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El teatro y sus enemigos

Enrique Díez-Canedo



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El cinematógrafo

Espectáculo totalitario. -Su poder absorbente. -El gran competidor. -La cara del público.

[7]

     He de comenzar, para conformarme a una regla oratoria, por pedir excusas y hacer profesión, ya que no de modestia, como suele hacerse a fin de disimular, sin éxito ninguno por cierto, la soberbia más refinada, por hacer profesión, digo, de algo que en mí es cuestión de temperamento, y hoy, por añadidura, imperativo circunstancial. Quiero declarar ante ustedes mi temor de que el asunto elegido carezca de un hondo interés para mi auditorio, no sólo por que yo no sepa sacarle el jugo de que evidentemente es capaz sino también porque, en los momentos actuales del mundo, henchidos de gravedad y amenaza, llegue a parecer frívolo o vacuo, tratado, sobre todo, por quien se halla en el centro mismo donde con más furia repercuten esos amagos. Un español no puede en estos momentos abandonar sus preocupaciones humanas. Mas, por lo mismo que no puede, [8] creo yo que no ha de ser falta grave en mí el dedicar los momentos que estas charlas, más que conferencias, duren, a un tema de aparente frivolidad, como a propósito para llenar la falta de otros en instantes de conversación lánguida; nunca en aquellos que hierven por todos lados de interrogaciones candentes, de anhelos profundos, de aprensiones extremas, de temores, de esperanzas o angustias. Recuerdo, además, y a ello he de atenerme, tanto por su profunda verdad como por su airosa expresión humorística, lo que apunta Enrique Heine, al comienzo de su «Salón», de cierto artista, que increpaba en esta forma al cliente de quien iba a recibir un encargo: «Sobre todo, no me mande pintar ahí un Ángel de oro, porque como tengo costumbre de pintar leones encarnados, si pinto ahora un Ángel de oro, a todos les va a parecer un león encarnado». No es, lo que yo intento pintar, un Ángel, y menos aún ¡ay, no! un Ángel de oro. Mas aunque lo intente, no temo ya, sino que, antes bien, confío en que detrás de sus alas caídas y de su desdorada [9] túnica, se distinga el fiero león encarnado de cuya obsesión no puedo, ni aunque pudiera querría, librarme.

     Seguro estoy, pues, y vuestra presencia aquí me lo indica, de que aceptáis mi tema, considerándolo no ya como un tópico de conversación ociosa, sino como uno de los síntomas del estado espiritual de estos tiempos tan duros; síntoma de los menos alarmantes quizá, entre tanta preocupación, pero, con todo, importante y característico en extremo. Y aun estimo que para vosotros de cierto interés momentáneo. No se me oculta el fervor que en algunos círculos restringidos existe aquí por un teatro que aún está, más o menos, en la nebulosa de las aspiraciones, y observo, además, que en términos generales el problema del teatro ofrece en México las mismas características que en los países de más arraigada y persistente vida teatral. Mis datos atañen a todos los países y no tocan directamente a México, pero tampoco lo excluyen. Me falta quizá un poco la experiencia de este medio, que no se capta en escasos días, aunque [10] me ayuden a dirigir mis tentativas de comprensión las viejas amistades y las recientes simpatías que me han acogido al llegar ahora a este país generoso y hospitalario. Quiero expresar, desde luego, mi gratitud por tales muestras de atención que van, estoy persuadido, más allá de mi persona, aunque sea yo quien obtenga el beneficio y provecho. Gratitud que comienza en los iniciadores de la Casa de España en México, es decir, en la personalidad ilustre de Su Excelencia el General Lázaro Cárdenas, en su gobierno y patronos de la Institución, y que termina, es decir, que no termina en ninguna representación ni momento porque ha de durar tanto como yo mismo, exigiéndome a cada instante una correspondencia que no puede ser distinta de la mayor intensidad en mis trabajos profesionales que hallarán entre vosotros, estoy persuadido, nuevo impulso y materia.

     El [11] enunciado general de estas charlas, El teatro y sus enemigos, no ha de tener otro alcance que el correspondiente a la más sencilla interpretación de sus palabras. No quisiera yo emprender aquí lo que, con más pretensiones, podría llamar una «defensa» del teatro. Flaco refuerzo el mío para defenderlo en trance de apuro. No voy a defenderlo, pues, en primer lugar porque tampoco entra en mis propósitos el atacar a los que llamo sus enemigos: antes al contrario, al defender, si caigo de todos modos en la palabra, al defender al teatro, los defiendo a ellos mismos. Y puesto que no es posible eludir la palabra «defensa», voy a permitirme, para dar de antemano una idea de lo que me propongo hacer, reducirlo a una fórmula titular, remedando otro título ilustre. Lo llamaré, por tanto, «defensa e ilustración del teatro en el tiempo presente».

     Lo [12] que de ningún modo he de admitir es la suposición previa de que reconociendo enemigos al teatro vaya a emprender contra ellos un ataque, de violencia mas o menos disimulada. Intentaré explicar esto, antes de seguir adelante.

     Se sabe cuantos son los enemigos del alma. Nos lo enseñan de chicos, aunque después se nos olvide, como tantas cosas. Nadie nos dice cuántos y cuáles son los enemigos del teatro. Yo voy a señalarlos aquí, sin abrigar la pretensión de enumerarlos todos, de tantos como son. Reconozco y señalo como principales a tres; tantos, pues, como los del alma, y con algunas salvedades, equivalentes. Uno es comparable al mundo, y es casi el mundo, porque lo refleja, lo idealiza y lo acapara. Otro al demonio, que todo lo urde y enreda. Otro, en fin, a la carne, que por definición es flaca, y vacila entre la exaltación de su soberbia y la dejadez de su abandono. Para dar su denominación efectiva a estos tres enemigos del teatro, me dejaré ya de rodeos y los llamaré sucesivamente a capítulo con su verdadero [13] nombre. Los enemigos del teatro, son, pues, en primer término, el cine, el actor y el autor. Otros hay también, que serán convocados en grupo, como menores en eficacia y en categoría, por fuertes y empingorotados que puedan parecer en determinados momentos. Pero los principales son esos tres: el cine, el actor y el autor.

     Os ruego que admitáis provisionalmente mi clasificación, hasta ver si consigo o no convenceros. Y hago una vez más la protesta de que yo, amigo del teatro como el que más lo pueda ser, no me declaro por ningún concepto enemigo de los que he llamado enemigos suyos. Y no es que quiera estar bien con todos. Esto sí que me propongo demostrarlo con toda claridad. ¿Cómo voy a declararme yo enemigo del cine, si quiero vivir en paz con mis contemporáneos, empezando por mi familia y amigos íntimos? ¿Como voy a mostrarme enemigo del actor, si en esa grey tengo afectos muy seguros y a ella van algunas de mis admiraciones verdaderas? ¿Y qué enemistad puede abrigar mi pecho para el autor [14] teatral, si, al fin y al cabo, la profesión de las letras es también la mía, y ellos, si no todos por desgracia en realidad, siquiera en apariencia, la cultivan y no son pocos los que la honran en grado excelso?

     Conste, pues, que en mi amistad por el teatro no hay aspectos negativos, y que así como hoy emprendo ante este auditorio su «defensa e ilustración» bien pudiera emprender y aún he de dejarla apuntada, la que atañe al cinematógrafo, al comediante y al escritor teatral en suposición de que cualquiera de ellos la necesite o reclame o de mí la admita. Sé que al decir esto juego una carta contraria, porque ¿a quién no le estimula un poco la probabilidad de oír denuestos, sobre todo si están dichos sin brusquedad y envueltos en risueña ironía? Pero yo carezco de las cualidades necesarias para tanto y prefiero sentar desde el principio que mi exposición de hechos, causas y remedios posibles ha de ser en todo inocente y de buena fe, sin estilete en la manga ni mieles venenosas. [15]

     El enemigo número uno, si me permitís la expresión, es el cinematógrafo. Le pasa al cinematógrafo, entre los espectáculos, lo que al galán en el reparto de las comedias que es, en suma, lo que le pasa al joven, galán o no, en el reparto general del gran teatro del mundo. Es el que se lleva todas las miradas, el que obtiene todos los agasajos, el que hace colección de flores y casi no llega a sentir las espinas.

     Apenas ha nacido. Y en este apenas hay para mí una triste declaración. Un poeta de la hora presente, un gran poeta español, Rafael Alberti,(1) hace blasón de su contemporaneidad cuando exclama:

Yo nací -¡respetadme!- con el cine.

     Por mi parte, yo, no sé si considerar como título de gloria, o como lánguido recordatorio el haberlo visto nacer. Lo he visto nacer; [16] he asistido a sus primeros batimanes; he escuchado sus balbuceos iniciales; y, hoy lo miro triunfante y hablando por los codos, como persona mayor cuyos retratos infantiles, quiero decir, las películas de su época muda, empiezan a tener cierta gracia.

     Pero nadie se acuerda ya de cuando era niño y podía cautivar inocentemente los ojos con aquellos brillos del agua con que el «pescador en el torrente» lanzaba su primitivo aparejo al son de una música ajena y melancólica o el ímpetu con que la máquina del cólica o poner su interés supremo en el ímpetu con que la máquina del ferrocarril irrumpía en la pantalla como si fuera a lanzarse sobre las primeras filas de espectadores atónitos, entre los cuales, los más viejos y pasmados, no podían reprimir un quiebro de cintura, como para evitar el inminente atropello. Desde entonces acá, cuántas cosas ha aprendido el cine, cuántas diabluras; de qué tretas y artimañas no ha sido capaz; cómo ha sabido embaucarnos, a la manera de un niño que poseyera, con sus encantos y perfecciones [17] pueriles, toda la perfidia y doblez redomadas del hombre más maduro y corrido.

     Nos pasma el cine, porque es un poco nuestra obra, la obra de nuestro tiempo, a la que miramos con ojos de benevolencia en sus travesuras, como al hijo o al nieto, siguiéndole los pasos, que nos llevan por senderos distintos de los que conducían a viejos caserones en que todavía resuenan, devueltas por los ámbitos vacíos, voces directas de seres humanos; en que todavía gesticulan, ante unos descoloridos telones, hombres y mujeres de carne y hueso, no imágenes en celuloide, con su arruga y su afeite y su amaneramiento y su rodillera. Nos llevan, como huyendo de la soledad y buscando calor de muchedumbre, a templos brillantes, elevados con derroche de materias ricas y profusión de luces -todas apagadas en cuanto un solo haz concentra la imagen dinámica y fiel de la vida-, nos llevan a lugares de puro espectáculo, no sometido a caducidades de rutina ni a riesgos de improvisación, sino fijado de una vez para siempre con todo lujo de accesorio, eliminando [18] lo torpe y lo incompleto, hilando tan sólo en una acción los momentos expresivos, las palpitaciones vitales, o, por lo menos, con la pretensión de hacerlo así, dejándolo registrado de una vez para siempre.

     ¿De una vez para siempre? Algo vacila nuestra convicción cuando vemos las películas de hace tres, cuatro, cinco años. Parece como si la moda, tan fugaz al vestir la carne y el hueso, volara con rapidez vertiginosa al retratarse en la celuloide. Parece como si el desarrollo de los «metrajes» en su velocidad compitiera no con la serena obra artística reflejada tal vez en su fugaz escenario, sino con la mudable actualidad de las hojas efímeras en que el diario registra los dramas y tragedias más punzantes, los episodios más estrafalarios y ridículos del vivir cotidiano, sólo para un día, con un día siguiente de olvido.

     Pero el caso es que el público acude al cine y abandona el teatro, en donde, a lo mejor, ante seis filas de butacas con claros, unos pocos ancianos nostálgicos y otros pocos mozalbetes [19] ilusos, saborean, durante dos horas y media, los versos o las tiradas de prosa, eternamente jóvenes, de una obra inmarcesible; la misma que, recortada y transformada, emboba a una muchedumbre que sigue a oscuras en el marco luminoso de una pantalla, la evocación plástica de los episodios inmortales, reducidos de goce intelectual a puro espectáculo. Allí, en el teatro semi desierto, las democracias en decadencia; aquí, en el repleto salón del cinematógrafo lujoso, las seducciones, la vibración, la fuerza acaparadora, el sofisma victorioso del espectáculo totalitario.

     Porque el cinematógrafo ha nacido con todas las arrogancias, con todas las apetencias de los sistemas totalitarios; y si no nació con ellas no ha tardado mucho en adquirirlas. Tiene de éstas el ímpetu de acometividad, la prontitud de asimilación, la facultad de digerir y transformar en bienes propios los caudales ajenos. Al teatro lo despoja por todos los medios imaginables: se apodera de sus argumentos, le quita sus actores, le deja sin público, hasta le destierra de [20] las grandes planas anunciadoras de los diarios de circulación, en que cuesta trabajo dar con la cartelera teatral, entre los vistosos reclamos que atraen hacia las más recientes exhibiciones peliculeras. Y no con esta importante ayuda económica es del todo auxiliar de la prensa: antes al contrario, le hace la competencia también, colocándose en su terreno de informadora, de anunciante, más todavía, de partidaria, con todos los alicientes de la parcialidad; porque no se ciñe a mostrar el hecho sensacional captado por el objetivo fotográfico, a exhibir los astros y cometas del deporte, sino que trueca y combina para presentar el aspecto conveniente a determinado interés con más falsa luz de verdad que aquella de que es susceptible la letra impresa.

     ¡Y qué gran diario podría ser, con esos inconvenientes y con otros, el cine, comparable al periódico más vivo! El gran film, la pieza de resistencia, sería como el folletín novelesco, en el cual caben desde la obra maestra hasta el novelón más lacrimoso y vulgar. Tiéntense el corazón los aficionados, los verdaderos [21] aficionados al cine, y confiesen que, ante las desventuras de la hija de la portera han vertido, recatándose en la oscuridad, sus lagrimitas, y ante los descabellados resortes de perspicacia que son gala del intrépido detective han sentido aguzada su sensibilidad y en tensión sus facultades adivinatorias.

     ¡Cuidado! A mí no me desagrada el folletín, que en sí mismo puede ser cosa perfecta; en folletín he leído yo, por primera vez, el Adolfo de Benjamín Constant. Pero el Adolfo no es un folletín, ni Los tres mosqueteros, que sí son un folletín, son materia desdeñable. El «folletín», lo que se llama «folletín», es otra cosa, y todos lo sabéis tan bien como yo; aunque os divierta, como a mí en ocasiones, el leerlo, no os mostráis orgullosos de su lectura, como os envanecéis por haber asistido al estreno de la última película que es eso, folletín, «puritito» folletín; y lo es aunque siga el asunto de una de las grandes creaciones del espíritu novelesco o del genio dramático.

     Permitidme que intercale aquí un recuerdo muy expresivo. Era por los años de 1915, [22] es decir, no ya en la primera infancia del cine, y me encontraba yo, veraneando, en una vieja ciudad castellana, cuna y espejo en otros días de lealtad, y ejemplo de una grandeza moral, que, hoy de seguro, ha buscado serena acogida en las doradas piedras milenarias: me refiero a la ciudad de Burgos. De día, los paseos a orillas del Alarzón, las excursiones al Parral, a la cartuja de Miraflores, la visita de iglesias y monumentos, la conversación apacible en el rincón de un café desierto, sin lujo, con una austera sencillez provinciana, servían para dar paso a las horas, más lentas en aquel medio que en el bullicio de la capital o de las playas de moda. De noche... no siempre era posible recluirse en el hotel, o asistir al cansino desfile de gentes en el Espolón, a los acordes mortecinos de una banda militar que parecía tocar con sordina. Había, por fortuna, un cine, y en él se anunciaba una película cuyo título me sonó, desde luego, a cosa conocida: El alcalde de Zalamea. Entonces el cine era mudo, los letreros escasos y en otra lengua (tratábase de una película italiana) [23] y no sé si habría o no música de plano o cuarteto; lo que había, en aquel cine y en los más de España, era una figura inutilizada después por el cine parlante: un explicador, que iba contando a los asistentes el argumento de la película y comentando, según su entendimiento y su humor, los sucesos desarrollados en la pantalla. Algunos lo hacían con positivo ingenio, y arrancaban frecuentemente risas y muestras de aprobación. El público en las ciudades del centro por lo menos, daba a estos explicadores un apelativo sabroso: los llamaba «picoteros». Pues bien: si yo hubiera ignorado el título de aquel film, y hubiera cerrado los ojos, sin ver a Pedro Crespo ni a Don Lope Figueroa, vestidos «al itálico modo», limitándome a escuchar las explicaciones orales, no me hubiera sido posible sospechar que se trataba de una de las obras maestras de Calderón y del teatro universal. Aquél buen picotero, que hablaba con cierta chispa, y sus empresarios, probablemente, no tenían del dramaturgo ni de su comedia la mínima idea que puede tener el más desaprovechado [24] estudiante de literatura. Lo que él refería, como si se tratara de un suceso acaecido quién sabe en qué tiempos y edades, a qué seres anónimos de este bajo mundo, me llenaba de asombro, y rara vez he experimentado mezcla más extraña de indignación y tentaciones de risa. Este sentimiento es el que perdura en mi representación actual de aquel acontecimiento, y no se ha repetido después. De aquella época del cine ya no solemos ver las películas, y las palabras con que se comentaban volaron, como palabras que eran; pero yo estoy persuadido de que algunas merecían haber pasado a la inmortalidad.

     Todo esto lo ha corregido el cine pronta, total, brillantemente. Lo que no ha podido corregir, todavía, es la insuficiente adaptación mecánica de la palabra al tema -no al gesto ni al ademán, conseguida muy presto de manera que toca a la perfección- con lo cual, el cine tiene siempre, aun en las realizaciones mejor logradas, cierto valor más cercano a la pantomima que a la plena realidad dramática. Pero ello se debe, sin duda, a que los trabajadores [25] cinematográficos tienen demasiado presentes los orígenes literarios, más concretamente aún, teatrales de sus concepciones, y las van siguiendo con demasiada proximidad, prefiriendo a una plena y difícil independencia la adaptación, el aprovechamiento de los distintos géneros literarios.

     El cine ante nada se detiene. Va a la novela y, confesémoslo, muestra predilección por los géneros más populares, si podemos llamar así a los de carácter menos elevado: el género sentimental y el policíaco. Los dos géneros más periodísticos, por decirlo así, equivalentes, cuando no al folletín, a la sección de sucesos, con sus truculentos episodios, sus verdugos y sus víctimas, sus avispados y sus incautos, y a la sección de pasatiempos. ¿Cuántas acciones cinematográficas no corresponden, por un misterioso complejo, a la adivinanza, a la charada, al crucigrama de la entretenida sección que nos sirven las páginas del diario, con los acontecimientos sensacionales, a la hora del desayuno?

     Yo no creo que el cine hace mal en esto, [26] ni que el periódico lo haga mejor. Estimo, antes bien, que, al perfeccionarlo, puede dar con sus obras maestras, y con ellas va dando ya, en espera de las que respondan pura y simplemente a sus maravillosos medios expresivos, sin deber nada a nadie, o haciendo olvidar como exhaustas e inútiles las fuentes de procedencia. Porque hasta ahora, conviene repetirlo, y en el fondo los conocedores lo admiten como expresión de la verdad, el cine empieza sólo a producir obras maestras. Para un film como una cualquiera de las farsas de Chaplin, o como La kermesse heroica, pongo por caso, ¿cuántos no hay que soportar como...? No he de citar aquí título ninguno, para ni herir intereses concretos. Y no he de citarlo, entre otras consideraciones, para no chocar con las violentas propagandas que constituyen uno de los recursos vitales del cine, que, como aún no ha encontrado, más que en escasa proporción, sus obras maestras, tampoco ha encontrado más que en germen y tímido rudimento, su crítica. Espectáculo totalitario hasta en eso. [27]

     El final del antagonismo, ruinoso hoy para el teatro, entre éste y el cine, podrá señalarse, en efecto, cuando el nuevo arte adquiera con plenitud de derecho los timbres de que hoy gratuitamente blasona. Y entiéndase el adverbio gratuitamente en el sentido menos crematístico que pueda dársele, porque la verdad es que a los reyes del cinematógrafo, si se hacen de oro, buen dinero les cuesta. Y he aquí otro rasgo típico de esta personalidad sobresaliente de nuestros días. Al lado de su juventud, en que hallan justificación todas las osadías y excusa todas las inocencias, aparece un rasgo harto menos simpático que identifica su papel social con el de los nuevos ricos. Todo ese estruendo de anuncio y reclamo, todo ese derroche de mármoles, bronces y caobas en los miríficos locales, toda esa vanagloria de «cachets» para las «vedettes», toda esa popularidad que pone a las estrellas de toda magnitud, maravillosas cuando se las ve por el telescopio del proyector, pero que, acercándose al foco de la vista humana o de las gafas más modestas le hacen a uno pensar [28] que Orión, Sirio y Arturo, a la misma distancia, tendrán todavía más arrugas y se embadurnarán con más descarados afeites, todo eso, es cosa de nuevo rico, exhibición y descoco para encanto de papanatas. «¡La de miles de dólares que se habrán gastado en este film!» piensa la elegante damita que vuelve del cinematógrafo de moda.

     Pues ¿y el placer de haber viajado por los países más pintorescos, por los lugares más inasequibles para los presupuestos familiares reducidos? También a este propósito recuerdo una anécdota personal que traigo a colación por lo que tuvo para mí de sorprendente y, en cierto sentido, de humillante. Hace unos años, los azares de la vida me llevaron a Extremo Oriente con una sencilla misión que cumplir, terminada la cual me vi en disposición de regresar a Europa eligiendo camino. Unas vagas noticias, y, sobre todo, la posibilidad de poder cualquier día visitar los países de que hay más amplio conocimiento, los grandes imperios asiáticos, a la sazón tranquilos y en paz, me hizo elegir los mares del [29] Sur y las islas malayas. Una de ellas, Bali, constituyó principalmente mi sorpresa y encanto, más aún que Java, recorrida de extremo a extremo, y Sumatra, que sólo alcancé a entrever en puertos de escala. Bali está empezando a ser presa del ávido turismo; pero aún guardan fuerza suficiente sus atractivos naturales para dar una nueva y honda sensación humana al que llega de países viejos y artificiosos. Hice, pues, en Bali, cómoda estancia; gocé de sus paisajes, cultivos en terrazas y volcanes entre nubes, admiré sus bellezas femeninas, sus bailes y representaciones mágicas, sus diversiones populares y, después de haber consignado admirativamente mis sensaciones de viajero en los capítulos de un relato que había de publicarse allá en mi país antes de mi regreso, emprendí la vuelta, y me encontré, al llegar, con que todos en España sabían de Bali tanto como yo, más que yo: se había producido en mi ausencia la exhibición de un par de películas documentales que, sin las molestias del viaje costoso, las dificultades de unas lenguas extrañas y otras impurezas menores, [30] daban la impresión de la realidad a los que habían permanecido sedentarios en la capital española, incapaces ya de sorprenderse por nada exótico; echando apenas de menos en la imagen el atractivo sensual de las musas de carne y hueso.

     A estos milagros del cinematógrafo claro está que el teatro nunca puede aspirar; aunque en lo tocante a musas de carne y hueso sigan conservando su prestigio ciertos escenarios en donde se exhibe algo que no me atrevo a seguir designando con el nombre de «teatro». De espectáculo, sí; pero no a todos los espectáculos les hace la competencia el cine. Ahí está, por ejemplo, el deporte, que, aun exhibido en la pantalla, surge en ella sin ánimo de competir con la realidad ni arrancar a palenques y estadios uno solo de sus espectadores habituales. Ahí están, en primer término, las corridas de toros, que conservan intacto su prestigio en los lugares de donde no han sido desterradas por una severa moral, que, a lo mejor, tolera cosas de mucha más difícil excusa. [31]

     El gran competidor extrema sólo sus rigores frente al teatro, frente al teatro que fue y sigue siendo orgullo nacional, desde la Inglaterra de Shakespeare y Shaw, la España de Lope y Benavente, la Francia de Racine y Lenormand, la Italia de Goldoni y Pirandelle, hasta los Estados Unidos de O'Neill y las repúblicas platenses de Florencio Sánchez. La vida precaria de la escena teatral en todos esos países, y aun, donde no es precaria, la desproporción entre esa vida y la triunfadora y alardeante del cinematógrafo, causa verdadero asombro. Lo causaría, mejor dicho, si el teatro se mantuviese a una altura digna de su alcurnia, y el arte de Lope y de Molière estuviese, en realidad, sostenido por figuras dignas de ellos. ¿Se deducirá de aquí que el cine vence al teatro porque lo halla en decadencia?

     Ya salió la palabra que yo estuve queriendo evitar, pero convencido de que alguna vez acabaría por asomar la cabeza. Si yo dirigiese la pregunta a un auditorio que no fuera el presente, seguro estoy de que la respuesta había de ser afirmativa; pero con el público [32] aquí congregado no espero tal afirmación, que yo no había de compartir, por supuesto. El teatro no está en decadencia. Lo que está en decadencia, si acaso, es el espectáculo teatral, y esto por muy diversas causas que procuraré apuntar en el curso de estas conferencias, ya que el analizarlas a fondo me exigiría un tiempo de que no puedo disponer.

     Pero el teatro, repito, no está en decadencia a lo menos por lo que toca a la calidad de las obras representadas. La mera aproximación que de intento hice entre nombres actuales y nombres gloriosos del pasado -aunque los actuales pertenezcan en realidad, también, a un pasado próximo, si nos atenemos a una actualidad rabiosa- indica que el teatro, en el momento presente, nos muestra valores excelsos, en cuanto a la producción de obras. Pero ¿son estos valores los que verdaderamente sostiene hoy el teatro? Tal vez el que elegí como representativo de España pudiera contestar afirmativamente a la pregunta, si no se objetara que, en autor tan fecundo como Benavente, lo más original, lo puramente benaventino, [33] se sumerge entre concesiones rutinarias de las cuales apenas surge con claridad lo propio y señero, para la consideración rutinaria también de los públicos. Es decir, que se acepta y encomia de Benavente lo que tal vez tenga de común con otros ingenios gozadores de la popularidad, por encima de los rasgos más puros y geniales. En los nombres extranjeros que cité, he venido a indicar, no sin cierta perfidia que confieso sin arrepentirme, ya no la norma generalmente aceptada, sino, en cierto modo la excepción. Bien se ve que Shaw, Pirandello, Lenormand, no caracterizan el actual teatro de Inglaterra, de Italia, de Francia; pero yo no quise decir Noel Coward, ni Sem Benelli, ni Henri Bernstein, con ser, todos ellos, autores de piezas muy considerables, porque sus éxitos van, por decirlo así, a favor de la corriente, sin el carácter de imposición, de lucha, de alumbramiento de nuevas aguas que señalan los menos frecuentes y aun los posibles fracasos de los demás.

     El teatro se sostiene hoy en una mediocridad evidente, a pesar de las cumbres nombradas [34] y otras que las equivalen; y temo que haya sido siempre así. El teatro antiguo, con sus nombres imponentes, lo vemos sólo a distancia, y, por lo tanto, con perspectivas que se le vedan al contemporáneo. Pero la historia literaria nos da hitos reveladores cuando nos habla de rivalidades y competencias entre un Pradon y un Racine, entre un Comella y un Moratín el hijo, para no citar más que los nombres que acuden inmediatamente al recuerdo. Visto el teatro de hoy a distancia de años, en el futuro, quedara probablemente muy airoso con los nombres citados y otros que tal vez aún no hayamos podido descubrir; pero la hora actual, a nosotros, simples espectadores, se nos ofrece como de lo más triste y desolado; y es que el teatro lo vemos no como un género teatral, sino ante todo, como un espectáculo.

     Y en este terreno de espectáculo es en donde el cine se levanta como enemigo principal, como antagonista del teatro, alzándose con la corona del triunfo sin la más pequeña dificultad. [35]

     Quiero anticiparme a una imputación que ya me parece estar oyendo. Dije arriba que el cine apenas comienza a producir obras maestras y después que el teatro sigue produciéndolas en grado suficiente. Pero es que no se trata de una competencia entre obras maestras y obras mediocres, sino de una brillante oferta de mediocridad frente a una demanda muy poco exigente, y contra otra oferta menos brillante y también desoladoramente mediocre: entre mediocridad y mediocridad, se prefiere la más nueva y limpia y se abre mayor crédito a la moda, es decir, se convierte en moda y buen tono lo que para imponerse no perdona medio, ni escatima gasto, ni ahorra seducciones y halagos a la contentadiza ociosidad, ansiosa de matar el tiempo, sea como fuere.

     Y, sin embargo, cuando se piensa no ya en el tiempo vivaz de los tablados isabelinos, ni en la brillantez cortesana de un Aranjuez o un Versalles, sino en las esplendorosas salas de un siglo XIX en su último tercio, de la expectación en torno a un drama de Lytton, [36] de Dumas hijo o de Echegaray, del lujo mundano que se desplegaba en palcos y butacas y de las largas colas de espectadores, tanto del drama como de la elegante sociedad, que se estacionaban frente a las taquillas para adquirir una localidad barata o pagaban prima al revendedor, y se compara con el desdén que hoy en día recibe a la obra nueva, apenas mitigado en el auditorio selecto de una première parisina o en el rebullicio de un estreno en Madrid, a donde se va, con buen ánimo para entusiasmarse si hay motivo, o, mejor, si hay pretexto, pero siempre con ese malsano prurito de asistir a un percance, como a las corridas de toros en que se espera que pueda haber «hule», el contraste es de lo mas violento.

     ¡Qué diferencia entre tanto desdén y el empeño con que se buscan las localidades del cine, cuando se estrena una cinta muy trasteada por el anuncio! O, aun sin esto, en el día de la semana que se ha señalado como de moda. Y todo ¿para qué? Para permanecer tres horas en una oscuridad casi completa, en la que el público se priva, indudablemente gustoso, [37] de uno de sus placeres, cuya legitimidad yo, amante del teatro, nunca he puesto en duda: del placer de verse la cara.

     ¡La cara del público! ¿Hay espejo mejor de sensaciones o indiferencias? ¿Hay espectáculo más apasionante que el de convertir los ojos agudos o los potentes gemelos en revisores de una masa capaz de dejarse prender por un sentimiento común o de resistirse a su fuerza? En el conjunto de los espectadores cada uno ve aquello que prefiere: tú te contentas con una revista de sociedad; tú sigues un curso de psicología; tú buscas unas líneas bellas con que extasiarte; tú acechas el rasgo cómico, la deformación grotesca, el ajeno descuido, la cara del grande hombre en que se refleja una preocupación que le mantiene ausente o un mero cansancio animal: todo un espectáculo, en suma, que vale tanto como el de la escena, en el peor de los casos, y que puede alternar con aquél, sin perjuicio para uno ni para otro.

     Yo también sé que la sala del cinematógrafo... En primer lugar, la sala del cinematógrafo [38] se permite una tiranía que el teatro casi nunca se decidió a asumir: la de disponer todos los asientos hacia la pantalla, con independencia de todos los demás puntos de vista posibles, y aun la de atraer, en los entreactos, hacia unos anuncios ilustrados o hacia unas bóvedas luminosas los ojos momentáneamente liberados de la acción retratada en la celuloide. La sala del cinematógrafo se arroga la función de aisladora entre el público que no se ve la cara. Y esto, ¿a cambio de qué? Yo no llevaré mi suposición maliciosa hasta ver en la oscuridad una mediadora de intimidades, que indudablemente saben aprovecharla; pero, si no existiera, ya aprovecharían también otros medios. Ni, menos aún, hasta considerarla como protectora del cansancio y del sueño de muchos: no se ve, en efecto, al grande hombre preocupado o rendido, pero, a lo mejor, se le oye roncar de cerca; y el que no haya tenido una experiencia personal de este orden hallándose en el cine, que tire la primera piedra.

     El cine, hay que reconocerlo, no engaña [39] a nadie. Si se prescinde de esas ventajillas circunstanciales, que ni siquiera le son exclusivas, porque en el teatro más luminoso un simple antepalco las puede ofrecer con ventajas, lo único que ofrece es lo que promete desde el cartel: unos centenares de metros con actualidades, dibujos chistosos, anuncios y un larguísimo folletín, con otros más breves para completar las horas marcadas de espectáculo. Todo está de antemano previsto y es tan inmutable como el texto de la hoja periódica comprada al vendedor ambulante para irse luego a dormir.

     ¡Gran diario, el cine, que ni siquiera necesita variar cada día de texto! ¡Gran enemigo, que se empeña en llevarse todo lo que puede de los demás espectáculos, y a unos los deja incólumes, y aun les hace la mejor propaganda, y a otros los va poco a poco matando, porque no saben resistirse por sus medios peculiares, porque, lo que el cine se lleva, lo consideran ellos esencial para su vida, y no es así, no es así!

     Al teatro, que es lo que nos interesa en [40] este momento, el cinematógrafo ha venido a quitarle ¿qué? Mucho de lo que le sobra. Le quita, por ejemplo, un actor, pagándole mejor soldada; pero aquel actor no sabe en donde se mete y por bien que resulte siempre que da peor que el efebo o el atleta nacido para el cine y muerto en él; pero siempre queda mejor, por supuesto, que el susodicho efebo o atleta cuando osa pasar de la pantalla al escenario. Le quita el cine al teatro un asunto, y hay que ver lo que deja vivo de él. Los editores le deben el despacho de muchos ejemplares de novelas o novelones que yacían invendibles en sus depósitos. Lo que le quita el cine al teatro, y no se lo ha devuelto hasta ahora, es el público, y precisamente porque se ha llevado del teatro todo lo accesorio, lo que puede dar mejor que el teatro mismo, lo que al teatro le estorbaba, sin que el teatro acertara a verlo. Cuando el teatro se convenza de que sin eso no puede vivir el cine, y el teatro sí; cuando vuelva a ser lo que era, dueño de la palabra, es decir, manifestación de algo más fuerte y eterno que los indefinidamente [41] superables progresos de la industria, manifestación de la poesía, y no de poesía reducida a tiradas sonoras, sino brillante o humilde, pero verdadera y profunda, es decir, humana con todo su poderío, el teatro estará otra vez en su terreno del que no temerá ser desalojado. El cinematógrafo no le ha arrebatado nada esencial, sino las meras sobras. Acabe de llevárselas pronto, para que así podamos abrirle al teatro nuevo crédito, eliminada una de sus más rigurosas competencias.



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El actor

El actor como intérprete. -Del actor al divo -El teatro en soledad. -Los límites del actor y el espejo de Maya.



[45]

     Si pasamos a considerar, dejando ya en sombra la pantalla del cine, lo que es el segundo enemigo que hemos señalado como principal entre los del teatro, nos hallaremos ante un personaje mucho menos flamante, casi perteneciente ya a un pasado perfectamente abolido.

     Los grandes periódicos que destacan en la actualidad los nombres salientes, apenas si registran hoy en sus páginas el de un comediante; ni siquiera el de una comedianta de buen ver, que las hay, y el cielo nos las conserve mientras ese buen ver no se haya perdido. Observad, en cambio, cómo se disputan unos centímetros de rotograbado y unas líneas de impresión las platinadas heroínas del séptimo arte y sus triunfantes héroes, que, si algo tienen que hacer aún en el teatro, deben su máxima popularidad a la pantalla. Si gustáis de leer, a principios de año, las predicciones [46] que las más acreditadas pitonisas entregan a la curiosidad pública, hallaréis en ellas anuncios de guerras y estragos, augurios de fortuna o desgracia, lisonjeros o amenazadores para unos cuantos príncipes, princesas o jefes de estado, así de los que alzan la mano abierta como de los que levantan el puño, predicciones de catástrofes marítimas o terrestres, y, junto a la indiferencia total que deja en la sombra el sino favorable o adverso de artistas, hombres de ciencia o escritores, el minucioso examen del porvenir inmediato de los astros peliculeros más notorios, sean del uno o del otro sexo. Del actor, de la actriz, ni palabra.

     No se trata, sin embargo, de monstruos antediluvianos; antes al contrario, son ellos y ellas seres de cierta notoriedad que no hace muchos decenios gozaban de un aura popular muy benigna y despertaban con sus aventuras extraordinarias o con los monótonos acaecimientos de una existencia increíblemente burguesa u obscura, los latidos de la pública curiosidad. Hoy, los más, todavía en activo, parecen ya irrevocablemente retirados [47] a la vida privada. Sus nombres sólo figuran en grandes caracteres a la cabeza del propio cartel, y nadie colecciona sus fotografías rindiéndoles el culto que hoy se reserva para otras divinidades mejor acicaladas, ya sabemos para cuáles.

     Ahora bien, los más directamente interesados, los actores ¿se dan cuenta clara de esta situación? Ven, ciertamente, disminuir los ingresos en taquilla ante la pujanza de su enemigo público número uno, es decir, ante la inhibición del público, que ya no es su enemigo, sino algo peor: que los ignora, indiferente, o, conociéndolos por la pantalla, cuando se han decidido a tentar un terreno que no les es propio, los juzga con datos adversos. Pero es posible que no todos se den cuenta de la verdadera significación y alcance de tanto desvío. A menudo se encierran en una lamentación, añorando siglos de oro: pensando, los de nuestro idioma, en aquellos tiempos, no tan remotos, de una compañía que viajaba en tren especial y alquilaba en sus giras todo un piso del hotel local más importante. No todas [48] las «formaciones» conocían tal esplendor, pero con una que lo conociera ya se daba por satisfecho el orgullo de toda una clase.

     Eran los días en que se tomaba desquite de todo un pasado trabajoso. Basta recorrer las páginas de las historias literarias para reconocer que, junto al prestigio popular de que gozaban las grandes figuras, la existencia del cómico no se teñía, precisamente, de color de rosa. Un gran documento de nuestros siglos clásicos se ve en El viaje entretenido, del representante Agustín de Rojas Villandrando. Scarron, en su Roman comique, inspirado en la obra del español, aporta asimismo noticias de interés. Conocemos bastante bien los usos y costumbres de la farándula y las variedades de histriones que desde el solitario bululú y el ñaque bipersonal iban hasta las formaciones más complicadas con un autor a la cabeza; autor que no solía escribir, aunque el primero a quien probablemente se dio tal nombre, Lope de Rueda, sea uno de los padres de nuestro teatro escrito. Pero sus continuadores, ciñéndose a gobernar el conjunto, dejaban [49] que escribieran otros, sin que nadie se lo vedase a ellos; la prueba esta en que cuando a uno le daba por escribir, como a Francisco de Villegas, lo hacia copiosamente. Los más preferían ser lo que posteriormente se llamó empresarios, e imponer sus gustos, que no coincidían siempre con los del teatro, ni, por desgracia para ellos, con los del público, al que se jactaban de conocer, porque, en su mayor parte, procedían de la farándula. Llevaban ventaja en esto a los empresarios más recientes, que sin conocer la interioridad de la escena, vienen a explotarla simplemente como negocio, guiados por un dios de la mitología, que suele ser Mercurio, pero que, no pocas veces, no es el dios del interés, sino la diosa de la hermosura, Venus, encarnada transitoriamente en alguna deliciosa mortal.

     Pero no hablamos de dioses, ni de santos siquiera, aunque en los fastos teatrales no se eche de menos ni aun la canonización de un practicante del oficio, recordándole por su corona de santidad, ya que no por sus méritos de comediante, y se hayan formado bajo su [50] advocación cofradías y congregaciones; me refiero a San Ginés, que de los tablados terrenales pasó a los anfiteatros celestes como en una apoteosis final. Aunque en el cielo no sea primer actor, allí ha de ser empleo envidiable hasta el de comparsa.

     La Iglesia, que había dado albergue al teatro en la Edad Media, asistiéndole con su favor, y no le hubo de soltar ya de la mano hasta que no tuvo más remedio, ligándole con las poéticas cadenas de las comedias de vidas de santos (entre las que no podía faltar, en Francia y por obra de Rotrou, la de San Ginés) y en España por la inspiración a lo divino y la profesión eclesiástica de tantos poetas dramáticos, y por la popularidad de los autos sacramentales, como por la elevación teológica de algunos temas, en Calderón singularmente; la Iglesia, vino después a mirarlo con malos ojos, por culpa no siempre de los poetas, aunque gentes de la calaña de Molière tuviesen su parte de culpa, sino del pueblo, exigente y abusón, y de los comediantes, de los pícaros comediantes, a pesar de sus privilegios, [51] que iban hasta el punto de acrecentar estirpes reales, como ocurrió con la famosa comedianta llamada la Calderona, que no contenta con encarnar figuras de dama y personajes imaginarios, no tal vez a la perfección, dio carne y vida perfectas a un personaje, real y regio a la vez: al llamado segundo don Juan de Austria.

     El caso es que a Molière se le negó sepultura en sagrado y que en la España del siglo XVIII las autoridades eclesiásticas se mostraban opuestas a administrar los sacramentos a los actores, privándoles, además, del goce de sus derechos civiles y quitándoles la facultad de recibir legados, mandas, etc.

     Pero todo esto pertenece ya a un pasado que se liquidó totalmente. El mismo siglo XVIII y el XIX, con los grandes comediantes de fama universal, vieron crecer el prestigio de la profesión, exigiendo a los que la abrazaban lo que antes no les exigía. Empezó a lucir el comediante que lograba éxitos de sociedad sin caer en la especialidad que marcaron los éxitos anteriores de la Calderona y de ciertas actrices [52] francesas del gran siglo; es decir, que empezó a ser considerado como un ciudadano cualquiera, con la estimación que sus puros méritos profesionales le granjearan.

     Antes, al lado del comediante que escribía con talento o con genio -recuérdese que Molière fue cómico y que Shakespeare lo era -y éste tanto que acaso por haberlo sido se le discuta la paternidad de sus obras- aparecía el farsante grosero e inculto, que ni escribir sabía. Después vino la estimación del arte de las tablas como arte verdadera, y no como mero oficio, y altos ingenios gastaron tinta y argumentos en la discusión. Y como si quisieran encarrilarla favorablemente hacia ellos, empezaron a surgir comediantes que, lejos de ser iletrados, vinieron a cultivar con gusto y con buena preparación las letras. Lo que había hecho un Garrick en Inglaterra, aunque echara a perder, para representarlos genialmente, según se nos dice, muchos dramas de Shakespeare, y un Talma, cuyos escritos se leen aún con interés en Francia, vino en España a hacerlo, ya en el XIX, un émulo de [53] muchos quilates, Julián Romea, que no sólo supo escribir con tino sobre la técnica de su profesión, sino que llegó a componer poesías con todas las buenas prendas de la retórica de su tiempo. En el famoso cuadro de Esquivel que retrata a los poetas más famosos de mediados de siglo, destácase Romea, en lugar preferente, con apostura de galán, convencidos todos de que le cae a la perfección el doble lauro. Luego la profesión se aburguesa, pero todavía apasionan las competencias de una Matilde Díez y una Teodora Lamadrid, de un Ricardo Calvo y un Antonio Vico; y las bodas de María Guerrero con un grande de España, que lejos de arrebatársela a la escena vino a incorporarse él mismo como profesional a una carrera que cultivaba ya como aficionado, llegaron a colmar las medidas.

     Me limito a España y escojo aquí recuerdos, personales unos, transmitidos otros por personas que conocieron y trataron a los protagonistas. Cuando yo empecé a frecuentar los teatros, los cómicos y no sólo el director de la compañía o los que servían empleos importantes, [54] sino la generalidad de los actores, disfrutaban de todos los halagos del trato social y se mostraban dignos de ellos, sin haberse desprendido, no obstante, de una porción de menudos o grandes defectos como los que en toda profesión se manifiestan, y, con mayor motivo, en una tan pagada de sí misma y tan pendiente del juicio ajeno.

     Mas aún el comediante no gozaba de toda la consideración social apetecible, si nos atenemos a lo que dice algún actor muy significado, el gran Coquelin allá por los ochentas de la centuria que alguien, nacido en ella, no ha vacilado en calificar de estúpida, sin revelar, por supuesto, el apelativo que tiene en reserva para la presente, no digna, por ahora, de mayor ternura. Constant Coquelin era asimismo un actor de los que saben escribir, esto es, con todas las salvedades ya hechas y tomados en cuenta los precedentes que cité, un ave rara: la primera sílaba de su apellido, si se ha de hacer caso de las teorías onomatológicas propugnadas por mi amigo y compañero José Moreno Villa(2), lo declaraba muy [55] bien, predestinándole desde la cuna para el desempeño de uno de los papeles culminantes de Edmond Rostand: para el gallo de Chantecler; pero el destino le permitió gallear solamente en otro papel, más importante aún, el de protagonista en Cyrano de Bergerac, reservando el del famoso gallo para otro gran actor que ni por sus dotes personales, ni siquiera por la onomatología estaba destinado a ceñir aquellos laureles: Lucien Guitry.

     A Coquelin le preocupaban bastante las plumas; no sólo aquéllas que le permitían escribir atinadas consideraciones acerca de su arte(3), para demostrar que «el comediante es un artista, y tiene puesto en un Estado con los mismos títulos que los ciudadanos restantes». Sus preocupaciones de otra índole lograron éxito tan feliz que, luego de publicado el folleto en que las expresaba, desapareció «el prejuicio que hasta allí había estorbado que se condecorara a los cómicos», de suerte que «en la persona de sus sucesores, el autor Molière quedó reconocido por la Legión de honor como dignus intrare». Estas otras plumas vistosas [56] que Francia se decidió por fin a conceder a los comediantes harto más a regañadientes que otros países, halagaban, como él mismo dice, su vanidad francesa, herida al pensar que Inglaterra y Alemania, Italia y Rusia, Suecia y Austria, concedían a los representantes distinciones honoríficas de las que llegaron a participar los actores franceses, menospreciados en su mismo país: «Así pues, concluía el actor famoso, unas monarquías, y unas monarquías célebres por sus tradiciones aristocráticas, renuncian a formar con los actores una categoría aparte en la sociedad, en tanto que Francia, qué digo, la República Francesa, persiste en ello y ha de ser en la tierra clásica de la igualdad donde se conserve, embalsamándola con los más piadosos argumentos, desigualdad tan manifiesta».

     Por fortuna para Coquelin, él mismo pudo, y en su propia persona, ver abolida la costumbre, gracias a la decisión de un ministro que el día menos pensado exclamó en su idioma, parodiando, sin saberlo, a nuestro [57] Espronceda: «Que haya una cinta roja más, ¿qué importa al mundo?».

     Ganada, pues, una consideración, que no depende por cierto de cintajos y que muchos hipócritas, dignificando con su valía personal esta palabra que por su abolengo helénico no es denigrante más que cuando se aplica al que no sigue la profesión de las tablas, habían alcanzado de otras maneras, no podían los actores seguir quejándose de su oficio mas que por las propias quiebras e inconvenientes, en los cuales ya nada tenía que ver el concepto ajeno.

     Pero aún quedaba por resolver la cuestión de fondo. El actor ¿es algo más que un intérprete? Las que se llaman creaciones suyas ¿merecen propiamente este nombre? El ya citado Coquelin dedica folleto tras folleto a dilucidar la cuestión, inclinándose, claro está, por la afirmativa. Pone su énfasis en la dichosa palabra, en la palabra creación.

     Hay que convencerse. Creación ya no quiere decir creación ex-nihilo; este sustantivo ya no admite el artículo la. Antes, cuando [58] se decía «la creación», todo el mundo, (y perdónese el modestísimo juego de palabras) todo el mundo sabía al instante lo que se quería decir. Hoy es otro artículo el que se le antepone: una creación. Y ya nadie sabe nada de nada. Y mucho menos si se le añade el adjetivo verdadera: una verdadera creación de Fulanita. O el calificativo última: la última creación de la moda. Todos creadores. Todos con el fiat en la punta de la lengua o en la de los dedos. Por culpa, pues, de una palabreja, hemos venido a caer en una serie de equívocos que en nuestro caso podría tomar muy bien la denominación shakespeariana de «comedy of errors».

     El gran argumento, «de hecho», en Coquelin está en las vicisitudes de una pieza en que se llevo a cabo no ya una creación sino una «creación inmortal», por el gran actor Frédérick Lemaître.

     Se trata de un melodrama L'Auberge des Adrets, tan olvidado hoy como los nombres de sus autores, Antier, Saint-Amand y Polyanthe, en que se plantó en las tablas un [59] personaje, Robert Macaire, que tuvo fortuna escénica y trascendió más tarde, con Daumier, a la plástica; el propio Lemaître cuenta el suceso:

     «La historia de este melodrama siniestro, convertido en bufonada, después de concebido en serio por sus autores, se ha desfigurado de tal suerte que acaso no carezca de interés el relatar los orígenes verdaderos de esa fantasía, que no había de ser sino el prólogo de una comedia llamada diez años más tarde a despertar con tanta fuerza la susceptibilidad de más de un Robert Macaire en elevada situación o de un Bertrand condecorado.

     «Cuando terminó la lectura, hecha en el teatro, me salí de allá con desaliento, pensando en el papel de Macaire, que había de ser mi primera creación. ¿Cómo lograr que aceptara el público aquella intriga sombría y tenebrosa, desarrollada en estilo todo lo contrario de académico? ¿Como realizar, sin mover a risa, un personaje groseramente cínico, asesino de carretera, espantoso como el ogro de los cuentos, que llevaba su impudencia hasta [60] rizarse las patillas con un puñal, mientras mordisqueaba un trozo de queso de gruyère?... Una noche, hojeando mi manuscrito, empecé a encontrar bufas todas las situaciones y todas las frases de los papeles de Robert Macaire y Bertrand, si se las tomaba en cómico. Participé a Firmin, mozo de ingenio, que, como yo, no se encontraba a gusto en su papel de Bertrand, la idea extraña, loca, que me había cruzado por la imaginación, y la encontró sublime. Pero había que librarse de proponer la transformación a los autores, persuadidos de que habían hecho otro Cid. Resueltos, sin embargo, a poner en ejecución nuestro plan a toda costa, convinimos Firmin y yo, en complicidad, los efectos que nos proponíamos poner en juego, sin comunicárselo a nadie; y llegada la noche del estreno hicimos una entrada que ni siquiera habíamos apuntado en los ensayos...

     «Nada se le escapó a la ávida sagacidad de un público sobreexcitado por espectáculo tan nuevo e imprevisto...» Se acogió a carcajadas [61] el indumento, la gesticulación, las exageraciones, hasta los puntapiés de los personajes confabulados, que representaban a lo grotesco en tanto que los demás prodigaban cándidamente el tono del melodrama. «Mlle. Levesque -cuenta Frédérick Lemaître- puso en el personaje de María, la infortunada esposa de Robert Macaire, la misma convicción que años antes había prestado a su creación de Teresa o la huérfana de Ginebra». El resultado fue tan brillante como imprevisto. De aquel difunto melodrama salió luego el Robert Macaire en que colaboraron dos de los primitivos autores, que supieron darse cuenta del error, y se pasaron al enemigo con armas y bagajes.

     La historia, que en parte he traducido y en parte he condensado, no tiene para mí total valor probatorio. El actor Lemaître lo que hizo fue interpretar el verdadero sentido de la pieza, que se les había escapado a los autores; o, en el mejor caso, hacer de autor e interpretar su concepción propia. Lo contrario dicen que ocurrió en España gracias al [62] ingenio de un autor, no de un comediante, con La venganza de don Mendo, que tanta fama ha llegado a conquistar. Según las crónicas semisecretas, cuchicheadas en los escenarios, La venganza de don Mendo era, en su origen, un drama serio de autor en otro tiempo aplaudido, proveedor de los Guerrero-Mendoza: el académico Juan Antonio Cavestany. No tengo inconveniente en decir el nombre, aquí, entre nosotros, porque tal vez la historia ande ya impresa, y porque, en todo caso, puede aceptarse como simple murmuración. Andaban los cómicos un tanto remisos, previendo un fracaso, cuando Pedro Muñoz Seca vino a conocer la obra y pensó que alterando un poco los versos y cambiando los «pezzi di bravura» en tiradas chistosas, conservando los efectos dramáticos, podría obtenerse un resultado magnífico. Y así fue. Estrenada como farsa y parodia de un género, con el nombre de Muñoz Seca, vino a ser uno de sus grandes éxitos. Ahora bien: años más tarde, el propio Muñoz Seca, vino a estrenar con ostentación otro drama, [63] La raya negra, que, con el mismo tratamiento, no habría dejado de ser otra obra maestra de comicidad. Pero el autor lo tomaba en serio y entre los cómicos no hubo uno con la perspicacia de un Frédérick Lemaître... o de un Muñoz Seca en el otro momento... y los anales del teatro en Madrid no registran en muchos años caída más espantosa que la de La raya negra. Allí no hubo creación, sino «la fin del mundo».

     Pero me aparto de mi camino, que era el de discutir, entre arte y oficio, cuál es la categoría del arte del comediante. Nadie puede negar que, por virtud del comediante, ha percibido, en las obras teatrales, bellezas maravillosas; pero, en mi opinión, tales bellezas son distintas de las que la obra encierra, visibles para todos en la simple lectura. Me refiero, claro esta, a las obras maestras, o, sencillamente, a las que tienen determinado y verdadero valor literario; es decir, a las que viven independientemente de la representación. Interpretando éstas, el actor o la actriz realizan su obra artística personal con un margen [64] amplísimo, con una variedad de efectos tan grande como pueda ser el número de los intérpretes y de las representaciones. Me explicaré.

     Yo leo el monólogo de Hamlet, y experimento una determinada impresión al saborear los versos maravillosos: To be or not to be... Pero acudo a una representación del Hamlet y a mi experiencia personal voy añadiendo otras. Veo a Zacconi, por ejemplo, rubicundo, corpulento, ancho para su altura, con largos bigotes caídos, sentarse en un sitial e ir declamando los conceptos de Shakespeare como si se le desmenuzaran entre los dedos; veo a Sarah Bernhardt, grácil, con su rostro pálido de Hamlet lampiño, inmóvil hacia el fondo de la escena, con un brazo en alto, cogido a la parte alta de una cortina, ensimismada, modulando su voz de oro; veo a tal comediante español, he olvidado su nombre, adelantándose al proscenio para consultarle al público las dudas de Hamlet en tal tono que parece imposible no escuchar, en traslado del ser o no ser con que el monólogo se inicia, [65] una expresión chulesca: o semos o no semos: ustedes, ¿qué me aconsejan? El mismo trozo dramático, el monólogo inmortal, me hace pasar así, cuando lo veo interpretado, por una serie de emociones ausentes de mi espíritu cuando lo leo y que pueden tocar en lo sublime o dar de lleno en lo ridículo. Todo ese territorio es el propio del comediante.

     Mas ¿no puede el arte de éste sacar partido de lo que no tiene sustancia propia? Ya hemos visto que sí, en el ejemplo analizado de Robert Macaire; y nuestra experiencia personal, por corta que sea, puede acumular ejemplos. Si vamos al teatro todos los días, no hemos de hacernos ilusiones: hemos visto una serie de obras teatrales que nos han entretenido más o menos, pero en las cuales apenas hemos hallado otra cosa que la gracia o la fuerza de expresión de un comediante; la armonía, harto menos frecuente, de un conjunto; la presentación escénica, tal vez ingeniosa: pero si leemos la comedia o el drama, no encontramos en la letra escrita nada de lo que nos divirtió o sedujo. Luego aquí, [66] se dirá, el comediante crea; hace algo de lo que nada es. Concedido. Pero cabalmente la cualidad de ese algo es lo que distingue la obra del artista.

     La cualidad del arte dramático, en lo que se refiere al actor, es cualidad delicada y exquisita, flor de un día, belleza efímera, no reproductible, que apenas se transforma en un apacible y vibrante recuerdo, como me ocurre a mí cuando pienso en el Hamlet de Zacconi o de Sarah Bernhardt, en la Morte civile de Novelli (ya ven que acepto el melodrama), en el Edipo de Mounet Sully, en La Cittá morta de Eleonora Duse, en la Doña Perfecta de María Guerrero, para no citar más que interpretaciones ya totalmente del pasado, cuya virtud, por grande que fuese mi elocuencia y por extremos que alcanzase mi habilidad, yo no podría comunicaros a vosotros, si no la experimentasteis por vosotros mismos, como yo la experimenté, más que como lo hago ahora, como nuevo e inexpresivo testimonio, que aceptaréis, como aceptaría yo la experiencia vuestra, pero que [67] no permanece, que no puede permanecer ni aun perpetuado en la pantalla, porque en este caso ya no es teatro sino cinematógrafo; porque le falta la centella de vida que el comediante hace saltar y que se apaga del todo, una vez caído definitivamente el telón.

     Belleza, pues, pero belleza efímera es la que el comediante produce, como si volviera realidad aquel verso de Petrarca:

Cosa bella mortal passa e non dura.

     Pasa y no dura lo bello que está destinado a la muerte; y la más sublime inspiración o el más refinado talento del cómico mueren con él, probablemente antes que él, están naciendo y muriendo día tras día. Leonardo da Vinci hizo una corrección a aquel verso de Petrarca, diciendo:

Cosa bella mortal passa e non d'arte.

     Así caracteriza a la inmortalidad de la obra de las otras artes, de las llamadas bellas artes, de las que no dependen de una interpretación y permanecen a través de los tiempos, [68] del verso y de la estatua, de la pintura y del palacio, de la composición musical y del objeto labrado preciosamente en materia preciosa; de lo que se puede ver hoy y mañana, de lo que una vez producido, es alegría eterna.

     En forma distinta, John Keats expresó el mismo pensamiento de Leonardo con su verso inmortal:

A thing of beauty is a joy for ever.

     Alegría, no para siempre, sino para el momento en que se produce, es el arte del actor, como lo son las más alegrías pasajeras en el curso de la vida. Alegría tanto más estimable cuanto mejor sabemos que ha de pasar y morir sin dejar más huella que un recuerdo igualmente fugaz. Aquí tenemos la grandeza y la servidumbre de este oficio, al que miramos con amor y en el que sólo quisiéramos ver el espíritu de renunciación previa que daría su pleno valor a la grandeza indicada. Mas, lejos de ello, tropezamos, aquí y allá, con vanidades tan desmedidas como explicables, producto de la confusión entre lo real [69] y lo fingido, que es el plano inclinado en que la «profesión» está siempre a punto de resbalar.

     Se ha dicho, con razón, que los grandes actores son más escasos que los grandes escritores. De un lado lo son porque en el gran actor esa tragedia de conocer lo perecedero de la gloria conquistada con el genio personal y el esfuerzo constante ha de ser fuente de amargura perenne; de otro, porque cuando ese contraste no se deja sentir en un espíritu, trocándose la tragedia en comedia de la que uno mismo es víctima y verdugo, por los medios propios de la comedia, despertadores de la risa, el que no llega a darse cuenta no puede llegar a ser un gran actor.

     La fama de buen comediante se alcanza muy pronto, se conserva muy difícilmente, se va perdiendo con rapidez; pero su fácil obtención mueve a muchos hacia una carrera al parecer llana y libre de preocupaciones graves, y en realidad propensa a degenerar en rutina, cansancio y hastío. Los escogidos son pocos, y los muchos que a ella se sienten [70] llamados, ¿de dónde salen, qué buscan, qué se proponen en su mayoría? Un gran actor francés de nuestros días, uno de los «animadores» con que hoy cuenta el teatro universal, desde su magisterio al frente de las primeras temporadas del Vieux Colombier, el admirable Jacques Copeau, ha escrito palabras definitivas, en un prólogo compuesto para cierta edición lujosa de la Paradoja del comediante(4), el tratado de Diderot, que sigue siendo uno de los escritos fundamentales para estudiar la psicología del actor. Dice así el comentarista: «Mas en cuanto pone los ojos en la condición del actor y en su carácter, Diderot cae en el extremo del pesimismo. Sólo ve formarse vocaciones para «una profesión tan hermosa» en «la falta de educación, en la miseria y en el libertinaje». Deplora que no sea puesta a contribución ninguna doctrina sana para suscitar lo que la naturaleza no llega a producir por sí misma: «Si tan pocos grandes comediantes se ven -dice- es porque los padres no destinan para el teatro a sus hijos; es porque nadie se prepara a entrar [71] en él mediante una educación iniciada en la juventud; porque una compañía de cómicos no es, como debería serlo en un pueblo que concediera la importancia, los honores, las recompensas que merece a la función de hablar a unos hombres que se reúnen para instruirse, una corporación formada, como todas las demás comunidades, por individuos sacados de todas las familias de la sociedad y conducidos a la escena como al servicio, al palacio, a la iglesia, por elección propia o por gusto y con el consentimiento de sus tutores naturales». Diderot podría añadir que los más propensos a tener sanas aspiraciones entre los aprendices de cómico, los menos rebeldes a las disciplinas, suelen ser también los peor dotados. Podría preguntarse si, en los actores, la fuerza del don natural no está en razón inversa de una determinada inteligencia y de ciertas virtudes, y si, por lo mismo, los comediantes más distinguidos, aunque presten al teatro la brillantez de sus personalidades, no vienen a ser, por regla general, los peores enemigos del arte dramático». [72]

     Hasta aquí la cita de Copeau que contiene, como se ha visto, una larga acotación de la Paradoja. Copeau pone el dedo en la llaga. Las premisas de Diderot han perdido en parte actualidad porque el teatro recluta sus milicias en todas las clases sociales, sin excluir las más elevadas. Pues bien, desde que la consideración humana ya no padece en lo social por la profesión del teatro, éste ha venido a ser, en parte importante, refugio no de miserables y libertinos, como apunta el maestro del siglo XVIII, sino de excelentes personas, muy a menudo, que no tienen otra aspiración, a sabiendas o sin haberlo puesto en claro, que la ociosidad. En España se denomina «trabajar» a lo que hacen los actores en el teatro. Pues bien, tanto, en España como fuera de España, muchos de los que son actores se dedican hoy al teatro «por no trabajar»; porque creen que bastan las dotes nativas, que frecuentemente se reducen a cierto natural desparpajo, para desempeñar un papel cualquiera, y si ese desparpajo les da algunos éxitos en piezas fáciles [73] e intranscendentes, cátate a Periquito hecho fraile.

     Por aquí veo yo cómo el comediante, para decirlo con la expresión empleada por Jacques Copeau, es «el peor enemigo del arte dramático»; del teatro, en suma. Pero no todos son así, (y yo sé que hay excepciones, y conozco a esas mujeres, a esos hombres excepcionales, y podría nombrar a unos cuantos, allá en España y aquí en México), y ellos mismos serían los primeros en adherirse a mi opinión, si hablaran con perfecta sinceridad.

     Puestos a elegir compañía, o, como se dice en términos teatrales a «formar», esos hombres y mujeres excepcionales, en cuanto les mueve un verdadero interés artístico, ¡cuán poco logran para los sinsabores que les cuesta! Y lo general no es que esos espíritus escogidos formen compañías, sino que las forman los otros, los de las dotes de espontaneidad y desparpajo que quieran hacerlas lucir, y para ello busquen todo lo que pueda contribuir al propio lucimiento. Una compañía teatral se ve como una orquesta, en que cada instrumento [74] tiene su timbre y del juego armonioso de todos ha de salir la sinfonía en lo que con significado especial se llama «concierto». A lo que nos ofrecen las compañías al uso se le podría llamar, mejor, «desconcierto». Entre los instrumentos de una orquesta es ley que uno lleve, en determinados momentos, la voz cantante; pero todos son igualmente útiles y necesarios.

     En el concepto de una compañía teatral de las que solemos ver, hay predominio de solistas. Se ha pasado del actor al divo, sin que éste, en todas las ocasiones, tenga ese lujo de facultades de que alardean las estrellas o los asteroides del bel canto. Por lo general, el jefe de compañía al uso, viene a decir, como el matador de cartel frente al toro en el trance supremo: ¡Dejadme solo! Y cuando al frente de la compañía aparece no un hombre, sino dos, es decir, un trasunto de la pareja paradisíaca, un Adán y una Eva, aquella soledad, que ya no es la del ñaque de nuestro teatro primitivo, tiene un aspecto más desolado aún, y viene a ser lo que el poeta del siglo pasado [75] exclamó en un verso, que está pasando, probablemente, a la inmortalidad: viene a ser «la soledad de dos en compañía».

     Ya sé que la malicia ajena puede ver aquí alusiones concretas de las que estoy muy lejos. Declaro que no pienso particularmente en nadie y que tal vez exceptúo con plena conciencia y seguridad, a los mismos en que algún malicioso, probablemente movido por tendencias ajenas al arte, está ahora mismo pensando. Hablo en términos generales, después de una experiencia de un cuarto de siglo en el ejercicio de la crítica teatral, y mi experiencia, principalmente española, no descarta países extraños. Antes bien, si se hubiera de retraer, para inteligencia de todos, a términos más concretos, yo no vacilaría en presentar mi paradigma inmediato en ciertos conjuntos extranjeros; en esos que hacían sus «tournées» por España, para venir a América, o volviendo de América, con uno o dos nombres ilustres en la cabecera del cartel; a las de París, en especial, que juntan nombres nunca reunidos de ordinario en un cartel parisiense, para [76] dar a conocer la obra de éxito estrenada acaso por otros actores, o en el supuesto más favorable, por la «vedette», con otros «partenaires», o por los «partenaires» con otra «vedette».

     Pero esos espectáculos meteóricos no dañarían al teatro ni a la vida teatral como la dañan las «formaciones» locales llevadas a cabo con fines puramente crematísticos. El actor o la actriz que las encabezan están persuadidos de que el público es de su exclusiva propiedad. «¡Vienen a verme a mí!», es su persuasión; y cree que irán, sea cual fuere la compañía que tengan en derredor, y si no van echan la culpa al destino, a las rivalidades, a la decadencia del gusto, al cinematógrafo, a cualquier cosa menos a su propio afán de soledad en compañía que el público, a su manera, comparte, dejando el teatro en soledad.

     No hay que achacar del todo al afán de los primeros actores, empeñados en aparecer como unidad entre ceros, el desvío del público; es, no más, una de las causas de ese desvío, pero no deja de tener mucha importancia. [77] Si el actor se persuadiera de que el público no va a verle a él, sólo a él, sino que quiere encontrarse con algo más, mucho es lo que se adelantaría. Y la prueba de que algunos se dan cuenta del caso la tenemos en los aspavientos que, de pronto, hacen para atraer a la gente remisa. Ya buscan la obra de éxito -pero este tema se ha de quedar para otra charla- ya cambian de sexo al personaje, si hay precedente extranjero.. Aún recuerdo yo que, después del Hamlet de Sarah Bernhardt, pudimos ver en los escenarios españoles otro Hamlet femenino, incorporado ciertamente por una actriz de buenas carnes y hermosa presencia, opuesta en todo a lo que uno puede imaginarse, en el aspecto físico, del atormentado príncipe danés; y en lo espiritual, no digamos. Por fortuna ni a Novelli ni a Zacconi se les ocurrió desempeñar en la Dama de las camelias el papel de protagonista, que si tal hubiera sido su atrevimiento tendríamos por ahí, seguramente, más de una Margarita Gautier a cargo de galán bisoño o de primer actor maduro. Pero ¿quién sabe las sorpresas [78] que nos tiene reservadas el porvenir? Sobre todo, si los comediantes descubren, o recuerdan, que el travesti, en la mujer o en el hombre, se vio en el tiempo pasado con mucha frecuencia.

     Que el público va a ver, ante todo, al actor o la actriz, es verdad... hasta cierto punto. En primer lugar es necesario ver si va, simplemente. Luego hay que ver hasta qué momento va el público. Cuándo empieza el cansancio, en el actor o en los espectadores.

     No en vano pasa el tiempo. Y el actor, o la actriz, que para su atavío y composición tiene que consultar de continuo al espejo, se diría que no encuentra ante sí el cristal azogado que le devuelve la imagen real, con sinceridad implacable, sino el propio espejo de Maya. No ve ya la arruga, o la grasa, o la fatiga, sino una imagen de juventud que pueden sólo dibujar la sangre y la vida, nunca lápices y coloretes. Estos ayudarán a la ilusión, colaborando las candilejas, durante unos años más cortos de lo que uno se imagina; pero no crean la ilusión en los demás. Si acaso en el actor o [79] en la actriz interesados, y quieran Talía y Melpómene que así ocurra, porque el darse cuenta un actor del arribo inexorable de la vejez ha de ser una situación dramática más terrible por sí sola que las treinta y seis enumeradas por los tratadistas.

     La vida del actor que realmente lo es y se da cuenta de lo que le exige y de lo que le ofrece en cambio su arte, tiene mucho de heroica. Nadie suele ver un héroe anónimo en quien lo más lejano y aborrecible es precisamente el anonimato. El que permanece fiel, a través de todas las vicisitudes y cambios de gusto, sin quejarse por la falta de trabajo, merece la consideración absoluta, la piedad que no pide ni acepta, la admiración que suscita todo aquello que es cabal y honrado. Lo malo es que la necesidad, la pícara necesidad, obliga a muchas cosas, y que, ante las urgencias de la vida, es necesario acudir a expedientes muy graves. Se comprende así que la gente de teatro en el desequilibrio económico actual, piense en acogerse al cine. ¡Si sólo fuesen los actores o las actrices de veras! Pero son todos, todos; [80] los que se lanzaron a las tablas «por no trabajar», atienden ahora a la pantalla «porque eso se paga bien». ¡Cuidado, de nuevo! Han contribuido a que el teatro se echara a perder. A ver si ahora nos echan a perder el cine. [83]



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El autor

Una frase de Lope.-Sumisión o independencia.-El repertorio.-Lo teatral y lo literario.-El teatro sin autor.



     Al hablar del cinematógrafo, hablábamos de un enemigo del teatro exterior y circunstancial. Cuando tratábamos de los actores nos las veíamos ya con enemigos internos. Inquiramos ahora cómo puede ser enemigo del teatro el autor, de quien el teatro no debiera ser sino expresión fiel y proyección exacta.

     Raro es el autor que escribe para sí, lo que le dicta su propia y señera voluntad: del que permanece inédito, bien puede afirmarse que no adopta esa condición por su gusto. Los más escriben para ser leídos, para ganar honra y provecho. Una vez, a los escritores franceses, en una de tantas enquêtes con que la prensa literaria llena espacios y procura atraer atenciones más o menos ociosas, se les preguntó Pour quoi écrivez vous? Hubo contestaciones en los dos sentidos, en el de por qué, y en el de para qué. Hubo contestaciones [84] ingenuas y contestaciones pedantes. Yo recuerdo la de un escritor, principiante entonces, y llamado a justa notoriedad, que se acogió al para: Pour quoi écrivez vous? Paul Morand dijo esto: «Pour étre riche et estimé».

     Ganar riquezas y estimación; las dos cosas juntas, si es posible, y si no, de una u otra, la que se pueda. Esta parece ser la norma del hombre que escribe. Jamás la pura codicia, que se satisface mejor y más presto por otros caminos. Y como entre la riqueza y la estimación son infinitos los matices y grados intermedios, el resultado que cada cual consiga puede convertirse, más o menos, en éxito o conformidad. Pero el hombre que escribe para el teatro, busque o no la ganancia, al parecer más accesible y pronta por ese camino de las letras que por cualquier otro, tiene que afrontar dificultades que en los demás no surgen y hacerles cara con decisión y acometividad especiales. No ya el editor con su criterio, en suposición de que lo tenga, ni el impresor con sus facturas, son valla entre el autor convicto [85] y confeso y sus presuntos lectores, aunque la obra teatral aspire también a verse editada e impresa. El autor teatral tiene otras trincheras que tomar por asalto, equivalentes a las que se oponen al escritor de otro género, pero más formidables, sin duda: el editor es ahora el empresario; el impresor, es el comediante; los gastos se acrecientan; los pareceres se multiplican, las resistencias se doblan.

     Pero, si llega el éxito, entonces todo se vuelve fácil. Y el éxito llega o contra la creencia de todos, es decir, porque el autor se imponga, o porque ceda a lo que todos le exigen, y el fallo supremo, el del público, dé su aprobación última a sus abdicaciones o complacencias. Porque el éxito, en suma, viene del público, juez no infalible pero sí inapelable. Ahora bien, el público... Recordemos a nuestro Lope de Vega, que habló, según afirman graves comentadores, mitad en broma, mitad en serio, es decir, en serio, porque la seriedad es cosa tan fuerte que no se amortigua con las mezclas y la broma queda siempre [86] en segundo lugar, como el azúcar con que quiere mitigarse el sabor áspero de una medicina violenta. Dijo Lope, en su Arte nuevo de hacer comedias(5), publicado en 1609:

                                                                                                                                                                  
Verdad es que yo he escrito algunas veces
siguiendo el arte que conocen pocos;
mas luego que salir por otra parte
veo los monstruos de apariencias llenos,
adonde acude el vulgo y las mujeres
que este triste ejercicio canonizan,
a aquel hábito bárbaro me vuelvo;
y cuando he de escribir una comedia,
encierro los preceptos con seis llaves;
saco a Terencio y Plauto de mi estudio,
para que no me den voces; que suele
dar gritos la verdad en libros mudos;
y escribo por el arte que inventaron
los que el vulgar aplauso pretendieron;
porque, como los paga el vulgo, es justo
hablarle en necio para darle gusto.

     Lope exhibe muy bien las reglas de los tratadistas, y se jacta de componer libremente sus piezas, por las cuales acepta el nombre de bárbaro, diciendo: [87]

                                                                                                                                                                  
Pero, ¿qué puedo hacer, si tengo escritas,
con una que he acabado esta semana,
cuatrocientas y ochenta y tres comedias?
Porque, fuera de seis, las demás todas
pecaron contra el arte gravemente.

     No afirma Lope que de las cuatrocientas y pico que llevaba escritas en 1609 sólo le satisficieran esas seis que nadie ha llegado a saber cuáles eran; más bien lo entiendo al contrario, en hombre que hace práctica de su arte, distinto del de los preceptistas y encaminado a lo que tan profusamente logró, a obtener el aplauso del pueblo: dice lo vano de las reglas, ante lo cierto de una realidad imperiosa que, desconociéndolas, no tiene por qué acatarlas.

     Y Lope lo dice desdeñándolas no por reglas sino por arbitrarias e ineficaces, como establecidas por quien, sin tener acaso la práctica, se inspira en la observación de los antiguos y no sólo de los autores, sino de los preceptistas antiguos, y cree que más allá no hay perfección ni siquiera salvación posible. Lope, [88] que, sin ser un erudito redomado, conocía bien los clásicos, tenía una maestra mucho mejor: la vida, que le acariciaba, sin escatimarle arañazos, y le zarandeaba sin tregua, convirtiéndole en una masa dócil, que ella sabía modelar en formas muy bellas. Lope seguía el andar de su pueblo, en que el teatro, sintiéndose vivo, echaba por amplios cauces, sin aceptar canales y malecones de clásico aparejo. Un historiador literario(6) le saca larga cuenta de sus dislates: «La extensión a que Lope llevó... el sacrificio de las probabilidades y aun posibilidades dramáticas de la geografía, la historia, y hasta la conveniencia moral, salta a la vista con solo leer muchas de sus comedias. Pocas citas bastarán para probar este nuestro aserto. Los sucesos que forman el argumento de El primer rey de Castilla ocupan treinta y seis años, a mediados del siglo XI, y además se presenta un gitano antes que esta raza fuese conocida en Europa. En la comedia de Mudarra está toda la historia de los siete infantes de Lara; en La limpieza no manchada aparecen juntos Job, David, Jeremías, [89] San Juan Bautista y la universidad de Salamanca; y El nacimiento de Cristo presenta los dos extremos opuestos, la creación del mundo y la natividad del Salvador: esto en punto a historia; la geografía no sale mejor librada cuando dice que Constantinopla está a cuatro mil leguas de Madrid (en La doncella Teodor) o hace desembarcar a unos españoles en las costas de Hungría; y si de aquí pasamos a la moral, es difícil adivinar cómo Lope conciliaba sus opiniones en la práctica». Estos reparos de Ticknor en parte ya no se suscitarían, sobre todo los de orden moral, y menos aquél que se apunta del San Isidro en que «se considera como mérito y acto de santidad que el héroe robe el trigo de su señor para dárselo a las avecillas hambrientas». Y ¿qué pensarán los secuaces de ciertas ideas políticas modernas de este otro reparo: «que la conquista feroz y sanguinaria del valle de Arauco se proclama como timbre de una ilustre familia y un nuevo florón en la corona nacional?»

     Los otros argumentos, de faltas históricas [90] o geográficas, no se podían tener en cuenta por los días de Lope, como se tendrían hoy, en que el autor menos cuidadoso pone empeño en evitarlas, sin conseguirlo del todo en muchos casos, y los ejemplos de muy recientes y aplaudidos dramas en verso o prosa se me agolpan en el recuerdo y he de esforzarme mucho para no alegrar con algunas citas la aridez de esta disertación. Pero ni a Lope se le alaba por esos lunares, ni en los escritores recientes se podrían señalar con escarnio, si no concurriesen con pecados aún mayores. El caso es que Lope llamando necio al vulgo y proclamando que se amolda a sus gustos, porque el vulgo los paga, viene a sentar una teoría más aceptada en general que los preceptos del Arte nuevo de hacer comedias y todos los de Aristóteles, Horacio, Manetti y Robortelo juntos. Saca a primer término, con humorística expresión, el gusto y la paga, y habla del vulgo, considerándole como dictador del primero y dispensador de la segunda.

     Con cambiar la palabra vulgo por pueblo se ennoblece y dignifica el tema. En el pueblo [91] entra todo; el vulgo es una especie de selección al revés. Podemos identificarlo con el mosquetero del siglo XVII o con los «estrenistas» de hoy; éstos suelen ser personas semi-ilustradas de la alta clase media; aquéllos... Dejo la palabra al autor antes citado «eran los que formaban la parte temible y bulliciosa del auditorio y los que generalmente decidían de la suerte de las comedias nuevas. Uno de ellos, zapatero de oficio, ejercía en 1680 un despotismo completo sobre la opinión de todos sus compañeros... Otro, a quien se le ofrecieron en una ocasión cien reales por favorecer el éxito de una comedia nueva que debía representarse, contestó con altivez que vería primero si era buena o mala, y después la silbó». No eran, pues, gente sobornable, sino, lo que es acaso peor, muy segura de su propio juicio. La parte sobornable, lo que hoy llamamos «los alabarderos» o «la claque» es otra categoría, que puede contarse entre los empleos del teatro y en la que suele haber aficionados buenos y aun aprendices de poetas que, lejos de recibir soldada, pagan un tanto al jefe, [92] comprometiéndose sólo a aplaudir lo que éste les mande, pero sin hipotecar su juicio y apreciación.

     Antes de llegar a aquel vulgo, el autor en cierne ha de pasar por otros desfiladeros. ¿Qué es el empresario, por lo común, sino la flor, nata y espuma de lo vulgar? No quiere obras que gusten, sino obras «de las que gustan»; esto es, que se parezcan a otras ya probadas y bien recibidas, de las que él llama obras «de dinero», en las que puede encontrar, con el mínimo riesgo, su negocio. Y cuando ya el autor sabe «cómo» ha de escribir para vencer esa barrera, se encuentra con el comediante, que le pide, sobre todo si es mujer, con todos los halagos y caricias posibles, una obra de lucimiento. «Hágame un papel» como quien se encarga un traje a medida. (Y hasta llega a decir: «Un papel en que yo no salga de escena en los tres actos»).

     Ello, en sí, no está mal. El autor que sabe cuál es el comediante llamado a interpretar la comedia, puede aprovechar las dotes peculiares de aquel para obtener sus mejores efectos; [93] pero como esas dotes no suelen ser de una gran riqueza, si continúa de proveedor, cae en la tentación de repetirse y escribe, con diversos títulos y con ligeras variantes, la misma obra durante años y años.

     Esta es falta que se advierte en los países de producción copiosa y desde luego en el teatro español. Lope había compuesto, en 1609, 483 comedias; sabemos que nunca dejó de escribirlas, conocemos unas 500, tenemos de otras unos cien títulos más, y, si atendemos a Montalbán, discípulo y panegirista suyo, hubo de escribir 1800. Ya la cifra de las que hemos llegado a enumerar nos parece extremadamente subida, en relación con las atribuibles a los autores de otras naciones, sin que en ellas faltaran poetas fecundos, como Hardy, en Francia, imitador de los españoles hasta en lo desbordante de la producción. Pero de las comedias conocidas de Lope, salvando las abundantes obras maestras, puede afirmarse, con Valbuena, que «la rapidez de composición hace que muchas comedias sean más bien gérmenes geniales, con el oasis de una escena [94] asombrosamente poética en un desierto de lances adocenados». Los autores modernos en español son todo lo que se quiera menos escasos: Bretón de los Herreros, Ventura de la Vega, Echegaray, Benavente, los Quintero, Arniches. Para dar abasto acuden a todos los medios, la colaboración, la traducción, la adaptación; y más todavía a uno que no se ha caracterizado bien: la colaboración consigo mismos, la adaptación de los propios hallazgos, la repetición, en suma, equivalente a lo que antes dije: a dar, con diversos títulos y ligeras variantes, una misma obra durante años y años. Y esto no es ni mucho menos exclusivo de España, aunque en el teatro español se manifieste con caracteres más agudos.

     Fecundidad en los autores que revela una circunstancia de la vida teatral: la facultad devoradora de un público, que da carácter efímero a las obras teatrales. Se le pide al autor la obra nueva, sin reparar en lo que sea propiamente la novedad. Las circunstancias de la vida no le consienten madurar con holgura su pensamiento. Ha de responder a la demanda [95] con rapidez, y de ahí que acuda a los expedientes mentados, y muy señaladamente a la colaboración. Ahora bien: las obras maestras de la humanidad son obras unipersonales, jamás de autores conjuntos. La colaboración ha producido obras estimables, nunca labores insignes. Mas los autores modernos de éxito piensan sin duda lo que aquel traductor catalán de El sí de las niñas, de Moratín. «Está mejor que el original, afirmaba, porque cuatro ojos ven más que dos».

     La repetición reiterada viene a dar aspecto de novedad a los carteles y suple la falta de un repertorio. Nuestro teatro no ha ido separando, más que en pequeña escala, las obras maestras, para poder estudiarlas de continuo y hallar en ellas modelos constantes, no para copiarlos y reproducirlos sino para saber lo que ya está hecho definitivamente, y darse cuenta del cómo y el por qué. Propiamente hablando, en el teatro español sólo existe una obra de repertorio, hecha por todos los cómicos, por todos los aficionados, sabida de memoria, en largas tiradas o en breves acotaciones [96] por los más ajenos a la vida teatral y recordada a propósito de cualquier acontecimiento, como si para todos guardase una posible alusión como dicen que ocurre, en la vida moral, con el Kempis o Imitación de Cristo: el Tenorio de Zorrilla. Y existe, eso sí, un repertorio de zarzuela; es decir, que los más enemigos del repertorio dramático lo admiten ya en cuanto se le mezcla con un poco de música.

     Pero el verdadero repertorio, a la manera de la Comédie Française no existe, ni tampoco esto es peculiar de España. En otros países ocurre otro tanto, paliado apenas por el culto que en ellos se guarda hacia una figura, como la de Shakespeare en Inglaterra. Los nuevos escritores han de llevar, y así debe ser, el peso de la vida teatral; pero ¿cómo no conservar lo antiguo, siquiera para escuela de actores? Si han de representar teatro moderno, se dirá: ¿cómo puede darles buena escuela el antiguo? Los sentimientos no son modernos ni antiguos, sino eternos, humanos, y no dependen del traje, aunque algunas farsas recientes lo hayan [97] pretendido con donosura. Así, la comedia antigua enseñará a los autores, en parte, lo que deben hacer, y, en parte, lo que deben evitar, cosa tan importante como la primera.

     Peligrosa escuela, además, la del teatro antiguo, para actores que por ninguna escuela han pasado, o no han podido, en las que tuvieron, encontrar otra cosa que algún director de escena para realizar una obra elegida a capricho. Escrito en verso, el teatro antiguo tropieza además con una tradición trocada en rutina, tan grande que dificulta la formación de un sentido moderno para decir el verso manteniéndolo como lo que es: verso, y no prosa partida en renglones desiguales y adornada con unos consonantes o asonantes en las puntas. Cuando se quiso modernizar el verso antiguo se cayó en lo que tan graciosamente caricaturizaban los hermanos Quintero al hablar de un recitante que no daba importancia «ni a Sevilla ni al Guadalquivir». Todavía se recuerda a un actor, de mucho talento, por cierto manifestado principalmente en su madurez -había nacido para actor de carácter [98] y estaba especializado en galanes- que quiso representar, él, famoso en la interpretación de un personaje de Dicenta, el Juan José, la figura de Don Juan Tenorio como héroe del día. Verdad es que, si nos atenemos a la injusta y mordaz exégesis del difunto Valle-Inclán ese actor, antes, había conseguido, cabalmente en su Juan José, lo que nadie hasta él logró alcanzar: «Hemos visto en las tablas -decía el padre del Marqués de Bradomín,- muchos tipos cursis: hemos visto al poeta cursi, al financiero cursi, al militar cursi; pero al albañil cursi no lo habíamos visto hasta que Fulano hizo el «Juan José». El temor de hacer cursi al Tenorio le movió, probablemente, a convertir por el tono en prosa los versos inmortales de Zorrilla.

     Para los antiguos se recurre a cortes y supresiones, a veces muy justos, como exigidos por el tiempo; pero se recurre, sobre todo, a la refundición. La refundición, en España, ha sido a menudo no el medio de acomodar al gusto del día -o, por lo menos, al del refundidor- [99] una acción dramática, sino que ha servido simplemente al interés material. Siendo del dominio público las obras de nuestro teatro antiguo, al representarse no devengaban derechos; pero la Sociedad de Autores, valiéndose de un medio coercitivo infalible, cobraba derechos de representación, que iban directamente a sus cajas, o prohibía el «repertorio», entendiéndose por tal toda representación de obras modernas escritas por los asociados. Ante semejante conflicto surgió la idea de las «adaptaciones» con las cuales, reducidas en el caso más favorable a unos cuantos cortes, pero expuestas siempre a una colaboración que podía no hacerle gracia ninguna al autor muerto, los derechos iban, por intermedio siempre de la Sociedad, al adaptador o al jefe de compañía que pensaba lucirse en un papel. Esto era en muy pequeña escala, porque nadie estaba obligado a representar comedias antiguas; pero la titular del Español sí que lo estaba, y a imitación de ella, algunas que querían presumir, o en la que flojeaban de pronto las [100] obras nuevas, tenía que acudir a tal expediente.

     Sin contar con los poetas especializados en tales adaptaciones, a quienes les parecía más fácil «colocar» una de ellas que sacar de propia Minerva obra original. El caso es que se hacían frecuentemente suprimiendo cosas esenciales, que no servían para la representación, pero que, sabidas por muchos de memoria, se echaban de menos, con ser puro ornato, a veces por quien menos daba que sospechar. Yo recuerdo en una representación de La vida es sueño, y en la escena primera, haber estado en un palco lleno de niños, uno de los cuales, volviéndose indignado a mí, me gritó, llamándose a engaño: «¡Aquí faltan versos!» Efectivamente, la actriz se comía todo aquello del rayo sin llama, del pájaro sin matiz, del pez sin escama, del bruto sin instinto natural, y también lo decorativo al describir la prisión de Segismundo:

                                                                                                                                                          
¿No es breve luz aquélla,
caduca exhalación, pálida estrella, [101]
que en trémulos desmayos,
pulsando ardores y latiendo rayos,
hace más tenebrosa
la oscura habitación con luz dudosa?

que era tanto como haberle quitado al Sagrario de la Catedral de México, por mero gusto, su gallarda ornamentación profusa.

     Se me dirá que el autor no tiene culpa en esto, y ello es evidente; pero la culpa va toda al que hace de autor, creyendo que puede transformar así lo que hubiera debido merecerle respeto. Y no es sólo en España donde la adaptación de un lado y la torpe declamación de otro nos desvían a menudo de bellezas indudables. En Francia, donde los escritores dramáticos cambian una posible fecundidad por una elaborada construcción que aspira a encontrar nuevos perfiles psicológicos en los caracteres, el repertorio impone, es verdad, la representación frecuente de sus clásicos. Pero ¿qué no se ha dicho, por ejemplo, de las veladas de la Comedia Francesa? ¿Qué no se ha discutido acerca de un sistema declamatorio [102] que toca en la ampulosidad o desciende a la pronunciación familiar que desfigura los versos, muchas veces sin otra causa que el olvido del papel que en el alejandrino clásico desempeña la pícara e muda?

     Estas cosas no llegan al gran público, sin embargo, que no se altera por e muda condenada injustamente a definitiva mudez, ni en España se indigna ante el llamado latiguillo, antes bien, advirtiendo desde el primer instante que ya la tirada de versos empieza a precipitarse por el tobogán que la conduce a la final pirueta, prepara las manos para secundar desinteresadamente con un aplauso la tarea propia de los alabarderos.

     Pero vamos de nuevo a nuestro tema presente, al autor, sin dejarnos arrastrar hacia el intérprete que, en el caso de serlo de un autor vivo, deja a éste responsable de sus excesos, por mal gusto natural, por ceder a lo que cree a propósito para el gusto del público, o por debilidad y complacencia ante el actor, o, más a menudo todavía, ante la actriz. Por grande que sea la autoridad del dramaturgo, [103] se le ve muchas veces acceder a lo que el histrión le demanda, sin ofrecerle mayor resistencia. Con ser quien era, Don José Echegaray, que vino al teatro ya maduro y con una categoría social imponente, cedió con frecuencia a sugestiones de sus intérpretes, sin hacer uso de su autoridad, que hubiera debido ser indiscutible. En uno de sus dramas la protagonista moría al final. No recuerdo ahora cuál era aquel drama, y la circunstancia de la muerte de la protagonista no contribuye mucho a dar luz, porque tal solía ser el desastroso fin de las heroínas echegarayescas, o el de sus héroes, o el de una y otro, porque, al fin, Echegaray escribía dramas y los escribía en el siglo XIX. Pero no importa el título. El caso es que, viendo desplomarse a la heroína, un personaje secundario exclamaba: «¡Muerta!» Pues bien: la actriz que encarnaba el papel principal era nada menos que María Guerrero, gran actriz sin discusión posible, pero no asistida siempre por el mejor gusto ni dócil en todo caso al buen consejo. A la actriz le gustaba ser ella la que dijese la última frase; [104] caía, y al escuchar la exclamación transcrita, «¡Muerta!» se incorporaba, cogía por el antebrazo a dos actores inclinados sobre su cuerpo, y exclamaba: «¡Sí, muerta!» Con lo cual podía ya morirse del todo y recoger para sí el aplauso entero, que, sin duda, le correspondía. No es esto desafuero del actor, sino tolerancia del autor, incapaz, por complacencia o por lo que fuere, de evitar un ridículo que cae de modo inflexible sobre su obra.

     No hay para los autores dramáticos más juez que el público, ante el cual se presenta la comedia o el drama sin haber pasado por otro tamiz que ofrezca alguna garantía de acierto, porque el juicio del empresario o del actor no siempre logra desprenderse de consideraciones interesadas, y, hasta ahora, apenas se le ha encontrado sustitutivo. Ellos, si tienen un lector que sea persona de juicio y experiencia, no se obligan a seguir su consejo, que, por otra parte, tampoco puede ser infalible. Mayores seguridades ofrece, en teoría, el llamado comité de lectura. Allí donde lo hay, los autores saben que unos hombres expertos [105] han de juzgar previamente su obra; pero los resultados han sido más de una vez fatales, y, en Francia, por ejemplo, el comité de la Comedia Francesa ha dado por admisibles producciones destinadas al más rotundo fracaso y ha rechazado algunas, que estrenadas después en otro recinto, han triunfado ante el público, llegando, con el tiempo, a figurar en el repertorio del gran teatro oficial. El crítico Sarcey, representante por muchos años del sentido común, aburguesado todo lo que se quiera y opuesto a innovaciones que hoy, después de verlas triunfantes, nos parecen inocentísimas, escribía en 1868(7) lo que sigue:

     «Quizá tengamos en este momento, en nuestra literatura actual, tres o cuatro obras maestras. ¿En dónde paran? No lo sabemos. Están esperando que la posteridad las toque con sus pulgares. La crítica es la que, a fuerza de darle vueltas a una obra, contemplándola en todos sus aspectos, descubriendo en ella sin cesar nuevas bellezas y poniéndolas de relieve, acostumbrando a los hombres a prosternarse admirados ante ellas, haciéndolos plegarse, [106] día tras día, aun al respeto de flaquezas e imperfecciones, llega a constituir la obra maestra que antes no existía o que, por lo menos, sin la crítica no hubiera podido verse. La mitad de las obras maestras que adoráis, a nosotros nos pertenece».

     Exagera, sin duda, Sarcey, el papel de la crítica, que harto logra cuando es testimonio y guía del gusto en materia literaria; para él, la obra literaria no es nunca, desde un principio, obra maestra, pero lo llega a ser, si tiene condiciones para serlo y no permanecen ocultas. «La Comedia Francesa, dice, no rechaza, pues, obras maestras por la buena razón de que no las hay como no sean centenarias. Hace lo que puede para conservar la grandeza del arte, cuando da al público de los aficionados y los exquisitos, obras acomodadas a su gusto presente. Los escritores que se quejan por haber sido rechazados, formulan un raciocinio cuya premisa mayor no está probada ni mucho menos. Arrancan de este axioma:

     »-Mi comedia es excelente; me la rechazan; luego... [107]

     »¡Su comedia excelente! ¿Y usted qué sabe?

     »De eso, precisamente, se trata. El comité la rechazó, justamente porque no le parecía de tal excelencia. Su argumentación no tiene pero.

     »-La comedia que acaba de leernos es execrable; la rechazamos; luego...

     La endemoniada premisa mayor sigue estando en litigio».

     Acaso no plantea Sarcey con toda exactitud el raciocinio de los señores del comité de lectura, que más bien es éste:

     -Por parecernos execrable, rechazamos esta comedia; luego es execrable.

     Mas, con todo, él aboga por su conservación: «Tal como está organizado, concluye, tiene los defectos inherentes a toda institución humana. Pero el caso no es destruirlo; habrá que reemplazarlo. Y cuanto se invente, cuanto se ha probado ya, expone más todavía a posibilidades de error, a prevenciones y parcialidades. Conservémoslo, pues, no como perfecto, que la perfección no es de este mundo, [108] sino porque, en el momento presente, es imposible hallar cosa mejor.»

     Una renovación frecuente, mejor que una estabilidad peligrosa, por aniquilamiento, o cansancio, o posible abuso de influencia adquirida, habrá de ser, quizá, la garantía más admisible. Pero ¿quién es capaz de asegurarlo? En estas materias, tal vez no haya medio de reducir la parte del azar, de lo que llamamos azar, acaso por no conocer sus íntimas y sobrehumanas leyes.

     Como criterio de juzgador, los autores que de veras ponen su espíritu en sus obras tropiezan con un extraño prejuicio. Mas no todos los autores son de aquel temple. Un crítico francés, que al mismo tiempo es autor de comedias y ha logrado algunos éxitos, y hoy goza de la relativa autoridad que nuestros días consienten, días de desconfianza y temor, en todo contrarios a aquellos que conferían poderes dogmáticos, porque creían en las «reglas» y consideraban casi como a personajes sagrados a los que tenían por representantes y defensores legítimos de las mismas, un crítico [109] de ahora(8) con buena tribuna en la prensa, Edmond Sée, ha clasificado a los autores en tres grupos: primero, el de los que trabajan largo tiempo detrás de una idea, la realizan en su obra y callan después, mientras no hallan otra que expresar: artistas conscientes, respetuosos de su arte, reconocidos tardíamente, cuando han «pasado, ya, a la reserva». Segundo, el de los que siguen su pensamiento, pero cuidándose de no desagradar, produciendo regularmente obra tras obra, lo mejor que pueden. Tercero, -y cito ahora textualmente- el de los que «creen o prefieren creer que todo está dicho y se ha dicho muchas veces, en este mundo, y que, ellos no han venido a este mundo más que para recoger y desarrollar ciertas anécdotas, ciertas situaciones cómicas o dolorosas, conocidas tal vez, pero casi olvidadas, (aunque no del todo.) Lo suficiente para que, al volverlas a oír, no se experimente impaciencia, sino, por el contrario, un indolente placer, una perezosa gratitud. Porque: «Me parece haber oído ya eso» no quiere decir, por parte de los espectadores, [110] que lo vituperen, sino más bien que se muestren agradecidos al nuevo dialogador de la vieja aventura cuya repetición no produce cansancio.» A estos hombres, Edmond Sée los caracteriza así: «No blasonan más que de un propósito: escribir para el teatro; y de una ambición: adquirir, no ya reputación, sino cierta clientela. Su estética se cifra, como dicen los zapateros, en la façon,(en la mano de obra). Y la Belleza, para ellos, está en la obra más o menos bien hecha».

     Con otras palabras, el crítico francés habla aquí de los que cultivan la repetición de temas y asuntos, del propio que obtuvo éxito o del ajeno pescado en cualquier parte a que al principio me referí. Desde los comienzos del teatro es frecuente este tipo, y aun en escritores de primer orden lo vemos aparecer en el teatro primitivo. Los asuntos, los temas, los personajes, las situaciones, pasan de una mano a otra. Los romanos imitan y plagian a los griegos, que tal vez no fueran en todo originales, y que, desde luego, se imitaban entre sí. La Edad media está henchida de [111] traslados, de copias, de aprovechamientos y contaminaciones. El Renacimiento se complace en rehacer a los antiguos. Shakespeare va a las fuentes más diversas. Corneille calca a los españoles. Calderón refunde a Lope. Sólo la edad moderna exige y estima la originalidad. Con lo cual se ve hasta qué punto la originalidad merece estimación; porque, sin ella, tuvo el teatro genios universales, y una vez considerada como insuperable condición de la obra artística, el teatro los sigue teniendo, pero sin haber renunciado a los hurtos, transferencias y apropiaciones de antaño; procurando disimularlos, en los casos menos honestos, o confesándolos paladinamente en los otros.

     A decir verdad no es originalidad todo lo que por primera vez se halla, sino lo que llega a plena madurez como expresión del propio espíritu, con independencia del tema y asunto; y esto vale tanto para el teatro antiguo como para el moderno, y si todo el moderno fuera así, aunque no hubiese inventado nada, no habría por qué atacarle. Lo malo, lo [112] que surge naturalmente del «profesionalismo», es decir, de la vulgarización del oficio literario, en lo que toca a la dramática, es la abundancia de escritores de la tercera categoría, de meros practicones, de, como ellos gustan llamarse, «hombres de teatro». Todo gran escritor dramático es hombre de teatro, pero no todo hombre de teatro es grande, o es bueno, o es siquiera mediano escritor. Produce obras «que gustan», es decir, que le gustan al cómico, al empresario, y tal vez al público durante cien noches, pero ni una más, porque las obras de esa categoría tan abundante después de cien noches van a caer, total y definitivamente, en el olvido.

     Y aquí viene el prejuicio extraño con que suelen tropezar los autores de veras, los que, así escriban en la prosa más dura merecen el nombre de poetas dramáticos. El prejuicio de lo que es «teatro» y lo que no es «teatro». -¡Muy bien!, le dicen a un escritor que ha gastado veladas y meditaciones en acabar y madurar una obra. ¡Muy bien! Pero eso no es teatro. -Puede que no lo sea, y, efectivamente, [113] en ocasiones no lo es. No es nada más -ni nada menos- que poema dramático. Mas lo que le quieren decir, al rechazarle, es otra cosa: -«Eso no es teatro del que nosotros hacemos». -Con lo cual todos pueden tener razón. El poeta que terminó la obra con unos valores que no son los del mercado, y el mercader, que por nada quiere obligarse a tomar otra mercancía de resultados menos seguros que aquellos con que trafica y se contenta. Por detrás del enemigo del teatro que es autor de piezas adocenadas, asoma la cabeza otro enemigo, el que quiere vivir del teatro, no procurándole una existencia digna, sino explotando sus flaquezas, como un souteneur.

     Yo no exijo un teatro de obras maestras -ojalá pudiera exigirlo- ni que se arruine quien se conforme con vivir de un comercio que puede ser honestísimo y sin horizontes. Sólo denuncio las miras puramente comerciales, que establecen una oferta mezquina y quieren hacer pasar su genero por el único admisible. Si el consumidor se cansa, o se llama [114] a engaño, o busca otra cosa, ¡qué remedio! Y la oferta se viene a establecer, por la abundancia de teatros, en condiciones aún más precarias. Antiguamente, las varias modalidades teatrales tenían cada una su escenario peculiar, y el que quería llorar sabía dónde se lloraba, y el que gustaba de la trama y la peripecia sabía donde iba a encontrar la complicación y el misterio, y el que sólo quería reír también conocía el camino de su local a propósito. Hoy todos los teatros hacen el mismo género, todos los autores cultivan la misma especialidad. El cartel anunciador de la temporada en los teatros suele indicar los nombres de los autores en cartera o simplemente en promesa: todos lucen los mismos nombres para las «novedades». Y como, en un mundo que da tantos motivos para llorar, todos buscan, y muy en su derecho, ocasiones en que reír, todos los teatros anuncian la comedia de risa, más o menos entreverada de tendencia moral, o sostenida por alguna escena dramática que dé la impresión de una seriedad, de un peso, que, si en el fondo poco [115] importan, siempre tranquilizan un poco la conciencia del que no quiere confesar que lo frívolo le basta.

     Y dentro de la frivolidad ha de haber, aunque por los resultados no lo parezca, infinitas situaciones aprovechables, cuando en lo serio que es por definición más monótono, existen, según los tratadistas, por lo menos treinta y seis, susceptibles de combinarse hasta lo infinito. El libro de las Treinta y seis situaciones dramáticas, escrito por Georges Polti, que no oculta sus precedentes, ha tenido gran difusión, pero yo dudo que sea libro de consulta y breviario de los autores en ejercicio. Sobre todo de los autores cómicos, que ven delante de sí más amplio campo y aprovechan las ganas de reír que el público tiene y a las que corresponde como la flor del árbol al tiempo del año una floración de actores cómicos incomparablemente más abundante que la de actores serios. En las situaciones cómicas se da mayor margen a la improvisación del comediante, como si el germen de la «commedia dell'arte» no se marchitara [116] nunca; como si el autor no diese más que un pretexto, y en realidad pudiese haber comedia sin autor. Del estreno a la centésima representación va un abismo. Los actores se han tomado ya todas las confianzas posibles con el texto, y si el autor no ha ido noche tras noche al teatro, es capaz de no reconocer el engendro de su mente más que por vagos indicios.

     La sumisión de los autores a los comediantes y de los empresarios al que creen gusto del público, en realidad los celos, que impulsan a unos por el camino en que otros han sido afortunados, sin ver que, al perjudicarlos, ellos son también los que se perjudican, ha traído a triste situación, entre otras competencias, a la mayoría de los teatros. Los autores han sabido organizarse en algunos países para lograr ventajas económicas que han mejorado justamente su posición antes precaria y angustiosa, cuando dependían del comediante, como asalariados, o de una empresa que podía fallar, o de las usurarias «galerías dramáticas». Pero ese mismo bienestar económico, en [117] el que han hallado también plaza las preferencias y favoritismos, ha servido más tarde para engendrar, con un exceso de producción, una falta de exigencia del autor dramático para consigo mismo.

     La situación actual del teatro, reconocida, por supuesto, la existencia de escritores de primer orden y de ingenios distinguidos, capaces de abastecer dignamente al teatro moderno, con tal de no verse obligados a satisfacer una voracidad insaciable, que está en camino de encontrar pasto por otros derroteros, puede ser comparada a la que, en otras condiciones, se pinta con colores siniestros y se combate con saña en La comedia nueva o El café y en otros escritos de don Leandro Fernández de Moratín. El teatro de Moratín ha perdido en sabor con el tiempo lo que le sobra en candorosa sentimentalidad; pero aún guarda su polémica una indignación en que se ve a las claras cómo también entonces eran ya los poetas dramáticos, por desidia y abuso, enemigos del teatro, que no había de tardar, con el romanticismo, anunciado quizá [118] en alguna de aquellas descabelladas producciones, en lanzar de nuevo una gloriosa llamarada. «Estos son, decía en La derrota de los pedantes, los más en numero y los más insolentes, que pasan la vida atando en insufribles versos una polilla asquerosa, embadurnan y apestan el teatro con unas cosas que llaman comedias, compuestas de retazos mal arrancados de aquí y de allá, atestadas de más defectos que los originales que copian y sin ninguna de aquellas perfecciones que disculpan o hacen olvidar los errores de las antiguas. Éstos son los que por tanto tiempo han tenido y tienen tiranizado el teatro español; éstos los que empuercan diariamente los papeles públicos y éstos en fin los que haciéndose intérpretes de la nación que los tolera, se han atrevido al son de zambombas, chiflatos y cencerros a llorar las desgracias de la patria»(9)

.

     No fue Moratín el que en una comedia acabó con tanto mal, ni todo el teatro de su tiempo era así. Al lado de ensayos estimables en los grandes géneros, recogía todo el hervor de la vida popular española en maravillosos [119] cuadritos el ingenio privilegiado de Don Ramón de la Cruz en sus sainetes. Y no faltan, por ventura, saineteros equivalentes al glorioso antepasado; pero un teatro no vive sólo de sainetes, sobre todo forzados, intentan convertirse en comedias. Lo que acabó con las miserias señaladas por Moratín fue el florecimiento de unas generaciones de hombres bien dotados, que, inspirándose en el espíritu del nuevo siglo, reanimaran la escena decaída, encontraran otra vez el entusiasmo del público. Esperemos que nosotros mismos, o nuestros hijos, después de los desastres de una época tan trágica como la de aquel paso de una a otra centuria, podamos asistir a un renacimiento del teatro que ha estado moribundo tantas veces ya y que siempre, como el protagonista de un drama luctuoso, después de caer ultimado por el puñal o el veneno, ha sabido, levantarse y recoger en el proscenio aplausos y vítores. [120]



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Enemigos menores y aliados

Enemigos notorios y aliados posibles. -Cultivo de los propios medios. -Los géneros literarios. -La superstición de los clásicos. -Lo transitorio y lo permanente. -Caminos de salvación.

[123]

     Llamo enemigos menores del teatro a los que voy, no a enumerar, porque me figuro que son innumerables, sino a bosquejar aquí en breve resumen, porque no tienen la acometividad externa del cinematógrafo ni la fuerza de interior descomposición que implican los otros dos estudiados en las conferencias segunda y tercera. Alguno de estos menores enemigos, con todo, parece en ocasiones el más fuerte y temible; como que es, nada menos, el Estado, con el nombre que más antipático lo hace: el fisco. Las contribuciones que sobre el teatro pesan son tantas y tales que cuando ya no ha sucumbido a ellas es que no ha de sucumbir nunca. Quejarse sí; óiganle quejarse por sus órganos apropiados para lanzar quejas, que son casi todos. Entre impuestos, alquileres y gastos de toda especie, que se unen a la creciente demanda de salario por parte del cómico, a quien, por otra [124] parte, el sindicato protege para que ensaye lo menos posible (evitando abusos, es verdad, pero cayendo del otro lado y queriendo convertir en función mecánica lo que por esencia es variable, inseguro y arduo), la vida del teatro se desenvuelve mezquina entre mil asechanzas. Dejo hablar a un comediante famoso, trasladando sus palabras aquí con ligeras simplificaciones encaminadas a darles generalidad. Luego diré quién es el que habla:

     «¡Ay! -comienza- cuando se toca con la mano la desocupación de los cómicos y su miseria; cuando se considera el abandono del Conservatorio o la caducidad de los teatros subvencionados; cuando se siente uno presa del vértigo o de la vergüenza al pensar en ciertos teatros populares; cuando se intenta desenredar los lazos que pudieran unir al teatro y al cine; cuando se estudia el teatro radiofónico, o las medidas de protección a la infancia en escena, o las de seguridad contra incendios en los teatros; cuando se discute si en el patio de butacas se puede estar con sombrero o si se tiene derecho a silbar, [125] o si ha de haber prorrateo en la admisión de comedias, o la imposición de la red a los acróbatas, o los permisos a los actores titulares del teatro oficial; cuando se perora sobre la decadencia de la escenografía, sobre los decorados transparentes, sobre el tablado giratorio, sobre la arquitectura teatral o sobre la duración de los entreactos; cuando pasan al orden del día la baja de la producción o los impuestos del Estado; cuando se vuelve la atención hacia el horario teatral, hacia el sueldo de los primeros actores, hacia la etiqueta obligatoria en el vestir, el precio de los programas, la supresión de entradas de favor y se organiza el exterminio de los revendedores, o el aniquilamiento de las acomodadoras, o el guardarropa gratuito, esta cantidad de problemas que, como el fénix, renacen periódicamente de sus cenizas..., vemos que no ha adelantado apenas desde nuestros predecesores -iba a decir desde los más remotos orígenes- y que vamos a tener la oportunidad de legárselos intactos a nuestros sucesores». El hombre que habla nos va a decir ahora dos [126] cosas: una, que pudiera tranquilizarnos, si no viniese después la otra. Nos dice: «Todos esos pretendidos problemas, no son tales problemas; son males que pertenecen desde siempre a la profesión. El hecho de concederles importancia es testimonio de miopía segura: esos jeroglíficos, esas adivinanzas, se hinchan, aumentan de volumen y se envenenan gracias a los periódicos y a las conversaciones ociosas. En cuanto preocupan al público se puede asegurar que, por otro lado, hay un malestar más grave y que el paciente sufre importantes perturbaciones orgánicas».

     Es decir, que los verdaderos enemigos del teatro son otros, ajenos al teatro. Y que lo importante, para el hombre que habla, es, únicamente la relación estrecha entre «el hombre que habla, o sea el Autor» como él dice, y los que escuchan, esto es, los asistentes, el público. -Lo importante «es la obra escrita, la imaginación y el verbo del poeta dramático». Todo esto lo escribe, y lo ha publicado en un volumen que ha visto la luz recientemente, hará tres meses a lo sumo, no un crítico, [127] no un autor dramático, sino un actor, uno de los grandes comediantes del día, Louis Jouvet(10), es decir, uno de «los cinco», de esos cinco animadores que acometieron contra las puertas de esa Tebas teatral que venía a ser, con sus teatros oficiales y sus prestigiosos escenarios bulevarderos, la capital de Francia, consiguiendo, desde sus escenas «à coté» imponerse del todo: me atrevo a decir que no sin cierta «bulevardización» por su parte, ni sin colaborar, llamados a la Comedia Francesa para montar algunas obras del repertorio por el flamante administrador Edouard Bourdet, en la más alta escena oficial, con lo cual es probable que todos hayan salido ganando.

     Obsérvese que Jouvet habla de miserias, favoritismos, preocupaciones, mirando sólo al teatro francés, que nos parece floreciente modelo; que ese teatro, en el que hoy el gran intérprete de Knock o el triunfo de la medicina es figura principal, cuya autoridad ya no es, como la de sus maestros y compañeros de lucha, los Copeau, los Baty, los Dullin, los Pitoeff, enseña de rebeldía sino pabellón de [128] victoria, se ha impregnado de las enseñanzas y experiencias ajenas, aceptando y acomodando los ejemplos que le ofrecían desde sus respectivas zonas en la técnica teatral, en el apresto escenográfico, los alemanes y los rusos, quizá hasta los futuristas italianos y los pioneers de América, moderadamente, como acepta siempre el francés lo que no es genuino suyo; que, para nosotros, es el ejemplo inmediato, por la proximidad del idioma y el influjo de la cultura.

     Lo que no sería prudente, ni siquiera posible para nuestro teatro, es imitar de cerca lo que han hecho Jouvet y sus compañeros de lucha, con sus medios y, menos todavía, con las obras en que los han experimentado, pero sí contagiarse de su fervor y convertir, como ellos han hecho, los enemigos notorios en fieles aliados. Dignificar las profesiones, y escoger entre la producción teatral, no de preferencia la obra frívola, la que sólo por serlo ya encontrara su público, tal como lo encuentran el acróbata, el domador y el museo de figuras de cera, y dar a los actores disciplina, [129] respeto a su arte, preparación severa y flexible. En una palabra, hacer de nuevo que el teatro sea teatro, y no consentir que ande en poder de los que, todo lo más, son aficionados con cierta chispa. Aficionados a representar o a escribir, entregados a una inventiva improvisadora que puede fallar o a una inspiración que puede no acudir en el momento necesario.

     No creo yo absolutamente exacta la teoría expuesta en la Paradoja del comediante, que aboga por el actor en frío, cuyos efectos sean obra de aprendizaje tenaz y cálculo detenido; creo que éstas son condiciones indispensables, pero que el gran actor alcanza su puesto de ahí para arriba, y no por el solo arrebato momentáneo de unas facultades excepcionales. Y estoy persuadido de que no hay pormenor insignificante ni papel inofensivo. ¿Se puede confiar en nadie como en un individuo tan útil y modesto como lo suele ser el peluquero del teatro? Pues yo he visto peligrar el éxito de una obra probada, de una [130] obra maestra del teatro moderno, por un detalle capilar exclusivamente.

     Hubo en España un actor que, sobre todas sus condiciones, tenía la de una violenta simpatía personal. Gracias a ello pudo salir airoso en difíciles empeños. Pero un día tuvo que tomar parte en Casa de muñecas, de Ibsen, y, para dar carácter al personaje, se le ocurrió dotar de unas largas barbas negras al marido de Nora. Pues bien: el público que le era adicto, acostumbrado a su fisonomía abierta, de comunicativo gesto, apenas vio a Santiago Artigas con barbas, rompió estrepitosamente a reír, comprometiendo el resultado final, que no hubiera sido lisonjero, aunque si regocijado, si el actor, dándose cuenta, no se hubiese arrancado las barbas en el entreacto. Pormenor, ciertamente, que se hubiera considerado como un hallazgo en los tiempos del teatro naturalista, sólo con que el autor hubiera hecho decir al cómico en un inciso, que tenía necesidad de afeitarse.

     De sus enemigos examinados en estas conferencias el que con mayor interés ha de [131] atraerse el teatro para convertirle en aliado suyo es éste, el actor; porque sin él, no hay teatro posible. Lo hay, no cabe dudarlo, sin autor. En efecto, si se extinguiera la semilla del autor-dramático, y a nadie ya se le volviese a ocurrir el asunto de una comedia o de un drama, con todos los que ya están escritos bastaría para mantener vivos los carteles durante muchos años, hasta ver si el árbol de la poesía dramática empezaba a dar nuevos frutos.

     Frente al cinematógrafo invasor, la actitud del teatro tiene que ser otra. Puede, en primer término, aprovecharlo tal vez como auxiliar, en efectos de fondo, etc.; pero la dignidad del cine y sus aspiraciones a tener puesto entre las bellas artes no le consentirían tan secundario empleo. Ha de convencerse, pues, el teatro, de que, en cierto terreno, la competencia con el cinematógrafo es inútil; y será mejor que le abandone por completo el campo. Se llevará el cinematógrafo, por de pronto, en totalidad, ese público medio que encuentra insuficiente una representación [132] dramática, y con su ausencia perecerá el teatrillo mediocre, por fortuna, pues de otro modo iba a ser imperecedero. Seguirán teniendo su publico, y así está bien que sea, los actores unipersonales, o rodeados de pocas figuras secundarias e indiferentes. Los graciosos, procedentes del circo o próximos al espíritu de sus intermedios cómicos, entre los cuales se han dado, y se dan en todas partes, así en los music-halls ingleses y americanos, como en los cafés-concerts franceses, como en los teatros españoles de variedades, en los bataclanes del Río de la Plata o en las carpas de México, artistas de verdadero ingenio, desde Debureau hasta Cantinflas, con reservas inagotables de genuina vis cómica, no parece que estén cercanos a perder su prestigio. Sabido es que, en las épocas vacilantes, sólo perece lo que en las inmediatas alcanzó plenitud. Lo primitivo y lo avanzado, perduran. Y esos comediantes unipersonales, en que se perpetúa la farsa anterior a la constitución clásica de todo teatro nacional, han de salvarse ciertamente. [133]

     Se salvara también el teatro como tal teatro en dos direcciones. Una, acogiéndose a las salas íntimas, creando, a fuerza de refinamiento y selección de artistas conscientes, de primor en las presentaciones escenográficas, una especie nueva de snobismo que, superándose, llegará a tener fuerza expansiva y a ensanchar poco a poco su círculo de acción, a la manera de las sociedades filarmónicas, que han trabajado sobre lo que ya existía, pero dándole un aspecto de rito y exclusividad que, contentando los gustos de los que odian las mezclas de público y a la vez la aspiración de los que, sin odiarlas, sólo aspiran a gozar de la obra perfecta, sea el germen de futuros auditorios exigentes y bien preparados. La otra dirección ha de ser la vuelta al gran espectáculo de aire libre y de muchedumbre, con lo cual no puede competir el cinematógrafo ni aun reflejándolo. Nada igualaría a una representación que, con nuestros medios de ahora, nos diese algo equivalente a los espectáculos de la tragedia griega, de la comedia ateniense, en que un pueblo entero palpitaba [134] unánime. El auge moderno de los deportes ya es excelente preparación; en cuanto se llegue a definir el carácter propio de esos espectáculos teatrales considerándolos no como resurrecciones arqueológicas, que pueden tener su interés, sino, de manera primordial, como expresión de los tiempos, el teatro verá abrirse nuevos caminos delante de sí.

     Todo ello requiere tiempo y trabajo; y, sobre todo, hombres capaces de entender y poseedores de virtudes comunicativas. En el momento actual, y en nuestros países, apenas se ven, aunque no falten ejemplos e indicios. Alguna actriz nuestra ha cobrado, en España y en México, merced a unos cuantos espectáculos ocasionales cercanos a los que intento bosquejar, su verdadera talla y prestigio, empequeñecidos tal vez entre bastidores, telones y bambalinas. Pero estas grandes empresas de gentes al aire libre son menos realizables, por ahora, que los otros, yo diría, conciliábulos. De unos y de otros ha partido, en los países que marcan pasos nuevos en el teatro universal, el movimiento renovador. [135]

     O con la ayuda oficial, como, en Alemania, los Meiningen y en Rusia los teatros de los grandes iniciadores; o con una coterie adicta y estrecha, como en Inglaterra, aunque desde Italia, las doctrinas y ejemplos de un Gordon Craig; o con el público hastiado de vulgaridad e ingenuamente rebelde, que en los teatros menores de París alentaba a los campeones de la renovación antes de que pasaran a primer término y se les concediera beligerancia, el teatro nuevo ha ido encontrando su camino y ganando en consideración gradualmente. Una historia del teatro moderno de las que tan pródigas se muestran las bibliografías inglesa y americana, sobre todo, es, en primer lugar, una historia de estas tentativas, coexistentes con el teatro ordinario, que es el verdadero llamado a perecer en todas partes: el teatro de la repetición y la rutina, de la indolencia y la improvisación, de la taquilla y el divo.

     Yo no quiero de ningún modo sugerir la idea de que el nuevo teatro haya de ser anónimo y desinteresado en absoluto; antes al [136] contrario, estoy persuadido de que, financieramente, ha de manejar mucho dinero, y para su éxito cabal ha de sacarlo del público. Por eso insisto en que ha de formar, lo primero de todo, ese público; pero formarlo no exigiéndole una fe que es difícil prestar a lo no existente sino en derredor de realizaciones verdaderas, convenciéndole con obras, mejor que ilusionándole con promesas en las que no ha de estar dispuesto a creer así como así, después de los desengaños que cada cual, con mayor o menor experiencia, pueda anotar en el debe; y creo que el artista, al reclamar una misma excelencia en los empleos menores que en los más altos, ha de tener la consagración personal que sus méritos le granjeen.

     Ha de tenerla, sobre todo, el teatro como teatro, es decir, como género de literatura que es y nunca ha dejado de ser. Es necesario que el drama o la comedia interpretados tengan vida propia, independiente de la representación. Que sean teatro y drama a un tiempo, dando a estas palabras la significación que les dan los ingleses, o sea de vida escénica [137] y de valor literario; valor literario que no le falta ni al teatro cuyo diálogo no está enteramente escrito, como se ve en las «fiabe» de Carlo Gozzi, y en ciertos escenarios de las literaturas orientales, y que está ausente, por completo, de muchas obras minuciosamente dialogadas y llenas de acotaciones prolijas que se han representado con éxito de cien noches en los más considerables teatros de la Europa de hoy.

     Hay entre los espectadores que llamé semi-ilustrados instintiva desconfianza hacia lo que se les presenta como literario en la escena; pero la culpa no es de esos espectadores, sino de quien eligió como ejemplo de obra literaria lo que no es digno de tal consideración. Y también, ¿por qué no confesarlo?, del descrédito que sobre la palabra literatura han ido echando los propios hombres de letras. Es incalculable el efecto desolador que, repetido y asendereado, sin conexión con su verdadero sentido e ignorando su procedencia, ha venido a tener aquel verso famoso de Verlaine, [138] que fue un divino poeta y un ciudadano inadmisible:

Et tout le reste est littérature!

     Es necesario restaurar el crédito de la palabra literatura, que ha padecido como no ha padecido la palabra música empleada en sentido desdeñoso cuando se dice: ¡todo es música!, por no decir «música celestial», con lo que todavía se agrava el concepto, dándole hasta un leve tufillo de blasfemia.

     Literatura es, y ha sido, y ha de ser siempre el teatro, si quiere significarse con esa palabra algo grande y permanente, comparable a los monumentos que son orgullo de la humanidad y no a una simple pirueta de volatinero. Género literario, en que toma cuerpo una modalidad evidente y notoria. De los tres géneros, épico, lírico y dramático, en que clasificaban la poesía los preceptistas del pasado, el nuestro tiene personalidad tan propia y definida como cualquiera de los otros dos. Hoy no los limitaríamos a la poesía, o, mejor dicho, a la expresión versificada, porque ya sabemos [139] que la forma está sujeta a variaciones constantes y padece, como el hombre mismo, de cansancio y esterilidad pasajeras; mas, verso o prosa, los tres géneros subsisten como algo esencial, correspondientes a las tres personas gramaticales. El yo se expresa en la lírica, así en los versos de Shelley como en los versículos de Whitman, así en el aforismo de Pascal como en la meditación de Unamuno. El pronombre de tercera persona, él es alma de la épica, tanto en las octavas de Ariosto como en los capítulos novelescos de Balzac. A la dramática le corresponde el tú, que presupone interlocutor. Y así los tres géneros literarios muestran su relación íntima con el hombre en los tres estados en que puede hallarse: en soledad, consigo mismo; en ausencia, relativamente a los demás; en presencia con uno o con varios. Y lo que da verdadera grandeza a la obra literaria es el paso del singular al plural: él se convierte en ellos, cobrando universal sentido; tú, en vosotros, presentando a los demás, en una imagen, la propia de cada uno; yo en nosotros, suscitando íntimamente [140] en cada cual la identidad y cohesión espiritual que hace un solo ser de los hombres todos.

     El teatro moderno ha traído un nuevo personaje a primer término. Yo no es el actor, ni el poeta, ni el escenógrafo, sino el régisseur, un director espiritual, por decirlo así, salvando el equívoco. El, con todos los elementos en la mano, traza y combina lo más oportuno para que la obra representada adquiera su plenitud de significado. Ya no hace falta que el autor tenga una precisa visión plástica de su obra, como puede no tenerla de su relieve en la declamación del texto. Alguien velará por llevarlo todo a su más alto punto expresivo: pero ha de ser a costa de una total abdicación en sus manos. El régisseur es, en cierto modo, un dictador. El poeta permanece en el fondo, con su texto, susceptible de todas las interpretaciones y con fuerza bastante para sobrevivir aún a las mas arriesgadas. Lo cual, si se tiene en cuenta a qué extremos ha llega do la fantasía y por qué trances ha de pasar una comedia para lograr la impresión que el régisseur busca, es casi un milagro. Los [141] que formaron su gusto en la escenografía que podemos ya llamar clásica, la de los grandes teatros del siglo XIX y en sus continuadores naturalistas, que intentaban trasplantar a la escena, con todo detalle y accesorio, el espectáculo real de la vida cotidiana, y ven, por ejemplo, una presentación constructivista, hecha de ruedas y plataformas, andamios y puentes, creen haber perdido el seso. En verdad, se trata de tentativas, que muestran, por encima de todo, la inquietud y el descontento, la ansiedad de salir de lo rutinario y lo difícil de hallar una senda llana y segura.

     Esto en lo tocante a presentación escénica; que en lo atañedero, a elección de obras, los países que tienen menor abundancia de producción corriente son los que mayor empeño cifran en presentar las que el teatro universal les ofrece como tipos de experimentación según las normas nuevas, aún no llegadas a madurez.

     Del régisseur, que aún no alcanza nombre peculiar en nuestra lengua, -podríamos llamarle quizá escenificador- pero no hemos [142] sentido la necesidad del cargo ni ha surgido entre nosotros un hombre resuelto a asumirlo -tenemos el mejor retrato en el libro muy conocido de Gordon Craig, el primero de cuyos elementos, es un diálogo sobre El Arte del Teatro, escrito en 1905(11). Gordon Craig interpreta la palabra régisseur como «director de escena», o, mejor aún, «maestro en la ciencia de la escena». Director de escena, entre nosotros, es un empleo que ha existido siempre, como el de régisseur en Francia: así que al nuevo personaje, investido de la autoridad que se le intenta conferir, o que intenta él conferirse a sí mismo, hemos de llamarle de otra manera. Provisionalmente, pues, podemos darle el nombre de escenificador; porque el de animador ya se lo han apropiado ciertos simpáticos explicadores o «picoteros» que alegran con sus chistes y ocurrencias los intermedios de algunas funcioncillas de variedades, y el de creador, la verdad, nos parece comprometedor en demasía: ya hemos visto además que hoy son creadores lo que más abunda. [143]

     Para Gordon Craig en el teatro moderno, en el de mañana y en el de pasado mañana, mejor dicho, no hay más que el escenificador. Ni siquiera el poeta le merece otra consideración que la de un accesorio. El libro, para él, es la sepultura de la obra dramática. Esta sólo nace en el teatro y para ser vista. El escenificador de su diálogo dice que «Hamlet no está, por naturaleza, destinado a representarse. Hamlet y las demás obras shakespearianas son, leídas, obras tan vastas y completas que, si se las interpreta escénicamente, sólo pueden perder, y mucho. Las verdaderas obras teatrales de aquella época eran las Máscaras, los Espectáculos, ilustraciones ligeras y deliciosas del Arte del Teatro. Si los dramas de Shakespeare se hubiesen compuesto para ser vistos, nos parecerían incompletos en la lectura.

     »Ahora bien, nadie que lea el Hamlet lo encontrará aburrido e incompleto, mientras que más de uno, después de asistir a una representación del drama, dirá con sentimiento nostálgico: 'No, eso no es el Hamlet de Shakespeare'. Cuando nada se puede añadir a una [144] obra de arte, está 'acabada', completa. Ahora bien, el drama de Hamlet se acabó en cuanto Shakespeare hubo trazado el último verso. Querer añadirle el gesto, el decorado, los trajes y la danza equivale a sugerir que está incompleto y requiere perfeccionamiento». Y a la pregunta del interlocutor, que, juzgando por los argumentos transcritos deduce que ya no debería representarse el Hamlet, el escenificador lo contesta: «¿Cómo no? Seguirá representándose todavía de aquí a algún tiempo, y deber de los intérpretes será el hacerlo todo lo mejor que puedan. Pero día vendrá en que el teatro ya no tenga piezas que representar y cree obras apropiadas a su arte...»

     Gordon Craig, pues, limita la expresión «arte del teatro» a la representación dentro de las condiciones que él exige y con esa armonía de elementos que presupone: «He aquí los elementos con que el artista del teatro futuro compondrá sus obras maestras: con el movimiento, el decorado y la voz. ¿Verdad que es sencillo? Entiendo yo por movimiento, [145] el gesto y la danza que son la prosa y la poesía del movimiento. Entiendo por decorado todo lo que se ve, tanto en trajes e iluminación, como en decoraciones propiamente dichas. Entiendo por voz, las palabras dichas o cantadas, en oposición a las palabras escritas; porque las palabras que se escriben para ser leídas son de dos órdenes enteramente distintos».

     Claro está que todo esto lo ve Gordon Craig en un porvenir todavía muy vago, y que, mientras llega, las ilustraciones de su libro nos hacen ver, y su biografía nos lo confirma, la aplicación de sus esfuerzos a la escenificación de las obras shakespearianas, en primer término: de Julio César, de Macbetb, de Romeo y Julieta, de Hamlet, del propio Hamlet, que, según sus palabras citadas, con nuevas interpretaciones «sólo puede perder, y mucho». ¿Quién escribirá en lo porvenir esas palabras no para ser leídas, sino para formar parte, como una decoración o un mueble, de un espectáculo hecho para ser visto? Una de dos: o es un mueblista cualquiera, y las [146] palabras van luego al almacén de los armatostes, o es un poeta, y en tal caso, hasta «sepultadas» en un libro duran más que todos los escenificadores del mundo.

     Las teorías de Gordon Craig, expuestas muy ingeniosamente, y la existencia misma del autor, parecen a propósito para satisfacer las apetencias de snobismo más desenfrenadas. Y comparten con ellas este privilegio las de otros escenificadores, que cargan el acento en circunstancias accesorias más que en el centro mismo de la acción dramática que no puede ser otro sino el que señalarían no ya Gordon Craig, Adolphe Appia, Fucks, Reinhardt, Piscator o Tairov, sino el propio y genial Pero Grullo recién llegado de su pueblo: el drama, es decir, drama o comedia, la obra teatral compuesta en su gabinete por el poeta dramático, con independencia de la vida ulterior que los dictadores escénicos le deparen; vida tan diversa como el gusto o la formación estética de cada uno, pero palpitante sólo en la profundidad de la concepción dramática, [147] en la literatura: que lo demás es mudable y accesorio.

     Esto he intentado probar en el desarrollo de estas charlas que ya van tocando a su fin. Si así no fuese, ¿cómo admitir que el teatro sobreviviera a los ataques de tantos enemigos confabulados, consciente o inconscientemente, en su pérdida? Las teorías a que últimamente hice alusión más detenida, las de Gordon Craig, llegan a defender la existencia del teatro casi por el aniquilamiento de sus componentes, o, por lo menos, mediante la reducción de todos ellos a un conglomerado sin más razón de ser que la voluntad omnímoda del escenificador. Hasta un elemento de la importancia del comediante queda reducido en ese plan poco más que a un autómata, a lo que su promulgador y apóstol ha venido a llamar la supermarioneta.

     A Gordon Craig le extraña que un hombre pueda lograr éxito ante una muchedumbre «expresando los pensamientos de otro en la forma en que aquél los haya concebido» y esto después de extrañarse ante la cuestión [148] eterna de si es o no arte el del cómico, manifestando que, «si tal tema hubiese preocupado a los Maestros del Pensamiento le habrían aplicado el método mismo que al estudio de las demás artes, tales como la Música, y la Poesía, la Arquitectura, la Escultura y la Pintura». En efecto; pero hubieran podido ver la diferencia existente entre las artes que se comunican por intermediario y las que se ofrecen directamente al contemplador. Sobre todo en la música. Gordon Craig debiera de extrañarse ante un violinista que repitiera las notas compuestas por un músico, que, probablemente, no tendrá en el violín maestría comparable a la de su intérprete. ¿No sería mejor que, violín en mano, tocara lo que se le viniera a la imaginación o a los ágiles dedos, sin cuidarse de pentágramas en que ya habría muerto, o estaría «completa» la obra del compositor? El libro de Gordon Craig está lleno de paradojas y arbitrariedades como la que se apunta.

     En cuanto al comediante, va todavía más allá que Diderot en la que abiertamente llamó [149] «paradoja». Ya me referí anteriormente a este tratado, sin entrar en su exposición o discusión directa, porque no estaba ni está en mi propósito, pero tocando, según mi entender, a lo esencial. Diderot exige cálculo y frialdad al comediante que ha de expresar la pasión o cualquier movimiento desordenado del ánimo sin dejarse arrebatar por él para no introducir en su arte un elemento de perturbación. Gordon Craig no le cree capaz de sobreponerse a esos impulsos elementales. Le considera víctima de su irreprimible emoción. Las pasiones desatadas le descomponen el rostro, le alteran la voz. «De nada sirve decir, expresa, que la emoción es inspiración de los Dioses, y que eso es precisamente lo que el Artista, en todas las demás Artes, intenta poner de manifiesto; en primer lugar, ello no es exacto, y aunque lo fuese, hay muchas emociones fugitivas fortuitas sin valor artístico ninguno. Así es como, según hemos visto, el pensamiento del actor aparece dominado por su emoción, que llega a destruir lo que el pensamiento intentó crear; y triunfando [150] la emoción, los accidentes se suscitan, uno tras otro. De donde venimos a esto: que la emoción, creadora de todo en origen, pasa luego a ser destructora». Y no le falta ni la cita de Flaubert, no encaminada por cierto al arte del comediante: «Hay que levantar el arte por encima de los sentimientos personales y de la sensibilidad nerviosa». Ni la de Eleonora Duse: «Para salvar al teatro, dice Eleonora Duse, (por boca de Arthur Symons, en un magnífico estudio sobre la actriz) para salvar al teatro hay que destruirlo; es necesario que se mueran de la peste todos los actores y todas las actrices. Por ellos está la atmósfera viciada y el Arte imposible». Pero, este arranque de la Duse, ¿no es precisamente la explosión de un sentimiento personal (y sin duda pasajero), de una sensibilidad nerviosa? No admite Gordon Craig como buena la personificación de caracteres, que da en la copia fotográfica; ni ve aún la representación de los mismos, que ha de dar paso a la creación «consistente en gran parte en gestos y ademanes simbólicos». Y es posible que así [151] sea, aunque en lo de gestos y ademanes simbólicos recuerdo yo que en cierta velada de teatro artístico, en Barcelona, creo que en una obra de Adrián Gual, un personaje se adelantaba al proscenio y fingía llamar con los nudillos a una puerta ideal, que era el aire, o, mejor dicho, y más técnicamente, el cuarto muro, invisible para el espectador, pero existe para los actores, según ciertas concepciones teatrales. Pues bien: el gesto o el ademán de aquel actor al golpear la puerta inexistente tuvo una repercusión inesperada en el público, que imaginando quién sabe qué movimiento de escarnio, prorrumpió en aullidos feroces.

     No será ésta la suerte del actor futuro, según Gordon Craig, que en lugar de un actor sujeto a la tiranía de sus pasiones y sentimientos, o de una simple máscara, con su expresión fija, como ya se ha usado en el teatro y se sigue usando en los escenarios orientales, tendrá lo que él llama, provisionalmente, la supermarioneta, es decir, un actor de carne y hueso, pero semejante, lo más [152] posible, a la marioneta, que es, según nuestro autor, no un derivado de la muñeca sino «la descendiente de los antiguos ídolos de piedra de los templos, la imagen degenerada de un Dios».

     Sobre la marioneta escribe Gordon Craig algunas de sus mejores páginas; y no hemos de confundir estas manifestaciones semi-divinas que él sugiere con las que nos han deleitado en las giras de Vittorio Podrecca interpretando casi todos los géneros. A éstas se les ven demasiado los hilos, manejados desde los telares por los expertos dedos de los Gorno dell'Acqua, y se nota la colaboración, en el foso, de los artistas humanos -demasiado humanos-. El teorizante inglés de Florencia tiende a un tipo de actor deshumanizado a quien se le pueda encomendar la realización inalterable de esas concepciones futuras.

     Será difícil, sin embargo, prescindir de lo que ya el teatro lleva hecho, rectificar sus inmemoriales caminos. De esas nuevas teorías formuladas muchas de ellas antes de que el cinematógrafo hubiese logrado su expansión [153] actual, yo creo que el mismo cinematógrafo puede aprovecharse mejor que el teatro. Ya realiza, con sus directores omnipotentes, el ideal de escenificador que el teatro se muestra más remiso a reconocer. Lograda la diferenciación que tengo por indispensable, y por fatal, en un plazo más o menos largo, habrá que admitir en el teatro cierta imperfección, representativa de su propia naturaleza en que se acopian diversos elementos marcados todos con el sello de lo humano, y no presos en una inmutabilidad mecánica. A cambio de esa imperfección, dará a sus auditorios sensaciones, pasajeras, sí, pero incomparables a todo goce artístico que no sea el de la música ejecutada. Cada audición tendrá una personalidad viva, de impresión más poderosa sobre la sensibilidad del espectador, si éste se da cuenta de lo fugaz de su goce, no llamado a reproducirse jamás en condiciones exactamente iguales.

     Vivirá el teatro de la limitación de sus elementos, capaces sin embargo de variar hasta lo infinito el sabor de las grandes creaciones [154] -ahora sí, creaciones- del espíritu en la poesía dramática; y seguirán suscitándose éstas mientras la inventiva de la mente no se agote. Con esto quiero decir que no considero cerrada en una época la grandeza literaria, y que, aun en el pasado, podemos todavía descubrir, estamos días tras día descubriendo nuevas fuentes de gozo. Pero el pasado por sí solo no puede bastarnos y nada considero más vano y erróneo que la superstición de los clásicos. De alguno, que merece, en sus geniales aciertos, todo el culto que se le rinde, menor sin duda del que debiera obtener si se le conociese del todo, sabemos ya que confiesa «hablar en necio» y no sólo por donaire, sino porque siente sus flaquezas y concesiones ante la demanda indiscreta del vulgo. Puede que así no tenga que ser, pero así es el teatro. No deidad impasible, sino humanidad doliente y en ocasiones descarriada: más cercana por lo tanto a nuestra cotidiana humanidad, que cae para levantarse. Hay, y siempre hubo, en el teatro, una parte transitoria y otra permanente, que, si bien se mira, junta [155] en cadena de firmes eslabones lo más antiguo y primitivo con lo más moderno y avanzado. Las teorías que parecen más arriesgadas tienen mucho de resurrecciones, se apoyan, a lo mejor, en aspectos que parecían completamente superados y que aún muestran capacidades de posibilidad. El predominio de esas teorías sobre la vida normal en algunas épocas, marca, por decirlo así, las crisis de crecimiento. En nuestros días la aparición de otro género de espectáculo en que ya no es sólo el hombre intermediario entre el artista y el público, sino la materia y la mecánica intermediarias entre el intérprete y el público, causa mayor desconcierto y exige más detenida reflexión y serenidad para hacer el conveniente deslinde.

     Yo estoy persuadido de que por todas partes se marcan los caminos de la salvación, con una condición tan sólo: la de examinar cuáles son los medios propios y genuinos de cada arte, y llevarlos, con rigor y sinceridad, a la plenitud de su fuerza expresiva, conciliando en estrecha alianza a los que parecen [156] más irreconciliables enemigos. Y el que no es nunca enemigo del teatro, aunque hoy, al parecer, huya de él, el público, ha de cooperar sin duda al restablecimiento normal de los espectáculos, pero no tomando una iniciativa que no le corresponde, sino cediendo a la sugestión que la obra de arte le ofrezca, aun a costa de tardanzas y errores. «En las épocas grandes -dice Gastón Baty(12)- los dramaturgos tenían delante un público unido. Las muchedumbres que se estrechaban en las graderías de la cavea de Dionisos, ante los tablados de los misterios o en las oes de madera del Bankside, tenían un alma común, una sensibilidad acorde con la de los personajes, fe en los mismos Dioses, y reaccionaban unánimes ante las mismas cosas. Hoy una sala de espectáculo no acoge ya a un público, sino a individuos diferentes en educación, sensibilidad, creencias y en reacción unos contra otros. La obra dramática que había de representarse en ellos, con ellos, sólo se representa delante de ellos. Un arte dramático no es grande sino cuando poeta, intérpretes y espectadores [157] ofician en él, de consuno». Gastón Baty expresa en un tono muy conforme con sus tendencias un tanto místicas algo que es profunda verdad y que podrá obtenerse en épocas seguras y afirmativas. No muestra gran optimismo, por cierto: «Harto sabemos, dice, que ver otra vez aquello no podemos esperarlo. El cometido de nuestra generación no consiste en prender hogueras gloriosas en la colina sino en transmitir, a través de los siglos obscuros, la antorcha humilde que proteja la llama hasta el día en que una humanidad mejor haya merecido verla lucir de nuevo.

     La antorcha que Gastón Baty, con sus compañeros, sostiene, da en ocasiones destellos tales que parece precursora de un nuevo sol. Por otra parte, el teatro, como escuela de ficción que es, bien puede fingir, entre harapos, una brillante existencia que acaba por serlo en realidad si en la ficción se pone el fervor necesario y se lleva al ánimo de los espectadores que todo aquello es la realidad misma; no la realidad de una vida entera, que [158] sigue en el exterior con sus inquietudes y sobresaltos, sino la realidad de unas horas de olvido, de las que se puede sacar una sensación pasajera y consoladora de poesía y acaso una lección permanente de fortaleza.

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