los rasgos de esa crítica explícita que vayan apareciendo de forma ostensible en algunas de las obras comentadas.




El realismo trascendido

La muerte del realismo como sistema válido aplicable al teatro contemporáneo es cosa que parece suficientemente definida y sentenciada por quienes se atienen, no importa a qué precio, a la norma dada por Hermann Bahr hacia 1905: «El único deber, ser moderno»; obligación del todo superflua, por obvia, para Borges, de quien recogemos la cita4. Cabe, en cualquier caso, preguntarse si ciertas obras construidas bajo la obsesión de apartarse a toda costa del temido espectro realista no habrían alcanzado una mayor densidad dramática con una presentación menos manierista y más directa. La reflexión nos la brinda Frank Dauster5 al comentar una obra del dramaturgo venezolano Gilberto Pinto, y enlaza con la postura de algún crítico de vanguardia, según veremos al final de este trabajo. Dicho esto, es justo también señalar que una de las directrices que cuentan en el teatro hispanoamericano contemporáneo tiene una franca impronta realista, aunque en no pocos casos se trate sólo de un marco de operaciones susceptible de ser trascendido y en todos -en todos los que interesan, por supuesto-, de un realismo inteligente superador de acartonadas técnicas fotográficas y limitadas complacencias criollistas.

Ya en 1939, el nicaragüense Pablo Antonio Cuadra (1912), produjo una obra prima dentro de estas coordenadas. Por los caminos van los campesinos, basada en las guerras civiles y la intervención yanqui en Nicaragua por los años 20. Los campesinos van, en efecto, por caminos y veredas arrastrados por las violencias ajenas, las de los grupos conservadores o liberales que les desprecian y les utilizan. El lenguaje del medio rural y la ambientación costumbrista no retienen a esta pieza en viejos y conocidos moldes. El acto segundo, con sus simultaneidades escénicas, tiene una tremenda eficacia y es todo un alarde de modernidad constructiva. Sólo la explotación excesiva de algún personaje -el doctor Fausto Montes, resabio de antiguos maniqueísmos- y alguna situación como la escena final, en la que se insiste en subrayar lo que ya está eficazmente sugerido, perturban un poco esta excelente creación dramática. Apuntemos, de paso, ciertos curiosos paralelismos entre ella y el «Martín Fierro», perceptibles en el común esquema de la adversidad, el carácter del viejo Sebastiano y sus hijos y, particularmente, en la copla que uno de ellos canta al comienzo de la obra, cuya correspondencia con versos muy concretos del poema gauchesco es evidente.

René Marqués (1919) creó, con La carreta (1951), uno de los momentos clave de esta vertiente. A esta dolorosa contemplación de humildes gentes puertorriqueñas como el autor, arrastradas fuera de su ámbito rural, primero al suburbio envilecedor, todavía en su Isla, y después a la gran metrópoli, Nueva York, cruel y alienante, le sobran también ciertas demasías naturalistas en el lenguaje y algunas situaciones en que lo discursivo se convierte en innecesario epifonema, pero su construcción es perfecta, y sus connotaciones míticas: viaje del héroe, descenso a los infiernos, purificación y regreso, amplifican sobrecogedoramente su condición de alegato social. Del mismo modo, Collococha (1956), del peruano Enrique Solari Swayne (1915), es una recreación sin distanciamientos del viejo mito de Sísifo, a través de la peripecia del esforzado ingeniero mestizo que lucha por abrir un túnel entre la costa y la selva peruanas, venciendo obstáculos que prometen renovarse siempre. El ingeniero es un nuevo Viracoche; la trama, una metáfora del humanismo peruano, y nada de eso es empequeñecido por la técnica realista. Análogo vigor en la sustancia dramática podemos apreciar en El robo del cochino (1961), del cubano Abelardo Estornino (1952), teatro de ideas, exaltación de la revolución sin necesidad de que los personajes se conviertan en arquetipos y el diálogo en una fácil dialéctica progresista, efectiva radiografía social hecha con sobriedad anti-ilusionista.

La pérgola de las flores (1960), de la chilena Isidora Aguirre, es una de las pocas obras hispanoamericanas de nuestra época representadas en España -con gran éxito, por cierto-, y está aparentemente dentro de la línea más descomprometida de la comedia de costumbres criollas. Una interpretación superficial puede quedarse -y la adquisición no sería desdeñable- con el desenfado, la lozanía y el lirismo que campean a través de la anécdota de las floristas que defienden la supervivencia de la pérgola que ampara su grato comercio en el centro de Santiago de Chile; otra, más atenta, vería tras el aire zarzuelero de la pieza -su inclusión en tal género no resultaría exacta, pero sería comprensible-, la estilización del clamor del pueblo que lucha por salvaguardar su «zona sagrada», sus derechos humanos. La pérgola tendría así el mismo valor semiológico que el rancho de Por los caminos...

Si en algún caso puede hablarse con toda propiedad de realismo trascendido, es al enfrentarnos con la mojiganga del colombiano Enrique Buenaventura (1925), En la diestra de Dios Padre. La obra, presentada en el festival del Teatro de las Naciones, de París, en 1960, por el Teatro de Cali, fundado por el propio Buenaventura, se ha convertido desde entonces en una de las piezas clásicas del actual teatro hispanoamericano. El tema, de raigambre europea, que fue recreado en América por el también colombiano Tomás Carrasquilla, entre otros autores, versa sobre las dificultades creadas, paradójicamente, por un lugareño, Peralta, a quien Jesucristo ha concedido ciertos privilegios por él solicitados: ganar siempre en el juego, conocer con antelación la llegada de la muerte, poder inmovilizar a cualquiera en un punto dado, obtener la seguridad de que el demonio no le hará trampas en el juego y poseer la virtud de empequeñecerse a voluntad hasta el tamaño de una hormiga. Peralta no intenta sino favorecer a la humanidad con estos dones, pero el resultado es completamente opuesto: los supuestos sobre los que está montada la sociedad hacen necesaria la existencia de los males que el bienintencionado campesino trata de anular.

La desaparición de la muerte, detenida en la rama de un árbol, produce el malestar de los desocupados médicos; del cura, sin funerales ni entierros; del sepulturero; de la mujer que desea enviudar; del diablo, que ha quedado sin nuevos clientes, y del mismo San Pedro, por razón análoga. Peralta no tiene, así, más remedio que poner a la muerte otra vez en acción. Los problemas vuelven a surgir entonces por otros motivos. Un mendigo es portavoz de la conclusión de que «el mundo no se puede cambiar y que asina como está hecho se debe dejar». Peralta, acusado por todos y desterrado, se refugia en el cielo, y haciendo uso de su capacidad de reducirse, se acomoda en la bola del mundo que Dios Padre tiene en su diestra, «y allí estará por toda la eternidad».

El asunto tiene un tratamiento asombrosamente ligero, ágil. En todo momento se mantiene el nivel popular en el lenguaje, los personajes son aldeanos festivos, y a veces maliciosos. El propio Jesucristo, que comparece en escena acompañado de San Pedro, no rompe en modo alguno el esquema. Los dos hablan como rústicos, desenfadadamente. Con todo, al espectador no se le escapa el fondo trágico que subyace en la pieza. Peralta es un redentor fracasado, la sociedad no puede vivir sin la presencia del mal, es falso que haya mundos de ingenuidad incontaminada. Fernández Flórez en Las siete columnas, planteó con explícita amargura una situación no muy diferente. Si comparamos a su Acracio Pérez, el eremita que consiguió del diablo la retirada de circulación de los siete pecados, con Peralta, veremos que, a pesar de las apariencias, hay menos decepción en aquél, profeta de una humanidad mejor, que en éste, para quien no existe otra salida que el abandono de sus empeños de ayuda y solidaridad, y la huida. Los presuntos elementos brechtianos en En la diestra de Dios Padre, por aludir, finalmente, a un aspecto técnico de interés, señalados por algunos críticos, no necesitan, a nuestro entender, ser distinguidos como tales, en cuanto la obra se inscribe en una tradición popularista a la que, eso sí, se acercó el propio Brecht.




Incitaciones de la temática histórica

Es curioso comprobar la pervivencia de lo histórico en el teatro hispanoamericano contemporáneo. Ello sorprende en principio, toda vez que durante el siglo XIX, como se ha dicho, los asuntos de esta naturaleza fueron utilizados y, aún más, explotados, como inagotable filón. Pero acaso sea esa misma la razón de esta nueva atención a tales temas. Frente al manejo convencional y efectista del pasado, nuestra centuria ha traído a Hispanoamérica el hondo deseo de autoidentificarse con el mayor rigor y, en consecuencia, de definir los ejes auténticos de su historia. Lo más lúcido del ensayismo hispanoamericano, desde Rodó a J. H. Murena y Octavio Paz, converge en este sentido. En el teatro, las chilenas Gloria Moreno y María Asunción Requena, revisan en La última victoria o cuando suenan las campanas y Bernardo O'Higgins, respectivamente, la figura del gran caudillo de la independencia de su país; los bolivianos Raúl Salmón y Guillermo Francovich son, asimismo, destacados representantes de esta tendencia. Raúl Salmón encabezó, en 1944, el grupo encuadrado en Teatro Social. Buena parte de sus obras inciden en un neocostumbrismo agresivo y excitador de inquietudes, pero en Viva Belzu, Juana Sánchez y Tres generales, intenta reconstruir episodios del azaroso siglo XIX en su país, con un tratamiento realista de la materia en las dos primeras obras, y unas discretas audacias en la tercera, en la que enfrenta en ultratumba a tres personajes históricos, Santa Cruz, Belzu y Melgarejo, con dos estudiantes del momento muertos en algarada revolucionaria. Francovich es autor de una serie de obras de trasfondo legendario o histórico sin ser leyendas o historias propiamente dichas, como El monje de Potosí (1954), Como los gansos (1957) y El reencuentro (1971).

El mejicano Rodolfo Usigli (1905), con El gesticulador y Corona de sombra, ambas estrenadas en 1947, se acerca a lo histórico bajo unos supuestos de mucho mayor interés. El gesticulador vale tanto como análisis implacable de las frustraciones de la revolución mejicana, como estudio ontológico de un individuo que encuentra la autenticidad en la mentira, que incorpora a su ser la máscara que las circunstancias le han hecho ponerse y, transfigurado en un personaje nuevo, acepta incluso la muerte por fidelidad a él. El profesor César Rubio, hombre fracasado y humillado, sabe que vale más que su propia vida, y en el oscuro retiro en el que se ha refugiado halla inesperadamente la oportunidad de demostrarlo a los demás, pero sobre todo a sí mismo cuando un profesor norteamericano le contagia su convicción de que es en realidad un general de la Revolución a quien se daba por muerto. Rubio asume el papel de aquel político sincero y justo, y una vez que la lucha, entre apariencia y realidad, deja de tener sentido para él, marcha hacia adelante para hacer lo que el general hubiera, sin duda, hecho: dar dinamismo y limpieza a la Revolución sofocada por los egoísmos crecientes. Octavio Paz ha señalado bien cómo el profesor Rubio es un gesticulador que se funde con sus gestos y los hace auténticos. «Su mentira es tan verdadero -añade- que Navarro, el corrompido, no tiene más remedio que volver a matar en él a su antiguo jefe, el general Rubio. Mata en él la verdad de la Revolución»6. Cuando el hijo del profesor, incapaz de resistir la situación, abandona la casa clamando por la verdad, introduce una quiebra, y es justo y hábil que así sea, en la solución triunfalista de la trama, pero la aceptación que su «gesto» encuentra en su hija deja en equilibrio la balanza de la respuesta de la sociedad a la cuestión planteada. En definitiva, Usigli ha fundido certeramente un asunto ético y un problema local, y al particularizar el primero ha universalizado el segundo.

Corona de sombra es una inteligente revisión de la figura del emperador Maximiliano. «He escrito esta pieza movido por la colérica conciencia de que la sangre de Maximiliano y la locura de Carlota merecen algo más de México que el soneto de Rafael López, que las cuadrillas y las oraciones en malos versos y que los intentos formalmente históricos. Si la historia fuera exacta y fiel como la poesía, me avergonzaría haberla eludido. Pero un viejo proverbio descarga mi conciencia: «"Así se escribe la historia". En México cada quien la escribe como puede, y para el que puede, y la filosofía de la historia me parece mejor que ella misma»7. Tras esta cita resulta innecesario insistir en los móviles del autor y absolutamente desfasados los reparos y observaciones que hizo a la obra, entre otros, con ojos de historiador riguroso, Marte R. Gómez.

Franz Werfel había tratado anteriormente el tema en su drama Juárez und Maximilian, representada con gran éxito en Méjico, en 1923, de la que Usigli dedujo algunas consecuencias a la hora de escribir su versión. A su juicio, Werfel se había mantenido sumiso en gran parte a la historia externa, apelando ocasionalmente a la imaginación. Usigli decidió no hacer un drama propiamente histórico bajo la premisa de que sólo la imaginación permite tratar teatralmente un tema histórico. De ese modo ahondó en la originalidad de un hombre que supo morir por un país que no era el suyo, y una mujer, la Emperatriz Carlota, que le sobrevivió sesenta años entre la angustiosa lucidez y la demencia, tratando siempre de encontrar explicación a la tragedia.

La obra de Usigli busca así concentrarse en la médula del problema: la ambición de Carlota canalizada por los intereses de Napoleón II, el juego de fuerzas irreversibles en que cae arrastrada la personalidad de Maximiliano. Los hechos, contados por la enajenada Carlota, en un continuo ritornello al pasado, desde su palacio de Bruselas, acuden dispersos en escenificaciones perfectamente conseguidas, componiendo síntesis de la realidad última, aunque no pretendan ajustarse a la realidad histórica en un sentido convencional. El juego de los espacios escénicos -Bruselas, Méjico, París, El Vaticano, México, Bruselas, Méjico, Bruselas- está hecho con una técnica cinematográfica de fundidos. Carlota, siempre en primer plano, no es sino el eje en que confluyen todas las referencias. Como en el caso de la anterior pieza, sentimos que a Usigli le ha interesado acaso más la peripecia interior de un hombre -el Emperador-, protagonista aparentemente diluido pero indiscutible, que la iluminación de un período histórico mejicano. Y, sin embargo, también aquí la conjunción es perfecta.

La problemática de las guerras civiles de Venezuela en el último tercio del siglo XIX, ha sido recogida por el venezolano César Rengifo (1915), en piezas como Lo que dejó la tempestad (1961). La anécdota de la obra está deliberadamente diluida en un clima épico-lírico. Brusca, un tipo formidable de guerrilla, sostiene, por una parte, la tensión de una acción bélica entrevista en fugaces luminarias de «ese gran fuego que se ha encendido», como en las novelas valleinclanescas de la guerra carlista, y por otra, es soporte de la imagen de un mítico revolucionario ya desaparecido, Ezequiel Zamora, cuya muerte no quiere aceptar: El realismo esencial de la obra está enriquecido por la deliberada incerteza que preside la temporalidad de las distintas escenas, engarzadas mediante el uso del oscuro en un fragmentarismo que también se nos antoja valleinclanesco, y por la introducción de canciones y secuencias de prosa poética, algunas veces de sabor lorquiano (pensamos, sobre todo en Mariana Pineda). Con todo ello, Rengifo da vida a una acción en la que nada falta, porque recoge el espíritu de los hechos -la inextinguible lucha de un pueblo por su libertad- y no los hechos mismos.

Otro buen ejemplo del teatro histórico es el que nos ofrece el mejicano Carlos Fuentes (1928), miembro conspicuo del «boom» novelístico, en una de sus incursiones por el arte dramático de sorprendente título: Todos los gatos son pardos (1971). En ella ha reconstruido el episodio de la conquista por Cortés del imperio de Moctezuma. Todo el sentido de la obra puede resumirse en estas palabras del propio Fuentes: «Si Moctezuma es la tragedia avasallada por la historia de los vencedores, y Cortés es la historia contaminada por la tragedia de los vencidos, la Malinche, Marina, Malintzin, reúne por un instante ambas esferas, nos recuerda que no hay historia comprensible si no toma en cuenta las excepciones personales de la tragedia, ni tragedia personalizable si no toma en cuenta las exigencias de la historia»8. A Fuentes le fascina el misterioso designio que convirtió a Cortés en un regresado Quetzalcóatl. La obra está dicha con realismo y respeto al enigma. A veces se acerca al lenguaje de los cronistas de Indias. Esta atmósfera se rompe violentamente en un final desgarrado en que hay anuncios luminosos, los conquistadores se han convertido en modernos hombres de negocios, Cortés es un general del ejército norteamericano, Moctezuma lleva banda presidencial y Cuauhtémoc es un joven a la moda. Pero también surge un joven azteca, sacrificado en Cholula, para ser ahora, como estudiante universitario, muerto por los soldados. Y mientras Marina acaricia su cabeza, aparece, radiante, Quetzalcóatl para que entendamos que el arcano y la esperanza de Méjico siguen abiertos.




La presencia de Brecht

Hablar del influjo del creador de la Verfremdungsefekt y del teatro épico en Hispanoamérica, es referirse a un hecho de enormes proporciones. Brecht fue introducido tardíamente en Hispanoamérica y se diría que hubo un deseo de reparar los largos años de desconocimiento estirando en exceso la devolución por sus fórmulas, lo cual, por otra parte, no debe extrañarnos si consideramos lo sucedido en España.

Los momentos más logrados del teatro brechtiano en el Nuevo Mundo pueden muy bien estar representados por algunas obras de dos argentinos: Agustín Cuzzani (1924) y Osvaldo Dragún (1929).

Del primero recordaremos una obra bien conocida en España: El centroforward murió al amanecer (1955). Se trata de una de las piezas bautizadas como «farsátiras» por su autor, denominación que a nuestro entender no recoge en este caso el verdadero contenido de la pieza, realmente doloroso a pesar de los atisbos finales de una definida esperanza. También aquí la alusión al amanecer -«la aurora viene»- nos resulta tan convencional como el «¡Ya viene el alba!», del viejo Sebastiano, en Por los caminos van los campesinos. Los signos de ese mundo nuevo no han de ser dichos, sino deducidos en ambas piezas, y en el caso de Cuzzani, es evidente que los datos que operan fuera del texto podían haber sido perfectamente aprovechados a este fin. Por lo demás, la trama es todo un hallazgo: un famoso futbolista es vendido por su club a un monstruoso coleccionista de seres humanos excepcionales. El joven, que parece haber aceptado su destino, se rebela, sin embargo, contra su opresor cuando éste quiere comerciar también con el amor que le ha unido a la bailarina que es un objeto más del increíble museo, y le asesina, por lo que es ajusticiado. Cuzzani maneja bien las técnicas del distanciamiento, como lo demuestra en la escena en que los carpinteros que vienen a levantar la horca entonan una grotesca canción. Acaso le traicione el deseo de ser muy preciso.

Si Cuzzani se formó en el grupo La máscara, Osvaldo Dragún (1929) procede del teatro popular Fray Mocho, en cuyas tareas participó con singular entusiasmo: «Junto a los actores de Fray Mocho -afirmó- aprendí que bastaban un actor y una malla negra y una idea necesaria para que se produjese el teatro».

Dragún recibió su espaldarazo cuando se le otorgó, en 1962, el premio de Teatro de la Casa de las Américas en La Habana, por Milagro en el Mercado Viejo (volvería a obtenerlo en 1966 por Heroica de Buenos Aires). También en 1962, el Teatro de Cali (Colombia), presentó en el Teatro de las Naciones de París sus Historias para ser contadas, que a partir de entonces serían parte fundamental del repertorio de muchos teatros independientes hispanoamericanos y españoles.

La adhesión de Brecht no ha impedido a Dragún percibir la necesidad de seguirle más en «su lucidez» que en la imitación de su «estructura teatral». Lo ha conseguido en gran parte al incorporar a su obra elementos muy claros de viejo sainete porteño que, revitalizado por Dragún, deja de ser lo que fue en otro tiempo, «el verdadero teatro de la incomunicación en una época en que cien colectividades de inmigrantes no podían comunicarse ni siquiera por el idioma»9.

En Milagro en el mercado viejo, Dragún lucha discretamente por romper, según la consigna brechtiana, la ilusión teatral. Ahí están para mostrarlo, por ejemplo, las interpelaciones de la vieja Úrsula al público, la reiterada introducción de canciones objetivadoras, los datos que subrayan la «representación». No obstante, diríase que no quiere rechazar del todo los factores que sostienen en buena parte dicha ilusión: decimos esto pensando en la ternura que invade muchas escenas y en ese final con luces mágicas y flor «que se abre y se extiende como un grande y extraño techo que cubre a todos». Decididamente, esos personajes -la florista Úrsula, el vigilante nocturno, el actor fracasado, el juez sancionado, el indio coya, el vendedor de biblias, la prostituta arrepentida y la pareja de amantes, no se conforman con ser datos críticos; están decididamente instalados en la línea dolorosa y grotesca que arranca del teatro del gran manipulador del sainete argentino que fue Armando Discépolo. No renuncian a su pasado quimérico, que constituye lo más auténtico de su vida. En la noche, dentro del colosal armazón del mercado viejo, se divierten o se increpan, siempre patéticos, se niegan a renunciar a sus utopías y condenan y ejecutan simbólicamente al hombre desalmado que promueve la demolición de su zona sagrada, el mercado. Es una historia menos absurda que conmovedora, de amor, fantasía, miedo y esperanza.

Heroica de Buenos Aires muestra, sin duda, una mayor fidelidad a la impronta del gran dramaturgo alemán. Su protagonista es una «Mutter Courage», centro de un picaresco mundo épico. Esta mujer fuerte, María, traslada infatigablemente su barraca de un lado a otro, mientras «ihre Kinder», sus hijos, se le desperdigan. Dragún soslaya aquí las situaciones de emotividad con mayor cuidado que en Milagro en el mercado viejo. Dragún nos deja solos con gentes arrastradas por fuerzas cuya significación ignoran, pero la energía y el pragmatismo de María, el escape lírico representado por la tía Josefina, huésped de los hospitales en otoño e invierno, y ave libre y feliz en el buen tiempo, el triunfo del amor tosco y noble, la contundente condenación de la guerra, son propuestas de sano y triunfante vitalismo.

Otro ejemplo del impacto brechtiano puede muy bien estar patentizado en Los invasores, del chileno Egon Wolff (1926). Los invasores, escenificada, como otras obras de Wolff, por el Instituto de Teatro de la Universidad de Chile, en 1963, se separa, sin embargo, de la tutela de Brecht, y en ello coincide con las obras de los argentinos a que acabamos de referimos, en cuanto, entre otras cosas, no es obra de final velado, sino explícito.

Los invasores es un cumplido símbolo de la rebelión de las masas, no las formadas por los grises y mínimos burgueses considerados por Ortega, sino llanamente las masas proletarias que pretenden establecer sus reales en lo más sagrado del sistema capitalista. Wolff deshizo cualquier ambigüedad, difícil, por otra parte, sobre la significación de su obra, cuando declaró en su estreno: «Pienso que en este momento histórico de definiciones, la burguesía -me refiero a la burguesía violenta- se bate en retirada. Hemos oído sus argumentos hasta la saciedad... Son conclusiones cansadas que, ante la alternativa de un cambio, sólo saben ver la faz de la medusa en el rostro del hambriento. Para nosotros, en cambio, algo es evidente, duro como el hueso: la Miseria. Dos tercios del hombre de hoy viven sumergidos, y esos dos tercios no pueden esperar más»10.

Los invasores se mueve entre el realismo y la alucinación. Un matrimonio de la clase alta, Meyer y Pietá, considera su privilegiada situación y trata de disipar cualquier temor sobre los signos que amenazan el orden establecido. Durante la noche, unos harapientos, presididos por el desvergonzado China, invaden su espléndida mansión. Meyer intenta pactar, ceder algo para conservar lo esencial, pero la marea de los oprimidos lo invade todo; el pasado se levanta, acusador. Pietá se conforma con pensar que pueda haber un sitio para ella y su familia en la nueva sociedad que se presenta irremediablemente. La hija trata de comprender. El hijo intenta acomodar a la nueva situación sus ideas progresistas. Cuando todo alcanza el paroxismo, se llega a lo que parece un «consolador» final. Nada de lo ocurrido es cierto. Meyer ha tenido una pesadilla. La familia se apiña jubilosa. Y, sin embargo, antes de que caiga el telón sabremos -también los personajes- que ciertos hechos desazonantes conocidos en el sueño son reales, y en los últimos instantes de la representación ocurre exactamente lo mismo que sucedió antes de la entrada de China: un vidrio de una ventana que da al jardín cae roto y una mano penetra, abriendo el picaporte. Lo que sucederá luego queda así abiertamente sugerido, explícito, de hecho, como afirmábamos antes.

A partir de un cierto momento, el expresionismo se hace delirante, la dialéctica razonante de Meyer deja paso a un angustioso monólogo de hombre acorralado, la agresividad se viste a veces de ternura o desvalimiento -los niños, las obreras feas, el coro brechtiano que recita genealogías bíblicas-. En este contexto, China cuida todo el tiempo de que la objetividad y el distanciamiento sean los adecuados para un entendimiento lógico del problema.

Juan Guerrero Zamora ha apuntado el posible influjo de Dino Buzzati y su obra La rebelión contra los pobres en Los invasores. Más sugerente nos parece la coincidencia entre la pieza de Wolff y la del dramaturgo suizo Marx Frisch Biedermann y los incendiarios (Biedermann und die Brandstifter). Gottlieb Biedermann, que ha triunfado gracias a su falta de escrúpulos, permite que unos incendiarios entren en su casa, y después trata de engañarse confiando en que en realidad no le sean o, en el peor de los casos, en poder llegar a un acuerdo amistoso con ellos. A pesar de sus concesiones y halagos, los intrusos terminan, quemando su casa. Tanto Meyer como Biedermann han levantado su empresa comercial aplastando al hombre que en justicia debía ser su socio, los dos utilizan parecidos razonamientos capitalistas para justificar su prosperidad, no faltan las afinidades entre sus respectivas esposas. El papel de intelectual socialista que juega en la obra de Wolff el hijo de Meyer, corresponde, en la de Frisch, a uno de los incendiarios, doctor en Filosofía, que parece repudiar en el último momento la acción de sus compañeros y que se muestra, como Bobby, inconsistente y aun ridículo. Muchos otros puntos de enlace pueden ser establecidos; incluso el fuego como símbolo efectivo de la revolución, juega en ambas piezas un papel determinante: en la de Frisch, la casa de Biedermann es destruida por él; en Los invasores, el portero de la universidad ha hecho una pira con los abrigos de los muchachos para calentarse las manos, ante la impasibilidad de las autoridades académicas. No olvidemos la funcionalidad análoga del coro de bomberos en Frisch y el coro bíblico en Wolff.




La dimensión existencial

No podía faltar en el teatro hispanoamericano la problemática del ser como esclavo de la temporalidad de la existencia y vinculado a un tiempo concebido como destrucción irreparable.

El arranque de esta tendencia puede muy bien estar representado en la obra del argentino Roberto Arlt (1902-1942), expresionista, pirandelliano, sartriano antes de Sartre.

Arlt nutrió su inspiración como autor dramático en la calle -y lo mismo podría decirse respecto a su genial obra narrativa-, pero le fue dada como a pocos la alquimia para refundir esa realidad en dura fantasía. Los personajes de sus obras son seres inútilmente aferrados a un afán de felicidad. 300 millones (1932), está basada en el suicidio de una sirvienta que veló su propia desolación durante toda una noche antes de arrojarse a un tranvía. En la pieza, el personaje engendra unos personajes, que son los de sus sueños. En Saverio el cruel (1936), todo gira entre la locura y la cordura. Un individuo asume con alucinante propiedad el papel de déspota que se le ha asignado en un juego. Un negro insta, en La isla desierta, a unos opacos empleados a que den forma a la isla ilusoria que representa para ellos el escape de la chatura de sus vidas; para impedirlo, su jefe hace poner cristales oscuros en las ventanas a través de la cuales veían los barcos, signos fundamentales para sus ansias de evasión. Arlt abre, con sus modos expresionistas, con su escondida exasperación, uno de los principales caminos de la vanguardia en el teatro hispanoamericano.

Xavier Villaurrutia (1903-1950), mejicano, del grupo de «Contemporáneos», abordó los problemas de la angustia y la perplejidad existenciales con un mayor conceptualismo. En sus piezas cortas encontramos indagaciones -no proposiciones- sobre el existir y el ser, sobre la temporalidad, en la línea de Heidegger. En Parece mentira, el hombre que ha recibido un anónimo sobre la infidelidad de su esposa, es incapaz de reconocer a ésta entre las tres mujeres que llegan al estudio del abogado, en cuya sala de espera él se encuentra. ¿En qué piensas?, nos presenta a una mujer que siente que tres hombres coexisten afectivamente en su corazón, el que la amó, el que la ama y el que la amará. Villaurrutia es el firme maestro del diálogo intelectualizado, sin estridencias, antirrealista, en cuanto no busca adecuación con los supuestos patrones de la «naturalidad». De sus obras largas nos interesa especialmente Invitación a la muerte (1940), cuyo hamletiano protagonista se debate entre la soledad y la obsesión por la muerte. La vida para él es un naufragio inmenso, pero es incapaz del suicidio o de cualquier huida de su medio habitual. Su incapacidad para aceptar al padre que ha regresado tras largos años de abandono, no obedece a razones sentimentales, sino a su imposibilidad de tomar partido. La pieza es discursiva como pocas, a la par que antirretórica. Villaurrutia no hace, simplemente, concesiones. Rompe los moldes lingüísticos tradicionales en el teatro por las mismas motivaciones y con la misma seguridad que los vanguardistas más estridentes. Simplemente sus personajes dicen lo que deben con la mayor precisión posible. En cuanto a su filosofía, acaso sus últimas sugerencias sean que el hombre sólo existe desde el momento en que es capaz de inquietarse. El hombre sin preocupaciones, sin interrogaciones, sería, como se dice en Invitación a la muerte, «un fardo humano, un cuerpo vacío». En segundo lugar: «Lo maravilloso es que lo maravilloso no existe. Aquello que juzgamos maravilloso no es sino una forma aguda, evidente, deslumbradora, de lo real» (Parece mentira).

Una faceta nueva de estos grandes planteamientos la encontramos en Los soles truncos (1958), del puertorriqueño René Marqués (1919), basada en su cuento Purificación en la calle del Cristo, tragedia de tres hermanas solteronas recluidas durante casi cincuenta años en la vetusta casa familiar del viejo San Juan. La técnica del «flashback» nos permite reencontrar a Hortensia, muerta cuando la acción comienza, quien despechada por una frustración amorosa indujo a las otras dos a rechazar con ella el mundo. La vida de las tres ha sido una trama de celos, aborrecimientos y venganzas entre ellas mismas y con relación a la sociedad exterior, la misma que tras dejarlas en el mayor desvalimiento afectivo y material, proyecta ahora arrebatarles su refugio, la casona que ha de ser demolida y será suplantada por un moderno hotel. Antes de que esto ocurra, las dos supervivientes visten a la muerta con su ajado traje de novia, se atavían ellas mismas con los últimos restos de antiguas galas familiares y prenden fuego a la casa, inmolándose con ella en un ritual que tiene mucho de purificación y de triunfo. Ya el tiempo, su horrible enemigo, ha sido definitivamente aniquilado; la purificación concierne a sus propias sordideces, entre ellas a su erotismo sofocado, reliquia de su definitiva soledad.

En Funeral home (1956), del salvadoreño Walter Beneke (1928), se percibe, como en todo el teatro de este autor, según ha señalado Carlos Solórzano, «una marcada influencia de las orientaciones filosóficas de la posguerra y, en especial, del existencialismo francés, pero en tono menor que no exagera los rasgos de la desesperación»11. Una mujer vela en la noche de Navidad a su marido muerto, en una «Funeral home» norteamericana. Vela también su ilusión errada. «No hay otro amor que el que florece en el cuerpo», afirma para justificar que en todo caso obtuvo de la vida lo poco que ella puede ofrecer... El encuentro con un hombre cultivado que se ha refugiado solitario en el local de la funeraria, puede brindarle nuevas salidas y esperanzas. Más tarde sabrá que él mató, enloquecido, a su pervertida esposa. Lo ha rechazado y quiere aceptarlo, venciendo sus escrúpulos, pero ya es tarde: el desconocido se ha suicidado en el aislamiento de la habitación de un hotel.

Frente a Nancy, la esposa del empleado de la funeraria que representa esa parte de la gente que jamás tiene grandes penas, ni angustia o desesperación, «un poco de aburrimiento todo lo más, y eso se mata con la televisión o las visitas», María representa al ser humano que desea no temer a la verdad, «recorrer este pequeño plazo que va del uso de la razón hasta la muerte», sin renunciar a conquistar el privilegio de ser uno mismo. Pero todo es inútil. Y, sin embargo, el desconocido le ofreció en un momento un futuro que incluía la presencia del propio Dios, el Dios que ella no ha sido nunca capaz de aceptar. Definitivamente, María, pasada la noche, enterrará a su marido y su propia voluntad de seguir adelante.

Las dos últimas obras consideradas son dramas analíticos, en los que lo que sucede en la escena es sólo el final de una extensa historia. En ambos, además, el espacio escénico tiene una función significativa muy importante. El lugar (1970), del argentino Carlos Gorostiza (1920), que pasamos ahora a examinar, representa un marcado avance hacia la abstracción, toda vez que sus determinaciones temporales y espaciales son mínimas (el voseo utilizado no es, en principio, relevante en este sentido). Ahora bien, el espacio escénico indeterminado y vacío -«techo y tres paredes blancas», «ningún mueble ni objeto»- cobra en sí mismo un fuerte protagonismo.

La obra es, en cualquier aspecto, un «drama de espacio», un avance hacia el «teatro pobre» definido por Grotowski. Los elementos paraverbales nos parecen más importantes que el texto.

Carlos Gorostiza había realizado anteriormente una serie de piezas que arrancan de un sainetismo trascendido -bien visible en El puente (1949)- y evolucionan por el camino de un acentuado simbolismo -El reloj de Baltasar, El pan de la locura, Para que se cumplan las escrituras, etc.-. Aquí el simbolismo opera apoyado casi exclusivamente en el vacío decorativo y en los signos kinésicos, sobre todo en el movimiento de los personajes. Estos van entrando progresivamente en la extraña habitación desnuda que una no menos extraña entidad, «el Instituto», les ha asignado individualmente. Primero es Mario, que aparece con sus maletas, su caña de pescar y un cajoncito; en seguida llega Ángela con su equipaje. Tal vez ha habido un error burocrático. Por otro lado, la situación no es ingrata. Pero cuando entra Ortiz con sus correspondientes maletas y la misma seguridad de que la habitación le corresponde, hay un comienzo de tensión que crecerá según vayan entrando otras gentes en análogas condiciones el abuelo, Willi y Susana... Cuando llega el Muchacho apenas causa sorpresa; todos parecen haberse habituado resignadamente al hacinamiento. Sin embargo, posteriores llamadas a la puerta crean en todos una angustia indecible. Parece que ahora hay toda una multitud que quiere entrar, y lo terrible es que acaso no tengan otro lugar donde ir. A partir de aquí la idea de desembarazarse unos de otros es la dominante. El abuelo, muerto, es arrojado por la ventana. La irritación crece y ya no es posible salir por la puerta. Ortiz, eliminado por Mario, es arrojado también por la ventana; después, el Muchacho, enloquecido, sigue voluntariamente el mismo camino. Ángela es asfixiada, casualmente, por Mario y, naturalmente, lanzada afuera. Finalmente, Willi y Susana se encierran en el cuarto de baño y Mario queda solo, inerme, desesperado, intentando comunicarse con la pareja y con las gentes que antes se encontraban en el pasillo. Nadie responde.

Incomunicación, violencia, soledad. El lugar es, evidentemente, una «imago mundi» desoladora. Los equipajes que van acumulándose en pila mientras los individuos desaparecen, son una cruel parábola de la cosificación progresiva del ámbito del hombre, forman parte esencial del «pathos» agresivo de la obra, que deja entrever, sin embargo, y a pesar de todo, una esencial inocencia humana.




Teatro del absurdo

Desde el estreno de Ubu Roi, de Alfred Jarry, en 1898, el teatro del absurdo ha recorrido un largo y complicado camino. El espíritu rebelesiano y aparentemente infantilista de Jarry, profundamente nihilista en el fondo, en su enlace con la filosofía sartriana, cuajó en fórmulas de modernidad que hoy siguen vigentes. El teatro del absurdo oscila entre la rebeldía y la insensatez como proposición de una lógica incapaz de llegar a ningún otro resultado.

En Hispanoamérica, el absurdo tiene una primera manifestación en los «grotescos» del aludido Armando Discépolo (1887), ya presentados en los años 10. Estas piezas, sin embargo, aunque tienen vinculación con corrientes teatrales europeas (desde el «género chico» a Pirandello), se fundamentan en la cínica caricaturización de ciertos elementos del melodrama asainetado porteño. Quienes enlazan con las corrientes vanguardistas del Viejo Mundo son, evidentemente, los ya mencionados Leónidas Barletta y Roberto Arlt, pero, abreviando detalles, es indudable que el teatro del absurdo hispanoamericano está directamente relacionado con el enorme influjo de Becket e Ionesco.

El cubano Virgilio Piñera (1914) es, probablemente, el introductor de esa línea teatral en Hispanoamérica. La cultivó en Falsa alarma (1949), antes de que, como recuerda Suárez Radillo, la expresión «teatro del absurdo» cobrara una dimensión mundial. No olvidemos que La cantatrice chauve, de Ionesco, se estrenó en 1950, y En attendant Godot, de Beckett en 1953. En Falsa alarma, un juez, un asesino y la esposa del asesino se debaten en una dialéctica de «ruptura de sistema», que desconcierta al hombre que espera y al final reclama airadamente ser juzgado y condenado, hasta que él mismo decide incorporarse a ese otro plano de realidad en el que nada tiene sentido. Si el planteamiento de la trama se nos aparece hoy como un tanto envejecido, lo cierto es que la fecha de presentación de la obra nos la convierte en una pieza de rango clásico dentro de su género. Piñera ha ido reajustando sus procedimientos y hoy su mantenido talante vanguardista es una prueba más de que la Cuba de Castro, a diferencia de lo ocurrido en otros ámbitos socialistas, no ha impuesto el realismo como estética oficial.

Carlos Maggi (1922), uruguayo, es otra figura insoslayable en este terreno. Maggi, el más destacado dramaturgo de su país, después de Florencio Sánchez, ha colaborado tanto con los grupos independientes como con la Comedia Nacional uruguaya. Su teatro es, ante todo, resultado de sus meditaciones sobre la realidad de su país, al que definió con amor amargo como «una nadita que no sabe lo que quiere ni quién es, un puñado de seres sin nacionalizar»12. Pero nadie más lejano de cualquier fórmula neocostumbrista. Su desorientación como individuo radicado en un punto de su mundo desorientado se manifiesta por esos cauces universalistas que están tan a mano de los intelectuales del Río de la Plata.

La trastienda (1958), es un drama trágico-grotesco en el que se pone de manifiesto el fenómeno de la despiadada asociación hombre-cosa. Al comienzo de la obra, unos seres desorbitados buscan la fortuna de un pariente fallecido, escondida en algún lugar secreto. El más agresivo de los personajes se verá, al final, viejo e impedido, rodeado por otros seres equivalentes que le vejan y le relegan, con la misma ferocidad y por análogos motivos, a la trastienda, como un objeto más. En La biblioteca (1959), son perceptibles ecos kafkianos, así como en la obra anterior prevalecían los de Ionesco. La biblioteca que se va deshaciendo en torno al que un día fue ilusionado director y acaba convirtiéndose en un individuo gris y aplastado, es casi un desafío a uno de los más queridos símbolos privados de Borges. No es difícil tampoco establecer una relación entre ella y El astillero, de Juan Carlos Onetti -a cuya revelación ante el gran público contribuyó, según informa Emir Rodríguez Monegal-, si bien el humor especial, a veces sarcástico, de Maggi lo individualiza siempre.

El apuntador (¿1960?), pieza corta, es una de las mejores muestras del hábil manejo de la técnica del absurdo por Maggi. Está hecha con elementos esenciales y mínimos. La congoja final de los actores, que al enfrentarse con la obra y el público se encuentran sin apuntador, y sin recordar el papel, viene precedida por una serie de imágenes donde la ansiedad, la burla y la emoción se mezclan sin sentido. La soledad de Esteban y Elena en el escenario, envejecidos en unas horas, la desnudez del mismo, los implacables focos (teatro en el teatro), son elementos de hondo valor semiológico, como lo es su propia caracterización realista frente al artificio de la de los demás personajes. Quizá el autor hubiera podido ahorrarse un par de parlamentos aclaratorios, porque todo está suficientemente propuesto. La acotación que señala la discreta dosis de piedad que inspira la pareja que reclama al apuntador -un nuevo Godot- es elocuente signo de una apagada amargura muy rioplatense: «dan un poco de lástima».

El chileno Jorge Díaz (1930), de origen español, es todo un clásico del teatro hispanoamericano del absurdo. Vinculado al grupo Ictus. El cepillo de dientes, primera de sus obras largas estrenadas (1961), marca ya de un modo abierto cuál va a ser su actitud permanente: crítica social antinaturalista, ruptura absoluta con la disciplina de la lengua, humor. «A la gente -ha afirmado- se le puede abofetear si se usa el vehículo del humor, se le pueden decir las cosas más tremendas»13.

El cepillo de dientes, en cuyos fundamentos Díaz reconoce la huella de Ionesco, está construida partiendo de una situación básica simple y humorística: la relación de un matrimonio frente, entre otras cosas, al vínculo común de un cepillo de dientes, llevada hasta extremos imprevisibles y sin sujeción a ningún esquema teatral preconcebido. La técnica de la asociación libre de imágenes va desarrollando por sí misma la obra, en la que todo es posible: el marido asesina a la mujer, pero en el acto II ésta aparece convertida en otra. Se aclarará que no ha habido tal asesinato; la farsa forma parte de un juego que repiten a diario. Por la misma razón, él es muerto por ella para «resucitar» inmediatamente. Hay discusiones, un interrogatorio convencional policíaco, se exalta la «paz-ciencia». ¿Qué queda después de este tinglado dadaísta? Ni más ni menos que el tinglado en sí mismo, un cuestionamiento total que alcanza a la propia obra. No en vano el decorado es retirado antes de que caiga el telón. Si acaso, como pequeña almendra de moraleja, puede pensarse en lo que ese modesto artefacto, el cepillo de dientes, que el marido reclama como algo que no puede ser compartido, significa: la intimidad y el derecho a ella.

En Requiem por un girasol (1961), las funciones de la distorsión son aún, si cabe, más penetrantes. El sarcasmo ingenuista y ciertos toques escatológicos acercan ahora a Díaz más a Arrabal que a Ionesco. Sin embargo, en El velero en la botella (1962), Díaz atenúa su estridentismo y sus maneras deshumanizantes, mostrando, como en alguna ocasión ha manifestado claramente, tener fe en una reordenación del mundo. La acción gira aquí en torno a un muchacho, David, condenado a aislamiento y mudez por las tías, tejedoras de una espesa tela de araña en torno a él, y por el padre. Su rebelión surge cuando toma conciencia de quién es y quién puede ser verdaderamente, merced al amor de Rocío, la pobre sirvienta de la casa, rechazando una boda impuesta con otra joven, escapándose de la botella... Claro está que el mencionado esquema subyace, aunque no todo el tiempo, bajo unas dosis de caricatura que imposibilitan el melodrama y sólo amortiguan el drama. Díaz volvió al absurdo pleno en El lugar donde mueren los mamíferos (1963), si bien la proposición crítica es clara en esta obra: allí donde la miseria y la caridad mantienen estrechas relaciones institucionalizadas, se encuentra el lugar apuntado en el título. No hay que decir que los mamíferos en cuestión son los que caminan con dos pies. Anecdóticamente, cabe recordar las protestas formuladas por «Caritas» chilena al estrenarse esta obra, prueba de que realizó cumplidamente sus designios de «provocación». Variaciones para muertos de percusión (1964), El nudo ciego (1965), La víspera del degüello, Liturgia para cornudos, La pancarta, Mata a tu prójimo como a ti mismo (premio «Tirso de Molina», 1975, del Instituto de Cultura Hispánica), son, entre otros más, títulos importantes del infatigable hombre de teatro que es Jorge Díaz, autor también de teatro para niños. Su problema, y su mejor acicate, es ver cómo el público burgués es capaz de asimilar cualquier forma de agresividad puesta en un escenario y convertir al autor en un cómplice, en una «voz autorizada».

Teatro del absurdo y teatro de la crueldad son concepciones que se interrelacionan en la mayor parte de los casos. Basta una exacerbación de los elementos de agresividad que laten siempre en el primero, para que se produzca ese planteamiento expuesto por Antonin Artaud, según el cual la obra escénica debe mostrar mediante «un drama de crueldad la verdadera realidad del alma humana y las condiciones inexorables, despiadadas en que vive»14.

Como en otros casos, Roberto Arlt, en algunos momentos de su producción, abre la marcha de tal tendencia en Hispanoamérica. Otro gran dramaturgo argentino, a quien sería justo dedicar un amplio espacio, Samuel Eichelbaum (1894-1967), ofreció en Dos brasas (1955) un ejemplo de teatro de la crueldad con la particularidad de su adscripción a una trama de corte en principio realista. Un matrimonio norteamericano vive en esta obra la tragedia de una avaricia experimentada como un ideal al que la pareja se aferra hasta destruirse. Robert Morrison, asfixiado en la sordidez material en que le envuelve su mujer, desea divorciarse, y cuando desiste, confiado en las promesas de ella, empieza a sentirse poseído a su vez por una codicia insaciable y mezquina. Hace de la avaricia una mística que le moverá a asesinar a su esposa en el momento en que reflexiona acerca de la posibilidad de que ésta pueda arrebatarle su dinero; después queda en paz.

La capacidad analítica de Eichelbaum le separa en Dos brasas -dos brasas que se confunden en su incomunicación- de la tendencia hacia el hermetismo, típica del teatro del absurdo, pero otros elementos -hipérbole, expresionismo, clima alucinante- le son comunes.

Al ecuatoriano Francisco Tobar (1928), gran impulsor del grupo Teatro independiente, uno de los que mayor continuidad han tenido en su país a partir de los años 50, se debe un buen número de obras escritas en fecunda y desasosegada tensión, que enlazan en bastantes casos con la problemática de la crueldad. De Atados de pies y manos (1975), él mismo escribió: «Salí de la camisa de fuerza; gesticulé y di alaridos conmovedores... La pieza tiene una atmósfera infernal: el hombre se ha rebelado contra Dios y es incapaz de conocer su debilidad»15. En Parábola, de atmósfera kafkiana, un inspector y un escribiente investigan la desaparición de un hombre; la lectura de su diario, incompleto con relación a los hechos que interesan, da paso a la reconstrucción de éstos: el hombre lucha contra sus propios sentimientos amorosos hacia una muchacha -«ventana llena de luz»- y la rechaza porque no cree tener derecho a ella. El diálogo es angustioso, denso. Los dos personajes arriba mencionados «crean su propio final para la historia, ensañándose en el misterioso individuo, a quien condenan a una definitiva soledad. En Las sobras para el gusano (1965), un dulce lirismo sofocante se mezcla con una implacable sensación de delirio. («La pieza -dice Tobar- debe ser presentada en un clima de auténtica pesadilla»). Nelly, anciana agonizante, siente cómo resucita a ráfagas su pasado en un vertiginoso vaivén de fantasmas dolorosos, entre los cuales su madre, presuntamente loca, es una sombra inalcanzable. El cambio de planos sin solución de continuidad da a la pieza un ritmo obsesivo y desconcertante. La mujer muere rodeada de soledad y enigmas. Flores de papel (1968), del ya citado Egon Wolff, reproduce en cierto modo el esquema de Los invasores, pero con una simplificación de elementos y, a la vez, unas connotaciones que nos sitúan en un nivel de ideas diferente. También aquí hay un personaje «instalado», Eva, que ha de ceder a las crecientes peticiones de un desarrapado, «el Merluza», quien acaba quedándose en su domicilio. A partir de aquí el proceso tiene una extraordinaria complejidad. Eva trata de ayudar al desarrapado, de levantarlo hasta su propio mundo, y más aún cuando la ternura deja paso a su erotismo de solterona. Él, implacablemente, la rechaza al tiempo que se posesiona de cuanto la rodea. Las grotescas flores de papel de periódico hechas por «el Merluza» sustituyen a los adornos del apartamento, el intruso mata al pájaro doméstico, destroza y recompone grotescamente los muebles. Eva, humillada, vencida, abandona finalmente el piso junto a él, mientras ambos parodian una boda grotesca y patética. Parten, en fin, hacia el mundo de «el Merluza».

Otro ecuatoriano, José Martínez Queirolo (1931), ha dado una notable contribución a esta línea dramática. Sus obras, ricas en elementos simbolistas, recogen ecos muy variados de la peripecia humana. Nuestra atención se dirige a Q. E. P. D. (1968), donde parece haber hecho suyo el pensamiento de Dürrenmatt: «El hombre es ridículo porque debe morir». Los protagonistas son Enriqueta y Simón, muertos en accidente de automóvil, que, desde sus ataúdes, observan los preparativos y el desarrollo de su entierro. Una absoluta lucidez les impide acogerse a viejos recuerdos de hipocresía y patetismo; tampoco son ya capaces de irritarse. Su vida ha sido una farsa rubricada por la que representa la convencional comitiva que les acompaña y les despide. Su encuentro con los gusanos, que empiezan su obra, les lleva a la más desenfadada hilaridad porque ahora todo es por fin real; se acabaron las máscaras.




Realismo mágico

Vertiente bien pronunciada en la narrativa hispanoamericana, el realismo mágico, definido por Franz Roh como «aquél en que lo misterioso se esconde y palpita tras él»16, tiene también su correspondencia en el campo del teatro. Soluna (1955), de Miguel Ángel Asturias, puede considerarse su primer hito destocable. En esta obra, Asturias hace que las fuerzas ocultas y misteriosas de la mitología maya intervengan para resolver el prosaico problema de un matrimonio roto. Chamá Soluna, poderoso brujo, será el encargado de ajustar los descompuestos esquemas de lo real, de lo razonable, a las normas de la suprema racionalidad de lo mítico. Ninica, la esposa inadaptada a la vida del campo, volverá con Mauro, el hombre que, tras alguna indecisión, vive perfectamente el «misterio» en medio de los datos de lo cotidiano.

Doce años después, Demetrio Aguilera-Malta (1909), publicó Infierno negro, que sería estrenada por el Teatro Experimental de Jalisco, en la ciudad mejicana de Guadalajara. En ella, intensificando los recursos expresionistas ya manejados en obras anteriores y, sobre todo, en Muerte, S. A., ofrece una de las más conseguidas muestras del realismo mágico. Estamos también en el mundo de ultratumba. Un desalmado inventor que utilizó carne de negro para su fábrica de embutidos e impuso con su «aerómetro» una distribución del aire respirable para las gentes, de acuerdo con su categoría social, es ahora juzgado por un tribunal de hombres de color, que le condenará a experimentar en sí mismo la tortura de vivir otra vez convertido en negro. Aguilera-Malta, que en su novela Las pequeñas estaturas ha llevado el mágico-realismo a extremos aún más alucinantes, mueve aquí un conjunto híbrido de elementos significativos llenos de vigor, entre los que destacan los paralingüísticos: movimiento de luces, temporalidad cambiante, signos gestuales, juego de contrastes y referencias. La presentación de poemas completos o fragmentarios de tema negro y su alternancia con la acción propiamente dicha, constituye una de las más inteligentes «manipulaciones» de Aguilera-Malta. Las voces ajenas que se unen al drama aportan un sentido colectivista que potencia la dimensión social, que es, indiscutiblemente, su último objetivo. Añádose la presencia del coro de negros y el «coro de mucha gente que no se ve».




Perspectiva final

El examen de algunas de las principales tendencias del teatro hispanoamericano contemporáneo que acabamos de realizar sucintamente, nos refrenda por lo menos que el género mantiene al otro lado del Atlántico un desarrollo y una altura merecedores de la mayor atención. A niveles comerciales es cierto, como ya hemos dicho, que sólo dos grandes capitales, Méjico y Buenos Aires, cuentan con locales, público hecho y ambiente que permite la realización de temporadas continuas al modo europeo. En las demás -y no olvidamos el importante caso chileno y el excepcional de Costa Rica- es un fenómeno cultural intermitente, pero la labor de los grupos independientes a lo largo de muchos años ha creado en los estratos populares y en medios muy heterogéneos una disposición de receptividad que constituye el más promisorio «campo de cultivo». Baste recordar algunas experiencias de los últimos años referidas por Suárez Radillo17: a) En el barrio panameño de San Miguelito se representa desde 1965 una escenificación de la Pasión de Cristo hecha por las gentes del pueblo. Una religiosa, la Madre Cecilia Dolan, escribió el texto basándose en la Biblia, y sobre él los miembros de esa comunidad han ido haciendo modificaciones hasta adaptarlo lingüísticamente y, por lo tanto, también conceptualmente a su cotidianeidad. Esta Pasión ingenuista y absolutamente panameña refleja acaso mejor que nada el grado de «espiritualización» y sentido comunitario conseguido por aquel grupo humano marginado. b) Victoria Santa Cruz creó, en el Perú, la Compañía de Teatro y Danzas negras a base de personas de color de diferentes oficios, que encontraron en esta empresa una superación de su propia autodiscriminación y un reencuentro con sus capacidades y con los valores de la cultura negra. El grupo mereció llevar a Méjico en 1968, con ocasión de las Olimpíadas, la dirección de la Embajada cultural del Perú. c) A partir de 1963, y hasta fecha que no podemos determinar, funcionó en la Penitenciaría uruguaya de Punta Carretas un grupo teatral de enorme disciplina y eficacia formado por reclusos, que no sólo constituyó un enorme estímulo moral para todos los presos, sino que llegó a actuar ante el público de fuera del penal, sin que le faltaran diversas ayudas. d) Finalmente, la experiencia del Teatro de los barrios, impulsada y vivida por el propio Suárez Radillo en Caracas; en los años 1970-71, muestra la capacidad de sensibilización que los sectores más modestos de la sociedad hispanoamericana pueden ofrecer ante un proyecto teatral de largo alcance. El Teatro de los barrios fue una empresa de culturización de zonas urbanas irredentas, montada sobre la base de una amplia participación popular. En dieciséis meses se montaron doce espectáculos teatrales a cargo de once grupos y ante 1108 espectadores. El repertorio incluía obras de Cervantes, Moliere, Shakespeare, Chejov, Casona, Buero Vallejo, Dragún, Rengifo y otros autores hispanoamericanos.

La actividad de los grupos experimentales no siempre es fácil, por cierto. Y no nos referimos ahora a los peligros de disgregación o a la tentación comercializante que les acecha. En 1976, «El Galpón», extraordinario eleno uruguayo surgido del entusiasmo renovador de los años 40, al que ya hemos aludido al principio, desapareció por razones políticas. Para José Monleón, «El Galpón», que había llegado a tener su propia escuela de formación de actores y sala también propia, era seguramente el grupo más prestigioso de la América hispana. Su gran director, Atahualpa del Cioppo, hubo de aceptar un contrato en Costa Rica18. Otros, como el «Teatro Experimental de Cali», que ha realizado su segunda gira europea y ha presentado en España obras de Buenaventura, se sostienen con firmeza. Anotemos también entre éstos al mejicano «Los mascarones», creado al calor del «Centro libre de experimentación teatral y artística», de carácter universitario, uno de los más caracterizados de todo el país. «Los mascarones» realiza frecuentemente sus obras, breves en general y comprometidas, al aire libre, en el parque de Chapultepec.

No queremos dejar de aludir, aunque brevemente, a algo de suma importancia en este marco: los festivales teatrales hispanoamericanos. Aunque no son, ni mucho menos, los únicos -los hay o los ha habido también en Chile, Argentina, Puerto Rico, Cuba, Costa Rica y Méjico, al menos-, los de Manizales y Caracas revisten particular interés.

Los festivales son, no cabe duda, piedra de toque de la marcha del teatro en el continente, y son en buena medida reveladores de cuál es la posición de las fuerzas culturales de avanzada ante el compromiso literatura-política. José Monleón, en una crónica llena de lucidez, trató de interpretar las contradicciones, relativismos y logros evidentes del festival de 1973, en el que destaca tres líneas, en lo que a teatro colombino se refiere, representadas por La Ciudad Dorada -«un teatro especialmente informativo, periódico dramatizado, hecho con la urgencia y el espíritu de un mural»-, La verdadera vida de Miliciades García -«voluntariamente planfletaria, consciente de sus límites de teatro de circunstancias»- y La denuncia (referente la «masacre de las bananeras», de 1928) -«alimentada por un teatro esforzado en reordenar la historia..., dando el punto de vista de las clases populares sin abandonar por ello la preocupación estética»-. Después de analizar la radicalización de un ambiente en el que el propósito de muchos de «confundir el teatro con el ensayo o el informe» les llevaba a rechazar técnicas hasta hace poco muy respetadas, definiendo alguna de estas experiencias y montajes como «una baina de Grotowsky» o a repudiar como un despilfarro cualquier modesta exigencia de puesta en escena, el crítico español parece dar, no sin alguna preocupación, un buen número de puntos al festival19. Interesa contrastar esta postura con la de un representante de estos grupos radicales, Esteban Navajas, que en la revista bogotana «Estravagario» enjuiciaba el mismo festival en su edición de 1975. En él distinguía dos tendencias: «el teatro abstracto y la creación colectiva como método», y otra «propugnadora del teatro concreto y del estilo realista, y defensora de la creación artística individual y el trabajo colectivo como método de producción». Navajas, abominando de cualquier historicismo revisionista, proclamaba que «el teatro del nuevo realismo debe revelar en carne viva las contradicciones de nuestra sociedad a través de historias concretas y típicas de personajes del pueblo». Sobre el teatro abstracto afirmaba que «al plantearse el desarrollo de una tesis sociológica o política y no el de una historia concreta, abre puertas a obras difusas y universalistas» (y la universalidad debe mostrarse sólo en la particularidad). Finalmente, recogeremos, por reveladoras, sus palabras referentes a la versión ofrecida en tal oportunidad de En la diestra de Dios Padre, de Enrique Buenaventura -«uno de los hombres clave del teatro latinoamericano de nuestros días», para Monleón, juicio que compartimos-: «Es un insoportable pegote de farsa decimonónica, mojigata, discurso político y cretinismo teatral...»20.

Ya en el festival de Caracas de 1974, Arrabal había promovido el gran escándalo al denunciar como estériles y reaccionarias todas las formas del teatro político, con limitadas excepciones -entre ellas justamente la del de Buenaventura-. Ésta es, en fin, la gran cuestión. Se ha producido en pocos años una tremenda acumulación de influencias y métodos que el experimentalismo de los festivales asume y desecha vertiginosamente: Brecht, Meyerhold, teatro del absurdo, teatro pobre; Grotowsky, el «Living Theater»..., todo con vistas a una funcionalidad política que se estima inexcusable, y no es difícil entender por qué. En estos niveles se está cayendo en el defecto de proponer siempre y no evaluar nunca, un riesgo del que ha sabido librarse lo mejor de la narrativa hispanoamericana actual. La «tierna indigestión de guerrillas» de que hablaba el último Neruda, ¿puede ser contraproducente para que el teatro cumpla su parte en el proceso liberador que la literatura tiene asignada en la América de lengua castellana más que en ninguna otra parte del mundo occidental? Llamar la atención sobre esto no significa que no estimemos como positivo y esperanzador el balance de los festivales. Basta para ello considerar la fecunda influencia de la tensión que crean sobre los autores «situados» y, en otro sentido, sobre ese receptor popular que han ido formando y agrandando en forma no conseguida por ningún otro género en Hispanoamérica.







 
Indice