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El tremendo dolor de haber sido Buero


Adolfo Marsillach





Buero cambió mi vida. Esto, naturalmente, carece de importancia. Antonio cambió la trayectoria del teatro español y eso sí fue importante. Se pasó de la alta comedia intrascendente, pretenciosa y balsámica, al drama realista que quiso contar el argumento de una España miserable, rota, herida y amordazada. Era el año 1950 y yo llegué a Madrid para estrenar En la ardiente oscuridad, una parábola de ciegos en un país que no se atrevía a mirar. Un poco antes, en 1949, Buero Vallejo había dinamitado con su Historia de una escalera todas las trampas y todos los artificios del complaciente público de la posguerra que buscaba a Dios en su ombligo y a Franco en su bragueta. Fueron tiempos difíciles que ahora -dicen- conviene olvidar. Que no cuenten conmigo. Mi amistad con Buero, fortalecida por el barro de una situación política que nos manchaba el bajo de los pantalones, es una de esas pocas referencias culturales que estructuran el frágil esqueleto de mi decencia. De no haberle conocido, yo sería otro. Probablemente peor.

No es cierto que Buero fuese triste -ése fue un tópico del que nunca consiguió desgajarse- sino que el injusto desdén de algunos le acabó entristeciendo poco a poco. Le obligaron a envejecer mal porque la izquierda no supo tenderle la mano que necesitaba y la derecha le utilizó hábilmente. Empezaba el tremendo dolor de haber sido Buero para dejar de serlo. Los críticos afines -no todos- le negaron el éxito y la biografía, mientras los adversarios de su juventud lo sacaban a tomar el sol cada mañana. ¡Terrible país éste que corta el café con la mala leche recién ordeñada!

La muerte de los amigos me deja huérfano y desorientado. Ésta, además, de Buero, me abandona desnudo sobre un escenario vacío de palabras.





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