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Capítulo XIV

Cómo Rodrigo López de Ayala se enteró de lo que le atañía y dio cima a su empresa


Mientras que en Madrid cada cual se entregaba al descanso lográndole los más, y desesperándose por no alcanzarlo los menos; caballero Rodrigo López de Ayala en su inteligente y poderoso alazán, caminaba con la velocidad posible en la noche oscura y lluviosa que hacía, gracias a su destreza en manejar su corcel y al maravilloso instinto de éste.

No ignoraba por cierto el Alférez mayor del Rey, que la fortuna es amiga de los diligentes; sabía además todos los resultados e inconvenientes de una empresa atrevida frustrada, o prematuramente descubierta, y trataba de procurarse la inmensa ventaja de dar el golpe antes que prevenir la amenaza.

Corría, pues, en silencio asaz meditabundo y ensimismado; bajas las anchas alas de su sombrero para guarecer el rostro de la lluvia que no dejaba de caer; entregado enteramente a sus pensamientos, que ya atraían una sonrisa a sus labios, ya arrancaban un suspiro de lo más hondo de su pecho.

Seguíale callado, pero sin quedarse atrás, su escudero Hernando de Illescas, joven como su señor, valiente, astuto y decidido, y en quien éste miraba un compañero y un amigo, más bien que el primero de sus servidores.

A los primeros albores del día pasaron el puerto de Guadarrama: la lluvia había cesado por entonces, pero los caminos estaban intransitables.

-Bien poco hemos andado, Hernando, dijo Ayala con disgusto al reconocer el sitio; así no llegaremos jamás al término del viaje.

-Ahora andaremos, repuso aquél, porque lo que hemos hecho esta noche ha sido nadar desesperadamente, señor.

El escudero decía bien. Entonces empezó verdaderamente su carrera que fue violenta y continuada, sin descansar más tiempo que el absolutamente preciso para dar ligero descanso a los caballos y tomar los ginetes alguna escasa refacción.

Al anochecer del siguiente día los nobles animales estaban rendidos y sus dueños trataron de darles el necesario descanso.

-Hernando, dijo Ayala deteniendo su caballo y dejando adelantar el de su escudero; los caballos no pueden andar más. Hemos hecho mal en no entrar en Olmedo y ahora no veo en todo lo que mi vista alcanza un albergue que nos covije.

-Decís bien en todo, pero olvidáis que por estos contornos debe haber un monasterio que nombran los naturales por de San Bernardo el viejo, y los padres nos darán, si lo pedimos, hospedaje y bendiciones; dos cosas, de las cuales la primera sabe Dios cuánto la necesitamos, y la segunda nunca viene mal ni está de sobra para quien como nosotros van a buscar aventuras.

-Tal no lo olvido, que a ese santo monasterio se encamina mi diligencia. Con que andemos y veamos si podemos llegar antes que nos coja la noche, que ya se viene a más andar acercando.

Pues según fama, porque yo nunca lo he visitado, está sobre la margen izquierda del Araya, y si mi oído no ha perdido nada de su antigua delicadeza, se percibe el murmullo de sus aguas.

-Yo también lo oigo a fe, y ahora me parece que distingo sus agujas, perdiéndose en aquella nube plomiza.

Y clavando las espuelas en el hijar de sus cabalgaduras, no insensibles al aviso, prosiguieron su camino, redoblando el cansancio de éstas las fangosas arenas que pisaban.

Era, pues, bien entrada la noche, cuando junto a la cruz de piedra del atrio saltó a tierra Hernando y fue a tener la brida del caballo de su señor. Descendió éste con ligereza y ambos fueron a llamar a la puerta del claustro, cerrada como la de la iglesia.

Pasó tiempo y no poco sin que nadie contestara, por más que a porfía redoblaban los golpes con más fuerza caballero y escudero, asaz mortificados con no ser oídos o atendidos que parecía lo más cierto.

-Paréceme, Hernando, dijo Ayala impaciente, que no es mucha la diligencia que tiene el portero para abrir al viajero que la noche trae a este asilo, y ¡por S. Millán bendito! si el Abad no está más pronto para concedernos la hospitalidad, mucho me temo tengamos que dormir sobre las losas del pórtico y atar estos caballos a un árbol.

-No hará tal ni él ni nosotros, replicó Hernando más amostazado que su señor. Voy a dar la vuelta al hospitalario monasterio a ver si encuentro otra brecha más practicable, y mientras yo busco el flanco no levantéis vos el cerco.

Y tomando los caballos de la brida, comenzó a rodear el muro para ver si descubría un rayo de luz por algún resquicio de aquellas puertas y ventanas tan cerradas.

La campana en tanto, resonó en el espacio con fuertes y prolongados tañidos, perdiéndose sus vibraciones entre el seco crugir de los desnudos árboles del bosque agitados por un viento desapacible y frío.

A los largos tañidos se unían por intervalos los furiosos golpes que seguía dando Rodrigo a la puerta, hasta que por fin un ventanillo de ésta se abrió, y asomando la cara redonda, pacífica y reluciente de un lego, preguntó con voz hueca y acento regañón.

-¿Quién llama en tan intempestivas horas a este santo asilo?

-Quien solicita un albergue para esta noche, endiablado portero ¡abrid!

-Esto no es posada, respondió el lego con furia para disimular el mucho miedo que tenía; ahí cerca está Olmedo, más arriba Valladolid y después Tordesillas, con que marchaos y Dios os guíe.

-No haré tal cosa a pesar de vuestro deseo, hermano, replicó el impaciente Alférez mayor; vos seréis el que iréis más que de paso a decirle a vuestro superior, que un caballero que viene de muy lejos le suplica ser admitido en este mismo instante a su presencia.

-¿En este instante?... no puede ser; su paternidad va a maitines.

-Eso no importa; avisadle y después que me hayáis introducido, ved si mi escudero que va buscando otra entrada ha conseguido encontrarla.

-¡Santa Elvira y S. Julián, con todos sus compañeros sean con nosotros esta noche! Nada menos que dos se nos embocan para tenernos sobre un pié como a las grullas, murmuró el lego portero separando su enorme cara del ventanillo, y añadió perdiendo su voz una parte de su aparente volumen: puesto que insistís iré a decírselo a el reverendo padre Abad, y si vuelve vuestro escudero entretanto, que se espere, no sea que quiera entrar por alguna ventana y se desnuque.

Pasado un corto rato, que no le pareció a Rodrigo López sino muy largo; volvió el hermano portero, descorrió los enormes cerrojos que aseguraban la puerta, y abriendo sus pesadas hojas franqueó la entrada a su temido huésped, diciéndole con singular volubilidad y cortesía.

-El Abad, señor caballero, os escuchará con la mejor voluntad cuando salga de coro la comunidad que va a rezar nona y a seguida los maitines. En cuanto a vos, si queréis ir a la hospedería, id; sino por esta galería se va a la iglesia y allí le podéis pedir a nuestro Señor que os ilumine, guarde, defienda y conforte en todas las tribulaciones del alma y del cuerpo; en tanto que yo voy en busca de vuestro desencaminado escudero, que ya podía haber dado la vuelta al mundo cuanto más al monasterio, y no que me obliga a buscarle con este frío, a pique de resvalarme y caer quedándome como un galápago sin poderme menear.

Fatigado Rodrigo con aquella charla inaudita, para cortarla se dirigió a la iglesia por la galería indicada, y no encontrando el asiento que su cansancio requería, se resignó a esperar todo el tiempo que durasen los rezos de la comunidad recostado en uno de sus macizos pilares.

Encendieron con parsimonia las luces del altar, comenzaron los monges sus preces y salmodias, y el cansado e impaciente Alférez mayor tuvo tiempo a prepararse dignamente para la conferencia solicitada, después de elevar a Dios un piadoso pensamiento.

Concluido el coro, un monge condujo a Rodrigo López de Ayala, que conservaba el incógnito a presencia del Abad rodeado de la comunidad entera.

A la natural severidad del Abad, a su reserva y desconfianza, se había unido el profundo disgusto de haber sido sorprendido y engañado por el joven emisario del duque de Benavente, que sustrayendo de su poder un depósito tan importante, había triunfado de todas sus legítimas prevenciones. De manera, que el ofendido anciano acogió al incógnito viajero con más pronunciada desconfianza y frialdad que a Gonzalo; siendo más notable su apático recogimiento, y su rígida espresión.

Reunía el Alférez mayor del Rey, esa seguridad de sí mismo que no se arredra por nada, a una penetración singular; suma prontitud en la decisión, y una firmeza estremada, lo cual con su noble y seria cortesanía, lo ponía en sus aventuras a la altura en que le convenía colocarse.

No se dejó imponer con aquel glacial recibimiento, sino que echando una rápida ojeada por las dos hileras de monges, en cuyo centro se había colocado el Abad, dijo al anciano prelado con tono respetuoso en el cual no se traslucía ni temor ni descontento.

-Padre mío, os he pedido una conferencia con urgente empeño y me la habéis concedido, si no con la premura que la solicitaba, sin que la tardanza haya perjudicado mis intentos; pero veo que no es privada, y yo en este sentido la deseo y aún diré más, la necesito.

-Si hubiérais pedido confesión, os hubiera recibido en el templo o en mi celda, repuso el septuagenario Abad con austero y frío acento, pero como lo que reclamabais era ser introducido a mi presencia, creí honraros más con añadir a humildad mía, la de la comunidad que me rodea.

-Es que, replicó el Alférez mayor inclinándose para saludar a los monges, no me trae a este monasterio la necesidad de un sacramento cuya celebración fíe a vuestra santidad; sino la precisión de inquirir noticias y pormenores lo mas ampliamente detallados que posible sea tener sobre cierto hecho que conocéis, muy oculto hasta ahora con perversos fines según los sucesos han demostrado.

-No se a qué aludís, contestó el anciano Abad con aspereza, presumiendo le tendían un nuevo lazo de no menos trascendencia que el en que ya había caído; por lo cual lo tengo que contestar sobre ese hecho que enunciáis y os habéis encargado de inquirir. Por lo demás, si no tenéis inconveniente podéis decir quién sois, a lo que venís, o si mejor os place, en lo que os podemos servir la comunidad y yo como hermanos en Jesucristo.

-Soy el Alférez mayor del Rey, Rodrigo López de Ayala; vengo a lo que he manifestado, y traigo para obligaros la recomendación del digno y reverendo obispo de Cuenca, cuya bendición es con vos.

Al nombre del Prelado que estaba educando al Rey y que era mirado como un dechado de virtud, unido al de Rodrigo, célebre por las gloriosas hazañas que le habían ilustrado, se serenó la adusta frente del Abad, quien con más dulzura repuso:

-Bien venido sea el que viene en nombre del pastor de Jesucristo. Contad, pues, con mi atención, y manifestad en lo que os interesa ser instruido.

-Es tan reservado, padre mío, lo que tengo que deciros y preguntaros, que sólo tengo facultad de fiarlo a vuestro oído.

Cediendo el Abad a la firme insistencia de Ayala;

-Consiento en oíros, le dijo; seguidme y os guiaré a mi celda.

Y precediéndole, salió de la sala donde quedó la comunidad poco satisfecha de aquella esclusión, y se encaminó a la celda abacial, en la cual ambos penetraron cerrándose la puerta tras ellos.

La conferencia del Abad y Rodrigo fue larga, tardando en terminar más de dos horas, que por cierto se les hicieron más pesadas a los monges, que al Alférez mayor las vísperas y maitines.

Por fin la puerta de la celda se abrió y apareció Rodrigo, cuya mirada anunciaba la satisfacción; y el Abad depuesta en parte la desconfiada prevención que era casi natural en él, le alargó la mano que aquél besó respetuosamente, y le dijo:

-Las horas que paséis en el monasterio, deseo que os sean agradables, de modo que las recordéis con gusto cuando os halléis fuera de él, no por lo que podáis gozar sino por el buen deseo que os acoge.

-Si pudiera olvidar la importante causa que a esta santa morada me ha traído, me acordaría siempre del respetable varón que la rige, cuya rectitud, cordura y discreción acabo de conocer y admirar.

Bajó el Abad la encanecida cabeza, con sublime humildad y replicó:

-Aquel que conoce el fondo del corazón, me preserve de creer vuestros elogios que disto mucho de merecer por mis obras. Voy a mandar que dispongan alojamiento para vos y vuestro escudero; y no echéis en olvido que queda dispuesto si algún día queréis descansar entre nosotros de las fatigas de la guerra o de las amarguras que apenan la vida en el siglo.

-No sé si volveré a él, replicó gravemente el Alférez mayor; pero sea o no sea, tened por seguro que conservaré vuestra oferta en mi memoria, y en el corazón el agradecimiento que me inspira.

Y terminando la conversación llamó el Abad a un monge, a quien encargó se dispusiese todo lo necesario para hospedar al ilustre Alférez mayor del Rey, recomendación que le valió un abrigado y cómodo aposento, una cena abundante y sazonada, y un lecho limpio y mullido.

-Hernando, dijo López de Ayala estendiendo con delicia sus fatigados miembros; en cuanto luzca el día despertadme y ensillar los caballos, porque aún nos falta larga distancia por andar.

-Así lo haré, respondió Illescas tomando la luz; aunque con sentimiento os lo confieso, porque empezaba a tomarle cariño al hermano Nicomedes, que tiembla cuando lo miro, todo de puro respeto.

Al rayar la aurora los viajeros se pusieron en camino, pasando con la rapidez de un meteoro por Valladolid, Tordesillas y Villalpando sin entrar en ninguna de ellas. Siempre corriendo noche y día llegaron a Benavente, donde tampoco se detuvieron sino que tomaron el camino del castillo feudal del Duque, una de las más inespugnables fortalezas de la edad media, y que llevaba el nombre de la ciudad que daba título a su señor.

Por fin, desde la cumbre de una suave colina que habían subido lentamente mientras que el sol descendía hasta tocar en su ocaso, Rodrigo López de Ayala y su escudero contemplaron el castillo de Benavente confundiéndose en las nubes.

La primera de sus miradas fijó para él; la segunda la arrebató el apacible paisaje que se ofrecía a su vista de repente.

Descubríase en primer término un frondoso y ameno valle cruzado por el Esla, que se asemejaba a una argentada banda estendida sobre una alfombra de verdura.

Alzábanse en segundo las almenadas torres del castillo de Benavente, mole inmensa de piedra que se destacaba como un gigante en el azul horizonte, estendiéndose por una parte el parque enmarañado y sombrío de corpulentas encinas y añosos robles, y elevándose por otra una aldea con su pequeña y blanca iglesia, cuyo campanario descollaba sobre las cabañas amontonadas a su alrededor, como el castillo sobre toda la perspectiva que ligeramente hemos descrito.

-Separémonos aquí, Hernando, dijo el Alférez mayor; quiero entrar solo y de incógnito en el castillo. Vos me esperaréis al principio de la avenida. Si alguien se os acerca, habladle naturalmente; si os preguntan, desorientáis su curiosidad, y sobre todo, que no os hagáis sospechoso.

Y clavando el acicate puso su caballo al trote.

La mansión feudal del duque de Benavente era una de esas fortalezas de la edad media, en las que nada se había olvidado para su defensa. Las altas murallas de piedra desafiaban al tiempo con su maciza solidez; dos torres con sus espesas almenas lo franqueaban, y un profundo foso colmado de agua hasta desbordarse lo ceñía en su estensión.

Página elocuente, atestiguaba mejor que las de una crónica las tendencias de su dueño y las costumbres de su época.

Rodrigo López entró en una avenida sombría y se acercó resueltamente al castillo. El puente levadizo estaba levantado, y en la plataforma se paseaba un centinela con la ballesta en la mano.

El Alférez mayor llevó una pequeña corneta a los labios y la hizo producir algunas notas agudas y cadenciosas anunciando la llegada de un viajero; el centinela trasmitió el aviso al alcaide, este dio sus órdenes al conserge, y uno y otro acudieron a la puerta a reconocer al que llamaba.

Íñigo Núñez, alcaide de Benavente, era una de esas naturalezas leales y agrestes para quien no hay seducciones que basten para inducirlos a una traición, ni disfraz con que cubrir una idea. Garci Gómez era un anciano que había envejecido con las llaves del castillo en su cinto. Ambos adictos al Duque, ambos sencillos como asturianos y confiados como valientes.

En la primera grada apareció la marcial figura del vetusto alcaide, quien reconociendo al Alférez mayor del Rey con su instinto particular, conoció que no se las había con un pelgar sino con un infanzón. En consecuencia de este descubrimiento le dijo con atenta cordialidad:

-Ante todo, señor caballero, seáis bien venido; y si gustáis deteneros en el castillo, voy a mandar que se baje el puente, sirviéndoos decir quién sois.

-Muy justo es, y no lo rehúso; contestó López de Ayala sin titubear ni turbarse; me llamo Floristán de Toledo. Voy a una comisión muy peligrosa y me he separado del camino dejando en él a mi escudero, porque sabiendo la fama del astrólogo del señor de Benavente no menos que la cortesía de su alcaide, he querido lograr lo que tanto deseo poseer; mi horóscopo, para lo cual, si me dais permiso, entraré en el castillo, a riesgo de perder una hora de las que tengo contadas.

Anublóse el semblante risueño de Íñigo Núñez y Garci Gómez se santiguó; pero mandaron bajar el puente, que pasó Rodrigo después de atar su caballo en el árbol más cercano.

-Caballero, dijo el alcaide haciéndole los honores sin rudeza, os franqueo la entrada con placer; pero os concedo vuestra demanda con disgusto. Sin embargo, si tal es vuestra resolución, os guiaremos hasta el primer escalón de la torre que habita y perdonaréis que de allí no pasemos, porque como buenos cristianos que somos no nos comunicamos jamás con el hijo de Israel.

-Es lo suficiente y os lo agradeceré infinito, contestó el Alférez mayor con su seria y noble espresión que cada vez infundía más confianza en los guardadores del castillo; y puesto que tanta es vuestra cortesía, guiadme, porque os repito que mis horas están contadas y su pérdida es acaso la de mis mejores esperanzas.

-Pues seguídme, replicó Íñigo Núñez introduciéndolo, y que Dios no os castigue porque atentáis a su poder, queriendo sorprender sus secretos.

Y echó delante con marcada repugnancia. Seguíale López de Ayala por aquella interminable serie de salones, galerías y pasadizos puesta toda su atención en reconocerlos para tener espedita la salida, hasta que llegando a una puerta pequeña que daba paso a una estrecha escalera que se acaracolaba en el muro, le dijo el alcaide deteniéndose.

-Está cumplida mi promesa, señor caballero. Subid esta escalera hasta el fin, allí encontraréis una puerta que estará cerrada, llamad y os hallaréis en su presencia. Yo os esperaré en la sala de armas por donde hemos pasado, y para llegar a ella no tenéis más que salir por la puerta que corresponde, exactamente a la que paséis para entrar. Adiós y satiguaos, no tropecéis en la escalera, oscura como la boca de un lobo.

Hízolo así el Alférez mayor poniendo el pié en el primer peldaño, y el buen Íñigo Núñez, jurando sobre sí mismo, volvió la espalda alejándose apresuradamente.

Rodrigo subió con precaución, encontró la puerta, y notando que estaba entreabierta hizo penetrar su mirada antes que fuera descubierta su persona, para conocer la que tan resueltamente buscaba.

En el fondo de una pieza cuadrangular, desnuda y sombría, con dos ventanas estrechas y rasgadas practicadas en el muro, sentado junto a una mesa llena de libros, hacecitos de yerbas secas, cajas, compases, esferas y astrolabios, había un hombre leyendo a la luz del crepúsculo que allí penetraba. Llevaba una túnica verde ceñida con un cinturón de cuero, y un turbante blanco cubriendo el límite de su frente ancha, desarrollada y de cenicienta palidez.

Replegado, digámoslo así, en su asiento, su estatura quedaba ignorada para el Alférez mayor; pero su rostro prolongado y descolorido, su frente meditabunda y sombría como su morada; lo hundido de sus mejillas y lo profuso de su puntiaguda y rizada barba estaba iluminado por la luz que lo hería de lleno.

Los ojos, que en su demacración parecían mayores y más salientes, estaban medio velados por sus párpados y se hallaban fijos en un libro que leía con profunda atención.

El que lo examinaba notó además que era joven y que debía de ser fuerte, porque no había en él más que hueso, nervio y espíritu.

López de Ayala, tras el breve y profundo examen de su persona, empujó la puerta y entró.

El judío se estremeció al ruido, dejó el libro sobre la mesa y con una voz de timbre metálico y áspero acento de impaciencia le preguntó al Alférez mayor que abanzaba:

-¡Oh! ¿Qué se os ofrece...? ¿Quién sois?

Rodrigo llegó hasta él, lo colocó digámoslo así bajo su brazo y su mirada, y contestó con serenidad y resolución:

-Mi nombre importa poco para mi comisión. Ésta es, la de llevarme el testamento de D. Juan I, que os entregó el Alférez del Duque vuestro amo días después de la muerte del Rey, para lo cual estoy competentemente autorizado y dispuesto; conque dádmelo.

Mirólo atentamente el astrólogo y contestó sin titubear:

-Pues podéis dirigiros a quien lo tenga, porque el astrólogo Ben-Samuel no es archivero de Castilla.

-Los documentos sustraídos tienen guardadores como vos, replicó Ayala sin inmutarse. Sé que lo tenéis; dádmelo y hemos concluido.

-Repito que no sé lo que decís, dijo el judío brillando un relámpago de ira en sus ojos; y entended que yo no recibo órdenes sino de mi señor el duque de Benavente.

-Ahora está lejos para dárosla, y por eso lo hago yo, que no me dejo engañar por nadie, ni me detengo ante nada. Sabedlo, y en consecuencia obrad. Dadme el testamento del Rey.

-Lo que yo os daré será un consejo, y es que no amenacéis a quien puede confundiros. ¡Salid!

Rodrigo no respondió; pero lanzándose a la puerta en dos brincos, corrió atrevidamente el cerrojo. Luego, como el rayo, se precipitó sobre el astrólogo, que lo esperaba de pié y en la mano un largo y afilado puñal.

Hubo un momento de lucha desesperada. Rodrigo, recibió una herida en la mano izquierda, y por dos veces el puñal del israelita, dirigida al corazón, resvaló sobre su cota de malla; pero logró desarmarlo, sujetarle, y quitándose la banda le ató las manos a la espalda, pasando los cabos con un fuerte nudo a uno de los pies de la mesa.

Este era el instante crítico para entrar en negociaciones.

López de Ayala desnudó su daga aguda como una aguja, y sacó una escarcela llena de piezas de oro.

Puso ésta sobre la mesa, empuñó la otra resueltamente, y acercándose al vencido le dijo con acento imponente por su calma y segura convicción.

-Escuchad, prudente consejero: yo sé que guardáis el testamento de D. Juan I, que se os dio en una caja de plata. Debéis conocer que cuando vengo a buscarle a riesgo de que me hundierais vuestro afilado puñal en el corazón o me arrojarais por esa ventana, estaré muy empeñado en llevármelo, y que para conseguirlo hallaré bueno todo medio, escogiendo el más corto por mejor. Esto supuesto, aquí tenéis mil doblas si me lo dais, y señaló la escarcela; pero si rehusáis el entregármelo os acribillo a golpes con esta daga. ¡¡Elegid!!

Y dio un paso hacia el astrólogo que, de espaldas a la mesa, iluminaban su rostro demudado los postreros reflejos del sol.

-Os han engañado, señor, dijo el judío obstinándose en su negativa; no le tengo ni sé de él.

Rodrigo dio otro paso, levantó el brazo y le presentó la sutil punta de su daga.

El astrólogo se puso más blanco que el turbante caído a sus pies.

-Decidíos, dijo Rodrigo inflexible y sereno; ¡oro o muerte! ¡Mirad que hiero!

La respuesta del judío fue una violenta sacudida que hizo crugir la pesada mesa y caer algunos de los objetos que mantenía, sin más éxito que apretar los nudos que lo sujetaban.

-Dadme lo que os pido, tornó a decirle Ayala sin herir, pero amenazando hacerlo.

-Ya os he dicho que no lo tengo, contestó con acento sombrío el astrólogo.

-¡Mentira! replicó con severa energía el Alférez mayor; Gonzalo de Figueroa os lo entregó, encargándoos que lo conservarais.

-Me lo volvió a pedir al poco, y el Duque se lo llevó; dijo el astrólogo con impudencia.

-¡Mentira! Desde que Gonzalo se fue no ha vuelto nadie hasta hoy. Lo tenéis en vuestro poder. ¡¡Dádmelo!! ¡¡si no...!!

Y tocó la carne del astrólogo la agudísima punta de la daga.

-¡Por el Dios de Abrahán y de Jacob lo juro! dijo el judío cuya frente se inundó de sudor; el Alférez se lo llevó consigo, tan cierto como que la vara de Moisés dividió las aguas del mar.

-El Alférez no se llevó nada. Un ojo atento y escudriñador lo ha visto; le tenéis; dadlo, y acabemos.

-Ni le tengo, ni teniéndolo os lo daría; dijo el astrólogo resuelto y desafiador.

-¡Oh! murmuró Rodrigo poniéndose pálido; me obligáis... ¡sea!

Y clavó la punta de la daga en la desnuda garganta del israelita.

Dio éste un ¡ay! ahogado después de un brusco estremecimiento, y separando el arma cayeron algunas gruesas gotas de sangre en su túnica, corriendo un hilo de ella por el cuello.

-Esto no es más que avisaros, dijo López de Ayala que sentía una penosa sensación al ver la sangre del judío; no os obstinéis en vuestro intento, dadme lo que os pido, lo que os compro, y que os arrancaré a todo trance por mucha resistencia que opongáis.

El astrólogo le asestó una mirada de rabia feroz, y sin contestarle bajó la cabeza probando a reconocer su herida.

-Es que no puedo retroceder; esclamó el Alférez mayor con su amenazadora energía; mucho menos detenerme ante un obstáculo. ¡Hablad! si no, salto por cima, y ¡ay de vos!

Un nuevo y más violento sacudimiento del astrólogo para romper las ligaduras que le aprisionaban fue su respuesta. Entonces López de Ayala hirió, ligeramente, sí, pero una y otra y otra vez.

El astrólogo se rindió.

-Soltadme, murmuró con voz ronca, y os daré la caja que me entregaron.

-Cuando esté en mi poder.

-Para dárosla necesito el libre uso de mis manos, replicó el judío, que en conseguirlo concibió una segura esperanza de vengarse.

-No es menester, dijo Ayala demasiado sereno para cometer tal imprudencia; decid en dónde está, y yo la tomaré aunque tenga que abrir el muro o levantar estas baldosas.

-Sólo se necesita tocar un resorte, pero no daréis con él.

-Sí tal; dadme la clave y cederá bajo mi mano.

-Aunque os la dé no podríais; es un mecanismo que sólo a la mía obedece; si la queréis, pues, soltadme.

Tuvo Ayala un instante de indecisión, durante el cual brillaron los ojos del astrólogo con un resplandor siniestro. Pero cesó aquélla y se apagó éste. La imaginación de Ayala le sugirió una idea que lo conciliaba todo, la cual puso en ejecución con la rapidez que había sido concebida, examinada y resuelta. Pasó las puntas de la banda a la cintura del judío sujetando una de sus manos a la espalda, mientras que dejando suelta la otra, cuidó de apresar el brazo entro sus dedos de hierro.

No tuvo, pues, más partido que tomar el depositario del duque de Benavente, que el de apretar un resorte que había en la mesa, a impulso del cual se levantó uno de los tableros de ésta, dejando ver en un secreto algunos paquetes de pergamino cerrados y sellados, y la caja de plata guardada por el Abad desde el cerco de Cillorico de la Vera hasta que Gonzalo de Figueroa la sacó de su poder.

-Esa es, dijo el astrólogo mostrándola con un gesto.

El Alférez mayor la tomó; y como estuviera cerrada, le dijo presentándosela para cerciorarse que contenía el testamento del Rey: -Abridla para hacerme cargo de lo que contiene.

Hízolo así el judío, y López de Ayala reconoció con indecible júbilo aquel pergamino tan violentamente conquistado.

Cerró, pues, la caja después de guardar en su fondo el testamento de D. Juan, y después de volver a sujetar la mano del astrólogo dejándole atado a la mesa, le dijo:

-Os dejo así para asegurar mi retirada, que a quedar libre lo estorbaríais de seguro. Ahí tenéis el oro ofrecido y más mi banda que con pesar os dejo.

-Y hacéis bien en sentirlo, respondió el astrólogo con acervo y concentrado rencor; porque un día si yo puedo ha de servir para ahorcaros.

Dicho esto quitó el Alférez mayor el cerrojo que había echado a la puerta y abandonó la torre descendiendo lentamente por la angosta y pendiente escalera.

Cruzó los desiertos y oscuros salones, pasó por las angostas y dilatadas galerías y llegó por último a la sala de armas, donde le esperaba el alcaide con un anciano capellán y un escudero mutilado en Aljubarrota.

Era ya muy oscuro; gracias a esto no repararon las manchas de sangre que salpicaban su ropa, ni echaron de ver la herida de su mano escondida con cuidado entre los pliegues de su tabardo.

Adelantóse cortésmente a recibirle Íñigo Núñez y le preguntó.

-¿Os ha vaticinado Ben-Samuel vuestra suerte? ¿Lleváis ya el ansiado horóscopo...? Si es así, dadle fe, porque venga su ciencia de Dios o concédasela el diablo, cuanto promete se cumple.

-Algo me ha dicho del porvenir, contestó Rodrigo con naturalidad.

-¿Y os promete felicidad...?

-Menos de la que deseo, respondió el Alférez mayor sonriéndose al recordar la amenaza del judío.

-No estando satisfecho, es posible que bajéis de la torre arrepentido.

-Al contrario, lo que he adquirido esta tarde de ese admirable astrólogo, aumenta mis esperanzas y fortalece mi espíritu. Mas permitid que os dé las gracias por haberme admitido y llevado a consultarlo, y luego que os diga adiós y parta a concluir mi jornada.

-Id con Dios, señor caballero, puesto, que tan de prisa vais; y a la vuelta, si pasáis por el castillo, no os olvidéis de visitarlo.

Rodrigo dio nuevamente las gracias y saludándolos por última vez salió de la sala; bajó al patio, montó a caballo, pasó el rastrillo, luego el puente levadizo y entró en la larga y oscura avenida.

Al fin de ella encontró a Hernando que empezaba a estar inquieto.

-¿Habéis dado cima a la aventura? le preguntó tímidamente el escudero viendo que no parecía dispuesto a confiarle su secreto.

-Sí, respondió lacónicamente el Alférez mayor montando en su impaciente alazán; pero hago voto solemne de que sea la primera y la última de este género que en lo sucesivo acometa.

Y saliéndose de la avenida tomaron en silencio el mismo camino que habían traído.




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Capítulo XV

Cómo fue presentado el testamento del rey D. Juan I por su hijo D. Enrique y la resolución que tomó en su vista el duque de Benavente


Hemos dicho en nuestro capítulo anterior que Rodrigo López de Ayala tomó la vuelta de Madrid así que salió del castillo de Benavente, y ahora añadimos que lo recorrió con no menos diligencia de la que había traído, y que no se olvidó del monasterio en que tan bien le hospedaron y tan exactas noticias le dieron.

Aún no era trascurrida una semana de su nocturna salida de la villa, cuando tornó a ella de su precipitado viaje; y una hora después de su llegada depositó en manos de D. Enrique, a la sola presencia de doña Catalina, el rescatado testamento; recibiendo a cambio de él la lisonjera espresión de su aprecio y confianza.

Corta había sido su ausencia de Madrid, y sin embargo durante ella la posición de los gobernadores se había hecho más violenta y amenazadora, disponiéndose abiertamente los dos prelados a sustentar sus pretensiones en el terreno de la fuerza.

El vulgo, que no había olvidado aún las desastrosas minorías de Fernando IV y de Alfonso XI, las tropelías de los Laras y las desgracias acaecidas por las intrigas de los infantes Don Juan y D. Pedro de Castilla, miraban con terror a sus pastores porque sabían harto bien que su sangre había de decidir la cuestión que debatían, sin que aliviara su suerte el que uno u otro báculo preponderase.

Sin embargo, aún se sostenía el equilibrio, merced a los esfuerzos del concejo de diputados y a la neutralidad forzada de los dos maestres; aún contenía el volcán sus erupciones, y no se habían reproducido los desacatos de San Salvador.

Era la mañana siguiente del regreso del Alférez mayor.

En el alcázar había notable afluencia de gente, y en ésta se notaba alternativamente curiosidad, inquietud y recelos.

Fuera había corrillos, dentro murmullos.

El Rey, sin que se adivinara el motivo, había convocado particularmente a sus tutores, a sus deudos, a los magnates, a los prelados, a los diputados de las ciudades, a su corte... y sucesivamente iban entrando todos en un salón señalado a este fin por D. Enrique.

Pronto se hallaron reunidos con la reina viuda Doña Beatriz y la de Navarra Doña Leonor; el duque de Benavente, el conde de Trastámara, el almirante de Castilla, el Adelantado mayor, los maestres de Santiago, Calatrava y Alcántara; el Justicia mayor, el Primado, los ricos hombres castellanos, los prelados, el concejo de diputados, todos los que servían empleo en el gobierno y el alcázar, la corte, en fin, tan completa como era.

Cada uno de los que entraban reconocía a los que le habían precedido, asestándolos una indagadora y desconfiada mirada que era devuelta con idéntica espresión.

Todos presagiaban iba a tener lugar un estraño o fatal acontecimiento, sin poder atinar cuál pudiera ser, porque ¡cosa admirable! ninguno sabía para lo que era convocada aquella alta e imponente reunión, atribuyéndola cada cual a manejos de sus contrarios; pero cuyo objeto no comprendían por más que multiplicaban preguntas y congeturas.

Interrumpiéronse de pronto los sordos murmullos que partían y circulaban de todos los ángulos del salón; las puertas se abrieron de par en par, y entraron por ellas Enrique III, Catalina de Lancaster y el Infante; precedido de uno de sus escuderos, que llevaba una bandeja de plata cubierta de un paño de seda, y seguidos del buen obispo de Cuenca, cuya faz estaba notablemente compungida y apesarada.

Un silencio profundo, que no carecía de ansiedad, sustituyó a los primeros rumores que su presencia escitó.

El rostro espresivo de D. Enrique y enflaquecido y sin frescura por sus frecuentes padecimientos, estaba triste y visiblemente conmovido.

La Reina parecía tranquila, pero sus megillas estaban sin color, lo mismo que sus labios de los que había huido su habitual sonrisa. Cubríala un largo manto de luto que daba un singular realce a su belleza.

Por último, el infante Don Fernando parecía preocupado y triste, y aproximándose lo más posible a su hermano, adelantaba su infantil semblante para mirar a su cuñada.

Indefinible fue la sensación que produjo en los que la contemplaban, la aparición de aquel grupo compuesto de dos niños, una joven y un anciano adelantándose con lentitud, pero a cuya vista se doblaron todas las frentes, conmoviéndose algún corazón.

D. Fadrique sintió latir el suyo con violencia al ver a la Reina, y ésta arder su frente, que se enrojeció como la escarlata, al encontrar su mirada con la mirada del Duque.

Adelantóse en tanto D. Enrique con paso firme, y con una dignidad que sorprendía en un niño, por más que Dios hubiera hecho a este niño Rey; y con un acento que le era peculiar y que revelaba la precoz convicción de su poder, dijo dirigiéndose a todos los allí convocados.

-Señores; os hemos llamado y reunido en este recinto para participaros que el testamento de nuestro padre y señor, el rey D. Juan I, que gloria haya, ha parecido y está aquí.

Y señaló con su pequeña mano la bandeja que descubrió el que la tenía.

El rostro del duque de Benavente se puso pálido y demudado, el arzobispo de Toledo se mantuvo impasible, y el de Santiago manifestó el descontento en su frente severa, oscurecida por una profunda desconfianza.

El Rey, viendo que no se alzaba en medio de la general sorpresa ninguna voz que respondiera a la suya, continuó diciendo, dirigiéndose al arzobispo D. García:

-Señor arzobispo y canciller, os lo entrego por mi propia mano, y os suplico a todos y cada uno de los que le van a oír y les está encomendado el hacerlo guardar, que lo respeten y cumplan.

Y sin parecer notar la impresión que su anuncio y su súplica habían producido, se retiró con la Reina, el Infante y el Obispo, que tornó al salón cuando dejó al Rey en su cámara.

El arzobispo de Santiago con frente torva comenzó la lectura del testamento. Conforme avanzaba iba serenándose, hasta quedar en su severa calma, cuando después de la más amplia, terminante y solemne protestación de la fe en que había vivido y moría, y de las quince primeras cláusulas que sólo tocaban a la salud del alma y al ordenamiento de las cosas que afectaban a su conciencia, vio nombraba por testamentarios a Doña Beatriz, su esposa, y a Doña Leonor, su hermana; a D. Pedro, arzobispo de Toledo; a D. García, arzobispo de Santiago; a D. Gonzalo Sarmiento, adelantado mayor; a Pedro González de Mendoza, su mayordomo mayor, y al padre Fernando, su confesor, del orden del seráfico padre S. Francisco (estos tres eran muertos); iluminándose con un destello de interior alegría al devorar de una rápida ojeada la cláusula veinte, por la cual designaba para regente del reino y tutores de su hijo, al marqués de Villena, a los dos arzobispos de Toledo y Santiago, al Maestre de Calatrava, al conde de Niebla y al difunto mayordomo mayor, quedando nombrado en lugar de éste, por la sustitución que hacía en caso de fallecimiento, el Alférez mayor del Rey.

Durante la lectura del testamento, cada uno de los que lo oían tomó una actitud proporcionada al interés que en él tenía, por las esperanzas que le infundía o los proyectos que frustraba arrebatándole el poder.

El duque de Benavente, pues, que se pusiera pálido al oírle anunciar, dominándose prontamente escuchó su contenido con una arrogancia verdaderamente amenazadora. La reina Doña Beatriz lloró a su esposo con sinceridad, agradecida a la protección que estendía sobre ella aún más allá de la vida; y la reina de Navarra se estremeció de alegría, cuando oyó que la dejaba por testamentaria, y la recomendaba particularmente al Rey, su hijo y sucesor, pues ya tenía un pretesto plausible para permanecer en Castilla, y un motivo más para mezclarse abiertamente en todas las diferencias que amenazaban ocurrir.

En una palabra, la esplosión de una mina llena de combustibles, a que se le prende fuego, no es más pronta ni más terrible que la que ocasionó el inesperado aparecimiento del acta en que constaba la voluntad del difunto monarca.

La reunión, sin embargo, conservó su reserva y ceremonia, disolviéndose ordenadamente cuando terminó la lectura del testamento. Empero los menos previsores conocieron asustados, que la calma que notaban era precursora cierta de una deshecha tormenta.

Ninguno, pues, soltó una prenda que sirviera de garantía para lo futuro.

No se discutió nada, no se prometió nada, no se resolvió nada, ni de lo que ordenaba el testador ni suplicado su hijo; y se separaron entre el reprimido hervor de sus pasiones, igual en un todo al que forman las olas antes de atronar el espacio, levantándose en embravecida furia.

El duque de Benavente, el conde de Trastámara y el maestre de Santiago eran los que debían resignar los poderes conferidos por las cortes de Madrid; pero los tres estaban decididos a conservarlos a todo trance, aunque para ello fuera preciso conmover toda Castilla encendiendo en su seno la guerra civil.

Lejos, pues, de doblar la cerviz a la voluntad del rey Don Juan, salían para entrar en la liza, lanza en ristre y la visera alzada, a imponer la suya al Rey y al reino.

El arzobispo de Toledo salía del alcázar, cuando el duque de Benavente, que había cuidado de dar la mano a su hermana Doña Leonor para subir a su litera, se reunió con él saludándolo.

Ostentaba el Primado la misma calma y mesura que en el salón, mientras que el Duque hacía alarde de una altanera arrogancia tan retadora como amenazante.

Fuera que el Primado la reprobase por inoportuna, o que encontrándose fuerte por sí, quisiera manifestarse en todo superior;

-¡Bien habéis guardado el testamento! le dijo con ironía mirándole severamente; y ¡pardiez! Duque, que ha venido a tiempo de embrollarnos de un modo estraño y fatal.

-¿Os acordáis lo que pactamos la noche del reto como vos lo llamasteis?... le preguntó D. Fadrique, clavados en él los ojos chispeantes.

-Yo no olvido nada, contestó el Prelado perdiendo en parte su impasibilidad acostumbrada, y jamás lo que ofrezco. Es la segunda vez que os lo afirmo, señor duque de Benavente.

-¿Es estraño que dude, replicó el Duque con amargura, si ahora os veo tibio, reprochador y severo?...

-D. Fadrique, repuso el Arzobispo con energía, no juzguéis nunca sino por las obras, y acortemos las palabras. ¿La reina Catalina?...

-¡Es la nieta de Pedro! Donde ella está no cabemos nosotros los hijos de Enrique II.

-¡Está bien! A caballo y marchar pues, tornando con las mayores fuerzas que podáis a reuniros conmigo, que os esperaré en Toledo. Os ofrecí que seríais gobernador y lo seréis, o yo dejaré mi puesto.

Una mirada fue la contestación del Duque y con ella reveló lo que su orgullo no hubiera podido confesar; que aceptaba la promesa.

-Quisiera, sin embargo, Duque, continuó diciendo el Primado recobrada su calma y mesura habitual; quisiera, digo, tener antes una conferencia con la Reina y D. Enrique... y aún tal vez todo se podría concluir retirando el testamento. Esta noche...

-Llevaréis mi despedida al alcázar, señor Arzobispo, y no pidáis nunca, sino lo que no podáis tomar.

-¿Partís definitivamente?...

-Ahora mismo, pues no. A los que suplican se les debe complacer.

No olvidéis eso, y hasta Toledo; dijo el Primado, conciliando de esta manera sus opuestos deberes como varón de paz, y hombre de bando y ambición.

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Los últimos rayos del sol despidieron deslumbrantes reflejos hiriendo en los limpios coseletes del brillante escuadrón que seguía al duque de Benavente, marchando a galope por el camino de Valladolid.

Aquel escuadrón estaba compuesto de su servidumbre más numerosa que la del rey Enrique III, y sino tan elevada como la de éste, mucho más espléndida y bizarra.

A su cabeza iba D. Fadrique montado en un corpulento y poderoso bridón, negro como el azabache.

Armado de punta en blanco, lucía un coselete de escamas tan finas como lucientes. Un penacho de rizadas plumas se desprendía del pico del águila de su cimera, ondeando graciosamente mecida por el viento de la tarde; y como llevara alzada la visera, mostraba en el semblante y actitud tan hostil y amenazadora arrogancia, que el vulgo, a quien había trascendido el hallazgo del testamento del difunto monarca alegrándolo, por parecerle, como a Rodrigo López de Ayala, que con él se terminarían las discordias en que ardía dividido el concejo, se retiró amedrentado a sus hogares, presintiendo a su vista que las pasadas contiendas se convertían desde aquel punto en guerra declarada y sangrienta.




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Capítulo XVI

De la plática que tuvieron la reina Doña Catalina y el arzobispo de Toledo


Tristísimo por demás era el aspecto que presentaba la cámara de D. Enrique algunas horas después de la salida de la villa del duque de Benavente.

Cuatro personas hallábanse allí reunidas.

Eran estas, el Rey, la Reina, el camarero mayor Ruy López Dávalos, y la dama favorita de Doña Catalina, Elvira Manrique de Lara.

Enrique III, a quien cada emoción violenta acortaba una porción de los días de su vida, estaba en su lecho entregado al sueño letárgico de la fiebre.

La reina Doña Catalina sentada en un sitial enfrente del augusto enfermo, escuchando su agitada respiración, lo contemplaba con una mezcla indecible de amargura y compasión. Pensativa y afectada, suspendíanse gruesas lágrimas de sus rubias y luengas pestañas; lágrimas que enjugaba con el envés de su mano, procurando ocultarlas y reprimir los sollozos que morían en su garganta.

A pocos pasos de distancia, inmóvil y silencioso, Ruy López Dávalos oía suspirar a la Reina y estremecerse a D. Enrique; sin que diera muestra de percibirlo su faz morena y espresiva, a pesar de tener fija su vista en el uno, y su atención en la otra.

Detrás del sillón de Doña Catalina, medio oculta en la sombra, se dibujaba la elegante figura de Elvira Manrique, hija única del adelantado mayor D. Alfonso Gómez Manrique de Lara, y acaso la dama más hermosa de Castilla y de León.

Tenía Elvira veinte años no cumplidos, una estatura proporcionada, un tallo esbelto y delicado y una majestad indefinible. Más blanca que los jazmines, unos grandes y rasgados ojos negros, cuyo fulminante brillo templaban las larguísimas pestañas que guarnecían sus delicados párpados, caracterizaban un rostro ovalado y perfecto, que embellecían los bucles de ébano de su rizada y magnífica cabellera.

Hija única, como hemos dicho, del Adelantado mayor, había crecido sin madre, protegida y guardada por los muros de Santa María de las Huelgas, rodeada de afectuosos cuidados por parte de la abadesa que la amaba con materna ternura, y por parte de la comunidad que en su cariño les parecía superior, como lo es el ángel a la criatura.

Cuando la reina Catalina vino a Castilla, obtuvo el influjo del arzobispo D. García que su sobrina ocupara el primer lugar junto a ella; y sacándola del claustro fue presentada a la corte pocos días antes de los desposorios efectuados en San Antolín de Palencia.

La galante juventud de la corte rodea al nuevo astro de incienso y homenajes; los adalides quebraron lanzas por ella en la arena del torneo, los trovadores cantaron su belleza, y el mismo D. Juan I, confesó que era la reina de la hermosura en el famoso torneo, donde el joven Gonzalo de Figueroa midió la arena a impulso del fuerte brazo de Ayala que tan buen bote le dio.

El mismo día que presentaron a Elvira en la corte, Rodrigo López de Ayala que la había visto en su casa y en el templo; Rodrigo López de Ayala impresionado al más alto punto con su peregrina belleza; Rodrigo López de Ayala que no vivía desde entonces, sino con un pensamiento ¡Elvira! que no concebía otra felicidad que su amor, ni abrigaba otro temor que el de no alcanzar a merecerlo; pidió y obtuvo su mano, aplazando Don Alfonso el himeneo, para cuando aquella cumpliera veinte años.

Cuantos conocían las altas prendas de Ayala, encontraron esplicable y merecida la aprobación del Adelantado mayor; pero lo que nadie pudo averiguar ni se adivinó siquiera, fue si Elvira aceptaba el esposo que la estaba destinado por natural inclinación, por indolencia o por obediencia pasiva a la paterna voluntad.

Ni la envidia ni la malevolencia de algunas damas que la aborrecían, porque la Reina la prefería y Ayala la idolatraba, ni la interesada observación de los cortesanos que buscaban afanosos un flanco en aquel corazón que apetecían, pudo descubrir sus misterios; porque Elvira, a pesar de su juventud e inesperiencia, en circunspección y reserva no tuvo quien la superara, así como no había quien la igualase en discreción y hermosura.

Como quiera que fuese, su frente ostentaba la más pura candidez, sus negros ojos se adormecían con la languidez de la indiferencia; el orgullo satisfecho, el corazón tranquilo, se revelaba en su ligera sonrisa; y el enigma continuaba incomprensible para todos, y tal vez para ella misma.

En la noche de que vamos hablando, impresionada con la dolencia del Rey y la congoja que Catalina de Lancaster reprimía, pero que no ocultaba a pesar de sus esfuerzos, afirmada una mano en el respaldo del sitial, inclinaba su encantadora cabeza para mirar a la Reina, atenta al más leve de sus movimientos para adelantarse a sus deseos con la solicitud del afecto.

Acabando Ruy Dávalos, por orden de la Reina, de descorrer las cortinas del regio lecho para renovar el ambiente que respiraba anheloso el doliente Enrique III, se abrió sin ruido la puerta de la cámara y anunció el ugier que la guardaba, al ilustre arzobispo de Toledo.

Al oír el nombre del Prelado, tiñéronse las megillas de la Reina con los ardientes colores del carmín; Ruy López Dávalos clavó una penetrante mirada en el Primado que se adelantaba con paso lento por el fondo de la cámara, tornándola luego sobre el Rey como si temiera al uno por el otro; mientras que la hermosa sobrina de D. García se adelantó algunos pasos con un respecto marcadamente de ceremonia, doblando, sin embargo, humildemente la cabeza.

No diremos que D. Pedro Tenorio se conmovió al abrazar con sólo una ojeada el cuadro que se le presentaba, sin que a su penetración se escapara ningún detalle; pero sí que su frente se oscureció.

Llegando cave el lecho, saludó a Doña Catalina después de bendecirla, y luego se puso a contemplar de pié y con los brazos cruzados aquel ser tan débil y frágil que el abrasado soplo de la fiebre devoraba; y que, sin embargo, sujetaba entre sus manos el destino de Castilla, dando tan inmenso poder, que su nombre sólo bastaba para legitimar los actos más importantes, y desvanecer la resistencia más audaz.

Indeciso estuvo, y asaz perplejo, sobre si hacer el postrer esfuerzo con la Reina, o esperar los acontecimientos que, según su cuenta, con su violentísima sacudida iba en breve a estremecer todos los ángulos de la monarquía. Pero como lo primero convenía más a su interés presente y futuro, caso de conseguir lo que se proponía lograr, no tardó en decidirse a aventurar un ataque a D. García, en el ánimo que dominaba.

Acercándose, pues, a la Reina, y ocupando el asiento que Dávalos le presentó, dijo a Doña Catalina en voz tan baja como lo requería el estado del Rey, y las más visibles muestras de interés.

-¿Qué tiene D. Enrique, señora?...

-Pesar, contestó la Reina, conteniendo penosamente las lágrimas, y una fiebre abrasadora.

-Dios será misericordioso con Castilla calmando lo uno y lo otro, repuso el Primado casi conmovido mirando a Enrique III.

-En él tengo mi esperanza, padre mío; replicó la Reina volviendo sus miradas a un crucifijo de marfil que pendía a la cabecera del Rey.

Después de un breve espacio de silencio, dijo el Prelado con gravedad siguiendo el suspendido diálogo:

-Ignorando que D. Enrique se hallase doliente, venía en nombre de su tío, el duque de Benavente, a desempeñar un deber suyo, no cumplido cerca del Rey y V. A.

-Decid la parte que a mí me atañe, respondió la Reina con amargura, pues el Rey, gracias a las impresiones del día, no está en disposición de escucharos.

-Esta tarde, dijo D. Pedro Tenorio pesando cada una de sus palabras que profería lentamente y observando el efecto que en la Reina producían, ha salido D. Fadrique de la villa encaminándose a sus estados; y no pudiendo, no atreviéndose a presentar en un palacio del que se le arroja, me ha encargado lo haga por él, presentándoos su respetuoso homenaje.

Ruy López Dávalos, que a pesar de la distancia en que se hallaba de la Reina y del Prelado, merced a su atención, no perdía una palabra, frunció las cejas con enojo; y la sobrina de D. García que lo había oído asimismo, y advertido también, el gesto del Camarero mayor, correspondió a él con un ligerísimo arqueamiento de las suyas.

-Si el presentar un hijo el testamento de su padre; si el suplicar un niño a sus tutores que lo cumplan, es un motivo, a juicio del Duque, suficiente para autorizarle a faltar a sus deberes de deudo y de vasallo, comprendo su enojo y su precipitada salida, dijo la Reina conteniendo las lágrimas que se agolpaban a sus ojos; pero porque ese testamento lo hizo un Rey, y otro menor lo ha entregado, no ha debido un vasallo rebelarse contra la voluntad doblemente sagrada de aquél y los deseos del filial respeto de éste. No ha debido, reverendísimo padre, porque no tiene disculpa en ningún sentido que la dé.

-Señora, os repetiré en contestación las mismas palabras que me ha dicho al noticiarme su salida; replicó el Primado empeñando la batalla que en el ánimo de la Reina iba a dar a D. García. «¿Os vais?» le he preguntado; sintiéndolo, os lo conjuro. «Ahora mismo», me contestó; «al que suplica es menester complacerle».

Mirólo Doña Catalina un breve instante con atención, y más conmovida que antes repuso con intención:

-Aunque el testamento de D. Juan I lo separe del gobierno y tutoría del Rey, éste no te separa de su lado, y sabe, o debía saber D. Fadrique, que el palacio de Enrique III, así como su corazón, está abierto a los hermanos de su difunto padre.

No es del Rey D. Enrique de quien el Duque duda o teme; al contrario, su más acerbo pesar es el ver los peligros que le rodean, y los males que amenazan a Castilla; fruto todo de la desatentada cólera de un hombre que pérfidamente ha calculado un ataque que le hiriera en lo más delicado, ¡el honor! que conseguirá regar de sangre castellana los campos que serán yermos, si vos señora, no ponéis coto a su funesto poder con vuestra mucha influencia.

Cruzó las manos Catalina de Lancaster con un triste y espresivo ademán, y después de reflexionar un corto espacio, dijo clavando en el Primado una mirada de profunda intención:

-Vuestras palabras, padre mío, constituyen una grave acusación, al par que mi consejo como de vuestra mucha prudencia; pero si existe, muy oscura debe de ser la condición de ese hombre, y muy disfrazados deben de estar sus intentos, porque nos, ni le conocemos ni advertimos.

Conoció el Primado con su clara penetración que estaba a punto de resvalar, y que si sucedía, iba a ser violenta la caída; pero llevado de su convicción o de su odio, repuso sin tituvear:

-Pues, señora, está junto al trono de V. A.

-¡Junto a mi trono!... ¡no! no puede ser, esclamó la Reina rechazando convicción con convicción.

-Su voz penetra en vuestro oído más que la mía... ¡y os domina según veo! repuso D. Pedro Tenorio, exacerbándose con la contradición, pero sin perder su calma y mesura.

Doña Catalina no supo apreciar la valentía que da el odio, y queriendo parar el golpe que asestaba el Primado a su adversario, lo provocó diciendo: -Nombrad, nombrad ese hombre culpable!... iba a decir criminal!

-No dudo en hacerlo, señora, puesto que me lo exigís. El arzobispo de Santiago.

Aquella designación terminante y fría, hizo que la bellísima sobrina de D. García se sonriese con el más orgulloso desdén, y que Ruy López Dávalos se levantara bruscamente y diera algunos pasos por la cámara. Sin embargo, ambos a dos guardaron el más profundo silencio.

En cuanto a la Reina, la impresión que produjo en ella, se leyó en sus dulces y lánguidos ojos que se apartaron con esquivez del Prelado, en su alba frente que al plegarse reveló el disgusto, y en el sobrecargado acento de su voz al esclamar sin ser dueña de contenerse:

-¡¡Vuestro rival!!

-No le tengo, señora, replicó el Prelado con una mansedumbre que encubría su rencor y su orgullo violentamente escitado; no lo tengo ni en la tierra, que como hombre soy el último; ni ante Dios, para quien todo ser es igual como hechura de sus manos. Soy solamente un pastor que ve como se estravían sus ovejas, y en cumplimiento de un deber que el mismo Jesucristo la impuso cuando se las entregó para apacentarlas, procura con afán y solicitud separarlas del abismo a donde las conducen o se encaminan. En mí, señora, habla la conciencia y calla la consideración; y he aquí por lo que os he manifestado sin temor, que es él quien lanza de vuestro lado y de el del Rey al duque de Benavente; y os afirmo que lo hace porque su energía frustra sus despóticas y ambiciosas miras, porque teme con razón que ejerza sobre V. A. y su sobrino D. Enrique su ascendiente de deudo y su vigilancia de tutor, menoscabando la suya que pretende preponderar tiranizándolo todo.

Muy delicada era la cuerda que sin saberlo acababa de herir el Prelado.

Catalina de Lancaster alzó hasta él sus grandes ojos azules, pretendiendo leer en el fondo de su pensamiento, si estaba iniciado en el único secreto cuya participación sólo a Dios confiaba; pero no pudiendo descubrir nada a través de aquel impasible continente, dijo después de reflexionar, luchar y resolverse:

-Sé hasta la evidencia, padre mío, lo que acaso vos ignoráis, y es que sólo un sentimiento esclusivamente personal, ha impelido al Duque a tomar una determinación que atraerá con su violencia y demasía funestos trastornos a Castilla. De esto estad seguro; así como D. Enrique y yo estamos decididos a permanecer estraños a todo interés individual, a toda querella parcial, a todo rencor inveterado de los que han rechazado nuestros ruegos para deponerlo, y nuestro influjo que no tiende más que a conciliar y avenir.

Nada se traslucía en el semblante del arzobispo de Toledo mientras que la Reina hablaba. Nada absolutamente se mostró en aquella anchísima frente amarilla como el marfil orlada de blancos cabellos; y eso que el ilustre Prelado era hombre de pasiones muy vehementes, y en su larga conferencia con la Reina todas se habían escitado.

Cuando Catalina de Lancaster, fuertemente escitada también, hubo formulado su resolución con más firmeza de lo que era de esperar en su natural tímido y reservado, y el respeto que le infundía el Prelado; éste fijando una mirada penetrante en ella, replicó acentuando fuertemente sus palabras impregnadas ya por sí de un resentimiento y amenaza perceptibles.

-Prescindamos, señora, del odio y las querellas que enjendran. Dejemos a Dios que lo juzgue, puesto que es el único que penetra lo más sombrío de su fondo, y hablemos del noble duque de Benavente que no participa de él. Lo que lleva a D. Fadrique a sus estados, no son rencillas que sabe dominar, ni ambiciones que satisfacer, ni cólera que desfogar; lo que lleva es el imperioso cumplimiento de un deber sagrado para todo castellano noble y leal, haciendo todo cuanto es humanamente posible para salvar esta pobre nave que naufraga.

Doña Catalina levantó la cabeza bruscamente y replicó con acritud:

-Reverendísimo padre, no concibo que se la salve abandonándola en la borrasca después de haberla sacado del puerto.

-Hija mía, repuso el Prelado con acento cada vez más breve, signo evidente de su comprimido despecho; el Duque no la abandona; es que va por ausilio, y tal le puede traer, que consiga arrancarla del peligro que la cerca.

-A eso os responderé, que Dios solamente conoce las intenciones y sabe lo futuro. Nosotros, juzgando lo pasado desciframos lo presente.

Y alargándole la blanquísima y trémula mano, puso como Reina término a la conferencia.

Besóla el Arzobispo sin añadir una palabra más a las ya dichas; y saludándola con una reverencia, a Dávalos y a Elvira con una ligera inclinación, salió silenciosamente de la cámara.

Así que se perdió el ruido de sus pasos, Doña Catalina hizo una seña al Camarero mayor, el cual se acercó al instante.

-Buen Ruy López, dijo Catalina de Lancaster interrogándolo con ansiedad, ¿habéis oído lo que ha dicho el Arzobispo?

-Sí, señora, y a V. A. también lo que se ha servido contestarle.

-¿Y qué colegís de ese empeño en justificar al Duque?

-Que se justifica prematuramente a sí mismo, porque ¡plegue a Dios que me engañe! pero o no conozco a D. Pedro Tenorio, o sigue de cerca al Duque abandonando la corte.

-¿Para rebelarse, Dávalos?

-¡Tal creo! De otro modo, ¿a qué esa vuelta anunciada?... Creedme, señora, D. Fadrique como las águilas, no suelta nunca la presa sobre que sienta la garra, y el Arzobispo hace sus partes de modo que parece su campeón.

-¡Dios mío, Dios mío! esclamó la Reina cruzando y apretando convulsivamente las manos, ¡¡pobre Castilla!!

Y las lágrimas contenidas con tanto esfuerzo, se derramaron por sus encendidas megillas.

-¡Señora! dijo la peregrina Elvira Manrique arrodillándose a sus pies con emoción. ¡No temáis por Dios a los traidores! en la red que tienden caen; y si se rebelan ¡sea un borrón más para ellos!

-¡Sea, Elvira! sea, sí; pero entretanto, quién sufre ¡oh! quien más inocente es; ¡¡pobre, pobre Castilla!!

-Doña Catalina, dijo Ruy López con energía; vivimos en una época en que se necesita valor; ese os aconsejo para atravesarla, y también para que calméis vuestro espíritu agitado, que os retiréis a descansar.

-Lo tomo Ruy, dijo la Reina levantándose. Mandad a Juan de Velasco que no se aparte está noche de la cabezera del Rey, y vos velar hasta que se cierren las puertas del alcázar. Quedáis pues en mi lugar, que nadie le despierte ni le hable hasta que se le dé la pócima que ha preparado fray Mendo.

-Id tranquila, señora, contestó el Camarero mayor con interés, y si me lo permitís, yo seré mañana el primero que vaya a daros noticia de la salud de D. Enrique, y de cuyo lado os ofrezco no separarme.

-Os lo concedo, Ruy, y si el cielo quiere que sean buenas, le prometo una gracia al mensajero.

Dadas estas órdenes y hechas estas promesas, la Reina se acercó al lecho, puso su mano sobre la frente del doliente niño para conocer el grado de calor que le abrasaba, y retirándola en seguida, hizo un ademán de afectuosa despedida al Camarero mayor; y se retiró con Elvira dejando más triste y silenciosa la cámara que lo estaba cuando dimos principio a este capítulo a que con permiso de nuestros lectores damos fin.




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Capítulo XVII

Que apenas fue llegado el du que de Benavente a su castillo, le pidió cuenta de su depósito al astrólogo, y el descubrimiento que hizo y la resolución que tomó


Si la joven y hermosa Catalina de Lancaster, en aquella noche en que tan acongojada estaba, asustada con el funesto sesgo que tomaban las que hasta entonces fueron discordias del concejo, convirtiéndose en guerra, y guerra a que ella con amargura se acusaba interiormente de haber contribuido con el Duque en su desdeñado amor, y con el concejo por la presentación del testamento; si Catalina, decimos, hubiera podido penetrar con una mirada en lo futuro, ver los sucesos y conocer en detalle sus consecuencias; habría visto con asombro, que la potente cólera que entonces amontonaba tan densas nubes en el horizonte de Castilla, pasaría sobre su haz como un rugiente huracán, sin tocar los fuertes robles de la montaña, tronchando su ignota furia sólo una flor del verdel.

Pero Doña Catalina no leía en el porvenir y sí en su corazón; no conocía los acontecimientos que habían de sucederse, ni podía remotamente imaginarse sus estraños peripecias, ni el poder de los mágicos resortes que habían de ponerse en juego, deshaciendo o alejando el nublado; y éste con sus abultados terrores, pesaba sobre su alma con el acerbo pesar de haber hecho demasiado para formarlo.

Creía haber muerto el amor de D. Fadrique, y a la vez que esta convicción tranquilizaba su conciencia que lo reprobaba, su corazón se ulceraba, porque aquel corazón que un beso había estremecido, amaba como se ama por la primer vez de la vida, entre ilusiones de oro y nubes de vaguedad deliciosa.

La Reina, pues, que sabía todo lo concerniente al testamento, y la ninguna parte que en su presentación había tenido el arzobispo de Santiago, mucho de lo que tan violentamente alteraba el ánimo del Duque, y algo de lo que se prometía el Primado con apoderarse del suyo; no se dejó persuadir de las apasionadas razones de D. Pedro Tenorio, sino que comprimiendo su amor, sus temores, resentimientos y pesares en lo más recóndito de su corazón, empeñó la lucha con el Arzobispo con su conciencia de Reina con tanta decisión y energía, como dignidad y firmeza.

Y eso que la joven y hermosa Catalina de Lancaster, en el secreto de su pensamiento sentía examinándose a sí misma un amargo pesar, rechazando el único medio, que todo lo podía aparentemente conciliar; deberes y afecciones.

En cuanto a D. Fadrique, henchido el corazón de hiel, firmemente persuadido que el tiro que lo derribaba de su alto puesto, partía de la mano de la Reina para separarle de su lado; profundamente herido en su mal correspondido y mejor dicho despreciado amor, en su ambición y en su orgullo; iracundo y preocupado, volaba por el camino de Benavente en alas de su impaciencia, acosado por un deseo de venganza tan vehemente, que hacía parecerle siglos las horas que se retardaba.

Así como en la rapidez de su carrera iban apareciendo y pasando los objetos ante su vista, siendo una cosa misma columbrarlos, alcanzarlos y dejarlos a la espalda; así en su imaginación se presentaban, rodaban, y se confundían los pensamientos, imágenes y deseos, en un mar revuelto y confuso torbellino que el que forman las hojas secas del otoño, cuando el viento las arremolina y arrebata.

Cuando la Reina con su faz severa y descolorida, el Rey publicando el testamento sin mirarle, y el arzobispo de Santiago con su clara y sonora voz leyéndole, se presentaban sucedida y distintamente a su memoria; clavaba con un movimiento impetuoso las espuelas en el hija de su noble corcel, que redoblaba la celeridad desordenada de su marcha.

A seguida, de su corazón hirviendo de pasiones, subía a su cerebro otro pensamiento ¡la venganza! y le presentaba otra imagen ¡el astrólogo!

Entonces con otro movimiento nervioso y feroz llevaba la mano a su puñal engastado de rubíes, y lanzaba a través del espacio que lo separaba del judío, una mirada de terrible amenaza.

¿Pero a quién había vendido el astrólogo su secreto? ¿Quién lo había solicitado? ¿De qué modo se habían valido para descubrirlo? ¿Quién le había dicho a Catalina de Lancaster que existía, quién lo guardaba, y cuáles eran las disposiciones que contenía el testamento de su suegro? ¿El Abad?... no sabía si no la mitad de su secreto. ¿Gonzalo? después de ignorarlo era incapaz de hacerlo. ¿El astrólogo? ese sí; ¿pero cómo? ¿por qué?

He aquí lo que no podía darse cuenta el Duque, confundiéndose sus ideas cuanto más se esforzaba por aclararlas.

Por fin, después de una marcha seguida, y rápida, una alborada avistó su castillo. Ya estaba a la vista de su venganza.

Acelerando el paso como se aceleraba el latir de sus arterias, se acercaron al castillo, que el primer rayo del sol doraba como una dulce esperanza a un pensamiento sombrío. El centinela que estaba junto a una almena observando el campo los reconoció. Dio la voz de aviso y todo se puso instantáneamente en movimiento.

Así que entró en la avenida la empolvada tropa, se bajó el puente levadizo, los hombres de armas se formaron en dos filas en el gran patio de la fortaleza, y todos los criados se agolparon al rastrillo y donde quiera que pudieran encontrarse próximos al tránsito de su señor.

García Gómez, con regocijado semblante y la cabeza descubierta le esperaba en el puente; Íñigo Núñez en la puerta abierta de par en par, y el capellán del castillo en las primeras gradas de la escalera principal.

Echó pié a tierra D. Fadrique entre los gritos de júbilo de los habitantes de la fortaleza feudal, que tiraban las gorras al aire celebrando la llegada de su señor, y cordiales y respetuosas bien venidas que recibía distraído, ocupado en buscar con una detenida mirada al astrólogo; y no hallándole entre sus servidores y vasallos, aguijado por el pensamiento fijo que acariciaba su venganza, cortó bruscamente los corteses cumplidos del buen Íñigo Núñez y tomó el camino de la torre mandando que no le siguiera nadie.

La cólera del Duque se había convertido en una exaltación frenética, cuando llegó a la pequeña meseta donde estaba la puerta del astrólogo entornada como Ayala la encontró.

Sacó la daga de su vaina de oro, y empuñándola con siniestra intención empujó con violencia la puerta, precipitándose en la estancia diciendo con ronca voz:

¿Dónde está el perro traidor que me ha vendido como Judas de quien desciende...?

El astrólogo que lo esperaba, pero no tan pronto, se puso de un salto en pié, y al ver brillar la limpia hoja de la daga se tornó lívida la amarillez de su faz, los ojos se le inyectaron de sangre y respondió con voz trémula y cortada

-No... no soy yo ese... ¡Ved la prueba!

Y levantando la cabeza mostró con su mano temblorosa las encarnadas cicatrices que señalaban las recientes heridas hechas por el Alférez mayor.

A punto de hacerle otras que hubieran sido mortales, el Duque se detuvo, reconoció aquéllas con una rápida mirada, y perdiendo su actitud amenazante, pero no su cólera destructora como el huracán, le dijo:

-¿Quién te ha hecho esas picaduras, porque no son otra cosa? ¿Qué ha ocurrido aquí...? ¿A quién has vendido mi secreto vil o cobardemente...? ¡Habla, vamos, di sin mentira y sin rodeos!

-Es que no los he vendido, D. Fadrique, replicó el astrólogo con una sombría y rencorosa amargura; me los han arrancado con una daga ni más ni menos como la vuestra, arma de caballero según veo.

-Aunque así sea, repuso el Duque impetuosamente, ¿no tenías para defenderte un puñal? ¡Menguado! ¿No tenías lengua cuando te faltara ánimo para articular un grito y pedir socorro...?

El astrólogo tocó el resorte, se abrió el secreto de la mesa y sacando el puñal, la banda y la escarcela, dijo:

-Vais a saberlo todo, y mala sea la conciencia que me condene.

Era el oscurecer: sabéis que de noche no sube nadie a la torre aunque vos se lo mandarais; mis gritos, a haberlos dado, se hubieran perdido en esas largas galerías como los suspiros del aire que las cruza.

No tenía auxilio, pues, de ningún género; sólo contaba con el que me diera mi puñal, que esgrimo bien.

Era el oscurecer, como he dicho, cuando un desconocido empujó la puerta y entró de repente; le pregunté quién era y qué quería. A lo primero me contestó que no me importaba; a lo segundo, que venía por el testamento de D. Juan I.

Negué y no me creyó: insistió y lo despedí.

Como el rayo se lanzó a la puerta, pero fue para cerrarla. Entonces saqué mi puñal y lo esperé. ¡Ved esa punta! tinta está de su sangre.

Pero el pecho de aquel hombre era de bronce, sus brazos de acero, sus dedos como fortísimas tenazas: aquéllos me estrechaban oprimiéndome mortalmente: éstos me sujetaron y no sé cómo fue que me desarmó, y sujetándome con su rodilla me ató las manos con esta banda. ¡Miradla!

Era suyo, y como tal me trató.

Con la punta de una daga, que desnudó fríamente, clavada en mi garganta, me pidió de nuevo el testamento... ¡Negué y apretó!

¡Qué más os diré! No supe, me faltó aliento para resistir aquella agonía de pinchazos y le di lo que pedía.

Me dejó mil doblas en esa escarcela que antes me ofreció y yo rehusé; ¡ahí están! y además me regaló la banda, que no pudiendo quitármela porque hubiera sido entregarse a mi venganza, tuvo que dejarla, con gran sentimiento según dijo.

Así pasé la noche, D. Fadrique; de pié, las manos atadas a la mesa, y la sangre goteando de las heridas hasta que el frío la coaguló. Larga, larguísimas fue la noche del sufrimiento.

Por la mañana subió Beltrán, cuidadoso de que no hubiera bajado por mi alimento, y me desató. Sino por él, creo por Abrahán que de pié hubiera muerto.

Ésta es la verdad, señor, lo juro por el Dios único y Omnipotente; y si no os satisface, terminad su obra como queráis.

Antes que el astrólogo acabase su relato, metió D. Fadrique la daga en su vaina, y se apoderó de la banda poniéndose a examinarla con una atención profunda.

Era ésta de seda blanca, preciosamente recamada. Bordados en forma de empresa, váyanse dos laureles de oro cruzándose en rededor de una azucena de plata, y entrelazada en los troncos había una cifra compuesta de tres letras: R. L. A.

Estaba manchada por gruesas gotas de sangre, y una de ellas había caído sobre el cáliz de la flor salpicando los laureles.

Con los ojos fijos tenazmente en la empresa que representaba la banda, y la sonrisa en los labios, el duque de Benavente estaba tan descompuesto que imponía.

-¡Bien, bien, bien! esclamó concentrando toda su ira, que sin embargo infiltraba en su calma sardónica. ¡¡Bien por el Alférez mayor!!... ¡Quién lo digiera del honrado, del leal, del noble Rodrigo López de Ayala!... Ya se ve, ¡¡ira de Dios!! cayendo yo se levanta él... ¿quién lo estraño...? Mas por Cristo, señor Alférez, cara, muy cara habéis de pagar vuestra felona ambición!

Traidoramente me habéis dañado, traidoramente me vengaré. Golpe por golpe ¡es la ley! y no os escaparéis de ella... lo juro por el alma de mi padre!

Desde luego he aquí un presagio que os es funesto, bravo Ayala; vuestra sangre ha manchado el orgulloso emblema de la dama que amáis tan ciertamente. ¡Tampoco lo olvidaré!

Devoraba el astrólogo ávidamente sus impresiones, recogiendo sus palabras como un avaro el oro que profusamente le arrojan, porque sobre Rodrigo pesaban en aquella hora dos ofensas y dos venganzas.

El duque dobló cuidadosamente la banda, y volviéndose al judío le dijo con terrible energía:

-Ben-Samuel, ¡a Castilla! Vamos a llevar la guerra, a sembrarla de pavor, a dar la ley, a vengar los agravios que me han hecho.

Y volviéndole la espalda descendió de la torre con ligereza.

Completo era el contraste que formaba la sombría torre del astrólogo con el alegre recinto del castillo, donde todo era ruido y movimiento.

Los clarines hacían oír sus marciales ecos en el patio lleno de arqueros y peones; los pagues y escuderos departían en alegres corros desde el patio a las almenas, cruzando bulliciosamente salones y galerías, y todos los caballeros de la comitiva del Duque y los hidalgos inmediatos a su castillo que presurosos vinieran a saludarle, reunidos en la sala de armas hacían resonar bajo sus altas bóvedas el eco sonoro de sus robustas voces y el metálico crugir de sus espuelas en sus no interrumpidos diálogos y paseos.

Todas las ventanas estaban abiertas, el sol penetraba por ellas, y la luz era tan espléndida como la mansión feudal.

Desde la torre do Ben-Samuel se dirigió el Duque a la sala de armas, y entrando con paso firme y frente altaneramente erguida, dijo con el imperioso acento de señor y la ruda energía de guerrero:

-Todos los vasallos de Benavente ¡a las armas!

Una conmoción eléctrica hizo que todas aquellas frentes marciales se irguieran como la del Duque, y que todas aquellas voces, formando una sola, repitieran con entusiasmo:

¡A las armas!

-En este momento, pues, vais a salir del castillo a recorrer mis estados, a convocar mis vasallos para reunirlos, y que se apronten a seguir mi bandera que desplegará tremolando mi alférez el noble Gonzalo de Figueroa mañana al romper el día. Los que no estén a tiempo de marchar conmigo, me seguirán con Álvaro de Villaizán y Ruy Pérez de Arlanza, para que incorporándonos todos nos encaminemos a Castilla a libertarla como al Rey de sus tiranos y opresores.

Y quitándose el yelmo que sostuvo en la diestra levantándolo, dijo con voz alta y vibrante:

-¡¡Benavente por D. Enrique III!!

-¡¡Ala lid por Benavente y D. Enrique III!! respondieron con marcial ardor todos los guerreros descubriendo la frente y medio sacando las espadas.

El Duque tornó a ponerse el fuerte yelmo, y todos los caballeros le cercaron.

Poco después el puente crugía bajo los pies de los caballos de cuantos iban a llevar las órdenes del Duque, desde Villalpando hasta Cibrones, y D. Fadrique se encaminaba a sus aposentos acompañado del buen Íñigo Núñez y de Gonzalo de Figueroa.

-Íñigo -dijo el Duque a su anciano alcaide, ¿con cuántos hombres podremos contar mañana?

-¿Mañana...? Muy poco tiempo es, D. Fadrique; mañana apenas se podrán reunir doscientos caballos y un doble número de infantes.

-¡Poco es, Núñez! ¿Y en el siguiente día?

-Un día entero, señor Duque, son veinticuatro horas; pasado mañana saldrán al mando de Ruy Pérez y Villaizán cuatrocientos caballos y mil quinientos infantes.

-Eso ya significa algo, dijo el Duque sonriéndose satisfecho.

-Eso significa un ejército, señor; y ejército, que el Rey ha de ser y no afirmaré yo que en el término de dos días lo reúna.

-Ni en el de cuatro tampoco, Íñigo, eso no dudo yo en creerlo; mas decidme, ¿y vos, encontráis pesado el arnés? ¿Os quedáis entre estos muros desiertos, o nos acompañáis a Castilla?

-D. Fadrique, contestó el buen alcaide dándole un golpecito familiarmente en el hombro; aunque mis cabellos blanquean, no le faltan bríos a mi pecho. En la batalla de Nájera juré a vuestro padre, que Dios haya, que no me separaría de D. Alfonso vuestro hermano, y este brazo que aquí veis, lo salvó de una lanza inglesa que lo amenazó con su hierro cortando el brazo que la dirigía. Hoy que vais a combatir, os acompañaré a vos; y sino puedo salvaros como al conde, sabré morir defendiéndoos.

-Íñigo, dijo el Duque con espansión; hay corazones que olvidan; el mío no, nunca, ni nada, y en él se graban vuestras palabras que tal adhesión me aseguran.

-Nací en la casa de vuestro padre, me he hecho viejo a vuestro servicio; tanto es morir con vos, como morir por vos; en siendo a vuestro lado, ¡satisfecho! Esto dicho, si me lo permitís, voy a la armería a sacar lanzas y ballestas y a empezar a repartir.

¡Cómo si os lo permito! en mi presencia como en mi ausencia estáis en Benavente en completa libertad. Id, pues.

El adicto alcaide se aprovechó del permiso del Duque y salió a dar cumplimiento a sus deberes. D. Fadrique se volvió entonces a Gonzalo, y viéndole serio y como contrariado le dijo:

-Gonzalo, ¿en qué pensáis que de tan mal talante os pone?

-En Íñigo Núñez, respondió su gallardo Alférez dando un suspiro.

-¿Y mi honrado alcaide os arranca ese suspiro? replicó Don Fadrique sonriendo.

-Y otro que ahogo, añadió el joven Gonzalo sonriéndose también.

-¿Y por qué son esos suspiros exalados y sofocados? ¡Caballero el más impresionable de cuantos calzan espuela!

-¿Por qué han de ser, señor Duque, sino porque tengo celos de su lealtad y adhesión?

¡Pardiez! Señor Alférez, lo que decís merece que os pregunte si deliráis.

-Si delirar es tener un deseo vivo y ardiente de interponer mi pecho entre la muerte y vos, no vacilaré en afirmarlo.

-Figueroa, dijo el Duque serio y conmovido; no podéis saber nunca el valor que hoy día, en que he recibido conocimiento de grandes agravios y que he tomado tremendas resoluciones, tienen para mí ese afecto que me mostráis, y para el cual no tengo otra recompensa que el mío, tan profundo para amar como lo es para aborrecer.

Y alargándole la mano añadió vuelto a su tono natural:

-Con que mi valiente Alférez, id a activar los aprestos que han de hacerse para mañana, y enviadme, si por acaso lo encontráis a vuestro paso, a Beltrán que me quite esta armadura.

-Lo buscaré si no lo encuentro, respondió Gonzalo estrechando la mano que se le había tendido.

Y saludándolo se fue satisfecho y enorgullecido, no por la distinción del Duque, sino por merecer el afecto del hombre que le fascinaba por la grandeza de sus pensamientos, la arrogancia de su carácter, y la fuerte e indómita condición de sus ardientes pasiones.




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Capítulo XVIII

Cómo siguieron las alteraciones en Castilla, saliéndose el arzobispo de Toledo de la villa de Madrid


No era un secreto para algunas personas de la corte la existencia de un testamento otorgado en una hora de tristeza y desaliento por el rey D. Juan I en el cerco de Cillorico de la Vera, cuando principiaron los descalabros de sus huestes por el mortífero contagio que las diezmó.

A la muerte del monarca declaró el arzobispo D. García Manrique, como canciller, que no tenía ningún testamento en su poder, ni pudo encontrarse el de Cillorico por más que se buscó entre las diferentes actas que estaban a su cargo, acompañándole en esta tarea el justicia mayor Diego de Zúñiga y el respetable obispo de Cuenca, ayo del rey D. Enrique.

Nadie estrañó el que así sucediera, porque después del cerco de Cillorico, donde se hizo, tuvo lugar la funesta jornada de Aljubarrota, donde con la corona de Portugal perdió D. Juan I sus bagajes y tesoros, y nada tenía de raro que al testamento le hubiera cabido la misma suerte.

Sucede que por ocultas y recatadas que se hagan las cosas, siempre hay un ojo que las observe y vea; una lengua que las confíe y propale, y una casualidad que las descubra: y de esta providencial y eterna regla no se eximió el guardado testamento.

Mosén Guerau de Queralt, que estuvo en la guerra de Portugal prestando buenos y señalados servicios, supo de boca del mismo D. Juan, que lo apreciaba mucho, quiénes eran los gobernadores que nombraba en su testamento; y cómo éste lo había mandado con su hermano D. Fadrique al abad del monasterio de San Bernardo el viejo de Valladolid, para que le guardase y sólo le diera o manifestara, caso que él feneciera en aquella guerra que tan mal aspecto iba tomando.

Sabía, pues, con certeza que el Duque no había sido nombrado gobernador y que era el único que sabía dónde estaba depositado; y naturalmente presumió que el interesado en que no pareciese era de seguro el que debía de haberlo sustraído o empeñado al Abad, para que faltando a las instrucciones y órdenes del difunto monarca, lo negase y ocultara.

Estos indicios tomaron cuerpo con otros más significativos, y a su venida a Castilla era evidente para él, gracias a una confidencia del poderoso marqués de Villena hecha a D. Alfonso de Aragón, tío de D. Enrique III, que el testamento estaba en poder de D. Fadrique, quien así se lo había asegurado al primado de Castilla, cuando después de publicada la muerte de D. Juan se reunieron en Madrid.

Hemos nombrado por incidencia al marqués de Villena, deudo cercano de los reyes de Castilla y Aragón, gobernador de aquél, y que por sus intereses residía temporalmente en éste; hombre muy célebre y de quien si no nos ocupamos estensamente, es porque no atañe al interés de la historia que concienzudamente escribimos, sin darle parte a otros que a aquellos que realmente la tuvieran.

Volviendo, pues, a Mosén Guerau, diremos a nuestros lectores que noticioso de los disturbios del concejo y testigo en parte de los desmanes y desafueros que en el mismo día que llegó dieron principio amenazando aumentarse, propuso a Pedro y Rodrigo López de Ayala, con quienes tenía grande amistad desde Cillorico de la Vera donde se conocieron, que valiéndose de todos los medios posibles se apoderaran del testamento, si el Duque no lo había inutilizado; y que presentándolo, se cortarían de raíz aquellas funestas discordias, rompiéndose la terrible y estrecha alianza de una parte del concejo restableciéndose en cambio, sino la unión, el equilibrio que debía reinar entre sus miembros, tan hostilmente opuestos y desigualmente divididos.

Aprobado el pensamiento de Mosén Guerau por los dos hermanos, se pensó en los medios de llevarlo a cabo. Aquél se encargó de preparar los ánimos para recibirlo, recomendándolo tan particularmente al Rey, que llamara su atención y la del concejo; Rodrigo de noticiárselo a la Reina y decidirla a que le autorizara para recobrarlo, y empeñara a D. Enrique a presentarlo; y el entendido e influyente corregidor de Toledo, de proporcionar con tanta prontitud como reserva, una recomendación eficaz del reverendo obispo de Cuenca para el abad de San Bernardo.

La intención de Mosén Guerau de Queralt era bonísima, y los esfuerzos de Pedro y Rodrigo de Ayala en alto punto laudables; pero el éxito no correspondió a sus esperanzas.

Durante los días que el infatigable y osado Rodrigo tardó en traer el rescatado testamento, presentó el concejo de gobernadores el aspecto de un volcán, cuyo cráter inflamado amenazara una violenta erupción. Sin embargo, ésta no fue hasta la salida de la sesión regia. Entonces sí; entonces arrojó su lava a torrentes.

La más airada efervescencia reinaba en el concejo un día antes; un día después era la división más enconada, era la guerra o por lo menos un preludio atemorizador; era la lucha con un encarnizamiento mortal.

Y así se abordó la cuestión que ya no podía esquivarse, pues era preciso decidir si debía guardarse el testamento presentado, o seguirse lo dispuesto por las cortes.

Según las leyes de partida sancionadas por las cortes de Alcalá en 1349, tenía facultad D. Juan I para designar la regencia del reino durante la menor edad del príncipe D. Enrique; y sólo en el caso de que faltara un acta donde constase su voluntad, las cortes debían atender a formarla con arreglo al mismo código, que marcaba en quién debía recaer la elección.

Mas ora no se discutía este doble derecho establecido con toda la fuerza de una ley. La cuestión que se debatía era que, encontrándose nombradas dos regencias igualmente legales en su forma, y representando ambas una voluntad que tenía poder y derecho para investirlas de sus regias facultades, cual de ellas había de resignar en la otra.

La ley y la razón declaraban que debía guardarse el testamento acatando la prerrogativa real. La conveniencia empero podía dar a la regencia de las cortes la fuerza de otra ley no votada ni sancionada, pero que es la primer ley de los pueblos; y esta materia delicada por sí, la desembolvía la pasión y el egoísmo del interés personal.

Indiferente debía serle al Primado que una u otra regencia quedase, puesto que ambas lo llamaban y en ambas había de presidir por su elevado carácter; pero ninguna tuvo su apoyo. Rechazó una y otra, y la razón sólo estaba en su alianza con el Duque y su aborrecimiento a D. García que de las dos era parte.

De aquellos dos bandos que dividían las opiniones y los odios, surgió uno más que confundió a los otros y que lo hizo brotar el Primado con una palabra, como brotó la luz de otra palabra de Dios.

Pidió una tercera regencia nueva y pura.

Y para probar lo conveniente y lo necesario que era, con su mucha sabiduría y persuasiva elocuencia, mostró una por una todas las dificultades de un gobierno compartido entre tan gran porción de regentes, la falta de unidad, de acción, de fuerza y de pensamiento, que lo haría ser siempre débil y vacilante; y como que las dos regencias estaban compuestas de tan crecido número, y como las dos adolecían de la misma falta, pidió a las cortes que sacrificando la legalidad de éstas al bien público, reeligieran una compuesta de uno o tres gobernadores.

La pasión estraviaba al insigne Prelado y sus palabras al concejo y a las cortes, que se desviaban del camino recto para intrincarse en otro tan torcido como sembrado de obstáculos.

Si el arzobispo de Santiago no hubiera conocido sobradamente en el mismo punto de formular el Primado su proposición, que encerraba, un tiro certero y calculado para derribarle; si con su natural previsión y sagacidad no hubiera comprendido, que acceder a una nueva elección, equivalía a resignar el poder en sus manos y en las del Duque de Benavente; por espíritu de contradicción, por instinto de odio, se habría opuesto a sus designios con toda la obstinada firmeza de su carácter de hierro.

Sin apoyar ninguna de las diversas opiniones que emitían los opuestos bandos, sin indicar siquiera la suya propia, sólo hablaba para combatir el proyecto de reelección; pero entonces empleaba toda su elocuencia toda su energía; rebatiendo los argumentos uno tras otro, todos los que se levantaban para sostenerla.

Otro elemento había además con que luchaba sin vencerlo, D. Pedro Tenorio; elemento de resistencia que prestaba su ayuda a D. García, y con el cual era éste más fuerte que su adversario.

El concejo de diputados había llegado a unirse con el arzobispo de Santiago en la oposición a nueva elección de regencia. Ninguno quería dejar su puesto, y sostenidos por las cortes de do salieron, combatían al Primado sin tregua, rechazando tenaz y sostenidamente su interesada proposición.

Y los días se sucedían unos a otros, los debates eran cada vez mas reñidos, los ánimos se enardecían más y más, los resentimientos se enconaban a lo sumo, y los dos prelados continuaban disputándose la victoria, sin que entretanto se resolviera cosa alguna de lo que tanto importaba decidir.

Así las cosas, cundieron súbitamente por la villa fuertes rumores sobre la rebelión del duque de Benavente; la alarma penetró en todas partes; los partidarios de D. García Manrique pidieron una esplicación al Primado, que rehusó darla sin escusarse; y acalorándose más de lo que era debido a su dignidad y augusto carácter, rayaron en demasía los discursos de ambos prelados.

Ya todo se precipitó. D. Pedro Tenorio se levantó perdida la calma que tanto le importaba conservar, y seguido del maestro de Santiago salió de San Salvador antes que concluyera la sesión.

Entonces protestaron los diputados de las ciudades que seguirían reconociendo la regencia nombrada por las cortes, hasta que no recibieran poderes para otra cosa.

Esto y la no esperada acción del arzobispo de Toledo, produjo una sensación profunda, dando la sesión por terminada así que hizo su protesta el último diputado.

Mientras que éstos estendían sus actas con más calma de la que era de esperar siguiese a la salida del Primado y el Maestre, éstos ganaron la calle encaminándose juntos a la morada del primero, sin que cambiaran ni un jesto hasta que llegaron a ella.

Pero allí se desquitaron del silencio del tránsito, pues estuvieron conversando hora tras hora; tres; pasadas las cuales, despidióse el Maestro, y el Arzobispo llamó a sus pajes y escuderos para mandarles hicieran sus preparativos de viaje; mas con tal prontitud, que antes de una hora estuviesen fuera de la villa.

Dejaremos, pues, a éstos y aquéllos enjaezando mulas, ensillando caballos, haciendo líos, llenando cofres, recogiendo libros y guardando ornamentos, todo con gran prisa y diligencia, para seguir al maestre de Santiago que tomó con ademán resuelto por una calle angosta y retirada, donde se alojaba en un espacioso edificio el maestre de Calatrava, D. Gonzalo Núñez de Guzmán.

Una no escasa porción de soldados de la orden, sentados en ancha rueda departían misteriosamente en el zaguán, ínterin el centinela terciada al brazo la alabarda, paseaba con monótona continuación por delante de la puerta que guardaba.

Y aquí apuntaremos de paso que cada uno de los gobernadores ¡y eso que eran muchos! tenía una fuerte guardia para no ser menos en esto que Enrique III a cuyo nombre gobernaban.

Pasó el Maestro con severa faz por entre los soldados cuya plática interrumpió, atravesó sin obstáculo todas las piezas que había antes de llegar a la que ocupaba D. Gonzalo, que por cierto en ella se hallaba y en aquel momento sentado en un altísimo sillón de damasco carmesí medio envuelto en su hábito, la morena y arrugada megilla afirmada a la dura palma de su mano, y completamente sumergido en un mar de reflexiones.

Y no debían ser éstas nada gratas, por cuanto su fisonomía tan abierta y noble estaba oscurecida y triste, la frente sobre todo hondamente plegada, la mirada tan fija como la de un abstraído, y de tanto en tanto se mordía el cano y tupido bigote, muestra en él inequívoca de grande enojo o pesar.

Si fuera posible espresar con la pluma lo mucho que en un solo gesto puede manifestarse por rápido que sea, intentaríamos describir la espresión del que hizo D. Gonzalo cuando la voz algo áspera de un escudero llevó a su oído el ilustre nombre de D. Lorenzo Suárez de Figueroa.

Levantóse prontamente al oírlo; y sin embargo que su rostro no se mostraba muy regocijado con la visita que por las puertas entraba con altiva gravedad, se adelantó con marcial continente no exento de cortesía a recibirlo.

No era la amistad que unía a los dos poderosos jefes de las órdenes de Calatrava y Santiago proporcionada al solemne juramento que debía estrecharla; pero uno y otro hasta entonces la habían guardado permaneciendo neutrales el día que la despótica demanda del duque de Benavente había alcanzado la airada negativa del arzobispo de Santiago, y silenciosos en los agitados debates del testamento y regencia.

Mas en el estado a que las cosas habían llegado, no podían continuar del mismo modo.

Los dos eran gobernadores hasta que no se cumpliese lo dispuesto por D. Juan I; los dos estaban unidos a los arzobispos con vínculos que si no eran sagrados, eran al menos poderosos; ambos veían llegado el instante de decidirse abierta y declaradamente por el uno o el otro prelado, pues se trataba de rebelarse y resistirse; y un juramento que en la edad media no osaban quebrantar los que le prestaban, aunque en ello les fuese la vida, impedía a los maestres, dirigir su espada a un mismo blanco hallándose colocados por su mala estrella donde lo habían de ser uno de otro, combatiéndose frente a frente.

He aquí, pues, lo que llevaba a D. Lorenzo a presencia de Guzmán, y lo que tenía al leal maestro de Calatrava tan inquieto y sombrío, desde que comenzaron los disturbios del concejo y las desavenencias de los prelados.

Lo más difícil de ciertas cuestiones es a nuestro humilde parecer el abordarlas. La que ocupaba el ánimo del maestre de Santiago, conocidas como conocía las disposiciones y antecedentes de Guzmán, era un tanto espinosa y delicada, razón por la cual D. Lorenzo Suárez de Figueroa, se sentía algo suspenso y embarazado para decir a D. Gonzalo a lo que venía, buscando en su magín las frases más a propósito para atraerle a su bando por sorpresa, si por convicción no podía.

Núñez de Guzmán había conducido al maestre a un asiento frente del suyo, y mirándole de hito en hito, le dijo con su osada franqueza así que notó su embarazo y su silencio.

-D. Lorenzo Suárez de Figueroa, ¿Venís a que renovemos nuestro juramento?... porque me parece que no deja de ser ocasión para ello.

-Así es como lo decís, contestó el interpelado maestre, sintiéndose descargado de un peso enorme con ahorrarse el preámbulo con que ya estaba a punto de empezar. A buscaros vengo, D. Gonzalo, para que puesto que llegó el día, desenvainemos a la vez los aceros y entremos juntos en la lid.

-¡Por S. Bernardo, maestre! replicó el de Calatrava con su acento rudo y leal; declaraos antes que nos comprometamos lanzándonos a un estremo del que no se puede volver sino con mengua.

-Eso quiero hacer, D. Gonzalo.

Y D. Lorenzo Suárez de Figueroa, en vez de esplicarse, guardó silencio pensativo.

-Permitid que os pregunte Maestre, dijo el de Calatrava entrando de lleno en la cuestión. ¿Es verdad que pensáis en otras batallas que las que se dan los prelados con sus aguzadas lenguas?

-No hay ya medio de evitarlas, después de lo que como yo habéis presenciado hoy.

-Lo que yo he visto, Maestro, es que todos nos despeñamos, sin que haya una mano que nos contenga. Y ya que nuestra desgracia parece conducirnos a ese funesto trance, menester es convenir lo que a nosotros atañe. ¿Por quién pensáis combatir, puesto que a la contienda va a dársele el triste matiz de la sangre, único que lo faltaba? ¡Por vuestra vida! respondedme claramente y con lisura.

-Por la justicia y el prelado que la sustenta, respondió el maestre de Santiago usando de ambajes en vez de la franqueza que se le pedía para esplicarse.

-Hacéis bien ¡voto a Caín! Repuso D. Gonzalo con una sonrisa amarga que mostraba la ironía de sus palabras; yo estoy resuelto a lo mismo.

-Pues dadme vuestra mano y marchemos, dijo D. Lorenzo Suárez aparentando creerlo.

-¡Marchar! ¿Adónde? le preguntó el anciano Guzmán fingiendo muy maliciosamente que no comprendía adonde habían de ir.

-¿No lo presumís? respondió el maestre de Santiago declarándose abiertamente. A Alcalá, donde nos espera el Primado.

-¡Se ha ido ya ese... Arzobispo! dijo impetuosamente el de Calatrava, levantándose bruscamente pintada la cólera en el semblante.

Púsose de pié a su vez D. Lorenzo visiblemente alterado, y con tono seco y resuelto repuso:

-Ya se ha ido, Maestre, y yo voy a seguirle ahora.

-¡¡Pues yo no!! Yo me quedo, dijo el maestre de Calatrava mirando frente a frente al de Santiago con no menos decisión y más energía.

-Acordaos que jurasteis sobre el sacrosanto cuerpo de nuestro Señor Jesucristo que seríamos amigos, replicó D. Lorenzo con acento de reconvención.

-¡Y lo seremos, a lo menos por mi parte! contestó Don Gonzalo con dignidad.

-También jurasteis no desnudar la espada...

¡Sino en defensa de Enrique III y en pro y gloria de Castilla! dijo el maestre de Calatrava tomando las palabras de los labios del de Santiago; mi juramento está aquí siempre, Don Lorenzo.

Y se llevó la mano al corazón con un enérgico ademán.

-Y nunca como ahora lo necesitan el uno y la otra, maestre, oprimidas como están por D. García y sus secuaces.

-¿La necesitan?... ¡¡Por Santiago vuestro patrón!! mirad Suárez si quiero ser vuestro amigo, cuando no os digo que mentís; replicó D. Gonzalo no pudiendo contenerse roto el dique a su indignación.

La fisonomía del maestre de Santiago se contrajo: blanco de cólera se puso, y con un movimiento que denotaba lo profundo de su agravio, llevó la mano al pomo de su espada medio sacándola de la vaina.

Hizo D. Gonzalo un enérgico ademán para contenerle, y tornándosele pálidas las encendidas megillas, le dijo con un acento que hacía sublime la violencia que se hacía para ser humilde.

-¡Señor maestre de Santiago, perdón por el santo cuerpo de Dios!

-¡Sea por su santo nombre! contestó Suárez de Figueroa tendiendo la diestra a su ofensor con tanta altivez como dignidad.

Maestre, dijo el de Calatrava después de algunos segundos de violento silencio, ¡no nos separemos por la inmaculada madre de Dios! Dejemos que en el terreno de la fuerza ellos solos diriman su derecho; nuestro puesto está junto a los dos niños, que debemos proteger y guardar como si fuéramos sus padres.

-Sólo os responderé una palabra, D. Gonzalo, y creed que esa sale del corazón. Siento que no me sigáis, y lo siento con estremo; pero es imposible el que permanezca aquí, porque mi honor me manda cumplir lo que prometí como caballero antes que a vos me uniera el lazo de un juramento.

-Idos, pues, con D. Pedro Tenorio, dijo severamente Guzmán. Yo me quedo con Enrique III, mi pupilo; es el primer deber de mi conciencia.

Mordióse los labios D. Lorenzo Suárez de Figueroa, que añadió con irónica intención devolviéndole el reproche.

-Y con D. García Manrique, Maestre.

-Y con todo el que no le abandone aunque sea mi más mortal enemigo, dijo con entereza el anciano jefe de Calatrava alzando con arrogancia su altiva frente. Y por lo que hace a nuestro juramento, prosiguió diciendo D. Gonzalo dulcificando algo su semblante y acento; aunque sabe el que lo recibió en su trono de serafines que no soy quien lo quebranta; aún cuando vos lo rompáis, no lo tengo por disuelto; en tal manera, que suceda lo que sucediere, ni en defensa de mi vida cruzaré mi espada con vos, Maestre, ni con ninguno que ostente la roja cruz de la Orden de Santiago.

-Y yo, D. Gonzalo, tampoco con la vuestra, dijo D. Lorenzo Suárez de Figueroa aceptando el medio que la lealtad de Guzmán había encontrado de hacer compatibles sus deberes y su juramento. Separémosnos pues, ya que mi honor y vuestra conciencia nos prohíben imperiosamente el obrar de consuno en esta causa, permaneciendo juntos y estrechamente unidos como debíamos estarlo; pero no nos encontremos en los combates al frente de las enemigas huestes. No os obstinéis, Maestre, a sostener lo que toda Castilla se alzará por derrumbar; pensad maduramente que cuanto más se prolongue la lucha, serán sus consecuencias más terribles, y haced por el reino lo que hacéis por un hombre o un deber.

-Por lo que a mí hace, os diré que a Uclés voy, allí esperaré lo que resolváis, y estad seguro que mi mano no relajará el lazo sagrado que en Ocaña nos unió. Y tened en cuenta, Maestre, que procediendo de este modo, falto a mis convicciones y antiguos compromisos.

-Pues está dicho todo, D. Lorenzo. Tomad, he aquí mi espada; guardadla en prenda de mi palabra, y si falto a ella dirigid su punta contra mi pecho, y atravesadlo por traidor.

Y desciñéndose su rico cinturón, sacó la espada y se la entregó al maestre de Santiago.

Tomóla éste, y quitándose la suya, lo contestó alargándosela:

-Recibid la mía en cambio, y si no cumplís lo que ofrecéis, que se crucen como nuestra voluntad.

-¡¡Amén!! dijo el maestre de Calatrava recibiéndola y pasándosela a la izquierda mano lo tendió la diestra añadiendo: Id con Dios, D. Lorenzo, y confiad en mi lealtad.

-Él quede con vos, Maestro, contestó con tristeza el de Santiago; y hasta que luzcan días más serenos para Castilla, o que viendo el abismo a que os empujan vayáis a buscarme a Uclés.

Y apretándose las manos los dos maestres, se despidieron separándose en seguida, y por aquella vez quedó gozoso y triunfante el de Calatrava, y se fue mustio y de mal talante el de Santiago, cogido con sus mismas armas por el honrado y rudo Guzmán, para quien era el juramento la eterna pesadilla de su vida, desde el instante que lo prestó y pudo adivinar adonde lo conducía y la lucha que tenía que sostener, colocado entre los dos arzobispos.




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Capítulo XIX

Continúa la materia del anterior, y se da cuenta de la salida de Madrid de la corte, y cómo a D. Enrique le llevaron a Valladolid


Seguían los acontecimientos en Madrid su curso precipitado y violento.

Después del Primado, que se fue para Alcalá, salió el maestre de Santiago para Uclés, redoblando su marcha la alarma del vulgo, ya temeroso y alborotado. Inconsiderado era el proceder de D. Pedro Tenorio, y harto culpable en un prelado que por sus odios y rencores, por sus ambiciones y compromisos de bandería, encendiera la guerra civil, poniéndose a su frente como jefe.

Porque aunque proclamaba en alta voz que su intento no era otro que libertar al Rey y a Castilla de los desafueros y tiranías de los regentes, tiranías y desafueros que no estaba exento de haber cometido, ni libre de haber provocado, su responsabilidad no se borraba con protestas, y pesaba sobre su conciencia la larga serie de desgracias que atraía sobre los hombres que debía gobernar en paz como apacible pastor de Jesucristo, y con justicia y rigorosa imparcialidad como uno de los más poderosos delegados del derecho y potestad real que en nombre de Enrique III ejercía.

Desde Alcalá pasó a Illescas y Talavera, y desde esta última llamó a las armas a los nobles con sus mesnadas y a los hidalgos con sus tizonas. Escribió a los concejos de su diócesis y a las villas y ciudades levantando y reuniendo tropas con una actividad asombrosa.

Además envió cartas a Francia, Navarra y Aragón; y manifestando los motivos que le obligaban a tomar una resolución tan estremada, fulminaba quejas y acusaciones contra el arzobispo de Santiago y su bando, conminando sobre todo al concejo de diputados que tan vigorosa oposición le había hecho.

Llevó también la querella a ClementeVII, quien tenía con él una deuda de agradecimiento, pues a su influjo era debida la obediencia que le rendía Castilla y Navarra; y preparando dentro y fuera los ánimos en su favor, se puso de acuerdo con los malcontentos, que eran infinitos, y levantando un ejército se reunió con el duque de Benavente.

Unidos negociaron la alianza con el poderoso marqués de Villena, que desde Aragón, seguía los movimientos de Castilla. Unióseles asimismo el maestre de Alcántara D. Martín Yáñez de la Barbuda, y otros muchos hidalgos y caballeros de gran cuenta, organizándose un ejército que ascendía a mil quinientos caballos y cuatro mil ochocientos infantes sin contar las gentes del maestro de Alcántara, que si no era mucha, era en cambio de la más escogida y avezada a los combates.

En Madrid, la corte que se componía de la nobleza, se fraccionó al estallar las desavenencias de los regentes, y unos, que fueron los más, se unieron al duque de Benavente; otros se fueron a sus castillos a dejar pasar aquella borrasca, y los restantes quedaron con D. García Manrique, quien en cambio de aquellas deserciones se había moralmente apoderado del Rey su pupilo, de quien dimanaba el poder y el prestigio que en vez de perder aumentaba.

Sin embargo, por días, por horas, se iba haciendo más falsa y precaria su situación. Con la inmensa responsabilidad que pesaba sobre sus hombros, habían crecido los cuidados, hiriéndole crudamente las amarguras y decepciones que sobre él venían a turbión.

Verdad es que a todo hacía frente con energía; que en su pecho no tenía entrada el temor ni el desaliento; pero se concentraban en su corazón las pesadumbres que lo cercaban estrechando su círculo a medida que el peligro, tomando una forma real, aparecía claramente a la vista.

A cada nuevo armamento que se hacía en Alcalá, a cada refuerzo que llegaba, corrían las nuevas de boca un boca sin parar hasta Madrid, donde circulaban con el aumento y rapidez competente, esparciendo la alarma y el temor.

En tan críticas circunstancias, los gobernadores que permanecían con D. Enrique, y no eran otros que el arzobispo de Santiago y el maestre de Calatrava con el concejo de diputados, acordes en defenderse, suspendieron las sesiones de cortes y decidieron la traslación del Rey y la corte a Valladolid, como punto más fuerte y distante, hecha pronta y sigilosamente; dictando además todas las medidas necesarias para la defensa, con una actividad y un ardor superior, si cabe, a la que se desplegaba en el opuesto bando para atacarles.

Antes que trascendiese la más leve noticia en Alcalá, salió de Madrid Enrique III, apenas repuesto de su última dolencia, la Reina, el infante D. Fernando, el obispo de Cuenca, la servidumbre en estremo mermada por las deserciones y el miedo; el arzobispo de Santiago, el Concejo de diputados, el Justicia mayor, el Adelantado mayor y el Alférez mayor del Rey con seiscientas lanzas, que en unión de D. Gonzalo Núñez de Guzmán, que mandaba otras seiscientas de la orden de Calatrava, iban escoltando al Rey.

Llegados a Valladolid, los gobernadores continuaron sus aprestos de guerra; fortificóse la ciudad, más y más, y dentro de sus muros se reunieron cuantos hombres se encontraron aptos para embrazar una lanza o disparar una ballesta.

Pocos días después los centinelas enviaron el grito de alarma a la ciudad. Las lanzas del arzobispo de Toledo estaban a la vista de Valladolid.

Diferente fue la impresión que aquel grito produjo en los que le oyeron. Los guerreros sintieron esa eléctrica conmoción que hace hervir la sangre en las venas y latir el corazón, donde se agolpa con el deseo de verterla; el arzobispo de Santiago redoblarse su energía y aumentarse su rencor; el buen D. Gonzalo Núñez de Guzmán la tristeza y el disgusto; y por último, en los pacíficos habitantes de Valladolid el temor y la inquietud.

El maestre de Calatrava, D. Alfonso Manrique, Ruy López Dávalos y Rodrigo López de Ayala, corrieron a ponerse al frente de todas las fuerzas con que contaban, ordenaron sus escuadrones y después de arengarlos el arzobispo D. García, los distribuyó el Adelantado mayor desplegando al aire la bandera con los leones castellanos que tremoló el fuerte brazo del Alférez mayor del Rey.

En seguida llamó D. Gonzalo a D. Enrique Fernández de Arellano, comendador el más antiguo de Calatrava, y presentándolo a D. Alfonso Manrique, a Ruy Dávalos y a Rodrigo López, les dijo:

-Señores, D. Enrique Fernández de Arellano representa desde este momento al jefe supremo de la orden de Calatrava. Dirigíos a él en lo que ocurra, porque yo con cincuenta caballos voy a guardar a mi pupilo D. Enrique.

Y volviéndose luego al Comendador, añadió:

-Comendador, para pelear y vencer os delego todas mis facultades; no lo olvidéis.

Luego, poniéndose a la cabeza de lo más escogido de la orden, formó una pequeña tropa, con la que se dirigió al alcázar, puesto el más importante de todos, pues los dos bandos sabían sobradamente bien que su fuerza no consistía tan solo en la razón, sino en tener en su seno al augusto niño cuyo nombre invocaban igualmente.

Mientras tanto el ejército del arzobispo de Toledo se estendió lentamente por la llanura, acampando con la mayor osadía en las frescas orillas del Pisuerga; viniendo la noche en breve a estender su estrellado manto sobre sitiados y sitiadores sin que les trajera a unos ni a otros sueño ni descanso, pensando en lo que a otro día debían ejecutar para conseguir la apetecida victoria.

Aquella noche, pues, lo fue de insomnio para los guerreros que velaban por la seguridad los unos de sus muros, los otros de su campo; durante ella se oía en el recinto de Valladolid los golpes de los sitiadores clavando sus tiendas, divisándose a la clara luz de las hogueras pulular y agruparse los soldados lanzando sombríos reflejos sus armaduras y el hierro limpio y bruñido de alabardas y partesanas.

En aquella espectativa pasó la noche y lució el día ansiado y temido en que se iban a romper las hostilidades, a sellar con sangre la contienda.

Con los preparativos de uno y otro bando se hacía inminente el peligro, crecían los cuidados, doblábase la ansiedad y subía de punto el ardor de los combatientes, que deseaban con afán llegar a las manos.

Y de aquel cuerpo que estremecía la impaciencia, la cabeza, que era D. García Manrique, estaba serena y en su mayor lucidez, y el corazón, que era Enrique III y Catalina de Lancaster, se hallaba inquieto y comprimido.

Desde muy temprano estaban juntos sentados en el interior de una vastísima cámara el Rey, la Reina, el Infante, el obispo de Cuenca y la joven y hermosa Elvira Manrique.

El Rey estaba muy pálido, y sin que tuviera miedo se lo conocía que estaba vivamente afectado. Doña Catalina, profundamente preocupada, estaba tan triste, tan agitada, que a veces no oía lo que pasaba en derredor, y otras se estremecía como si le fueran a descargar un golpe.

El infante D. Fernando, atónito y amedrentado el pobre niño, tenía un brazo echado sobre el hombro de D. Enrique mirando al obispo de Cuenca y otras veces a la dama de la Reina, que a pesar de sus temores y cuidados, siempre le enviaba una sonrisa.

En cuanto al anciano Prelado, con los brazos cruzados sobre el pecho y la vista fija en las flores de la alfombra, que por cierto no veía, movía tristemente la cabeza, mostrando muy a las claras estar más atemorizado que cuantos en aquella hora sentían la flaqueza de tener miedo.

Tal era el aspecto que presentaban las cinco personas que estaban en la regia cámara cuando seis palabras arrojadas por la boca de un ugier vino a variarlo completamente con decir:

-¡Su alteza la Reina de Navarra!




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Capítulo XX

En el que se retrocede, para mejor proseguir los sucesos de esta historia


El mismo día y casi a la misma hora en que aparecieron orillas del Pisuerga las huestes del arzobispo de Toledo, venían por el camino de Madrid con dirección a Valladolid dos viajeros bien montados en andadoras mulas castellanas; los cuales, por la mitra, el báculo de oro, el sombrero forrado de sinoples, la cruz de los traversas trevoladas del mismo metal del báculo, y el cordón verde con seis nudos orlando el escudo que llevaban sobre sus coletas de sarga negra, podía colegirse, sin temor de equivocarse, eran dos pagues de algún príncipe de la Iglesia.

Caminando con gran diligencia, pretendían, al parecer, llegar antes del medio día al lugar de San Chidrián que a corta distancia debía estar, porque se percibía en la clara atmósfera el humo de sus hogares y el lejano ladrido de los perros; cuando aparecieron a través de los grupos de árboles del camino dos ginetes montados en ligeras jacas tordas vistosamente enjaezadas, que de la parte de Medina del Campo se adelantaban con rapidez.

Eran éstos dos gentiles mancebos de hasta veinte años de edad, con escaso bigote rubio el uno, y bien poblado y negro el otro; los dos ni hermosos ni feos, gallardos y bien portados, vestidos iguales en un todo y ostentando en el pecho el partido escudo de Castilla y Navarra, superado de una corona real. Llevaban plumas blancas en los sombreros, y las caídas alas de éstos daban sombra a sus ojos fijos en los viajeros, con quien no podían menos de unirse a poco que unos y otros abanzaran.

Apresuraron el paso los de la mitra y báculo para llegar antes a la encrucijada donde se unían los dos caminos, y dejar a los de Medina correr libremente por el de Madrid si lo seguían, o entrar ellos los primeros en San Chidrián si tomaban los otros el de Valladolid; pero no lograron su intento, porque imitando su acción los de los castillos y cadenas, redoblaron su ligereza y los alcanzaron a poco espacio que anduvieron, saludándolos muy cortésmente.

-Muy de prisa caminan los hidalgos, dijo uno de los que de Madrid venían a los que de Medina llegaban.

-No tanto como mi señora desea, respondió uno de los de las plumas, que por más señas fue el barbirubio.

-Según eso, vais sin duda de aposentadores, repuso el del negro coleto.

-Lo habéis acertado, contestó con soltura su interlocutor; y paréceme, si no me engaño, que vos traéis la misma comisión.

-Adivinásteislo, seor hidalgo, dijo el de Madrid complacido. ¿Y será indiscreción preguntaros a quién precedéis tan diligentes?

-De ningún modo, antes bien pláceme mucho el decíroslo; vamos a hospedar a nuestra señora la reina de Navarra, Doña Leonor de Castilla. ¿Y vos?...

-A nuestro señor el reverendo Fr. Juan Bautista, obispo de San Ponce, legado del santo padre Clemente VII.

Quitáronse el sombrero los aposentadores reales, y antes que pudiera contestar, dijo el paje del legado, que aún no había pronunciado una palabra:

-Gran compañía hemos encontrado, pero mucho me temo que nos estorbemos mutuamente en lugares como el que tenemos a la vista; porque en villas y pueblos mucho mayores, gracias si con trabajos hemos podido encontrar lo necesario.

-No decís mal, contestó riéndose el barbirubio; pero mi señora queda reposando en Adanero, y piensa dormir en Montuenga; así que en San Chidrián estaréis solos por hoy.

-Pobre tierra es ésta, por cierto, para que viajen por ella personas de tan gran cuenta; replicó el aposentador del legado que no hablaba las más veces, por no incomodarse en abrir la boca.

-Eso consiste, seor estranjero, contestó el del negro bigote fruncidas las bien cortadas cejas, en que es una tierra que sustenta a muchos más de los que debía.

-¡Corpo di Cristo! esclamó con viveza el otro paje del legado; eso debe ser, porque en Villacastín apenas ha habido con que servir la mesa al obispo mi señor.

-Pero figuraos, seor page despensero o lo que seáis, le dijo con sorna el barbirubio, que antes que pasareis vos, lo hizo el rey D. Enrique y la corte, después entraron el arzobispo de Toledo y el duque de Benavente, con otros muchos señores de los más poderosos de Castilla, y a más a más llevan seis o siete mil aposentadores; con que no estrañéis haber recogido migajas.

Ya iban a entrar en el lugar por el que asomaban algunos labriegos, y antes de despedirse, dijo el mal contento page al bien dispuesto aposentador anudando su rota plática:

¿Y adónde va su Alteza con tanta prisa?

A Valladolid, donde está su deudo el rey de Castilla. ¿Y el reverendo obispo, vuestro, señor, hacia donde se encamina tan diligente?

-También a Valladolid, y a lo mismo según creo.

Sonrióse con malicia el castellano, y dijo:

-Puesto que según presumo llevamos en todo la misma comisión, allá nos veremos, seor page; y ora quedaos con Dios que ya estáis en San Chidrián.

-Él os acompañe, respondió un poco amohinado. el buen italiano, dirigiendo su mula por la primer calle que se lo presentó a la vista.

Picando espuelas los otros a sus tordillas, siguieron la vía de Montuenga a donde iban a prevenir posada a la reina Doña Leonor.

Claramente se conoce por el diálogo que antecede de los pages del legado y los aposentadores de la reina de Navarra, que uno y otro corrían presurosos a Valladolid, a evitar el primer choque de los dos bandos, y con él un derramamiento de sangre, que haría imposible todo avenimiento si llegaba a efectuarse como era de temer.

Formada la tempestad en el cielo de Castilla y a punto de que tronara, se salió de la corte Doña Leonor pasándose a su villa de Arévalo, siendo su intención el no decidirse ostensiblemente por ningún bando para conservar su influencia sobre los dos, a fuer de prudente y precavida.

Eso no quitaba el que privadamente se correspondiese con unos y con otros, y que escuchando las quejas de todos, a todos diera la razón; bien que siempre trabajaba en pro del Duque, y eso que se dio por enojada cuando su precipitada salida de Madrid y declarada alianza con el arzobispo de Toledo y sus parciales.

Empero tenía Doña Leonor sobrado talento y un conocimiento harto profundo de los hombres y de las cosas, para no comprender que los estremos a que se habían dejado arrastrar los partidos eran fruto de rencorosas pasiones y mezquinos intereses; y tenía también un alma de elevado temple y sangre castellana en las venas, para no ver con pesar el abismo adonde se lanzaban, arrastrando tras sí a la infeliz Castilla.

Conocía con su clara inteligencia, que iban a estrellarse si se les dejaba obrar; sabía además, que para el vencido no hay ley ni para el vencedor respeto que lo enfrene; y tembló por la libertad de D. Fadrique si sucumbía, y por el reino si triunfaba.

A estos sentimientos se agregaban otros de propio y vivo interés, y éstos y aquéllos la impulsaron a ponerse en marcha para Valladolid con el objeto de estender una mano suplicante a cada bando, y probar a conciliarlos con sus esfuerzos y ascendiente, y sino obligarlos a una tregua por lo pronto, y después negociar un arreglo que todo lo conciliara del mejor modo posible.

En Montuenga supo por sus aposentadores, que el obispo de San Ponce viajaba con la misma diligencia y propósito que ella, y al temor de que llegaran a las manos se unió el deseo de que el legado de Clemente VII no se le anticipara en su obra; con lo que se dio tal prisa, que pasó por Olmedo, Valdestillas y Puente de Duero, sin tomar descanso en ninguna parte de las que le tenía preparado, llegando al campamento del Pisuerga cuando todo se estaba disponiendo para acometer la ciudad, siendo el siguiente día el destinado a que las lanzas de un prelado fueran a buscar en el corazón de los soldados del otro, la mejor razón que a cada uno de ellos asistía.

El duque de Benavente que estaba activando con su presencia los preparativos del asalto, que imaginaba dar en cuanto rayara la siguiente aurora, fue el primero que vio acercarse la lucida escolta de la Reina, y reconociendo a su hermana se apresuró a recibirla.

Pasó Doña Leonor por entre tiendas y guerreros, escudada su condición de dama, con su rango de Reina, que había de imponer respeto a la desalmada soldadesca, y acompañada de D. Fadrique que agradablemente sorprendido iba guiando su palafrén.

Descendió de él en brazos del Duque; y cuando hubieron entrado en la tienda d éste, le dijo con espresión dulce y suplicante, espresión a la cual pocos mortales tenían la fortaleza de resistir cuando con ellos se empleaba.

-¡Mi Fadrique! Aquí tenéis a la reina de Navarra, a vuestra hermana Leonor que viene a demandaros, si es menester de hinojos, no prosigáis en vuestro intento de llevar la guerra al alcázar de vuestro mismo pupilo; que con el olvido de vuestros resentimientos cimentéis la paz en el reino, dando fin a tantas tropelías, a tanto desmán como a vuestra sombra se cometen con estas revueltas y trastornos.

Doña Leonor, contestó con ironía el Duque; me atribuís un poder que no tengo. Yo no soy otra cosa aquí, que un soldado del reverendísimo arzobispo de Toledo, gracias a D. García Manrique que es mi contrario, a la reina Doña Catalina que lo protege, y a Rodrigo López de Ayala que también sabe servirlos. No tengo mando ni influjo, y siéntolo hoy como nunca, porque no puedo deciros ¡¡hermana, sea como lo habéis pedido!!

-Lo que sois y seréis siempre, repuso la Reina con enerjía, es hijo del rey Enrique II, grande como el primero de Castilla, poderoso como el más alto de sus potentados. A vos debe cobijaros el manto de púrpura de Enrique III, al apoyar su débil mano en vuestro robusto brazo, y no la bandera de un arzobispo rebelde. Sois, y bien lo sabéis, el jefe de este ejército, y si no ved vuestra bandera la más alta, la más acatada de todas las que se desplegan por el viento que las agita; y me dirijo a vos, porque sois castellano, porque sois una rama de un árbol que sustenta Castilla con su sangre para que le dé lustre y gloria, porque no podréis oírme sin conmoveros, cuando yo, Leonor de Castilla, os diga con las manos juntas ¡¡Fadrique!! ¡hermano mío! que todo se transija, que se arregle sin estruendo, sin combates, sin sangre, para bien de los pueblos y honra de vuestro nombre preclaro.

-Aunque sea lo que decís, señora, dijo inflexiblemente el Duque, Dios os ha enviado muy tarde para Castilla. Aunque mi voluntad cediera no puedo retroceder; mirad, mirad ese campo y veréis que es imposible no dar cima a lo emprendido.

Echó Doña Leonor una rápida ojeada sobre el acampado ejército, y fijando después sus pardos y hermosos ojos en el Duque, le dijo:

-Sí, veo en él soldados más espesos que las apretadas mieses que crecen un poco más allá y destrozan vuestros caballos; pero no os atreveréis a negar, que la mano que ha con ellos formado fuertes haces, puede dispersarlos con sólo un movimiento de ella.

-¡Leonor! contestó D. Fadrique con amargo acento; para hacerlo sería preciso que se borraran de mi pensamiento los recuerdos; porque como Dios me deje la memoria no será mi voz la que les diga ¡¡dos!!

-¡Oh! dijo Doña Leonor juntando las manos ¡no lo digáis hermano! pero dejadme que llore por el que no se conmueve ni a la voz de la sangre, ni a la voz más alta aún, más vibrante de la patria, cuando se elevan a él formulando una súplica angustiosa.

-Una y otra tienen aquí su eco, Leonor, dijo impetuosamente el Duque golpeándose el corazón. Yo también sufro, y sufro mucho al levantar mi espada sobre esa muchedumbre inocente y contra esos hombres que la empujan a su punta; pero... me han herido el corazón, me han robado traidoramente, me han echado del concejo... ¡¡oh!! no, Leonor, no, me han ofendido y me vengo. ¡Justicia, hermana, justicia! ya no apaga mi resentimiento otra cosa.

-¿Y ese espíritu de Dios, porque la justicia no es otra cosa, Fadrique; no sabéis que el hombre, todo pasión, todo abuso, es impotente para juzgar según él en propia causa?

-Yo sí, Leonor, porque antes de obrar fallé; y creedme, empeñada la pelea no quiero esquivarla, huirla; eso sería dudar de mi fuerza o mi razón, y yo estoy muy seguro de la una y de la otra. El sol de mañana ¡y triunfo!

-Pues bien, Fadrique, con esa convicción que abrigáis ¿no comprendéis que el fuerte triunfa con más gloria cuando cede del derecho que nadie le puede disputar? ¡Pensad en el León que hacemos por armas los hijos de Castilla!

-¡Leonor! ¡Si lo supiérais todo!

-¡Si lo sé todo, Fadrique; sí, sí, y no de ahora que sois muy noble, muy grande, para que no sepáis perdonar y alargar la diestra a un enemigo!...

-¡Oh! sois una irresistible tentadora ¡dejadme! dijo el Duque visiblemente afectado.

-Fadrique, Fadrique, esclamó la reina de Navarra con su simpática voz, que hería todas las fibras del Duque; esa emoción que reprimís me dice que no apelo en vano a vuestro corazón, ¡oh! no rechacéis mi súplica ¡¡ceded!!

-¿Pero qué queréis de mí, Leonor?... dijo D. Fadrique procurando dominarse para que su hermana no lo dominara.

-¡Dios mío! qué puedo yo pediros!... ¡La paz de Castilla para que forme el pedestal de vuestra gloria!

-Tengo el sentimiento de repetiros que no puedo lo que creéis, porque tanto como yo manda D. Pedro Tenorio; respondió el Duque luchando con la Reina, y reluchando consigo mismo; D. Pedro Tenorio a quien habéis olvidado, y que no lo merece, por cierto.

-Tal no lo olvido, replicó prontamente Doña Leonor asestando el último golpe a D. Fadrique para rendirlo; que con su ejemplo iba a obligaros.

-¿Con su ejemplo?... Mirad que es inexorable tras esa calma apacible. Ni un ápice cederá en sus pretensiones.

-No lo espero yo tampoco; mas estad seguro que entrará el primero en transación, porque creedme, Fadrique, aquí cada cual va a su interés.

Yo he pactado...

-Una palabra, y he concluido, dijo Doña Leonor interrumpiéndolo. ¿Si el legado que llegará en este mismo día al campo, si es que ya no está en él, consigue del Primado que se entre en negociaciones, que preparen una avenencia entre la corte y sus sitiadores, me prometéis no oponer ningún obstáculo, para que tras una tregua se haga definitivamente la paz?...

-Os lo prometo, si eso os contenta.

-¿Quisierais jurármelo, señor caballero? dijo la Reina dirigiéndole una indefinible mirada y una seductora sonrisa.

-En todo estoy pronto a complacer a V. A., respondió el Duque cediendo al triple influjo que en la Reina lo combatía.

Y poniendo la diestra en la cruz de la espada, dijo:

-Juro por mi honor que no pondré obstáculos a la paz si hay quien la restablezca sobre las bases que debe.

-Heme tranquila ya, dijo Doria Leonor teniendo la delicadeza de ocultar la alegría de su triunfo para no alarmar la susceptibilidad del vencido; la guerra no asolará a Castilla, gracias a vos que la habréis impedido.

Tenéis mi palabra, Leonor, contad con ella suceda lo que suceda, pero no olvidéis ¡por Cristo! añadió con toda la altanería de su carácter revelada en un ímpetu violento, que no quiero que se coloque ningún hombre entre Enrique III y yo, ni el Canciller ni el Primado. ¡Nadie! basta de mengua.

-Fadrique dijo la Reina poniéndose en pie; ved si tenéis algo que añadir a lo que voy a proponer. Seréis regente y tutor, guárdese el testamento de D. Juan, o quede vigente la actual regencia.

-Concediendo eso no hacen por cierto mucho.

-¿Qué pretendéis más, decid, los gastos de la guerra?...

-¡Pts! eso me es indiferente.

-¿Pues qué queréis? ¡Hablad!

-Que me llamen a su lado; que Enrique y Catalina ¡los dos! me digan ¡ven! Eso ante todo.

Oscurecióse la brillante mirada de la Reina pero contestó sin vacilar;

-Os llamarán ¿Deseáis otra cosa?...

-No, con eso me satisfacen.

-¿Y para otro?...

-Nada, porque cada uno, Leonor, pedirá para sí más tal vez de lo que se les pueda dar.

-Tenéis razón, dijo la Reina sonriéndose; y ahora quedaos con Dios, hermano, y estad pronto para acudir cuando de Valladolid os llamen.

-¿No veis al Arzobispo, hermana?...

-¡Si tal! iré a besar su santo anillo;

-Y a deslizar en su oído vuestras seductoras palabras, añadió el Duque besando la mano que la Reina le tendía.

Esto diciendo, salieron de la tienda Doña Leonor y el Duque, encaminándose a la del Primado rodeado entonces de numerosos grupos que sin quitar de ella los ojos departían en voz baja.

Pasaron por entre ellos Doña Leonor y D. Fadrique y llegaron en brevísimos instantes a la no muy propia mansión del reverendísimo arzobispo de Toledo.

Hasta la misma puerta salió D. Pedro Tenorio a recibir a la Reina; inclinóse ésta profundamente al verle, y el Primado bendiciéndola la dijo con acento grave y afectuoso:

-Bien venida seáis a nuestro campo, señora.

A él me trae una muy cara esperanza para mi corazón, padre mío, contestó Doña Leonor con profunda intención y dulcísimo acento; la de oíros repetir a los castellanos las palabras que Dios les dijo a sus apóstoles al hacerles el más precioso de sus dones. ¡La paz os doy!

-¡Oh Dios! ojalá estuviera a mis alcances el dársela, señora, respondió D. Pedro Tenorio con tristeza y mansedumbre; ojalá y pudiera imitar a nuestro divino Maestro, como vos imitáis, hija mía, en este momento a los ángeles a quien os asemejáis.

Alzó vivamente la cabeza Doña Leonor para mirar al Arzobispo y vio a tres pasos de D. Pedro Tenorio al legado de Clemente VII a quien conoció al punto por su rostro, tipo de singular pureza y perfección de la raza italiana, y el hábito dominico que vestía.

Poseía la Reina ese talento raro y precioso que constituye el comprender una situación por complicada que esté, con sola una mirada, y la facultad de obrar con una prontitud igual a su comprensión.

Así fue que conoció estaba sentada la primer base de concordia por la mano del obispo de San Ponce, y la necesidad de comprometer en presencia de éste al Arzobispo para echar sobre él la más posible responsabilidad quitándola de sobre los hombros del Duque; y como Doña Leonor pasaba rápidamente de la reflexión a la acción, giró su mirada lentamente por los tres que la contemplaban fijándose con intención en el Duque, respetuosa en el legado y suplicante en el Arzobispo, a quien dijo con las espresivas inflexiones que daban a sus palabras un encanto y persuación inesplicable.

-No dudéis de vuestro poder, padre mío; y si lo queréis probar, salid, salid a ese campo, reunid esas huestes, inspiraos en vos mismo, habladles de paz, y ellos recibirán vuestras palabras como la tierra el rocío; enviándoos como las flores al cielo que las refrigera el perfume de su adhesión y obediencia.

-¡Ah, hija mía! replicó el Primado rechazando de sí la grave y digna misión de pacificador que Doña Leonor quería imponerle; que importa que yo les hable de paz y que ellos la deseen como el ciervo sediento las aguas, si en Valladolid no serán escuchadas? Sólo conseguiría paralizar sus nobles esfuerzos para derrocar la tiranía que los ha hecho desbordarse como el torrente, apurado el sufrimiento.

-Sin embargo, padre mío, ¡dad el ejemplo, ceded y perdonad! ya sabéis lo que hizo, no el que estaba entre fuertes haces de un campo guerrero, sino en los brazos de una humillante cruz.

¡Ay! si en Valladolid...

-En Valladolid se hablará de paz, padre mío; de Valladolid se tenderá una mano que reciba la vuestra para estrecharla, si hay, como no lo dudo, una voz que se eleve en el alcázar y exhorte con energía a la reconciliación y al olvido.

Y adelantándose un paso con majestad, besó la mano del obispo de San Ponce, quien dio dos hacia doña Leonor, pintándose en su morena y espresiva faz la admiración y el interés más pronunciado.

La reina de Navarra había hecho un prosélito del legado.

Dejando la mano de éste tomó la del Primado, en la cual estampó un ósculo respetuoso, y saludando a los dos salió con el Duque, mudo espectador lo mismo que el enviado de Clemente VII de sus esfuerzos con el Arzobispo para inducirlo a la paz.

-¡Pardiez, mi Leonor, dijo el Duque cuando la conducía fuera del campo; no estraño todo el afán que muestra D. Carlos vuestro esposo por teneros a su lado! ¡Sois sin par!

Miróle la Reina entre alegre y maliciosa, y le contestó con donaire:

-Es que quiero probaros la necesidad que hay de que permanezca en Castilla, lo cual deseo no olvidéis.

-¡Oh! Leonor, menester sería que yo faltara de ella para que así sucediera.

Y poniéndole su rodilla la ayudó a subir a su palafrén.

Tornóle a besar la mano por despedida, y mandó a Gonzalo de Figueroa que con cien lanzas la escoltara hasta dejarla a las puertas de Valladolid.

Ya en ellas despidió a Gonzalo con suma cortesía, mandó detener su comitiva a cincuenta pasos, y entró en Valladolid acompañada tan sólo de su escudero Fernán Díaz de Sandoval.

Introducida en la ciudad tan pronto como a sus puertas se presentó, su primer cuidado fue ir derechamente al alcázar donde debía seguir su comenzada negociación, materia de que nos ocuparemos en el siguiente capítulo.




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Capítulo XXI

De cómo la Reina de Navarra no perdía ninguna batalla de las que daba


Al anunciar la sonora y altisonante voz del ugier a la Reina de Navarra, las dos personas que en la regia recámara estaban sentadas se pusieron de pie, y las tres que lo estaban se volvieron con presteza hacia la puerta que se abría para dar paso a Doña Leonor de Castilla.

Adelantóse el Rey a recibirla, Doña Leonor abrió los brazos, y Enrique III se precipitó en ellos anudando los suyos en el cuello de su tía Doña Catalina, atraída por una de sus irresistibles miradas, se refugió en ellos también, mientras que el infante D. Fernando tiraba de su vestido, y el buen obispo de Cuenca bendecía a Dios porque la traía en aquel conflicto y tribulación en que se hallaba.

No era menester la singular perspicacia de Doña Leonor para conocer la impresión que dominaba aquellos dos corazones que latían junto al suyo, y en tanto que con sus caricias los conmovía para ganarlos, reflexionaba poniéndose a la altura que era menester para conseguirlo.

Sentándose entre Enrique III y Catalina de Lancaster, después de besar las encarnadas megillas del Infante y de saludar cordialmente al buen Prelado y a la hermosa dama que mucho le pesaba que allí estuviera, dijo al Rey con su insinuante acento y mucho cariño:

-He venido desde Arévalo en alas del deseo, D. Enrique; sin pensar más que en vos desde que llegaron a mi noticia los sucesos y desmanes ocurridos, partí de mi villa temiendo la mayor de las desgracias, el no llegar a tiempo de evitar que se vierta la sangre castellana, de no poner por mi parte el broquel donde se emboten los golpes que mutuamente se asestan.

-¡Loado sea Dios que os ha traído! contestó D. Enrique con alborozo.

-Y el tiempo me parecía eterno mientras no llegaba a vos para deciros: estended, D. Enrique, estended vuestra mano entre esos hombres que alucinados, ofuscada en mal hora la luz de su razón, quieren sin embargo que prepondere por salida y elevada, y en su orgullo por sostenerla, llenan de luto esta pobre Castilla, tan fiel, tan leal, tan sufrida, y que desde el borde del abismo a do la conducen, lanza hasta vos su súplica que ora os trasmite mi lengua.

-¡Ay tía mía! dijo D. Enrique con tristeza y notable convicción; desde que soy rey he llorado muchas veces, y he llorado por mis vasallos, he llorado por Castilla, tan huérfana como yo; pero no puedo evitar el conflicto en que se encuentra, arrastrada por los que osados y desleales han atentado a nos y a nuestro concejo.

-Mirad, repuso Doña Leonor que comprendió la altura a que se hallaba el Arzobispo de Santiago con el Rey; en justa ley ninguno de los dos bandos merece la reprobación de sus pretensiones, ni sus jefes el dictado de traidores y desleales con que a uno de ellos lo acabáis de designar, porque ambos a dos igualmente os aclaman, os defienden y darán su vida por vos. De ellos a vos sólo existe adhesión, y de vos a ellos no debe haber más que afecto. Luego, en esas huestes que en las orillas del Pisuerga acampan, hay un hombre pronto a justificar con sus obras la verdad de lo que os afirmo; quien sí ha tomado las armas, es porque cree que os oprimen; si quiero ser vuestro tutor, es para protegeros y guardaros; quien, en fin, si el poder de la voluntad bastara, saltaría los muros de Valladolid para salvaros en sus fuertes brazos, capaces de sustentar un trono. Creedme, donde está el duque de Benavente, no puede haber traición ni deslealtad.

¡Oh! exclamó el Rey con una ironía amarga infiltrada en su voz infantil; mucho nos ama nuestro tío y bien cumplidamente lo muestra, encendiendo el primero la guerra civil que llena de desolación el reino.

-Os engañan los que tal os hayan dicho, replicó Doña Leonor con firmeza. Quien ha prendido el incendio con intención de que lo devore, para purificarlo tal vez, está en este palacio, de que la desgracia de Castilla le ha hecho dueño.

El niño se trasformó súbitamente en hombre, y poniéndose en pie dijo con arrogancia y severidad:

-Aquí soy yo el dueño, señora.

Doña Leonor conoció que tenía que combatir al Rey y al Arzobispo en el corazón de D. Enrique, y trató de vencer a todo trance al segundo, para apoderarse del primero. Mirólo, pues, con indescribible espresión y replicó enérgicamente:

-¡Ah! no, D. Enrique, pluguiera al cielo que fuese! Eslo el que se oculta detrás de vuestro cuerpo, eslo D. García Manrique.

La Reina Doña Catalina, que se había puesto como la cera de pálida, no alzó su voz para defender al acusado, ni sus ojos para mirar a la acusadora; el obispo de Cuenca hizo una esclamación que lo mismo significaba el asentimiento a lo dicho por Doña Leonor que la manifestación de deplorarlo y la orgullosa Elvira guardó un silencio que le imponía al par el respeto y su altivez. Sólo Enrique III hizo frente diciendo con amargura:

¡También vos contra él! ¡Oh, Dios mío! el aire que se respira en mi Castilla, está impregnado de odio y de calumnia. El arzobispo de Santiago es recto en su intención, es firme en su propósito, es el que me defiende, el que me escuda. ¿Quién está a mi lado sino él...?

Ninguna duda le quedaba ya a Doña Leonor de que Don García había dominado el ánimo del Rey, y variando de rumbo como un hábil piloto, se dirigió derechamente al corazón de la Reina diciendo con un sentimiento que, exaltándose por grados, llegó a ser vehemente y conmovedor.

-Yo no puedo persuadirle porque duda, pero vos, Doña Catalina, vos, a quien Dios ha puesto a su lado para que seáis su ángel y su guía, hasta que él pueda ser vuestro apoyo y protector; vos, en quien cree, decidle que debe escuchar a todos sus vasallos, y no a uno; decidle que a un Rey sólo Dios puede negarle lo que pide, cuando demanda la paz de sus pueblos; decidle que esa paz tan deseada, tan necesaria, no se sacrifica a un odio; decidle que la más escogida porción de sus vasallos sólo espera una palabra de su boca para demostrarle su adhesión y su amor; decidle, en fin, que los llame y que los una, ya que reside en él la augusta potestad de hacerlo.

Subyugada Catalina de Lancaster por el ascendiente de aquella voz, por el fuego de aquellos ojos destelladores y hermosos, por aquel ademán digno y suplicante; trémula y palpitante tomó las dos manos del Rey, y con un acento que cortaba su misma emoción le dijo:

-Enrique, si os resistís por una afección... arrancadla del corazón mientras cumplís un deber... En la vida, Enrique mío, siempre y ante todo seamos reyes... es nuestro destino, y no lo debemos esquivar en su severo cumplimiento... Sobre vos pesan los deberes que impone la diadema, como gozáis sus privilegios... Considerad esos bandos como una familia desunida, pero toda querida; interponed vuestra mediación con el arzobispo D. García... unid con vuestras manos la suya y las de sus contrarios, y tal vez así Dios hará que se salve nuestra fiel Castilla, que os colmará de bendiciones porque de vos lo vendrá la paz, y la paz es la vida de los pueblos.

La fisonomía movible y espresiva de D. Enrique manifestó sucesivamente la emoción, la repugnancia y la indecisión, clavando sus ojos en la recamada alfombra sin resolverse ni hablar.

-Don Enrique, dijo su ayo uniendo sus súplicas a las de Doña Leonor y Doña Catalina; cuando un padre ve reñir a sus hijos, cualquiera que sea el motivo, los llama, los atrae a su pecho y les dice con infinito amor: «unión y fraternidad; ¡amáos como yo os amo!» y los vasallos son hijos.

Don Enrique aún resistía con firmeza, aún predominaba en su voluntad el influjo de D. García; y para eximirse del de Catalina de Lancaster, poderosísimo para él, volvió los ojos hacia su hermano, por no ser los de la Reina fijos en él tenazmente.

Entonces el Infante saltó sobre sus rodillas, y ciñéndole el cuello con sus tiernos brazos exclamó llorando y acariciándole:

-Enrique mío, llámalos, tú eres el Rey y vendrán.

-¡Hasta él! dijo Doña Leonor con voz vibrante mirando al niño D. Fernando cubrir de besos la frente, los ojos y la boca de su hermano.

-Llamad al Arzobispo, dijo Enrique III cediendo.

Y después de besar a su vez los rubios cabellos del Infante y de que éste se fuera gozoso a acariciar a su cuñada, exclamó cruzando sus pequeñas manos:

-¡Cuándo tendré veinte años!

Trasmitida su orden, fue obedecida al instante; presentándose el Prelado que aguardaba con impaciencia el resultado de la conferencia de la reina de Navarra y su pupilo.

Enrique III lo miró con una espresión de pesar, casi de ansiedad indefinible; pero en un tono medio absoluto, medio suplicante y que no admitía réplica, le dijo:

Mi bueno y leal tutor; deseo y os ruego que se intente todo lo que sea decoroso y posible, para que terminen esas odiosas discordias a satisfacción de todos mis vasallos. Mi tía, la reina de Navarra, se pondrá de acuerdo con vos, para las negociaciones que hayan de entablarse desde este instante. Proponed una entrevista y aceptad una transacción si es honrosa y razonable; no olvidando, padre mío, que os lo suplico, añadió saltándosele las lágrimas; única cosa que puedo hacer por Castilla, hasta que mi mano no la rija.

Frunció las cejas D. García; pero viendo la emoción del Rey y las miradas a probadoras de Doña Catalina, respondió sin vacilar:

-Si tal es el deseo de V. A., voy a enviar al campo una embajada. ¿Es eso en lo que os puede complacer vuestro tutor?...

-Sí; y ¡gracias! porque lo hacéis, contestó Enrique III alargándole con espansión su enflaquecida y diminuta mano.

Ligeramente la apretó D. García llevándola a sus labios, y saludando gravemente a Doña Catalina y a Doña Leonor, se fue a comunicar al maestre de Calatrava y al concejo de regegencia los deseos de D. Enrique, y a discutir los medios que se habían de emplear para cumplirlos.

Así que se fue el Arzobispo, la reina de Navarra que ocultaba el gozo del triunfo bajo un esterior conmovido, se levantó y dijo:

-Voy a irme para ponerme en estado de cumplir la parte que os habéis servido encomendar a mi cuidado, y que llenaré con ese celo que todo lo allana; pero entretanto, a la otra parte de Valladolid me espera un corazón que se agita entre la inquietud y la esperanza ¿qué le digo a ese hombre que tiende sus brazos hacia vos?...

-Que venga, y los míos le recibirán, respondió sin titubear Enrique III.

-Y vos Doña Catalina, ¿vos a quién particularmente se dirige?...

La reina, trémula y vacilando no contestaba; pero el pacífico obispo de Cuenca le dirigió una mirada tan suplicante y tan elocuente para conciliar, que la hizo decir:

-Decidle que lo espera la reina Catalina de Lancaster.

-Aún más, añadió Doña Leonor estipulando todas las condiciones con que el Duque se había sometido; en nombre de mi amor os pido una gracia, ¿me la concederéis generosamente?

-Desde este instante, respondió el Rey con prontitud.

-Pues hela aquí. Sólo pido que repitáis al oído de D. Fadrique lo que me habéis facultado para decirle, cuando venga a escucharlo a vuestros pies.

Púsose como la escarlata Doña Catalina y guardó silencio, pero Enrique III que no hacía nada a medias contestó:

-Y para probarle que sabemos perdonar, y que le amamos como nuestro tío que es, le otorgaremos ahora, para cuando fuéremos mayor, la primer gracia que nos pida. Decídselo en mi nombre y el de la Reina. ¿Queréis más de vuestros sobrinos?...

-Sí, daros un abrazo porque sois grande, Enrique, le dijo su tía con efusión.

-Y yo os volveré mil, repuso el Rey lanzándose a su cuello con viveza, vuelto en parte a su condición de niño.

Poco después salió la reina de Navarra con el obispo de Cuenca; Carlos de Arellano, camarero del infante D. Fernando, se lo llevó a sus habitaciones, Elvira Manrique pasó a otro aposento, y quedaron solos Enrique III y Catalina, de Lancaster.

-Catalina, la dijo el Rey poniéndole su manita en el brazo, ¿estáis contenta con el giro que se le va a dar a esta funesta contienda de los arzobispos?...

¡Oh! mucho ¿y vos?

¡También! Sólo que tengo así... cierta pena en el corazón.

-¿Y por qué, Enrique mío?...

-¿Por qué? ¡os lo diré francamente! porque ya no tenemos derecho a pedir que se guarde el testamento de nuestro padre, y era un deber, como dice nuestro ayo, el hacerlo respetar.

-Así es, pero quizá sea mejor que cumplirle el guardar la sangre de nuestros vasallos.

-Sí, Catalina, sí; pero valía más no haberlo mostrado si se había de retirar, no sirviendo sino de un combustible fatalísimo a los ánimos que con él se han inflamado.

Cuajáronse de lágrimas los hermosos ojos de la Reina, que repuso:

-Días muy tristes nos cuesta en lo pasado, y Dios haga que su influjo no se estienda a lo futuro, pero Enrique, creedme; no es el testamento de nuestro padre lo que se disputa, es que hay tres ambiciones en la lucha, y todas tienden al mismo fin.

-¡Tres! ¿Pues nuestro tío obra por sí, fuera de la cuestión que para él es personal de regencia?

-¡Ay Enrique! más que nadie, porque los arzobispos quieren mandar sobreponiéndose el uno al otro; pero el Duque quiere sobreponerse a todos, y obtenerlo todo.

-Contraria le sois, Catalina; dijo Enrique III dándole un golpecito en el hombro familiarmente. ¡Si la reina de Navarra os oyera!...

-Contraria. ¡¡Oh!!

Y Catalina de Lancaster dejó asomar una triste sonrisa a sus labios, mientras que colocando en las palmas de las manos su blanquísima frente, ocultaba los sentimientos que podían revelarse en un furtivo y luminoso destello de sus ojos.




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Capítulo XXII

Cómo D. García Manrique le cumplió la palabra al Rey


Ínterin que en el alcázar tenían lugar las escenas que hemos referido en el capítulo que antecede, notábase la mayor efervescencia en Valladolid, formando en calles y plazas y aun en los puntos de armas, grupos y corrillos donde se departía mezclándose en sus acaloradas peroraciones, los nombres de los dos prelados unidos con el del Rey, la reina de Navarra y el legado de Clemente VII.

No menos movimiento y agitación se notaban en las tropas sitiadoras; aquí el Nuncio apostólico y allí la reina Doña Leonor, hablaban enérgicamente de paz y reconciliación.

Vencidos los mayores obstáculos por Doña Leonor, los restantes no era difícil el superarlos; y el obispo de San Ponce sin poner en juego sentimientos tan generosos y elevados como la reina de Navarra, ganaba terreno exhortando como hombre de Dios a la templanza y al olvido por una parte, mientras por otra halagaba como entendido diplomático los intereses de los contendientes, obligándolos mutuamente a conceder y a admitir para poder transigir en beneficio de todos.

Horas después los dos gobernadores y el concejo de diputados se reunía para recibir al legado, y Doña Leonor tornaba al campo de los sitiadores acompañada de D. Juan Serrano, obispo de Cuenca; de Diego López de Zúñiga, justicia mayor de Castilla, y del adelantado mayor D. Alfonso Manrique.

Comenzadas las negociaciones, no se interrumpieron hasta que se determinó y convino por ambas partes, guardar una tregua cuyo término no se fijó, quedando pendiente todo de lo que resolviera una junta compuesta de las personas más entendidas y poderosas de los dos bandos: junta presidida por la reina de Navarra y el legado, que se debía reunir en la villa de Perales; la cual, había de decidir la cuestión de testamento y regencia, conciliando en lo posible las encontradas opiniones que sobre ella había, poniendo un término a las pretensiones y diferencias que a tan mal trance los condujera.

La noche vino a tender su tachonado manto sobre sitiados y sitiadores. Los últimos se entregaron más tarde al reposo; sin embargo, las lumbradas se fueron apagando; las canciones de los soldados, sus riñas, sus juramentos, cesaron poco a poco desvaneciéndose del todo; y en aquel campamento, horas antes tan lleno de animación y ruido, reinó el silencio turbado solamente, por los pesados pasos de los centinelas de abanzada, el crujido de sus armaduras o el choque de sus alabardas con aquéllas.

-Mas en una y otra parte velaban todos aquéllos cuyos intereses o poder se hallaban comprometidos en el convenio que debía celebrarse en Perales; y en la tienda del arzobispo de Toledo en las altas horas de la noche, aún discutían reunidos el obispo de San Ponce, el duque de Benavente, el conde de Trastámara y el maestre de Alcántara, formulando entre quejas y protestas, pretensiones que tendían a apoderarse por vía de conquista de las más ricas perlas de la diadema real.




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Capítulo XXIII

Cómo se consiguió cesaran las grandes alteraciones de Castilla con el convenio de Perales


Al romper el alba del siguiente día salió de Valladolid la reina de Navarra con su numeroso séquito, y en su pos el arzobispo de Santiago, el justicia mayor Diego López de Zúñiga, el adelantado de Castilla D. Alfonso Manrique, Pedro López de Ayala, Alvar Pérez de Osorio con otros muchos ricos hombres y caballeros.

El obispo de San ponce los esperalsa en Perales, adonde se fue derechamente cuando salió de la tienda del de Toledo; y éste a su vez montó a caballo así que lucieron los primeros rayos del sol y tomó el mismo camino acompañado del conde de Medina de Pomar, del maestre de Alcántara y los principales caballeros de su bando, designados para asistir a la junta.

En la última trinchera los esperaba D. Fadrique, que en verdad no había cerrado los ojos en toda la noche entregado a sus diversos pensamientos. Al pasar por su lado se inclinó sobre el cuello de su caballo y tendiéndole la mano le dijo:

-¿Habéis pensado lo que os propuse...?

-Sí, contestó el Duque mirándolo fijamente.

-¿Y qué?

-Que estoy en lo mismo que os manifesté al retirarme; de otro modo, reverendísimo padre, no cedo.

-Me alegro, Duque; y os repito lo que os dige. O no se hará cosa alguna, o volveréis a ocupar vuestro asiento en el concejo.

Y saludándolo espoleó a su brioso trotón.

-Escuchad una palabra, D. Martín, dijo D. Fadrique al maestre de Alcántara que iba departiendo, con el conde de Medina de Pomar.

Éste se acercó, y poniendo el Duque la mano sobre el negro cuello de su corcel, le dijo en voz baja y acento decidido:

-Maestre, a vos confío mis poderes; ahora he aquí mis instrucciones. Allanar todos los obstáculos que se presenten para un avenimiento; acortar el tiempo que ha de durar la discusión porque las palabras, aunque sean hermosas, no valen mucho para nada; no consentir en que se guarde el testamento de mi hermano D. Juan, a no ser adicionándolo con un aumento de regente en el que se cuente mi nombre, y por lo demás prestáos a cuanto quieran los arzobispos, inclinándoos más a D. García, que a D. Pedro, para terminar más pronto.

-Diantre, eso no es muy fácil, Duque, en presencia de D. Pedro.

-¡Bah! no lo creáis; por la paz algo hay que sacrificar; no titubeéis ante ninguna concesión, que ya se compensará todo; y si esos buenos prelados no se deciden, pedid que tome parte en las discusiones Rodrigo López de Ayala, y avisadme en el momento.

-Se hará como deseáis, Duque, respondió el valiente gallego retorciendo el largo bigote; pero ¿para qué diablos necesitáis al Alférez mayor que más sabe manejar la espada que la lengua?

-¡Qué queréis, D. Martín! él sólo puede satisfacerme en la única cosa que anhelo. Caprichos del corazón, Maestre; pero, aunque no comprendáis éste, hacedme el gusto de no olvidarlo.

-No lo temáis, mi memoria corresponde dignamente a mi brazo; y si tardan en avenirse, le traigo a Perales aunque sea de los cabellos. Y así, adiós, D. Fadrique que el Primado ya va lejos.

-Él os guíe, Maestre, y no os descuidéis en acortar.

Y separándose el Duque, el Maestre clavó el acicate en el hijar del caballo y fue a incorporarse con la cabalgata que corría por el camino de Perales, adonde llegaron los últimos.

A las diez ya estaban todos reunidos en la sala del concejo de la villa abriéndose las negociaciones, pero al entablarse se suscitaron largos debates, en cuyo fondo sólo se hallaba esclusivo personalismo, siendo amargas y violentas las recriminaciones de los dos prelados, que habrían sido por su talento brillantes lumbreras de la Iglesia si su ambición o los pecados de Castilla no los hubieran hecho regentes del reino y tutores del rey D. Enrique.

Inútiles eran los esfuerzos que se hacían por la Reina y el legado para conciliar y transigir; puestos los dos Arzobispos frente a frente, dejábanse llevar de su resentimiento, que a cada réplica se hacía más acerbo.

No llevaban, pues, traza de determinar lo que tanto se deseaba, y menos de avenirse. Ambos prelados desplegaban por igual sus fuerzas, sus recursos, su sabiduría y su odio: pensaban en vencer, pero no en ceder. Ellos eran antes, y se sobreponían a todo.

Una brusca indicación del maestre de Alcántara llevó la cuestión a su terreno, y ya en él, simplificándola D. García Manrique preguntó a su rival brillando sus ojos con el fuego que le comunicaba su pensamiento impenetrable en aquel instante escepto para Dios.

-Decidíos y responded. ¿Gustáis que se guarde en todo el testamento del Rey D. Juan, apartándoos de vuestro propósito de reelección? Sí, o no.

Una sola mirada de D. Pedro Tenorio sobre D. García le bastó para que divisara vagamente un lazo en aquella paladina pregunta, y una rápida reflexión le dio medio para evitarlo.

-Sí quiero, replicó con resuelta firmeza, y juro no descansar hasta que no lo consiga; pero con la condición que se han de añadir por gobernadores al duque de Benavente, al conde de Trastámara y al maestre de Santiago.

-¡Nunca! respondió D. García Manrique con violenta energía. O la voluntad del Rey, o la de las cortes; ¡pero no nos impongáis la vuestra!

Los dos arzobispos estaban de pie, mostrando harto bien en sus rostros severos y su actitud imponente la fortaleza de su alma y la tenacidad de su voluntad.

No cediendo no había avenencia, y ninguno de los dos se encontraba dispuesto a ello, declarada ya su opinión y su voluntad.

Castilla, pues, se precipitaba.

Entonces Diego López de Zúñiga se levantó, y estendiendo su brazo con majestad entre ambos contendientes, dijo con acento que dominó como el trueno:

-En nombre de Castilla, ¡¡ceded y conformaos!!

El obispo de San Ponce se puso a su lado, alargó una mano a cada uno de los prelados, y les dijo con la misma autoridad que hubiera empleado Clemente VII, a quien representaba:

-Varones de Dios, ¡¡paz, paz, paz por Jesucristo y por Enrique III!!

Todos los ricos hombres y caballeros de los dos bandos se levantaron a una esclamando con un solo grito de entusiasmo:

-¡Paz! ¡Viva Enrique III!

La Reina de Navarra se dirigió al arzobispo de Santiago, y con acento conmovido y las manos juntas le preguntó:

-¿Accedéis, padre mío...?

El Arzobispo absorvió con su mirada profunda la mirada de la Reina, le contestó con acento que encerraba una protesta:

-¡Accedo en nombre de lo que habéis invocado!

-¡Gracias! dijo Doña Leonor siempre seductora y oportuna.

-Pues a consumar a Valladolid esta avenencia y reconciliación.

-A Valladolid, a Valladolid, repitieron todos sucesivamente.

Pero antes se estendió un acta donde se pactó guardar el testamento de D. Juan I, añadiendo a la regencia y tutoría al duque de Benavente, conde de Trastámara y el maestre de Santiago; que serían licenciadas las tropas, y que todos habían de consagrarse a gobernar en unión y paz hasta la deseada mayoría del Rey D. Enrique.

Señaláronse rehenes por una y otra parte. Dio Diego López de Zúñiga su hijo; Juan Hurtado de Mendoza, mayordomo mayor de la casa real, el suyo, y el mayordomo del Infante D. Fernando a su primogénito, quedando en poder del arzobispo de Toledo hasta tanto que se reunieran cortes en Burgos y se juraran las paces que firmaron entonces todos los presentes.

En aquel misno día se trasladaron a Valladolid y se presentaron en el alcázar a besar la mano al niño Enrique III, quien los recibió a todos con semblante agradable y palabras afectuosas, sin distinguir a los de un bando ni otro.

Fue D. Fadrique el primero que penetró en el alcázar. Se presentó solo, y hubo quien al verle entrar en la regia cámara le pareció hallarse en estremo conmovido.

Enrique III se adelantó a recibirle como a su deudo, y abrazándolo lo dijo:

-Mucho deseábamos ver a nuestro tío D. Fadrique.

-Nunca, por mucho que sea, tanto como yo a vos, D. Enrique; contestó el Duque estrechando a su endeble sobrino contra su robusto pecho.

Después, dirigiéndose a la Reina, añadió con emoción clavando en ella sus espresivos y grandes ojos negros radiantes y apasionados:

-¿Me perdonáis, señora... sinceramente?

Catalina le estendió una mano, que temblaba fuertemente, y contestó con espansión:

-¡Hago más!

Inclinóse el Duque para besarla la mano, y cuando levantó la cabeza pudo leerse en su semblante altanero no el gozo del triunfo, sino los suaves y puros reflejos de la felicidad.




 
 
FIN DEL LIBRO PRIMERO
 
 


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