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Capítulo VII

Cómo Rodrigo López de Ayala hizo más de lo que se propuso, y otra cosa de lo que quería


Sólo había producido la tempestad de la noche precedente, tan fecunda en emociones y peligros para Elvira, un calor escesivo y sofocante cual no se había conocido jamás en la templada temperatura de Burgos. El sol lucía a intervalos, pero cuando sus rayos caían sobre la antigua corte de los condes de Castilla, abrasaban como el fuego.

Sin embargo, Enrique III, que en los días precedentes había esperimentado una lenta mejoría, en aquél se levantaba, y la corte iba oficiosamente a dar el parabién a la reina Catalina que había señalado hora para recibirla.

Era, pues, una fiesta que llevaba consigo, sino la alegría, de las anteriores, el fausto y la ceremonia con sus goces de amor propio.

A pesar de su noche de insomnio, a pesar de la fiebre que ésta le produjo, a pesar de lo mucho que la espantaba encontrarse frente a frente con el duque de Benavente y con Rodrigo López de Ayala; ver a Catalina de Lancaster en el lleno de su grandeza, de su esplendor y de su felicidad; Elvira, esclava de su posición y de los deberes que la imponía, dejaba adornar su cargada y dolorida cabeza con una guirnalda de perlas, y ceñir con un cinturón de plata a su leve y flexible talle una doble túnica de seda azul celeste, que hacía resaltar la blancura de su cuello, medio cubierto con sus negros y perfumados rizos.

Y mientras sus doncellas se asombraban de su incomparable belleza, de sus indefinibles y seductores encantos, de sus galas y composturas, ella cerraba los ojos porque la luz la deslumbraba causándola mal estar.

Pero antes que saliera de su retrete, ni acabara su tocador, ni cesaran las esclamaciones de admiración que escitaba, ni las oficiosas preguntas sobre la elección de joyas, a que sólo contestaba con monosílabos lánguidos y distraídos de aprobación o indiferencia entraba por su palacio el Alférez mayor en trage de corte ostentando tanto lujo como elegancia.

Y tras la calma severa de su frente morena y descolorida, Rodrigo ocultaba la violencia de sus pasiones y la amargura de los sentimientos, que en vez de aplacarse y disminuir en las horas transcurridas, habían por el contrario exaltádose y acrecido con la reflexión y el examen.

Su resolución estaba tomada. Desde la noche anterior se habían disuelto los lazos que tan fuertemente le unían a su prometida: sólo le quedaba por romper el que aún subsistía; su palabra y la del Adelantado mayor.

Después quería entregarse en alma y cuerpo a su venganza, y en su concentrado furor sólo conocía que pudiera saciarla el arrojar a la frente del Duque la acusación de traidor, el epíteto de villano, su condición de bastardo, y después arrancarle la vida, venciéndole en combate singular, a la luz del sol y a presencia de Castilla. D. Fadrique y él no cogían en el mundo.

Don Alfonso le esperaba con tranquila complacencia. Dábale a su visita, que había sido ceremoniosamente anunciada, un fin harto distinto del que llevaba. Atribuíala, en su absoluta ignorancia de cuanto había sucedido, a la impaciencia de su amor que le hacía solicitar acortara el tiempo prefijado para realizar su himeneo, y decidido a favorecerle de antemano, lo señalaba anticipándolo a el día en que por él mismo fue aplazado.

Don Alfonso, pues, se sonreía aguardándole; pensaba en los transportes que su condescendencia producirían en el enamorado Alférez mayor, y sentía con delicia un reflejo del placer que Rodrigo iba a gozar.

Porque entre el anciano Manrique y el esforzado y valiente Ayala existían otros vínculos que los de un convenio; existía una mutua apreciación de cualidades semejantes, y a la vez que Rodrigo sentía un afecto verdaderamente filial por el padre de Elvira, éste, que carecía de la dicha de tener un hijo varón, veía con orgullo virtudes que idolatraba en el que iba a unir su nombre con el de su preclara ascendencia.

Cuando Ayala se presentó, se adelantó a recibirle, le tendió cordialmente la mano, y después de brindarle un asiento y ocupar otro a su vez, le dijo con serena y agradable espresión.

-¿Qué tenéis que decirme, bravo Rodrigo, tan urgente e interesante, que según Hernando de Illescas, a quien me habéis enviado para que os esperara, no puede dilatarse de esta mañana?

-Una cosa de gran importancia para mí, respondió el Alférez mayor serio y grave; y a tener más amor propio, más presunción, añadiría que también lo es para vos.

-¿Me venís a suplicar que adelante vuestra boda?, le preguntó el Adelantado sonriéndose con benevolencia indecible.

-Al contrario, D. Alfonso, respondió Rodrigo respetuosa pero decididamente; vengo para que no se efectúe.

Mirólo atónito D. Alfonso, y su semblante, que tan apacible estaba, se alteró sonrojándose de indignación: brillaron sus ojos con la llama del orgullo ofendido, del honor ultrajado con tan inconcebible desprecio; pero conteniéndose, le dijo tan altivo como mesurado.

-Esplicaos, señor Alférez mayor del Rey, porque lo que insinuáis es tal, que se niega mi inteligencia a comprenderlo.

Ayala sufría un disgusto inesplicable ante las esplicaciones que se le exigían, esplicaciones que o sobre Elvira o sobre él iban necesariamente a atraer toda la indignación, toda la cólera del pundonoroso y altivo Adelantado mayor. Sin embargo, en aquella alternativa no vaciló, y caballero ante todo, prefirió sufrirla y se resolvió a callar su fatal descubrimiento, aunque no justificara con un motivo poderoso su anunciada y ofensiva resolución.

-Tengo necesidad de recordaros, dijo después de un corto espacio de silencio por su parte y de espectación por la de Don Alfonso, que cuando salió vuestra hija del convento y yo la vi, vivamente impresionado de su hermosura, y altamente prendado de sus cualidades, que parecían ser como su belleza sin par, tuve la honra de pediros su mano y la ventura de que me la concedierais de muy buen grado suyo y vuestro, como entonces me asegurasteis.

-Os preferí a sus muchos y encumbrados pretendientes, porque me merecíais un altísimo concepto: continuad.

-Cuánto la he amado, y lo orgulloso que estaba con su predilección; como la he servido; de qué modo unía en mi pensamiento su felicidad a mi felicidad, sobreponiendo siempre la suya, no debe escondérseos ni a vos ni a nadie en la corte, porque he hecho alarde de mi amor y gala de mi culto. Mas luego, motivos tan graves como poderosos me han convencido plenamente que mi mejor, mi más grata esperanza no debe realizarse jamás; que nuestra unión no puede, no debe efectuarse, y como consecuencia de esta íntima y profunda convicción, vengo a devolveros vuestra palabra, asegurándoos mi eterno reconocimiento por habérmela otorgado.

Tornó a mirar el Adelantado mayor a Rodrigo por un breve espacio, con tal fijeza como altivez; dos pliegues profundos unían sus pobladas cejas, y su rostro, respetable por la edad y la nobleza de su espresión, estaba imponente con su severa actitud ruda y amenazadora.

-A un padre que ha concedido su hija empeñando solemnemente su palabra, se le dan razones claras y precisas para rehusar la una y devolver la otra con menoscabo de la honra de aquélla y menosprecio de ésta, dijo D. Alfonso con acre energía. Ahora bien, señor Alférez mayor, ésas exijo de vos, porque a mi carácter de padre uno la cualidad de caballero, y a uno y a otro necesitáis satisfacer cumplidamente. Así, pues si las tenéis, dadlas, y fuera livianas escusas, ni mentidas protestas que se vuelven contra vos.

-Las tengo, respondió Ayala con calma y resolución; pero son un secreto que sólo parto con Dios, y eso porque él los penetra sin que nuestro labio se los confíe.

-Pues también lo compartiréis conmigo, dijo impetuosamente D. Alfonso.

-Perdonad, pero nunca lo conseguiréis de mí.

-Oíd, señor Alférez mayor, dijo conteniéndose D. Alfonso; sé que sois un honrado y pundonorosos caballero; sé que habéis amado a Elvira con pasión, y sé que el amor que ayer mismo vivía, no puede haber muerto hoy. Una razón debe existir que os impulse a obrar como lo estáis haciendo, faltando a lo que debéis y merece una dama como Elvira Manrique de Lara, y un padre como el que tiene y ha consentido en serlo vuestro. Una veleidad de afecto, un cálculo, un antojo no se puede mover, porque sois incapaz de tenerlos. Os conozco y os hago justicia; ¿qué es, pues, lo que os ha impelido a dar un paso semejante?... Declaradlo, declaradlo sencilla y lealmente. Os lo suplico, Rodrigo, y no me hagáis recordaros que tengo derecho y voluntad para mandároslo.

-Os lo repito, D. Alfonso, replicó Ayala con firmeza; esa razón, esa causa, sólo la someto a Dios.

-Pero Dios está en el cielo, repuso con vehemencia el Adelantado; y yo como padre le represento en la tierra; hablad, tengo su potestad, no os resistáis a ella.

-Yo la respeto como os respeto a vos; pero todo lo que tenía que manifestaros está dicho, contestó Rodrigo inflexible en su resolución.

-Una palabra aún, dijo D. Alfonso; y no estrañéis que la anteponga a una acción, porque no quiero que ésta sea irreflexible ni ligera. ¿Os ha tocado Dios en el corazón, y por su amor trocáis el tálamo por el celibato?

-¡Dios!, dijo Ayala haciendo un esfuerzo terrible sobre sí mismo para dominarse y conservar su calma; ¡no!... de seguro.

Tomó D. Alfonso un silvato de plata de encima de una mesa, y aplicándolo a sus labios le hizo dar un agudo sonido.

Dos pages se presentaron en el mismo instante en el dintel de la puerta.

-Id y decidle a mi hija que necesito verla, y que no puedo esperarla; que venga.

Rodrigo hizo ademán de levantarse, ademán maquinal y brusco.

-Aún no, señor Alférez mayor, dijo D. Alfonso conteniéndole con otro de autoridad; esperaos, que aún no he contestado a vuestra rehusadora, resolución, y me cumple el hacerlo como vuestro merecimiento alcance.

Ver a Elvira en aquel momento, verla en presencia de su padre, despreciarla frente a frente, era una prueba muy ruda para Ayala, cuyo corazón herido y desesperado latía de tal modo a aquella idea, que tenía que sujetársele con el brazo para que el Adelantado no notara su agitación.

Pero era preciso concluir, y Ayala aceptó la prueba seguro de su fuerza para salir de ella triunfante.

Sin embargo, cuando Elvira entró con paso lento y flojo, cuando mirándole con ese brillo triste de la fiebre le sonrió, Rodrigo necesitó toda su razón, todo su orgullo, toda su dignidad para parar su sonrisa con una severa mirada.

Y luego con una fijeza, con una encendida y delirante rabia se puso a buscar en su frente sonrosada el sitio donde el Duque había puesto sus labios.

Por su parte Elvira lo adivinó todo, y las rodillas le temblaban, porque la segunda mirada de Rodrigo le probó que tenía su frente por mancillada y que la iba a escarnecer.

Don Alfonso notó su emoción, y su frente se puso sombría. Dominando, empero, su temor, que encerraba mucho de angustia, se adelantó a recibirla lo mismo que el Alférez mayor, que cediéndole y acercando su asiento, le ocupó Elvira mirando con un ligero viso de pasmo a su padre, y a Rodrigo serio y respetuoso, pero implacable.

-Elvira, le dijo D. Alfonso con un acento grave y mesurado; tengo que repetirte delante del señor Rodrigo López de Ayala lo que sabes tiempo ha: que le agradaste, que te amó, que solicitó tu mano con empeño, y que yo se la concedí contando con tu voluntad, que le fue favorable.

Elvira bajó los ojos y recogió los rizos que embellecían su frente, ocultando su ansiedad con toda la energía de que era capaz.

-Hoy viene él mismo a decirme un motivo de inmensa gravedad hale probado y convencido que tu enlace con él es imposible, y en este concepto rehúsa tu mano y me devuelve mi palabra, es decir, falta a la suya.

Yo prescindo si es o no consecuente en quien ha hecho por largo tiempo alarde del honor que había solicitado y obtenido. Confiesa una causa y no la esplica, de modo que me deja inferir una ofensa hecha a mi honor, o por él, o por otro, y a mí como padre y como caballero me incumbe el averiguarlo para obrar en consecuencia.

Dime, pues, hija mía, ¿en este enojoso asunto ha podido ser parte alguna palabra tuya inconsiderada o imprudente, alguna acción ligera, alguna preferencia indebida, alguna indicación tuya que encerrara algún temor sobre el porvenir... algo, en fin, que haya podido herir su corazón o su delicada susceptibilidad?

En el fondo de su conciencia Elvira se encontraba culpable; en el de su corazón también; pero ante aquella humillante confesión se rebeló su orgullo, su innata delicadeza, el respeto que profesaba a su padre, a su honra, a su nombre, a sí misma, y tuvo bastante firmeza, bastante energía y resolución para negar diciendo:

-No, padre mío; y estoy segura que él mismo lo afirmará.

-Bien me conocéis cuando lo estáis; dijo Rodrigo asomando la hiel a sus labios contraídos.

-Y mal os conocía yo cuando he dudado; añadió el Adelantado mayor con una cólera tanto más violenta cuanto más comprimida se hallaba.

-Dios me libre de hacer recriminaciones, replicó fríamente Ayala.

Y cruzando los brazos al decir esto, miró a Elvira con tan soberana espresión de desdén y de desprecio, que hizo enrojecer como la escarlata su tez alabastrina y temblar de indignación.

-Inútiles serían ya; dijo altaneramente D. Alfonso.

Y volviéndose a su hija añadió con un acento impregnado de ternura, de consideración blanda y dulcísima, de suave y acariciadora espresión:

-La Reina espera, Elvira; ve al alcázar donde está tu sitio, y olvida el enojo que te he dado.

-Con vos, dijo Elvira tomándole una mano con un movimiento nervioso; venid.

-Tengo que despedir al señor Rodrigo López y no puedo. Ve en tu litera con tus pages y escuderos; ve que el tiempo pasa, hija mía.

-Iré como mandáis, contestó Elvira en voz baja y conmovida.

Y llevando la mano a sus labios secos y encendidos, estampó en ella un beso.

No levantó la vista a Rodrigo, no le saludó siquiera, y salió con la cabeza inclinada y más lentamente que entró.

-Por ahora termina nuestra conferencia, señor Alférez mayor, dijo el Adelantado acercándose a Rodrigo; pero cuento con vos para continuarla así que salgamos del alcázar, que supongo lo haréis solo.

Y al decir esto echó una significativa mirada a la espada que Ayala ceñía.

-Siento deciros, respondió éste con acento breve y decidido, que no puedo complaceros.

-¡No!, ¿y queréis decirme por qué, noble y valiente Rodrigo?, le preguntó D. Alfonso con sarcasmo.

-Porque lo soy mucho uno y otro para continuarla en ningún sentido con vos.

La cólera de Rodrigo se desbordaba con las escitaciones que sufría. Sin embargo, aún era dueño de sí, y estaba resuelto a luchar para comprimirla.

-¡Señor Alférez mayor!, ¡a mí el insulto de rehusar lo que os propongo! -No es insulto, es consideración, señor Adelantado, dijo Ayala con intención.

-La comprendo y la rechazo; no hay más plazo que el de la ida al alcázar, después me seguiréis, porque yo os sabré obligar...

Tomó Rodrigo su gorra y contestó con firmeza:

-Don Alfonso, no quiero cruzar mi espada con vos. Tenedlo entendido y no insistáis.

-¡Que no!, ¡ira de Dios!, ¡qué consejo!

Y arrojándole con furor su guante a la cara, añadió:

-Me habéis precisado a que os azote con mi guante y a que os insulte con mi lengua, diciéndoos mal caballero, desleal, cobarde!...

-¡Dios me contenga, o no pronunciáis una palabra más!, dijo Rodrigo poniéndose lívido de cólera. ¡Sea y pronto!

En concluyendo la corte me hallaréis en el camino de Valladolid, a cien pasos de la puerta, solo y dispuesto a probaros la razón con la punta de mi espada.

Y calándose su gorra volvió la espalda, saliendo de la presencia del Adelantado, que trémulo de ira le siguió con su amenazadora mirada.

Pero así que a ella desapareció, su semblante pudo compararse a uno de esos horizontes del otoño, cuyas tintas encendidas y deslumbrantes se tornan en nubes cenicientas y sombrías cuando le faltan los ardientes reflejos del astro del día al hundirse en su ocaso.

Todo el fuego de iracunda pasión que animaba su rostro se disipó, dejando en su lugar sombra y tristeza; cambió la espada que ceñía por otra más fuerte y afilada, espada de duelo, no de corte, y mientras la ponía en el cinturón murmuró:

-Soy su padre, lo que he hecho es un deber. Ahora el juicio de Dios decida: me someto a su fallo; pero provocándolo la defiendo, y acaso la justifique.

En seguida llamó a sus escuderos y se fue al alcázar, donde suponía a su hija.




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Capítulo VIII

Donde se da cuenta a quién confesó Elvira la lectura del famoso libro de Ben-Samuel, con otras cosas que verá el lector


Elvira había dicho al astrólogo Ben-Samuel, cuando horas antes devorada de celos y de ansiedad lo consultaba, que no podía temer más de lo que temía; y Elvira hora por hora esperimentaba un nuevo temor que superaba en mucho a los anteriores, viniendo a probarle que para ello existía un más siempre ascendente en la esfera de la humillación y el sufrimiento.

El que ora la abrumaba era horrible, pues no necesitaba presenciar la escena que siguió a su salida, para estar convencida de cómo iba a terminar.

Y en la tribulación de su alma y el desorden que empezaba a apoderarse de su espíritu, no tenía más que un pensamiento fijo: evitar que su padre cruzara el acero con Ayala, y cayera sobre su frente la sangre que si Dios tenía justicia había de verter su campeón.

Pero ningún medio para conseguirlo se presentaba a su ofuscada mente, y el tiempo, corriendo siempre, llevaba con cada uno de sus instantes perdidos una probabilidad, si alguna tenía, de remediar la desgracia que amenazándola estaba.

Y se paseaba agitada por su aposento, mientras su comitiva la esperaba al pie de la escalera: un escudero tenía abierta la portezuela de la litera, y Fernando en la estancia contigua la aguardaba elegantemente vestido.

-¡Un medio, Dios mío, para evitarlo!, esclamaba torciéndose las manos. ¡Una luz para salir de este caos! ¿Dónde la busco? ¿Dónde la hallaré?... ¡Inspiradme!

Y una idea brotó en su mente como el fuego del herido pedernal.

-Fernando, gritó acogiéndola ávidamente; Fernando, venid.

Entró el page con su mano herida oculta bajo los pliegues de su ropilla de gala, alegre como el pájaro que canta saltando de rama en rama, y se puso a su lado mirándola con su inteligente espresión.

-Fernando, le dijo, vas a ir a casa de mi tío D. García, ahora, ahora mismo, más pronto que el rayo; y a decirle que le espero, que no me muevo de aquí hasta que venga. ¡Por Dios, Fernando!, no le dejes hasta que no le veas venir.

-Descuidad, respondió su despejado confidente; vendrá, no digo antes que yo, porque quiero traeros la noticia.

Y como una exalación salió del aposento y del palacio.

-¿Baja la señora?, le preguntó el escudero así que lo vio, y que ya estaba cansado de tener la portezuela en la mano tan largo rato.

-Bajará, contestó el page serenamente; no os separéis porque ya tomaba la escalera.

-¿Pues adónde vais tan de prisa?...

-¿Yo?, a esperarla.

Pasó media hora, y el escudero y los demás de la servidumbre se ocupaban en hacer congeturas y comentarios sobre la tardanza de su señora, cuando apareció Fernando encarnado de fatiga.

-¿Pues qué, aún no ha bajado?, les preguntó con su socarrona sonrisa el burlón del page.

-¡Pesia a vos y a nuestra mala ventura!, aún se está por sus aposentos.

-Subiré a ver qué la detiene.

Y pasó por medio de todos, subiendo con singular ligereza las anchas gradas donde se hallaban dueñas, pages y escuderos.

-¿Y mi tío?, preguntó Elvira saliendo a encontrarle así que le oyó.

-Ya viene por esa calle cercana: ahora mismo le tenéis aquí. ¿Mandáis algo más?

-Que me esperen y todo esté dispuesto para ir al alcázar, y que en cuanto llegue introduzcan aquí a D. García.

Fuese el page, y a poco subía el Arzobispo de Santiago por la escalera con ambas manos estendidas, que besaban con gran respeto y veneración dueñas y doncellas, pages y escuderos, haciéndole sendas reverencias.

Oyólo Elvira, y sintiéndose acometida de un fuerte temblor, tuvo que sentarse en un sitial, sin color y sin fuerza.

Siempre que su tío la visitaba acostumbraba salir respetuosamente a recibirle, pero incapaz de hacerlo en aquel momento, sólo pudo alargar la mano para coger y besar la del Prelado.

-¿Estáis enferma, hija mía?, le preguntó el Arzobispo notando la palidez de su rostro y el ardor de su mano que abrasaba.

-Creo que sí, respondió Elvira llevando la mano que tenía libre a su ebúrnea frente para recoger los rizos que medio la cubrían; pero continuó poniéndola sobre su corazón, aquí, aquí es donde está mi mal.

-Hija mía, repuso D. García mirándola con interés y sobresalto; ¿qué estáis diciendo?, ¿quién, o qué os da enojos? Contádmelo por vuestra vida y yo lo remediaré.

-Sentaos por Dios y escuchadme, señor... pero no pongáis la frente severa, porque sellaréis mis labios, y mi corazón se acabará de romper.

-¡¡Romperse!! ¿Qué contiene, Elvira, tan amargo o doloroso que así os aflige?, hablad, hablad, hija mía, comunicádmelo todo.

Elvira se deslizó del sitial hincándose de rodillas, y poniendo sus manos cruzadas sobre las de su tío, le dijo con esplosión.

-Quiero confesarme con vos... soy una pobre penitente, ¡¡perdón!!

-Elvira, dijo el Prelado con ansiedad poniendo su mano sobre la cabeza de su sobrina; antes de oíros os bendigo, después os perdonaré, y siempre hallaréis en mí consuelo, hablad.

-¡Necesito más!... ¡necesito amparo!... ¡necesito todo vuestro poder, porque Dios, sí, sí... apartó sus ojos de mí y su mano me ha dejado!

-¡Qué osáis proferir, hija mía! Dios no os abandona ni os abandonará nunca; será que vos no confiáis en él. Pero esplicaos, que yo os oiga, que sepa de dónde procede vuestra amarga desesperación.

Sin que pudiera Elvira calmar la febril agitación que esperimentaba; parándose antes para elegir entre el confuso y revuelto tropel de pensamientos que se agolpaban a su cerebro; con una vehemencia que cortaba de pronto deteniéndose, como si la palabra que iba a decir le quemara los labios, principió su confesión que escuchaba D. García con una atención profunda.

-No quiero hablar de lo pasado: es inútil y para nada sirve. Además sabéis, pues casi lo formasteis, el lazo que me unía a Rodrigo López de Ayala y que debía estrecharse muy en breve.

Yo estaba dispuesta a cumplir mis compromisos y los deberes que me imponía; pero Dios, no, no fue Dios; la desgracia trajo a mi lado un hombre como no hay otro; al duque de Benavente. ¡No me interrumpáis!, dejadme... todo os lo diré, y veo que es bien atroz.

No tengo más que un crimen... pero yo no lo cometí ni lo imaginé siquiera... es que me alucinaban y me empujaron, yo no tuve parte, ¡lo juro ante Dios!

Una dueña me abrió el camino de perdición, porque al momento tuvo cómplices en mi servidumbre... caí en la tentación de oírle, le creí, le amé, y me perdieron.

Hay más, no es eso sólo.

Pasaron días, no felices, porque la flor de mis amores estaba erizada de punzantes espinas que me destrozaban el corazón; pero yo creía y esperaba. El Duque me había prometido revelar su amor y sustraerme al de Ayala en un día dado.

A esos días, que han sido como los delirios de una fiebre de agitados, siguieron otros de tibieza, de retraimiento; ellos me trageron la duda, y la duda es peor que la muerte.

Luego siempre tuve celos, siempre, siempre. ¡Lo que he sufrido, Dios mío!

Porque no tenía nada en que apoyarme, ni fe ni afecto; todo lo he concentrado dentro de mí misma, y veía acercarse paso a paso la crisis de mi destino que podía ser bien fatal.

¡Ay!, veces ha habido en que el corazón no podía contener tanta inquietud, y en momentos ha sido superior mi ansiedad a mi prudencia, a mi orgullo, a todo; y sin embargo, no he proferido una palabra que pudiera revelarla, ni a él, ni a nadie, ni aun a Dios.

Así lució el día de ayer; día que tuvo para mí horas de angustia, pero angustia que luchaba por sacudirla, como el reo por arrancar el dogal que le ahoga... Y quise saber a todo trance lo que tenía que temer, y lo que me quedaba por esperar. Fijarme, no seguir vagando entre lo incierto, porque eso aniquila, acaba.

Llegó la noche, y mi page y yo salimos furtivamente por el jardín muy encubiertos y recatados, y fuimos a una torre a la estremidad de Burgos, donde habita el astrólogo que tanto admiró a la corte con su ciencia.

¡¡Oh!! Ben-Samuel es un sabio. Mi horóscopo lo trazó en el cielo, y por cierto no mintió.

Supe, satisfaciendo mi afán, que el amor del Duque era mentido. Supe que lo había fingido fementida y villanamente llevado de una venganza, y que cumplidamente alcanzada, sólo le faltaba... rechazar el instrumento que tan bien le había servido.

A este punto el Arzobispo deshizo entre sus dedos crispados la manga de encage que llevaba, pero pudo dominarse y guardó silencio, dejando a Elvira continuar su sacramental revelación.

-Una fatalidad incomprensible me perseguía; y la desgracia que acompañaba mis pasos condujo los de D. Fadrique a la misma torre... ¡tal vez para ver en el cielo una corona! Pude salir sin que me viera por merced del astrólogo, a quien amenazé y me despreció, porque era una noche de prueba.

No andaba, volaba así que estuve en la calle, y ya salvada la mitad de la distancia, hizo mi maldita estrella que en Ayala tropezara, y hubo de reconocerme a pesar de lo recatada y encubierta que yo iba. Anoche pude conocerlo, y esta mañana me he convencido que así fue.

Ya tocaba casi la verja del jardín; dábame por salvada, cuando el Duque me alcanzó, se apoderó de mi mano que pasó por su brazo, y me dijo con indecible insolencia:

-«Bellísima Elvira, sois ligera como un ave. Corriendo vengo tras de vos, primero para deciros lo que Ben-Samuel ignora, y es que mi palabra está cumplida en lo que os ofrecí, y después, que toméis esta prenda que imprudentemente habéis soltado», y me entregó un objeto que yo tomé con mano trémula y en silencio, porque aquella audacia me pasmó.

Me tomó la llave y abrió; me detuvo, no sé con qué intención, y luego cediendo a no sé qué idea... me dio un beso... y un ¡adiós!

Dos lágrimas saltaron de los brillantes ojos de Elvira, que las enjugó con sus dos manos cruzadas. El Prelado estaba cárdeno de cólera, pero la contenía con el inmenso poder de su voluntad, y su sobrina continuó ligeramente enronquecida con su largo y violento relato:

-Nadie mentía anoche. Verdad fue que la palabra del Duque estaba, cumplida, porque su amor se había revelado... ¡¡a Ayala!! y me había sustraído al de éste.

Otras dos lágrimas rodaron por sus megillas, y su voz se apagó con la emoción que sufría, emoción que tuvo que hacer un violento esfuerzo para dominarla y poder seguir diciendo:

-Lo demás todo está encadenado. Poco ha vino Ayala a rehusar mi mano... Mi padre me llamó y me preguntó si había dado motivo para tan inesperada y ofensiva acción: por mi nombre, por mi honor, por las canas de mi padre que iba a mancillar mi lengua si confesaba la verdad, negué, y negué con indignación y energía.

En cambio recibí la mirada más despreciativa que se puede dirigir a una mujer, decaída a lo sumo del aprecio que mereció... Aquí, aquí la tengo clavada.

Y se llevó la mano al corazón interrumpiéndose bruscamente.

Nadie podría darse cuenta de los amargos pensamientos que afligían al Prelado ni profundizar y medir sus diferentes y violentas impresiones, cuando sentado en el sillón, los brazos cruzados y la vista fija en Elvira, escuchaba su penosa confesión. Imposible era, pues, apreciar las diferentes emociones que padecía como enumerar todas las olas que corren en pos unas de otras por la ancha superficie de los mares, y conocer el abismo inmenso de su seno.

Baste decir para formar una idea, que amaba D. García a su sobrina, de la que tenía orgullo, y que la amaba con ese afecto único y esclusivo, que concentrándose en un solo ser, llena todo el corazón del que lo siente.

A esto se añadía que era hija de su hermano, el único vástago de su noble estirpe, y que mancillada villanamente por el Duque, que vengaba en una dama sus agravios de regencia y bandería, había mancillado su nombre, a que D. García daba culto por noble, por limpio y esclarecido.

Después de una corta pausa, durante la cual no se oyó más que los latidos del corazón agitado de Elvira, y la respiración más agitada aún del Arzobispo; así que éste logró dominarse lo bastante para revestirse dignamente del carácter augusto que como sacerdote le cumplía, le preguntó con amargura, pero sublime amor:

-¿Habéis acabado, hija mía?

-No; aún tengo que deciros lo que pesa más sobre mi alma. Mi padre me cree ultrajada por el Alférez mayor; sus espadas se cruzarán, y el juicio de Dios me espanta, me aterra más, mil veces más que el de los hombres.

-Y con justicia, hija mía; pero su fallo no se pronunciará en contra vuestra, si con un corazón contrito, si con un verdadero arrepentimiento levantáis a él vuestras manos y le decís: «¡sea el perdón dado por tu misericordia, que absuelve, acoge y consuela!»

Alzó Elvira sus dos manos cruzadas y sus ojos que abrillantaban las lágrimas, y elevándolos al cielo esclamó con un fervor capaz de conmoverle:

-Misericordia de Dios, ¡perdonadme! Misericordia de Dios, ¡sed conmigo!

Una lágrima resbaló por las hundidas megillas del Prelado, y estendiendo sus dos manos con imponente majestad sobre la cabeza de su penitente, dijo con el solemne acento del ministro de Jesucristo.

-Yo os digo como Dios a Isaías: ¡Tus pecados están perdonados!

Bajó Elvira su frente coronada de perlas ante el hombre de aquel que tiene poder para asegurar al que está en pie, y amor para levantar al que cae; y recibiendo con humildad la bendición del Arzobispo, llevó la mano a sus labios y la besó con respeto.

-Levantaos, le dijo D. García pasado un instante, y respondedme si sabéis en aquello que os pregunte.

Obedeció Elvira, alzóse del suelo donde permanecía postrada, y se sentó en el sitial. El Prelado puso el codo en el brazo del suyo, la megilla en la mano y le preguntó:

-¿Sólo la dueña sabe vuestro fatal amor, hija mía?

-Ella no más.

-¿Creéis que lo presuma Rodrigo López de Ayala?

-¡Lo conoce desde que nació!

-Anoche, ¿quién os vio?

-El Alférez mayor y el Duque.

-¿El astrólogo os conoció?

-Me reveló mi propio nombre.

-¿También está enterado vuestro page?

-Sí; pero es el único que no lo dirá.

-Quien no lo dirá nunca es Ayala.

-Y sin embargo, el mundo entero hubiera preferido que lo supiera, con tal que él lo hubiese ignorado.

-Dios ha dispuesto lo contrario, hija mía, y él hace siempre lo mejor.

Dio Elvira un congojoso suspiro, y el Prelado continuó alterándose ligeramente su voz.

-Ahora os queda que hacer un sacrificio para salvar el nombre de vuestro padre de una afrenta, ¿os sentís dispuesta a hacerlo?

-Sí; por muy violento que sea lo haré.

-Es necesario que entréis en un convento, Elvira; sólo así se esplicará a la corte vuestro roto enlace, porque roto tiene que ser.

-Entraré, respondió ésta sin vacilar, y ojalá, añadió con amargura, que no hubiera salido nunca de él. ¿Qué más exigís de mí?

-Que desterréis de vuestra memoria un nombre, y de vuestro corazón una imagen.

-¡Imposible!, eso no puedo, esclamó Elvira apretándose la frente. ¡Quién borrará mis recuerdos!

-Hija mía, los que nada podemos por nosotros mismos, como apoyados en nuestras solas fuerzas, todo lo conseguimos con el auxilio de aquel que nos fortalece con una sola mirada. Haced lo que podáis, y pedidle a Dios lo que no podáis.

-Procuraré olvidar.

-Y ahora, Elvira, marchaos al alcázar, pero presentaos con frente serena y la sonrisa en los labios, porque el mundo es suspicaz y es menester deslumbrarlo.

-Lo haré, dijo Elvira con energía; nada me arredra, nada me es difícil tratándose de reparar; pero la sangre se me hiela en las venas cuando pienso que hay una espada suspendida sobre la cabeza de mi padre.

-Esa espada no herirá. Tengo influjo con D. Alfonso, y poder sobre el Alférez mayor. Los veré y todo se conciliará en respeto de vuestra fama. Id, id al alcázar, hija mía, en tanto que yo me dirijo a buscar a vuestro padre, y Dios sea en vuestro auxilio y en mi ayuda.

-¡Amén! Pero no olvidéis mi mortal inquietud, le dijo Elvira tomándole una mano y apretándola entre las suyas con un movimiento convulsivo.

-¡Ay Elvira, por mucho tiempo lo tendré presente! Mas no os detengáis, idos, que demasiado tarde es ya.

Y sin soltar su mano la condujo a la escalera, donde la esperaban sus pages y escuderos, y bendiciéndola de nuevo le dijo:

-Valor, hija mía; en el alcázar nos veremos.




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Capítulo IX

Cómo Rodrigo López de Ayala contó con las borrascas del Océano para olvidar las de su amor


Cuando salió Ayala del palacio del Adelantado mayor, aún estaban sus pupilas inflamadas y su semblante pálido y contraído. Su resentimiento era profundo y acerbo; su ira estremada; y sin embargo, Rodrigo, al doblar el ángulo de la calle, se paró un instante para mirar por última vez el edificio donde acababa de morir su postrer sueño de felicidad.

Tras de aquella mirada fue una maldición rencorosa al Duque, y volviendo la esquina se encaminó al alcázar, donde iba a verlo frente a frente sin poder cumplir su ardiente y acariciado pensamiento de arrojarle su guante y retarlo en medio de la corte y de sus triunfos.

Estremecíase de furor pensando que su duelo con D. Alfonso dilataba su venganza, que acaso lo esponía a verla frustrada, y contaba las horas que perdía y las en que podía realizarla, haciendo proyectos que sólo Dios sabía si se habían de efectuar.

Y como Elvira le perseguía en el torbellino de sus pensamientos y en el fondo de su corazón, como sus ojos la veían donde no estaba, con su ropage azul y su delicada y rica guirnalda; como sus labios la nombraban a pesar de su voluntad, que quería lanzarla de su memoria, de su corazón y de su lado; Rodrigo conocía que necesitaba huir, porque su amor existía a pesar del desengaño, y existía con su delirante afán.

Antes de ir al alcázar andubo por sus alrededores para serenar su frente y dominarse, al par que formaba un plan sobre las ruinas de su destruido porvenir.

Conseguido lo uno y convinado el otro, entró el Alférez mayor en el alcázar.

Echando una rápida ojeada en torno del convaleciente Enrique III y de la reina Doña Catalina, vio que el duque de Benavente llevaba los honores de la recepción, y que Elvira no estaba en el círculo de las damas.

Al ver a D. Fadrique latió su corazón con el sentimiento del odio y la violencia de la ira, pero no se reflejó en su semblante; y pasando por entre los agrupados cortesanos, llegó hasta el Rey que lo acogió con una sonrisa benévola, saludando con entusiasmo al vencedor de las huestes granadinas.

A su vez Catalina de Lancaster recibió su pláceme con halagüeña complacencia, y el Duque tuvo que partir con él las miradas y las distinciones que antes de su llegada recibía con profusión.

-Don Alfonso, soy con vos, dijo el Alférez mayor al Almirante Enríquez, saliendo del alcázar después que la Reina hubo recibido la corte.

-He con ello grato placer, respondió el vencedor del maestre de Alcántara en el torneo, pasando cortésmente a su lado.

-Andemos si gustáis, replicó Ayala.

Y así lo hicieron ambos, hasta que estando a cierta distancia del alcázar, parándose el Alférez mayor le dijo al Almirante que lo imitó:

-¿Cuándo partís para la conquista de esas islas recién descubiertas en el Océano?

-Tan pronto como las galeras se reúnan en Cádiz, y presumo han de estarlo ya, si han mis órdenes cumplido.

-¿Es decir que será en breve?

-Os responderé que yo parto antes que pasen seis días.

-Tengo que pediros una merced, D. Alfonso.

-Ya la tenéis concedida, valiente Ayala, como cuantas yo pueda concederos.

-Gracias, D. Alfonso: la que os pido es que me contéis como aventurero para la espedición, y que me señaléis un sitio en vuestra galera.

-¡A vos!, esclamó con sorpresa el Almirante.

-¡A mí!, contestó lacónicamente aquél.

-No os sorprenda, Rodrigo, que me admire vuestra petición, y aun habéis de permitir os pregunte qué os impele hacia el Océano en el instante mismo que la gloria, el amor y la felicidad tienden sus alas sobre vos.

-A lo primero os responderé, que sed ardiente de peligros, ansia de borrascas; en cuanto a lo segundo, que aunque sean muy anchas y doradas no alcanzan todavía a cubrirme con su sombra.

-Enhorabuena que vuestro marcial ardor desee los peligros, y vuestro valor la grandeza de las tormentas para mediros con ellas; pero cuando el convenio de Perales os llama a la regencia del Estado, y cuando la tregua con Portugal va a romperse, Castilla reclama la prudencia de uno de sus mejores hijos para que la gobierne, y su fuerte brazo para sostener con gloria en la lid el pendón que ostenta sus castillos y leones.

-Don Alfonso, no sé si el convenio de Perales se sancionará o no por las cortes, pero dado que lo sea, yo no tomaré parte en la regencia tal cual está constituida. Lo de Portugal está lejos, y yo no vivo de futuro: luego, ¿qué significa un hombre de más o de menos en un Estado?, ¡nada! Suponed que esta tarde una espada me atravesara el corazón... Castilla, de seguro, señor Almirante, pasaría sin mí.

-A eso nada tengo que replicaros, y pues que estáis decidido, he aquí mi respuesta. En Cádiz os espero, y partiremos como hermanos de armas la cámara de la galera y la tienda que se me alce en las playas, donde vamos a desembarcar con la ayuda de Dios y el esfuerzo de nuestro brazo.

-Cuento probaros que si no merezco tan señalado favor, sé agradecerlo. Antes que vos partiré.

Y apretándose la mano en señal de despedida, se separaron tomando cada uno su camino.

El de Ayala lo condujo derechamente a su casa que anduvo con notable diligencia.

Allí, sólo consigo mismo, sentado en un sitial, cruzado de brazos y apoyando la barba en su agitado pecho, pasó un corto espacio meditando, no ya iracunda, sino dolorosamente lo pasado dándole un amargo adiós.

Después, con la firmeza de su ánimo y la energía de su carácter, se puso a escribir en un pergamino la renuncia de su empleo de Alférez mayor del Rey en su hermano Pedro López de Ayala, y firmándola la dobló.

Tomó otro y puso algunas líneas dirigidas al honrado corregidor de Toledo despidiéndose para un largo viage, y encargándole aceptase su renuncia como una prueba de su fraternal afecto, y que la presentara aquella noche al concejo.

Puso los dos pergaminos bajo la misma cubierta, los cerró y selló; concluido de hacer lo cual, llamó a Hernando de Illescas, y le dijo:

-Escuchad, Hernando. Luego que haya oscurecido, si yo no he vuelto, vais vos mismo a casa de mi hermano Pedro y le entregáis esta carta. Hasta que no sea la hora que fijo no os mováis de aquí, pues pudiera suceder que tuviera algunas órdenes que enviaros, y es necesario que estéis para recibirlas y darles un exacto cumplimiento.

-No faltaré de aquí un instante; descuidad.

-Bien. Ahora cambiadme esta espada por la de la cruz de acero.

Hízolo así el escudero, y cuando hubo concluido el Alférez mayor le alargó la mano y le dijo:

-¡Gracias, y adiós!

El leal Illescas no la tomó al pronto estrañando su acción, pero repropiándose la recibió en la suya estrechándola conmovido con un súbito presentimiento.

Rodrigo se fue y su joven escudero, asaz triste y caviloso, tomó la carta para Pedro López de Ayala, y examinándola estaba dándole una y mil vueltas entre sus manos, cuando un page entró precipitadamente gritando:

-Señor Hernando de Illescas, en la puerta está el reverendísimo arzobispo de Santiago, preguntando por mi señor.

-¡El Arzobispo aquí!, esclamó Hernando plantándose en dos saltos en la escalera, y de otros tantos junto a la litera abierta de D. García.

-¿El señor Rodrigo López de Ayala?, preguntó el Arzobispo al escudero.

-Acaba de marcharse, respondió éste.

-¿Tardará en volver?

-Lo ignoro absolutamente, contestó con respeto Hernando.

-¿Sabéis adónde se encamina?, añadió con interés Don García.

-No, nada me ha dicho al despedirse, y por mí no tengo ningún antecedente.

-Ya que no tengo la buena suerte de encontrarle, decidle cuando vuelva, a cualquier hora que sea, que le espera en su morada el arzobispo de Santiago.

Y estendiendo su brazo bendijo a los pages y escuderos de Ayala agrupados desde la puerta a la litera dando en seguida orden de dar la vuelta al alcázar.

-¡Qué sucede, Dios mío!, decía el impresionado Illescas subiendo lentamente los peldaños de la escalera mirándolos con tal atención, cual si en ellos estuviera la aclaración del misterio que lo ocupaba.

-Señor y Dios mío, murmuraba D. García en el fondo de su litera, no desencaminéis mis pasos; no apartéis de ella vuestra vista; es horrible que caiga sobre su frente la sangre de su padre, y todo se conjura para que suceda.




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Capítulo X

De cómo fue el duelo de D. Alfonso Manrique y el señor Rodrigo López de Ayala, y por quién se pronunció el juicio de Dios


Rodrigo López de Ayala salió por la puerta de Burgos al camino de Valladolid, y no bien hubo echado una ojeada por él, cuando divisó el Adelantado mayor parado a no larga distancia, ocupado al parecer en contemplar el horizonte, pero en realidad esperando a Rodrigo, con tanta impaciencia como es fácil imaginar.

Así que D. Alfonso lo descubrió vino a su encuentro y le dijo:

-Desde que salí del alcázar estoy midiendo esta arma, sucediendo lo que no esperaba por cierto; que me hicierais esperar perdiendo un tiempo precioso.

-En cuanto al tiempo sobra, contestó Ayala echando una mirada al cielo cubierto de densas nubes por Oriente y de vivísimas tintas a Occidente; todavía hay sol; por lo demás, perdonad siquiera por lo mucho que siento el que me hayáis precedido.

-Pues andemos, y si os parece tomaremos por la orilla del Arlanzón, donde hallaremos un sitio aparente para nuestro intento entre sus frondosas espesuras.

Aprobó Rodrigo la proposición del Adelantado, y ambos tomaron un sendero que conducía al río, entregado cada cual a sus pensamientos que a ninguno sonreían.

El cielo, como hemos dicho, estaba en parte cargado de nubes; ni una brisa hacía mover las hojas de los árboles, y los pájaros, rozando casi la tierra con sus alas, iban a esconderse entre el caído ramaje. El sol que declinaba sensiblemente, estendía una franja de luz por cima del denso velo de vapores que se elevaba sobre la tierra.

A gran trecho quedaba Burgos, y entrando bajo una espesa arboleda junto a la orilla del río, dijo D. Alfonso parándose a Rodrigo que le imitó:

-Paréceme que hemos hallado lo que andábamos buscando: aquí estamos al abrigo de una mirada indiscreta o curiosa que pretendiera estorbarnos.

-Es como lo decís, respondió con indiferencia Ayala.

Y arrojando sobre unas altas zarzas su gorra, desnudó su espada cuya punta clavó en la húmeda tierra para apoyarse en el pomo con indolencia.

-Cuando os parezca, le dijo a D. Alfonso saludándole altivamente; heme ya dispuesto.

En aquel momento la roja luz que inundaba el orizonte lanzaba encendidos rayos que reflejaban en las aguas del Arlanzón, y penetrando a través de la arboleda, daba un color siniestro a los objetos que hería.

La calma sofocante de la naturaleza y el silencio de la soledad eran los únicos testigos de la sangrienta escena que iba en breve a principiar. Ambos combatientes se ahogaban en aquella atmósfera fuertemente cargada de electricidad, mientras que a Oriente empezaban a romper las nubes, amontonadas unas sobre otras, la fugitiva luz de los relámpagos.

El Adelantado se quitó su negra capa de terciopelo arrojándola sobre la yerba que crecía en rededor, descubrió su cabeza como Ayala, desembainó el acero y dio un paso diciendo:

-Dios escude al que tenga razón.

Y dando otro paso más, cruzó su espada con Rodrigo.

El Adelantado mayor era vigoroso, diestro, esperimentado, y de una serenidad incomparable. Rodrigo tenía las mismas cualidades, superándole en otras de que no hacía uso para que el combate fuera igual; y lo era tanto, que durante algún tiempo ninguno había obtenido ventaja sobre su contrario.

En una de sus rudas acometidas la espada de D. Alfonso hirió a Rodrigo en la muñeca y saltó la sangre corriendo por sus dedos.

-Estáis herido, esclamó el Adelantado secundándole otra estocada en el pecho.

Una sonrisa de supremo desdén asomó a los labios de Ayala, que al sentir desgarrarse su carne no trató ya de equilibrar el combate, sino de desplegar sus fuerzas.

Su espada alcanzó a D. Alfonso en un hombro, seguidamente en el brazo. El Adelantado retrocedió un paso, y cayendo impetuosamente sobre Rodrigo le desgarró un furibundo golpe en la cabeza, que a alcanzarle de lleno lo partiera.

Sin embargo, sus cabellos negros se empaparon de sangre goteándola sobre sus hombros, mientras corría por su cuello en abundancia.

Entonces nada contuvo a Rodrigo, su propia sangre, su propio dolor le embriagó; y lo mismo que un león se lanzó a Don Alfonso abrumándole con sus golpes.

La sangre de uno y otro encharcaba la tierra que sus pies removían.

D. Alfonso vaciló.

-¡No más!, esclamó Rodrigo deteniéndose, ¡estáis vencido!

El Adelantado miró al cielo, luego su altiva frente se plegó y contestó con acerba espresión:

-He apelado al juicio de Dios, ¡que se cumpla! y concluyamos.

-Concluido, dijo Rodrigo con voz sorda.

Y parando la acometida de D. Alfonso, le sumergió todo el acero en el pecho.

Dio el Adelantado un traspié y cayó de espaldas quedando inerte.

Rodrigo se precipitó sobre él incorporándolo con cuidado y lo recostó contra un árbol para que sufriera menos.

El desventurado campeón de Elvira fijó en él una mirada, que a pesar de tener la tristísima vaguedad de la muerte aún fue bastante comprensiva para notar la desesperación de su matador, desesperación que tenía muy próximo el frenesí.

Lo miró fijamente un instante, le tendió la mano, y clavó sus ojos con resignada espresión en el cielo, que tan contrario le había sido.

Ayala la apretó convulsivamente entre las suyas, y después la llevó a su boca cubriéndolas de besos que tenían algo de delirantes.

Desprendiéndola D. Alfonso, no sin trabajo, hizo con ella la señal de la cruz, invocó en su interior al que lo había confundido en la tierra para que lo levantara a su seno en el cielo; estendió su mano hacia Burgos en acción de bendecir, y dos lágrimas resvalaron por sus mejillas que ya empezaban a elarse.

El sol se hundió en el ocaso, y un postrer reflejo iluminó con su encendido resplandor el rostro de D. Alfonso que hacía augusto sus cabellos blancos y el velo de la muerte que lo cubría.

Sus ojos se habían cristalizado fijos en Ayala, que no turbó su agonía con una palabra ni un gemido; cuando terminó, se levantó siempre silencioso, cubrió el cuerpo de D. Alfonso con su capa, le puso la espada a sus pies, recogió su gorra, envainó su acero, y antes de abandonar el sitio que tan funesta escena había presenciado, vuelto a Burgos estendió los brazos con un impulso de insensato dolor.

Luego cruzándolos echó a andar con un abatimiento sombrío. No lejos encontró unos pastores que recogían su ganado conduciéndolo al aprisco. Detúvolos y dándoles todo lo que contenía su escarcela les dijo:

-¿Veis aquel grupo de árboles?, pues en él hay un cadáver caliente aún. Id uno y guardadle, y el otro que vaya a Burgos y avise al arzobispo de Santiago que su hermano acaba de morir.

Sobrecogidos los pastores no osaron responder, y Rodrigo siguió a largos y desiguales pasos por la orilla del Arlanzón, andando a la ventura sin que lo guiara su voluntad ni su intento.

Era una máquina que obraba, en tanto que la fuerza física que le quedaba no se gastase del todo.

Esto sucedió, pronto su marcha se hizo lenta y vacilante, en momentos se paraba y su pecho se levantaba de fatiga.

El crepúsculo se estingió, y perdido entre jarales y malezas sólo oía el lejano murmullo del río cada vez más distante, y su respiración violenta y anelosa.

La oscuridad era completa; la luz de los relámpagos disipándola instantáneamente la hacían aparecer más densa luego, Rodrigo sentía dolores agudísimos, frío, su naturaleza de hierro se doblaba y cedía; le dio un vértigo, y estendiendo maquinalmente los brazos para asirse a algo y no caer, tocó una pared.

Rodrigo, cuyas rodillas se doblaban, sintió los ladridos de un perro, y la voz de un hombre que a pocos pasos de distancia resonó preguntando:

-¿Adónde vais, hermano?, ¿qué hacéis contra esa cerca?

-No lo sé, respondió Ayala afirmando su cabeza a la pared.

-¿Quién sois que desconozco vuestra voz?, dijo segunda vez la que hablaba en las tinieblas escuchándose más cerca.

-Un herido cuyas fuerzas se agotan.

Y era verdad, porque Rodrigo se desplomó desmayándose..

Dos brazos robustos y vigorosos lo levantaron conduciéndolo a una pobre y humilde cabaña, donde habitaba un monge benedictino que cuidaba una ermita dedicada a la Virgen, con el nombre de nuestra Señora de los Haces.

El monge que era un anciano atlético y vigoroso, rudo como su saco, pero caritativo como un hombre consagrado a Dios, lo acostó en su propio lecho, labó y vendó sus heridas y se preparó a velarlo componiendo un calmante con yerbas que templara su sed devoradora.

A media noche una fiebre que lo abrasaba le hacía delirar llamando a gritos a Elvira.

El anciano eremita lo contemplaba a la opaca luz que despedía una lámpara de hierro, y asustado de sus revelaciones murmuraba sujetándole las manos para que no se arrancara los vendages:

-Hay sangre en sus manos, sangre en su conciencia, sangre en su delirio; mucho sufre este cuerpo que se estremece de dolores, pero más sufre el alma que turba así el crimen o el desengaño.




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Capítulo XI

De lo que a Elvira aconteció en la cámara de la Reina


El arzobispo de Santiago y su sobrina habían perdido más tiempo del que creían.

La hora fatal fijada por D. Alfonso sonó antes que Elvira terminara su penosa confesión, y cuando la dejó en su litera y se disponía a tomar la suya, supo por los escuderos del Adelantado mayor, que venían del alcázar, que su Señor ya no se encontraba en él.

Por su parte Elvira llegó a la regia mansión cuando todos la habían dejado, y atravesando los ya desiertos salones, se dirigió a cámara de la Reina, donde la encontró acompañada de sus damas Doña Constanza de Castro, Doña Leonor de Avellano y Doña Isabel de Osorio.

Catalina de Lancaster levantó la cabeza, la miró con enojo y la dijo:

-No os diré Elvira que me habéis hecho esperar, porque de eso, según parece, se os da muy poco, pero sí que vuestro lugar está ocupado ya.

El orgullo de Elvira se reveló, y parándose en donde la cogió la prevención de la Reina contestó:

-Y tan ventajosamente, señora, que me obliga a daros el parabién. Si gustáis me retiraré.

-¡Eso faltaba!, esclamó Doña Catalina perdiendo el ceño; ahora os podíais ir y me dejabais satisfecha. Ya que no ha sido a tiempo, sea a lo menos.

He dicho a vuestro padre que quiero, mientras no os caséis con el Alférez mayor, que viváis en el alcázar, y desde mañana se os señalará la habitación más próxima a la mía.

Tuvo Elvira que hacer un esfuerzo terrible para dominar su impresión y sonreírse placenteramente para contestar:

-Si mi tardanza ha sido motivo para que toméis esa resolución, desde este instante la bendigo.

Y mientras esto decía, pensaba con amargura que su porvenir era una celda y un cilicio.

-El Alférez mayor, señora, se os va a mostrar enojado, dijo la dama de Osorio chanceando sobre el amor de Rodrigo.

-Aquí está el iris que lo calme, replicó Doña Catalina riéndose.

Elvira se sonrió también, pero sufría tanto al hacerlo, que temió se le escapara un ¡ay!

-Fuera de enojos ni reconvenciones, Elvira, dijo Catalina de Lancaster regocijada aquel día como la naturaleza con uno de primavera; siento que no hayáis asistido porque la corte ha estado brillante, la rica hembra de Alburqueque deslumbraba con su hermosura y con sus diamantes, y a propósito de ella, ¿sabéis que acaso se despose con el infante Don Fernando?

-¿Con el Infante, señora?, replicó con viveza Doña Isabel; por supuesto que lo autorizará V. A.

-¡Sin duda alguna!

-¿Y lo haréis?, dijo la de Osorio tornando a insistir en su pregunta.

-El concejo lo desea; y me lo rogó tanto anoche el duque de Benavente...

-Se interesa mucho D. Fadrique por la rica hembra, dijo maliciosa o cándidamente la joven Doña Constanza.

-Y a mí me parece, repuso Doña Isabel con la naturalidad mayor del mundo pero que encubría una intención profunda, que el noble gobernador no se interesa sino por sí mismo.

Las megillas de Catalina de Lancaster se pusieron como el carmín, y las de Elvira palidecieron: ambas habían comprendido a la dama, que a su vez había comprendido a D. Fadrique.

La Reina se dirigió bruscamente a Elvira, y la dijo cortando la réplica de la de Castro:

-Traed mi bastidor, Elvira. Quiero bordar para concluir pronto el paño de altar que tengo ofrecido a nuestra Señora de las Huelgas con las dos lámparas de plata por la salud del Rey. No es justo demorar el don después de haber recibido la gracia.

Elvira tomó un bastidor que estaba en un estremo de la cámara y le preguntó:

-¿Dónde lo pongo?

-Allí, junto a aquellas ventanas. Vos Leonor, traedme mi sillón.

Las dos damas obedecieron a la Reina, que sentándose tomó la aguja y se puso a bordar con gran primor y no poca ligereza, diciendo a su favorita:

-Elvira, ayudadme como acostumbráis, que yo os ayudaré en lo que se os ofrezca para pagároslo.

-Lo estoy, señora, con hacerlo.

Y a pesar que no podía tenerse de pie Elvira se situó a un estremo del bruñido bastidor colocando delante de sí las agujas, los ovillos y las tijeras para ir enhebrando y cortando como la labor lo requería.

En el otro estremo se sentaron las damas, que a porfía celebraban las matizadas flores que la mano de la Reina iba formando, siguiendo no obstante la conversación que Doña Catalina provocaba con una pregunta y que sostenían las tres.

En cuanto a Elvira, a pesar de la calma esterior que mostraba, sentía una ansiedad tan horrible, una opresión tan violenta, que le era estrecha para respirar la vasta cámara que impregnaba de aroma su vestido.

Sucesivamente se abrieron las puertas de la cámara y entraron por ellas el Rey con el obispo de Cuenca, su camarero Juan de Velasco, y poco después el Alcaide de los donceles.

Tras éste entró el arzobispo de Santiago. Elvira lo miró, pero su frente severa estaba impasible, no revelaba nada; tan dueña era de sí misma.

-Reverendísimo padre, dijo con viveza el Rey apenas le vio, ¡qué os ha detenido hoy que no os hemos visto en la corte de que sois parte tan principal?

-Un deber de mi ministerio, señor, tan sagrado cual lo es un sacramento.

Todas las damas lo miraron con curiosidad; Elvira le dirigió una interrogadora mirada furtiva y desesperada que no obtuvo contestación.

-Padre mío, dijo Doña Catalina preocupada desde la observación de Doña Isabel de Osorio; la buena abadesa del monasterio de Santa María del Real, que tan fervorosamente ha pedido con su comunidad por la salud del Rey a aquel que se la ha dispensado con su infinito poder, implora del nuestro una recomendación para conseguir del concejo un privilegio de jurisdicción eclesiástica y señorial sobre el lugar de Rubena.

-Se le alcanzará, señora, respondió el Arzobispo acercándose, cuando no por otra razón, porque vos deseáis que lo obtenga.

Y pasando junto a Elvira la preguntó en voz sólo de ella perceptible:

-¿Sabéis dónde iba vuestro padre cuando saliera del alcázar?

Un signo negativo fue la respuesta de su sobrina.

-Enhebradme con blanco, Elvira, dijo la Reina, y cortad esta hebra ya acabada.

El Arzobispo se mordió los labios, y contra su voluntad su frente severa se puso sombría.

Inclinándose Elvira, cortó la hebra concluida y enhebró la que le pedían. Después se enderezó y clavó en D. García una mirada de suprema ansiedad.

-¡Tranquilizaos, valor!, murmuró el Prelado separándose.

Y despidiéndose de su pupilo y de la Reina, salió del alcázar sin saber qué hacer, ni adónde dirigirse, porque ni de D. Alfonso ni de Ayala había quién le diera razón dónde se hallaban, y ante el escándalo de buscarlos públicamente vacilaba.

Después de D. García se fue el Rey, y con él su ayo y su camarero; el Alcaide de los donceles los siguió, y quedaron solas la Reina y sus cuatro damas.

Doña Catalina trabajaba con ardor, Elvira servía el bastidor en silencio, y las damas departían lánguidamente de cosas sin interés, pero pronunciando nombres que hacían estremecer a Elvira.

Así pasó una hora. Cada ruido que resonaba fuera del alcázar, cada murmullo que se percibía en las antecámaras producían en Elvira una fuerte palpitación.

Cuando las doradas puertas se habrían, su mirada se tornaba para ver quién iba a pasar por ellas, y un sudor frío inundaba su frente cuando veía su esperanza desvanecida.

Mientras tanto, el cielo se iba poniendo tempestuoso como la víspera, y el sol terminaba su diurna carrera derramando una luz viva y encendida que todo lo ceñía y coloraba.

La angustia concentrada de Elvira empezaba a ser mortal, y sin embargo vagaba la sonrisa en los labios que se iban amoratando.

Abriéronse las puertas, y vio aparecer y adelantarse a Ruy López Dávalos y a el maestro de Calatrava, pálido y visiblemente conmovido. Diole el corazón tan violento latido que maquinalmente se llevó la mano para sujetarlo.

Ruy López se acercó en silencio al bastidor, se inclinó sobre él como si fuera a mirar alguna cosa, y le dijo a la Reina en voz muy baja:

-Acaba de morir o en duelo o asesinado el Adelantado mayor.

Doña Catalina levantó bruscamente la cabeza, y dudando lo mismo que oía le preguntó:

-¿Don Alfonso Manrique?

Ruy López hizo una señal afirmativa y dio un profundo suspiro.

La Reina soltó la aguja y manifestó su profundo dolor con un espresivo ademán.

Todas las miradas se fijaron alternativamente en Dávalos y en la Reina, menos las del Maestre que contemplaban a Elvira enhebrando con mano muy temblorosa la aguja que un instante antes le pidiera Doña Catalina.

Aún no lo había conseguido cuando de repente la campana de una iglesia inmediata comenzó a dar esos tañidos largos y tristes que anuncian a los fieles la salida de la Estremaunción, sacramento que sólo se imprime en la agonía.

A los primeros ecos, la frente tan noble, tan hermosa de Elvira se puso cenicienta, sus rodillas se doblaron, y cayó desplomada sobre la alfombra.

Doña Catalina dio un grito poniéndose de pie, las damas asustadas la imitaron, y el maestre y Dávalos se precipitaron para levantarla.

Pero por un esfuerzo supremo de energía ella misma se incorporó, y mirando a D. Gonzalo y a Ruy Dávalos con una sonrisa espasmódica dijo:

-Me he... caído... no es... nada... nada.

-¡Elvira!, esclamó la Reina profundamente afectada: ¡qué golpe!

-¡Valor para recibirlo, hija mía!, dijo conmovido el Maestre a pesar de su rudeza.

-¡Dios se lo dará porque es grande para todo!, dijo Don García entrando en la cámara pálido como la cera.

Elvira lo vio, tendióle los brazos y esclamó sucumbiendo al doble peso que la abrumaba:

-¡Ha muerto! ¡¡por mí!!...

Y cayó sin conocimiento a los pies de D. Gonzalo.

-¡Dichoso él, hija mía!, murmuró sombríamente D. García arrodillándose a su lado y poniéndole las dos manos en la cabeza que se había abatido para siempre.




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Capítulo XII

En el que se da cuenta de lo que ocurrió después de la muerte del Adelantado mayor, y de la plática que tuvo Elvira con el Arzobispo su tío


Dejemos pasar el intervalo de tres meses para anudar el hilo de nuestra peregrina historia violentamente roto con la muerte de D. Alfonso Manrique; dando antes una sucinta idea de lo más notable que durante ellos ocurrió.

Quedó su hija, en nuestro último capítulo, perdido el conocimiento a impulso del rudo golpe que acababa de recibir y de la prolongada agonía que le había precedido; la Reina sentida y acongojada; las damas llorosas; Dávalos y Guzmán conmovidos, y D. García, postrado junto a ella, confesando en una lacónica esclamación que era preferible la muerte de D. Alfonso a los pesares que dilatándose sufriera.

Pasado el primer instante de estupor, el Prelado, que no había perdido su energía, hizo que su sobrina fuese de allí conducida en brazos de sus escuderos hasta su litera, y en ésta llevada a su palacio. Luego que llegaron se la colocó en su lecho, a cuya cabecera se situó Fr. Mendo Pérez por espreso mandato de la Reina, tan vivamente sentida de la muerte del Adelantado mayor, como interesada en la conservación de la vida de su hija.

El cuerpo del infortunado D. Alfonso se espuso en el salón principal de su palacio, instantáneamente vestido de negras colgaduras, y adornado con todo el fúnebre esplendor con que el orgullo humano ha rodeado en todos tiempos la muerte. La amarilla luz de los blandones resvalaba sobre la descompuesta faz del cadáver, haciendo brillar las franjas, los flecos y las borlas de oro que adornaban las colgaduras de su lecho de reposo.

Todo lo ordenaba D. García, a todo hacía frente. Rodeaba de cuidados a Elvira, en quien se había declarado una fiebre violenta produciéndole un deliro frenético, unas veces y otras horriblemente congojoso. Oraba sin lágrimas, pero con un dolor amargo y profundo junto al despojo mortal de su único hermano. Daba órdenes a los pages y escuderos, dueñas y doncellas que de acá para allá iban plañendo y gimoteando éstas, suspensos, aturdidos y contristados aquéllos, para que se ocuparan en servicio de la doliente, o en hacer los preparativos de los fastuosos funerales de su señor; recibiendo por último con tristeza y mesura a todos los ricos hombres y caballeros, deudos y allegados que en Burgos se hallaban, en cuyo número se contaron el duque de Benavente y Pedro López de Ayala.

Por lo que hace a Rodrigo, todos menos el Arzobispo lo echaron de menos. Díjose por su hermano que, en la misma hora de la catástrofe, dejaba a Burgos para desempeñar una comisión secreta e importante en Portugal; y como no presentó su renuncia y mostró por Elvira vivísimo interés y gran sentimiento por su padre, fue creído de todos los que no tuvieron una parte en aquella funesta tragedia.

Hizo secretamente grandes diligencias para saber el paradero de su hermano, pero fue inútil, porque ni un vestigio halló de él en ninguna parte. Se resolvió, pues, a esperar del tiempo la solución del sangriento e incomprensible enigma que, gracias a su reserva y a la del Arzobispo de Santiago, se hizo indescifrable para todos.

El duque de Benavente asistió como estraño a los sucesos que su torcida venganza ordenó, pero a su pesar bebió entre la ambrosía de su venganza, algunas gotas de hiel que en ésta vertió un sordo remordimiento.

Seguía, pues, suspirando a los pies de Catalina de Lancaster, que sin confesárselo lo amaba, ocupándose del porvenir y soñando una corona que, en su desmedida ambición y en su orgullo presuntuoso, se encontraba digno y predestinado a ceñirla.

Y mientras así lo arrullaba la esperanza y gozaba de lo presente, Elvira pasaba sus días, primero entregada a los delirios de una intensa fiebre, después en unos deliquios mortales, y luego en la más completa postración física y la más absoluta insensibilidad moral.

Después de temer por su vida se temió por su razón, y Don García se preguntó más de una vez si no valía más que muriese a vivir en aquel estado.

Pero Elvira había cumplido veinte años en uno de los días que su enfermedad fue más peligrosa, y su juventud la venció. Lentamente se fue reanimando; su lánguido desfallecimiento cesó, volvieron los recuerdos a su embotada inteligencia, y con éstos sus inconsolables pesares.

Volvemos, pues, a encontrarla en una tarde de otoño, sentada en el mismo sillón donde la vimos en la que se decidió a romper el velo de su destino, rodeada de dueñas y doncellas como entonces, escepto Doña Mencía, que fue entregada por el Arzobispo a la soledad y estrechez de una oscura celda, a la aspereza de la regla de San Benito, y a la vigilancia de una severa abadesa. El page estaba sentado en un cogín a sus pies, el balcón donde estuvo asomada abierto, y sin embargo el cuadro era diferente, en nada se reconocía.

Ya no era Elvira aquella mujer de embelesadora hermosura y frente orgullosa, que paseaba con Ayala esquiva y altanera por los bosquecillos del alcázar; no era la que llena de pasión y de esperanza llenaba de orgullo y de ventura al duque de Benavente con un «¡te amo!» al abandonar el festín de la reina de Navarra; no era la que febril y desesperada se había arrodillado a los pies del arzobispo de Santiago; de Elvira sólo quedaba una sombra, pero sombra tristísima y desolada.

Habían colocado su sillón frente al jardín, que de sus galas conservaba un resto de verdura que solo se tornaba amarilla; pero a la sazón ni miraba las escasas flores que aún había, ni los pájaros que revoloteaban al rededor, ni tampoco se elevaban sus ojos hacia el cielo terso y purísimo; con una vaguedad cruzaba el espacio sin percibir ningún objeto.

Aquel Fernando tan travieso y burlón que iba como loca mariposa de una en otra dueña, ora enflaquecido, macilento, sin chistar ni moverse, parecía una de esas alegres y voladoras aves privadas del aire y de la libertad.

Las dueñas y doncellas todas enlutadas y en silencio, bordaban y cosían, y de vez en cuando alzaban una mirada sobre su señora, que ni aun sentía la impresión del aire rozando sus hundidas y amarillentas megillas que marcaba su melancólica y profunda distracción.

Un tenue ruido que iba pasando de antesala en antesala llegó hasta el espléndido salón donde se hallaba Elvira, anunciando la presencia del Arzobispo: dueñas y doncellas se levantaron, Fernando salió a recibirle, y así que entró todos se retiraron.

Don García llegó hasta su sobrina sin que ésta se apercibiera ni hiciese el más leve movimiento.

Por un brevísimo instante la estuvo contemplando en su tristísima abstración, anublándose su semblante de suyo tan severo; pero disimulando su impresión estendió su mano hasta tocar su frente tan descolorida y mustia, y le dijo con dulzura:

-¿En qué pensáis, hija mía?

Levantó Elvira sus ojos hundidos y empañados, y contestó con la calma del desaliento:

-En nada. Floto enmedio del vacío que me predijo Ben-Samuel.

-¡Elvira!, replicó el Prelado con acento de reconvención; ¿cuántas veces será menester que os repita que olvidéis?

Elvira cruzó las manos y bajó la cabeza con el abatimiento del que no tiene fuerza ni esperanza.

-Hija mía, añadió el Arzobispo con acento persuasivo y enérgico; alejad esos recuerdos funestos de vuestra memoria; luchad con ellos sin tregua, poniendo vuestra confianza en el Padre Celestial; en aquel que después de la tempestad restablece la calma; en aquel que recibe en espiación las lágrimas y los suspiros, y cuya compasión y bondad nos los compensa colmándonos de consuelos, de paz, de ventura y dulce alegría.

-Grande es su poder, dijo Elvira, cuya fe estaba tibia con la desgracia; pero hay horas que siento mi frente húmeda... y tengo miedo de pasar por ella la mano no la retire empapada en sangre.

-Ése es un resto del delirio de vuestra enfermedad, dijo D. García confortándola con singular amor.

-¡Ya no deliro!, dijo Elvira sonriéndose con amargura; ahora siento.

-Pues bien, hija mía; cuando os acometan esas ideas, cuando os aflijan esos pesares, cuando ese pasado con sus funestas imágenes se os presente a vuestra imaginación, levantad vuestras manos a Dios; pedidle con fe; pedidle con lágrimas que os tranquilice, y veréis cómo se disipa vuestra angustia. Entonces, fortaleciéndose vuestro espíritu con la fuerza que os comunique, veréis cómo huyen esos fantasmas apenadores con la luz de su mirada.

-No lo espero, replicó Elvira con su desolada calma; constantemente están en mi fijo y horrible pensamiento: se colocan entre mis ojos y el cielo; entre mi oración y Dios; llenan el espacio que me rodea; siempre los tengo delante; ¡siempre, siempre! y yo creo que esto debe ser así eternamente...

-No, Elvira. El tiempo calmará la amargura de vuestros recuerdos por sí mismo. Pero dejemos lo pasado, que ya pertenece a Dios como el que muere, y ocupémonos del porvenir que aún puede ser tranquilo, tal vez feliz, cuando la paz descienda a vuestro corazón.

La Reina os llama con instancia, ¿queréis volver a su lado?, ¿habéis resuelto alguna cosa respecto a vos?, ¿formáis algún proyecto sobre vuestra futura existencia?, comunicádmelo, hija mía, y yo os allanaré el camino que os plazca seguir, arrancando los abrojos que en él se encuentren.

Pasó Elvira su mano enflaquecida y casi transparente por su frente amarilla y nebulosa, y después de un instante de vacilamiento preguntó con emoción:

-¿Y Ayala?... ¿dónde está?... ¿qué hace?...

-Hija mía, contestó el Prelado temeroso del efecto que su respuesta podía causar en el ánimo impresionable de su sobrina; no se sabe, ¿por qué me lo preguntáis?

-Para acabar de convencerme que en todo tuvo razón Ben-Samuel, dijo Elvira sombría; el uno rechazó el instrumento inútil y gastado; el otro le arrojó sangre y desprecio, y heme sola en el vacío.

Los ojos del Prelado se inflamaron, su frente se plegó, y con una energía terrible esclamó:

-¡Por Jesucristo, Elvira!, ¡perdonad a esos hombres y lanzadlos de vuestra memoria!

Mas Elvira bajó la cabeza por, segunda vez con más sobrecargada espresión que la primera, y guardó silencio.

Don García se dominó, dulcificó su acento y le dijo:

-Aquí se nutre vuestro pensamiento en recuerdos emponzoñados, y es necesario que os sustraigáis a ellos. Vamos a tomar un partido, hija mía. Entregaos a Dios o al mundo, pero no permanezcáis así. Resolveos a una cosa; os brinda la paz de un claustro y los favores de la corte, ¡hablad!

-El día... aquel día en que yo debí morir, prometí para salvar el nombre de mi anciano padre de una mancha, profesar en un convento; sea por su memoria lo que ya es inútil para su fama.

-Lo que entonces ofrecisteis no tiene ningún valor, Elvira, por poco que os inclinéis a la corte...

-No quiero que esta frente la vea nadie. ¡A Dios me acojo! ¡Dios y la muerte no rechazan a nadie!

Y Elvira se cubrió la suya con las dos manos.

La fuerza de D. García se gastaba contra aquella desolada desesperación.

-¿Dónde queréis tomar el velo, hija mía?, le preguntó después de una ligera pausa.

-En Santa María de las Huelgas, ¡de allí salí para el mundo!

-¿Y para cuándo fijáis vuestra entrada?

-Para mañana si lo aprobáis.

-¡Bien! Pero antes que lo hagáis tenéis un deber sagrado que cumplir. ¿Qué disponéis de esos fieles y antiguos criados que os han visto nacer, y que en el último tercio de su vida van a hallarse sin dueño y sin pan? ¿Qué destino queréis darle a esos inmensos bienes de que sois poseedora?

-Una parte no escasa de ellos la distribuiréis entre todos esos viejos y leales servidores que han encanecido en el servicio de mi familia, para que no conozcan jamás que les falta su señor. Los restantes repartidlos en los conventos de Burgos, para que imploren cuotidianamente el eterno descanso de mi padre.

-¿Qué más deseáis, hija mía?

-Que le digáis a D. Gonzalo Núñez de Guzmán le recomiendo a mi page Fernando; que le suplico sea su protector, y que haga de él un cumplido caballero. También os lo suplico a vos, y os encargo además que le forméis de mis bienes un patrimonio modesto pero independiente.

-¡Descuidad! Fernando será dichoso en memoria vuestra, o por lo menos se hará porque lo sea. ¿Queréis ver a la Reina y despediros de ella?

-¡No, no quiero pruebas!, harto he sufrido. Decidla sí en mi nombre que no voy a besarle la mano, porque temo que me falten fuerzas para atravesar su cámara, y que le pido como un último favor asista cuando tome el velo a la ceremonia.

-Lo hará, estad segura, y para participarle vuestra resolución, os dejo, hija mía.

-¿A qué hora vendréis mañana?, le preguntó Elvira que estaba tan pálida como una estatua de cera.

-A las diez, dijo D. García dolorosamente afectado, ¿os parece bien?

-Sí, sí; así llegaremos temprano al monasterio.

-Pues hasta mañana, hija mía.

-Un momento, esclamó Elvira arrodillándose; que me bendiga el que ha sido mi consolador.

Y doblando la cabeza cerró los ojos y cruzó las manos apretadamente.

-¡Señor y Dios mío!, esclamó el Arzobispo con profunda emoción; descended a su alma y dulcificad su amargura, reanimad su espíritu que desfallece, dadle resignación y esa suprema esperanza que procede de vos y en vos se cifra.

Elvira abrió los ojos y clavándolos en el firmamento claro y transparente, dijo:

-¡Dios mío!, ¡y si no me dais consuelo, dadme fuerza, porque sucumbo!

Un sollozo se escapó del pecho de bronce de D. García, el cual alzándola y colocándola en su sillón la dejó, no sin llamar a sus dueñas y doncellas para que entraran a acompañarla.




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Capítulo XIII

Cómo el Arzobispo D. García Manrique hizo el encargo de su sobrina, y consiguió de D. Enrique lo que de él solicitó


De la morada de Elvira se fue D. García derechamente al alcázar, y cuando entró en la cámara de la Reina con el dominio que ejercía sobre sí mismo, no se descubría en su rostro tan severamente caracterizado un vestigio de la emoción que había sufrido.

Era el hombre de hierro el grave y adusto Prelado.

Había dado la Reina grandes y reiteradas pruebas de interés por su dama predilecta, lo mismo en su peligrosa enfermedad que durante su larga convalecencia, haciéndole saber por medio del Arzobispo, única persona que la veía, era su intención llevársela a su lado para endulzarle sus penas con afectuosas atenciones.

En el momento que D. García se presentaba para darle la despedida de Elvira, la Reina, que estaba rodeada de sus damas, se ocupaba en hablar a éstas de aquélla, y al oír el nombre del Prelado, ocupada como estaba su memoria por su favorita, dijo después que éste la saludó:

-Siempre os veo con placer en mi cámara, reverendísimo padre, pero lo que es ahora os aseguro sois esperado con impaciencia.

¿Qué nuevas me traéis de Elvira?, ¿la veremos por fin a nuestro lado como solicita mi deseo?

-No señora, respondió el Arzobispo con firmeza y mesura; Dios se ha servido disponerlo de otro modo. Irrevocablemente decidida trocará mañana su palacio por una celda y muy en breve la tierra por el cielo, recibiendo cumplida recompensa por lo que desprendidamente abandona.

-Y su corona será más rica que la mía, repuso la Reina entristecida; y sin embargo, lo confieso, padre mío, la veré sobre su frente con indecible pesar.

-Siento lo mismo que V. A., señora, replicó D. García dando un amargo suspiro; y tanto más cuanto que la vejez no renueva sus afecciones ni ve reparadas sus pérdidas. Elvira es una estrella que se eclipsa, y quiere consagrarle a Dios sus últimos resplandores.

Acabo de dejarla preparándose para entrar mañana en el monasterio de las Huelgas. Os envía su despedida, asegurándoos lleva a su retiro el pesar de no veros ni besar vuestra mano, pero quebrantada como una caña batida de recios vendavales, le falta la fuerza necesaria para arrostrar los recuerdos que tiene el alcázar para ella.

-Respeto la amargura de sus sentimientos, respeto su resolución aunque me cause un disgusto inesplicable; respondió la Reina afectada. Así se lo diréis, y también que iré como una amiga a visitarla en su retiro.

-Podéis hacer más por ella, aunque sea mucho lo que ofrecéis, le dijo D. García recordando el deseo de su sobrina.

-No adivino qué, replicó con viveza Catalina de Lancaster; de otro modo estaría hecho lo que indicáis.

-Enviarle la promesa de asistir a la ceremonia de su toma de hábito en Santa María la Real, lo cual os ruega la concedáis.

-¡Aún no lo creo!, esclamó conmovida la Reina. Mas si llega ese día, si resiste las súplicas de Ayala, que no puede tardar en volver, como asegura su hermano el corregidor de Toledo, si el tiempo nada puede sobre su dolor, vos y yo seremos sus padrinos. Participádselo y prometédselo en mi nombre.

-Lo deseaba, señora, sin que me atreviera a proponéroslo, contestó el Prelado sin que la satisfacción de su orgullo lisongeado con aquella distinción quitara alguna de las muchas sombras de su frente; permitid que os dé las gracias por tan gran merced como nos hacéis, concediendo a mi sobrina su primera última súplica, y honrándome a mí que hago con ella las veces de padre, eligiéndome para acompañaros.

-¡Pobre Elvira!, dijo Doña Catalina así que D. García salió; la última tarde que pasó en esta cámara, ¡cuán feliz era! ¡Quién le hubiera podido predecir tal turbión de desdichas!

-Señora, dijo doña Isabel de Osorio que había estado pensativa; en la muerte de D. Alfonso Manrique, en esa desaparición misteriosa de Ayala, en esa desesperación incurable de Elvira, hay un misterio que creo no ha de ser incomprensible para todos; y pardiez que si mis presunciones no se engañan, el duque de Benavente ha de poder aclararlo.

-¡El Duque!, esclamaron a la vez la Reina y todas sus damas.

-¡El Duque!, repitió la de Osorio con grave acento.

-Pues yo le creo completamente estraño, dijo Catalina de Lancaster en tono de absoluta convicción.

-Yo no, repuso la dama con tanta o más.

-¿Pero qué motivo tenéis para creerlo?, replicó la Reina ligeramente alterada.

-Ciertos antecedentes y diferentes observaciones que ahora se me completan con la revelación que el Arzobispo acaba de hacer.

-Esponedlos si queréis, doña Isabel, dijo Catalina de Lancaster sonriéndose incrédulamente.

-Yo sé que el Duque ha pretendido a Elvira.

-¿A Elvira?, esclamó la Reina sin poderse contener.

-Sí, señora, contestó la dama dando una terminante afirmativa.

-Sería cuando salió del convento...

-No señora, ha sido después que la corte vino a Burgos.

-¡Imposible!, dijo Catalina de Lancaster respondiéndose a sí misma.

-Señora, repuso doña Isabel de Osorio con profunda intención. V. A. no conoce aún a D. Fadrique de Castilla, cuando duda de su atrevimiento y desconoce su veleidad.

La Reina conoció que se hacía traición, y dominándose dijo a su dama con indiferente acento:

-Ni dudo ni creo, Doña Isabel, pero me sorprendo oír lo que nadie ha imaginado.

-Porque el Duque sabe disimular lo que le importa, y le importaba ocultar sus pretensiones amorosas, pues que el Alférez mayor a tener de ellas una prueba, le hubiera retado y le hubiera tendido a sus pies ni más ni menos que lo hizo en el último torneo.

-¡Y lo descubristeis vos!, repuso con ironía la Reina.

-Sí señora.

La Reina dio una carcajada cuya violencia no conoció más que su interlocutora. Las damas le hicieron coro alegremente, y algún sarcasmo cayó cortante y agresivo sobre ella.

-Quede sentado que el Duque pretendió clandestina y apasionadamente a Elvira, porque D. Fadrique, todo antojo y todo orgullo, es también todo fuego y todo ímpetu. ¿Le resistió la prometida de Ayala?, no lo sé, eso entra en el misterio. ¿Lo supo el Alférez mayor?, si lo supo, ¿por qué ha huido el día mismo que D. Alfonso caía a orillas del Arlanzón con una herida mortal? ¿Quién fue el que le hirió? He ahí lo que no se sabe, pero es de presumir que uno de los dos rivales.

-El Duque no fue, dijo la Reina empezando a preocuparse con las revelaciones y las suposiciones de su dama; el Duque pasó la tarde con Doña Leonor su hermana y Doña Beatriz su cuñada; y Ayala salió para Portugal como lo afirma su hermano. Además, era el amor que suponéis en el Duque motivo para reñir con su rival, no con el padre de su amada.

-Ése es el enigma, señora.

-Que Ayala aclarará a su vuelta.

-No lo espero.

-¿Por qué razón?

-Porque Elvira va a profesar.

-¿Y si ella prefiere a Dios?...

-Es que Rodrigo López de Ayala se interpondría entre Dios y ella, así como D. Fadrique se ha interpuesto entre él y su prometida. Además tiene su palabra dada, y sabéis que para profesar se necesita no tenerla.

-Ésa es mi única esperanza, que cuando venga lo haga, reclamando su derecho.

-¡Si vuelve!, os repito lo mismo que D. Fadrique me dijo la tarde de los funerales del Adelantado.

La Reina miró fijamente a su dama y dijo con intención:

-Doña Isabel, cuán enemiga sois del Duque.

-¿Enemiga porque descubro sus pretensiones amorosas? ¡Oh! no, señora, no lo soy, es que adivino sus intenciones siempre interesadas y ambiciosas; es que soy muy afecta a las que él designa para llenarlas y satisfacerlas, y las prevengo como puedo.

-Siempre que lo hagáis a tiempo, dijo Doña Catalina gravemente, debéseos agradecer.

-Y eso que V. A. no conoce al hombre que ama hasta que le corresponden; que pretende hasta que obtiene, y que olvida así que se le satisface.

-¡Temible es!, murmuró la Reina con terror.

-¡Oh! no señora; la que ame al Duque, que no se lo manifieste jamás y le tendrá mientras aliente a sus pies.

-Mucho le conocéis, dijo maliciosamente una dama.

-Y no por esperiencia propia, replicó la discretísima Doña Isabel con donaire; porque yo Doña María sólo hallé gracia en los ojos de mi difunto esposo, que no reparó en esta desmesurada nariz.

Y la dama, que con efecto la tenía prolongada, la presentó con la mayor gracia del mundo. Todas las demás se echaron a reír, y la conversación recayó en ella misma.

Pero mientras que Catalina de Lancaster recibía un aviso tan directo como era posible dársele; mientras que Doña Isabel se esforzaba en aclarar lo que para todos estaba completamente oscuro, y las damas acogían sus presunciones burlándolas, porque la Reina las rechazaba; el arzobispo D. García Manrique salió de su cámara, y se dirigió a la del Rey a paso lento y un tanto pensativo; y llegando a la antecámara se deslizó por una puerta esculpida que se hallaba entornada, penetrando en una bastísima habitación, en cuyo fondo se veía la venerable figura del buen obispo de Cuenca, regaladamente sentado en un altísimo sitial.

Acercóse D. García y se levantó perezosamente el ayo de Enrique III saliendo a su encuentro, y así que acortando la distancia uno y otro se encontraron mano a mano, le dijo aquél a éste:

-¿Y el Rey?

-En su cámara leyendo.

-¿Solo?

-Sí.

-¿Le habéis hablado como os rogué?

-Y no una voz sola por complaceros.

-¿Y qué dice?

-Su corazón se conmueve y accede, porque es bonísima su índole; pero tiene miedo y lo resiste negándose a darle la libertad.

-¡Miedo!, ¿a quién?

-A los gobernadores, o mejor dicho al Primado como sabéis lo que pasó con el testamento...

-Una vez que está prevenido, yo le hablaré, y si algo vale mi ruego ha de concederme lo que demando.

Y esto diciendo saludó al pacífico Obispo, y saliendo de su presencia se dirigió a la de D. Enrique, entrando a su cámara para aprovechar su soledad.

Una lámpara de plata iluminaba la regia estancia. En un ángulo de ella estaba Enrique III leyendo atentísimamente en un voluminoso libro puesto en su atril, y éste sobre una mesa cubierta de un tapete de terciopelo carmesí, al lado del cual había una palmatoria de plata con una vela de cera que reflejaba su amarilla luz sobre el libro y el tierno lector.

Distraído por la voz de D. García volvió la cara, y fijando en él su inteligente mirada,

-Rato ha que os espero, le dijo con afectuosa espresión.

-Y eso que no sospechabais que los dos aquí solos y retirados, vamos a tratar un asunto muy grave, desempeñando cada uno una misión muy distinta, pero las dos grandes y elevadas.

-¿Venís a darme esas sublimes lecciones que oídas de vuestra voz se graban a la vez en el corazón y en la memoria?

-Sí; pero antes tendré necesidad de recordaros que sois Rey, y que como tal ejercéis la potestad augusta que hace al que lo es la imagen de Dios sobre la tierra; porque así como las suyas en el Cielo, vuestras sentencias en la tierra son inapelables, y así como perdona, perdonáis. Éste es un privilegio, D. Enrique, que enaltece; no lo dejéis en desuso si queréis glorificaros.

-No lo temáis, padre mío, respondió Enrique III con su precoz gravedad. Cuando reine veréis como no ha sido inútil el que me amaestréis con vuestros consejos: aquí están vuestras inspiraciones.

Y el dócil discípulo tocó su hermosa y desarrollada frente con sus dedos delgados y amarillos.

-Muchas veces os he dicho que cuando jiréis en vuestra esfera de Rey, ejerzáis sobre vuestros vasallos el influjo de padre, a semejanza de aquel que reina sobre los pueblos y los reyes, quebrantándolos o ensalzándolos, según se humillan o ensobervecen.

Os he dicho también que tenéis que hacer justicia, y que ha de ser con rectitud, con imparcialidad, con firmeza.

Os he dicho que tenéis que perdonar ofensas propias más que ajenas, éstas con reflexión y detenimiento, aquéllas con grandeza y generosidad, noblemente, y que sea un acto espontáneo, más bien que impuesto, porque de este modo ni se agradece ni se admira, porque es un acto de debilidad, y no un buen impulso de conmiseración o hidalguía.

El Rey, pues, D. Enrique, debe hacer su yugo suave: debe juzgar tan rectamente que al que condene no lo reconvenga, ni al que absuelve lo agradezca: debe perdonar con magnanimidad.

Todo esto lo sabéis y mucho más, porque lo que no se os dice, lo adivina vuestra penetración, lo descubre vuestro instinto; así es que poco tengo que enseñaros. Lo que sí es menester es conducir vuestra voluntad, y eso es lo que cumple a mi ministerio; por eso os he dicho que los dos haremos cosas grandes, y grandes serán si mi voz halla eco en vuestro tierno corazón.

-¡No ha de tenerle, padre mío!, mostradme lo que he de hacer, y veréis cómo me dedico a la obra.

-A mostrároslo voy, pero antes escuchad. Figuraos que han pasado los años, que sois mayor, y os hemos entregado las riendas del gobierno. En Castilla, como en todos los reinos diseminados sobre la haz de la tierra, hay débiles que son oprimidos, y fuertes que son opresores, ¿qué os corresponde hacer con éstos y con los otros?

-Estender mi cetro entre ambos para que se convierta en escudo que proteja al oprimido, y freno que contenga a los opresores. El Rey debe serlo de todos y para todos.

-¿Y si una de esas cabezas encumbradas y altivas, pero amadas, porque todo mortal tiene sus afecciones, se volviera contra vos, o faltara a la ley, o vendiera la patria, qué haríais?

Púsose el niño en pie, y realzando su ademán y la espresión de su rostro lánguido y delicado, la energía y la resolución, respondió:

-Si vendiera a mi Castilla le castigaría severamente, aunque fuera mi propio hermano.

-¿Y si hollara la ley?...

-¡También!

-¿Y si se revelara contra vos?

-Le llamaría una y otra vez antes que empeñáramos la lucha. Lo halagaría para evitarlo.

-¿Y si no os atendía?, ¿si alzaba pendones contra vos?

-Lo sometería con la fuerza y le castigaría.

-¿Y no lo perdonaríais?

-No, porque eso sería amenguar la dignidad que había ofendido despreciándola.

-Y si ese culpable fijara, tras luengos años de un castigo penoso, su mirada suplicante en V. A., como la clava en el supremo juez cuando invoca su misericordia, ¿le rechazaríais?

-No, no, que le alargaría mi mano magnánimamente padre mío.

-Pues tendedla a D. Alfonso Enríquez de Noroña; vuestro tío D. Enrique, sus ofensas no han sido a V. A., y su gratitud, su adhesión, su amor, serán para V. A.

-¿Y de qué sirve que yo le perdone?

-De que ese cautivo de nueve años goce esos inapreciables dones que Dios le concede al hombre, aire, espacio, luz y libertad; que vuelva al regazo de su familia, que abrace al hijo que apenas conoce, que vuelva a ser lo que ha sido.

-¿Y el concejo, padre mío?, a él está encomendada su suerte, como la de D. Juan de Castilla y su hermana y el infante de Portugal.

-Eso será si el testamento de vuestro padre se guarda, y aún no se ha llevado a efecto; y si antes de que suceda le perdonáis, ¿quién se atreverá a revocarlo?

-El concejo.

-El concejo soy yo, replicó D. García con toda la arrogancia de su audaz y altivo carácter; yo acepto la responsabilidad que lleva el acto que demando, y no ocultaré mi frente si les place reconvenirla.

En cuanto a V. A. es uno de sus derechos privativos; los sentimientos del corazón no están subordinados a los tutores; podéis amar y aborrecer, perdonar o ser inexorable; los sentimientos no tienen otro juez que Dios. ¿Perdonáis?

-¿Y el Primado?

-El Primado es un apóstol del Señor, no puede desaprobar el perdón de las ofensas. ¿Perdonáis?

-¡Si yo no lo aborrezco!

-Lo sé; los seres puros como V. A. no conocen el odio; pero haced que conste en un pergamino...

Enrique III lo miró, aún estaba indeciso.

-¿Será necesario que os exorte en nombre de Jesucristo?, le preguntó severamente el Arzobispo.

-No, contestó su pupilo con un arranque de nobleza y dignidad. Si he vacilado ha sido por no verme desairado como ha muy poco lo fui; pero conste que le perdono, le devuelvo la libertad, y le llamo espontáneamente, padre mío.

Y esto diciendo, volvióse a la mesa delante de la cual se hallaba, tomó un pergamino, y dijo:

-Estended el acta, pues a vos os corresponde.

No se lo hizo repetir el Arzobispo, sino que tomando la pluma, escribió algunas líneas con rapidez, líneas que más adelante debían alterar nuevamente a Castilla, pero que mientras que las trazaba el corazón del Rey se dilataba y la frente de Don García se despejaba de las espesas sombras que la cubrían.

Terminando su cometido, presentó el pergamino a D. Enrique, quien después de recorrerlo con una ojeada lo firmó aplicando el sello con su misma mano, hecho lo cual, se lo entregó a su tutor diciéndole:

-Trasmitídselo vos, padre mío.

-Mañana, respondió el Prelado tomándolo, mañana mismo se lo enviaremos a Monreal, y en cuanto le reciba volará a vuestros pies en alas de la gratitud.

-Creo que no le conoceré, repuso D. Enrique recobrando su tranquila actitud, pero os puedo asegurar que lo veré con alegría. Venga, pues, a Burgos, y veremos reunidos en torno nuestro a todos los hermanos de nuestro buen padre, que gloria haya.

-Así sucederá, dijo D. García que en aquel instante abarcaba lo futuro con su pensamiento; y ojalá que sea pronto, añadió con profunda y acerba espresión.

Después rollando el pergamino lo guardó, y sin detenerse más tiempo que el necesario para despedirse de su regio pupilo, se fue para disponer todo lo concerniente a la grave resolución adoptada por Elvira.




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Capítulo XIV

Cómo fue entrada la hermosa Elvira Manrique de Lara en el monasterio de nuestra Señora de las Huelgas de Burgos


A las diez de la mañana, Elvira, rigorosamente vestida de luto, bajaba la escalera de su palacio, sostenida por Ruy López Dávalos, a quien la Reina había comisionado para acompañarla y despedirla, y el maestre de Calatrava que quiso dejarla en el monasterio, como había dejado a su padre en el fondo del sepulcro.

El arzobispo de Santiago seguía en pos con todos sus deudos y allegados, y tras éstos venían los pages, los escuderos y toda su servidumbre.

Elvira subió a su litera, los demás en sus caballos, y el enlutado cortejo se puso en marcha para Santa María la Real.

Cuando llegaron al monasterio, la puerta reglar se abrió, y la abadesa, que lo era su tía Doña María González de Lara, salió a recibirla hasta el dintel con toda la comunidad.

Rodeada de los que la acompañaban, Elvira alzó sus ojos, y penetrando con ellos a través de aquella puerta, en cuyo humbral tenía el pie, miró frente a frente su porvenir.

Ansiando pasarla para terminar el tormento que el disimulo le imponía, se volvió al mundo que representaba aquella elevadísima parte de él que la acompañaba, y los dijo con entereza:

-He llegado a mi fin, señores.

Entonces principiaron las despedidas.

La de Dávalos fue espresiva, la del Maestre breve, todas afectuosas y sentidas. Elvira las recibía impasible, y las contestaba sin emoción; pero cuando el Arzobispo profundamente conmovido la dijo:

-¡¡Paz, Elvira!!

Cuando Fernando, cogiendo convulsivamente su manto, se puso a sollozar sin poder proferir una palabra; cuando todos sus criados se agolparon en torno suyo para besarla la mano por última vez, y llorando la reconvenían por dejarlos, colmándola empero de bendiciones; su corazón quebrantado por tantas impresiones como había sufrido sucumbió, y cubriéndose el rostro con las manos, rompió en acongojado llanto.

Sin embargo, dio un paso más, entró y cayó casi desmayada en los brazos de su tía.

Las puertas se cerraron, y Elvira quedó en el recinto donde había lucido su aurora, y donde deseaba tener su ocaso.




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Capítulo XV

Cómo entre anochecer y amanecer pueden suceder grandes cosas y súbitas mutaciones


En las inmediaciones de Ocaña había en el siglo XIV una fortaleza construida de piedra, defendida su entrada con dos fortísimas torres y asegurada por un puente levadizo, con puertas de hierro, y un profundo pozo, henchido de agua hasta desbordarse.

Sus estrechas ventanas, que más que esto parecían saeteras, estaban cruzadas con gruesas barras de hierro, y sus muros y varvacanas tenían una solidez desafiadora, así para los esfuerzos de los hombres, como para los estragos que pudiera causar el tiempo.

Aquel castillo pertenecía a la orden de Santiago, y llevaba el nombre de Monreal.

Ocultábase el sol en el horizonte tras una faja de vivísima luz, y mirábalo desaparecer abismado en una profunda meditación un hombre que en la plataforma del castillo se recostaba en una almena.

En el estremo opuesto se paseaba un centinela con su alabarda al brazo, y a pocos pasos del abstraído meditador, estaba parado un anciano encorvado por la edad, y sobre cuyo pecho la roja cruz de Santiago se ostentaba.

El primero era D. Alfonso Enríquez de Noroña, señor de Noroña y conde de Gijón, bastardo como el duque de Benavente, de Enrique II, el cual estaba a la sazón disfrutando el único privilegio que le era concedido; mirar el horizonte. El segundo era el comendador Bernardo de Hinestrosa que tenía en guarda la fortaleza y el prisionero nueve años hacía; el tercero no hay que esplicarlo, el centinela perpetuo del Conde.

Entregado éste, como estaba, al giro caprichoso y vivo de su pensamiento, frunció las cejas que embellecían su morena frente, y diose en ella una palmada con amarga desesperación al ver desaparecer la hermosa lumbrera del cielo bajo las encendidas tintas de Occidente, esclamando al mismo tiempo:

-¡Un día más!

La fisonomía franca y pronunciada del anciano Comendador se entristeció notando la acción del apesadumbrado prisionero, y dando un paso hacia él le dijo con acento de reconvención.

-¡Siempre lo mismo, D. Alfonso!

-Siempre lo mismo, Comendador, y no lo estrañéis, porque los días de nueve años son muchos para contarlos así.

-Pues bien, no los contéis, dejadlos pasar esperando en los que han de venir.

-¡Qué no los cuente un prisionero! Mirad, continuó animándose por grados; tras esa dorada cinta que nos refleja aún los resplandores del sol, está la libertad, mi patria, mi esposa a quien amo, y mi hijo, que Dios sabe si me conocerá. Tras ella veo a mis hermanos, vivir y gozar sin cuidarse del pobre prisionero a quien odian o temen. Veo esa corte que se agita, que se embriaga alternativamente de poder, de oro y de incienso. Veo a esas reinas presidiendo festines y coronando en los torneos, y delante de ellas me veo a mi Alfonso Enríquez encerrado en una torre sombría, reducida mi condición a envidiar los pájaros que anidan entre las piedras desunidas de las almenas, porque más felices mil veces que yo, pueden cruzar el espacio, vatir al aire sus alas, y acariciar una amante compañera.

-¡Por Santiago, conde!, dijo rudamente Bernardo de Hinestrosa queriéndole consolar; dar rienda a tan tristes pensamientos, es como ensañarse consigo mismo. ¡Ira de Dios!, ¡eso no! ¿Quién sabe si mañana terminará vuestro pesado cautiverio!

-¡Quién sabe! Por la centésima vez me repetís esa frase, Comendador, y todavía, nada, ni nadie ha venido a darme una esperanza... ¡Oh! creedme, ¡nadie en la tierra se acuerda ya de mí!

-Poco importa eso, D. Alfonso; así no os olvide Dios en el cielo.

-¡Dios!, murmuró el desesperado prisionero levantando sus ojos al azul firmamento donde comenzaban algunas estrellas a brillar; no sé si me olvida, Hinestrosa, pero sí que me desatiende.

Y bajándolos de la región etérea, se clavaron en los fuertes muros que lo guardaban, exalando un hondo suspiro que revelaba su amarga pesadumbre.

Interrumpida quedó la conversación. El prisionero se puso a mirar al campo, y el Comendador dio lentamente un paso.

-Comendador, esclamó de pronto el Conde, ¿veis destacarse sobre aquella altura una figura negra y misteriosa?

-Sí, par diez, contestó el anciano Hinestrosa que se había acercado y seguía la dirección del brazo del Conde; ahora toma la vereda que conduce al castillo... miradle, es un monge, y si no me engaño del Paular.

Don Alfonso y el Comendador siguieron con atención la marcha del religioso, y le vieron entrar en la avenida.

-Tengo necesidad de dejaros, dijo Bernardo de Hinestrosa cuando le vio acercarse al puente que aún no estaba levantado; pues se hace necesaria mi presencia para recibir a ese santo varón, que viene sin duda a pedir hospitalidad. En cuanto a vos, si queréis, permaneced aquí para disfrutar un rato de la hermosura de la noche, quedaos.

Hizo el noble cautivo una señal afirmativa, y la hizo regocijado, porque era aquél un señalado favor y no acostumbraba a recibirlos.

-Quedad con Dios, dijo el anciano encaminándose a la puerta.

-Id con él, respondió D. Alfonso abandonando la almena sobre la que hasta entonces había estado recostado.

Solo ya en la plataforma, si solo puede llamarse llevar un centinela a la espalda y tener dos a la puerta, se puso a pasear con lentos pasos, la barba sobre el pecho y las manos cruzadas a la espalda.

Corto espacio de tiempo había transcurrido cuando tornó el Comendador a presentarle en la plataforma, y dirigiéndose al Conde, le dijo:

-Don Alfonso, el reverendo abad del monasterio del Paular trae una misión reservada para vos, y está esperando que le recibáis.

-¡Una misión para mí... encargada a un fraile con reserva!, esclamó el prisionero con una exasperación que sus negras ideas fomentaban, es, pesie a mi vida, de malísimo agüero! Contestadle, pues, que no tengo nada que confesar, que se vaya.

-Hombre desconfiado e impetuoso, repuso el buen Comendador persuadiéndole; recibidle. ¿Qué perdéis? Entre una nube se dejó oír la voz del Señor cuando habló con Moisés, y no por eso dejó de salvar al pueblo escogido. Tal vez la frente que cubre una parda capucha encierre un pensamiento capaz de terminar vuestros pesares.

Una súbita y vaga esperanza penetró en el corazón del Conde, quien respondió diciendo:

-Os complaceré, Comendador. Hacedme el favor de anunciarme y precederme adonde gustéis que le reciba.

Fuese el Comendador, siguióle el Conde, y cerraron la marcha los soldados de la orden que guardaban la salida, resonando en la escalera de piedra sus pesados pasos y el choque de sus alabardas en los peldaños y las paredes.

En la puerta forrada de hierro de la prisión del Conde, le aguardaba el Comendador, inmóvil como una estatua. Cuando aquél llegó, éste le cedió el paso, y se retiró silenciosamente.

Un centinela quedó de facción a la puerta.

Don Alfonso entró en aquella torre cuadrada, donde más de una vez había sentido terribles impulsos de estrellarse contra uno de sus ángulos de piedra, y vio al Abad que le aguardaba de pie y las manos metidas en las anchas mangas de su sayal.

La capucha que tenía echada proyectaba una densa sombra sobre su rostro, que no pudo descubrir el prisionero a pesar de asestarle una de esas miradas que sondean hasta lo más profundo del pensamiento y del corazón.

Don Alfonso le saludó, presentándole la única silla que había en la desnuda estancia, le invitó con un ademán a que la ocupara, y le dijo con mesura:

-Perdonad, padre mío, el recibimiento que os hago, pero están tan limitadas por sus sobrinos y hermanos las facultades de D. Alfonso Enríquez de Noroña, que apenas tiene un asiento que ofreceros.

-No os inquietéis por eso, respondió el Abad rehusando tomarla; que si a Dios place, es llegado el momento en que podáis hacerlo en vuestro propio palacio.

Aquella voz de poderoso y fuerte timbre, que contenida y dulcificada daba tan grata esperanza, hizo latir con violencia, a impulso de la sorpresa y el gozo, el corazón del prisionero.

-Me han dicho, repuso conmovido, tenéis una misión que desempeñar conmigo. ¿Quién, pues, se acuerda en Castilla de mí?

-Un amigo que os ha hecho el infortunio, D. García Manrique.

-¿El arzobispo de Santiago?

-El mismo, D. Alfonso; gobernador de Castilla en unión de otros seis, y tutor de S. A. Don Enrique.

-¿Y venís porque os envía...?

-Sólo su nombre y su influjo ha podido abrirme esta torre. En su nombre vengo.

-¡Bien venido seáis!, esclamó el Conde con efusión; bien venido seáis, padre mío, puesto que traéis una esperanza a este corazón que ha ulcerado el olvido y la ingratitud. Habladme de ese eminente varón, que desde la altura en que está se ocupa de mi desgracia.

-De él no os hablaré, sino de lo que me ha encargado os manifieste. Escuchad.

El Conde le miró con ansiedad, y aguardando que continuara, devoraba con la vista aquel semblante que se ocultaba entre los negros pliegues de su capucha. El Abad, tras una breve pausa, prosiguió:

-El arzobispo de Santiago tiene una idea no muy exacta, pero siempre aflictiva de vuestro estado; y para variarlo está dispuesto a emplear todo su poder, que no es escaso, y todo su influjo que aseguran ser poderoso. Si quiere, lo conseguirá porque su voluntad es firme; pero D. García, que para alcanzarlo entra en lucha acaso peligrosa y prolongada con el bando poderoso de vuestros enemigos, quiere saber de vos mismo ¿qué seríais para el que contrarrestándolo todo, alcanzase gracia para vos de su augusto pupilo, y lograra que si os devolviesen los señoríos, villas, castillos y rentas que os concedió vuestro padre, que Dios haya...? Más aún, si su voluntad os hiciera gobernador y tutor como él es, y vuestro hermano lo será, ¿qué seríais vos para el que así os mostrara su amistad...? Esto es lo que D. García quiere saber, y lo que os pregunto en su nombre.

Pasó el Conde la mano por su frente para cerciorarse que no soñaba, y convencido por lo que veía, por lo que sentía y por lo que pensaba, que aquel hombre era positivo, que aquellas promesas eran verdad, y se le hacían para cumplírselas, respondió con el corazón:

-Sería su amigo, su aliado, su voluntad, su razón... Sería la piedra de su honda.

Dio un paso el Abad y dio otro el Conde. Aquél sacó de debajo del escapulario una riquísima cruz de esmeraldas, y presentándosela a éste, le dijo con acento solemne:

-Juráis por esta Santa Cruz amistad sincera, firme alianza y adhesión completa al arzobispo de Santiago, D. García Manrique, si os alcanza todo y aún más de lo que mi labio os ha prometido?

-¡Lo juro por el Santo nombre de Dios y este signo sacrosanto en que fuimos redimidos!, contestó D. Alfonso tocando con su diestra la Santa Cruz; y no me asista el que en ella murió si fuere traidor y felón perjurando sacrílegamente!

-Si así lo haceís, Dios os lo premie, y si no que os lo demande.

-¡Amén!, respondió el Conde con voz entera y varonil.

-En prenda de su promesa tomad.

Y sacando el Abad un pergamino sellado con el sello real lo puso en las manos del Conde.

Don Alfonso lo desdobló, echó una ojeada por él, y esclamó:

-¡¡Es mi perdón!!

Púsose tan pálido, y de tal modo se conmovió, que estuvo para caérsele de las manos el pergamino que encerraba su ansiada libertad.

El Abad hizo ademán de salir, pero el Conde reponiéndose le tendió la mano diciendo:

-Esperad y honrad mi mano con la vuestra. Después descubrid vuestras facciones para que se graven en mi corazón y en mi memoria con el beneficio recibido.

-Hoy no, contestó el Abad dándole una mano y con la otra calándose más la encubridora capucha; vuestro corazón las reconocerá en su día, porque pronto nos veremos. Adiós.

Y el Abad después de estrecharle vigorosamente la mano salió dejándolo asombrado.

Pasados algunos instantes dio algunos pasos, miró otra vez el pergamino y murmuró:

-No es un sueño, no; ¡estoy libre! Pero sí que tengo miedo no sea mentira... ¡Oh! si lo fuera, creo que me rompería la cabeza contra esos hierros...

Veamos otra vez antes de entregarme a la alegía... Sí, sí; es de mi sobrino Enrique.

Pero yo en libertad... ser Regente... tutor del Rey... ir a Burgos ¡¡desde Monreal!!

-Don Alfonso, recibid mi parabién el primero, dijo el anciano Bernardo de Hinestrosa entrando. No os dirá que olvidéis lo pasado porque es la esperiencia; mas gozad lo presente sin nubes, porque es la realidad de la vida; y no olvidéis en vuestros goces lo que esta noche habéis aprendido, y es que sólo Dios sabe lo que hay para la criatura en esa página de su vida que llamamos mañana, lo mismo en la prosperidad que en la más desolada adversidad. Y ahora que sois mi huésped, de lo que me huelgo mucho, mandad; todo lo que poseo es vuestro.

-Comendador, respondió el Conde radiante de alegría. Siempre me acordaré de lo pasado, aunque tal vez no me aproveche. No echaré tampoco en olvido que el buen Bernardo de Hinestrosa es el único ser que, entre su responsabilidad y vigilancia, ha tenido delicadas atenciones para su cautivo.

Por lo demás, creo que vientos no menos tempestuosos que los pasados van a conducir mi nave a través de las procelosas ondas de las agenas pasiones, sin que mi vista alcance el rumbo que seguiré. Eso sí, os aseguro que no será más el de una prisión.

Y en cuanto a vuestros ofrecimientos, los acepto como vos me los hacéis con ruda franqueza. Por esta noche dadme hospitalidad, y para el amanecer proporcionadme un caballo y un escudero, que es todo lo que necesito.

-Así me place, señor Conde, y ahora os dejo con vuestra felicidad; saboreadla, porque es inmensa.

Y esto diciendo se separaron, marchando el uno a cumplir encargos y deberes, acercandose el otro a la estrecha ventana, y solo consigo mismo, apoyando la frente a los barrotes de hierro que la cruzaban, dirigió una mirada de supremo reconocimiento al que derrama desde su eterna morada el consuelo y la esperanza en el corazón que lo invoca.

Imposible es describir las sensaciones que esperimentaba el Conde en la risueña alborada del siguiente día, cuando montado en un ligero y arrogante caballo de Bernardo de Hinestrosa y seguido de un escudero del mismo, pasó el puente levadizo de Monreal, y se encontró en una dilatada llanura que iluminaba la rosada luz de la aurora, hollando los pies de su corcel la blanda yerba cubierta de rocío, corriendo por la campiña, libre como la fresca brisa que agitaba sus largos y lacios cabellos; libre cual las aves prontas a remontar su vuelo después de saludar la venida del alba con sus alegres trinos.

Imposible, repetimos, es el intentar definirlas; sólo podrá comprenderlas aquel que como D. Alfonso hubiese visto deslizarse nueve años de su vida entre los espesos muros de una torre; nueve años los más hermosos de su juventud.

En breve llegó a Burgos donde se le esperaba, y fue cordialmente acogido gracias a D. García Manrique que todo lo allanó, preparando los ánimos de antemano a su favor. Le fueron devueltos sus estados y sus privilegios; estrechó en sus brazos a la infanta Doña Isabel, hija natural del difunto rey Don Fernando de Portugal, y a su hijo D. Enrique, y viendo brillar la cruz de esmeraldas de inolvidables recuerdos en el pecho del arzobispo de Santiago, comprendió que en sus mismas manos había prestado su juramento, que renovó espontánea y solemnemente, entregándose sin reserva a la voluntad que lo había sacado de la torre de Monreal.




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Capítulo XVI

En el que se da cuenta cómo por segunda vez comenzaron las turbulencias de Castilla


Había llegado por último la hora de jurar los tratados de Perales; acto solemne que se esperaba para licenciar sus tropas el arzobispo de Toledo y devolverse mutuamente los rehenes, entrando todos a gobernar según lo allí convenido.

La iglesia de San Pablo, adornada del modo para ello conveniente, se había designado para las sesiones de cortes, y en su recinto, la mañana en que debía prestarse el juramento, se reunió la altiva grandeza castellana, el numeroso y prepotente clero, y los siempre influyentes diputados de las ciudades que venían a sancionar lo pactado.

Después de un discurso preparatorio del Primado, que presidía el concejo de gobernadores, y en el que declaró el objeto para que se hallaban reunidos en cortes, pasando rápidamente por los hechos para venir a parar a las consecuencias; tomó Pedro López de Ayala el acta de Perales, y se puso a leerla enmedio del más profundo silencio. Pero llegando al artículo que decía aceptaban por válida, buena y preferente la regencia nombrada por D. Juan I en su testamento, añadiendo por gobernadores al duque de Benavente, conde de Trastámara, y a D. Lorenzo Suárez de Figueroa, maestre de la orden de Santiago; el arzobispo D. García Manrique, poniéndose en pie, estendió hacia Ayala el brazo con un ademán de singular autoridad y firmeza, y dijo con entera y fuerte voz que resonó bajo las góticas bóvedas de San Pablo:

-Yo, García, arzobispo de Santiago, me niego a ratificar ese artículo si no se añade por cuarto gobernador y tutor de Don Enrique y D. Fernando a D. Alfonso Enríquez de Noroña, conde de Gijón, tío del Rey, por reclamarlo así sus derechos, la justicia y el interés del Reino.

La sorpresa y el asombro se pintó en el semblante del Primado; la cólera en el de D. Fadrique; el despecho en los de su bando; la indiferencia en los que eran independientes de uno y otro partido, y en los demás marcadas señales de aprobación, quedando todos en espectativa.

Por de pronto ninguna voz respondió a la suya, porque Don Pedro Tenorio lo miraba sin encontrar su facundia una palabra que espresara lo mucho que sentía. Pedro López de Ayala había suspendido la lectura, y todos contemplaban al Prelado que de pie e inmóvil permanecía.

Vuelto en sí de su sorpresa el arzobispo de Toledo, tomando la palabra respondió con resolución:

-Y yo os digo, en nombre de la asamblea, que no puede alterarse ni se alterará el artículo.

-No lo pretendo, repuso D. García con calma; sólo pido que se añada a esos tres que llama a gobernar con los seis elegidos por D. Juan I a su hermano D. Alfonso Enríquez de Noroña.

-Vos solo, contestó el Primado, no tenéis facultad para exigirlo. Además el Conde no presenta ningún derecho para gobernador ni tutor.

-Perdonad, reverendísimo señor, replicó altivamente Don García; a mí me asiste la misma que vos tuvisteis para pedir a los tres que se aceptaron; y el Conde representa, tan bien como los demás, el derecho de sangre y la pretensión de lealtad. La diferencia está en que vos los propusisteis en Perales y yo lo propongo en Burgos, lo cual se reduce a una cuestión de tiempo y nada más.

-Error de vuestra inteligencia, dijo el Primado con acritud; los tres gobernadores que pedí lo eran ya legítimamente por las cortes, y el que vos proponéis no tiene más derecho, más mérito, más precedente que imponerlo vuestra voluntad.

-Desde que pareció el oculto testamento, respondió con entereza el Arzobispo, habían cesado de derecho; y cuando los propusisteis a la junta de Perales, no digisteis que continuaran en su cargo, porque conocéis demasiado el espíritu de la ley de Partida, en fuerza de la cual, y mal su grado, habían dejado o debían dejar de ejercerlo; lo cual os indujo a pedir, como ha leído el señor Pedro López de Ayala, que se añadieran a los nombrados por D. Juan, por conceptuarlo conveniente y necesario para la paz y buen gobierno de Castilla; y ved por lo que yo, con idéntica razón, con igual convencimiento al que os animó, pido la admisión de D. Alfonso Enríquez de Noroña por décimo regente de Castilla.

Cogido en sus propias redes se halló D. Pedro Tenorio, pero como hombre que conocía la sutileza y el sofisma tanto como el derecho y la razón, hizo una tenaz resistencia que secundaron los procuradores de las ciudades, dividiéndose los pareceres hasta el punto de levantarse la sesión sin que se resolviera cosa alguna.

La impresión causada por la proposición del arzobispo Don García y su debate con el de Toledo era tan profunda como general. A pesar de las desavenencias pasadas de su rivalidad y odio, no podía concebirse fuera tanto el encono, la alucinación de aquel Prelado en quien se reconocía un conocimiento superior de los hombres y las cosas, miras elevadas y grandísima previsión, para que después de añadir un elemento más de discordia a los infinitos que ardían en el Reino, llevase su pasión y bandería hasta el estremo de introducirle en el concejo, tan dividido por sí en hondas parcialidades e inveterados rencores.

El golpe había sido dado sin que nadie lo presumiera; así fue que no pudieron huirlo ni pararlo sus adversarios. Conocían que no lo podían devolver, pero decididos a resistir se preparaban a luchar.

Por segunda vez se volvían todas las miradas hacia los dos arzobispos, que teniendo en sus manos la paz de Castilla, amenazaban envolverla en la guerra, corriendo su nombre de boca en boca por todos los ámbitos de Burgos, que si no los maldecía era por el sagrado carácter de que se hallaban investidos.




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Capítulo XVII

De lo que oyó D. Gonzalo Núñez de Guzmán, y la plática que tuvo con el arzobispo D. García Manrique


De noche y bien entrada salía del alcázar el maestre de Calatrava D. Gonzalo Núñez de Guzmán, tan pensativo y cabizbajo, que tomó por una calle sin que notara ni el fresco que se hacía sentir, ni la niebla que lo rodeaba. Iba andando muy despacio como quien va meditando, y sin embargo, algunas veces se paraba para escuchar la contestación de una palabra dicha al pasar por su lado por alguna de las escasas personas que en parejas encontraba conversando, las más animadamente entre sí.

Aquella palabra que era un nombre, y aquel nombre que era siempre el de D. García, hacía que al oírla frunciera fuertemente las pobladas cejas, se mordiera el labio superior y moviera la cabeza con apesadumbrada espresión.

Desembocando de una calle para tomar por otra que por una plazuela seguía, hirió su vista la llama clara y chispeante de una fragua, ante la cual un hombre corpulento y ennegrecido golpeaba en el yunque un hierro candente con repetidos y fuertes martillazos. Como parara en él la atención D. Gonzalo conforme se iba acercando, notó que cruzando por delante del otro hombre, vestido con un sayo verde, que ceñía un cinturón de cuero y una gorra del color del sayo, se arrimó a la puerta donde ardía la fragua, y oyó cómo dijo con voz áspera:

-Bien se trabaja, maese; se conoce que la guerra va a empezar.

-Gracias al arzobispo de Santiago, respondió el armero sin levantar la cabeza, según me ha dicho Nuño Mendo que ha podido entrar en San Pablo esta mañana.

-Y también gracias a él no se siembra este año en mi tierra, replicó el del sayo verde, porque los brazos que habían de hacerlo los tienen ocupados en Burgos con alabardas y ballestas.

A este punto pasó el Maestre por delante del portal y oyó replicar al armero:

-¿Y qué importa que no haya pan que comer, siempre que se salga con la suya y haya un regente más en Castilla?

-¡Como si no sobraran con nueve!

-Todos lo mismo, todos murmuran, esclamó D. Gonzalo dando un suspiro; y todos tienen razón. Pero yo se lo diré, y en esta misma noche por cierto.

Y doblando el paso a impulso de su resolución, se trasladó a la morada de D. García, cerrada para todos en aquella hora ya avanzada de la noche, pero abierta siempre y en todas ocasiones al leal y honrado maestre de Calatrava, que no era ni estraño ni inoportuno jamás.

A la sazón se hallaba el Arzobispo en un vastísimo aposento que le servía de oratorio y biblioteca; solo, porque nadie tenía permiso para penetrar allí, sentado delante de una mesa, apoyado a ella el codo derecho, la megilla en la mano, y su vista y atención fija en un libro abierto, cuyas líneas recorría con tal lentitud, que más que leer parecía que meditaba.

Sin mirar al Maestre, que después de anunciarse en la puerta se acercaba en silencio mostrando su pronunciada y franca fisonomía la severidad y la resolución, le alargó la mano sin abandonar la lectura; pero el honrado y noble D. Gonzalo, tomándola y estrechándola le dijo con la agreste franqueza que lo caracterizaba:

-García, dejad ese libro y oídme, que para eso, atropellando por todo, he llegado hasta vos en hora tan avanzada que apenas me permiten entrar vuestros criados.

-Os escucho, respondió el Prelado desviando sus ojos del libro y alzándolos hasta D. Gonzalo; pero sentaos, y antes de esplicarme qué os trae en hora tan desusada, decídme por qué tenéis fija en mí esa mirada severa y reprobadora.

-Os lo diré en pocas palabras, replicó el Maestre con firmeza; y esas rudas, porque Dios no me ha concedido ese don de elocuencia con que arrastráis al que os oye mal su grado. Aquí me trae mi amistad, para cumplir el primero de sus deberes, y mis ojos espresan lo que siente mi corazón de disgusto por vuestras obras, que, García, no se enderezan al bien. Vengo a repetiros los mil rumores que se alzan en Burgos a esta hora de todas partes y del mismo modo; rumores que son una tácita y general reprobación, y en los que se percibe vuestro nombre rodeado de acusaciones.

Tomó aliento D. Gonzalo y prosiguió con apesadumbrado acento, ínterin el Arzobispo continuaba mirándolo con profundísima atención y una impasibilidad notable:

-Os ha dicho el arzobispo de Toledo que faltáis a lo pactado, y yo añado que es verdad, y que es mengua para vos. Se dice por los diputados de las ciudades que vuestra pasión es tanta, que arrastráis al precipicio el Reino que se os confía, sólo por no partir su gobierno con el Duque, a quien odiáis. Se dice en el pueblo, porque hasta el vulgo murmura, que no se sembrarán los campos porque vos impedís que las tropas se licencien; y se ha dicho en el alcázar que abusáis del perdón que tan generosamente se concedió a vuestro ruego y mediación, haciendo partir de él nuevos disturbios y azares. Todo esto se habla, García, y ¡por Dios! que no siento el que lo digan, sino el que tengan razón.

Quedó en silencio el Maestre, y en un breve rato no le rompió el Arzobispo que continuaba mirándole de hito en hito, y cuando hubo penetrado con su mirada profunda lo que pensaba y lo que sentía D. Gonzalo, le contestó de este modo:

-Francamente habéis hablado, D. Gonzalo, y no he de hacerlo yo menos, manifestándoos el pensamiento que los hombres no comprenden ni aprecian en lo que merece y vale.

Para remover un peso que escede a la fuerza humana, se vale el hombre de la palanca y lo logra. Si se pretende quitar un estorbo que embaraza el camino que seguimos, necesitamos hacerlo o que lo hagan, usar de nuestra acción, o valernos de un medio cualquiera para lograrlo; y ved claramente por qué me valgo de D. Alfonso que para mí es la palanca, el medio, el grano de arena, en fin, que descompone el equilibrio.

Os diré más; con proponerle para gobernador sólo me propongo que sean anulados los tratados de Perales, que son una calamidad para Castilla y una mengua para el trono, y escluyendo al conde de Gijón se escluyan los gobernadores propuestos por el Primado, guardándose en un todo el testamento del rey Don Juan.

Empero, para llegar al fin es indispensable recorrer el camino en su estensión; en él siento el pie osadamente con mi pensamiento por guía, y mi voluntad por sostén. Si no queréis seguirme como hasta aquí habéis hecho, retiraos en buen hora; solo haré frente a todo, que no me faltan ánimos ni fuerzas.

En cuanto a los rumores que tanto os alteran, dejadlos correr. Lo mismo que el zumbido de los insectos, sólo sirven para anunciarlos y que nos guardemos de su aguijón.

-No pienso como vos, replicó el inflexible Maestre después de reflexionar maduramente las razones del Arzobispo; vuestro tiro no es directo y no puede ser certero; no es leal y puede volverse contra vos; luego, García, que más pronto o más tarde el que a hierro mata a hierro muere.

-Ved ahí lo que me impulsa a obrar, replicó el Prelado con energía; tengo la convicción de que pago y no doy, y téngola hasta tal punto, que levanto sin turbación mis ojos al que comprende y juzga las intenciones apenas se forman en la mente humana.

-Aun en ese caso os diré que no sois grande, porque no sabéis ser generoso.

-Sólo os responderé que lo son menos aquellos contra quien me dirijo, y si no acordaos de lo pasado. Primero nos rodearon de intrigas, y cuando no les bastaron, de lanzas y ballestas.

-Os lo concedo, y también que sólo espero de los que rechazáis demasías y contiendas; pero ésa no es razón para faltar a la palabra empeñada enmedio de esas mismas lanzas y ballestas.

-Si muy de antiguo no supiera que la lealtad se personifica en vos, y aunque la exageráis en vuestro proceder, este momento me lo daría a conocer en toda su plenitud. Conozco que os es duro que empañe un celage vuestro nombre, que en mi bando figura con el mío; pues bien, Gonzalo, os lo repito: sois libre en esta cuestión; guardad íntegra la fe que en Perales prometisteis, y cumplid vuestra palabra tal como comprendéis debe cumplirla un caballero. Yo persisto en mi propósito, por mí, por Castilla y por Enrique III.

-Si yo me empeño en disuadiros es por vos y no por mí; es porque me duele que esa cabeza que, orgullosamente puede erguirse, se doble con el peso de una falta; que esa corona de cabellos blancos que la orna sea desprestigiada en una hora; que en otra no os veáis condenado a sufrir los cargos de la reprobación. Por eso os hablo así, sin contemplaros, porque soy rudo; con verdad, porque os quiero bien; y sin temor, porque os tengo en mucho, y yo me tengo asimismo.

En cuanto a eso que habéis dicho de ser yo libre, contestaros he que hoy lo soy menos que nunca; no por vos que hace cuarenta años me conocéis, sino por esos que no ven de las cosas más que las apariencias, y creerían si no os secundara que, o rehuyo el peligro de una derrota, o me afilio en vuestros contrarios. No; aunque me pese de lo que hacéis, os dije contad conmigo cuando empezaron los disturbios, y os lo repito ahora que se van a reproducir. Juntos entramos a gobernar; juntos hemos seguido, juntos dejaremos la regencia.

-Yo os lo agradezco todo, Gonzalo, dijo D. García con dignidad; lo que hago es fruto de la reflexión; no creáis que no he hecho una apreciación exacta de todas sus consecuencias, que no he previsto todos sus inconvenientes; pero entre el bien y el mal que emanan de ello, comprendo ser aquel superior si lo logro, y este remediable si no lo consigo. Conocéis mi voluntad, y sabéis que resuelta una vez, no retrocede por nada.

-Yo tampoco, contestó el Maestre con esa íntima convicción que asegura más que un juramento.

-Me place, repuso D. García alargándole la mano; pero entretanto preparaos a ver desarrollarse nuevamente las pasiones y a resistir sus embates.

-No los temo, replicó el Maestre estrechándola; en estando en paz con mi conciencia desafío toda la cólera que puede bramar sobre la tierra.

Con esto D. Gonzalo se fue llevando la frente más despejada y el ánimo más sereno; y el Prelado dejando la prosecución de la lectura para otra vez, puso los codos sobre la mesa y la cabeza en entrambas manos quedando sumergido en profunda meditación.




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Capítulo XVIII

Cómo quedaron los disturbios de los gobernadores, y qué éxito tuvieron los intentos de D. García, con otras cosas que verá el lector


Incontrastable como una roca seguía el arzobispo de Santiago sosteniendo tenazmente su propósito, sin que hiciera mella en su firmeza los violentos ataques de Primado. Éste por su parte veía en la propuesta de D. García un conato por destruir su obra de Perales, una tendencia a amenguar su poder dominante en el concejo según él lo había reconstruido, y antes que ceder un ápice del que se arrogaba, estaba decidido a permitir que se trastornara el orden en la castellana monarquía.

Era, pues, la iglesia de San Pedro en Burgos teatro de escenas más agitadas y violentas que las representadas en San Salvador de Madrid.

Veíanse en ella dos prelados insignes en saber y dotados de altas prendas; empero que olvidando en su orgullo de príncipes la humildad y la indulgencia de sacerdotes, hacían uso de la potestad augusta con que estaban investidos por su elevada dignidad, de su influjo y opulencia, de su poder temporal y transitorio, de todos los recursos, en fin, que en su mano se hallaban para llevar a cabo los fines de su odio, los deseos de su ambición y los intereses de su bando.

Embotábanse en su concentrado aborrecimiento, en su rivalidad de veinte años, los conciliadores esfuerzos de Enrique III y de Catalina de Lancaster; ni retrocedía el arzobispo de Santiago, ni se allanaba el de Toledo.

Continuaban en tanto los debates sin éxito ninguno. Cuanto más se examinaba y discutía la proposición de D. García y los derechos porque eran llamados a gobernar los cuatro regentes añadidos por la voluntad de los dos prelados, a los seis que designó la de D. Juan I, mayor era el resentimiento, más profunda la discordia de los dos bandos contendientes. A esto se añadía el que los dos bastardos de Enrique II, colocados en la liza frente a frente, secundaban los intentos de los dos Arzobispos a rostro descubierto, amenazando llevar otra vez la demanda al terreno de la fuerza.

Cansado de luchar inútilmente trató D. Pedro Tenorio de devolver golpe por golpe a su animoso adversario; y persuadido de que aun cuando dejara de ser gobernador de derecho, había de serlo siempre de hecho, pues la mayoría del concejo recibía sus inspiraciones, manifestó en una sesión que las leyes civiles y eclesiásticas prohibían terminantemente a los Obispos ser tutores, y asimismo la regla del Cister a los que la profesaban; por lo que no podían serlo ni él, ni el arzobispo de Santiago, ni e1 maestre de Calatrava, declarando a las cortes y a los gobernadores que como primado de la Iglesia de Castilla se separaba del gobierno y tutoría real, y separaba al arzobispo D. García y al maestre D. Gonzalo.

No se arredró por cierto D. García Manrique ante la vengativa resolución de D. Pedro Tenorio, sino que con su vigorosa energía salió a combatirla denodadamente. Para ello invocó la historia y señaló uno por uno los muchos ejemplos que había de ser tutores los obispos. Demostró que siendo aquel cargo conferido por las cortes, en quien residía el poder legislativo, estaban legalmente autorizados para ejercerlo; y por último, recordó que se debía respeto a la voluntad del testador que los instituyó y consideración a lo elevado de la misión que tenían que desempeñar siendo el pupilo un Rey y el puesto en su guarda y amparo un reino considerable y dilatado.

En un nuevo conflicto se halló el concejo y las cortes. Las leyes del reino y de la Iglesia fueron analizadas y comentadas, mas divididos y ofuscados unos y otros por aquel cúmulo de razones y doctrinas contradictorias, acordaron nombrar por árbitros para resolver si debían o no ser tutores a D. Gonzalo, Obispo de Segovia, varón de gran inteligencia y sabiduría, y a Alvar Martínez, oidor y famosísimo jurisconsulto de su tiempo.

La elección, en cuanto a saber y profundos conocimientos, era bonísima, pero amigo íntimo el obispo D. Gonzalo del arzobispo D. Pedro, y afecto Alvar Martínez al canciller mayor D. García, fueron de opuesto parecer, y sus razones eran apasionadas y violentas, en vez de ser graves y templadas como la cuestión las requería.

El Obispo de Segovia se atenía estrictamente a la letra de la Ley de partida y de los Cánones sagrados que los prohibían. Alvar Martínez sostenía que la tutoría real era excepción, y que estaban obligados a aceptarla por interés del reino y del Rey.

Como imposible se miraba ya todo avenimiento roto el de Perales, mediando dos voluntades tan inflexibles y tenaces cual las de los dos prelados empeñados en la lucha; pero merced a la reina Doña Leonor que ejerció su triple influjo con Enrique III para que nuevamente mediara con el duque de Benavente para que no opusiera resistencia, y con el Primado para que aceptara al conde de Gijón por décimo regente y tutor, tuviéronse esperanzas de que su peregrino ingenio y su mucho ascendiente lograra reducir al Primado y vencer todas las dificultades que erizaban tan reñida cuestión.

Por último, profesando D. Pedro Tenorio, como hábil político, la máxima que aconseja ceder voluntariamente hoy para no sucumbir mañana a la fuerza; conociendo que la situación en que se había colocado era falsa, y que si indefinidamente se prolongaba, como estaba amenazando suceder, corría el peligro de no poderla dominar, cedió a las instancias de D. Enrique y Doña Catalina que aspiraban con repugnancia el ardiente soplo de tan desbordadas pasiones, cedió a los ruegos que tanto poder tenían en la Reina de Navarra: aceptó a D. Alfonso por décimo gobernador, decidiendo las cortes gobernasen el reino por turno cinco regentes cada seis meses, para evitar que reunidos los diez tornasen de nuevo a sus desavenencias y querellas.

Acalladas, pues, quedaron las rencillas de los regentes, y satisfechas las pretensiones de los dos bandos, admitiéndose en el concejo a los tres tíos del Rey y al maestre de Santiago. No pensemos por esto que reinaba la paz entre ellos, pero habían cesado ostensiblemente en su lucha los dos prelados, faltos por entonces de un pretesto para continuarla.

El arzobispo de Toledo licenció sus tropas, el concejo y las cortes le señalaron de las rentas reales con que pagarlas, dándole el cobro de la mitad de ellas; y los campos castellanos tuvieron brazos que los cultivaran, lo cual era algo, por no decir mucho, para el desventurado reino, en quien nadie pensaba sino para esplotarlo en su provecho.

No era el último, ni quien menos lo hacía D. Alfonso Enríquez de Noroña. Ansioso de poder, de riquezas, de goces y movimiento; apuraba el placer a grandes sorbos, temeroso de que la copa se lo escapara entre las manos. Los festines, la caza y los torneos se sucedían sin interrupción, y el lujo y el incienso rodeaba embriagando al nuevo rejente de Castilla, que todo lo prodigaba con insensata profusión.

Entregado ciegamente al arzobispo de Santiago, era su eco fiel y atrevido, era su brazo; y si D. García no consiguió su designio tuvo en él por lo menos un aliado poderoso.

El duque de Benavente veía con celos el esplendor de su hermano, con resentimiento su felicidad, y por todos los medios imaginables, trataba de eclipsarle en fausto y en grandeza, superándole en prestigio y poder.

En tanto, la Reina Doña Beatriz vivía pobremente; no eran espléndidos los gobernadores con la viuda de D. Juan I; pero ella hacía alarde de su miseria que era una reconvención para los rejentes.

Tampoco lo eran para sus augustos pupilos, ni para la joven y hermosa Catalina de Lancaster, que sufrían las privaciones ínterin se repartían aquéllos las rentas que de éstos administraban, y veían en silencio alzarse veinte tronos más altos que el suyo, y a Castilla gemir abrumada con nuevas cargas y exacciones.

Tal era la situación de Castilla después del último convenio de los gobernadores, según consta en la vieja y carcomida crónica que concienzudamente vamos copiando. Nuevos acaecimientos, o por mejor decir uno, en que no tuvo parte el talento ni la previsión del hombre, que no fue calculado ni tuvo más premeditación que la que es posible en el súbito choque de dos pasiones que se cruzan, alcanzó lo que no pudo conseguir los esfuerzos de una voluntad prepotente y de un bando poderoso que eficazmente la secundaba.

Y como de aquel acaecimiento emanaron otros que trajeron algún bien a los infortunados pueblos que se doblegaban vejados y oprimidos por los altaneros y díscolos gobernadores, nos induce a creer fue dispuesto por la suma o infinita sabiduría que para sus fines hizo instrumento de dos hombres que habían permanecido completamente estraños a los anteriores sucesos.



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