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El Tribunal del Santo Oficio en Aragón: establecimiento de la inquisicion en Teruel, por Antonio C. Floriano Cumbreño

Antonio C. Floriano Cumbreño


Cronista de la ciudad de Teruel

  —544→  
Preliminar

Origen de la investigación.-Las fuentes: Su naturaleza; formación del depósito documental.-Alcance del presente trabajo.


Es noticia histórica por todos admitida, comentada y hasta aprovechada por algunos con fines más o menos partidistas la que nos narra la resistencia opuesta por las ciudades del Reino aragonés al establecimiento del Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición contra la herética pravedad. En los historiadores clásicos de esta Corona, Zurita principalmente1, leímos alguna vez tal referencia, acompañada de la afirmación de que Teruel se distinguió en la hostilidad, llegando incluso hasta a expulsar de sus muros a los inquisidores.

El hecho así contado, desposeído de esas circunstancias episódicas que no caben en las historias generales y que tan indispensables son para la reconstrucción de ambientes, tenía escaso valor como noticia, porque decía, en realidad, muy poco; aunque por otra parte, fuese muy digno de aprecio, por lo mucho que tras ello se dejaba adivinar y por lo que a una investigación acompañada de cierta fortuna pudiera prometer, si el investigador supiera sustraerse a las seducciones de la pasada historia declamatoria e ir, sinceramente y sin prejuicios, en busca de la verdad por su testimonio.

Esta convicción nos llevó, al ordenar el Archivo Municipal de Teruel para completar la catalogación en él hecha por el venerado maestro don Severiano Doporto2, a intentar reunir en   —545→   un solo depósito documental cuanto apareciese respecto a Inquisición, y que debía ser interesante por cuanto dejaban adivinar los papeles primeros que aparecieron y porque el asunto parecía desde el primer momento relacionado con la existencia en esta ciudad de un extenso núcleo de judíos, mudéjares y conversos, cuya influencia ya se había manifestado ante nosotros en pasadas investigaciones y que era natural se evidenciase en un asunto como el de la Inquisición, que a ellos muy principalmente afectaba.

No fué preciso trabajar mucho en el acarreo de materiales. La fuente surgió ante nosotros completa y en un solo bloque, aparte hallazgos esporádicos escasísimos: actas de Concejos, reuniones del Consejo de oficiales, juramentos, testimonios notariales de la actuación de los inquisidores y de la ciudad, actas de requisición, respuestas, mandamientos, albaranes, apelaciones en derecho, instrucciones a diputados y mensajeros de la ciudad, votos y hasta borradores interesantísimos, como notas tomadas por los escribanos al correr de los sucesos y en presencia de éstos para la redacción de los documentos definitivos que los habrían de testimoniar.

Todo ello ha formado un conjunto de noticias altamente estimable y sobre todo muy completo, pues no hay lagunas; nada se deja inexplicado, y lo que en un documento hallamos desvanecido y confuso, se fija y aclara en el siguiente de una manera definitiva, haciendo que los hechos se desarrollen ante nuestra vista concadenados y dependientes los unos de los otros, en una sucesión verdaderamente lógica y natural.

Ante fuente tan completa3 fácil sería perecer ala seducción de emprender un trabajo de alto vuelo, para el cual pudiéramos   —546→   fácilmente valernos de numerosas citas halladas en las bibliografías confeccionadas. Ello no cabe en nuestras posibilidades actuales; y si no supiéramos que la aridez de los escritos hace fundamentalmente antipática, en la mayor parte de los casos, la lectura de documentos, a su estricta publicación se hubiese limitado este trabajo, bien seguros de que con ello cumplíamos un deber. Pero a la aridez apuntada se junta la necesidad de explicar, aclarándolos, los hechos que, produciéndose en un ambiente concreto, tienen que aparecer ante nosotros rodeados de ese mismo ambiente, localizados, precedidos de sus antecedentes históricos y de una porción de circunstancias que no se hallan ni pueden hallarse en la sequedad del documento, y por ello nos aventuramos a una labor que, sin ser el trabajo de alto vuelo a que antes nos referíamos, ni la escueta publicación de la noticia, sea algo así como la superposición de los materiales históricos, colocados en un orden que nos parece racional y trabados con algunas aclaraciones personales, tímidamente apuntadas, para que en ningún caso pueda desfigurarse la noticia primitiva, ni aun tan siquiera alterarse; y así, si el edificio resultase imperfecto, puede ser sin temor demolido, para que otro más hábil arquitecto aproveche sus componentes como si fueran de primera mano.

¡Que no otra deberá acaso ser la aspiración del investigador provinciano, quien habrá de contentarse con esta labor extractiva, penosa en verdad, pero no menos agradecida para quien sabe sentir todos los encantos de los curiosos y humildes hallazgos!






I. Teruel en los comienzos de la Inquisición Aragonesa

Comienzos de la Inquisición Aragonesa.-Torquemada Inquisidor de Aragón.-Las Cortes de Tarazona y la representación de Teruel.-Micer Gonzalo Ruiz.-Regreso a Teruel del mensajero a las Cortes de Tarazona.-El Santo Tribunal camino de Teruel.-Su entrada en la ciudad.


En el año 1483, oficialmente al menos, la Inquisición quedó establecida en los dominios aragoneses, con la extensión dada en 17 de octubre de dicho año a los poderes del Inquisidor Torquemada. De entonces datan las primeras discusiones entre el Santo   —547→   Tribunal y los fueros y observancias del Reino de Aragón, cuestión legalista que estimulaban en todos los lugares del estado los judíos y los conversos, que eran los principalmente interesados en entorpecer el establecimiento del Santo Oficio.

Este Tribunal, en Aragón, no era entonces ni popular ni antipopular. En Teruel cuando menos (y calculamos que otro tanto ocurriría en las demás ciudades) el negocio inquisitorial era una cuestión que no interesaba más que a los juristas, quienes discutían con más o menos calor su incompatibilidad con los fueros. Pero los juristas, justo es confesarlo, no querían bien al Santo Tribunal: aparte el contrafuero que su establecimiento significaba, aparte la influencia del elemento rabínico en las clases intelectuales, estaba la propia fama que de la institución venía de Castilla4, estaba también el temor que producía su manera de actuar y el no menor que inspiraba el llamado prior de Santa Cruz, Torquemada, árbitro absoluto del Santo Oficio5

Claro es que en Teruel el asunto comenzó a preocupar prontamente al pueblo: pero esto es también una consecuencia del carácter jurídico de la cuestión, pues sin temor a exageraciones casi podemos asegurar que en esta ciudad cada uno de sus ciudadanos era jurista; o a lo menos un intérprete o comentarista más o menos perspicaz de sus Fueros propios y particulares.

Sin embargo, antes de abril de 1484 a nadie preocupaba aquí la Inquisición. Los poderes de Torquemada, concedidos, como ya dijimos, en octubre, no se llegaron a discutir de verdad ni en Teruel ni en el resto del reino, por la sencilla razón de que nunca se trató de ejercerlos antes de ahora; y la Inquisición, durante el período que va de la extensión de los mencionados poderes a las Cortes de Tarazona, era una cosa puramente nominativa, sin efectividad real ni consecuencias tangibles, si bien no faltaba quien las temiese para muy pronto.

Y no se hicieron esperar mucho, en efecto.

El rey Fernando citó para abril de 1484 las Cortes de Tarazona, las cuales parece ser que no tuvieron otro objeto que   —548→   el de regularizar el establecimiento del Santo Oficio en Aragón6.

El Concejo de Teruel, elegirlo para 1483-14847, y que a la sazón estaba va para entregar sus poderes, envió como representante a estas Cortes a micer Gonzalo Ruiz, uno de sus más expertos juristas, hijo del notario Juan Ruiz y hombre joven e inteligente, que en no pocas ocasiones había prestado excelentes servicios a la ciudad.

Micer Ruiz partió para Tarazona en 5 de abril8, con tiempo suficiente, pues la sesión primera de las Cortes no se celebró hasta el día 14. Allí presenció todos los trabajos de organización del Santo Tribunal, viendo cómo eran designados para Inquisidores generales de todo el Reino Gaspar Inglar y Pedro de Arbués, completándose después la lista de oficiales, familiares, asesores, receptores, fiscales, notarios y alguaciles9, y viendo cómo todos ellos, muy presurosos, partían para Zaragoza, con el fin de que inmediatamente comenzara sus actuaciones el flamante Tribunal.

Las Cortes terminan el día 4 de mayo, y micer Ruiz aún gasta algunos días en gestionar asuntos privados de la ciudad, a la que no regresa hasta el día 1810.

En este corto espacio de tiempo la Inquisición había desarrollado una gran actividad, si bien contrarrestada hasta la anulación por el sentimiento hostil de las ciudades, que ya de una manera clara o bien pasivamente, le oponían implacable resistencia.

En Zaragoza se llegó incluso a tener levantados los tablados para predicar el llamado «Sermón de la Fe» y hasta hechos los edictos; pero la ciudad interpuso consulta, hubo unos ligeros motines11, y, como a partir de este instante, la actitud de los zaragozanos nada bueno presagiaba, los inquisidores tomaron la prudentísima   —549→   medida de desfacer los cadafalses12, aplazando en la capital del Reino todo acto inquisitorial para comenzar por otras ciudades menos alborotadas.

Valencia, por su parte, no daba más facilidades, obligando al inquisidor micer Gálvez a aguardar contestación a la consulta también interpuesta13, y Barcelona, como muy bien es sabido, echaba a los inquisidores de la ciudad14.

En estas circunstancias, sin que sepamos en qué forma y por delegación, no de los inquisidores aragoneses sino del de Castilla, Torquemada15, surge un extraño y volante Tribunal del Santos Oficio, con poderes para todo Aragón.

Presidíalo el padre maestro fray Juan de Solibera16, de la Orden de Predicadores, hombre joven, de brusco carácter y no escaso saber, pero de pocos aguantes, tozudo y quizá (por su propia juventud) demasiado poseído del papel que tenía que representar.

Cono asesores formaban parte de este Tribunal dos juristas, micer Agostin y micer Vicias17, y en concepto de receptor Alfonso de Alesa. Completábase con un notario, Miguel Calcena, el hombre más audaz, menos escrupuloso y al mismo tiempo más torpe que se pudiera imaginar, y el alguacil Miguel de Chauz, solapado, y melífluo, aunque no mucho más delicado que el notario Calcena.

A estos inquisidores se les facultó, por lo visto, para comenzar la Inquisición donde y como pudiesen, como lo prueba el hecho de llevar la dirección de sus poderes y, cédulas en blanco18, y también parece seguro que hicieron algunas intentonas sobre Tarazona, Calatayud y Daroca19, falladas las cuales acordaron caer sobre Teruel.

Todo esto debió tratarse con escaso sigilo, pues micer Gonzalo   —550→   Ruiz, al regresar a la ciudad, ya venía noticioso de tales intentos, y llegó alarmado él y alarmando a todo el mundo con noticias de lo ocurrido en Zaragoza, y amedrentado porque venían [a Teruel] a fer la Inquisición con el deshorden que lo han fecho en Castilla y que aquellas mismas reglas traían, iniquisimas y contra todo derecho20.

No hay por qué decir que el temor de Teruel ante el anuncio de que los inquisidores se acercaban fué enorme. El Concejo, recién elegido21, tres días después del regreso de micer Gonzalo Ruiz, o sea el 21 de mayo de 1484, reúne Consejo de oficiales, para que éste, Ruiz, dé cuenta del resultado de su mensajería22. Sin duda en este Consejo se trató del asunto de la venida de los inquisidores, pues hay datos que permiten afirmarlo categóricamente23, y también de las sisas, que a la sazón constituía una de las más graves preocupaciones económicas de la ciudad; pero ignoramos los términos de lo pactado, pues el acuerdo fué secreto, todos se juramentaron para así guardarlo y aun, para mayor seguridad, dejaron el acta de la reunión en blanco.

Siguiendo muy de cerca las huellas del mensajero, los inquisidores entre tanto, se acercaban a la ciudad. Y no debían estar muy ilusionados respecto a la acogida que Teruel habría de pensarles cuando, recelosos, venían discutiendo la conducta que   —551→   más le convendría observar a su llegada24, como aleccionados por la experiencia de lo que les hubiese ocurrido en otros lugares. Y la cuestión la planteaban con el dilema siguiente:

¿Deberían presentarse a las autoridades civiles exhibiéndoles sus poderes, para exigirles, acto seguido y con plena posesión de derecho, el reconocimiento de su jurisdición y las asistencias necesarias?

Por el contrario, ¿llegarían a Teruel y, haciendo un alarde de independencia jurisdiccional, comenzarían sus actuaciones en espera de que la ciudad, advertida de su presencia, acudiese presurosa a rendirles los debidos homenajes?

Ambos puntos de vista se debatieron ampliamente. El inquisidor y el notario, que aunque radicales e impetuosos no dejaban de pecar un poco de cándidos, opinaban que lo primero era exigir a la ciudad el reconocimiento y la sumisión, que indudablemente tenía que rendir ante los altos poderes de que estaban investidos. Chauz el alguacil, menos optimista, más cauto o quizá más baqueteado en las otras ciudades donde antes actuara, como nos lo dice él mismo más tarde, opinaba que no se debían presentar poderes a la ciudad, pues ese solo hecho era rendirla un homenaje que la haría señora de esta negociación25, y que el inquisidor no tenía por qué hacer esto con una jurisdicción inferior a la suya, sino sencillamente aguardar el acatamiento de aquélla; pero obrando, desde luego.

Conocía Chauz, sin duda alguna, toda la enorme fuerza de los hechos consumados y, sobre todo, no se hacía grandes ilusiones en lo relativo al indiscutible respeto que sus poderes habrían de infundir a los turolenses.

Su consejo fué, pues, que Solibera entrase en Teruel y, entendiéndose sólo con los clérigos, entre los cuales tenía que buscar además su procurador fiscal, predicara su Sermón de la Fe o de la Inquisición, hiciera la procesión y publicara el edicto, dando treinta días para las confesiones voluntarias y las penitencias. Hecho todo esto, a la ciudad no le quedaba más que estos dos caminos uno el de aguantarse y acatar al Santo Oficio; otro el de protestar;   —552→   pero no podría impedir que sermón y edicto causasen su efecto, y del que pudiera surtir la protesta de los de Teruel, debía importar muy poco a quienes semejantes poderes llevaban.

Ambas tendencias eran algo fuertes y extremadas. Ni que el inquisidor se humillase, ni que la Inquisición comenzase por humillar desde los primeros instantes a la ciudad. Así se adoptó un término medio, cual fué el de que por el conducto de sus oficiales ordinarios, el alguacil y el notario, notificase Su Reverencia al Concejo su llegada, sencilla y simplemente, sin la presentación de credenciales ni poderes, si a ello no los obligaban, manteniéndose así siempre en un plano superior, y esperando que juez, alcaldes, regidores, etc., dándose por notificados, acudiesen a besar la mano al señor Inquisidor.

Y un poco aparatosamente, con sayones, con armas y dogales26 ante la mirada curiosa y atemorizada de los turolenses, llegó el Santo Tribunal de la Inquisición a Teruel, al día 23 del mes de mayo de 1484, hospedándose en el Arrabal, en el Monasterio de Jesucristo, de la Orden de la Merced, para la redención de cautivos.




II. La oposición de Teruel a los inquisidores

Causas reales de la oposición de Teruel al Santo Oficio.-Las causas aparentes.-El procedimiento dilatorio.


Teruel aguardó a los inquisidores, decidido a oponerse a la implantación del Santo Oficio. Todas las protestas posteriores que encontramos reiteradamente amontonadas en los documentos públicos, no bastan a convencernos de lo contrario. La Inquisición repugnaba materialmente en la ciudad (quizá por un simple impresionismo); algún documento27 llega a calificarla como cosa abominable e iniquísima, y este sólo, por su carácter especial28, es más sincero que todos los demás actos públicos o privados   —553→   en los que la ciudad tenía que velar, ante todo y sobre todo, por ostentar exageradas muestras de ortodoxia y de religioso celo.

No es un germen de espíritu liberal prematuro el que tal movimiento determinaba, ni el afán de mantener incólumes las libertades forales del Reino, que Teruel no tenía porque invocar, ni tampoco, como se quiso suponer, por estar contaminado de herejía, no. En Teruel había algo más que todo eso para resistir a la Inquisición: había una cuestión económica de enorme importancia, con la que el Santo Oficio venía a dar materialmente por tierra.

Teruel, centro de mudejarismo y vivero de judíos29, que de él habían hecho punto de contratación y de junta entre el comercio valenciano y el aragonés; Teruel, semillero de conversos, que habían aumentado de un modo considerable durante el siglo XV, temía muy justamente las escrupulosas suspicacias de un Tribunal que, con gran facilidad, convertía las cuestiones religiosas en cuestiones etnográficas.

De ahí el gran strage y despoblación de esta tierra que se esperaba, pues si judíos y conversos emigraban de ella, emigraba en absoluto cal capital de Teruel y desde luego la ruina del Municipio sería completa, como en efecto lo fué.

Naturalmente, esto no se atrevían a confesarlo en un tiempo en el que tan de temer eran las malas interpretaciones; pero tal es la realidad indudable: Teruel, al impedir la Inquisición, protestando de que no eran tales sus intenciones, mintiendo a sabiendas y de una manera heroica, tratando de levantar en armas a la comarca y exponiéndose a sufrir un duro castigo de un monarca tan poco amigo de contemplaciones como don Fernando II, no hacía otra cosa que defender sus intereses económicos defendiendo a sus conversos y a sus aljamas.

Bien se cuidó de disimularlo, sin embargo; a última hora, ya de vencida, nos lo deja ver bien claramente pidiendo a sus opulentos conversos el dinero que le prometieron para ayudarla   —554→   en los gastos que se hiciesen con motivo del pleito inquisitorial30.

Aparte este motivo fundamental, había otros de mucha fuerza que obligaban a Teruel a adoptar semejante actitud. La ciudad se preguntó muchas veces el porqué habría de comenzar la Inquisición por ella, habiendo otras mucho más importantes31. ¿Se comprende toda la responsabilidad que cargaba sobre sí, aceptando de una manera ciega y sin discusión una cosa que rechazaban Zaragoza, Valencia, Barcelona y otras tantas poblaciones? ¿Qué responderían ante el Reino cuando la acusaran de haber consentido semejante contrafuero?

Estas razones, ostensibles las unas y calladas las otras, aparecen o se adivinan bajo la constante protesta de catolicismo y bajo las continuas aseveraciones de no querer impedir el Santo Oficio de la Inquisición, y sin embargo, por no tener valor en derecho y por temor a peligrosas suspicacias, no son ellas las que alegan para su defensa, sino otras mucho menos fundamentales y especiosas, tales como la personalidad de los inquisidores, la ignorancia del procedimiento, por ser cosa nueva, el derecho a interposar consulta, etc., etc.

Teruel supo desde un principio que este era un pleito completamente perdido, y sus habilidosos juristas no supieron, ¡naturalmente!, aconsejarle otra cosa sino que tratara de salvarse del naufragio nadando en el proceloso mar de las dilaciones.

Así, si otra cosa no se ganaba, se ganaba cuando menos tiempo, durante el cual se vería el modo de obrar de otras ciudades. Tal programa fué cumplido en forma desesperante para los inquisidores, hasta que Solibera, que nada tenía de torpe, se persuadió de que los oficiales no trataban más que de cansarle, y decidió evitar la burla tomando la delantera.

Este período, durante el cual se hace del procedimiento dilatorio el sistema de oposición al Santo Oficio, es el primero que vamos a estudiar.



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III. Presentación de los inquisidores

El Consejo del día 24 de mayo y el Concejo del día 25.-Escándalos y discusiones.-El Inquisidor presenta sus poderes.


Bien porque no pasara inadvertida para los oficiales la presencia de los inquisidores, o ya porque éstos avisasen a la ciudad su llegada, es el caso que en la mañana del día 24 de mayo, y a son de campana, se reunió público Consejo en la sala de la Casa de la ciudad32. Acuden a la reunión el juez, dos de los alcaldes, cuatro de los regidores, tres jurados y algunos ciudadanos principales.

Era lunes y tiempo de faena en el campo. La noticia de la llegada de los inquisidores no había corrido demasiado, y la gente   —556→   se dedicó a sus ocupaciones habituales, sin hacer mucho caso a la campana que llamaba a Consejo.

Reunido éste, comparecen en la sesión el notario del Santo Oficio Miguel Calcena y el alguacil del mismo Tribunal Miguel Chauz. Parece ser que a este desdichado asunto de la Inquisición le hubo de perseguir en Teruel, y desde los primeros momentos, un hado adverso o duendecillo malévolo que se complaciese en amontonar torpezas, pues éstas se suceden con fatalidad inexorable y con una constancia tan digna de notar, que, seguramente ambas partes, puestas de acuerdo para cometer equivocaciones, no lo hubiesen conseguido tan a la perfección ni en mayor abundancia.

Chauz y Calcena, al llegar a la sala del Consejo33, solemnemente preguntaron por los regidores y consejeros de la ciudad, porque tenían que darles y presentarles una carta del Rey.

Naturalmente, ante este anuncio, los consejeros se aprestan a rendir los debidos honores; el alguacil y el notario son recibidos con arreglo a las disposiciones protocolarias, como correspondía a enviados de Su Alteza, dándoles asiento en la sala y en lugares preeminentes.

Mas cumplido todo el ceremonial e invitados a presentar la carta del Rey, salieron por donde menos podría esperarlo el Consejo: no podían presentar tal carta; ¡se les había olvidado en la posada!

Y no fué esto lo más pintoresco, sino que añadieron que llevaban otra carta (no dicen de quién) para los alcaldes, a quienes se la mostraron34, y que en cuanto a la carta del Rey, lo mismo daba que la presentasen o no, pues debía bastar el que ellos asegurasen tenerla (¡ !) para que el Consejo los escuchase.

Difícil es explicarse de una manera clara las causas de semejante proceder. Desde luego es un hecho que los inquisidores siempre se mostraron poco propicios a acreditarse documentalmente ante la ciudad, bien por la vanidad de no aparecer humillados   —557→   ante una jurisdicción que reputaban inferior, o ya porque no estuviesen muy seguros de la eficacia jurídica de los documentos que traían. ¿Pero esto les obligaba acaso a mentir desde los primeros momentos de su actuación, corriendo el riesgo de ser ya sospechosos durante todo el desenvolvimiento de este negocio?

No; y de aquí nuestra imputación de torpeza a este primer paso de los inquisidores que, sin que pierda semejante tacha, tiene, a nuestro entender, una sola explicación: la de forzar la entrada al Consejo, valiéndose del nombre del Rey, y una vez admitidos entre los oficiales, hacerse escuchar sin presentar más carta que la del Inquisidor a los alcaldes, bastante para una notificación, y aguardando que el solo respeto al Santo Oficio bastase para hacerlos dueños absolutos de la situación.

¡Pronto hubieron de comprender que los oficiales de Teruel no eran tan suceptibles de temor como ellos se los imaginaron!

Estos, con una lógica contundente, y sin alterarse lo más mínimo, hicieron ver muy claramente a los del Santo Oficio que no era lo mismo presentar una carta del Rey, que decir que la presentaban, y que si tan importante documento se les había olvidado en la posada, no sería gran trabajo para ellos el ir a buscarlo, pues la ciudad no se tomaría mucha pena en aguardar a que tornas en con él.

De mejor o peor grado, a los inquisidores no les quedó otro remedio que el de salir precipitadamente en busca de la real carta.

Esta era uno de esos poderes indeterminados a que aludimos en los anteriores capítulos, hechos para que la Inquisición los presentase allá donde viera el campo más propicio y que, por tanto, tenía en blanco la dirección.

Y he aquí la segunda torpeza o imprudencia. Cuando Chauz y Calcena vuelven a la sala y entregan la carta regia, nadie quería recibirla, porque no sabían para quién era, por cuanto venía sin sobrescrito.

No era éste un gran obstáculo para el notario, quien salta por él sin demora, levantándose y haciendo en presencia de todos   —558→   el sobrescrito dirigido a los regidores. Estos pudieron negarse a recibir una carta, constándoles de una manera positiva que no se escribió determinadamente para ellos; pero como al Consejo también tenía que alcanzarle su turno en lo de cometer errores, éste fué el primero y no el menor de los que hubo de llevar a cabo.

Recibió, pues, la carta con acatamiento y pasó a deliberar sobre su contenido, con la previa protesta de obedecerla no viniendo contra fueros, privilegios, usos y buenas costumbres de la ciudad de Teruel, ni contra constituciones canónicas.

Los oficiales de la Inquisición salieron de la sala; abrióse la carta, que contenía lo que todos esperaban, esto es, la orden de acatar al Santo Oficio de la Inquisición contra la herética pravedad; y cono era asunto de mucha monta, el Consejo se creyó incompetente para resolverlo por sí y ante sí, acordando citar Concejo público para el siguiente día, respondiéndoselo así con mucha cortesía a los oficiales del Santo Tribunal que fuera aguardaban la contestación.

Gran solemnidad reviste el Concejo celebrado al día siguiente 25, conforme lo prometieron los regidores de la ciudad a los oficiales de la Inquisición.

Lo preside el alcalde Sánchez Gamir, por ausencia del juez, asistiendo diez y siete oficiales, siete clérigos, quince hidalgos, cuatro juristas (aparte los cinco oficiales que eran juristas), gran número de ciudadanos, entre los que se hallaban los jefes de las familias principales de conversos, los Ram y los Besant, y muchos otros vecinos de la ciudad35.

Los regidores, ante el pueblo reunido, expusieron cómo Chauz y Calcena habían llegado el día anterior llevando las cartas reales, y cómo el Consejo opinaba (opinión que todos los reunidos unánimemente acataron) que era justa y santa cosa que la Inquisición se fiziese, sobre los artículos de la fe y sobre los sagramentes de la Yglesia y sobre la interpretación de las sanctas scripturas, si es que había alguien en Teruel que no las interpretase como era debido. En ello estaban todos conformes; pero sobre otra cosa alguna, de ninguna manera.

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Además pedían que esta Inquisición fuese hecha segunt el puro stillo de las constituciones canónicas y por ministros buenos, probos, honestos y justos, que fueran garantía para la ciudad de que no traspasarían hun punto su misión y que no atentarían por ningún pretexto contra los fueros.

-¿Quién es el inquisidor que nos maridan? -se preguntaban los oficiales.

-¿Quiénes son sus ministros?

-Nosotros no los conocemos -añadían-, por quanto ni se nombran en las cartas del Rey nuestro Señor, ni sabemos con quién negociamos.

Para salir de dudas mandaron llamar al Chauz y a Calcena, quienes manifestaron la lista de los que componían el Tribunal.

Era, según ya tuvimos ocasión de exponerlo, la siguiente

Inquisidor: Reverendo padre maestro fray Juan de Solibera, de la Orden de Predicadores.

Alguacil: Miguel Chauz.

Notario: Miguel Calcena.

Asesores: Micer Agostín y micer Viñas.

Receptor: Alfonso de Mesa y un abat procurador fiscal36 y otras gentes que venían para el servicio del Tribunal y de sus familiares37.

Dióse por enterado el Concejo y mandó salir a Chauz y a Calcena para deliberar.

Como se ve, todo iba muy lentamente, por sus pasos contados, y en la forma, más a propósito para aburrir a cualquiera. Tuvieron paciencia por entonces los oficiales de la Inquisición y dejaron al Concejo en sus deliberaciones, las cuales dieron por resultado otra respuesta, que por su propia naturalidad era realmente   —560→   abrumadora. Con mucha benignidad y reverencia, dijeron a Chauz y a Calcena que viniese a la sala este señor que dizian ser inquisidor, y que presentando sus poderes, responderían aquello que estimasen ser servicio de Dios y del Rey.

¡Aquello tenía todos los caracteres de una broma demasiado pesada! ¡No parecía sino que Teruel no llevaba otra mira que la de cansar y aburrir a los inquisidores y jugar con ellos!

Cuando el notario escuchó semejante proposición montó en cólera y comenzó a soltar barbaridades y tacos cuatrocentistas38, gritando que la ciudad era la obligada a ir al Inquisidor, en lugar de exigir que el Inquisidor viniese a la ciudad, pues al fin y al cabo éste no era sino el Papa, puesto que tenía sus voces, y otra serie de atrocidades que dejaron a todos maravillados. No se alteraron, no obstante, los oficiales, y le dejaron terminar tranquilamente, cuando Chauz, con afán al parecer prudente y conciliador, interviene haciendo un discursito entre suave y enérgico, en el que, después de pedir perdón a la ciudad por si en el transcurso de su peroración se exaltaba, y de decir que no podía creer que fuese intención de los oficiales la de entretenerlos días y días sin resolver nada, vino a confesar que todo lo que ocurría era consecuencia de no haberse aceptado el consejo que él dió al inquisidor por el camino, cual era el de no presentar cartas ni provisiones reales, sino entrar desde luego en Teruel y hacer la Inquisición sin consultar en res a los oficiales.

Después, tomando el mismo tono que su compañero, soltó cuatro o cinco desplantes y asperezas, viniendo a quedar poco más o menos a la misma altura que Calcena, no obstante su melífluo comienzo.

La ciudad permaneció inconmovible, cuando más un poco extrañada. En esta parte de la negociación le correspondía la postura más razonable, y la mantuvo, tanto por su propio valer, cuanto por la escasísima habilidad de sus contradictores.

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¿Dilaciones? ¿Dónde las veían los inquisidores? (¡ !) Los regidores y el Consejo habían cumplido como podían mandando reunir el Concejo en seguida, ya que a ellos les faltaba personalidad para resolver por sí un asunto tan arduo.

¿Alborotos? ¿Por qué hablaba Chauz de ciudades más alborotadas que Teruel? ¿Qué había hallado aquí que no fuesen servicios, honras y acatamientos?

En cuanto a la pretendida audacia de Chauz de ponerse a actuar inquisitorialmente, sin tratarlo con la ciudad previamente, ¡era mucho hablar! Si de tanto poder alardeaban, ¿cómo no lo hicieron más tarde?

-El Santo Padre y el Rey -decían los oficiales- son en este asunto los molineros; vosotros, sus ministros, sois los acarreadores; pero la ciudad es el trigo39, y es muy justo que éste, el trigo, sepa si lo lían de moler o cómo lo han de tratar.

-A fray Juan de Solibera -añaden los de la ciudad- no lo conocemos como Inquisidor. Si lo es, que venga y lo demuestre presentando sus poderes, pues nadie nace juez, y después de ello se hará lo que se deba.

No se obstinan, a pesar de esta energía, de una manera exagerada los regidores, ni abusan de la fuerte posición en que la razón los tenía encastillados, sino que, muy por el contrario, llenos de respeto y cortesía (y así lo hacen constar) proponen que Su Reverencia puede elegir lugar para la presentación de sus poderes: si no quiere -dicen- venir a la Sala, que no venga; ellos acudirán a Santa María, que es lugar común a todos.

No hubo más remedio que ceder. Inconmovible la ciudad ante toda suerte de intemperancias y de amenazas, terminó la sesión de la mañana del 25 de mayo reiterando los oficiales su deseo obstinado de ver al Inquisidor.

La cuestión de etiqueta, la discusión jurisdiccional, como lo acabamos de ver, quedaba zanjada. A los oficiales de Teruel lo que les interesaba era que se hiciese la presentación; el lugar le era por completo indiferente.

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¡Sin duda, de antemano, contaban con los vicios que tenían que traer los documentos del Santo Oficio!

Calcena, al retirarse, aseguró tener tanto ascendiente sobre la persona del inquisidor que creía que, suplicándoselo él, querría venir a la sala. Sin embargo, no se atrevió a asegurarlo.

Se esperaba contestación, y para conocerla, si llegaba, reunióse nuevamente el Concejo en la sala, a las dos de la tarde.

Esta sesión de la tarde ya es presidida por el juez40.

No llevaban oficiales, ciudadanos y vecinos mucho rato reunidos cuando alguien se presentó anunciando que el Inquisidor quería venir a la sala.

¡Enorme humillación para quien con tamañas ínfulas llegó a la ciudad, y gran triunfo para los oficiales de Teruel, que en aquella misma mañana se habían visto insultados por las insolencias de Calcena!

Sin enorgullecerse por tal victoria, los oficiales, persuadidos de que en ciertos asuntos las buenas formas son el todo, comisionan a dos de sus mas distinguidas personalidades: Juan de la Mata, jurado del Consejo, y Garci Martínez de Marcilla, hidalgo, para que fuesen al alojamiento de fray Juan de Solibera y le fuese suplicado por parte dellos que pues era su voluntad de venir, que viniese.

A poco tiempo, el Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición en pleno, llegó a las casas del Consejo.

El juez, los alcaldes, los regidores, procuradores, etc., bajaron de su estrado hasta la puerta. Allí recibieron a sus visitantes con toda la solemnidad de su etiqueta, precedidos del trompeta y de los cuatro Heraldos y, así subieron todos a la sala, colocándose los del Tribunal en lugares muy honoríficos.

El venerable fray Juan de Solibera comenzó a hablar, haciendo un discurso que fué escuchado por todos atentamente, con gran silencio y respeto. Le dejaron decir y cuando hubo terminado (apres de hauer fecho huna grant predicación), todos, muy conmovidos, vinieron a decirle, poco más o menos, que todo aquello estaba muy bien dicho, que era muy bonito, pero que presentase los poderes.

  —563→  

Y así lo tuvo que hacer el buen dominico. Recibiólos el Concejo con gran respeto y después de procurarse copia auténtica de la subdelegación apostólica y de la carta real aportadas por Solibera, se levantó el que huuo de responder por parte de la ciudat41, haciendo otro discurso lleno de protestas de que la ciudad no quería, ni directa ni indirectamente, impedir el ejercicio de la Santa Inquisición, antes por el contrario, que la deseaba fervientemente para depuración de la fe y castigo de los malos; que en todo caso estaban a la determinación de la Santa Madre Iglesia y que recibirían el rescripto apostólico y la carta regia con respeto siempre que no viniesen contra fuero, etc., etc., etc.

Todo esto adornado con autoridades de la Sagrada Escritura, del Derecho Canónico y de las Leyes civiles, con gran cortesía, y dando a entender a Solibera que se daban por enterados del acto de la presentación de las cartas, sobre cuya ejecución ¡deliberarían!

El inquisidor partió de la sala con sus ministros y acompañado por una delegación del Concejo, a la que se unieron muchos otros ciudadanos.

El paso oficial de la presentación de credenciales estaba dado.




IV. La negociación del sobreseimiento

Los ruegos de la ciudad y la obstinación del Inquisidor.-Actitud del clero.-Supuestas amenazas de la Comunidad.-Allanamiento de la Sala del Consejo.


El Tribunal del Santo Oficio, equivocado siempre respecto a los verdaderos sentimientos ele la ciudad, creyó que un acto de humillación por su parte bastaría para contrarrestar el gesto altivo de los oficiales.

  —564→  

Además el Inquisidor, con su condescendencia, pensó que cerraba el paso de un modo absoluto a las dilaciones, pues presentado el Tribunal a la ciudad, mostradas sus credenciales y aceptadas éstas, todas las huídas estaban tapadas. Al Concejo no le quedaba ya otro remedio que el de levantar los cadafalses, dejar a Solibera hacer sus sermones, inquirir la herética prauedat, y quemar a los que a juicio del Tribunal lo merecieran, que debían ser muchos, por cuanto uno de los motivos que secretamente alegaban los del Concejo para entorpecer la Inquisición eran, como ya lo sabemos, que por su causa se esperaba grande strage e despoblación desta ciudat.

En la corriente lógica de las cosas así debió suceder, y sin embargo, ocurre de modo muy distinto. La verdadera lucha entre la ciudad y la Inquisición comienza precisamente ahora, en el momento en que, partido del Concejo Solibera, contento de haber allanado a tan poca costa un asunto cuyos inconvenientes aparecían tan complejos, la reunión de oficiales y ciudadanos se queda deliberando acerca de lo que convenía hacer sobre el negocio inquisitorial.

Y decimos que entonces comienza la lucha, porque hasta este momento Teruel ocultaba sus verdaderos designios bajo el aspecto legalista de una natural exigencia por reconocer los poderes del inquisidor, y ahora no; ahora se opone a la Inquisición, como nos lo ha dicho, por los daños que de ella espera42, porque no considera esta cuestión asunto dependiente del Consejo, ni aun del Concejo, sino que también interesa a la Comunidad de sus aldeas y no puede aceptarla sin oír a ésta, y porque no quiere en manera alguna que, por comenzar aquí sus trabajos los inquisidores, les sea pedida cuenta algún día de su complicidad ante semejante atentado contra las libertades del Reino.

Por otra parte. ¿Qué causa había para comenzar por Teruel, dejando a un lado Tarazona, Zaragoza, Catalayud, Daroca y otras ciudades más populosas?

Preciso es aclarar todo esto, y por eso se acuerda acudir al Inquisidor con un ruego: Que Su Reverencia quiera sobreseer en este negocio, mientras se resuelven las consultas interpuestas   —565→   ante el Rey nuestro Señor; que Su Reverencia nos haga la gracia de aguardar a que se pregunte sobre ello a los Diputados del Reino y al señor Arzobispo de Zaragoza; que Su Reverencia permita dilatar hasta que, reunida la Comunidad de Teruel, se pueda conocer su opinión en el asunto.

¡Como quien no dice nada! ¡Cuestión de seis o de siete meses! No pensaba mal Teruel: en este espacio de tiempo ya había lugar para que el Santo Oficio diese señales de vida en otras ciudades, con lo que nuestros oficiales tendrían un precedente a que atenerse.

Era ya muy tarde cuando el Consejo adoptó este acuerdo, y determinó aplazar su ejecución para el día siguiente.

Quien tanto estaba probando la paciencia ajena, muy justo es que cuidase bien en no perder la propia. Teruel estaba dispuesto a agotar por cansancio a los inquisidores; pero para no malograr su acción tenía que mantener ante todo su serenidad, procurando no perder los estribos si su contradictor, cansado al fin, como es natural, tomaba alguna violenta resolución.

Así lo demostró al siguiente día bien de mañana, cuando los cuatro regidores, el procurador, oficiales y ciudadanos, fueron al monasterio de la Merced, para hacer al venerable fray Juan de Solibera43 la petición acordada en el Concejo del día anterior.

Hallaron al Inquisidor en la iglesia de dicho monasterio, y allí micer Camañas44 le expuso la súplica de la ciudad, citándole como precedente que maestre Gualbes, en Valencia, había accedido a una petición análoga.

Sorprendido el Inquisidor por una proposición que sin duda alguna no esperaba, se enojó tanto que, después de responder más o menos airadamente que en su facultad no estaba acceder ni denegar lo pedido, mostróse harto arrepentido de haber venido a esta ciudad y amenazó con marcharse cargando sobre Teruel toda la responsabilidad de las consecuencias.

A pesar de que el tono del fraile no era de lo más mesurado, la comisión del Concejo no perdió la brújula, y pausadamente,   —566→   otro jurista45 terció en seguida repitiendo la petición y apoyando la aseveración de que el Inquisidor tenía facultad para resolverla como quisiese, con abundantes fundamentos de derecho; pero Solibera, para demostrarles que daban piedra contra piedra, les respondió que él era vizcayno y cuito a la mano y que lo que había de hazer dezía una vegada y no más: que no lo podía hazer.

Tampoco se alteraron los del Concejo, antes por el contrario, con mucha suavidad le replicaron que aquello no era una respuesta (sin duda querían decirle que aquello era una grosería), no obstante lo cual no se marchaban enfadados con él, bien seguros de que ya lo pensaría mejor Su Reverencia.

-Haré el sermón de la Fe mañana jueves o el domingo -dijo tercamente el Inquisidor; y los regidores partieron después de insistir vanamente en su súplica.

En seguida llamaron a Concejo para después de comer.

Característica esencial de este Concejo es la desaparición total, absoluta y completa del elemento eclesiástico.

Uno de los fenómenos más curiosos, y por otra parte más misteriosos, en todo este negocio de los intentos inquisitoriales de Teruel, es precisamente este de la actitud de la jurisdicción eclesiástica, entendiéndose por tal sólo al clero secular de la ciudad, no a las órdenes religiosas (Franciscanos, Mercedarios, etc.) a la sazón existentes, cuya opinión favorable a la Inquisición, tácita o expresa, quedó perfectamente definida desde los primeros momentos.

En un principio, los clérigos de Teruel supieron y pudieron mantener una posición equívoca, escudándose tras el título de ciudadanos de la ciudad, asistiendo a los Concejos como personas Concejo fazientes y dejando que en ellos se tomasen acuerdos unánimemente y némine discrepantes, pues dichos acuerdos eran respetuosos y suaves y en ellos iba siempre por delante la confesión de no tratar de impedir la Inquisición, sino de legalizar el procedimiento. Mas cuando los sucesos tomaron el cariz agrio que vamos historiando, su posición se hizo sumamente difícil, pues la iglesia de Santa María, que hasta entonces   —567→   se tomó como lugar neutral (común a todos, según los documentos) tenía que dejar de serlo, porque los ciudadanos turolenses, oponiéndose a la Inquisición, corrían la contingencia de posibles suspicacias, visibles para los clérigos; y no obstante asegurar que no dejaban de ser católicos por oponerse a unos inquisidores que tan mal, tan rematadamente mal, llevaban su negocio, los sacerdotes veían que, más tarde o más temprano, se habrían de ver ante el dilema de complacer a los del Santo Oficio o a su feligresía.

Esto los tuvo un tanto perplejos y desorientados.

En cuanto a los frailes, no hay por qué acusarlos de complicidad, pues los Franciscanos no parecen por ninguna parte en este negocio (¡bastante tenían los pobres con buscarse el pan de cada día, que les venía algo escaso!) y los Mercedarios no sabían más que lo que Solibera quería contarles; y lo que Solibera les contaba era que la ciudad tenía empacho de legalidad, en lo que no podemos por menos de darle la razón al fraile vizcaíno.

Los clérigos, pues, mantuvieron el balancín todo el tiempo que les fué posible, hasta que por último, en el Concejo del día 26 desaparecen por completo. En cambio aumentan los jurista, como una demostración del empeño que la ciudad tenía de dar a este asunto un carácter marcadamente civil.

Esta reunión tuvo varias partes a cual más interesantes46. Primeramente, reunidos los ciudadanos y oficiales, se acordó ante todo reiterar, conforme se le había prometido al Inquisidor, el ruego de que aplazase sus actuaciones hasta la completa tramitación de las consultas pendientes.

La cosa era perfectamente inútil; pero había que agotar todos los recursos y entre ellos se reputaba esta reiteración de un ruego ya denegado como necesaria. Así, y casi por mera fórmula, sin juristas y, sólo por el conducto de tres ciudadanos: Juan de Orihuela, Juan Camañas y Diego de Vignestas, se le mandó la fórmula suplicatoria a Santa María.

Nueva y rotunda negativa de Solibera: Ni un día más, ni una hora más de aplazamiento podía conceder.

Con esta respuesta tornan a la sala, y el Concejo, como si   —568→   no estuviese todavía saturado de desaires, le manda nuevamente a los cuatro regidores y a varios ciudadanos.

Igual resultado: ¡Que no quería hacerlo! ¡Que no podía hacerlo! ¡Que no debía hacerlo! Es más; reprocha duramente a la ciudad el que se obstinase en suplicárselo, sabiendo que su decisión es comenzar en seguida; que los exhortaba y mandaba que para el día siguiente, jueves de la Ascensión, fuesen al sermón de la Fe, con que se iniciarían los actos de Inquisición.

Los regidores nada respondieron, volviéndose a la sala, donde hallaron muy alborotado al Concejo.

¿Qué había pasado?

¡Casi nada! ¡Los aldeanos, los temibles aldeanos, que se alborotaban contra la ciudad odiada y en defensa de los inquisidores!

El rumor parecía indudable. Durante la primera Embajada que fué a visitar al Inquisidor en Santa María, cuando fueron en ella los ciudadanos Camañas, Orihuela y Vignesta, al salir de la iglesia, apenados por la negativa de Su Reverencia, se tropezaron con el famoso Miguel Calcena, el notario del Santo Tribunal, que al verlos dirigióse a ellos, entre misterioso y compungido, diciéndoles que tenía graves noticias para la ciudad, y con el orgullo de quien ha encontrado un recurso que considera definitivo, comenzó a hablarles de que las aldeas de la Comunidad se habían ofrecido a los inquisidores para ayudarles en su empeño contra Teruel. La cosa era verosímil, pues es sabido que entre la ciudad y aldeas siempre hubo una rivalidad enconada y sangrienta; pero como hacía ya muchos años que ese rencor, si no muerto, a lo menos parecía adormecido, los tres ciudadanos se permitieron dudar de las afirmaciones de Calcena.

Entonces éste no tuvo inconveniente en afirmar, bajo juramento, la veracidad de la escena siguiente:

Según dijo, se hallaba él (Calcena) tranquilamente paseando por la iglesia del Monasterio de la Merced, cuando un aldeano se le acercó preguntando:

-¿Están aquí los inquisidores?

-Sí -respondió el Notario- ¿Qué queréis?

-Sois vos de ellos -volvió a preguntar el aldeano.

  —569→  

-Sí.

-¿Y por qué no hacéis vuestra Inquisición? ¿Por qué lo dejáis? A causa de estos de la ciudad nos vienen pedriscos, sequías, se nos mueren los hijos y se nos acarrean muchas persecuciones. ¡No los temáis! ¡Haced vuestra Inquisición! Y si menester es, yo os ofrezco estos trescientos hombres de una aldea (y le entregó un papel) para que os defiendan. Además -continuó el aldeano-, ¿veis aquel hombre de capa que pasea por allí? De su lugar traerá otros tantos y aun más si de ellos tenéis necesidad47.

Al referirse semejante episodio en cl Concejo, el pánico fué verdaderamente enorme. La ciudad estaba a la sazón indefensa; los aldeanos, que muchas y muy diversas veces la habían atacado, dejaron en ella siempre el triste y sangriento recuerdo de un odio secular, aquietado tan sólo por el respeto a la autoridad real, que en no pocas ocasiones se vió en la precisión de enviar sus tropas para aquietarlos. Ahora el temor de que se renovasen las plagas dentre la ciudad y comunidad, fué lo bastante para poner en jaque a Teruel entero. Se cerraron las puertas, se pusieron guardas y los oficiales acordaron rondar de noche como en los más azarosos tiempos de guerra.

En vano se trató más tarde de disimular el miedo que estos acuerdos revelaban48.

No acabó aquí tan azarosa jornada. El Concejo se disolvió sin otro acuerdo, más que nada para acudir cada cual a procurar su más elemental defensa.

Si, como pareció más tarde, todo esto fué una mentira del Calcena, no fué tonto ni desconocedor de Teruel quien le inspiró el argumento para ella.

En la sala, no obstante, quedaron varios ciudadanos, entre los que se encontraban Pedro Sánchez Gamir, alcalde; Diego de Vignesta, mayordomo; micer Luis Camañas, jurista y jurado; micer Martín Martínez Teruel, asimismo jurista, y el notario Juan Plaza de Monreal. Era ya de noche; habían tocado las oraciones,   —570→   y los reunidos comentaban a la luz de las candelas las incidencias del día, y sobre todo las palabras de Calcena. Pero Sánchez Gamir, que empuñaba una vara como insignia de su autoridad como alcalde, se dispuso a salir de la sala, cuando al pasar la huerta, desde un rincón oscuro del rellano, se abalanzaron contra él Viñas, Calcena y el procurador fiscal de la Inquisición. Calcena le agarró de la vara y le detuvo, mandándole que se esperase allí, porque tenían que hacer ciertos actos49, y con ímpetu y ruido empujaron al Alcalde hasta la sala, donde violentamente penetraron todos, diciendo el notario testificar la notificación que les hacían a los allí congregados de parte del Inquisidor, para que al día siguiente acudieran al sermón de Inquisición.

Los reunidos protestaron del mandato, protestaron de la personalidad del Inquisidor y protestaron asimismo del allanamiento de la sala del Consejo, contra toda clase de fueros; pero como los del Santo Oficio, legal o ilegalmente, estaban dispuestos a hacer su notificación, no se pararon en escuchar tales protestas y siguieron adelante en su atropello.

En un rincón de la sala se hallaba Diego de Vignesta, que tenía en las manos una varica y micer Viñas, encarándose con él ordenó al notario:

-¡Testificad como está aquí el juez y le manda el Inquisidor que vaya al sermón para cras!

-Como notario, lo doy por testificado -respondió Calcena.

-¿Dónde está el juez? -dijeron asombrados los de la ciudad.

-¡Allí! -replicaron los inquisidores señalando al bueno de Diego de Vignesta, que continuaba enredando con la varica.

Y se fueron sin más explicaciones.

Los allí reunidos no salían de su asombro. Realmente era demasiada audacia por parte de todos, y especialmente por parte del procurador fiscal de la Inquisición, de ese abat o capellán   —571→   que tantas veces se nombra sin nombrarle, y que, por ser de Teruel, tenía obligación de saber quién era el juez.

Y no es que creamos que lo desconociese Viñas, ni mucho menos Calcena, quien ya había asistido a dos o tres reuniones concejiles presididas por Berenguer de Alcañiz, el juez auténtico, premeditadamente ausente de la sala aquella noche.

Limitáronse, pues los oficiales a ordenar a su notario que levantase testimonio del falso testimonio levantado por los inquisidores, mientras que la campana del Concejo se dejaba oír por tercera vez en aquel día y el vecindario, alarmado, comenzaba a congregarse en las primeras horas de la noche50. Tratan en esta reunión de cortar definitivamente toda relación con el Inquisidor, ordenándose unas Exceptiones de Jure, que le habrían de ser presentadas al día siguiente y se debate también la cuestión de las amenazas de los aldeanos.

Parece ser que en el espacio de tiempo que medió entre la conversación de los ciudadanos con Calcena y la reunión de este Concejo, los oficiales habían tenido ocasión de informarse respecto a este particular tan interesante, pues ya se les nota a todos mucho más tranquilos. Tres días más tarde renació por completo la confianza y no hubo ya nada que temer de las aldeas: Calcena había mentido.

El día 29 se presentó ante el Concejo Jaime Dolz, procurador de las aldeas51, quien afirmó que iba ni más ni menos que a desmentirlo, a asegurar que no crehía que ninguno de la Comunidad huviese dicho tales palabras; que las aldeas tenían que mirar la honra de Teruel como propia, pues sus libertades eran comunes, sin que nada importe el que entre ambas existan diferencias, pues éstas son completamente de carácter interno e independientes por completo de lo que debe ser la defensa de los intereses que les son comunes.

Sin embargo de esto, anunció Jaime Dolz que citaría plega general de la Comunidad en Cella, y allí podría la ciudad enviar procuradores para cerciorarse.

La sinceridad y honradez de tales palabras llenó a todos de   —572→   tranquilidad, y el resultado de todo esto debió ser satisfactorio, pues en adelante las reclamaciones de la ciudad contra la Inquisición nunca van solas, sino acompañadas de las reclamaciones de la Comunidad, que hacía suyas las formuladas por la capital, hasta última hora, en que parece ser que las aldeas la abandonaron un tanto.



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