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El testamento de Don Juan I


Teresa Arnoriz y Bosch






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Libro I


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Capítulo I

En donde se encuentra el origen de esta verdadera historia


El día 9 de octubre de 1390, salió por la puerta de Burgos, en Alcalá, una brillante cabalgata que abrían los ballesteros reales y cerraban los donceles de Castilla, precedida de un numeroso y alegre concurso. Todos iban de gala, todos de ceremonia; lo cual, significaba que el rey D. Juan I iba a la corte a presidir una de aquellas fiestas marciales que ya no existen sino en debilitados recuerdos.

El que nos queda del inmediato sucesor de Enrique II, se reduce a tener a la sazón treinta y seis años, y contar uno más de reinado que el fundador de su dinastía. Sabido es, que poco afortunado en la guerra, perdió en una sangrienta derrota el derecho que a la corona de Portugal tenía su esposa Doña Beatriz; pero que más afortunado en los tratados, aseguró sólidamente su trono con la alianza de Inglaterra, por enlace de su hijo D. Enrique con Doña Catalina de Lancaster. Por lo demás, feliz en sus afecciones de hombre, dichoso con la pompa regia que le rodeaba, cabalgaba D. Juan airosamente en un arrogante corcel, llevando a la diestra al célebre arzobispo de Toledo D. Pedro Tenorio, y a la izquierda al adelantado mayor de Castilla Alfonso Manrique de Lara, con los cuales afablemente departía sobre el objeto que de Alcalá los sacaba.

Era aquel, no propiamente un torneo, pues ni había reto ni capítulos, ni prez; sino simplemente unos juegos de lanza a la africana, carreras y escaramuzas a caballo que habían de ejecutar cien ginetes cristianos, último resto de los cautivos hechos en España por los árabes invasores, y que volvían de África tras un largo y penosísimo destierro.

Pero era tal y tan grande la fama de los Farfanes, que habían logrado presenciara y presidiera la justa el monarca castellano, la corte y todo lo que mas de pro y hermosura se encontraba en diez leguas a la redonda. Del vulgo no se hable; ese corría presuroso a tomar parte en la fiesta para animarla primero, y celebrarla después con su espansivo entusiasmo.

Un singular incidente ocurrió en la regia cabalgata a la salida de Alcalá. Espantóse el hermoso y lozano alazán que montaba el arzobispo de Toledo, con mas garvo y desenvoltura de la que era de esperar en sus años y sus hábitos. Pero tan diestro como el mejor ginete, y tan sereno como el hombre de más valor, lo contuvo con mano firme, lo hizo volver y alinearse dócilmente, colocándose de nuevo junto a D. Juan, asustado primero, y admirado singularmente después.

El Adelantado mayor, que a pesar de tener los cabellos blancos conservaba todo el vigor de la virilidad, le dijo con entusiasmo. -¡Sus! señor Arzobispo, bien regís ese bridón.- Hacemos lo que podemos, contestó el Primado con natural y mesurado acento. -Por Santiago bendito, reverendísimo padre, añadió jovialmente D. Juan, que no ha de faltar quien viéndoos manejar con tal brío y soltura el fogoso bruto que montáis, se pregunte si os encamináis al palenque como espectador o justador. -¡Quién sabe! respondió pronta y discretamente el Primado aceptando la benévola zumba del rey; quién sabe lo que aún puede suceder. Tal vez yo sea quien gane el prez en esta marcial jornada. -¡Oh! mucho me complacería el que se lo arrebatáseis a los Farfanes, replicó alegremente D. Juan; eso sí que sería tan nuevo como peregrino. Y siguieron por la llanura llevando sus caballos a un trote corto.

La mañana estaba hermosísima. El firmamento de un azul terso y brillante, no le empañaba una ligera nube. El sol derramaba torrentes de luz dorando magníficamente la campiña, no despojada aún de su gala y lozanía; y el Henares se percibía entre sus verdes orillas, cual ancha y ondulante banda de plata. Todo era bello, todo era alegre, todo estaba en armonía con la fiesta.

Don Juan paseó su plácida mirada por el ancho horizonte, por la estensa llanura, por la alegre multitud que en ella discurría; y sea que le incitara el movimiento, el ruido, aquella espléndida luz; sea que sintiera circular su sangre con más fuerza y aumentarse la vida en su corazón; ello fue, que sin ser dueño de contenerse, elevó el dorado acicate en el hijar de su arrogante caballo, y sacándolo a un rápido galope, gritó al Arzobispo mientras que atropellaba a los ballesteros: -A ver si entre los que me siguen hay alguno que me alcance. Y se lanzó como el rayó, alzando una espesa nube de polvo que lo ocultó a las miradas de su numeroso cortejo.

Al verlo partir como una flecha, la regia comitiva dio un grito de júbilo y se lanzó en su pos, esparciéndose y desordenándose por la llanura. Durante algunos minutos sólo se vio una espesísima polvareda, porque el campo por donde corrían con tan frenética rapidez estaba labrado. Luego, entre las sordas pisadas de los caballos y el crugir de las armaduras, se oyó un grito agudo y penetrante.

Aquel grito fue un ¡ay! que vibrante y dolorido oyeron los que más de cerca seguían al Rey. Todos reconocieron su voz; y al oír al Arzobispo que les gritaba para que se detuvieran, comprendieron que algún imprevisto y desgraciado accidente venía a turbar la alegría de la fiesta.

Todos pararon, el polvo descendió un tanto, y pudieron contemplar al rey D. Juan tendido, inmóvil, pálido, descubierta la cabeza; y el traje, como los cabellos, empolvados y en desorden.

El arzobispo de Toledo estaba de rodillas a su lado; tenía una de sus manos consagradas estendida sobre la frente del Rey, mientras, que con la otra sobre el corazón, buscaba un indicio de vida en un débil latido; pero aquel corazón no le daba. Sobre la tierra removida con los pies de su caballo, no reposaba más que un cadáver. El anciano Primado lo apercibió pronto, y con la cabeza inclinada reflexionaba en la súbita desgracia acaecida, y en las muchas que con ella iban a sobrevenir. De prisa murmuraron sus labios una plegaria por el que en aquel instante comparecía a la presencia de Dios; concentrándose después su pensamiento en la tierra donde un trono acababa de estremecerse y estaba un niño llamado a ocuparle.

Pronto el anciano Primado y el difunto Monarca se vieron rodeados de la regia comitiva de D. Juan, que al punto comprendió la verdad. Pero D. Pedro Tenorio levantándose cuando oyó al Adelantado mayor decir: -¡El rey ha muerto! contestó con voz fuerte y sonora: -¡No! no ha muerto el rey! Está sí, en gravísimo peligro; roguemos, pues, a Dios que lo salve, y vamos a socorrerlo prontamente.

Y con una energía estraordinaria; con un poder abrogado osadamente; con una presencia de espíritu asombrosa, y una oportunidad singular, el Arzobispo dio tantas órdenes cuantas eran las medidas que en aquella deplorable desgracia se hacía necesario tomar. Por su mandato se alzó instantáneamente una tienda en aquel mismo sitio y se trajo del alcázar lecho, ropas, y servicio. Se organizó la servidumbre como reclamaba su supuesto estado, y se aseguró del secreto que importaba, guardar por la adhesión de los elegidos. Atendido esto, hizo que el vulgo regresase a sus hogares, que los Farfanes suspendiesen su fiesta, y que en todas las iglesias de Alcalá se hicieran rogativas por la salud de D. Juan.

No se limitó a esto solo el Primado. Así como tomara sobre sí la responsabilidad de ocultar la muerte del monarca, también tomó la iniciativa para prevenir las consecuencias. Sentado en el fondo de la tienda real despachaba correos a la reina Doña Beatriz, mujer del difunto D. Juan; al príncipe D. Enrique, su sucesor, y a Doña Catalina, su esposa; a la reina de Navarra, Doña Leonor, hermana del rey finado; a todos los prelados y ricos hombres de Castilla, a las ciudades y cabezas de los reinos comunicándoles la funesta nueva, protestando a aquellos su lealtad y demandando la de todos en nombre del rey menor, del huérfano D. Enrique.

Sin embargo, en aquellas prudentes y acertadas medidas, en aquella pronunciada decisión, en aquella absoluta iniciativa tomada por sí y ante sí, ¿no se mezclaba ningún sentimiento de personal egoísmo, de dominante ambición? ¿Se consagraba a Castilla o a sí? ¿Estendía su mano poderosa para contener las pasiones que una minoría desencadena, o para asir la regencia que la menor edad del rey reclamaba? ¿Trataba de hacer suyo el prez de la jornada como poco antes dijera?

En tan supremos instantes sólo Dios pudo conocer en toda su desnudez los sentimientos que lo impulsaban. Hubo, no obstante, quien los comprendió y previno, y luego los acontecimientos lo patentizaron harto desgraciadamente.

Esos acontecimientos consignados en una vieja y carcomida crónica, son los que vamos a escribir, no con elegancia ni prolijidad, si no concienzuda y fielmente, entresacando los hechos de sus roídas hojas, como las abejas estraen la miel del cáliz perfumado de las flores.




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Capítulo II

Cómo se prueba que las palabras, del modo que las lluvias, no falta nunca quien las aproveche


Cobijados bajo el espeso ramaje de una frondosa arboleda a orillas del bullicioso Henares, hallábanse, pocas horas después del acontecimiento que en el capítulo que antecede hemos referido, dos caballeros recostados sobre la blanda y fresca yerba; y mientras los viajeros se entregaban al descanso, dos caballos de raza árabe, negros como el azabache, pacían sin freno a pocos pasos de sus dueños.

Departían éstos tranquila y reposadamente, y en tanto que el uno dejándose llevar del hilo de sus pensamientos cortaba los tiernos tallos del césped, el otro, apoyado en su larga espada parecía respirar con delicia la fresca brisa del Henares impregnada con las aromáticas emanaciones del campo.

Respaldados como se hallaban contra un espeso seto, que se alzaba a orillas del camino, estaban completamente ocultos a la vista de los que por aquél transitaban, al par que ellos oían en el silencio interrumpido sólo por su voz, el paso tardío y acompasado del peón que por el camino andaba, el vuelo de las avecillas que anidaban en aquella espesura, y hasta el roce de un insecto escondiéndose en la maleza.

Por lo que hace a los viajeros, su alcurnia se colegía al punto que se miraba su porte noble y arrogante, el lujo de sus vestidos y los castillos y leones de su brisado blasón ricamente bordados en las moriscas mantillas de sus briosos corceles. Sin embargo, entre los dos se notaba cierta diferencia que marcaba, una distancia social; diferencia que no existía en el traje casi igual que vestían, ni en su aspecto distinguido en ambos, ni en su lenguaje por igual, cortés y cordial; si no en la acentuación de las palabras que mediaban, y en la marcada espresión de los que las proferían.

Tendría el uno como treinta arios, alta estatura, talle elegante, tez fina y pálida, negro bigote, una fisonomía tan bella como varonil y una frente tan altanera que parecía ceñir una diadema.

El otro contaría veintidós años, y sus facciones eran regulares y bien proporcionadas. Notábase una indolencia verdaderamente meridional en su frente, de una serenidad prodigiosa; revelándose el fuego de su edad y la energía de su alma en los destellos de sus ojos garzos, alternativamente chispeantes o entornados según el giro que el diálogo tomaba.

En el punto que los presentamos a nuestros lectores, el de más edad, que era el distraído segador de la tierna yerba, decía a su joven compañero con una sonrisa fina y burlona:

-Yo lo sentí por vos, Gonzalo; pero fue buen bote el que os sacó del arzón.

-Y tan bueno, respondió el llamado Gonzalo sin que se arrugara su blanca frente, y tan bueno, que me hizo rodar por la arena largo trecho. Verdad es que el brazo de Rodrigo López de Ayala, es un brazo de hierro unido a un cuerpo de roble que anima la fuerza de un león. Ser vencido por él, no me humilla; tampoco me pesó su triunfo, lo que le envidié fue el prez.

-¡Ola! Gonzalo, esclamó sonriéndose su interlocutor; ¡Dios! que según lo que decís, y con el fuego que lo acompañáis, dejáis conocer que sois de los que se prosternan a los pies de la joven y hermosa dama, de la no menos hermosa Catalina de Lancaster.

-No por cierto, contestó el joven arrugando sus rubias cejas para acentuar mejor su negativa. No soy yo del temple de los que aman sin esperanza. Si la hija del Adelantado mayor fuera libre en sus afecciones, procuraría cautivar su amor con los estremos del mío; pero solemnemente prometida a Rodrigo López, sólo tengo para quemar en su ara respeto y admiración.

-No soy de vuestro parecer, Gonzalo, replicó incorporándose el segador de yerba; en amor, como en la guerra, sea el prez para el vencedor, y ¡por Cristo! la mujer, más que todo, es objeto de conquista. No olvidéis esto por vuestra vida, y os traerá grandísima cuenta con ellas.

-No lo dudo si sois vos quien lo afirma; pero a mi entender esos amores de lucha, esas conquistas de empeño, cuando más, sólo alcanzan de triunfo real un instante, y tras él todo se acaba menos la sed, que al probar tan dulce copa debe quedar al que bebe su néctar embriagador. Y yo, ¡qué queréis! no me satisface una gota, necesito un océano. Pretendo goces y no tormentos... aunque sean de amor propio.

Bien haréis si podéis hacerlo, replicó el del negro bigote acariciándoselo pensativo, porque es desesperado cifrar la ventura de la vida en lo que no se ha de conseguir... al menos cuando se desea con una avidez delirante.

Y de pronto reveló su altivo semblante un sentimiento amargo y profundo concentrado en lo más íntimo de su corazón. Su joven compañero lo miró con indecible espresión de interés, y repuso con viveza:

-Cualquiera quo os oyese y viera en este instante, creería que es tormento que habéis probado, a juzgar por la triste espresión con que habláis de él; vos para quien los amores son de oro.

-¡De oro!... han sido Gonzalo; pero ¿y si ya no fueran?

-¡Imposible! ¿Qué dama hay en la corte que os niegue su corazón? ¡Ninguna, pardiez, D. Fadrique! No os lo negarían tampoco si lo solicitárais en más alta esfera, pues bien sabido es que ni Aragón, ni Portugal, ni Navarra os rehusaría la mejor de sus infantas.

-Permitid, Gonzalo, hablábamos de amor, no de alianzas.

-Así es; pero yo he unido éstas con aquél, para probar que no existen imposibles para vos.

-Eso sería cuando entre ella y yo no hubiera quien representara un derecho interponiéndose como un fantasma fatal para acumularlos más y más.

-Cierto; pero eso sería una fatalidad, y vos sois el arrullado de la dicha. Eso no puede suceder, ni será.

-Vuestra réplica, Gonzalo, sobre ser discreta, es también lisonjera; la acepto y os doy las gracias.

Pero mientras que D. Fadrique se sonreía, esto diciendo, su mano estrujó desapiadadamente la tierna yerba que a su alcance estaba, lo cual notado por su interlocutor, bastó para que comprendiera no estaban de acuerdo su lengua y su corazón.

En silencio quedaron un corto espacio, silencio que turbó el galopar de un caballo que pasaba por el camino, ahogando en breve la arena el eco de sus pisadas.

-Gran diligencia lleva ese viajero, Gonzalo.

-A juzgar por la rapidez de su carrera, alguna más que nosotros, contestó aquel suspirando.

No podéis disimular que estáis terriblemente contrariado con no asistir al torneo de los Farfanes. Dejad, dejad que otros brillen en la arena del palenque; sois, por mi vida, el caballero más avaro de gloria y laureles que hay en Castilla.

-También lo soy de peligros para ganarlos.

-Sin duda, dígalo si no el sitio de Coimbra y el cerco de Lisboa donde ganasteis las espuelas de oro y donde yo os entregué mi bandera como al más digno de llevarla por intrépido y denodado. Mas volviendo a lo del torneo, para consolaros de lo que habéis perdido, acordaos que volvemos a la corte y que veréis a la perla de las damas de Castilla, como la apellidaron en el torneo de Palencia.

-Vamos en buen hora a la corte, replicó sonriéndose Gonzalo pero os afirmo que preferiría el ir a la frontera de Granada: antes gloria, después amor. ¿No es muy grato enlazar como Rodrigo López de Ayala el emblema de sus triunfos al emblema de sus amores?

¿Aludís a su divisa de Palencia? ¡Oh! el Alférez mayor del Rey es galante como pocos con su bella prometida. Una azucena de plata en campo de gules, orlada de dos laureles de oro con el lema: «La más bella y la más pura.» Rodrigo acabará por divinizar a su amada y elevarla un pedestal, a cuyo pié se prosternará para adorarla.

Otro caballo pasó por el camino, veloz cual la flecha que hiende el aire.

-Ese llegará a Madrid mucho antes que nosotros, añadió D. Fadrique estirándose perezosamente. De bonísima gana no me movería de este delicioso sitio, pero el sol empieza a descender por el horizonte, y es necesario acabar la jornada. Pondremos, pues, el freno a los caballos y seguiremos el ejemplo del que acaba de pasar.

Inmediatamente se levantó Gonzalo, sacudió el polvo de su coleto y se puso a enfrenar los nobles animales que vinieron dócilmente a su mano. Ocupado en esto estaba cuando el sonido de una voz humana aguda y metálica, hirió su oído escitando su atención. Alargó el cuello con un movimiento pronunciado de interés y se puso a escuchar atentamente a través del follaje del seto lo que decían, ya en tono de misterio, ya de convicción, ya de altercado dos hombres que debían estar parados y muy próximos a él. Al cabo de un minuto volvió la cara, hizo una señal a D. Fadrique para que se acercara, y siguió escuchando casi con ansiedad.

Don Fadrique obedeció maquinalmente; se acercó de puntillas y apoyando su mano en el hombro de Gonzalo que se encorvaba para poner el oído en un claro de la maleza, oyó una voz gruesa que con tono de magistral superioridad decía:

-Os engañáis, Millán, os engañáis sin duda alguna. Si hubiera muerto como os empeñáis en sostener, no estaría el Arzobispo cuidándole sin separarse de su cabecera, no le prodigarían tantos cuidados como habéis visto tomar, y no permitiría que se hicieran rogativas por su salud; y bien sabéis que cuando salimos de Alcalá acudían las gentes en tropel a las iglesias, cuyas campanas todas tañían a la vez. ¿No conocéis que eso sería querer engañar a Dios?

La frente de D. Fadrique se puso tan amarilla como las hojas que ya empezaban a desprenderse de los árboles, estremeciendo un ligero temblor la mano cuya blancura resaltaba sobre el oscuro coleto de Gonzalo que no respiraba para oír la réplica de Millán, que con su voz chillona dijo:

-¡Bah! maese Arnaldo, y que poco se os alcanza de mundo a pesar de lo mucho que os sobra de años. El por qué oculta el Arzobispo la muerte del Rey, no os lo sabré yo decir; pero que la oculta, es tan verdad, como verdad es que ese río es el Henares. He visto yo a D. Juan escurriéndome entre las piernas de los ballesteros cuando lo entraban en la tienda, y ¡por San Millán, mi patrón! que está tan muerto como mi pobre padre, que espiró a mis pies en la maldita batalla de Aljubarrota. Maese, el rey ha muerto, creedlo, que os lo afirma quien conoce bien la muerte.

-Pero si está muerto, ¿a qué viene el asegurar que está vivo? Este es mi tema, ¿por qué es este engaño?

-Porque así convendrá, compadre Arnaldo; y en eso ya no me entrometo, porque ni lo entendemos, ni nos cumple el averiguarlo; y vamos andando, que aún nos falta legua y media de camino.

-Tenéis razón, sigamos nuestro camino, que es lo que más nos importa. ¿Pero quién nos había de decir cuando al romper el alba veníamos tan alegres por este mismo sitio, que en vez de asistir a una justa, íbamos a presenciar una muerte tan desastrosa?

-Esas son las cosas del mundo, dijo filosóficamente el chillón Millán, por eso se dice que el hombre propone y Dios dispone; fuimos a justas y vimos desastres.

Dicho fue esto andando ya los dos interlocutores, y poco a poco fue perdiéndose el rumor de sus voces que aún por intervalos llegó a oídos de los viajeros, que la subían de punto en el calor de sus réplicas.

-El rey ha muerto. ¡Desgracia! murmuró el joven Gonzalo con emoción cuando se hubieron alejado del todo.

-Y el Arzobispo lo oculta por su interés, como ha dicho ese Millán, que es cazurro de buena casta, añadió D. Fadrique meditabundo, acaso más que afectado. ¡Bien, por Dios, con el prelado! Hábil sois y previsor, buen D. Pedro, pero aun así puede que haya quien os gane por la mano.

Y encarándose a su compañero que contemplaba en silencio su frente sombría y su rostro contraído y pálido, le dijo:

-Gonzalo, los hombres nos engañamos muchas veces porque nos es grato el creer. Permitid a mi convicción, que se afirme con vuestra seguridad. ¿Es verdad que me sois afecto y que no me equivoco al juzgaros tan leal como decidido y valiente?

-¡Ponedme a prueba, y mis obras os contestarán con más precisión y verdad que todas las palabras por firmes y espresivas que sean! Hablad, mandad, confiad en la adhesión de un hombre que todo lo emprenderá por vos, por vuestra causa, y por su honor.

-Os creo; y tal os creo, que voy a fiar de vuestra diligencia y discreción mi mejor arma de combate. Oíd; vais pues a montar en mi caballo, que es más corredor que el vuestro y rápido como el pensamiento; tomad la vía de Valladolid, dejad el camino a una legua de la ciudad, y siguiendo la orilla del Araya, encontraréis un monasterio, al cual en seguida os dirigiréis. Si os estraviaseis, preguntad por San Bernardo el Viejo, y al instante os llevarán. Sin perder tiempo presentaos al Abad, y después de saludarle en mi nombre, le diréis que os dé la caja de plata que le entregué el penúltimo día del sitio de Cillorico; que la reclamo en nombre del que se la dio. Os la dará sin duda si ignora lo acaecido en Alcalá, para lo cual sirve la diligencia que os encargo, añadiendo la mayor reserva por vuestra parte. No os detengáis un momento después que vuestra mano la asegure; marchad en seguida, id a mi castillo de Benavente, entregadla a Benzamuel, y después os venís a reunir conmigo s Madrid o donde la Corte se encuentre. Ahora a partir.

-Permitidme antes una observación, si lo tenéis a bien, dijo Gonzalo que ya tenía la brida en la mano y el pié en el estribo. ¿Necesitaré una credencial para el Abad, o bastará mi palabra?

-Advertís a tiempo mi olvido, lo cual me complace mucho; y sacando un anillo del dedo se lo dio añadiendo: Si duda, presentadle este sello; si vacila obligadle; si niega, insistid; pero de modo que no sospeche el interés que yo tengo en adquirirla.

-Creo que a lo menos habéis de quedar satisfecho del enviado, contestó Gonzalo guardando el anillo; por lo demás, si consigo la caja, a Benavente; si no, vuelo a participároslo adonde quiera que estéis.

-Vuestra previsión, me garantiza el éxito, Gonzalo. Confío pues, en que será feliz, si no os detenéis...

-No lo teméis si Dios es en mi ayuda!

-Que esperaré con impaciencia, añadió el Duque saludándole y despidiéndole con un afectuoso ademán.

Gonzalo saltó con ligereza sobre el inteligente animal, que relinchó impaciente como si anhelara secundar los deseos de su señor, y clavándole en el hijar la dorada espuela, partió como una exhalación por un camino de travesía que lo condujera al que con tanta prontitud le estaba indicado seguir.

Imitóle en breve su compañero, ocupándose antes en limpiar y ordenar su descompuesto traje; hecho lo cual, tomó el camino de Alcalá, cayendo en una profunda y melancólica meditación.




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Capítulo III

Donde se da cuenta de lo que pasó entre el arzobispo de Toledo y D. Fadrique y quién era éste


Era ya de noche cuando el solitario viajero del Henares, se encontró a la vista de Alcalá.

Sin entrar en ella, se encaminó directamente a la improvisada tienda donde se custodiaba el cadáver del rey D. Juan; apeóse a corta distancia, ató su caballo a un poste, cambió algunas palabras con el caballero que guardaba la entrada, levantó la pesada cortina que cubría la puerta, y quitándose respetuosamente el sombrero, se deslizó en el interior recibiendo saludos que altaneramente contestaba; penetrando por último en la estancia fúnebre sin anuncio ni ceremonia.

Solo estaba el Arzobispo, no con el breviario en la mano, sino ocupado en dar órdenes, avisos y consejos cuando entró D. Fadrique, quien le asestó una mirada profunda, de prevención y desconfianza que desconcertó al prelado.

-¡Vos aquí, Duque! esclamó el arzobispo sorprendido y levantándose prontamente bendiciendo al recién llegado, y alargándole la mano, que aquel besó ligeramente, después añadió: Dios ha derramado su copa de tribulación sobre nosotros, humillemos nuestras cabezas, y bendigamos la mano que la vierte.

-Bendita sea en el cielo y en la tierra, contestó el Duque gravemente; pero dejadme ver a mi hermano.

Y acercándose al lecho, descubrió el imponente rostro de D. Juan que conservaba los ojos abiertos y todos los músculos contraídos.

-¡Muerto! murmuró con acento sombrío, muerto de un solo golpe! ¡Oh! A cien pasos de una justa y en todo el lleno de la vida; rey, padre, feliz...

Y cruzando los brazos, clavó sus negros ojos llenos de fuego en los azules, cristalizados y fijos de D. Juan, contemplándole con una atención profunda, pero sin emoción, sin dolor.

A su vez D. Pedro Tenorio lo contemplaba grave e impasible, penetrando con su segura mirada el fondo de aquel corazón, que con sus ardientes pasiones latía de ambición delante del mortal despojo de un hermano; de aquel corazón que en sus borrascas, había de estremecerlo todo, dándose a conocer en su época por su violencia y rebeldía, por su arrogancia y su poder.

-Besad esa frente amarilla y mustia si queréis, dijo el Primado con acento de compasiva indulgencia; pero después separad de ella vuestra mirada para fijarla en Castilla, que puede agitarse si se la deja olvidada; y en el niño D. Enrique, huérfano, menor y enfermo.

Miró D. Fadrique al Primado un breve instante; cubrió en seguida, sin besarla, la desfigurada faz del rey, y separándose del lecho, tomó asiento frente a frente del Primado y a su repetida invitación.

-¿Dónde os ha encontrado mi mensajero? le preguntó el arzobispo, que conocía sobradamente las prevenciones del Duque y el poder de su voluntad.

-¿Me habéis mandado alguno? dijo D. Fadrique volviendo glacialmente pregunta por pregunta.

-Antes que a nadie, contestó el Primado desprendiéndose sagazmente de todo motivo de desavenencia con su hostil interpelante; como cumple a mi confianza en vos, a mi amistad por vos, y a lo que espero de vos. Pero decidme, ¿cómo sin encontraros mi mensajero habéis sabido la desastrosa nueva?

-En pocas palabras os lo diré, respondió el Duque sin perder su prevención ni su laconismo. Iba a Talavera a ver a mi cuñada Doña Beatriz, pero a cuatro leguas de Alcalá, el griterío de esa bandada de grullas anunciando la tempestad me ha conducido hasta su foco.

-De un modo o de otro el resultado es igual, y mi deseo se ha cumplido, repuso el Prelado gravemente. Ahora, Duque, hablemos en la soledad de este sitio, y con la verdad desnuda de nuestra intención: las circunstancias son críticas, todo hay que esperarlo y temerlo: todo es necesario prevenirlo y prepararlo; porque una regencia es siempre la discordia y acaso la guerra y la ruina de Castilla. Vos, deudo cercano de D. Enrique; yo, Primado de su iglesia, debemos y podemos evitarlo, obrando con energía en pro del príncipe y del reino; pero es necesario que nos pongamos de acuerdo para que obremos de concierto, y he aquí porqué al veros se ha llenado mi corazón de alegría, porque los dos salvaremos esta nave si nos unimos para gobernarla y dirigirla en la tormenta que está próxima a correr.

-Pienso lo mismo que vos, dijo D. Fadrique con tibieza. Espliquémonos, pues, pero de modo que nos entendamos.

Y clavó su escudriñadora mirada en el Arzobispo, que por su parte le observaba con inquietud.

-Justo es, dijo el Primado aceptando su situación tal como era: D. Juan I ha muerto y el joven príncipe de Asturias le sucede, pero tiene once años y no puede gobernar: necesita tutores y el reino gobernadores. ¿Quiénes serán los más aptos? Quiénes los elejidos? Quién tomará la iniciativa?... Esto, Duque, es lo que vamos a resolver; y contad que será lo que también resuelva Castilla.

-Lo creo, repuso altaneramente el Duque. Castilla tomará lo que le demos, valiéndome de vuestro mismo lenguaje; mas es necesario que los dos queramos darle la misma cosa, y ¡por Cristo! reverendísimo padre, que aún no estamos muy seguros de esa identidad de pensamiento y voluntad.

El Primado fijó en el Duque una mirada profunda, luminosa, investigadora cual ninguna, y encontrando la resistencia en la prevención, y la prevención en la desconfianza, trató de disiparla a todo trance.

Yo si lo estoy, dijo mirándole frente a frente, porque yo quiero el acrecentamiento de vuestro poder, de vuestro influjo, de vuestra gloria; yo quiero que seáis gobernador de Castilla, tutor del rey; y vos conocéis demasiado que esos son vuestros deseos, vuestros pensamientos y por cierto justamente concebidos.

-¿Y me secundaréis en ellos? le preguntó el Duque con intención.

-Sí, contestó el Primado con firmeza; lo mismo que vos a mí, ¿no es cierto?

-Sí; pero una palabra más, y sea tan positiva que podáis rectificarla con la mano puesta sobre ese signo de nuestra Redención, que indica vuestra alta y sagrada dignidad.

Puso el Prelado su arrugada diestra sobre el rico pectoral de diamantes que llevaba, y con tanta mesura como gravedad, dijo:

-Si es juramento lo que exijís, pronto estoy a prestarle. ¡Hablad!

-Dios me preserve de ofenderos pidiéndolo, dijo D. Fadrique con nobleza; sólo pretendo saber si la alianza que el ilustre arzobispo de Toledo y el duque de Benavente van a jurar en el fondo de su conciencia, se romperá algún día por la fuerza de los sucesos o el influjo de las personas; siquiera se llamen éstas Enrique de castilla o Catalina de Lancaster; siquiera sean aquéllos desavenencias o guerra de poder a poder, de bando a bando.

-D. Fadrique, contestó el Primado sin vacilar; nuestra alianza no se romperá por sucesos ni por influjos. Yo iré siempre con vos, porque vos no atentaréis ni a la Iglesia de que soy príncipe, ni al rey que guardaremos lealmente.

Una nube pasó por la altanera frente del Duque. Sin embargo, diose por satisfecho, y alargando su mano al Prelado le dijo dando con su cargada acentuación doble valor a cada una de sus palabras:

-Sobre esa base se cimenta nuestra alianza. Desde este momento seamos uno los dos. Dejadme el brazo, y sea vuestro el pensamiento. ¿Convenís?

-Ese es mi afán. Cuento, pues, con vos, con lo que descenderemos a detalles. Primeramente, Duque, ¿sabéis quiénes son los gobernadores que nombró D. Juan en su testamento de Cillorico?

-¡Pues no! Vos el primero; =un rayo de satisfacción iluminó vivamente la apacible faz del Primado; =el arzobispo de Santiago, el segundo; =aquella frente consagrada se plegó con despecho; =el tercero el marqués de Villena; =D. Pedro frunció las cejas; =y el maestre de Santiago, el conde de Niebla y el mayordomo mayor los restantes.

¡Seis gobernadores! esclamó el Prelado sin poderse contener; y D. García Manrique también, añadió con amarga sonrisa. ¡Bien gobernada estará Castilla!

-No tanto como si lo fuera por vos solo; pero se hará como se pueda; y además tenéis consejo de diputados de Burgos, Toledo, Sevilla, León, Córdoba y Murcia. Total, doce gobernadores.

-Muchos son sin estar el que debe, replicó el Primado, quedándose pensativo al considerarse contrariado.

El Duque observaba en silencio cómo el Arzobispo buscaba en su pensamiento una idea para sustituir su voluntad a la voluntad de D. Juan I, que no encontraba a no ser en los más aventurados estremos. Dejóle engolfarse un breve espacio en aquel intrincado laberinto, y pasado, se levantó, dio un paso hacia el Primado y le preguntó:

-Ya que estáis enterado de todo, y todos prevenidos, ¿cuándo publicáis la muerte del rey?

-Mañana; ¿no os parece?

-Ya os he dicho que sois el pensamiento. ¿Y a continuación que haréis?...

-Jurar al rey, que es lo que más urge.

-Sin duda. ¿Y luego?

-Abrir el testamento, D. Fadrique, aunque para lo que vale, sobra tiempo.

-Claro está! Pero, ¿y si el testamento no parece?... Cosa es que pudiera suceder...

-En ese caso, convocar Cortes, y ellas que provean al gobierno y tutoría.

-Y estáis seguro que la elección... será acertada?

-Más que la del rey, porque recaerá sobre vos anulando una parte de la suya, si sois tan decidido como yo seré diligente. Pues dad el testamento por perdido si el ser diligente vale. ¡Que decís! esclamó el Primado levantándose con viveza desarrugada la frente.

-Nada más, contestó el Duque satisfecho, sino que el brazo previno esta vez al pensamiento.

-Hágalo siempre con tanto acierto, y hará fácil lo imposible, seguro el triunfo y estable el poder.

Y el Primado le alargó a su vez la mano, que el Duque estrechó sin desconfianza.

Un instante después se despidió del Arzobispo con una muda inclinación; de su hermano con un hondo suspiro y una rápida mirada; y saliendo de la tienda, montó a caballo y se alejó al paso meditando en su alianza mientras llegaba a Alcalá.




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Capítulo IV

Dase cuenta de cómo desempeñó su comisión el enviado del duque de Benavente, D. Fadrique de Castilla


Ínterin que el duque de Benavente pactaba con el arzobispo de Toledo una alianza, que en breve había de dar en Castilla abundante y desgraciado fruto, pasaba como un meteoro por el camino de Valladolid el joven y apuesto Gonzalo de Figueroa sin detenerse en su desatinada carrera más tiempo que el estrictamente necesario para dar algún descanso a su fatigada cabalgadura.

Era hijo el gallardo enviado del Duque de una casa solariega de Galicia; había sido paje de la reina Doña Leonor, primera mujer del difunto D. Juan, y a la muerte de esta señora, pasó con el beneplácito de su tío el maestre de Santiago, al servicio del duque de Benavente, con quien le unían estrechísimos vínculos de amistad.

Diez y siete años contaba el hidalgo Gonzalo cuando acaeció la muerte de D. Fernando de Portugal y el alzamiento del valiente, maestre de Avis contra los mejores derechos de su hermana Doña Beatriz, dando por resultado la guerra que Castilla declaró para sustentarlos como debía. El Duque fue, no con una mesnada, si no con un ejército; y en aquel ejército fue donde el antiguo paje recibió su bautismo de sangre. En el cerco de Lisboa arrostró los peligros con un valor que pudiera llamarse osadía, y en el de Coimbra igualó a los mas intrépidos y esforzados.

En la desdichadísima jornada de Aljubarrota, en que perdió D. Juan los derechos de su esposa junto con la vida de diez mil castellanos, también se encontró el Duque y tampoco faltó Gonzalo que había jurado espuelas en aquella decisiva ocasión. El ejército de D. Juan se vio envuelto y arrollado por su propia impetuosidad en el ataque; y los multiplicados hechos de un valor que rayó en temerario, no consiguieron otra cosa que aumentar el número de las víctimas castellanas.

Nuño Ortiz, hidalgo de los rancios de Estremadura, llevaba en aquel memorable día la bandera feudal del duque de Benavente. Un cuerpo de portugueses vino súbito sobre el valiente Nuño que, con escasa gente, sostenía el campo aún haciendo prodijios de valor; mas fueron tantos los acometedores, que Ortiz cayó cubierto de heridas, sosteniéndose un instante sobre las rodillas defendiendo la bandera que iba a perder con la vida.

Figueroa, que combatía a su lado, le vio caer y se volvió como un león para defenderle; tarde ya para Ortiz fue su auxilio, pero a tiempo aún para salvar la bandera de D. Fadrique. Arrebatóla con singular denuedo a los triunfantes portugueses; la sujetó con un brazo alanzeado por dos partes, y blandiendo su formidable espada, la defendió con tal valor que sólo se concibe en la desesperación del heroísmo.

Felizmente sobrevino la noche; ésta puso término a la matanza, y pudieron reunirse los restos de los destrozados escuadrones castellanos, dispersos en aquel campo funesto en donde se exalaba un vapor de sangre insufrible. Gonzalo acribillado de heridas, entregó al duque su bandera sin otra mancha que la de su sangre vertida por salvarla; y D. Fadrique la tuvo en su mano todo el tiempo que sus soldados gastaron en aderezar unas angarillas para conducir al bizarro doncel, caído con su caballo sobre un montón de cadáveres enemigos.

Cuando estuvieron concluidas, D. Fadrique, que era un valiente capitán, se quitó su ensangrentada dalmática y la tendió sobre aquéllas; hizo colocar encima a Gonzalo que estaba casi exánime, y luego estendiendo la bandera para cubrirlo, le dijo:

-Bravo Gonzalo, habéis rescatado mi bandera, y sois un héroe. Desde hoy tenéis el derecho de llevarla.

Una sonrisa fue la única respuesta de Figueroa, pero una sonrisa que encerraba una felicidad inmensa. Veía realizado su primer sueño de gloria; ceñía su primer laurel.

El Duque lo distinguió con su afecto, lo elevó con su protección y le honró con su confianza. Debió a su influjo que el rey D. Juan le armase caballero en Sevilla; fue su padrino en este acto y lo hizo su compañero.

En cuanto a Gonzalo, corazón noble y entusiasta, sentía por el Duque uno de esos afectos profundamente arraigados, de esos afectos que no juzgan, que no discuten, que no dudan; de esos afectos que dominan el corazón y la cabeza y de los que no puede desprenderse nunca el que los siente, porque parecen encarnarse en su ser.

He aquí, pues, los lazos que unían a aquellos dos hombres de tan diferente edad, de tan distinto temple y con tan opuesto carácter; lazos, sin embargo, difíciles y casi imposibles de relajar, porque basaban en una simpatía única y pronunciada del Duque, y en un sentimiento de gratitud y entusiasmo dominante y ardiente en el joven Figueroa, que aceptaba con orgullo la amistad que le concedían.

Mas tomando el hilo de nuestra historia, que por cierto dejamos apenas comenzado este capítulo, les diremos a nuestros lectores, que en una hermosa alborada y a los primeros reflejos del día, distinguió Gonzalo las agudas agujas del monasterio de San Bernardo el Viejo. Sintió una vivísima sensación de alegría, pues en su impaciencia, aunque cruzó la distancia que media desde Alcalá a Valladolid con una rapidez inaudita, le parecía sin fin el camino y un siglo el tiempo que gastaba en recorrerlo. Así fue, que columbrar el edificio en lontananza, pararse un brevísimo instante a reconocerlo, redoblar la impetuosidad de su carrera, llegar, apearse y pedir audiencia al reverendo Abad, fue obra de minutos para el diligentísimo mensajero.

Ello sí, no consiguió lo que pedía sin tener que sufrir el indiscreto interrogatorio de un lego esférico y preguntón; pero a poco rato logró estar en presencia del Abad.

Era éste un septuagenario alto, derecho y demacrado; y la blancura de su arrugada tez tenía lo mismo que sus cabellos el viso amarillo del marfil. Por lo demás, en su fisonomía marcada y angulosa, en su ancha y elevada frente, en su gravedad impasible y recogida, notábase inscripta en profundos rasgos la severa abstracción de la vida ascética.

Estaba ya Gonzalo en la celda abacial cuando entró el anciano; éste traía las manos metidas en las anchas mangas de su hábito, paso lento, y los hundidos ojos fijos en la tierra por do pisaba.

No fue, pues, confianza ni espansión el sentimiento que inspiró a su joven huésped, que dueño de sí mismo para ocultarlo, se adelantó en silencio recibiéndolo mesurado y respetuoso, sin perder por eso su gracia ni su soltura. Luego incitado por el anciano Abad tomó asiento en un escabel y entabló su petición diciendo de esta manera:

-Padre Abad, vengo a vos enviado por D. Fadrique de Castilla, para desempeñar una comisión importante y de singular confianza.

-Bien venido seáis, caballero; contestó con sonora voz y el acento más helado de que es posible revestir el de un mortal; ¿qué queréis, o qué quiere el poderoso Duque de este flaco penitente?

-Que le bendigáis ante todo, repuso su enviado dando principio a su encargo con un aplomo perfecto; que roguéis a Dios por él y que os salude en su nombre como corresponde a vos.

Y el diplomático Gonzalo se inclinó profundamente, pero con la mayor dignidad, ni más ni menos que si fuera el mismo D. Fadrique de Castilla, poderoso duque de Benavente. El Abad le devolvió su saludo con mansedumbre diciendo:

-Lo haré como deseo y él desea ¿Qué mas exige?...

-Que me entreguéis una caja de plata que os dio en guarda durante el cerco de Cillorico, contestó naturalmente Figueroa, entrando de lleno en la materia.

El Abad clavó en él una mirada penetrante, y sin apartarla de los azules ojos de Figueroa llenos de inteligencia y de irradiadora luz, le preguntó tras un cortísimo espacio de silencio:

-¿Sabéis lo que aquella caja contenía?

-Lo ignoro absolutamente, padre mío, contestó el interrogado con la firmeza de la mas íntima convicción.

-¿Dónde queda esperándoos el Duque? tornó a preguntar el anciano siempre fijos los ojos que brillaban en las hundidas órbitas con un resplandor imponente.

-En la corte, contestó Gonzalo con la misma seguridad y prontitud que antes.

-¿Sabéis por qué no ha venido él mismo a reclamarla como me ofreció cuando de ella me hice cargo?

-No por cierto, ni nada me ha dicho al encargarme la recogiera; yo no me he ocupado en adivinarlo.

Lo que sí me podréis decir, es lo que lo retiene en la corte obligándole a fiar de otro tan delicada comisión...

Con seguridad no os lo puedo afirmar bajo mi fe; pero presumo sea el Rey.

Y la voz de Gonzalo tembló ligeramente al omitir su presunción que tanta verdad tenía.

El Abad advirtió su involuntaria y reprimida emoción y se trocó su impasible frialdad en una pronunciada desconfianza. Por su parte Figueroa comprendió su falta, y se preparó para remediarla manifestando no haberlo notado.

-Repetidme palabra por palabra todas las que os ha dicho el Duque, dijo el Abad sin cuidarse de ocultar su desfavorable impresión; pues para resolverme a entregar un depósito que me ha sido confiado y encomendado altamente, ya conoceréis que necesito asegurar mi espíritu de dudas.

-Os las repetiré con mucho gusto, respondió Gonzalo con dignidad; estad seguro que tendrán hasta su propia acentuación: Helas aquí, padre mío: «Le diréis al respetable Abad de San Bernardo que os entregue la caja de plata que le confié el penúltimo día del cerco de Cillorico; que se la pido en nombre del que me la dio para ponerla en su guarda; y si duda en hacerlo, lo que no creo, entregadle esta sortija.»

Y abriendo su escarcela, sacó la que le diera el Duque, presentándola por el sello al Abad, que la tomó y examinó durante un largo espacio con el mayor detenimiento.

Suya es, bien está, dijo el anciano Abad devolviéndola al joven enviado. Os entregaré mi depósito, pues nada tengo que oponer sino un instintivo recelo. Voy a daros la caja; sin embargo que hubiera querido devolverla personalmente a D. Fadrique, eximiéndome de toda responsabilidad.

-Yo también, repuso Gonzalo con altivez y resentimiento; eso me hubiera ahorrado la amarga mortificación de ver hay quien dude de lo que afirma Gonzalo de Figueroa.

Dios me preserve de ofenderos con mis dudas y mis temores; no hijo mío, no os resintáis por ellas, considerando que la vejez es desconfiada como la esperiencia, y que esta la forma la lección del desengaño.

Dicho esto el Abad se dirigió a un armario de madera negra, cuya solidez era estremada, tomó de su fondo un cofrecito de hierro, lo abrió con una llave que llevaba encima, y sacando una caja de plata maravillosamente cincelada al gusto árabe, dijo presentándola al afortunado Gonzalo:

-Tomad, ésta es; como me la entregaron os la entrego.

Gonzalo hizo un grande esfuerzo para ocultar su vivísima alegría; tomó la pesada y preciosa caja perfectamente cerrada, y levantando su frente tan serena como una hermosa mañana de primavera, dijo al Abad:

-En nombre del poderoso duque de Benavente, os doy las más cumplidas gracias. En el mío, infinitamente más oscuro, os demando órdenes y vuestra bendición.

-¿Os vais? preguntó el Abad con alguna sorpresa; olvidáis que esta es la casa de Dios y que estáis en ella como en la casa de un padre?

-Si lo pudiera olvidar, sólo con veros lo recordaría, contestó el diestro enviado que no se acababa de conceptuar dueño del depósito mientras no abandonase los muros del monasterio. Pero no puedo perder un momento en el descanso; sólo llevo cumplidas la mitad de las órdenes que me han dado, y debo cumplirlas todas.

Renació en el Abad, con aquella negativa, su primera desconfianza; por lo que fijando en él de nuevo su mirada escudriñadora dijo con acento glacial:

-Puesto que tan urgentes son las del Duque, partid; y cuando le veáis decidle de mi parte que guarde mucho, o que devuelva a su dueño ese depósito; que le deseo todo bien y prosperidad, y que siempre sobre su erguida cabeza estará mi bendición.

Gonzalo adelantó un paso y se inclinó humildemente delante de aquel anciano augusto por el sacerdocio y la vejez; el Abad estendió sobre su hermosa cabeza una mano descarnada y rugosa, y con solemne espresión dijo dulcificando inefablemente su acento.

-¡Que Dios os bendiga, hijo mío! que sea con vos y os dirija por el camino de la vida, cuyos primeros pasos andáis!

-¡Amén! respondió Figueroa tomando en la suya la mano del anciano y llevándola a sus labios con respeto.

Esto hecho, salió de la celda abacial con paso igual y firme, seguidamente del claustro, y montando de nuevo en su corredor caballo tomó el camino que lo había de conducir a Benavente.

-Esta caja (y la oprimió contra su cuerpo) debe ser la de Pandora, como diría el sabio y noble marqués de Villena si supiera la importancia que la dan; se dijo a sí mismo Gonzalo echando una última mirada al monasterio que alegraban los primeros rayos del sol. El Abad se ha desprendido de ella con sobresalto, y no parece sino que aquí dentro está la luz de la vida y teme un soplo que la apague. Sólo con pensar en poseerla, los ojos de D. Fadrique despidieron tan ardientes y dominadores rayos como si encerrara el cetro de oro de Castilla y teniéndolo le empuñara; y hela aquí que, sea lo que quiera que contenga, ha caído en su poder. Pero destino raro el suyo; del dominio de un santo Abad, pasa a las manos de un inmundo israelita; es decir, caja fatal o feliz, que sales del cielo para entrar en el infierno.

Y espoleaba su caballo atravesando la distancia con fantástica rapidez.

Y por cierto que aquella caja no encerraba ni la luz de la vida, ni el cetro castellano, sino simplemente un testamento. Verdad es que aquel testamento era el de D. Juan I.

El Abad vio salir de su celda a Gonzalo llevándose su depósito, y sintió una viva impresión de arrepentimiento por habérselo entregado; pero como ya estaba hecho, no pensó en detenerlo sino en asegurarse del destino de la caja. Salió, pues, y al primer monge que encontró paseándose en el claustro le dijo con autoridad:

-¡Hermano! id volando a la huerta, decidle a Martín que ensille un caballo y que venga; le espero en la cruz del atrio.

Sentado el anciano en las gradas circulares que servían de pedestal a una cruz gigantesca de mármol, vio a Gonzalo tomar el camino de Burgos para torcer hacia Benavente en vez de volver por el de Madrid, que era según lo que había dicho, el que debía seguir si su intento era entregar la caja al Duque. Aquella observación aumentó sus sospechas e inquietud. Aún se distinguía al diligente ginete cuando se presentó un labriego de pequeña estatura y rostro gracioso, en el que se percibía gran comprensión, mayor astucia y notable desenfado; el cual, conducía un caballo del diestro.

-Martín, lo, dijo el Abad así que se acercó, ¿veis aquel caballero que va a subir por la cuesta del molino?

-Le veo bien claro, padre Abad; lo que no sucederá en pasando un breve instante.

-Pues eso es lo que no ha de suceder; para lo cual, montando ahora mismo lo vas a seguir como si fueras su sombra en tanto que dure su viaje: cuando pare, paras: donde se aloje, alójate: toma sobre él cuantas noticias puedas: sobre todo, las personas que lo busquen y los sitios donde vaya; y cuando se reúna con el duque de Benavente, lo que te será fácil saber, te vuelves para darme exacta cuenta: con que adiós, y no te detengas, pues ya lleva suficiente delantera.

-Descuidad, padre Abad, respondió el despejado campesino saltando en su fuerte cabalgadura; que, para mi santiguada, habéis de quedar tan satisfecho que me volváis a emplear cuando se presente la ocasión.

Dicho esto, arreó a su trotón, y se alejó a tan buen paso, que hacía esperar el cumplimiento de las órdenes del Abad y sus jactanciosas pretensiones.

Un día después llegó al monasterio la noticia del fallecimiento del rey con uno de los mensajes preparatorios del arzobispo de Toledo.

Entonces comprendió el Abad toda la trascendencia del golpe de mano ejecutado por el Duque; y como era natural, se indignó por su acción tan atrevida como significativa. Sin embargo, temiendo sus desmanes y esperando los sucesos, guardó silencio, resuelto a no romperlo mientras no fuese necesario a su tranquilidad o a la del Reino.




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Capítulo V

En el que se prueba que los pastores suelen a veces descarriar a las ovejas


Fue D. Pedro Tenorio arzobispo de Toledo, varón de eminentes cualidades; pues con una inteligencia superior, tuvo gran sabiduría, poderosa elocuencia, un ánimo esforzado, estremada energía, y esa esplendidez que realza y ennoblece.

Hombre de acción, y hombre de pensamiento, era capaz de concebir grandes ideas y de realizarlas con su poderosa e inflexible voluntad; pero hombre también de pasiones, entre las que descollaban el odio y la ambición, fue para Castilla una verdadera calamidad.

Luchando por intenso aborrecimiento con el arzobispo de Santiago, le quitó al prelado la rica aureola del apóstol de Jesucristo, todo mansedumbre y caridad, todo misericordia y perdón. Queriendo preponderar en el poder, no desechó ningún medio para conseguirlo, aún de aquellos reprobados por la conciencia política; y su nombre preclaro pasó a la historia con el borrón de haber dividido en bandos a Castilla por una desmedida ambición de riquezas y una sed insaciable de mando.

Teas de discordia en la minoría de Enrique III, los dos célebres prelados, patentizaron su implacable odio combatiéndose sin tregua y sin descanso. Sólo la muerte apagó su rencor; y de creer es, por lo mucho que se aborrecieron en vida, que si sus cadáveres se hubieran quemado en una pira, como a Eteocles y Polinice, las llamas se hubieran separado.

Portugués D. Pedro Tenorio, era hijo del comendador de Santiago, Juan Tenorio, caballero de la corte de Alfonso IV de Portugal; el cual, tuvo que emigrar a Castilla cuando las guerras de este monarca con su hijo Pedro I, por la muerte de la hermosa Inés de Castro; en la cual, se le acusó de haber tenido alguna parte.

Corriendo el tiempo, fue D. Pedro elevado a la dignidad de obispo de Coimbra, y desplegó tanta sabiduría, pero tanta ambición, que se atrajo la mala voluntad de Fernando I, y con la mala voluntad una dura y declarada persecución que lo arrojó de Portugal. Tuvo, mal su grado, que huir, y se fue a refugiar a Roma después de haber recorrido España, Francia e Italia, aumentando siempre sus estensos conocimientos.

El obispo espulso de Coimbra era apacible, y elocuente, estaba perseguido, y estas circunstancias, con su mucho saber y su particular política, le ganaron el afecto y la confianza de la Santidad de Gregorio XI, quien lo retuvo a su lado honrándolo y favoreciéndolo.

Aconteció por entonces en Castilla la muerte del arzobispo de Toledo D. Gómez Manrique, prelado de grandes y evangélicas virtudes y sin más pretenciones ni ambición que la de gobernar su rebaño como celoso y prudente pastor.

La Iglesia en aquellos tiempos tenía el derecho de nombrarse sus pastores; porque manteniendo ella sola, por cierto, el sublime principio de igualdad que proclamó el mismo Dios, y acogiendo en su seno a todos los hombres, cualquiera que fuese su estirpe o condición, llamaba a gobernarla, por una consecuencia legítima de sus principios, al más digno de sus hijos, elegido fraternalmente por sus mismos hermanos, principiando por el sacro colegio de Roma, y concluyendo en la sala de capítulo del más humilde monasterio.

Mas como el poder con su deslumbrante dominio, ya emane de una corona o una espada, ya se desprenda de una tiara o una mitra, tiene tal encanto, tal atracción; siempre, o por lo menos desde muy antiguo, aun entre los hombres de Dios, hubo quien compitiera por obtenerle, falseando los que lo ambicionaban el más grande, el más sagrado de todos los principios.

Esto, que tan ligeramente apuntamos, era precisamente lo que acontecía en el cabildo de Toledo. Había dos pretendientes a la mitra arzobispal; ambos influyeron; los capitulares se dividieron en bandos y se eligieron dos arzobispos que alegaron el mismo derecho, porque tenían los mismos votos.

Del uno sólo diremos que se llamaba D. Pedro Fernández Cabeza de Baca, que era deán de la santa Iglesia de Toledo, y un modelo de mérito y de virtud. En cuanto a el otro, que se llamaba D. García Manrique, era obispo de Sigüenza, sobrino del difunto arzobispo, muy joven aún y de natural inquieto y turbulento: a pesar de su no escasa ciencia y despejado talento, hubiérale sentado mejor una coraza y un casco, que la dalmática y mitra que vestía.

Pero como quiera que descendiese de una de las más ilustres familias de Castilla, enlazada a la sazón con las más importantes y encumbradas del Reino; aunque D. García no contara otros méritos que su alta alcurnia y su resolución y energía, que eran estremada, por más que su competidor le aventajara en costumbres y santidad; tuvo al rey y a la corte de su parte para dividir la disputada elección en favor suyo; no siendo esto bastante para vencer la tenacidad con que defendían la suya los partidarios del Deán, se llevó la competencia a Roma para que el Santo Padre la decidiera.

El electo D. García, acompañado de su cuñado Juan Ramírez de Arellano, gran privado de Enrique II, en cuyo reinado sucedían estas escandalosas disensiones y de muchos deudos y amigos que le siguieron por más honrarle y complacer al monarca que lo protegía, fue a Roma también para sustentar su derecho y litigar por sí mismo su justicia. Pero Gregorio XI, que como todo hombre mortal tenía afecciones, y como todo el que las siente se inclina a satisfacerlas, desairó al rey de Castilla en su protegido, sin hacer más justicia al Deán: anuló ambas elecciones con sobrados motivos para ello, y nombró sin ninguno a D. Pedro Tenorio, su favorito, arzobispo de Toledo.

En hombres del temple de D. García no se olvida nunca un desaire, ni se perdona jamás la persona por quien fue hecho; así, el resentimiento de Roma llevó en su día a Castilla hasta el borde de un abismo, en el cual, si no se precipitó, fue por que la contuvo una voluntad agena a los dos prelados.

Volviendo a D. Pedro Tenorio, añadiremos que trasladándose inmediatamente a Castilla, tomó posesión sin contradicción alguna de la primada del Reino; y como hombre que sabía, por una feliz y reciente esperiencia, lo que vale la amistad de los poderosos, procuró a todo trance ganar la voluntad de D. Enrique y su hijo, lo que en breve consiguió a pesar de los esfuerzos que hizo D. García para impedirlo.

No se crea, sin embargo, que por acrecer el favor de D. Pedro disminuyó el de su adversario. Enrique II lo elevó a la mitra de Santiago. Juan I lo hizo su canciller mayor, y de consiguiente tuvo casi tanto poder y más influencia que aquél. Pero por esto no se amortiguó su encono, sino que en su continua lucha para conseguirlo, tomó nuevo y más poderoso incremento.

A la imprevista y desgraciada muerte del rey D. Juan se prepararon ambos prelados a combatir por el triunfo de su ambición, por la susceptibilidad de su odio, y por el innato deseo de una completa venganza.

He aquí el origen de los bandos que tan hondamente dividieron a Castilla en la minoría de D. Enrique el doliente.

El duque de Benavente, hermano del difunto D. Juan I, era el más poderoso en vasallos y riquezas entre los egregios magnates de la corte castellana; porque D. Fadrique había sido el más querido de los bastardos de Enrique II, y ya que no la lejitimidad le dio cuanto un rey puede dar a un hijo.

Conocía el arzobispo D. Pedro, y sobradamente por cierto, su versatilidad, su egoísta personalismo, su condición iracunda y violenta; pero conocía también que aliándose con él se alzarían, como se alzaron en pro de su bandera, las primeras y más poderosas familias de Castilla y León, dando ejemplo el conde de Trastámara y siguiéndole el marqués de Villena, el conde de Niebla, el poderoso maestre de Santiago, el de Alcántara, y con ellos otros muchos ricos-hombres de gran valía, que arrastraron tras sí a los desdichados pueblos, y que mal su grado, hubieron de contribuir con su sangre a decidir la estéril cuestión de mando y supremacía arzobispal.

Por su parte, el arzobispo de Santiago, más osado que el de Toledo, tan entendido e infinitamente más resuelto, era un enemigo poderoso y temible; tanto más, cuanto que entre su odio de hombre político y su intolerante rencor de hombre de iglesia, se elevaba la voz de su ambición más desmedida, más desenfrenada, si cabe, que la del prelado portugués.

Éste se apoyó en la fuerte y turbulenta nobleza castellana por medio de su alianza con el duque de Benavente; aquél se hizo firme s la sombra del trono, decidido a emprenderlo todo por aventurado que fuese, antes que dejar el puesto a un vencedor más diestro o afortunado. Además; su causa contaba con numerosos y decididos campeones, pues a sus relaciones y alianzas, se unió la simpatía de los pueblos, que pusieron en él más confianza por su calidad de castellano, que en D. Pedro, a quien miraban con esa airada y fuerte preocupación, que hace odiar todo lo que trae su origen de un pueblo a quien siglos de guerras ha hecho tener como a enemigo natural.

Hemos apuntado, y lo repetimos, que los elementos con que los dos prelados contaban para destruirse, eran de una fuerza casi igual; dudoso, pues, era el éxito, y sólo Dios quien sabía hacia donde se inclinaría la balanza equilibrada con trabajo por su influjo y alianza.

Violentas pasiones añadieron su hiel al mezclarse en la contienda que los arzobispos animosamente debatían. No fueron suyas, pero las impulsaron, porque ni las pudieron contener, ni les fue dado separarlas para obrar con independencia de ellas.

Para dar una idea completa de los dos prelados que nos presenta la historia frente a frente en una de sus páginas más desconsoladoras, diremos a nuestros lectores; que D. Pedro Tenorio salvó a Castilla de un cisma cuando el doble pontificado de Roma y Aviñón, no reconociendo a ninguno con una firmeza admirable, y negándose con mesura a tomar parte en su escandalosa contienda. También fue debido en gran parte a su tino y habilidad, el matrimonio del príncipe D. Enrique con D.ª Catalina de Lancaster, asegurando la dinastía que vacilaba entre las lanzas de Juan de Inglaterra y las intrigas del hostil Portugal. Luego grabó su nombre en el magnífico claustro de la santa iglesia de Toledo, que hizo construir; en la linda capilla de S. Blas, donde tiene su sepulcro, y en su puente de Villafranca del Arzobispo, alzando a solo su voluntad una villa rica y poblada en el sitio que ocupaba un mísero y reducido lugar.

D. García sucumbió al fin en la lucha: amigo leal y enemigo irreconciliable, no se dobló jamás, ni aún por su propio interés. Prefirió estrañarse y morir en tierra estranjera, a faltar a su palabra dada en seguridad a un enemigo, y Portugal fue su sepultura, como Castilla su cuna.




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Capítulo VI

Donde se vuelve a tomar el hilo de esta verdadera historia


Preparados los ánimos favorablemente a los intentos del Primado, y de acuerdo con e1 duque de Benavente, hizo publicar a muerte del rey; que merced a su esquisito cuidado, quedó en duda por algún tiempo para unos y oculta para los más.

Trasladóse, pues, el cadáver con regia pompa a la villa de Alcalá, depositándolo en la capilla de su palacio hasta que se le pudiera conducir a Toledo, y darle sepultura en la de los reyes nuevos.

Allí tuvo quien ceremoniosamente lo velara; y no le faltaron tampoco preces continuas y fervorosas, elevadas por todas las comunidades religiosas de Alcalá y sus inmediaciones a invitación del Arzobispo; que como en la tienda improvisada, todo lo prevenía y ordenaba.

Dispuesto cuanto era concerniente a los funerales de D. Juan, se consagró el Arzobispo a consolar a la desolada Doña Beatriz, astro oscurecido en el espacio de un día, y que presurosa corriera al lado de su difunto esposo, acompañada solamente del obispo de Sigüenza. Después fue a encontrar a Madrid al huérfano D. Enrique, que afligido y anhelante se dirigía a Alcalá en alas de su dolor filial para ver a su padre, antes que la losa del sepulcro se lo robara para siempre.

Llegado a tiempo D. Pedro Tenorio para detenerle en aquella villa; investido cual se hallaba de una autoridad no deslindada aún ni reprimida como primado de Castilla, ayudado con eficacia por el duque de Benavente que le había precedido, y en cuyo seno había derramado abundantes lágrimas el acongojado huérfano; secundado por la nobleza. y el clero, y de un modo espontáneo y decidido por la villa, mandó que se alzaran pendones proclamando rey al ya jurado príncipe de Asturias.

Consecuente con su plan, espidió cartas de convocatoria a todos los prelados y abades, a los ricos hombres e infanzones, a los maestres de las órdenes, adelantados, merinos, justicias, concejos, villas y ciudades con voto; para que se juntasen en Madrid con la urgente premura que el caso requería; cual era la grandísima necesidad de proveer al gobierno del estado, y, a la tutoría de los menores D. Enrique y D. Fernando, que habían quedado en absoluta orfandad.

Pero al par que llegaban los convocados, el Arzobispo por una parte, y D. Fadrique por otra, procuraban inculcarles sus ideas, inclinando los ánimos a su favor y preparando con su influjo la elección.

Hasta aquel punto todo había marchado de conformidad con sus cálculos y deseos, mas allí también comenzaban a brotar obstáculos que les era muy difícil de superar, y que se multiplicaban por cada uno que vencían.

Tocaban con profundísimo despecho, que ni era solo el Primado quien tenía influencia sobre el clero, ni el Duque quien aspiraba a compartir con él la regencia. Añadíase a estas decepciones, que el tercer brazo del estado independiente, poderoso, lleno también de ambición, no se adhería como pensaron a los proyectos del Arzobispo y su aliado, sino que se consagraba a sus propios intereses.

Antes de la sesión regia acudían los diputados de las ciudades a la Chancillería a revisar y archivar sus poderes. Desde aquel punto eran tenidos por inviolables y sagrados, empezando en juntas que celebraban entre sí a cumplir sus deberes, poniéndose lo primero de acuerdo para conseguirlo; y como cuanta más preponderancia obtuvieran en el gobierno, más posible era el llenarlos alcanzando la petición de rebaja en la moneda que los pueblos solicitaban, no prestaron oído a las promesas que se les hacían, aspirando a intervenir por sí en el concejo de regencia.

Y a propósito de lo que vamos tratando, advertiremos a nuestros lectores que en aquellos tiempos no eran las cortes el pálido reflejo, el ostentoso fantasma de representación nacional que nosotros alcanzamos.

Nacida en las asambleas electivas de los godos, se desarrolló prodigiosamente en el siglo VI, elevándose en los concilios nacionales de Toledo a la altura correspondiente a su gran misión. A ella, a sus múltiples esfuerzos, se debió que la sociedad entregada al caos de la barbarie, se organizara y constituyera. A ella se debieron también leyes que reprimieron sus indómitas pasiones y sus brutales costumbres; leyes que aún se admiran en el famoso Fuero Juzgo, y que castigando y previniendo consiguieron suavizar aquellas naturalezas duras, y aquellos instintos feroces. A ella en fin, a su influjo se debió el que marchara Castilla la primera por la senda de la civilización europea, como confiesa un célebre publicista francés.

Suspendida violentamente por la invasión árabe, quedó olvidada en tanto que sólo se trató de combatir y vencer. Cada español se trasformó en un guerrero; cada guerrero se convirtió en un héroe, y la patria tan ominosamente vendida, fue reconquistada con el valor, la constancia y la sangre de sus hijos.

Olvidada sí, pero no muerta, la representación nacional reapareció con el pueblo castellano. Era esto en la edad media, y en la edad media sólo había dos poderes en la tierra que se la habían repartido espléndidamente entre sí, la cogulla y los blasones. No hubo, pues, más que dos estados en ella, estados que se abrogaban todos los derechos porque poseían todos los privilegios; pero uniéndose toda vez que la ocasión lo requería, interponían lealmente su formidable poder como un brazo de hierro, entre el pueblo que podía ser oprimido, y el monarca que tendía a la opresión.

Por los siglos XIII y XIV, el pueblo que tras largos y vigorosos esfuerzos había conseguido, ayudado por los reyes, emanciparse de la abrumante tiranía feudal, se constituyó en un estado importante e influyente por su valor, su saber, su industria y su riqueza. Conquistaba a la corona con su lealtad y sacrificios franquicias y privilegios, concediéndola Fernando III, llamado el Santo, el de unir su voz a los dos estados que hasta allí esclusivamente la tuvieron, y entonces completa y definitivamente quedó establecida la representación nacional como un derecho común a todo castellano, equilibrándose perfectamente los distintos poderes de la monarquía, que se convinaron en justa y exacta proporción, para atender y velar por todos los intereses de ella.

Organizándose, pues, como una institución fundamental, fue acatada por el trono como soberana en sus decisiones. Éste podía negar la sanción a sus leyes; pero no alcanzaba su poder a imponerla las que emanaban de su sola voluntad.

Colocada en tal elevada esfera, jiró sin obstáculos ni entorpecimientos, consagrada esclusivamente a su objeto; y creció en grandeza e importancia, a proporción que se comprendiera por el monarca y por la monarquía su influjo y su necesidad.

Nobles, expléndidas y prudentes, las cortes castellanas sin negar nunca su sangre a la patria cuando ésta lo exigía, a fuer de valientes y leales; sin regatear su oro al monarca que en sus apuros lo pedía, sostenían cuidadosamente los intereses que representaban, desde el pechero que podía ser vejado en la pacífica posesión de su cabaña, hasta el más encumbrado rico hombre, cuyos derechos señoriales tenía a su cargo hacer fielmente respetar.

¿Fue aquella época la de su virilidad poderosa y fuerte? Creemos que sí a poco que la examinemos.

Verdad es que no surgían de su seno las magníficas teorías que hoy nos dominan, que nos conmueven y deslumbran: empero tampoco sucedía jamás, que aquellos a quienes los pueblos conferían el poder de representarlos, votasen onerosos subsidios que doblasen su miseria. No era tan universal el sufragio, tan crecido el número, tan fastuoso el aparato; mas en cambio había más firmeza, eran más independientes, tenían más conciencia del deber que su misión les imponía.

Entonces no había esos debates prolongados y brillantes, en los cuales se exala la pasión y se emplean las seductoras galas de la oratoria para dilucidar una idea. No, los diputados de la edad media no sembraban de delicadas flores sus discursos ni eran el encanto de los que le oían; pero eran, eso sí, el eco firme y severo de las necesidades de aquellos que los enviaban.

Y como los diputados prestaban un solemne juramento en el acto de recibir los poderes, por el cual se obligaban, «a no aceptar del rey empleo con sueldo, dinero o gracia para sí y sus parientes, sujetándose en caso de infracción a severísimos procedimientos», no obraba sobre ellos la corrupción. Además, habían de dar cuenta a la vuelta a sus poderdantes; y la historia conserva una muestra de cómo las daban y cómo eran tomadas, en lo que hicieron las ciudades de Sevilla, Córdoba, Toro y Segovia con sus diputados a las cortes de Compostela en 1520.

Creemos con lo ya espuesto suficientemente esplicado el por qué las cortes convocadas por el Primado eran inaccesibles a sus deseos, contrariando por interés propio con una resistencia inesperada los cálculos de su ambición y los proyectos mejor combinados de su odio.

Entre tanto llegó la llora destinada para la primer reunión, entre las agitaciones de la duda y las inquietudes del temor, sentidas con mayor violencia según se aproximaba el instante crítico de morir o realizarse sus doradas esperanzas, con el nombramiento de regencia que cada cual anhelaba para sí.

Fue la ya derruida iglesia de San Salvador la disignada por el arzobispo de Toledo para que las cortes celebrasen sus sesione; porque el espíritu, religioso del siglo XIV buscando aún sus inspiraciones en Dios seguía en esto la costumbre establecida en los antiguos y célebres concilios toledanos, que inmortalizaron el nombre del arzobispo S. Isidoro, cuya mano arrojó a la sociedad naciente, abundante semilla de civilización y libertad.

En el lado de la epístola se colocó un magnífico dosel de terciopelo carmesí guarnecido de pesado fleco de oro, bajo el cual se elevaba sobre gradas el dorado asiento desde donde los reyes presidían las sesiones.

A el opuesto perteneciente al evangelio estaban los escaños destinados a los reverendos arzobispos, obispos y abades; a su frente los de la grandeza, y los diputados ocupaban el centro con los suyos.

Ricas alfombras cubrían el pavimento; el altar estaba iluminado y sobre el ara, en el sitio preeminente, se veía el libro de los Santos Evangelios lujosamente encuadernado.

A las doce del día entró en el templo el Primado seguido de un número considerable de prelados; seguíale después la alta nobleza castellana presidida por el duque de Benavente; y por último, los diputados de las ciudades que presidían los de Toledo y Burgos, Pero López de Ayala y Alvar Pérez de Osorio.

Ocuparon sus respectivos sitios sucesivamente, manteniéndose todos en pié.

El arzobispo de Santiago, como canciller mayor del reino, se situó entre el trono y el Primado; y guardando todos un ceremonioso silencio, dijo con voz sonora y singular aplomo:

-Señores, S. A. el rey D. Enrique III de Castilla, se halla en la menor edad; se necesita, pues, quien lo represente para abrir las cortes aquí reunidas y presidir la sesión. ¡Por interés del reino nombradle!

-A el reverendísimo arzobispo de Toledo le pertenece representar al huérfano D. Enrique, dijo el duque de Benavente con su acento imperioso y terminante; nadie lo puede hacer mejor ni con más derecho.

La arrogante y severa faz del arzobispo D. García permaneció impasible, y dirigiéndose segunda vez a la elevada reunión, la interpeló diciendo con mesurado tono:

-Señores, ¿tenéis alguna objeción que poner a lo propuesto por D. Fadrique de Castilla?

¡Ninguna! ¡Lo aprobamos! contestaron simultánea y unánimemente los numerosos partidarios del Primado.

Reverendísimo padre, ya lo habéis oído, repuso D. García volviéndose a D. Pedro. ¿Aceptáis el encargo que os confieren?

Vedme aquí dispuesto a todo lo que se me exija y mis débiles fuerzas alcancen; contestó el interrogado Arzobispo, con un acento de apacibilidad que no revelaba la menor emoción.

-Aquél es entonces vuestro sitio, replicó D. García Manrique, mostrándole con un ademán lleno de dignidad el trono que resplandecía con un rayo de sol escapado entre los densos pliegues de una cortina.

Inclinó su cabeza por un breve instante el Primado, y levantándola más erguida dejó su sitio, cruzó la nave lentamente, subió la primer grada del trono, y volviéndose, radiante de majestad la frente que ornaban sus cabellos blancos, y con el mismo acento que usara a ser aquel trono suyo, acento de suprema dominación, dijo con voz clara y vibrante:

-Señores, está abierta la sesión.

Las cinco palabas del primado produjeron un movimiento general y un tenue pero perceptible murmullo; y como acaeciera el incidente de ir a pasar para tomar asiento Alvar Pérez de Osorio, diputado por Burgos, y protestase Ayala que lo era de Toledo, dijo D. Pedro estendiendo su mano con dignidad:

-¡Pase Burgos, que a Toledo le represento yo a nombre de D. Enrique III.

Alzó los ojos el arzobispo D. García y le asestó una mirada tan detenida, tan significativa, que hubiera hecho temblar a otro que no fuera D. Pedro Tenorio. Pero éste sin perder un átomo de la soberana espresión que ostentaba su frente, se dirigió a la elevada e imponente asamblea y pronunció un largo discurso, en el cual espuso con elocuencia estremada la situación del reino y del Rey: la necesidad urgentísima de atender a uno y a otro, dando a éste tutores y a aquél gobernadores; pero tales, que no se repitieran las desgracias que habían afligido a Castilla en las minorías, de Alfonso VIII por las discordias de sus tíos; en la de Enrique I, con los disturbios de los Lara; en las sangrientas y borrascosas de Fernando IV y Alonso XI, que tan azarosas hicieron los turbulentos infantes y el ambicioso Juan Núñez de Lara: Misión reservada a las cortes, no habiendo provisto a ello D. Juan I, por su prematuro e inesperado fin, conjurándolas a que eligieran quien mantuviese la paz en el reino, atendiese a su engrandecimiento, y al cuidado de Don Enrique, doblemente sagrado como monarca y pupilo; con lo cual puso fin a su razonamiento tan aplaudido como merecía por todos los que atentamente lo escucharon.

Por lo demás harto patentes eran los hechos que oportunamente recordara D. Pedro, y bien conocido de todos que tocaban el primer escollo de la minoría, en la importante elección que iba a efectuarse elección que podía dar origen a los males que había deplorado el Arzobispo, y que era posible y aun seguro se repitieran, tratándose de un poder transitorio es cierto, pero deslumbrante, omnipotente y codiciado con ardor.

Después de contestar D. Alfonso Manrique de Lara como le correspondía en aquel acto por descender del conde Pedro de Lara, que obtuvo el privilegio de representar a la nobleza como defensor y guardador de sus fueros en las cortes de Burgos, protestaron las ciudades su fidelidad y adhesión, con lo cual entraron en la importante cuestión que tan preocupados traía los ánimos.

La regencia única fue desechada por la mayoría: de dos la propuso el arzobispo de Toledo y fue enérgicamente combatida por los diputados que la desecharon unánimes: pidióla D. García de cinco y tampoco fue acordada. Aumentábase el número a medida que los aspirantes a formarla descubrían otros nuevos; y por último, después de animadísimos debates se nombró una regencia de siete gobernadores y un consejo de diez y seis diputados, que alternaran por mitad cada tres meses, para ayudar a los gobernadores con sus luces y esperiencia en todas las dificultades que pudieran sobrevenir.

A la cuestión de números sucedió la de individuos, menos controvertida y disputada, pero de mayor y más palpitante interés. Nombráronse los tres más cercanos parientes del Rey, a saber: al duque de Benavente su tío, al conde de Trastámara que lo era también aunque como el marqués de Villena en grado más remoto: el arzobispo de Toledo, el de Santiago y los maestres de Santiago y Calatrava. Los diputados por su parte nombraron a Alvar Pérez de Osorio, Ruy Ponce de León, Pedro Suárez, adelantado de Andalucía, Pero López de Ayala, corregidor de Toledo, Garci González de Atunza, Álvaro de Villa, Fernán Pérez de Castro y Diego Martínez de Villa Real.

Cuando terminó el nombramiento quedando formada la regencia, el arzobispo de Toledo dejó su sitio, y seguido de las electos en primer término y de los obispos y abades, ricos hombres y diputados, subió al altar donde se iba a prestar el solemne juramento con el más minucioso ceremonial.

Adelantóse D. García, púsose junto al ara, y con un acento que revelaba todo lo augusto de su ministerio con una entereza que revelaba asimismo un ánimo fuerte y superior; con toda la dignidad altiva y noble del caballero; señalando con una mano el libro abierto de los Evangelios y clavando al Primado una mirada severa e interrogante:

-Pedro, arzobispo de Toledo, dijo: ¿Juráis por la Santísima Cruz en que fuimos redimidos y los Santos Evangelios, aquí presentes, gobernar en unión de todos y cada uno en paz y lealmente, protejer, defender y guardar al rey D. Enrique III y su hermano el infante D. Fernando, que las cortes ponen bajo vuestro amparo como tutor que os nombra, y obrar en honra y pro de estos reinos que se os confían?

Puso el Primado su mano estendida sobre el libro abierto que estaba en el altar, y con voz clara y entera que resonó en todos los ángulos del templo, dijo: ¡Sí juro!

-Si así lo hacéis, Dios os lo premie, y si no os lo demande como a aquel que jura en falso, repuso D. García con acento profundo.

-¡Amén! contestó el Primado gravemente.

Y pasando a la derecha sustituyó a el Arzobispo canciller, quien cambiando de sitio ocupó el que dejara D. Pedro, prestando el juramento en sus manos. En seguida lo hizo el duque de Benavente, y después los demás gobernadores y consejeros.

Cuando se concluyó la ceremonia bajó del altar el Primado, ocupó la presidencia como antes, y arengando brevísimamente a la asamblea levantó la sesión.

El sol descendía por el horizonte cuando los gobernadores salían de San Salvador. Adelantáronse algunos pasos el arzobispo de Toledo y el duque de Benavente que iban al par uno de otro; inclinóse el Prelado hacia D. Fadrique, y con una incalificable espresión le preguntó sonriéndose:

-¿Qué os parece todo esto, Duque?

-Que perdimos la partida, respondió con despecho éste.

-¡Bah! no lo creáis aunque tal parece a primera vista. Un cuerpo con quince cabezas es un fenómeno, y los fenómenos no tienen de vida si no cuando más cortos instantes. Todo es paciencia y esperar.

Y bendiciéndole le alargó la mano que besó el Duque, disipándose un tanto la sombra de su frente.

En pos del Primado y D. Fadrique, que cada cual se alejaba con su numeroso séquito, salieron los maestres de Santiago y Calatrava, juntos también como salieron aquéllos, y parándose en el umbral:

-D. Gonzalo, dijo aquél a éste, ¿qué día fijáis para nuestro juramento del cuerpo de Dios?

-El que vos mismo elijáis, D. Lorenzo, contestó D. Gonzalo con cierta tivieza.

-Pues en el convento de Ocaña os espero con el capítulo reunido, el día primero de la próxima semana.

-No faltaré con los comendadores y caballeros que se puedan reunir para ese día, contestó el gran maestre de Calatrava.

Concluido este diálogo, se despidieron afable y cortésmente: el de Santiago se incorporó con el duque de Benavente, y el de Calatrava fue a reunirse con el arzobispo D. García, que con su hermano el Adelantado mayor salían a la sazón del templo. Al verle venir el Arzobispo, esperóse a que llegara, y cuando estuvo a su lado se dirigió a él con un acento que revelaba las profundas emociones que sufría.

-Maestre, os repetiré la misma pregunta que acabo de hacer en este momento a mi buen hermano: ¿Os place la regencia de que os han nombrado miembro?

El maestre lo miró con fijeza, y al observar aquella frente en que podría leerse los fuertes sentimientos que lo dominaban, y aquella boca contraída por una amarga ironía; al escuchar aquellas palabras proferidas con calma y singular intención, la inquietud se reveló en su semblante y contestó con un signo negativo.

Os halláis, pues, de acuerdo con nosotros, dijo el Prelado colocándose entre los dos ancianos guerreros. ¿No os agrada ver al Duque abrir camino al Primado, y a éste apoderarse de lo más alto que encuentra?

-No, García, no me agrada, contestó el Adelantado; porque del ambicioso afán de sobreponerse a todos, nace y se nutre el general descontento. También os diré que temo un choque entre ese conjunto de contrarias voluntades y de opuestos intereses, que dará indudablemente origen a disturbios y revueltas como las que imprudentemente ha recordado ese portugués ambicioso, y que tan célebre le hicieron en las anteriores minorías.

-¡No por mi nombre! esclamó D. García con arrogancia. ¡Oh! no lo temas, hermano, que hay aún en Castilla una voluntad enérgica que los reprima, y es la mía; un brazo fuerte y poderoso que en todo caso los derribe, y es el vuestro: D. Fadrique y D. Pedro no son los infantes D. Juan y D. Enrique. Los Lara no existen hoy, pero en su lugar seremos nosotros los que frente a frente y sin contemplación alguna contrariaremos sus planes y nos encontrarán en todos los terrenos.

-Si a ese punto llegamos, dijo con mesura el Adelantado mayor, convenid, García, que el reino no alzará su voz para bendecirnos. En cuanto a mí, vos que conocéis mis sentimientos, como Dios conoce mi conciencia, sabéis que el brazo de Alfonso Manrique está consagrado a su Patria y a su Rey, y su espada a los gobernadores que la sirvan con mayor fidelidad.

-Alfonso, dijo el maestre con agreste y espansiva franqueza; si no me admiráis por leal, me cautiváis por prudente, y siempre tengo algo que celebrar cuando os oigo. Estoy con vos, y mi espada se levantará con la vuestra hiera a quien quiera, ya sea a ese encumbrado bastardo o a ese Prelado estranjero, como falten a la ley o se vuelvan contra la patria para desgarrar su seno.

-Así lo creo de vos, Maestre. Por eso me di el parabién cuando os eligieron tutor y gobernador en unión de mi hermano D. García, de quien sois antiguo amigo.

-Y tan antiguos, Alfonso, que éramos rapaces y bien pendencieros.

Y el encanecido Maestre echó una mirada de cariño a su compañero de infancia, más envejecido que él por el peso del estudio y las agitaciones de su vida.

Ya se habían alejado el Arzobispo, el Maestre y el Adelantado con su triple comitiva, cuando apareció en el umbral de San Salvador un grupo de diputados, en cuyo centro estaba Pedro López de Ayala; a quien uno de sus compañeros, de frente pensadora y mirada profunda, dijo:

-Recibid mi sincero pláceme, señor Corregidor, y con él mi buen deseo de que no olvidéis en el gobierno de Castilla que sois el diputado de Toledo; y que Toledo, que os ha encumbrado a ese puesto, reclama, como todas las ciudades, la rebaja de la moneda a su intrínseco valor.

-Gracias, Sr. Juan Gaitán, por el pláceme y el deseo que estimo en mucho, contestó cortésmente el corregidor de Toledo; y sabed, como sabrá muy en breve la ciudad, que siempre y ante todo soy su procurador, para conseguir la justa demanda que nos ha confiado.

Dicho esto, desapareció a su vez aquel grupo y quedó desierta la tan animada iglesia de San Salvador. Poco después apagaron las luces del altar, se cerró el libro de los Evangelios y todo quedó en el más profundo silencio.




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Capítulo VII

Cómo se verificó en Ocaña el juramento del Cuerpo de Dios, y se da cuenta del motivo que hubo para prestarlo


El plazo que se prefijó por el maestre de Santiago para practicar el juramento, espiraba el día de la Epifanía y había llegado la vigilia.

Los farautes del maestre de Calatrava, durante el término convenido, recorrieron en velocísimos caballos todos los dominios de la orden, llevando mensajes a los comendadores y caballeros citándoles para Ocaña. Sólo así podía esplicarse la considerable afluencia de guerreros y curiosos que de Tembleque, Cuenca, Almagro y la Mancha toda se notaba en aquella villa para asistir a el acto solemne DEL JURAMENTO DEL CUERPO DE DIOS.

Desde la alborada de aquel día hasta que el sol se ocultara, no cesaron de entrar en Aranjuez (villa de la orden de Santiago y sitio de recreo de los maestres) empolvados ginetes cabalgando en soberbios bridones, seguidos de escuderos y de algunos soldados de la orden.

Imponderable era el movimiento que se notaba en la villa al terminar aquella tarde, breve y nebulosa como suelen serlo las de enero. Por donde quiera no se oía otro ruido que el trotar de los caballos y el crugir de las armaduras, no cesando hasta que una numerosa tropa de caballeros montados en diestros y veloces corceles salió de Aranjuez tomando el camino de Ocaña.

Pendía de sus hombros el manto con la cruz encarnada de la orden, ondulando airosamente a impulso de la veloz carrera que seguían. Bajo sus anchos pliegues brillaban ligeras corazas de bruñido acero, y el casco con que cubrían su cabeza, dejaba descubierto el semblante fiero y espresivo en los más, ya se encontrasen en la flor de la juventud, bien en el descenso de la vida.

Marchaba a la cabeza el maestre D. Lorenzo Suárez de Figueroa, llevando a su izquierda al más anciano de los Treces de la orden, célebre por contar casi tantas batallas como cicatrices, faltándole poco para igualar el número de éstas al no escaso de sus años. Seguían después los treces, comendadores y caballeros de cuatro en cuatro, armados de lanza y escudo, y en un silencio que sólo turbaba el continuo cuanto acompasado trotar de los caballos.

Caminaban, pues, entregado cada cual a sus pensamientos, sin que ningún accidente les ocurriera en las dos leguas y media que dista Aranjuez de Ocaña; llegando cerrada ya la noche a las entonces fuertes murallas de la villa y arrecidos con el frío intenso que se hacía sentir.

A su llegada fueron recibidos por los caballeros más notables de la orden de Calatrava y los hospedaron con solícita cortesía y fastuosa esplendidez.

Las órdenes religiosas y militares de Santiago, Calatrava y Alcántara, tan famosas en los siglos pasados y de que sólo nos quedan sus estatutos y preclaros recuerdos de gloria, habían llegado en los reinados de los sucesores de Alfonso XI a el más alto punto de independencia, esplendor y poder.

Nacidas de la piedad religiosa y del odio a los infieles, que cada generación legaba íntegra a la que le sucedía, tuvieron desde luego toda la importancia que les daba su origen en una época que se marcaba por la exaltación de tales sentimientos; pero adquiriéronla mucho mayor así que fueron reconocidas y sancionados sus estatutos por la Santa Sede. Alfonso XI contribuyó generosamente a su engrandecimiento, concediéndoles privilegios y mercedes que fueron la base de su opulencia y poder.

Desde aquella época, siempre progresando, siempre en guerra con los moros, su valor les conquistó estensos dominios. Los reyes que con tanta frecuencia y buen éxito se servían de su brazo en las frecuentes guerras que sostenían con Navarra, Aragón y Portugal; y que ante la cruz de sus pendones y la espada que heroicamente empuñaban veían retroceder y menguar el poder agareno, premiaron sus servicios aumentando con generosidad sin término los estados y fueros de las órdenes que llegaron a ser considerables. Pero esto mismo logró escitar el recelo y la desconfianza, y entonces se incorporaron sus dominios a la corona. Por el tiempo de que nos vamos ocupando eran los maestres unos soberanos de hecho y de derecho; independientes, acatados, revestidos de alta y suprema potestad compartida en su ejercicio con otras potestades inferiores, asemejándose cada orden a un estado con sus diversas gerarquías fuertemente enlazadas entre sí. En una palabra, el gran maestre era un príncipe con su gobierno, su justicia, su ejército, sus fueros privativos, alta jurisdicción y exenciones.

A las once del día prefijado para el juramento de los dos maestres, el de Santiago, seguido de todos los caballeros que lo habían acompañado en su viaje, ostentando el manto con la roja cruz de su orden, penetraba en la iglesia de los caballeros de Calatrava, donde ya los esperaban éstos con su gran maestro D. Gonzalo Núñez de Guzmán.

Según el ceremonial establecido para semejantes actos, los comendadores de Calatrava salieron a recibir al maestre y caballeros de Santiago hasta el umbral del templo, conduciéndolos al coro, a cuya berja se adelantó don Gonzalo con sus claveros para saludarlo: con lo cual y preguntarle cortésmente el maestro de Calatrava a el de Santiago si era de su gusto que empezara la ceremonia, y contestarle éste que le tenía cumplido en todo lo que aquél dispusiera, se encaminaron juntos al altar acompañados por los caballeros de ambas órdenes, que mezclados y confundidos los dejaron subir las gradas de aquél, quedándose ellos a pocos pasos de distancia.

Los dos maestres eran tan notables por sus personas como por la elevada dignidad de que estaban investidos; y los dos maestres en aquel momento, de pié, inmóviles, concentrados en sí mismos, con sus hábitos magestuosos, sus largas espadas en que apoyaban la diestra, y sus cabezas de cabellos grises descubiertas, estaban magníficos en arrogancia, en dignidad y en resuelta firmeza.

Sin embargo, vistos de cerca, se notaban entre ambos pronunciados rasgos de diferencia. Las facciones regulares del maestre de Santiago revelaban firmeza en la voluntad, astucia en el genio, reserva en el pensamiento. Su continente altivo y marcial demostraba en cada uno de sus rasgos, de sus más leves movimientos, el íntimo convencimiento de su poder, un largo hábito de mando y los violentos arranques de un carácter nunca violentado ni sujeto por nadie, ni por nada.

La fisonomía del de Calatrava, menos bella pero más varonil y pronunciada, la caracterizaba fuertemente una espresión de tan atrevida osadía, de franqueza y lealtad tan decidida y arrogante; se mostraban de tal modo sus sentimientos en las arrugas de su frente, en los pliegues que unían sus cejas, en las contracciones de su boca, en el fuego que destellaban sus pupilas leonadas, que nadie podía dudar en mirándole. de su amor ni de su odio, de su enternecimiento ni de su ira, cuando el soplo de una u otra pasión lo agitaba.

En la célebre mañana en que tenía lugar el juramento, no estaba exenta de nubes su frente ancha y desarrollada; pero como hemos dicho antes, brillaba en ella la arrogancia, la resolución y la firmeza.

Uno de los caballeros profesos de Calatrava se revistió un rico ornamento, y subiendo al altar dio principio al santo sacrificio de la misa, y para asistirle los caballeros se hincaron piadosamente de rodillas a imitación de los maestres que les dieron el ejemplo.

Llegando el celebrante al punto de la consagración, pronunció en voz alta y con una entonación lenta y solemne las cinco palabras sagradas: Hoc est enim corpus meum, y elevando la hostia para que la adorasen, la tuvo levantada un corto espacio, durante el cual todas aquellas soberbias cabezas humildemente se inclinaron.

Concluida la elevación, la puso el sacerdote en su patena de oro, y la patena sobre el ara, y volviéndose de modo que diera la diestra al Sacramento y la siniestra a los maestres que permanecían de rodillas, les dijo con voz entera:

-D. Gonzalo Núñez de Guzmán,.y vos D. Lorenzo Suárez de Figueroa, como maestres que sois de las órdenes de Calatrava y Santiago, ¿juráis sobre el cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo uniros en fiel y leal amistad, para gobernar el reino buena y pacíficamente; servir, defender y proteger al rey, D. Enrique III, que Dios ha puesto sobre el trono y las cortes bajo vuestra tutela y amparo; no ir nunca el uno contra el otro, ni levantar las espadas sino para dar el mismo golpe en muestra de una sola voluntad?...

Así que el celebrante profirió la fórmula del juramento, los dos maestres se levantaron, estendieron el brazo; y tocando con la mano sin guante la hostia consagrada que les presento el sacerdote, respondieron a la vez con voz clara y segura:

-¡¡Sí juramos!!

El celebrante retiró la patena, los maestres tornaron a su primer postura con la cabeza inclinada y enlazadas las manos que habían tocado la hostia sacrosanta, continuando la augusta ceremonia sin perturbarse el silencio, la compostura y el fervor de los asistentes.

Mas por una singularidad inesplicable y estraña, al concluirse la misa, los ojos del maestre de Santiago destellaban a brevísimos intervalos un contento reprimido, una satisfacción tan cumplida, que a pesar de la rapidez con que lucían aquellas vivísimas llamaradas, no se escaparon a la perspicacia de Don Gonzalo; quien por un contraste no menos raro mostraba una frente oscurecida y una mirada triste sin embargo de hacer visibles esfuerzos para dominarse y aparecer impasible y grave, no consiguiendo otra cosa que aparecer notablemente violento.

La clave de aquel enigma que no podían descifrar los que estaban observándolos, la tenía el arzobispo de Toledo, y se esplica fácilmente.

Aquella imponente ceremonia a que había sido emplazado D. Gonzalo por el maestre de Santiago, fue decidida por el Primado, quien antes calculó con mucho detenimiento y pulso todas sus posibles y trascedentales consecuencias.

Una de esas amistades que nacen en la infancia, crecen en la juventud, se afirman y arraigan con los años y no se estingue jamás, unían con estrechos vínculos al arzobispo Don García y al jefe supremo de la poderosa orden de Calatrava.

Una alianza concluida de poder a poder ligaba con los fuertes lazos de un interés común al arzobispo de Toledo y al maestre de Santiago.

La espada o el voto de cada uno de los maestres tenía un peso tal, ya fuera llevando la cuestión al terreno de la fuerza, ya tratándola en el del influjo, que separados podían equilibrar la balanza, y unidos los dos, inclinarla a quien fuera su voluntad.

En el siglo X un juramento no se violaba; era sagrado, y doblemente cuando como el de los maestres era espontáneo, solemne y de una publicidad tal cual tenía el que habían prestado en Ocaña a presencia de ambas órdenes reunidas. Estaban, pues, obligados a guardarle, y, o el de Santiago arrastraba consigo al de Calatrava separándolo de D. García, o lo obligaba a permanecer neutral, dejando al arzobispo luchar con sus solas fuerzas. De un modo o de otro, D. Pedro triunfaba en la lid.

Concluida la misa salieron juntos los dos maestres, siguiendo en pos la brillante comitiva de caballeros de Calatrava y Santiago. Un banquete suntuoso dado por los primeros, esperaba a los segundos. Reinó en él la esplendidez y la cortesía, y aquella reunión congregada para asistir al juramento se dispersó por la tarde, saliendo los maestres para Madrid, y a sus fortalezas y encomiendas los caballeros de las órdenes.




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Capítulo VIII

Donde se da cuenta cómo dieron principio las grandes alteraciones de Castilla


Pocos meses habían transcurrido desde la infausta muerte del rey D. Juan I, y ya se tocaban lastimosamente las consecuencias de aquella desgracia.

La desunión de los gobernantes era estremada; las demasías de algunos señores harto públicas, y los pueblos eran olvidados por los que tenían el deber de protegerlos, ocupados esclusivamente en las discordias y rencillas de los tutores del rey Enrique III.

Si algo faltaba en el ánimo de suyo irascible del arzobispo D. García para exacerbarle en último grado, era sin duda la alianza del primado D. Pedro Tenorio y el duque de Benavente.

Altanero D. Fadrique de Castilla y dominante en sumo grado, abusaba a menudo en pro de sus amigos y en mengua de sus rivales, de las facultades que le habían concedido las cortes de Madrid, como gobernador del reino y tutor del rey y el infante sus sobrinos.

Por otra parte cada día era más patente el pacto que unía con sus estrechos lazos al arzobispo de Toledo y al duque de Benavente, formando ostensiblemente un bando de que el primero era la cabeza y el segundo el brazo, y cuyas miras tendían a imponer su voluntad como soberana en el consejo, del que no se avenían a ser partes, pretendiendo erigirse en jefes.

Murmurábase públicamente sa intimidad, deplorando sus funestas consecuencias; acriminábanse mutua y violentamente los prelados; cundía el descontento por do quier, y densas nubes se iban amontonando en el cielo de Castilla, anunciando una tempestad que sólo tardaría en bramar lo que tardara en esperimentarse el choque de las encontradas pasiones que con sus ardientes emanaciones la condensaban.

El choque tuvo lugar, y la esplosión fue terrible.

Era un día de marzo, día desapacible y nebuloso. El concejo de gobernadores estaba en la iglesia de San Salvador, donde celebraba sus sesiones. Iracundo y sombrío el arzobispo de Santiago; con la mano en la espada y arrogante postura los maestres de Calatrava y Santiago; silenciosos y atentos el consejo de diputados de las ciudades, escuchaban todos con la espresión de la cólera en el rostro descompuesto, o la osada actitud del retador, el rumor compasado de pasos, el crugir de las armaduras, los golpes de las alabardas en las gradas de piedra del templo, las voces, en fin, de los hombres de armas que estaban cercando los muros doblemente sagrados y respetables por lo que era y contenía.

Sólo el Primado estaba tranquilo, sólo él ostentaba una impasible mesura.

En el crítico instante de levantarse D. García Manrique para dar alguna orden, o pedir esplicaciones, se presentaron armados de punta en blanco el duque de Benavente y el conde de Trastámara.

La frente torva del arzobispo de Santiago se anubló aún más, su talla escasa se realzó al ímpetu de su ira mal enfrenada estendiendo su mano nervuda y demacrada sobre los recién llegados, pareció rechazarlos mejor que detenerlos.

Pero no era la venida de los tíos de Enrique III un incidente casual, sino un ataque premeditado, un pretesto para cometer un hecho de violencia reproducido en casi todas las minorías que antecedieron a la de que nos vamos ocupando.

Todos, pues, comprendieron que el Duque venía para arrojar su guante a la arena, y que el Prelado lo iba a recoger sin compasión a la sangre que la contienda pudiera verter, sin temor a las picas y alabardas que asomaban a la puerta y llenaban las avenidas; y aquel alarde de fuerza, aquel aparato de guerra, enardeció los ánimos hasta de los más prudentes y contenidos.

D. Fadrique se adelantó con la visera levantada, se dirigió al arzobispo D. García a quien iba el reto, y con audaz altanería dijo:

-Señores, he venido solamente a pedir para el señor Juan Sánchez de Sevilla, el nombramiento de contador mayor de las rentas reales.

Todas las miradas pasaron alternativamente de D. Fadrique al Prelado, cuyos labios contraídos se separaron para dar salida a un ¡¡No puede ser!! tan enérgico como rotundo.

-¡Será, porque lo mando! repuso el Duque con acento amenazador, llevando significativamente la diestra a la cruz de su espada que despidió un metálico sonido al rozar con su manopla de acero.

-¡No será, porque no es justo! Replicó D. García con voz de trueno.

A la airada negativa del Prelado siguió una escena de tumulto. Los gritos, las amenazas, los denuestos estremecían las bóvedas sagradas. Los bandos que se encarnaban en los dos arzobispos, se agruparon en torno de sus caudillos. Desembaináronse las espadas con notable furia y desacato, lanzándose todos a la calle, resueltos ambos prelados a apoderarse del Rey y sacarlo de la villa.

Pero no contaban con el adelantado mayor D. Alfonso Manrique, que reuniendo sus hombres de armas cerró las puertas de aquélla, dobló la guardia del Alcázar, deshizo el tumulto repartiendo mandobles y cuchilladas, y al anochecer tan sólo se oía en las calles, poco antes tan alborotadas, el ruido monótono de la abundante lluvia que caía.




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Capítulo IX

Cómo de consejos y alianzas, cada uno toma la parte que le conviene a su gusto


Al toque de avemaría, sosegada completamente la villa, solitarias las calles que sólo recorrían los hombres de armas del Adelantado mayor, sobre cuyas pesadas armaduras se estrellaba una lluvia fuerte y espesa; salió el duque de Benavente de su palacio, dirigiéndose con paso rápido al del arzobispo de Toledo.

Iba solo D. Fadrique, embozado hasta los ojos, y por el metálico ruido de sus armas, chocándose entre sí al andar, podía colegirse que no iba desprevenido para lo que pudiera acontecerle; precaución necesaria en aquellos tiempos de agitaciones y turbulencias.

Entró por la morada del Arzobispo sin desembozarse siquiera; pasó por las antesalas atestadas de eclesiásticos, caballeros, escuderos y pajes, que le saludaban respetuosamente dejándole paso franco, del cual se aprovechaba contestando altiva, afable o desdeñosamente, según los blasones, la influencia o la adhesión de cada uno de los que allí estaban y conocía.

Con la misma facilidad le fueron franqueadas todas las puertas, hasta la del oratorio, cerrada a todos para que no fuese turbado el Arzobispo en las meditaciones de su piadoso retiro.

En su fondo, sentado en un alto sillón, estaba el Primado de Castilla asaz descontento y meditabundo, recapitulando todos los sucesos que habían tenido lugar en la aventurada tentativa de por la mañana; frustrada, en tan mal hora para él, por el Adelantado mayor, y que le había colocado en un terreno tan falso como resvaladizo. Conocía con íntimo disgusto que había llegado a su punto crítico, donde retroceder es sucumbir, y que estaba trabada la lucha con un competidor que aparecía más formidable que nunca.

Reparaba, pues, como decimos, los variados incidentes del día, contando en seguida todas las probabilidades de triunfo que tenía sobre su rival, cuando entró el Duque sin anunciarse.

-¡Pardiez, señor Arzobispo! dijo D. Fadrique, cuya frente estaba más altanera que de ordinario; menester es preguntaros, pues en vuestro semblante no se colige si somos vencidos o vencedores.

Y clavó en él, esto diciendo, una de sus penetrantes miradas.

-Ni lo uno ni lo otro, respondió con calma el Primado. No hemos hecho otra cosa que tirar un guante, ni D. García más que recogerlo cuando lo ha visto a sus pies.

-Y no se os ocultará que ha sido levantado con brío, aceptando la lucha como se le ha presentado. Ahora bien, señor arzobispo de Toledo, después de la inútil tentativa de apoderarse de mi sobrino, creo, salvo vuestro parecer, que el único camino espedito que nos queda, es apelar a la fuerza y sustentar nuestra razón con la espada.

-D. Fadrique, respondió con mesura el Prelado; mi parecer es que todo partido estremo no debe tomarse sino en un caso estremo también; cuando la violencia sea de absoluta precisión, cuando sea necesaria y por lo que la ocasione disculpable; y, creedme, aún no estamos en eso punto. Por lo cual, Duque, es mi opinión que debemos dejar las cosas como están, intentando otro medio que nos conduzca al mismo fin que pretendemos.

¿Y qué medio se os ocurre, si gustáis participármelo? le preguntó D. Fadrique con un leve acento de impaciencia.

-Sí gusto de hacerlo, Duque, respondió el prelado con una gravedad que no estaba exenta de reconvención. Sentaos y departiremos, esplicándoos yo mis ideas, y objetando vos lo que os cuadre sobre ellas.

Sentóse D. Fadrique en un sillón frente al Primado, recogióse éste un breve instante, y fijando en aquél una mirada profunda le preguntó:

-¿No se os ha ocurrido nunca, Duque, que la supremacía del poder puede establecerse por medio del influjo moral de un modo más absoluto y estable que no impuesta violentamente por la punta de la espada?

-No, ni recordando antecedentes pienso que tampoco vos, contestó D. Fadrique observándolo.

-Lo estraño Duque, replicó el Arzobispo con calma. Esa es una convicción que me debisteis suponer por esos mismos antecedentes y la esperiencia de largos años de sacerdocio.

-Pues os confieso que he caído en ese error, repuso D. Fadrique con despecho, y lo siento tanto más, cuanto que él nos ha conducido al trance en que nos hallamos.

-Bueno está que sobre una idea nos hayamos engañado, Duque, dijo el Primado animándose por grados; pero no el que en las cosas nos queramos engañar. Lo que ha pasado esta mañana ha sido un simple rompimiento con el arzobispo de Santiago y su bando, y eso tendría lugar mañana, si no hubiera acontecido hoy. Sé también, que cuando una lucha se empeña es necesario terminarla... ¡Con la fuerza o con la astucia! indiferente es el medio como se consiga el fin. Pero lo que trato de persuadiros es, que sin apelar al recurso estremo de las armas podemos alcanzar lo que nos proponemos; más aún si queréis, porque la cuestión que la fuerza ha de dirimir, sólo es al presente, de un interés grande, pero transitorio; y con el medio de que os hablo podéis abarcar lo futuro en una estensión ilimitada. ¿Oís?

-Sí respondió el Duque dibujándose en sus labios una ligera sonrisa un si es no es burlona y claramente incrédula. Pero por Santiago juro, que no os comprendo señor Arzobispo.

-Yo me esplicaré, pues, y estoy seguro que me comprenderéis acaso demasiado. Mas antes de hacerlo respondedme paladinamente. ¿Qué pretendéis conseguir con la guerra?

-No es necesario repetirlo, si recordáis lo que pactamos el día que murió D. Juan.

-Yo no olvido nunca, Duque, y menos cuando me liga una promesa. Fue, que seríamos gobernadores vos y yo solamente. ¿No es cierto?

-Exacto. Ello sí, no ha sucedido con mengua de nuestro orgullo, dijo el Duque con sarcasmo.

-No es culpa mía, D. Fadrique; bien sabéis lo que hice e intenté por conseguirlo. Pero con un poco de tiempo, y otro poco de arte, quizá llevemos a cabo lo que ni nuestro empeño en las cortes, ni vuestro arrojo de hoy, han podido realizar.

- ¿Y ese medio famoso consiste?... preguntó el Duque con negligencia.

-En ganar la confianza de una dama.

-¿De una dama?... esclamó sorprendido D. Fadrique. ¿He oído bien? Repetidmelo D. Pedro; pues creo, por S. Andrés, que o he oído mal lo que habéis dicho, o que graciosamente os burláis.

-No es eso propio de mi carácter, ni oportuno en esta ocasión. He dicho una dama, debí decir de la reina Catalina.

Oído aquel nombre, el Duque lanzó al Prelado una tan ávida mirada que pareció querer devorar su pensamiento.

-En verdad D. Fadrique ¿no habéis parado mientes jamás en la singular posición que ocupa la reina Doña Catalina, de esa reina que lo es por su matrimonio con D. Enrique, y su derecho de legitimidad y primogenitura? ¿No habéis reflexionado en el infinito influjo que ha de ejercer sobre el Rey por su edad, por su belleza, por los cuidados que le prodiga, porque, en fin, es el único ser dulce y acariciador en que se apoya ese otro ser débil y quebrantado, con más corazón y cuerpo?... ¿No habéis previsto que hacia donde ella se incline se ha de inclinar el Rey, se ha de inclinar la corte y cuanto de ésta dependa? ¿Que por esta razón puede mucho de presente, y más aún de futuro, si atendéis a que por los tratados de su casamiento, Doña Catalina ha de ocupar el trono de Castilla con D. Enrique, si falta éste con D. Fernando y ¡sola! si éstos no tuvieran sucesión? Por último, ¿no se os ocurre que la Reina es una mujer, que la mujer es susceptible de impresionarse y dejarse dominar por una voluntad firme, que anime un pensamiento profundo, nobles y elevadas miras; una voluntad fuerte que sepa imponerse e imponerla? En verdad, os repito, Duque ¿no habéis pensado en nada de esto?

-No, no he pensado en nada de eso, y he pensado muchas veces en Catalina de Lancaster, respondió D. Fadrique hondamente preocupado. Vos revelándomelo en este momento, me abrís un ancho horizonte.-¿Y me comprendéis ahora, Duque?

-¡Oh! Como dijisteis antes con vuestro mucho talento, buen D. Pedro, acaso demasiado. Sin embargo, aun encuentro un punto en que me paro para haceros una pregunta a mi vez. ¿Cómo es que vos conociendo y apreciando todas esas circunstancias de tan gran valor en la Reina, no habéis solicitado su confianza disputándola a quien la posea? ¿Cómo no os habéis insinuado en su ánimo, con esa fascinadora elocuencia que tanto poder os da cuando os servís emplearla?

-Por una razón muy obvia. Doña Catalina tiene para el sacerdote respeto, para el gobernador deferencia, para el anciano reserva; de manera que mis relaciones con ella son de pura ceremonia. Y respecto a mí, no puedo traspasar la distancia que ha interpuesto entre los dos la malevolencia de D. García, porque la ha rodeado como a D. Enrique de sus parciales y hechuras, en quien tiene tantos instrumentos como espías. ¡Oh! id a su cámara veréis en la primera de sus damas a la sobrina del Arzobispo, y la engreída favorita elige o separa a las otras, según le place a su tío. Seguidla al confesionario, su confesor es la encarnación del alma del iracundo Prelado; por lo cual, para mí no hay cabida con la Reina. Vos su deudo es otra cosa, podéis llegar hasta ella, y allí establecer vuestro sitio sin que nadie os lo dispute.

-¡Claro está! replicó presuntuosamente el Duque medio entornando los negros y rasgados ojos para ocultar los ardientes rayos que de ellos se desprendían; es mi sobrina y debo estar a su lado. Por lo demás, ¿no ha de sentir una afección?... ¿No ha de tener una debilidad?... Si teme, le brindaremos paz, seguridad. Si sufre, le brindaremos consuelo, adhesión; y Catalina, reina y mujer, se apoyará confiadamente en nosotros.

-Duque, esa es mucha jactancia ¡oh! dijo el Arzobispo con intención. Nosotros buscaremos su apoyo para preponderar en el reino durante la minoría de D. Enrique, y en su concejo cuando sea mayor y reine.

-Pues eso es lo que yo digo, sólo que en las palabras ha habido una involuntaria inversión, replicó D. Fadrique sonriéndose. Convenimos que Doña Catalina puede darnos con su confianza lo que nosotros no hemos podido alcanzar con nuestros esfuerzos reunidos; y esto, pardiez, creo que es reconocerse espontáneamente inferior y en alto grado obligado. Esto supuesto, permitidle a mi lenguaje su valentía para deciros, tengo esperanza de que la Reina sea nuestra, y perdóneme Dios el orgullo, pero tentado estoy de añadir, ¡contad con ello de seguro!

-Entonces D. Fadrique, el destino de Castilla estará en estas manos unidas.

Y el Primado alargó la suya al Duque que la retuvo un instante en silencio y conmovido. Durante aquel brevísimo espacio, la frente de D. Fadrique erguida con indecible atrevimiento, se inclinó con el peso de una idea. Su mirada que irradiaba vivísima luz se oscureció, y soltando la mano del Arzobispo le dijo pasando repentinamente a la desconfianza y la duda.

-No creamos, sin embargo, en este edificio de viento, y ocupémonos de las cosas como están. Vos en vuestro cálculo, o yo en mi proyecto nos podemos engañar; si sucede, ¿qué haremos, Sr. Arzobispo?...

-¿Qué haremos? repitió el Primado con decisión y energía; lo que habéis venido a proponerme. Iros vos a vuestros estados, yo a Toledo; levantar gente; reunir luego nuestros soldados y venir juntos a librar a mano armada al Rey y al reino de la tiranía del arzobispo de Santiago.

-¡Sí, D. Pedro, sí! dijo el Duque con un brusco arranque, pues os juro que si no saliera con lo que intento... ¡por Dios trino! que o talaba a Castilla, o estrañaba de ella para siempre.

D. Pedro Tenorio miró a su aliado un breve instante como si quisiera sondear el corazón que agitaba con tal fuerza un pensamiento repentino, como si tratara de medir la fuerza de las pasiones que en él residían, fijando el límite donde habían de conducirle; mas el ojo del Arzobispo era el de un hombre, y aquel examen no podía producir más que un falible conocimiento de éstas y aquél.

-Estrañaros, dijo el Primado halagando el orgullo y la venganza de D. Fadrique que creyó herido y escitado con sólo el pensamiento de una derrota; no por cierto, Duque. En todo caso sería un agravio de dama y lo vengáis en sus campeones, con lo cual está la cuenta saldada. Por lo demás, creedme, aunque no se realice mi plan, tendréis a cambio de algunos días perdidos más conocimiento de vuestros enemigos y más seguridad de vencerlos.

El Duque se levantó. Nuevamente sus ojos irradiaban luz, su frente se elevaba osada y arrogante.

-Se me olvidaba participaros, por si no tenéis noticia, dijo el Arzobispo dejando su asiento, que esta mañana durante la sesión de San Salvador, entraron en la villa los embajadores de Navarra y Aragón; que han solicitado la presentación para mañana, tan urgente es su misión; y que a pesar de lo poco a propósito del día han visitado particularmente y han tenido conferencias según cuentan.

-Lo sabía y he visto a Mosén Guerau de Queralt, contestó el Duque sonriendo. En cuanto a eso, las inquietudes son para la reina Doña Leonor, a quien persigue el cariño conyugal con esta nueva embajada.

-Eso será la de Navarra, Duque; mas la de Aragón, mis indicios tengo que viene a mezclarse en nuestras discordias, entendiendo o pretendiendo entender en el gobierno o alianza de Castilla, como amigo y protector.

-Aragón que se esté tras sus fronteras, y que no se meta aquí en cuestiones interiores. Si tal hace, le diremos que a Castilla le sobran gobernadores; a los gobernadores, concejo, y al concejo facultades.

-Así es, pero con todo estad sobre aviso, porque si a los propios se les unen los estraños...

-No lo temo, y si Dios no dispone lo contrario, de aquí a la presentación cuento ocuparme de mí mismo.

Con esto despidióse el Duque, y saliendo del oratorio pasó por aquella corte que esperaba al Arzobispo, infinitamente más numerosa que la que pisaba las regias antecámaras de los reyes Enrique III y su esposa Catalina.




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Capítulo X

Donde se da cuenta de quién era la reina de Navarra, y lo que ésta hacía en Castilla con otras cosas que verá el lector


Una vez en la calle, el Duque miró al cielo dispuesto al parecer a secundar el diluvio, y se encaminó a buen paso al palacio que ocupaba la reina de Navarra.

Al pasar las alfombradas antecámaras, llenas por la numerosa servidumbre de Doña Leonor, D. Fadrique se dijo a sí mismo:

-Para mi empresa es necesario tu ausilio, y para que tú me lo prestes, es preciso creas que conviene a tu interés particular. Obliguémosla a un convenio de servicio por servicio.

Y dando su capa a un paje, su gorro a otro, estiró por sí mismo su descompuesta ropilla, alisó los negros rizos de su deshecha melena, y satisfecho de su compostura, entró en la inmensa antecámara de la Reina.

En el fondo de ella recostada en un sillón, cuyo respaldo estaba blasonado con las armas de Navarra y cimbrado con una corona real, se hallaba Doña Leonor en el momento de entrar el Duque ceremoniosamente anunciado desde la puerta de la cámara.

Tendría esta señora a la sazón de treinta y cuatro a treinta y ocho años; era morena y sonrosada, tenía unos rasgados ojos pardos llenos de vivacidad y espresión, magníficos cabellos castaños suaves y rizados, la frente ancha un poco elevada y ligeramente inclinada hacia atrás, la boca pequeña y la nariz aguileña. El conjunto de su fisonomía era bello y simpático revelando la inteligencia, la travesura, la energía y la resolución más estremada.

Hija de Enrique II, la casaron muy joven con Carlos de Navarra, a quien no amó; y ni el amor a cuatro hijas que tuvo ni el que a ella le tenía su esposo, pudieron hacerle olvidar la corte de Castilla, y los alcázares de Sevilla y de Segovia, que encerraban los recuerdos de oro de su primera juventud.

Tiernísimamente la quería su hermano D. Juan: Doña Leonor devorada por la tristeza que las montañas navarras le inspiraban, se dirigió a él, y por su poderosa mediación consiguió permiso de su esposo para pasar a Castilla con el objeto de restablecer su quebrantada salud; y obsequiada, agasajada y querida, pasó días, luego años, sin que pensara en dar la vuelta a sus estados.

El rey de Navarra fue consecuente con su esposa durante un no corto espacio de tiempo, pero pasado éste, la llamó a su lado con instancia; ella opuso la poderosa escusa de su salud, y D. Carlos esperó a su restablecimiento. Sin embargo, como viera que se dilataba mucho, tornó a llamarla mandándole que apresurara su regreso, ofreciéndole que saldría a recibirla hasta Alfaro para reunirse con ella; pero Doña Leonor no era eso lo que quería, y eludió con pretestos y dilaciones las súplicas y órdenes de su marido, suscitando obstáculos e inconvenientes cada vez que aquél las reproducía.

Insistía el rey de Navarra, negábase Doña Leonor, intervenía D. Juan para apaciguar a su cuñado y convenir los ánimos, y quedábanse nuevamente, aquél en la soledad de su palacio, ésta en el bullicio de los placeres de la corte castellana.

Sucedía que engañado en sus esperanzas D. Carlos, mandaba otras embajadas que ponían a D. Juan en un conflicto por los opuestos deseos de los dos esposos; y a tanto llegaron las cosas, que a duras penas pudo ganar tiempo enviándole su hija mayor y ofreciéndole que en la primavera inmediata le llevaría él mismo a su esposa.

En este estado se hallaban los asuntos conyugales de Doña Leonor de Castilla, cuando acaeció la desastrosa muerte de su hermano; y no hay que decir si los disturbios del reino, la horfandad de sus sobrinos y las contiendas de los gobernadores la facilitaron pretestos para quedarse.

Hallábase, pues, en Madrid desde el fallecimiento del rey D. Juan, tomando una parte no pequeña en el gobierno, y además figurando clandestinamente en aquel cúmulo de intrigas, que podía compararse a los delgados hilos de una araña, donde se enredaban cada vez más los gobernadores queriendo cojer en su centro a los reyes y con ellos el favor.

Hay que advertir, trataba Doña Leonor a su hermano D. Fadrique con fraternal intimidad, ya porque así conviniera a su interés, ya porque le amase realmente; y no la desazonaba mucho que el Duque desgarrase el manto real de su sobrino para apropiarse un girón, siempre que tuviese en él un firme aliado que lo valiese como gobernador para prolongar su permanencia en Castilla.

En la noche en que la presentamos por primera vez a nuestros lectores, los acontecimientos se agolpaban para embrollar más o desembrollarla enmarañada contienda de regencia y confundir en ésta los intereses de Doña Leonor; pues con algunas horas de diferencia habían entrado en la revuelta y atemorizada villa los embajadores de Navarra y Aragón, y susurrábase del uno y del otro que no habían venido sólo por la ceremonia de un pésame.

Ya la Reina, que como la más interesada, por temerosa de las consecuencias había sabido la venida de uno y otro, concedió el permiso solicitado por ambos para besarle la mano, luego que desempeñasen junto a Enrique III su cometido. Aprestábase a la batalla que tenía que dar a la autoridad conyugal del impaciente D. Carlos; y pensativa y ensi mismada, procuraba reunir todos sus recursos, todo su ingenio, su astucia, su energía, para conjurar la tempestad, evadir el golpe que le asestaba y permanecer en aquel foco de intrigas y movimiento en que tan a su gusto se hallaba.

El anuncio de D. Fadrique y su saludo tan respetuoso como galante, vinieron sucesivamente a sacarla de su larga meditación, y alzando la cabeza miró a su hermano que alegre y respetuoso le dijo acercándose:

-Señora mía, vengo a pediros nuevas de vuestro esposo que sé las habéis recibido escelentes.

-Mirad, Fadrique, contestó Doña Leonor haciendo un graciosísimo mohín; no podías haber llegado en peor ocasión, porque estoy decidida a reñir con el primero que me hable.

-No haréis tal conmigo, señora, repuso el Duque con el mismo tono de antes; porque hablando seriamente, y su rostro adquirió instantáneamente una singular gravedad, vengo a proponeros un medio que os sacará del apuro en que sé os va a poner mañana el embajador navarro. Pero antes añadió con insinuante y afectuosa espresión, prometedme que no son los que aquí están la reina de Navarra y uno de los gobernadores del reino, sino dos hermanos, Leonor y Fadrique de Castilla.

-Os lo prometo, porque así es y así será siempre, dijo Doña Leonor con acento dulce y vibrante, y en prueba de ello venid a sentaos a mi lado y hablad; no olvidando por vuestra vida ese peregrino medio que me habéis insinuado.

Sentóse el Duque, aproximó su sitial al de la Reina, y dijo:

-Supongo hermana, que sabréis las novedades ocurridas esta mañana en el concejo.

-Lo sé todo, respondió Doña Leonor impasible.

-¿Y qué pensáis de eso?

-¡Por mi fe, que os habéis dividido y que es una calamidad para el reino!

-¿Y no veis en lo acaecido más que una sola escisión?

-Nada más, mi buen hermano.

-Y dado caso que así fuese, ¿sabéis por qué ha sido motivada?

-¿Queréis que os lo diga francamente? le preguntó a su vez Doña Leonor medio seria medio burlona.

-¡Sí, pardiez, para eso os interrogo!

-Pues mirad, es porque cada uno quiere mandar sin el otro. Creo que comprenderéis, hablo de los arzobispos.

-Antes de oíros me lo figuraba, Leonor mía; pero ¡oh! cuánto os equivocáis al juzgar de ese modo. Yo no tomaría parte en esa lucha de prelados, si no supiera harto bien que en ella está implicada la guerra a los hijos de Enrique II, guerra personal y encarnizada que no admite transación.

-Eso que dices, Fadrique, no lo habéis reflexionado madura ni detenidamente, replicó Doña Leonor con gravedad. Esa lucha existe desde que vino de Roma el arzobispo de Toledo, y desde que son gobernadores se ha hecho más acerba... mortal creo, pero solamente para ellos. Sé que el uno se defiende con vuestras armas, y que el otro pretende embotarlas, ¿pero guerra a vos?... ¿Quién es capaz de hacérosla, ni con qué objeto?

-Mi Leonor, de hacernos, es la palabra propia, porque entended bien esto que os digo; dejad obrar a D. García Manrique, y mío el baldón, si en breve tiempo no os conducen escoltada a la frontera de Navarra, para que Pedro de Trastámara pueda encerraros en una estrecha fortaleza, y a mí me dejan, los dos acaso, en sitio donde no vuelva a inquietarlos.

El tiro de D. Fadrique fue certero, Doña Leonor se alarmó, su conciencia le decía que el arzobispo de Santiago tenía motivo para temer su presencia, y lo que es consiguiente, grande interés en deshacerse de ella. Aceptó, pues, la predicción de su hermano, y con la prontitud que comprendió su peligro, se resolvió a combatirlo; para lo cual, mirando al Duque con sus pardos y hermosos ojos,

-Fadrique, le dijo: no temamos a ese enemigo. Dos hermanos somos, que el que menos puede más que un arzobispo, aunque sea canciller mayor y gobernador del reino.

Podremos si estamos unidos, respondió el Duque con energía.

-Contad conmigo, hermano, esclamó Doña Leonor tendiéndole la mano, que estrechó D. Fadrique reteniéndola entre las suyas.

-Unidos, Leonor, triunfamos; marchando cada cual por su camino sucumbiremos uno tras otro, tan fácilmente como se quiebran los delgados juncos de los pantanos. Establecido este principio, he aquí, hermana, mi soberano medio: sostenernos mutuamente. ¿Lo aceptáis?...

-Sin vacilar.

-Siendo así, os prometo por vuestra vida y mi honor, que yo a todo trance, D. Pedro que os ama mucho, el arzobispo de Toledo nuestro aliado, y todos los que nos siguen, haremos que contra el deseo de vuestro esposo el rey de Navarra, y de nuestro enemigo el arzobispo de Santiago, os quedéis entre nosotros. Y vos, Leonor, para que lo consigamos nos ayudaréis a ganar la confianza de D. Enrique, y mejor dicho, la de Doña Catalina; destruyendo ese influjo fatal que ejerce sobre ellos D. García, influjo que será nuestra perdición, hermana si no nos interponemos a tiempo.

-Con Enrique, no lo dudo, conseguiré cuanto deseemos, porque me quiere en estremo ese pobre niño. Pero atraernos a Catalina me parece muy arduo sino imposible, dijo pensativa Doña Leonor.

Una nube pasó por la frente de D. Fadrique; sus cejas se fruncieron y abandonando la mano de la Reina, le dijo vivamente contrariado:

-No sea imposible, Leonor. Necesito la confianza de Catalina para mí y para vos; es el alma de Enrique, y Enrique es el Rey, hermana.

-Lo sé, Fadrique, mas yo os diré lo que pienso y creo que vos me daréis la razón. Odios muy antiguos recibidos en herencia; recuerdos muy acerbos y resentimientos muy profundos, alzan una barrera muy alta entre la Reina y nosotros. Por otra parte, no se os esconde la privanza que alcanza con ella Elvira Manrique, la bella y orgullosa sobrina del Arzobispo, y de ella deduciréis la natural consecuencia, que para protejer a su tío la malquista con los demás. No la he visto una vez que no haya estado acompañada de su dama, y esto me conduce a una reserva particular.

-Esa muralla de que habláis, replicó el Duque con calor; está destruida hace tiempo por Doña Constanza y D. Juan. La deuda de sangre y odio que se hacían D. Pedro y D. Enrique, fue harto cumplidamente pagada para que sus descendientes queramos aún ocuparnos de ella. No la tomemos, pues, en cuenta, hermana, y releguémosla al olvido.

-¡Oh! Fadrique, repuso Doña Leonor con viveza, yo no puedo, nunca lo olvido; y os confieso que en mis horas de angustia se apodera de mí ese recuerdo como una mortal pesadilla.

El semblante tan animado del Duque, se tornó densamente sombrío. Doña Leonor que lo contemplaba con marcada admiración guardaba silencio; pero viendo lo mucho que le había afectado su réplica y que nada oponía a ella, le tomó una mano y le dijo con emoción:

¡Hermano! mis recuerdos os han sido importunos y mis dudas os han contrariado ¡lo siento!

-Me han hecho mal, Leonor, respondió el Duque impetuosamente; figuraos que mi pensamiento se asemejaba a una flor que entreabre pura, fresca, perfumada y que habían echado en su cáliz la sangre de un asesinato ¡Oh!...

Y D. Fadrique dio un hondo suspiro. Doña Leonor que seguía contemplándole, apoyó el codo en el brazo del sillón y la sien en la palma de la mano, concentrándose en sí misma un corto espacio que lo fue de silencio.

-Fadrique, esclamó de pronto la Reina apareciendo en sus hermosos ojos toda la travesura que la caracterizaba; ¿digisteis que mi vuelta a Navarra?...

-Se aplazaría indefinidamente, y no se realizaría nunca preponderando yo.

La Reina se sonrió con maliciosa satisfacción.

Aquella sonrisa disminuyó notablemente el ceño del Duque.

-¿Y qué para ello?... siguió interrogando Doña Leonor.

-Era necesario destruir el influjo de D. García que nos roba la voluntad y la confianza de D. Enrique y de Catalina.

-¿Y si hago que la alcancéis?...

-Os repito y juro por el santo nombre de Dios, que no saldréis de Castilla.

-Acepto vuestro juramento, Fadrique, y os prometo solamente consagrarme a vuestra causa, vuestra, ¿entendéis?

-Yo me he comprometido por todos, dijo el Duque sonriéndose.

-Yo por vos, replicó Doña Leonor acariciando a su hermano con su espresiva mirada. Con Enrique III, con ese niño cuya alma es de hombre y de las mejor templadas, contad...

-¿Y con Catalina?

-¡También! si Dios me ayuda, hermano, y con nuestra cuñada la Reina viuda, cuyo influjo puede sobreponerse al de la sobrina del Arzobispo, en razón a que de ella no desconfían por inofensiva y boba.

-Usad del vuestro, Leonor, ya sabéis que nadie os resiste, le dijo el Duque con galantería.

-En todo caso, hermano, será la seducción cualidad que hemos recibido en herencia, porque ambos la ejercemos por igual. Y ya que veo vuestra frente desarrugada, os diré para que os prevengáis, que esta tarde ha tenido D. García una larga conferencia con la Reina, estando vuestro contendiente furibundo en ella: así me lo ha dicho Juan de Velasco, que es de los nuestros, os lo participo.

-Ayudándome vos, hermana, no temo el furor del Arzobispo ni sus odiosos amaños. Con que si me lo permitís, voy aprovechando vuestro aviso, a neutralizar su influencia.

-¡Adiós, Duque! y no me olvidéis, le dijo Doña Leonor alargándole su pequeña y linda mano.

-¡Adiós, señora! respondió D. Fadrique tomándola y estampando en ella sus labios, y saludándola profundamente, añadió: y hasta mañana si asistís a la recepción.

-Si haré aunque tachen mi presencia, porque así nada escapará a mi observación y cuidado.

Cuando salió D. Fadrique de la cámara de la reina de Navarra, iba pensativo, satisfecho; y al pasar los umbrales del palacio, se dijo asimismo ocupándose en cubrirse bien el rostro:

-¡Leonor, Leonor! si me cumples tu palabra, que me la cumplirás porque está en tu interés, desafío a los dos arzobispos unidos, y ¡cuidado! que juntos o separados son temibles esos sabios y rencorosos varones. Pues D. Pedro ¡oh! bien medita y mejor resuelve, y sin embargo, queriendo que yo le abra camino, me ha lanzado por uno que ni siquiera imagina. ¡Adelante!

Y mentalmente diciendo esto con una confianza audaz, hechó a andar siguiendo el muro del palacio, separándose a poco de él para tomar una calle, contigua, luego otra, y así sucesivamente hasta avistar el alcázar.

Al columbrar recortándose en el cielo cubierto de pardas nubes la masa informe y pesada del edificio que habitaban los descendientes de Pedro I de Castilla y Enrique II el bastardo; el duque de Benavente se detuvo y lo observó atentamente.

La noche era oscura y fría: las inmediaciones estaban desiertas.

Los centinelas paseaban de facción delante de la puerta del alcázar y en los ángulos del edificio, que iluminaba la oscilante llama de una hoguera que ardía guarecida de la lluvia.

Otro rayo de luz más tibia reflejaba en los charcos de la calle, escapándose por entre las mal corridas cortinas de una ventana.

Aquella ventana que reconoció el Duque por de la cámara de Catalina de Lancaster, indicaba que estaba, velando allí retirada; así como algunas sombras que pasaron con lentitud confundidas en un grupo, que se había quedado sola.

Tal presunción hizo latir el corazón de D. Fadrique, que murmuró con una emoción indefinible.

-Te quedas sola ¡y yo te voy a ver! ¡oh! no te pido poder, Catalina, no, amor, felicidad; todo ese mundo de ilusiones que me acaricia y me deslumbra desde que sentaste el pié en la tierra castellana!...

Y haciendo un esfuerzo para dominarse, cruzó lentamente el espacio que lo separaba del alcázar, y penetró en él sin obstáculo, como no le había para ninguno de los tutores del Rey y gobernadores del reino.




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Capítulo XI

Donde se ve que no tuvo habilidad D. Fadrique para coger una rosa y se clavó en los dedos las espinas


La Reina, cuya privanza se disputaban reñidamente los dos bandos, cifrando en poseerla la más cierta de sus esperanzas de triunfo por la natural influencia que debía ejercer sobre el ánimo del Rey, se encontraba en aquella hora sentada en un coronado sillón en el fondo de su regia cámara; tan sola, tan inquieta y pensativa, que el que hubiese leído en aquel corazón, no hubiera podido imaginarse ni remotamente que de él fiaban los potentes varones de la monarquía.

Catalina de Lancaster había sido impuesta a Castilla como Reina, por las lanzas de Juan de Lancaster duque de York su padre, y la debilidad de D. Juan I que no pudo rechazarlas. Las exigencias del esposo de la heredera de D. Pedro, se templaron con las concesiones del hijo de su asesino: la duquesa Doña Constanza de Castilla abdicó en su hija todos sus derechos, y ésta se los llevó en dote al príncipe D. Enrique, que contaba nueve años menos de edad.

Mas como la joven Doña Catalina podía quedar viuda fácilmente, porque el niño príncipe de Asturias era muy endeble y enfermizo, se estipuló que no pudiese casarse el infante D. Fernando a no mediar el permiso de aquélla, puesto que al heredar el trono vacante por muerte D. Enrique, contraía la obligación de compartirlo con ella por medio de un casamiento.

La suerte de Doña Catalina, estaba, pues, íntimamente ligada a la suerte de dos niños que la muerte de D. Juan había dejado en la horfandad: su juventud encadenada a dos infancias: sus días consagrados al cuidado de un enfermo que no podía apreciar su costoso sacrificio.

En la minoría de D. Enrique, que tan turbulenta y azarosa se presentaba, ¿confiaba la nieta de D. Pedro en la protección de los hijos de Enrique II? Su madre le había referido muchas veces la infame historia de Montiel. ¿Se entregaba con fe a la lealtad castellana? No tenía pruebas de ella, la que había nacido en Westminster después de arrojar a su madre de Sevilla. ¿Se sentía satisfecho el corazón de la joven con el amor de dos niños que se refugiaban a su seno cuando temían o lloraban?... ¡No!

Entregada a sí misma en esa edad de ventura, en que hasta la brisa y las flores tienen para ella su lenguaje y su armonía; que le hablan al corazón y lo predispone a sentir esas impresiones sin nombre, sin definición posible; ardientes, rápidas, luminosas como el relámpago, pero que hacen de la tierra un preludio del cielo; Catalina conocía con inquietud que su corazón despertaba, que latía con las primeras agitaciones de la vida, y conocía con amargura que el vacío era su destino.

Aquel día había oído gritos de rebelión en la alborotada villa, y el estruendo de las armas a la puerta del alcázar. Dentro de su recinto había visto desnudarse las espadas y estar los ballesteros, los donceles y la regia servidumbre con la espectación del peligro. Teniendo en su regazo a el niño D. Fernando que acongojado lloraba, sentía su mano las violentas pulsaciones de la del Rey húmeda y calenturienta; y al observar la pálida faz de sus damas y el apocamiento del anciano obispo de Cuenca, ayo de D. Enrique, había esperimentado la emoción del miedo casi pronunciado en terror.

Pocas horas después la villa estaba quieta y el motín terminado; pero no estaba tranquila, pues aquella calma no era más que una tregua para atacarse de nuevo. La discordia y el odio habían cobrado nueva fuerza con los sucesos del día; los desmanes y las tropelías a partir desde aquel rompimiento escandaloso, habían de ser más terribles; la Reina, como el Rey y el Infante, estaban en su poder, sin que éstos tuvieran fuerza para poderlos contener.

Después de tantas emociones Doña Catalina se sintió fatigada, y tuvo un vivo deseo de estar sola para concentrarse en sí misma. Alejó a sus damas con el pretesto de rezar. Hízolo así por un breve espacio; mas a poco su preocupada imaginación se distrajo y con la mano en la megilla, triste y pensativa, escuchaba el ruido de la lluvia estrellándose en los cristales de las ventanas y los silvidos del viento: en estos instantes la voz argentina de una dama, anunció al duque de Benavente.

Por uno de esos presentimientos del corazón, que no es de ningún modo una superstición el divinizarlos porque proceden del cielo; el de la Reina latió al nombre del anunciado, coloreandose sus frescas megillas cuando le vio aparecer.

Estendió D. Fadrique con marcada avidez una mirada en derredor, y una sensación de gozo dilató su corazón al asegurarse que estaba la Reina sola. Era la primer vez que sucedía.

El duque de Benavente se adelantó en silencio, primero por respeto, y además porque en aquel instante las ideas se agolpaban atropelladamente a su cerebro, y las palabras huían de sus labios en fuerza de su emoción.

En aquel rico período de su juventud, Catalina de Lancaster poseía como los de su raza algo de querubín. Su tez era blanquísima y delicada; una espléndida cabellera rubia ornaba con sus sedosos rizos una frente de singular pureza, y en sus ojos de un azul oscuro y brillante se revelaba una dulzura inefable y algo de molicie y languidez. Rigorosamente vestida de luto, la severidad de su traje hacía resaltar la majestad de su persona y la nítida blancura de sus manos, abandonada la una sobre los anchos pliegues de su falda, mientras que con la otra sujetaba las puntas del cinturón rolladas entre los dedos.

Nunca había parecido tan bella a los ojos de D. Fadrique, como en el instante que, incitado por la ambición, iba a solicitar de la Reina el poder, y de la mujer el amor. Nunca tampoco se había sentido tan conmovido y febril, como al mirarla incorporarse en su asiento para recibirle preludiendo una sonrisa.

Por su parte, la Reina que había oído horas antes al arzobispo de Santiago acusar con su enérgica destemplanza al Duque como infractor de la inviolabilidad del concejo y atentador a la libertad del Rey, se asombraba de su mirada radiante, de su frente plácida, de aquella agitación fuertemente comprimida, incomprensible para su inocencia pero magnética para su naturaleza.

Presintió lealmente que estaba en una de esas horas supremas de la vida, en las cuales se forman o se rompen vínculos fuertes y poderosos; Catalina pensó, que acaso Dios conducía aquel hombre a su presencia, para que con su prestigio de Reina y su dulzura de mujer, lo separara de su alianza con el arzobispo de Toledo, restableciendo la calma en la alterada Castilla; y acariciando este pensamiento, le dijo fijando en él suavemente sus hermosos ojos azules:

-Me alegro que hayáis venido, Sr. Gobernador. Con eso os podré decir que por el día de hoy tengo mil quejas contra vos.

Miraba el Duque a la Reina en tanto que ésta le hablaba, pero tan fija, tan apasionadamente, que no pudiendo resistir la destelladora luz de sus negros ojos, bajó los suyos colorándose, como la rosa.

-¿Os las ha dado el arzobispo de Santiago, señora? la preguntó D. Fadrique notando con delicia la fuerte impresión que causaba.

-¡Tal vez! respondió la Reina con su dulce espresión y los párpados medio velados.

-No lo he dudado, señora: por do quiera que vaya encuentro esta noche la huella de su paso. Sólo él puede calumniar torpemente mis sentimientos; sólo él es capaz de envenenar mis acciones con su malicia. Pero vos no lo habréis creído ¡oh! es imposible que lo hagáis, añadió con indefinible espresión, porque el corazón adivina mucho mejor que el espíritu.

-Tenéis razón, Duque, el corazón adivina; por eso yo no he visto más en vos que una voluntad que tuercen y un entendimiento que estravían; replicó Doña Catalina luchando en vano por sobreponerse y dominar la fascinadora mirada que la envolvía. Por eso he dudado de lo que he oído; por eso estoy pronta a poner en vos mi fe, siempre que, bajo la palabra firme y leal de caballero, me juréis ser nuestro y no del Primado; conciliar a esos mal avenidos prelados; tener alguna más deferencia con D. García Manrique, a quien sé de cierto habéis amenazado personalmente hoy, y un poco más de unión con los gobernadores que os acusan de dividir en bandos y parcialidades.

Escuchándola D. Fadrique, hubo de perder la cabeza, y no oír más que a su palpitante corazón. Miró, pues, en silencio un brevísimo espacio a Doña Catalina, dio un paso más hacia ella y dejándose llevar del arrebato de su violento temperamento, le dijo:

-Para que pongáis en mí vuestra fe, no se necesitan palabras ni juramentos. Solo ¡y no más! con que conozcanlo que llena mi corazón, a lo que tiende mi voluntad, estaréis segura de quien os han hecho dudar. ¿Queréis que os lo manifieste? ¿Permitís, que os someta como a Dios el secreto de lo más íntimo que hay en mí, de lo más profundo y más velado?...

Ante aquella súbita proposición, la Reina sintió un indecible sobresalto. Sin embargo, ocultándolo tras una falsa y forzada apacibilidad, contestó resueltamente: -¡Sí!

-¿Y os dignaréis responderme si tengo el atrevimiento de dirigirme a vuestro parecer y convicciones?

Hizo Doña Catalina un signo afirmativo y el Duque continuó visiblemente afectado después de un momento de indecisión:

-No os voy a hablar del concejo de regencia ni de las rencillas que los devora. Quédese eso para otra vez que mejor prevenida vos y más libre mi pensamiento, os ponga en claro esa ramificación de intrigas que la mano de D. García ha creado. Circunscribiéndome a mí, y concretándome a vos, permitid que, apelando solamente a la nobleza de vuestros instintos, os pregunte: ¿Creéis que un caballero que ama, ¡sí! que ama con ciega idolatría pueda hacer otra cosa que proteger, servir y consagrarse en pro del objeto de su ferviente culto?

-Desde luego, si en su sangre hay hidalguía.

-Pues bien; démosle a ese ser que reasume todas las aspiraciones de otro, su condición semejante; figurémosla una flor y concedámosla los peligros a que está espuesta en el tallo que la mece: ¿podréis dudar que si a esa flor, que es su vida, la ve batida por el furor de una deshecha borrasca, vacilará en guarecerla interponiendo su propio pecho entre el huracán y ella?

Por una de esas intuiciones del corazón, Doña Catalina comprendió de repente los sentimientos que violentamente agitaban el del Duque; lo que le iba a revelar, lo que le iba a pedir, a dónde la conducía; y conmovida, asustada, dejó caer la cabeza entre sus manos ocultando en ellas el enardecido semblante.

-Una palabra, Doña Catalina, dijo el Duque cada vez más audaz y más febril; sed generosa y pronunciadla. ¿Creeréis ahora que soy vuestro sin necesidad de un juramento? ¡Preguntadlo al corazón! -Es inútil, murmuró agitada la Reina.

-Lo creéis, ¿es verdad que sí...?

-Sí, sí que os creo, dijo la joven Doña Catalina sonriéndose forzadamente con angustia.

-Pero me comprendéis... ¿no es cierto que me comprendéis? ¡¡Oh!! decidlo, de rodillas os lo suplico.

Y dobló las suyas a los pies de Doña Catalina.

Los latidos del corazón de la Reina llegaron a los oídos del Duque; pero dejó sin respuesta su pregunta.

-No más que esa palabra, esa tan sola; continuó diciendo D. Fadrique con exigente y cortado acento; y no pido más... ¡me basta!... ¡pero que la oiga!... ¡ella y una sonrisa...! y mi felicidad será tan grande, tan inmensa... que me parecerá estrecho el mundo para mansión.

-Pues bien, la diré; dijo la Reina levantando con resolución su frente de veinte años y clavando en el Duque una mirada dulce y tímida. ¡Os comprendo! mas sabed que la flor a que aludís en vuestro emblemático lenguaje se siente ofendida en lo más delicado de su ser, y sólo con la seguridad que espera de no serlo nuevamente, os otorga la esperanza del perdón.

-¡La esperanza! repitió el Duque devorando con su mirada a la Reina, que para huirla tornó a poner la ardorosa frente entre sus manos; ¡la esperanza! ¡ese es el cielo de los ángeles, pero el infierno de los hombres!...

Y acometido de un vértigo puso sus labios ardientes en los rubios y perfumados cabellos de la Reina.

Ésta se levantó de un salto, sacudió los dorados rizos de su sedosa cabellera, como si aquel beso de fuego hubiera dejado abrasadoras chispas entre ellos; y con un ademán lleno de magestad, levantando el brazo con dirección a la puerta, le dijo con la altanería de una reina y la imponente dignidad de una dama: -¡¡¡Salid!!!

-¡Perdón! esclamó el Duque cogiendo el orillo de su manto.

Tiró la Reina con fuerza de él y repitió con energía:

-¡Salid! ¡pronto!

Esperimentaba D. Fadrique en aquel instante supremo que tanto había de influir en su suerte y en la de Castilla, la violenta sensación del que orgulloso, al pisar la cúspide de una montaña, siente desprenderse la roca que lo sostiene y rodar con ella a un abismo.

Dos veces intentó hablar; pero la Reina, siempre de pié, siempre señalándole la puerta, le impuso silencio con un ademán imperioso.

Confundido, humillado, dominado a su vez por Doña Catalina, se levantó, y obedeciéndola salió de la cámara devorado de un violento despecho y de un amargo pesar.

Así que hubo pasado el umbral de la puerta cayendo tras él la pesada cortina de seda que la cubría, la Reina, quebrantada, débil y acongojada, sin la ficticia energía que la había sostenido, se sentó en el sitial sollozando.

-¡Dios mío! ¡Dios mío! esclamó juntando las manos con desconsuelo; he aquí un enemigo terrible que acabo de añadir a las infinitas de mi sangre; pero tú, tú que velas por los reyes, porque los reyes son también tus hijos, envíame un amigo leal que me defienda y un rayo de tu luz que me ilumine, para que conociéndole ponga en él mi confianza.

La cortina se movió y una dama de peregrina hermosura, asomando la cabeza, dijo con voz dulcísima y penetrante:

-Señora, el Alférez mayor, que está en la antecámara, suplica que le reciba V. A.; ¿le introduzco?

-Sí, Elvira, sí, respondió la Reina sin titubear.

Y enjugándose las lágrimas añadió levantando los ojos al cielo:

-Rodrigo López de Ayala es muy leal, según cuentan; ¿lo será para mí, Dios mío? ¿Lo será para Castilla, Señor, y para esos niños que amo?




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Capítulo XII

Donde se da cuenta de lo que llevaba a la cámara de la Reina al Alférez mayor del Rey


Apenas repuesta de su violenta emoción sintió la joven Doña Catalina los pasos de Don Rodrigo López de Ayala atravesando una parte de la antecámara, y seguidamente entró a su presencia el Alférez mayor del Rey.

Pasaba Rodrigo de treinta años. La honradez, el valor y la energía resaltaban en su fisonomía, cuya espresión seria y reflexiva se dulcificaba a intervalos por una sonrisa que prestaba un encanto singular a su semblante de perfecta regularidad.

De mediana estatura y de pocas carnes, una musculatura vigorosa y desarrollada al más alto punto, constituía en él una fuerza hercúlea que al decir de los caballeros que, como Gonzalo de Figueroa, habían medido sus armas con él, era su brazo de acero y de duro roble su cuerpo.

Su apostura y gallardía eran notables, así como también la cortesía de sus maneras y la dignidad de todos sus movimientos.

Vestía traje de corte y ceñía una larga espada, cuya empuñadura estaba ricamente cincelada.

Cuando entró hizo un saludo respetuosísimo a la Reina y esperó a la conveniente distancia que Doña Catalina se sirviera interrogarlo. Hízolo, pues, ésta, diciendo:

-Solicitábais verme, leal Ayala; ¿qué tenéis que noticiarme?

-Muchas cosas, señora; respondió Rodrigo con sonora y simpática voz; y la primera, que en vos sólo tengo confianza después de Dios para salvar esta pobre nave que zozobra.

-¿En mí? esclamó Doña Catalina despejándose con aquella idea las sombras de su frente. ¡Oh! así pluguiera a Dios! señor Alférez del Rey.

-Pues en vos está mi mejor esperanza, señora, porque estáis colocada para ablandar a Dios, que en su cólera nos ha mandado a los arzobispos, y para dirigir a D. Enrique, de quien sois ángel ahora y compañera más tarde.

-No sé, dijo la Reina acariciando sus graciosos y ondulantes bucles, si soy un bien o un mal para el Rey y para el reino. Mas sí os aseguro que por ambos me encuentro dispuesta para grandes sacrificios. Dios os ilumine y hablad, porque creo que desde esta noche van a crecer los desafueros de los bandos y las desdichas de los pueblos.

-Y yo lo creo también, señora; pero así como Dios ha dejado remedio para las enfermedades del cuerpo humano, lo ha de haber dejado también para las del cuerpo social; todo consiste en saberlo y aplicarlo. Para Castilla hay quien encuentra uno, y yo os lo vengo a proponer.

-Esplicaos, señor Alférez, dijo la reina vivamente escitada.

-No sé si os han dicho que la guerra civil se ha encendido hoy, prendida por la mano del duque de Benavente y el odio de los arzobispos, que envolverá a toda Castilla si se la deja tomar pávulo; porque la guerra de bandos divide a los pueblos, a las familias, a los hermanos, y los encona entre sí con un implacable odio. Pues bien; ¿cuál es el motivo ostensible de esta guerra? Los arrogantes desmanes del Duque y del conde de Trastámara, que exaltan el genio iracundo de D. García; de ese antagonismo creciente de los dos arzobispos; de esa discordia de concejo tan numeroso y desavenido. ¿No es cierto, señora, que ésta es la causa?

-Demasiado lo sé y conozco, respondió Doña Catalina dando un suspiro.

-Pero la guerra civil se puede apagar quitándola el pretesto. He aquí la esperanza de salvación concebida por mi hermano vuestro leal corregidor de Toledo; esperanza que mi brazo se encarga de realizar, y que vengo a comunicaros para que puesto que el Rey, niño y doliente según me han dicho, no puede oírme y autorizarme, lo hagáis vos como la Reina su esposa.

-¡Oh! Mostradme esa buena esperanza Ayala, que buena debe de ser fiando en ella el honrado Corregidor. Decid, no tardéis.

-Pues es la de anular la regencia, dijo el Alférez mayor con tanto laconismo como firmeza.

-¡Oh! Eso no es posible, esclamó la joven Doña Catalina asombrada y dudosa. ¿Quién tiene poder o facultad, para conseguirlo...? Nadie, porque las cortes no lo harán.

-Para conseguirlo sólo se necesita que V. A. decida al Rey a presentar el testamento del difunto D. Juan I.

-¿Pero no sabéis que está perdido?

-Lo que sé es que está guardado.

-¿En dónde, por quién?

-Por quien le conviene tenerlo, por el duque de Benavente.

-Entonces no penséis en él, dijo la Reina con amargo desaliento.

-Al contrario, insisto en mi idea.

-¿Mas en qué la fundáis?

-Hoy, como sabrá V. A., llegó de Zaragoza Mosén Guerau de Queralt como embajador de Aragón, y...

-¿Lo va a denunciar Guerau...? preguntó vivamente Doña Catalina.

-¡Oh, no! Mosén Guerau sólo viene a su embajada.

-Así debe ser, pero ¿a qué entonces su nombre al hablar del testamento?

-Lo hice porque están en íntima relación. Queralt sabe, no importa por donde, que el duque de Benavente tiene el testamento del difunto D. Juan; y tiénelo a buen recaudo, porque en el concejo de gobernadores que el monarca dejó a Castilla, no estaba nombrado ni su sobrino el conde de Trastámara, ni el maestre de Santiago con quien tan unido está: y Mosén Guerau, que es afecto a Castilla, nos lo ha manifestado a mi hermano y a mí, con quien desde la pasada guerra de Portugal tiene gran confianza, para que con él se corten estas funestas contiendas, mancilla de los gobernadores y ruina del Estado.

Con efecto, señor Alférez del Rey; a presentarse el testamento, esa fatal alianza quedaría rota por inútil, y tal vez la regencia nombrada por D. Juan gobernaría con más unión que la de las cortes. Pero el Duque no lo dará, estad seguro, ¿y quién lo arrancará de su poder?...

-Yo señora, contestó Rodrigo López de Ayala sin jactancia, pero con íntima seguridad; con la ayuda del apóstol Santiago, si V. A. se resuelve a ordenármelo formalmente.

-¿Tanta confianza tenéis?

-Señora, la que puede tener un hombre en sí mismo.

-¡Oh! poca es para tan ardua empresa.

-A mí me parece sobrada; mandadme que lo recupere, y cuando vuelva os lo traeré.

Por dos veces fue la Reina a darle la orden que le demandaba, y otras tantas espiró la palabra en sus labios vacilando ante la responsabilidad que envolvía; hasta que iluminada por una súbita idea se levantó con resolución, diciendo:

-Consultémoslo con D. Enrique, a quien si faltan años sobra prudencia y discreción. Seguidme.

Y con paso ligero se encaminó a la puerta que conducía al departamento del Rey, solitario por la parte que atravesaban, penetrando en la cámara real tan desierta como las habitaciones anteriores.

La vasta pieza que ocupaba el Rey no tenía de regio más que su destino, ni de lujoso otra cosa que las colgaduras del lecho ricamente recamadas.

Una lámpara de plata iluminaba débilmente la estancia, derramando un trémulo raso sobre la lánguida faz del Rey entregado a un sueño tranquilo y profundo... suelto dulcísimo de niño.

Enrique III sólo contaba, para desgracia de Castilla, once años. Su rubia cabellera, que en su primera juventud blanquearon los cuidados y las dolencias, estaba esparcida sobre la blanca almohada, formando una espléndida aureola a su rostro de una blancura mate, y la forma de su cuerpo endeble y enflaquecido se perdía entre la ropa que le abrigaba.

Paróse Rodrigo López de Ayala a una respetuosa distancia del lecho, y la Reina se adelantó sola hasta llegar a él.

Entonces se inclinó, puso suavemente sus dedos de rosa sobre la frente ancha y hermosa del Rey, y dijo en voz baja pero vibrante:

-¡Enrique! despertad.

Impresionable Enrique como todas las organizaciones nerviosas, abrió los ojos, y encontrándose con los de la Reina inclinada todavía sobre el lecho, se dibujó en sus delgados labios una dulce sonrisa, mientras que sacando los brazos tomó con sus pequeñas manos la de Doña Catalina que había rozado su frente. Preocupada ésta, y conmovida con aquella infantil caricia, añadió con emoción:

-Despertaos bien, Enrique. Despejad vuestro entendimiento y oídme con atención.

El niño D. Enrique posó en ella una mirada, en que aparecía una elevada inteligencia precozmente desarrollada, y dijo con voz débil, pero singular acentuación:

-Bien despierto estoy, hablad.

-Aquí tenéis un vasallo de los mejores y más leales, que viene a pedirnos una orden que necesita para acometer la empresa de restablecer la turbada paz de estos reinos ¿estáis en disposición de oírle?

-Sí, que se presente.

Y el Rey, lo mismo que si los años y el hábito de mandar lo hubiesen dado la costumbre y la ciencia de hacerlo, se dispuso a dar audiencia incorporándose en el lecho después de soltar la mano de Doña Catalina, quien vuelta a Rodrigo López de Ayala, le dijo:

-Señor Alférez mayor, acercaos.

Hízolo éste así, y llegando, hincó una rodilla en tierra para besar la mano que Enrique III le tendió con indefinible dignidad.

Mandólo levantar, y tomando la palabra Doña Catalina, dijo:

-Vuestro Alférez mayor, aquí presente, y su hermano nuestro corregidor de Toledo, aseguran que el testamento de nuestro padre y señor D. Juan I, existe en poder de nuestro tío y gobernador D. Fadrique de Castilla; el cual, cautelosamente, lo oculta por sus fines de ambición. El valiente Rodrigo López nos ofrece recuperarlo con la ayuda de Dios, si vos lo autorizáis; y Pedro López de Ayala, que sabéis es tan entendido como leal, espera que la voluntad de nuestro padre sea la que llevándose a efecto contenga los males que amenazan, si la discordia del concejo continúa. Es un áncora que vamos a echar a la nave que zozobra. ¿Os sentís con ánimo de intentarlo?

-Yo sí, ¿y vos? contestó D. Enrique interrogándola con singular gravedad.

-También, respondió Doña Catalina con resolución.

-Nosotros somos buenos hijos, dijo D. Enrique dirigiéndose al Alférez mayor; y nos someteremos a la voluntad de nuestro difunto padre; la presentaremos al concejo, y lo empeñaremos a que la guarden en todas sus partes. Id, id mi valiente Alférez a recobrarla, que no sólo os autorizo, sino que os lo mando espresamente, y así lo declararé si os hacen cargo por ello.

-Gravísimos me los harán, pero el contestarlos queda para más adelante. Hoy sólo encargo una cosa a V. A., y es que no participe mi intento a nadie, ni al arzobispo de Santiago que obtiene vuestra confianza, ni a Juan de Velasco vuestro camarero, que continuamente os rodea. El éxito está en el sigilo.

-Por mi parte os lo prometo; ni aún pronunciaré la palabra testamento para que no haya quien conciba una sospecha.

-Pues me comprometo a presentároslo con esa seguridad.

Un momento después, Enrique III reclinaba suavemente su blonda cabeza en la almohada, Catalina de Lancaster se sentaba en su sillón y Rodrigo López de Ayala cruzando la antecámara de la Reina, saludaba cortésmente a un grupo de damas que la animaban, dirigiendo a una de ellas una mirada fuertemente impregnada de amor.

Transcurrida una llora, el Alférez mayor, sustituido el traje de corte por uno harto sencillo de camino que ocultaba una cota de fuertes y menudas mallas; ceñida a su suelta y delgada cintura una banda de seda blanca con una empresa bordada; escondido entre el jubón el puño de oro de su daga, y abrigado con un ancho tabardo, salía de la villa ginete en un poderoso alazán, acompañado de su escudero, sin tener en cuenta lo abanzado de la noche y lo recio del temporal, tomando el camino de Valladolid, donde le dejaremos seguir su marcha con toda la diligencia que permitían los caminos convertidos en lagunas.




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Capítulo XIII

Cómo fue recibido del Rey Mosén Guerau de Queralt, y lo que le dijo en nombre del rey de Aragón


Pasó la noche sin calmar en su transcurso las agitadas pasiones de D. Fadrique de Castilla escitadas por los acontecimientos de la víspera con una violencia espantosa; ni los precipitados latidos del corazón de la Reina, ni la presurosa carrera de Rodrigo López de Ayala; dando lugar a un nuevo día más lluvioso y frío que el anterior, pero no menos importante para la corte, como señalado para la recepción de los embajadores navarros y aragoneses.

Fácil es de concebir lo que había sufrido el duque de Benavente durante aquellas largas horas de insomnio, si se reflexiona que a pesar de la veleidad natural de su carácter, había concentrado en la reina Doña Catalina un amor profundo silencioso que tuvo toda la violencia de la pasión al nacer; todas las mágicas ilusiones del deseo para vivir, rechazándole al insinuarse por primera vez con el más acerbo desprecio, la que en su inmensa presunción había asegurado ser suya.

Cuanto más bellas, más magníficas y seductoras habían sido las ilusiones que lo habían deslumbrado; más amarga y humillante encontraba la realidad; y la Reina, de pié, radiante de majestad, señalándole la salida con su ademán orgulloso, estaba tenaz e implacablemente unida a su memoria.

También la Reina había velado. También en su mente había un pensamiento fijo, y en su corazón una agitación constante. También ella le veía incesantemente a través de sus párpados entornados cayendo a sus pies de rodillas, cogiendo luego la orilla de su vestido, y sentía aún con estremecimiento febril, la ligera presión de sus labios en los rizos de su magnífica cabellera.

Y cuando él en su frenética rabia, y ella en sus recuerdos inquietos veían avanzar el día, sentían una impresión indefinible y violenta, pensando que pasadas algunas horas iban a encontrarse frente a frente con la corte por testigo.

Mas a pesar de la Reina y del Duque, quienes de bonísima gana hubieran aplazado la presentación de los embajadores y a pesar del tiempo que no podía ser más crudo, a la hora designada por el concejo, iban llegando al alcázar todos los que debían asistir a la ceremonia de recepción.

Notábase mucho interés en los cortesanos, entre los que se oían ligeros murmullos, porque había trascendido que la embajada de Aragón era de más importancia de la que a un pésame corresponde.

Con muy corto intervalo de tiempo entraron en el salón señalado para el efecto, la Reina Doña Beatriz con sus tocas de viuda y su escaso séquito; la reina Doña Leonor seguida de espléndida servidumbre, y los reyes de Castilla y León rodeados de sus tutores y gobernadores del reino.

En el fondo del salón y bajo un doralo solio, estaba el trono que ocuparon Enrique III y la joven Catalina de Lancaster.

Junto al Rey se colocó el Infante D. Fernando, a la derecha la Reina viuda, a la izquierda la de Navarra; luego seguían los gobernadores, y en torno de éstos, los ricos hombres, los prelados, los diputados de las ciudades agrupados en la regia estancia, como en el combate de la víspera en rededor de los jefes de los bandos.

En el mismo punto de sonar la hora marcada para la presentación de Mosén Guerau de Queralt, entró el duque de Benavente. Brillante séquito le se seguía, y su arrogante y hermosa presencia ostentaba todo el esplendor de un Rey.

Sólo que su frente tan altanera y audaz, tenía bajo su impasibilidad aparente una tristeza sombría.

Después de besar ligeramente la mano de D. Enrique, se inclinó para tomar la de la Reina; mas acercándola a sus labios que apenas la rozaron, murmuró en voz sólo de ella perceptible:

-¡Es imprescindible hacerlo!

-¡De otro modo no sería! contestó trémula de indignación la Reina.

Y el Duque, después de protestar su insensato orgullo, fue a ocupar su puesto entre los gobernadores.

Enrique III con su gravedad precoz y majestad natural, con su frente apacible y serena, amarilla y casi mustia, y el manto real sobre los hombros, parecía estar en su centro presidiendo aquel acto solemne; y con singular aplomo y un instinto que maravillaba, dirigía sus miradas y enviaba sus sonrisas.

La Reina pálida y conmovida, dominaba sus impresiones con toda la fuerza de su voluntad y aparentemente tranquila, ya se sonreía con la reina, Doña Beatriz, ya cambiaba una apacible mirada con el niño D. Fernando, que tiernamente la quería, o bien dejaba vagar su vista por la numerosa y escogida concurrencia.

Por su parte D. Fadrique giraba sus ojos en rededor con tal impasibilidad, que parecía ajeno a todo temor o simpatías; solo sí, que cuando su mirada se encontraba con la de la Reina, y era a menudo, la fijaba un instante en ella para desviarla en seguida con un respeto que tocaba en afectación. Pero cuando Doña Catalina bajaba sus hermosos ojos o los separaba de él, que era siempre, entonces su mirada ardiente y penetrante se estasiaba en contemplarla.

En cuanto a los demás, impenetrable con su hermana, reservado y severo con los gobernadores, cortés con las damas, de todos era observado sin que ninguno pudiese penetrar lo que ocupaba aquel cuidadosamente oculto.

A su vez Doña Leonor, bajo un esterior tranquilo, devoraba la inquietud más angustiosa.

Tras de su frente, sonrosada y serena, la duda con su zozobra, y la esperanza con su consoladora luz, se sucedían alternando.

Contaba con la decidida protección de su hermano unida a la de su poderoso partido; presumía que en su decisión y firmeza se estrellaría la voluntad de su esposo D. Carlos y el influjo de D. García, pero ínterin que lo incierto no fuera seguro, sentía un desasosiego inesplicable.

La sonrisa, sin embargo, aparecía de continuo en sus labios de coral, y para nadie tenía tan afectuosa espresión como la dirigida al arzobispo de Santiago a quien mas por enemigo tenía y que más cerca de ella estaba. Y como no olvidase lo que había ofrecido la víspera a D. Fadrique, lanzaba de vez en cuando una acariciadora mirada a la Reina que por instinto la rechazaba evitándolas con cuidado.

Tal era el aspecto que presentaba la corte cuando entró Mosén Guerau de Queralt precedido de un ligero murmullo de curiosidad y seguido de una corta pero brillante comitiva de apuestos valientes caballeros de la corte de Aragón.

Era Mosén Guerau de colosal estatura, buen talento, continente marcial, rostro feo que cruzaba dos anchas y prolongadas cicatrices, lo cual causó muy mal efecto en las damas castellanas que no podían distraer su atención de las rojas señales que dejaran en el rostro del gigante aragonés las sendas cuchilladas recibidas; de las cuales, una corría por la frente cortando la ceja izquierda como un río que pasa por entre un espeso juncar, y la otra desde el arranque de la encorbada nariz hasta perderse en la crecida barba de un rubio tornasolado.

Los caballeros castellanos que habían guerreado con él en la jornada de Portugal, apreciando en lo que merecía la pujanza y esforzado aliento del mejor adalid de Aragón, su prudencia y su lealtad, se holgaron mucho de verle, sin pesarles por eso que las beldades de Castilla no lo hallaran de su gusto.

El pujante embajador no se ocupó un solo instante del efecto que producía; sino que, dando principio a su cometido espuso su embajada que estaba concebida en los términos más amistosos que pudieran emplearse, y se redujo a que el rey de Aragón, vista la tierna edad de D. Enrique y receloso de que se prevalieran de ella el moro granadino, el portugués, o algunos naturales malcontentos que rehusasen obedecer o le moviesen guerra, contara para su defensa con su persona y vasallos; por lo que en vez de ir a pasar el invierno en Barcelona lo pasaría en Zaragoza para estar dispuesto en todo caso.

Que la paz con los portugueses la consultase despacio con su concejo confirmando las treguas por entonces; que cuidara mucho del tierno Infante su sucesor; que respetara a la Reina viuda, pues no tenía más valedor que él; que atendiese a la Reina Doña Leonor su tía, y por último, que en cuanto al gobierno del reino se dirigiera conforme a la última voluntad de su padre.

Levantóse un sordo murmullo al escuchar la última proposición del embajador. Las negras cejas del Duque se fruncieron airadamente, al par que los ojos del arzobispo D. García brillaron como una llamarada de fuego.

Sin embargo, un silencio absoluto siguió a aquel primer indicio de tempestad; y el arzobispo de Toledo con reposado continente y discretas cuanto comedidas palabras, dio las gracias en nombre de su señor D. Enrique III por las ofertas y consejos de tan buen aliado como era el rey de Aragón su tío, sin comprometerse en nada para lo sucesivo ni darse por entendido respecto de la indicación al oculto testamento.

Tomada la venia de D. Enrique, quien en cumplimiento de su palabra a Rodrigo López de Ayala había estado tan sobre sí, que ni con un gesto manifestó comprender la preparatoria alusión de Mosén Guerau; se retiró éste después de besarle la mano y recibir los agasajadores cumplidos de la corte, dejándole muy pagado la cortesanía castellana, pero muy poco satisfecho la ambigüedad y disimulo del ilustre arzobispo de Toledo.

Concluida la recepción de Mosén Guerau de Queralt, se presentaron los reverendos obispos de Calahorra y abad del Perdón, embajadores de Navarra

En términos bien sentidos dieron el pésame al Rey por la desgraciada muerte de su padre D. Juan, aseguró con solemnes protestas la buena amistad del monarca navarro, y la lealtad de sus intentos, formulando nuevamente y con mas brío la demanda de que volviese a su lado su esposa Doña Leonor.

La petición de D. Carlos era justa a toda luz, el obispo de Calahorra usó para esponerla sumo pulso y mesura en medio de la más templada energía. Pero la Reina tuvo por valedores a su hermano y con su hermano al Primado y su poderoso bando; de modo que sólo pudo recabar la elocuente facundia del Prelado navarro y la justísima demanda del monarca que representaba, una respuesta evasiva acompañada de las más espresivas manifestaciones de agradecimiento y amistad.

Es inútil asegurar a nuestras lindas lectoras, porque sin duda alguna ya se lo habrán figurado, que alcanzaron menos éxito entre las damas los talares hábitos de los embajadores de Navarra, que las encarnadas cicatrices de Mosén Guerau de Queralt.



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