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El tiempo como unidad sintáctica del «Quijote»

María del Carmen Bobes Naves

El tiempo en la novela

Cuando a principios del siglo XVII aparece el Quijote, la tradición literaria española conoce la novela bizantina, de raigambre clásica, la de caballerías, de neto sentido medieval, la novela sentimental, que se relaciona más o menos directamente con formas bocaccianas (Fiammeta), y a mediados del siglo XVI había aparecido el Lazarillo, la primera de las novelas «modernas» españolas.

Excepto el Lazarillo, las novelas dan un tratamiento al tiempo que no altera el de las novelas clásicas. El tiempo está incorporado al relato como una categoría de la acción, pues es siempre un tiempo implicado en los verbos de acción, o en los cambios de situación de los personajes, y no repercute para nada en ellos, que ni envejecen, ni modifican sus actitudes, no se enriquecen mental o sentimentalmente, ni sufren alteraciones de las que podamos decir que son efecto del paso del tiempo.

Quintiliano, refiriéndose a la finalidad de la narratio en los discursos jurídicos había advertido que tiene una función no solo informativa, sino también persuasivo-emotiva (Institutio, IV, II, 20-21) y para conseguir ese efecto se altera el orden de los motivos a fin de destacar el más conmovedor o el más sorprendente para disponer al juez a la benevolencia. La novela clásica había entendido igualmente que los efectos sobre el lector podían ser manipulados, y para ello alteraba el orden de los motivos, que no tiene que coincidir con el de los hechos, pues estos se presentan como parte informativa, mientras que su orden textual puede alterar la percepción del lector inclinándolo hacia una emotividad dirigida al rechazo, a la compasión, al dramatismo, etc. La disposición de la novela podía seguir un ordo naturalis o podía alterarlo e imponer un ordo artificialis. El primer caso coincide con el orden cronológico, que impone la sucesión de los hechos en el tiempo, el segundo es un orden de carácter literario, manipulado para lograr un sentido añadido al de la información. Pero, como ocurre con cualquier alteración en la forma, el cambio de orden, como cambio que afecta a una de las categorías narrativas, al tiempo, tiene una repercusión en el sentido global de la obra y también en las demás categorías del relato.

La alteración del tiempo tiene en la construcción de la novela varias consecuencias que se refieren tanto a la forma de exponer las acciones, al modo de entender la historia y también al valor relativo que se les da en la obra.

Podemos considerar que el tiempo que se limita a su carácter de categoría del relato, es decir, aquel que se integra en la novela a través de la acción y no como unidad sintáctica autónoma, no altera ni el modo de ser ni el modo de estar del personaje, y en consecuencia no puede encontrarse en relatos concebidos como novelas de aprendizaje, o de formación del personaje; un tiempo así presentado no puede constituirse un elemento arquitectónico de la fábula, es decir, no llega a ser una unidad sintáctica, a pesar de que esté presente en el relato como categoría narrativa. La novela clásica bizantina da precisamente ese tratamiento al tiempo, a pesar de que altere el orden de las acciones y no siga el estrictamente cronológico. Podemos advertir en el ordo artificialis que suele aparecer en tales novelas que la alteración se justifica por la finalidad de posponer o anteponer unas acciones a otras para darles un lugar privilegiado en la percepción, por ejemplo para situar las más emotivas al final del texto.

Pero hay otros modos de incorporar el tiempo al relato, tratándolo como unidad de construcción, lo que le hace adquirir un valor autónomo, aunque se presente sincréticamente con las otras unidades del relato y mantengan todas ellas en el discurso una dependencia de coherencia textual y de sentido.

Vamos a destacar la notable repercusión que el tratamiento del tiempo como unidad de construcción tiene sobre el personaje. El tiempo implicado en la acción de la novela bizantina y de la novela medieval (caballerías, sentimental) hace que los personajes se muevan en el espacio y sean al final lo mismo que al principio: sujetos que buscan y sufren aventuras, sujetos de sentimientos que caminan hacia el desenlace de la obra, sin que cambien para nada ni sus inclinaciones amorosas, ni su sentido o conocimiento de la vida. Estos tipos de novela se construyen como un conjunto de funciones basadas en el juego de encuentros y separaciones de los protagonistas, es decir, cambios relativos de situación en el espacio; el tiempo no tiene autonomía respecto de la acción y de los movimientos y se limita a ser un tiempo implicado, como si no existiese, y no influye para nada en la evolución psicológica del personaje.

Los protagonistas de estas novelas, como figuras que se mueven en el espacio, son lo que son desde el principio hasta el final, como fichas talladas para el juego de ajedrez, que se mueven en el tablero limitado del espacio que se les asigna; aunque cambien de lugar y también de tiempo físico y aunque pasen por los días y las noches, ellos siguen siempre igual, como inmutables sufridores de aventuras o eternos amadores de su dama. La estabilidad y la fidelidad parecen los valores fundamentales de la idea del mundo que propone la novela, probablemente porque faltaban en la realidad social.

El caballero andante busca aventuras desde el principio hasta el desenlace del relato y su modo de ser no se altera, porque el texto no es el campo de su ser o de su formación, sino solo el de su acción. El protagonista de la novela sentimental puede estar en buena o mala situación anímica, casi siempre en mala, pero tampoco acusa el paso del tiempo, a no ser como sujeto de pasión que camina inevitablemente hacia un desenlace trágico sin cambiar nunca sus sentimientos, pues así lo exige el género. Estas novelas, con sus ideales de acción y de conducta, formulan unos mensajes que proveen a los lectores de fórmulas sociales para saber cómo estar en la mayor parte de las situaciones que pueda presentarles la vida de relación, pues no en vano los libros de caballerías se tomaron como manuales de educación; y las novelas sentimentales, aparte de proponer como valor fundamental la fidelidad a la dama, transmiten el mensaje subliminal de la necesidad de precaverse del exceso de sentimiento, que conduce inevitablemente a un desastrado final, a la muerte. El esquema subyacente en tales relatos se estructura en relación a los modos de manifestar un ideal de caballero, que mantiene el honor, que es valiente, que sabe comportarse en sociedad, que sostiene unos amores platónicos con su dama, que es inalterable en los sentimientos hacia ella y le es siempre fiel a pesar de tentaciones sin cuento y sin medida; la novela sentimental tiene un esquema aún más transparente porque solo hace referencia a un aspecto: el sentimiento amoroso descontrolado que lleva a la muerte, sin que apenas se expongan en el discurso del relato las razones que pueden explicar con coherencia ese desenlace, pues el protagonista se deja morir y no tiene otros intereses vitales fuera del amor.

En tales relatos el tiempo no se tiene en cuenta como causa de cambios; los personajes solo se mueven en el panel social o geográfico del espacio: los mismos personajes cambian de lugar o se instalan en uno desde donde envían un mensajero que trae y lleva cartas y sirve de coordinador entre los espacios del amante y de la dama. El objeto del relato son las acciones y las circunstancias de unas relaciones de conocimiento o de sentimiento entre seres humanos, pero no se manifiesta ningún interés por los efectos formativos que pueden causar sobre la persona o sobre su conducta y actitudes. Podríamos decir que los personajes de estas novelas, tanto los activos como los pasivos, son fundamentalmente centros de referencia más que sujetos de acciones, aunque se presenten como tales; en la estructuración del relato predomina su valor de actantes sobre su valor de personajes. Las novelas de aventuras se orientan directamente hacia la aventura y solo porque la acción exige un sujeto aparece el caballero que reúne las condiciones necesarias para la aventura. Las novelas sentimentales son relatos de amor y solo porque el amor necesita un sujeto que lo sienta y un objeto al que se dirija, aparecen el caballero y la dama, con las condiciones necesarias en los amantes, y fuera de esto no hay más; el estudio psicológico del personaje, la explicación de su modo de ser o de su cambio de una actitud a otra, en resumen, su trayectoria interna no interesa para nada en esos textos.

Muchas de las circunstancias de esas novelas (aventuras, amores, fidelidad a la dama y hasta desenlace) aparecerán en el Quijote, pero su sentido cambia totalmente, primero porque sirven de contrapunto que el Caballero recuerda ante una realidad muy diferente, y en segundo lugar porque quedan integradas con otro sentido en un mundo ficcional mucho más complejo, en el que se reconocen en coexistencia la realidad inmediata que porta Sancho, el mundo de la locura de don Quijote, que se alimenta de los mundos de ficción de la caballería, de los romances, y en general de la literatura anterior, y la realidad más amplia que les sirve de marco espacio temporal en sus movimientos: la España contemporánea, con personajes como los cabreros, los galeotes, don Diego de Miranda, el rico Camacho, los duques, etc... El horizonte novelesco ha cambiado mucho, se ha enriquecido con todos los aspectos El tiempo como unidad sintáctica del «Quijote» de una realidad multiforme en convergencia con toda la tradición literaria que se aprovecha como intertexto y además se presenta de forma también multiforme, empezando por la multiplicación de narradores (autor, traductor, narradores de episodios intercalados, personajes que cuentan, etc.) y la diversidad de visiones que es propia del movimiento humanista.

El Lazarillo había introducido en la novela un cambio radical en la concepción del cronotopo: el tiempo novelesco ya no es simplemente el marco donde se sitúan las acciones, es, sobre todo, el plazo textual que tiene el protagonista para recorrer unas experiencias en las que se educará; el ingenuo Lazarillo del comienzo de la obra y el cínico Lázaro del final, están separados por un tiempo de vida y por unos espacios sociales y geográficos recorridos que no han pasado en vano y han hecho de un niño inocentón una persona adulta resabiada. Lo fundamental del relato es el significado que adquiere esa trayectoria, que se organiza según un esquema causal: porque el protagonista ha vivido unas experiencias determinadas, ahora es como es, se ha producido en su modo de ser un cambio radical, y la historia no es más que la relación de las causas de la sorprendente diferencia entre el modo de ser del protagonista al comienzo y al final de la novela; el tiempo ha transcurrido dejando sus años en Lázaro, que ha pasado de niño a adulto, pero además ha cambiado su modo de ser y de estar en la vida; el tiempo ha sedimentado el devenir en el ser y ha dejado las experiencias como enseñanzas que convierten un niño ingenuo en un hombre avisado y cínico, con armas psicológicas necesarias para defenderse en un mundo de crueldad en el que le ha tocado vivir.

Lázaro es el sujeto de la función inicial de Carencia (hambre, falta de afecto, falta de conocimiento práctico), que recorre los distintos episodios con la misma disposición y siempre se enfrenta con la necesidad de encontrar algo de comer para sobrevivir, que se siente vengativo como reacción a los malos tratos que recibe, que usa astucias para salir del paso, etc., hasta que se produce el cambio radical: si acepta determinados compromisos sociales, si consiente en determinadas relaciones, el problema de la sobrevivencia le queda resuelto.

El valor del tiempo como trayectoria de experiencia vital es quizá lo más destacado del Lazarillo, que convierte la aventura diaria en la carrera de la experiencia práctica, es decir, se hace «novela de aprendizaje» y es el primer relato «moderno» en el tratamiento del tiempo.

No obstante la estructura del Lazarillo, por lo que se refiere a su disposición, tiene todavía un carácter totalmente espacial: las aventuras de Lázaro se sitúan en el amplio cuadro del espacio social, que el protagonista recorre en su diversidad, y el relato está construido con aventuras coordinadas por la presencia del personaje, que las va afrontando con un incremento progresivo de «saberes». El tiempo todavía no es utilizado en el Lazarillo como elemento de construcción de la novela, sino como marco que impone y en el que se dispone el cambio. Esto significa que el tiempo está incorporado a los motivos y a la composición de la trama (compositio), pero no organiza la disposición (dispositio). El relato comprende un segmento de la vida de Lázaro desde cuando es ingenuo y no sabe nada de la vida, hasta cuando es cínico y sabe resolver sus problemas vitales, porque ha aprendido a vivir, que era su objetivo inicial, y puede comer. El tiempo del principio no es el tiempo del final, el personaje del principio no es el del desenlace, y la situación tampoco es la misma. El tiempo deja sentir su paso en varias de las categorías narrativas, pero aún no ha adquirido el valor de unidad sintáctica del relato.

Algo muy distinto ocurre en la novela cervantina, en la que el tiempo es para los protagonistas (no para otros personajes secundarios) la trayectoria de un cambio, incorporado a los sujetos a través de la acción, pero además es un elemento de estructuración de la trama, que tiene su disposición organizaba en torno al gozne de la Cueva de Montesinos como ¿ventura que problematiza el tiempo y su percepción por los sujetos. El tiempo objetivo no se cuestiona, ni es más que una secuencia en la que se disponen las aventuras, pero sí se cuestiona radicalmente el tiempo subjetivo, la durée, creando un contraste tan violento entre el mundo real y el mundo de la fantasía, que origina un cambio decisivo en la disposición de la novela a partir de este episodio. Por otra parte, el movimiento espacial de los personajes se solapa con su cambio temporal formando un cronotopo que da al relato cervantino un estilo decididamente «moderno».

El Quijote, frente a los tiempos lejanos e inmóviles de la novela de caballerías y frente a los espacios lejanos y exóticos por donde se mueven los caballeros, sitúa su cronotopo en la cercanía del lector, como si de una crónica se tratase, pero lo hace de un modo impreciso, para dejar paso a la ficción: «en un lugar de la Mancha / no ha mucho tiempo...». Todo cambia respecto a lo que pasaba en los libros de caballerías, con una inmediatez geográfica y temporal, pero con una elaboración del cronotopo del relato que podemos considerar propio de los relatos ficcionales.

El Quijote, según manifiesta su autor en el «Prólogo», y por boca del amigo consejero, deja bien claro la intención de su escrito y los lectores a los que dirige sus estrategias para convencerlos de que abandonen la lectura de los perniciosos y ociosos libros de caballerías, situándose en una oposición formal bien declarada:

esta vuestra escritura no mira más que a deshacer la autoridad y cabida que en el mundo y en el vulgo tienen los libros de caballerías [...] procurad que el melancólico se mueva a risa, el risueño la acreciente, el simple no se enfade, el discreto se admire de la invención, el grave no la desprecie, ni el prudente deje de alabarla. En efecto, llevad la mira puesta a derribar la máquina mal fundada destos caballerescos libros, aborrecidos de tantos y alabados de muchos más; que si esto alcanzásedes, no habríades alcanzado poco.


El contrapunto en que se sitúan la realidad y el mundo caballeresco se inicia con la pretensión de socavar la autoridad de los libros de caballerías dejándolos por mentirosos y poniendo al caballero a vista de todos, en un tiempo cercano (no ha mucho tiempo), y en un pueblo de la Mancha para desplazarlo por el espacio inmediato de una región natural española, conocida «por todos los habitadores del distrito del campo de Montiel».

Una situación intermedia entre el mundo real y un mundo ficcional que será explicado a partir de un recurso bien transparente, la locura del héroe, está en coherencia con un tiempo real con sus días y sus noches (tiempo del calendario), correspondiente a ese mundo convencionalmente inmediato y conocido y también a un tiempo literario, perteneciente al mundo de la locura, que el narrador presentará a su gusto, con el placer recién descubierto de su posible manipulación; el contraste entre los dos tiempos ocurrirá en el episodio de la Cueva de Montesinos.

El escudero no parece tener una hechura tan convencionalmente realista como el caballero, a pesar de ser vecinos, pues, según el narrador afirma, lo ha construido homológicamente, con los rasgos generales de varios escuderos: en él «te doy cifradas todas las gracias escuderiles que en la caterva de los libros vanos de caballerías están esparcidas». Sin embargo, su tiempo será siempre el tiempo del mundo real hasta que se ve arrastrado por su amo al tiempo de la ficción, a partir también del episodio de la Cueva de Montesinos, donde se cruzan los tiempos y las trayectorias de transformación de los dos personajes centrales de la novela.

El enmarque cronotópico del Quijote está claro y manifiesto en el texto, por lo que se refiere al mundo convencionalmente real; se pueden seguir en el mapa de España de la época los desplazamientos del caballero, solo o con su escudero, y se han podido contar los días y las noches en que transcurren las aventuras y, cuando faltan referencias directas, el tiempo del calendario se deduce con relativa facilidad por indicios y por conjeturas que el mismo discurso ofrece. Entre la primera y la segunda salida, el c. VII (78) dice que «él estuvo quince días en casa muy sosegado, sin dar muestras de querer segundar sus primeros devaneos». Entre la segunda y la tercera salida no se expresa concretamente qué tiempo transcurrió, pero sí que «el cura y el barbero se estuvieron casi un mes sin verle». Y en el capítulo VII de la segunda parte (583), el ama va a ver al bachiller Sansón Carrasco y le resume: «la vez primera nos lo volvieron atravesado sobre un jumento, molido a palos. La segunda vino en un carro de bueyes, metido y encerrado en una jaula, a donde él se daba a entender que estaba encantado [...] que para haberle de volver algún tanto en sí, gasté más de seiscientos huevos, como, lo sabe Dios y todo el mundo, y mis gallinas, que no me dejarán mentir» (583). Y seiscientos huevos no se comen en poco tiempo, que aunque comiese cuatro al día, son casi seis meses, si es que no exagera en el número de los huevos la buena del ama y las gallinas que no la dejan mentir.

Pero estos son problemas de tiempo del calendario, lo que duró o lo que pudo durar la acción. Vamos a ver cómo el tiempo actúa como un elemento de la construcción de la trama y como una unidad sintáctica que justifica la disposición de los motivos en el discurso.

Las acciones (funciones), los sujetos (actantes), el espacio y el tiempo (cronotopo) constituyen las categorías (unidades) de la novela, y probablemente la más destacada de las cuatro es el tiempo, pues, según creemos, condiciona en cierta forma a todas las demás. Vamos a comprobar cómo Cervantes amplía de un modo radical las posibilidades de la categoría «tiempo» en su novela, respecto a lo que los relatos anteriores a ella presentan, y la convierte en unidad sintáctica, es decir, en un elemento arquitectónico, que influye en la concepción de los personajes principales, y en la estructura de la novela, sobre todo en la segunda parte del Quijote, ya que en la primera la disposición está basada generalmente en el procedimiento de la coordinación de funciones y de personajes, o en la intercalación de relatos más o menos independientes del que les sirve de marco.

La construcción del personaje en relación con el tiempo

«Cada individuo tiene una distinta capacidad de vivir la historia presente; varía mucho el modo de compenetrarse los individuos con su propio devenir y con el de la historia» (Spengler, 1958: 179). El personaje de novela, como la persona, asume un concepto de tiempo en el que él mismo se va configurando y haciéndose, y «nadie entenderá bien a otro hombre si no conoce su sentimiento del tiempo» (id.: 179). La forma en que se vive la memoria del pasado (por ejemplo el discurso de la Edad de Oro de don Quijote a los cabreros) condiciona la forma en que se ordenan los motivos de esa historia, que seguirán una escala de valores, de recuerdos, de captación de sentimientos, etc.; la forma en que se vive el tiempo presente condiciona el modo de presentarlo en el discurso, y la forma en que se concibe el tiempo de la acción futura organiza los esquemas del relato en relaciones de subordinación al conjunto, dando al tiempo el papel principal en la estructura resultante.

La primera y la segunda salidas de don Quijote se organizan en relación al tiempo presente en esquemas de coordinación de modo que, a medida que transcurre la acción, se ofrecen aventuras que se suceden unas a otras: el caballero y el escudero se insertan en la trayectoria temporal progresiva del tiempo a medida que se mueven o están en un espacio, en el que encuentran o son encontrados por otros personajes que les traerán aventuras. Pero, en cambio, la tercera salida está esquematizada desde antes de que se inicie: el bachiller Sansón Carrasco quiere cerrar la posibilidad de más salidas y su proyecto concede al protagonista un tiempo limitado para volver definitivamente a casa: el relato abierto de sucesivas salidas, se cambiará en relato cerrado con la vuelta a casa definitiva. El caballero tendrá que asumir su derrota y la promesa de permanecer en casa, sin proyectar otra salida. Ya sabemos qué pasa con el Caballero de los Espejos, y cómo el tiempo tendrá que alargarse más allá de lo previsto por el Bachiller, y con el tiempo, el espacio, puesto que actúan conjuntamente en el cronotopo del relato.

El esquema previsto por Sansón no coincide con el que el narrador ha diseñado y el que éste prevé tampoco coincidirá con el que la trayectoria interior del personaje exige: la estructuración de la segunda parte del Quijote está constituida en una especie de esquemas en círculo; Sansón, el bachiller, ha propiciado la tercera salida a fin de luchar con don Quijote y hacerlo volver a casa obligándolo con palabra de caballero, como corresponde al mundo ficcional de su locura; el narrador tenía diseñado un plan que quedará desbaratado por la aparición del Quijote de Avellaneda que obligará al caballero a seguir derroteros no revistos; y por último, a medida que transcurre el tiempo y se suceden las aventuras, la evolución interior del personaje le llevará a dudar primero y a renunciar después al tiempo de ficción y a volver al tiempo real, es decir, debe cumplir su promesa, termina su locura, y muere. En el desenlace de la obra van a coincidir los tres proyectos: que Sansón venza, bajo la forma del Caballero de la Blanca Luna a don Quijote, que éste llegue a Barcelona, como se había propuesto en el esquema espacial de la salida, y que culmine el proceso de recuperación de la locura, iniciado en la cueva de Montesinos, a causa de la percepción distorsionada del tiempo ficcional y de su contraste con el tiempo de la realidad exterior. Y son precisamente las dudas que se plantean en este episodio por la discordancia entre el tiempo de la realidad y el tiempo del mundo literario de los romances al que arriba el caballero a través del sueño, las que inician su cambio, las que anuncian el final de la novela, las que acaben con la locura de don Quijote y paradójicamente las que apuntan hacia la quijotización de Sancho.

Respecto al cambio del personaje, tal como se presenta en ese proceso iniciado ante el desconcierto que produce la percepción del tiempo en el episodio de la cueva de Montesinos, tenemos que advertir que son varios los modos de construir al personaje y que Cervantes sigue uno concreto, que se explica coherentemente por las relaciones entre las diversas unidades del relato.

Los personajes, en relación a sus manifestaciones en el tiempo, pueden ser construidos de tres modos fundamentales: a) como una realidad acabada que transita por el tiempo sin alterarse; b) como un hueco, una virtualidad, que va haciendo su ser en el tiempo; y c) como un conjunto de capacidades o potencias (una naturaleza estable) que se manifiesta según las circunstancias se lo permiten.

Los personajes de Cervantes en el Quijote pueden ser de cualquiera de estas tres formas, según su relieve en la obra. Los protagonistas son del modelo último, mientras que los secundarios suelen conformarse con el primer esquema. El tiempo señala una capacidad de cambio en don Quijote y en Sancho, que no son personajes planos, sino complejos: es bien conocida la «lectura» de la obra en el sentido de que el idealismo de don Quijote se va aproximando al realismo de Sancho y el realismo de Sancho toma tintes idealistas en sus propuestas finales de ir por el mundo haciendo de pastores. Los personajes que encuentran amo y criado en su largo recorrido por las tierras españolas de la época son personas concebidas en la unidad de su ser total: los duques son necios (que se ríen de dos necios) mientras están en el texto; don Diego de Miranda ocupa su sitio de rico labrador y como tal se comporta en todos los capítulos en que interviene, interpretando y valorando a su hijo, don Lorenzo, que, presentado como poeta, actúa como cabe esperar a un poeta. Cada uno de esos personajes es lo que es, según la idea tópica dominante sobre su situación individual, familiar y profesional y el lector tiene la idea de que no cambiarán y si vuelven a encontrarse en otro lugar del texto seguirán siendo lo mismo; un ejemplo claro lo ofrecen los galeotes que libera don Quijote y que se comportan, cada vez que aparecen, como galeotes. La construcción de esos personajes secundarios coincide con su proyección espacial y cuando llegan caballero y escudero a su espacio los encuentra y allí los dejan cuando se van, con el mismo ser que cuando los toparon.

Don Quijote va recorriendo los espacios de los personajes y de su trato no se deriva sino la aventura, la acción. Sin embargo, el narrador no actúa de la misma manera respecto de los protagonistas y será el tiempo, no una decisión arbitraria, la causa de su cambio, y el gozne hacia el desenlace de la obra, que de este modo se concibe como una exigencia de la misma historia y no como algo impuesto porque hay que dar fin de algún modo.

Para Spengler, el hombre es tiempo, y el personaje está en y para el tiempo; la concepción del personaje como una naturaleza, un conjunto de posibilidades, que se realiza en el tiempo, señala en su construcción una dirección progresiva cuya culminación es la muerte. La presentación del tiempo literario como una vivencia interior del personaje no anula el tiempo, sino su dirección, y esto es lo que le ocurre a don Quijote a partir del episodio de la Cueva de Montesinos; hasta este episodio la experiencia del tiempo se medía en términos de espacio, los personajes andaban un día o dos, estaban cuatro en casa de don Diego de Miranda, etc., es decir, el tiempo se lo señalaba su propio movimiento y propia acción situada en el espacio, pero cuando don Quijote entra en el interior de las cosas (simbolismo de la cueva), pretende mantener la misma experiencia del tiempo y comprueba que no coincide con el exterior. La secuencia de los días y las noches, de la luz y la oscuridad, que sirve directamente en el episodio de la Cueva de Montesinos para situar objetivamente el transcurso del tiempo exterior, falla en esa experiencia interior donde don Quijote ha visto oscurecer tres noches mientras apenas han transcurrido unas horas; el desconcierto de don Quijote es enorme y le hace perder seguridad, curiosamente, no en el tiempo, sino en sí mismo, como perceptor de una realidad que creía objetiva y segura y parece que no lo es: el tiempo se proyecta así sobre el personaje de tal modo que si éste pierde la conciencia del tiempo pierde la conciencia de sí mismo. El hombre es el tiempo, el personaje se hace por relación a su tiempo, exterior e interior, objetivo y subjetivo. Y la manipulación del tiempo es privilegio particular del novelista.

La construcción de la trama en relación con el tiempo

El tiempo cobra su papel de elemento constructivo de la trama en la tercera salida del Caballero. En principio el espacio y el tiempo se corresponden a tres círculos espaciales y temporales que toman como centro la casa de don Quijote y que se amplían progresivamente: el primero, no muy amplio, transcurre por lugares inmediatos, por el campo de Montiel y dura unos días, contados desde que sale de su casa hasta que vuelve a ella; el segundo círculo es más abierto, el caballero no va solo; camina con su escudero y llegan hasta Sierra Morena y lógicamente se amplían también las acciones, el tiempo, y el número de personajes con los que topan en sus desplazamientos. En estas dos salidas, que constituyen el tema de la primera parte y también el esquema espacial y temporal que da forma y disposición al relato, el Quijote no se diferencia fundamentalmente de la estructura que tienen los libros de caballerías. Será en la tercera salida donde el círculo no solo se amplía, sino que está construido sobre el tiempo, y en relación al modo en que los personajes viven el tiempo. El punto crucial de la percepción del tiempo que inicia la vuelta de don Quijote a la realidad está precisamente en el desconcertante contraste entre «su tiempo» y «el tiempo de los otros». Es muy diferente lo que es y lo que parece ser el tiempo y el Caballero empieza a sospechar que sus seguridades se quiebran. Su sentido del tiempo empieza a ser trágico en el episodio de la cueva.

«Lo trágico es el tiempo, y las distintas culturas se diferencian por su modo de sentir el tiempo» (Spengler, 1958: 178), y sin duda podemos verificarlo en el Quijote y diríamos que también en la mayor parte de las novelas posteriores; podemos bien decir que cada tipo de novela se caracteriza por el modo en que sus personajes consideran el tiempo y por el modo en que lo considera el autor, en el uso y la funcionalidad que le atribuye para estructurar la trama. Las novelas medievales tienen un sentido del tiempo y del espacio, que encontramos en la primera parte del Quijote, pero que hace quiebra en la segunda, y es sustituido por un tiempo que se disocia entre realidad y ficción, un tiempo que adquiere autonomía y se convierte en unidad sintáctica del relato, sencillamente porque el narrador puede manipularlo a su gusto.

La primera parte del Quijote se organiza siguiendo las acciones en los días y en las noches sucesivas: es un relato lineal, de aventuras yuxtapuestas o coordinadas por la presencia del Caballero, que a veces se para para dejar paso a un nuevo relato intercalado, que detiene el tiempo del primero, y en el que don Quijote interviene como oyente u observador, a veces como coordinador, pero no como protagonista.

Este no discutido y apacible discurrir del tiempo del calendario se verá bruscamente alterado en el episodio de la Cueva de Montesinos en el que de una parte se dan puntuales indicaciones del tiempo en el exterior: «otro día, a las dos de la tarde llegaron a la cueva» (698). La acción de soltar cien brazas de cuerda hasta que no se oían ya las voces del Caballero suspendido en el hueco se cumple en el tiempo que se necesita para ello (tiempo implicado), y Sancho y el acompañante «fueron de parecer de volver a subir a don Quijote, pues no le podían dar más cuerda. Con todo eso, se detuvieron como media hora» (700). Sale don Quijote dormido y al despertar «pidió que le diesen algo de comer, que traía grandísima hambre» y «sentados todos tres en buen humor y compaña, merendaron y cenaron, todo junto» (701). Parece que el hambre que trae don Quijote es indicio temporal porque no se coge en dos horas, es hambre atrasada, como de tres días. Termina el capítulo XXII y se inicia el XXIII con estas palabras: «las cuatro de la tarde serían, cuando el sol, entre nubes cubierto, con luz escasa y templados rayos, dio lugar a don Quijote para que sin calor y pesadumbre contase a sus dos clarísimos oyentes lo que en la cueva de Montesinos había visto» (702). Empieza así un relato fantástico que contrasta con el sucederse del tiempo real. Desde que llegan a la cueva, a las dos de la tarde, lo descuelgan, lo suben, meriendan y cenan, han pasado dos horas. Pero se han ido soltando algunos indicios que preludian lo que vendrá: el salir dormido y el tener don Quijote tanta hambre apuntan directamente a un tiempo onírico y a un tiempo largo.

Empieza el relato y don Quijote cuenta cómo bajó hasta una concavidad donde se sienta y se duerme. Luego despierta y se asegura de que está realmente despierto, porque «el tacto, el sentimiento, los discursos concertados que entre mí hacía, me certificaron que yo era allí entonces el que soy aquí ahora». Va por delante que don Quijote está convencido de que no sueña, no miente desde luego, y él es el mismo. Ve muchas cosas, habla con Montesinos, etc. y cuando las cuenta punto por punto dice el guía:

yo no sé, señor don Quijote, cómo vuestra merced en tan poco espacio de tiempo como ha que está allá bajo, haya visto tantas cosas y hablado y respondido tanto. -¿Cuánto ha que bajé?- preguntó don Quijote.

-Poco más de una hora- respondió Sancho.

-Eso no puede ser -replicó don Quijote-, porque allí me anocheció y amaneció, y tornó a anochecer y a amanecer tres veces; de modo que, a mi cuenta, tres días he estado en aquellas partes remotas y escondidas a la vista vuestra.

-Verdad debe de decir mi señor -dijo Sancho-; que como todas las cosas que le han sucedido son por encantamiento, quizá lo que a nosotros nos parece una hora, debe de parecer allá tres días con sus noches.


Sancho, que tiene la clave para explicar lo inexplicable y también lo que él no quiere explicar (encantamiento de Dulcinea), acude a tal clave y afirma que se trata de encantamientos que cambian los pareceres de unos y de otros. Porque Sancho no cree nada de lo que dice su amo: «perdóneme vuesa merced, señor mío, si le digo que de todo cuanto aquí ha dicho, lléveme Dios, que iba a decir el diablo, si le creo alguna cosa». Entonces ¿miente don Quijote?; contesta Sancho de nuevo: «-Yo no creo que mi señor miente- respondió Sancho».

El desconcierto del Caballero es total, porque ¿cómo se puede explicar la extraña situación?

-Si no, ¿qué crees? -le preguntó don Quijote.

-Creo -respondió Sancho- que aquel Merlín o aquellos encantadores que encantaron a toda la chusma que vuestra merced dice que ha visto y comunicado allá bajo, le encajaron en el magín o la memoria toda esa máquina que nos ha contado, y todo aquello que por contar le queda.


Don Quijote porfía que vio y oyó y tocó todo con sus manos y además vio a Dulcinea encantada tal como Sancho se la mostró al salir del Toboso, con las dos labradoras que iban con ella y la conoció porque traía «los mismos vestidos que traía cuando tú me la mostraste» y los indicios de realidad son tales que una de las labradoras se vuelve a pedirle a don Quijote en nombre de su amada seis reales, y no puede darle más que cuatro, porque solo tiene esos «que fueron los que tú, Sancho, me diste el otro día para dar limosna a los pobres que topase por los caminos». A partir de esas alusiones Sancho queda involucrado en ese mundo irreal por sus propios encantamientos, pues es un espacio en el que concurren los encantamientos de Merlín y también los encantamientos de Sancho. O don Quijote actúa con intencionalidad para introducir a Sancho en el mundo donde él ha llevado a Dulcinea, o la imaginación lo conduce por donde su preocupación y sus amores le sugieren.

En resumen, las que don Quijote vio allá bajo son cosas «cuya verdad ni admite réplica ni disputa», aunque tienen maravillados a todos hasta al mismo autor, pues, en un nuevo rasgo de ingenio del narrador para crear mundos reflejos interminables, concluye el capítulo XXIII y empieza el XXIV con un metadiscurso de Cide Hamete, que transcribe el traductor: «no me puedo dar a entender, ni me puedo persuadir, que al valeroso don Quijote le pasase puntualmente todo lo que en el antecedente capítulo queda escrito: la razón es que todas las aventuras hasta aquí sucedidas han sido contingibles y verisímiles; pero ésta desta cueva no le hallo entrada alguna para tenerla por verdadera, por ir tan fuera de los términos razonables. Pero pensar que don Quijote mintiese, siendo el más verdadero hidalgo y el más notable caballero de sus tiempos, no es posible; que no dijera él una mentira si le asaetearan».

Así quedan las cosas, en la duda, que Sancho expresa con sorna, que don Quijote rumia en su interior y que el testigo del mundo ficcional de la novela, el narrador, considera inexplicable. Y llegamos al capítulo XXV y al episodio del retablo de maese Pedro y el mono sabio, y es Sancho, asombrado del valor de su propia palabra para encantar a Dulcinea el que sugiere a su amo que aproveche la ocasión única de saber la verdad de lo ocurrido en la cueva:

querría que vuestra merced dijese a maese Pedro preguntase a su mono si es verdad lo que a vuestra merced pasó en la cueva de Montesinos, que yo para mí tengo, con perdón de vuestra merced, que todo fue embeleco y mentira, o por lo menos cosas soñadas. (727)


Y don Quijote no se enfada, ni muele a palos a Sancho, como le había aconsejado el guía hasta la cueva, sino que con cautela responde:

Todo podría ser; pero yo haré lo que me aconsejas, puesto que me ha de quedar un no sé qué de escrúpulo [...] y le rogó preguntase luego a su mono le dijese si ciertas cosas que había pasado en la cueva de Montesinos habían sido soñadas o verdaderas; porque a él le parecía que tenían de todo. (727)


El mono prudente y ambiguo no toma partido y declara que lo único que sabe es que de las cosas que vio o pasó el caballero en la cueva de Montesinos parte son falsas y parte verosímiles, y se remite al viernes siguiente, que no llega, para seguir hablando. Sancho se siente satisfecho y su señor se confía al tiempo descubridor de todas las cosas, «y, por ahora, baste esto» (728). A lo más que llegan las cosas de la cueva es a ser verosímiles en el relato ficcional. No puede seguir más adelante el contraste con la verdad. Y aquí acabaría el motivo de la cueva de Montesinos y el proceso de veridicción de lo que en ella vivió o creyó vivir don Quijote.

El valor estructural del tiempo enlaza con el valor estructural de un motivo introducido a propósito del episodio de la cueva, y sobre su aparición intermitente en el discurso irán organizándose los últimos capítulos hasta desvanecerse en el desenlace. Me refiero al encanto y desencanto de Dulcinea y a su cara amarga, los azotes de Sancho, que se introducen en el texto de modo ingenioso.

Porque las dudas de Sancho, a pesar de que se siente satisfecho con la respuesta, no acaban con la consulta al mono de maese Pedro, ya que la duquesa -a la que conviene creer porque ha prometido la ínsula- le confirma que Dulcinea está efectivamente encantada y que no es él el encantador, y cuando creía que burlaba a su amo diciéndole que aquella villana brincadora era Dulcinea, era realmente Dulcinea «que está encantada como la madre que la parió; y cuando menos nos pensemos, la habremos de ver en su propia figura, y entonces saldrá Sancho del engaño en que vive» (786). Sancho, como es lógico, da vuelta a todo el relato y pasa de no creer a su amo a tener que creerlo porque se lo asegura la duquesa:

agora quiero creer lo que mi amo cuenta de lo que vio en la cueva de Montesinos, donde dice que vio a la señora Dulcinea del Toboso en el mesmo traje y hábito que yo dije que la había visto cuando la encanté por solo mi gusto; y todo debió de ser al revés, como vuestra merced, señora mía, dice, porque de mi ruin ingenio no se puede ni debe presumir que fabricase en un instante tan agudo embuste... (786)


La relación del episodio de la cueva de Montesinos con el encantamiento de Dulcinea y la presencia de este motivo en varios capítulos, hace que sigamos punto por punto el proceso que lleva la duda en el caballero y en su escudero. En el castillo de los duques se hace amplio provecho de los episodios y, cuando llega el Diablo Correo (793 y ss.) con la embajada de Montesinos para desencantar a Dulcinea:

renovóse la admiración de todos, especialmente en Sancho y don Quijote: en Sancho, en ver que, a despecho de la verdad, querían que estuviese encantada Dulcinea; en don Quijote, por no poder asegurarse si era verdad o no lo que le había pasado en la cueva de Montesinos. (794)


Y la duda seguirá, manifestándose con intermitencias hasta el episodio de la Cabeza Encantada en casa de don Antonio Moreno en Barcelona. El tema no se sale del tono de ambigüedad entre los criterios contrapuestos de la verdad o la falsedad, del sueño o de la vigilia en un mundo onírico o simplemente ficcional. Don Quijote insiste, siempre que tiene ocasión, en su deseo de saber cómo fue aquello y hace una pregunta a la cabeza parlante relacionando tres los temas: lo visto en la cueva de Montesinos, el encantamiento de Dulcinea y los azotes de Sancho: «¿fue verdad o fue sueño lo que yo cuento que me pasó en la cueva de Montesinos?», pero tampoco aquí será clara y decisiva la respuesta que confirme uno u otro extremo: «A lo de la cueva hay mucho que decir: de todo tiene» (995). De todos modos hay que observar que don Quijote ya no pregunta directamente sobre los hechos («lo que me pasó»), sino sobre el relato («lo que yo cuento que me pasó»): se ha pasado de la realidad a la narración después de que el mono sabio habló no de «verdad» sino de «verosimilitud».

No llega a aclararse el tema de lo que pasó o lo que dice don Quijote que pasó en la cueva, y no llegamos a saber cómo se explica esa distorsión del tiempo del relato respecto al tiempo de la realidad, pero colea en el desencanto de Dulcinea en relación con los azotes de Sancho, pues aunque don Quijote, ya de vuelta a su aldea «después que le vencieron, con más juicio en todas las cosas discurría»

(1050)



, no descuida nunca el bien de su amada y siempre estuvo atento al número de azotes que Sancho decía que se daba y «no perdió el engañado don Quijote un solo golpe de la cuenta, y halló que con los de la noche pasada eran tres mil y veinte y nueve». Puesto que lo sucedido en la cueva de Montesinos había pasado de la categoría del ser a la del contar, los azotes necesarios para el desencanto de Dulcinea pasan también de la realidad al «decir» de Sancho: los que cuenta don Quijote no son verdaderos azotes.

Con el fin del cuento de los azotes debía venir el desencanto de Dulcinea y hasta que llegaron a la aldea Don Quijote «siguiendo su camino, no topaba mujer ninguna que no iba a reconocer si era Dulcinea del Toboso, teniendo por infalible no poder mentir las promesas de Merlín» (1056), pero llegan a la aldea y «Malum signum! Malum signum! Liebre huye, galgos la siguen: ¡Dulcinea no parece!» (1057). No hay más que palabras, alusiones que son desilusiones del Caballero y alusiones que los demás, Sancho y Sansón, quieren que sirvan de consuelo al desengaño final.

Y terminan las aventuras, don Quijote recupera la razón y Dulcinea se diluye sin que, cuerdo, la recuerde para nada, y tampoco Cide Hamete al cerrar la obra y colgar la pluma deja memoria de ella.

El tiempo se ha convertido, directamente y en sus derivaciones en los motivos que arrastra, en el recurso arquitectónico más amplio en la segunda parte del Quijote. Planteado anecdóticamente en el episodio de la cueva de Montesinos, se alarga a través de motivos conexionados y recorre los capítulos con apariciones intermitentes hasta cerrar la novela.

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