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El último Adán [Fragmento]

Homero Aridjis





Entre paredes lamidas por el lodo y la llama, una turba de hambrientos hurga en los escombros de un supermercado.

Costillares exteriorizados, cinturas estrujadas, rostros granillosos conforman una masa carniforme que disputa en el suelo por latas de comida descompuesta, frascos con el contenido evaporado, botellas sin líquido, paquetes ennegrecidos y panes achicharrados. El más fuerte de ellos, un cuarentón de orejas flameadas y manos llenas de sabañones, ataca literalmente la basura, mientras dos mozalbetes de pechos azulosos y garganta hendida lo secundan con ferocidad.

En otro bando, cinco harapientos descalzos, melenudos, vestidos de sangre y llagas, se enfrenta a éstos, con sobacos quemados, lomos hundidos y la coronilla ensangrentada.

A la vista de un gallo, en la mano de uno de los contendientes, la trifulca se hace más grave. El ave es blandida, arrebatada, hecha pedazos, y la cresta, el pico, los ojos vuelan lejos de la cabeza; el plumaje irisado, las pencas de la cola, los tarsos y los espolones ruedan por el piso; el buche, la molleja, el corazón, el hígado son devorados crudos.

Dos niños observan a prudente distancia. Niños calvos, desdentados, cetrinos, que parecen tener cientos de años o haber vivido en un sólo día toda su vida. Los custodia una mujer de vientre inflado, mamas hundidas, pómulos chamuscados.

Con chillidos animales, los hombres se dan de cabezazos, acaban de arrancarse los jirones de carne, de acuchillear las heridas y de golpear las descalabraduras que ya tienen. Giran uno sobre otro, estiran los brazos, doblan las rodillas, el pecho descubierto, los pies en el aire. Se dan con los cuchillos mellados, los martillos sin mango, las barras de metal que tienen a su alcance. O parecidos a muñecos de goma nadan en el polvo, se deslizan entre las piernas de sus opresores, se quedan inánimes bajo sus adversarios.

Un hombre, con las piernas y los brazos como mordidos por fuertes ataduras y la espalda cruzada por tiras de latigazos, cubierto apenas por una túnica despedazada en la que el rojo se confunde con la sangre seca, blande sobre los que riñen una vara horquetada para imponer orden.

Por su presencia dejan de pelear, mirándolo supersticiosamente se levantan del suelo, pegados uno a otro, igual que si no tuviesen memoria ni lenguaje, lugar adonde ir ni función en la vida. Él, como si no distinguiera bien las figuras delante de sus ojos, por ser éstas borrosas o hallarse demasiado lejos, inmóvil trata de discernirlas más por el oído que por la vista.

Con expresión rancia y pocha, el rostro casi oculto detrás de una barba cenizosa, la jeta grande, fláccida como de grotesco griego, la frente calzada por una especie de hongo, levanta la mano derecha para bendecir.

Un viejo de perfil quebrado, pupilas hundidas en las cuencas, se inclina ante él con fervor. Imitado por una mujer de nariz rota y orejas cortadas.

Con un esfuerzo que desfigura su rostro, el hombre trata de hablar pero no puede. Mueve la boca, según las inflexiones de un discurso. Inaudible se encoleriza. E igual que si lo escucharan multitudes de fieles, con dedo descarnado amonesta al vacío.

Afónico continúa su sermón, esgrimiendo amenazador la vara horquetada. Hasta que el viejo de perfil quebrado le ofrece un pan carbonizado. Que él come con lentitud, con hambre, dejando ver una boca sin lengua, unos labios que al moverse sangran.

Los dos niños se acercan a él, con un conejo y un canario yertos. Al tocarle el brazo lo sueltan enseguida. El cuerpo del hombre arde sin llama, semejante a un ascua.

Un tipo con lentes de sol sin vidrios hace su entrada.

-El día de la Ira ha llegado, el Sol y la Luna se han oscurecido. Los cielos se juntaron y la Tierra se estremeció. Los elementos benefactores se han vuelto destructores. Las plantas arrancadas, los peces fuera del agua, los animales despellejados claman a Dios por su infortunio -anuncia.

-¿Quién eres tú? -lo confronta la mujer de la nariz rota-. Hablas como si supieras, pero pareces un ignorante.

-Soy Juicio, discípulo de Eón de la Estrella, señor de los señores, que ves aquí.

-Te pregunté quién eres, no a quién sirves.

-Fui Silvestre Segundo, papa del fin del primer milenio de la edad del Hijo. El relámpago hace caminos en el cielo, el trueno lo sigue.

-¿Por qué lleva él ese bastón horquetado?

-Con las dos puntas de su bastón sostiene el cielo.

-Ten piedad de mi alma, ten piedad de mi cuerpo -ruega la acompañante de los niños.

-Entre tanto muerto prematuro, suicida e insepulto no hago milagros -replica Juicio.

-Te pido que tengas piedad de mí, no que hables de insepultos.

-No puedo darte más que palabras -confiesa Juicio.

-Estábamos hartos de la luz del Sol, de nuestros estógamos henchidos, de nuestros lechos lujuriantes, de nuestras bocas devoradoras, y ahora tenemos tinieblas. Tinieblas de sobra en forma de desnudez, frío, hambre -exclama el viejo del perfil quebrado.

-Hemos entrado al reino milenario, en él viviremos el Evangelium aeternum -exclama Juicio.

-Tenemos hambre -dicen los niños-. Danos de comer.

Eón reparte panes, que al ser tomados por sus manos se vuelven aire.

-Los alimentos en sus labios desaparecen. Les da viento -revela la mujer de la nariz rota.

-Mientes -la confronta Juicio-. Él ha recorrido los caminos y los monasterios haciendo milagros, y todos han creído en él.

-Jesús lo mataría con el soplo de sus palabras verdaderas -le grita la mujer.

El mesías callejero echa a andar. Avienta cruces a los muertos, bendice ruinas, postes caídos, animales mutilados. Mueve la boca.

-¿Qué dice? -pregunta la mujer.

-Dice: Per eundem Dominum nostrum Jesum Christum, Por Eón Nuestro Señor Jesucristo -explica Juicio.

El mesías sigue hablando sin voz.

-¿Qué dice? -pregunta de nuevo la mujer.

-Per Eum qui venturus est judicare vivos et mortuos et seculum per ignem, Por Eón que vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos y a castigar al mundo con el fuego -traduce Juicio.

-¿Eum o eun? -irrumpe ella.

-Eón -afirma el otro.

-No es cierto -clama ella-. Eso crees, pero no es cierto.

-¡Hermano, hermana! ¡Gloria, gloria! Kyrie eleison. -estalla Juicio sin hacerle caso, detrás del mesías callejero que se marcha, que da la vuelta en una esquina bendiciendo a una masa invisible de tullidos, gibosos, desollados, contusos y ciegos.



En un restaurante cubierto de cenizas, un hombre y una mujer están sentados a una mesa ennegrecida, junto al marco de lo que fue una puerta de vidrio.

El hombre, sin pelo en la cabeza y sin ojos en las cuencas tiznadas, parece bañado de fécula de harina, igual que si por el boquete del techo una nevada de otro mundo le hubiese llenado de copos sobrenaturales.

La mujer, de cuerpo color lodo, empapada por algo semejante al rocío, tiene ojos negros sin párpados. Con la cintura estrujada por un cinturón muy ceñido, da la impresión de que aún en la muerte quiere reprimir la gordura. Con dedos descarnados sostiene en el aire una carta chamuscada, lee un menú de ausencias.

Él, un omnívoro, muestra a su invitada los platos cenizosos, los tizones secos y la carne momia. Dispuesto a cebarse en la extinción y a nutrirse en la nada de conejos, pescados y cabritos.

Cada uno con su porción de olvido, su ración de polvo y su caldo fúnebre; suspendidos en el tiempo con un gusto a herrumbre, un dejo a carroña y un sabor a sombras, sin querer, sin poder levantarse de la mesa parecen meditar en la bazofia y la gallofa, en los charcos de cerveza y en las frutas de plástico malteado. Indiferentes al mesero, que yace cerca de ellos como un lechón humano. La expresión de matar el hambre igual que un fuego que quema el estómago vacío, ya nunca volverá a ser empleada por estos comensales tragados por su propia muerte.

Pero no todo es silencio en el restaurante derruido, un gorgotear continuo puede oírse en el interior de la pareja, como si un líquido ronco les subiera y bajara en sus adentros. En el salón de al lado se oye ruido de fiesta. Saltos y zapatazos dan la impresión de un baile. La celebración, sin duda, sucede en el espacio, en el pasado, en las paredes desconchadas y los espejos rotos. Pues aparte del hombre enharinado y la mujer lodosa sólo hay una ilusión de movimiento.

Las tiendas y los teatros en la avenida se definen por sus ángulos, se revelan por sus letreros; muestran una mugre indeleble, ancestral. Una mugre histórica, colectiva, moral. Aunque los rótulos han sido borrados, deformados por la misma fuerza destructora que ha borrado, deformado al hombre, a los animales y a las plantas. Como si por el hecho de que el mundo fue creado con palabras, éstas, en el final, tuviesen que ser destruidas.

-La causa de la invención de las letras primeramente fue para nuestra memoria, y después, para que por ellas pudiésemos hablar con los ausentes y los que están por venir -se dice él, evocando a don Antonio de Nebrija. Pues la calle entera le parece una especie de cementerio de la voz humana, en el que, curiosamente, sólo ha sobrevivido en inglés un grafito de protesta contra un bar de homosexuales: «GOD DIDN'T CREATE ADAM AND STEVE; HE CREATED ADAM AND EVE!».

Pasos después, en una ferretería armería, descubre que se intercalan en la vitrina de exhibición el utensilio y el arma, martillos y pistolas, palas y escopetas, pinzas y puñales; como si desde el comienzo del mundo se hubiesen alternado en la mano del hombre el impulso constructor y el destructor, el trabajo y la guerra. Mientras en maniquíes sin ojos han puesto playeras con leyendas que dicen: «Don't get mad. Nuke the bastards», «Kill for Peace. War For ever», Explosiones verbales de los cainitas que desde tiempo inmemorial han querido convertir al hombre en animal de sacrificio o en pura materia. Sobrevivencias de la guerra de los US y los USSR, de Bobwhite y Bobolink.

En una especie de bodega, inútiles, intactas, están las indicaciones, las flechas que señalan a la ventanilla, al corredor, al cubículo del jefe; quien, perfectamente calcinado, fue sorprendido en el momento en que comparaba una lista de precios con un bloque de facturas.

De pronto, como sí la ciudad hubiese caído en una bolsa de silencio, se escucha nada, no se ve ser humano. Una clausura de la vida, un olvido de todo se establece, como si el tiempo pasara en blanco, sin sentirlo la tierra. Excepto por el movimiento de unas llamas en una casa. Ante el cual, siente la fascinación del pirómano, o del hombre primitivo, que descifra su futuro en la existencia ígnea.

Ahogar, matar un fuego, lo había dicho antes. Pero ahora su solo pensamiento le parecía un acto ruin, ya que el fuego es algo purificante, una vida en la calle. No una ceremonia, sino la extensión física visible de un elemento mítico, que habiendo estado con el hombre desde el comienzo del mundo, ahora se niega a morir.

Poco a poco oye voces, cloqueos, reclamos, graznidos y latidos. En otra calle pasan compactos paquetes humanos, empujados por una fuerza desconocida hacia el vacío, hacia lo invisible.

En lo que fue una plaza se precisan las siluetas de una rueda de la fortuna, de un tobogán y de unos caballitos. Esqueletos infantiles están parados, sentados frente a los autos para chocar, la máquina de probar los músculos y la barraca de tiro al blanco. Verdosos, lívidos se hallan la mujer gorda y la mujer serpiente, el gigante y los enanos, el hombre anuncio y la pregonera. Mientras en los espacios desolados de la montaña rusa, en los carriles por donde el carrito ha salido disparado hacia arriba, en las bancas negras del barco vikingo y en las cadenas rotas de las sillas voladoras, en las distancias y en los declives, en las elevaciones y en las vueltas, parece oírse un grito de niño, caer una sombra, soplar una silla, girar una rueda. Pero monigotes y peleles, simulacros y contrafiguras, han tomado el lugar en la feria del infante, de la mujer y el hombre, en una burla existencial, en una representación de androides. Entre el barracón de los fenómenos y la barraca de los espejos transitan la gitana y la bruja, el diablo y la odalisca, el payaso y la sirena, como si la máscara y la careta, el antifaz y el disfraz, el maquillaje y el tatuaje, la gola y la nariz de cartón hubiesen reemplazado al rostro, al cuerpo reales.





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