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El texto de una de las perdidas «Cartas de Ibrahim» de Meléndez Valdés

Russell P. Sebold





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Apenas he hablado de Meléndez Valdés en este libro, salvo en el último ensayo de la primera parte; pero para que tan importante poeta dieciochesco esté algo mejor representado aquí publico a continuación el texto de una carta que tiene todas las apariencias de ser la primera de las perdidas Cartas de Ibrahim, o Cartas turcas, del tierno Batilo. Debo este curioso descubrimiento a la inusitada generosidad de mi distinguido amigo don Germán Bleiberg, quien me regaló el cuaderno manuscrito de donde transcribo la Carta.

Dicho manuscrito consta de dos folios sin usar, más 92 folios usados y paginados por ambas caras desde la [1], que es la portada, hasta la 184, más dos folios sin usar. Las dimensiones de los folios son de 15x21,5 centímetros y el texto de cada página está enmarcado por cuatro rayas de tinta, que sirvieron de guía para que el copista dejara márgenes uniformes. En la portada del manuscrito se lee: Obras diversas: / de Poesías y de / Literaturas. / En Segovia. Año. [sic] de 1788. Esta última línea está separada del título por dos rayas horizontales, una muy ancha sobre otra muy fina; después   —258→   del lugar y la fecha se hallan otras dos rayas como las que quedan descritas, y la portada tiene sus márgenes señalados por las mismas cuatro rayas que las demás páginas. La encuadernación verde a la holandesa es moderna. Las páginas 3 a 11 corresponden al texto editado aquí, y en las demás aparecen copiadas diferentes obras breves, en prosa y verso, alguna en francés, de varios autores (la mayoría de ellos no identificados), las cuales son en conjunto de más interés para la historia política que para la literaria. El título de la carta contenida en los primeros folios -Carta de Ibrahim, en Madrid, a Fátima, en Constantinopla- recuerda inmediatamente una de las dos variantes del título general del epistolario seudo-oriental de Meléndez, y fue lo que primeramente me sugirió la indudable relación entre el fragmento y la obra perdida.

Georges Demerson ha demostrado, en su extenso libro sobre Don Juan Meléndez Valdés et son temps (París, 1962), que las Cartas de Ibrahim debieron de componerse entre 1780 y 1787 (pág. 450). Ahora bien, no puede en modo alguno considerarse como mera casualidad el que se fechara en 1788 la copia segoviana de la Carta de Ibrahim a Fátima y el que en el mismo año Meléndez solicitara una autorización oficial con el fin de publicar, por «el bien de las letras y común utilidad», las Cartas marruecas de su difunto amigo y maestro Cadalso y su propia «continuación» de ellas, o sea, las ya dichas Cartas turcas (véase la solicitud de Meléndez en Demerson, páginas 447-449). Las Cartas marruecas empezaron a circular en copias parciales y completas a raíz de componerse sus últimas líneas en 1774, el mismísimo año en que Cadalso pidió por primera vez privilegio para imprimirlas, y resulta idéntica la historia de otras muchas obras en los últimos decenios del setecientos, que fueron un período de censura todavía más o menos estricta   —259→   durante el cual las gestiones para publicar los escritos podían prolongarse indefinidamente sin que los autores renunciaran por ello a su deseo de dar a conocer sus creaciones por lo menos en un círculo reducido, y así anticipando dificultades, empezaban con frecuencia a hacer circular copias de sus inéditos en los mismos momentos en que se dirigían a las autoridades para pedir el codiciado privilegio.

Parece igualmente significativo el hecho de que se ejecutó en Segovia la copia del fragmento de que se trata aquí. Desde la época de 1774 a 1777, en la que iba a Segovia a pasar sus vacaciones universitarias con su pariente el obispo, don Alonso de Llanes y Argüelles, y su hermano Esteban, secretario particular del prelado, Meléndez contaba en esa capital con varios amigos que se interesaban por el desarrollo de su talento literario (Demerson, págs. 18-19); y no es nada improbable que años después en una visita, cuando acababa de concluir las Cartas de Ibrahim, enseñara el original a uno de esos viejos amigos o que le enviara prestada una copia (Cadalso envió por el ordinario a Iriarte y otros amigos copias de trozos de las Cartas marruecas), dándole permiso para que sacara un trasunto de la obra entera o de los pasajes que más le picaran la curiosidad.

Parece, en efecto, que el desconocido copista y amigo de Batilo tendría en un principio la intención de copiar toda la obra, menos cualesquiera páginas preliminares que haya tenido; porque es evidente que la Carta de Ibrahim a Fátima reproducida aquí era la primera de la colección (en ella, el viajero turco describe su llegada a España, refiriéndose a la vez a su futura correspondencia sobre otros aspectos de la vida española), y porque tal carta introductiva se halla en las primeras hojas del manuscrito segoviano.

Otro motivo que me ha inducido a afirmar la autoría   —260→   de Meléndez en el presente caso -y a incluir la Carta de Ibrahim a Fátima en un libro de estudios sobre la poesía setecentista- es el hecho de que el estilo de la Carta es más «poético» que el de las Cartas marruecas de Cadalso: quiero decir que hay en ella cierta insistencia en el tema del amor, en el ambiente de harén y en el orientalismo puramente ornamental. A medida que Cadalso se había apartado de los patrones de Montesquieu y Goldsmith al no entretejer entre los asuntos de su epistolario oriental episodios amorosos, conspiraciones y otros rasgos novelescos de tipo exótico, se sabe por las investigaciones de Pedro Salinas y Georges Demerson que Meléndez, en sus Cartas turcas, se ajustó más al esquema de las Lettres persanes que al de las Cartas marruecas. Por ejemplo, Demerson (pág. 450) cita una carta de 1780 en la que Batilo habla de un proyecto de libro que fue el antecedente directo de las Cartas de Ibrahim, diciendo: «Mi modelo sería Montesquieu». Al aludir de modo tan inequívoco a los monarcas que estaban en el poder mientras escribía (es evidente que las figuras descritas en el tercer párrafo son Carlos III, el futuro Carlos IV y María Luisa de Parma), Meléndez siguió una vez más la práctica de Montesquieu y Goldsmith, en vez de la de Cadalso.

En el texto que sigue he modernizado la puntuación y la ortografía, salvo en algún caso en el que se implicaba una diferencia de pronunciación. Espero que la difusión de este fragmento contribuya de algún modo a la identificación del original de la obra entera, si todavía existe en alguna parte.

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Carta de Ibrahim, en Madrid, a Fátima, en Constantinopla

Que el todopoderoso Alá colme tu corazón de verdaderos placeres, virtuosa Fátima, y que su santo Profeta te llene de consuelo en mi ausencia. ¡Oh cuán dolorosa es para tu esposo! Sabes muy bien los sollozos que me costó la separación del lado de la más amable de mis mujeres, y que fue un efecto de obediencia. Las generosas promesas del Gran Señor pudieron sólo vencerme a seguir su representante a tan remotos climas y a dejar la capital del mundo. Apenas la perdí de vista cuando pensé morirme de dolor, creyendo que quizá no volvería a verte; pero los marineros franceses que nos transportaban se esforzaron, para mitigar mis penas, a usar de toda aquella alegría tan propia de su nación, y que no los abandona ni aún en los mayores peligros.

Nuestra navegación fue feliz; desembarcamos en una ciudad llamada Barcelona, poco mayor que Pera, barrio de Constantinopla, donde residen los francos; y no puedo pintarte la impresión que me hizo tanta variedad de objetos tan extraños para un musulmán. Lo que más me sorprendió fue ver venir al puerto un crecido número de mujeres sin velo alguno y enteramente descubiertos sus rostros. Confiésote, bella Fátima, que aunque por los   —262→   libros que había leído en mi juventud sabía ser ésta la costumbre de casi toda la Europa, no dejaba de admirarme a cada instante. Un día podré referirte por menor la idea que formé de esta primera ciudad de España, y hoy me limito a decirte que me pareció compuesta de gente industriosa y rica. Nadie vi pobremente vestido, y nadie ocioso. Sus inmediaciones están pobladas de casas de campo, entre las cuales hay algunas que podrían servir para uno de nuestros bajaes.

Desde esta ciudad nos encaminamos a la Corte del gran monarca de las Españas. El país que atravesamos es muy desigual: no habíamos andado ochenta millas, cuando creí estar en los dominios de otro soberano. Llegamos por fin a la Corte en la que1 demora el Emperador de las Españas, y quedé sorprendido de la suntuosidad de su palacio y jardines. Te aseguro que serían dignas de que las poseyese el Gran Señor que nos manda. Días enteros te entretendré, querida Fátima, contándote el respeto que infundió en todos nosotros el aspecto de este gran príncipe el día que dio audiencia a nuestro jefe. Sentado en un trono guarnecido de perlas y piedras preciosas, y rodeado de infinitos bajaes cubiertos de oro y adornados con cintas de varios colores (distintivo, según nos dijeron nuestros dragomanes,2 del nacimiento o de grandes acciones en la guerra), inspiraba a todos la mayor veneración. En su semblante se dejaba ver una nobleza y una bondad que en aquel momento estoy para decir hubiera querido ser cristiano para ser su vasallo. Vimos el mismo día al príncipe heredero, cuya noble figura indica una alma no menos bella; y nos presentaron a la princesa su esposa. Aunque estaba cubierta de ricas   —263→   y preciosas joyas, que parece que todas las minas del Oriente se habían agotado para adornarla, no fue eso lo que atrajo nuestra primera atención. Su gracia y agrado cautivaron nuestros corazones, en quienes quedará grabada eternamente la representación de su majestuoso rostro.

La magnificencia del Beis Efendi y su buen trato para con todos nosotros podría hacer el asunto de una larga carta, que te prometo para otra ocasión; pero en ésta quiero decirte algo de las mujeres españolas, imaginándome que estarás ansiosa de saber lo que me han parecido. Empiezo por jurarte por nuestro santo Profeta, bella Fátima, que ni por pensamiento te he ofendido con ninguna de ellas; en lo que no he hecho gran mérito, porque me ha repugnado bastante su modo de adornarse. Ninguna de ellas deben tener frente, o si la tienen, debe estar llena de excrecencias; pues todas llevan el pelo sobre las cejas, y así lo primero que se descubre es su nariz. La que quiere pasar por más hermosa es la que más se la cubre. En cuanto al traje, no me atrevo a decir; pero, hecho al de nuestras mujeres, no me gusta el de éstas. Lo que más me disgusta es el observar cierta libertad tan opuesta a nuestras costumbres: ¿Creerás, amada Fátima, que vienen a vernos a nuestra morada, que nos tienen casi sitiados, y que pasan horas enteras mirándole la cara a nuestro jefe? He llegado a creer que su barba las electriza, pues me parece que es donde fijan más los ojos. Bien es verdad que aquí los hombres parecen eunucos. La esencia de rosa, tan común entre nosotros, es un poderoso talismán, que hace todo género de milagros. Con sólo echar nuestro jefe unas gotas en el pañuelo de algunas de estas damas, las he visto entrarse con él en el coche y hacerle las mayores caricias.

Acostumbrados nosotros, musulmanes, a no ver mujeres con hombres extraños, sino cuando acuden compañías   —264→   de bailarinas y cantatrices a las bodas de grandes señores, y eso, aun con máscaras en la cara, nos hemos maravillado mucho de esta circunstancia. El recato de nuestras mujeres, la suavidad de su trato, y el respeto a sus maridos podrían servir de norma a las de estos países; pero sin duda no deben querer mucho a los suyos, cuando tanto apetecen la compañía de otros hombres.

A Zaira y a Zelmira dirás que tienen parte en mi corazón. Tú sabe, bella Fátima, que eres la que preferiré siempre a ambas, y que durará mi cariño hasta que [aspire]3 mi último aliento o que pases a aumentar el número de las hurís que el santo Profeta promete en premio de sus virtudes a los buenos musulmanes. A mi primer esclavo, Ismael, encargarás que vigile sobre que ningún mortal se alargue a mi harén, y que use de la fuerza si alguno lo intentare. No tengo celos; es de almas bajas el tenerlos, pero debo procurar que ningún hombre tenga la osadía de profanar con la vista las que he elegido para mi felicidad. Que Alá prolongue el hilo de tu vida, en lo que consiste el mayor bien de

IBRAHIM







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