Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Anterior Indice Siguiente



  —93→  

ArribaAbajo- VII -

Amaneció sin prisa, con una sinfonía de ladridos de perros trasnochados y mugidos de vacas lejanas. La reportera y el detective se levantaron temprano, se asearon, recogieron sus bolsos y se acercaron al salón. Una mujer flaca y avejentada barría el local, levantando nubes de polvareda. El gordo estaba detrás del mostrador, limpiando los vasos y las botellas con un paño húmedo como si fueran objetos de arte. Los miró llegar con un gesto de alarma.

-¿Cómo? ¿Ya se marchan? ¿Tan pronto?

-Así es -dijo Martín-. Hemos decidido aprovechar el día para hacer compras en el Brasil.

-¡Que lástima! -el gordo parecía realmente apenado-. Se van a perder el gran espectáculo de esta noche. Actuarán «Os meninos bonitos do Sertao», un dúo que está causando furor en todo el Mato Grosso.

-No sabe cuánto lo sentimos. A propósito, ¿no vino el negro del taller a traemos la camioneta?

-¿Aparecido? No, no lo he visto. ¿Para cuando les prometió?

-Dijo que estaría listo ayer, en una hora.

-Bueno, eso para él puede significar un día, como mínimo. Ese muchacho es un profesional muy exigente. Siempre acostumbra primero probar el vehículo, para ver si está en condiciones, antes de entregarlo. Generalmente hace un viaje largo hasta Dourados y, para comprobar mejor la resistencia, acostumbra llenarlo de mercaderías hasta el tope.

-¡Que tipo formidable! -rezongó el detective. Y luego, dirigiéndose a Claudia: -¿Por qué no me esperás aquí? Voy a buscarlo.

-Está bien.

-Por favor, siéntese, señorita -invitó el gordo-. Le voy a hacer servir un rico desayuno. Gentileza de la casa.

Martín canceló la cuenta, tomó su bolso y salió a la calle. La muchacha se ubicó en una de las mesas. Fue entonces cuando lo vio.

El viejo estaba sentado al fondo del salón, escribiendo muy despacio en un cuaderno de hojas amarillentas. Los rayos de sol se filtraban por las rendijas, a sus espaldas, dándole un aura sobrenatural. Vestía un traje   —94→   gastado y antiguo, un modelo que a Claudia le pareció era de principios de siglo. Tenía una barba blanca y espesa, una frente amplia y surcada por arrugas. Sin embargo, sus ojos brillaban con una vivacidad casi juvenil. Parecía abstraído de todo, como si estuviera en otro mundo.

Una mujer trajo una bandeja con tazas y cubiertos, una cafetera humeante, pan y mermelada. Los dejó sobre la mesa donde estaba sentada la periodista. Ella se sirvió y bebió despacio. El viejo levantó la mirada. Tenía un aire lejanamente familiar.

-Señorita, venga -dijo, con una voz ronca, apenas entendible. No parecía una voz humana, sino un gorgoteo de viento o de agua.

-¿Cómo? -preguntó la muchacha.

-¡Venga, rápido! Siéntese aquí.

Claudia se levantó, recogió el bolso y fue hasta la mesa del viejo. Él le hizo una seña para que se sentara a su lado. Ella obedeció.

En ese momento, se oyó un fuerte chirrido de frenos en la calle y una furgoneta militar se detuvo frente al hotel. Las puertas se abrieron y cerraron con violencia y la corpulenta figura de Rambo ingresó al local. Detrás venían tres soldados armados con metralletas.

-¿Dónde están? -preguntó Rambo, dirigiéndose al gordo.

-¡Buen día, mi capitán! -respondió el hombre, con cara de susto-. ¿A quién anda buscando?

-Al hombre y a la mujer de anoche. No te hagas el tonto, curepa. ¿Dónde están?

-El hombre se ha ido al taller de Aparecido, a buscar su vehículo. La muchacha estaba sentada hasta hace un rato en esa mesa. No sé dónde se habrá metido.

Rambo esparció a sus soldados con un gesto. Dos de ellos cruzaron al patio. El otro avanzó hacia el fondo del salón con la ametralladora lista para disparar, como si temiera encontrarse con un batallón enemigo. Claudia percibió que los latidos de su corazón se aceleraban. El viejo la tomó suavemente del brazo y le hizo un gesto para que guardara silencio. El soldado se acercó hasta unos escasos metros de la mesa y la muchacha lo encaró, dispuesto a enfrentar la situación. Sintió que la mirada del uniformado pasaba a través de ella y se dirigía a otros rincones del recinto, para regresar después junto al mostrador.

-¡Aquí no hay nadie, mi capitán!

-Está bien -dijo Rambo-. Llamá a los otros. ¡Nos vamos!

Los demás soldados emergieron con la misma expresión de fastidio   —95→   en sus rostros.

-Si vuelven por acá avisame, curepa. Quiero tener una conversación con ellos.

-Quédese tranquilo, capitán. ¡Adiós y suerte!

Los militares salieron y un rato después se escuchó el motor de la furgoneta que arrancaba. El gordo volvió a limpiar las botellas, imperturbable. Claudia respiró profundamente y encaró al viejo.

-No entiendo... ¿Qué mierda sucedió? ¿Por qué no nos vieron?

-«Lo esencial es invisible a los ojos». ¿Lo has leído en alguna parte?

-¡Carajo! Me cagué toda.

-Un periodista nunca debe tener miedo. Si la verdad está de tu parte, no habrá fuerza que consiga doblegar tu espíritu.

-¿Cómo sabe que soy periodista?

El viejo entrecerró los ojos, como si reviviera imágenes de una época fecunda y terrible.

-Yo también lo fui. Hace mucho, cuando escribir significaba hundir la pluma hasta el mango.

-¿En serio? -se entusiasmó Claudia-. ¿En que diario trabajó? ¿En La Tribuna, en ABC Color...?

-No. Era un pequeño periódico de combate. Se llamaba Germinal.

-Entonces... ¿usted podría explicarme qué mierda es lo que está sucediendo acá? ¡No entiendo nada de todo este delirio!

-Es la realidad del Paraguay, mi hija. Una realidad que delira como un moribundo y nos arroja al rostro ráfagas de su enorme historia. Siempre ha sido así.

-Usted no parece muy optimista...

-Lo soy. Todavía creo que este pequeño jardín desolado hará en sus entrañas, de un golpe, la justicia plena, radiante, y resucitará como Lázaro.

-Perdóneme. Tengo que encontrar a mi compañero.

-Salí por la puerta del costado, nadie te va a ver.

Claudia se levantó. El viejo la miró y sonrió por primera vez. Era una sonrisa limpia, luminosa, contagiante.

-Gracias. Quizás volvamos a encontrarnos.

-Yo estaré aquí. Siempre...

Ella empezó a caminar hacia la puerta. Miró hacia el salón, pero la limpiadora había desaparecido y el gordo parecía muy concentrado   —96→   acariciando sus botellas. Al llegar a la salida, Claudia se dio la vuelta para despedirse del viejo, pero solo vio la mesa vacía, bañada por un fantasmal rayo de luz que entraba por la ventana.



Desde una esquina, donde un ejército de moscas libraba una feroz batalla contra tres jarras de mosto, Martín contempló la amplia e irregular avenida que separaba a los dos países. La calle paraguaya era de tierra, angosta y descuidada. Un letrero de madera pintado a mano le daba un nombre: «Mariscal López». Más allá había un hito de cemento con las banderas tricolor y verde amarilla y luego la reluciente autopista, que exhibía su orgullosa denominación en un enorme letrero de plástico: «Barao do Rio Branco». Recordó que a pocos kilómetros hacia el norte, en un hermoso valle llamado Cerro Corá, hacía más de un siglo, el ejército del Barón del Río Branco había ultimado al Mariscal López y a todo su ejército, dando fin a una cruenta guerra de cinco años en la que los gobiernos del Brasil, la Argentina y el Uruguay habían aniquilado a sangre y fuego el primer experimento de autonomía y soberanía que se realizaba en el continente. Ciento veinticuatro años después, la derrota continuaba de otra manera y con otras armas.

El detective caminó varias cuadras hasta encontrar el taller de Aparecido. Observó que la camioneta estaba estacionada en el patio y varios hombres descargaban cajones de electrodomésticos de la carrocería y los transportaban hacia una barraca del fondo. El negro lo vio llegar y salió a su encuentro con los brazos abiertos y una amplia sonrisa sin dientes.

-¡Hola amigao! ¡No se ponga bravo, su camioneta ha tomado un tiempiño demás, pero ha quedado nuevecita! ¡Ya le iba a llevar!

-No tenía por qué apurarse. No la necesito hasta el año que viene.

Aparecido se rió con todas sus ganas y le descargó una palmada en la espalda que hizo tambalear al detective. Muchacho divertido el negro, se dijo Martín. Para él la vida era una fiesta continua. Tardaron diez minutos en vaciar el vehículo. Aprovechó para curiosear por el taller. A través de la puerta abierta vio que la precaria barraca estaba atiborrada de enormes cajas. Dos jóvenes con uniforme de colegio trabajaban sobre una mesa larga, ensamblando las piezas de lo que parecía una computadora.

-¿Quiere comprar un televisor? -le preguntó el negro, con su   —97→   ancha sonrisa hueca.

-¿Qué?

-Veinte pulgadas, en colores, estéreo, más de 300 canales de memoria, con imagen tridimensional y control remoto. ¡Todo eso por sólo 200 dólares, amigao! ¡Es de gracia!

-¿Y de qué marca es?

-¡Ah, por eso no se preocupe, amigao! ¡Usted dice qué marca prefiere y nosotros se la colocamos en un momentiño!

Martín respondió que quizás en otra oportunidad. El negro se rió de nuevo, mostrando la boca que parecía un agujero negro, y le dio otra muestra de cariño que le dejó pocas costillas sanas al detective. La camioneta estaba lista. Martín preguntó cuánto era el servicio y Aparecido, sin dejar de sonreír, le dijo que había sido muy poca cosa, que en otro viaje le iba a cobrar. Gente generosa y afectiva los fronterizos, pensó y se apuró en despedirse con un gesto lejano, antes de que le vinieran con alguna otra oferta o con más demostraciones de amistad.

Retrocedió con la camioneta hasta salir a la calle de tierra. Luego cruzó el paseo central y desembocó en la moderna autopista brasileña. Manejó media cuadra y se detuvo frente a un bar en donde ofertaban «o cachorro quente máis gostoso do mundo». Al descender del vehículo, vio que una furgoneta militar frenaba con violencia frente al taller de Aparecido, en medio de una infernal polvareda. Volvió a buscar el revólver en la guantera, cuando sintió que una motocicleta se acercaba junto a él.



Claudia caminaba nerviosa por una vereda atestada de vendedores y mesiteros informales, que la confundían con una turista brasileña y le cerraban el paso tratando de venderle perfumes falsificados, anteojos de carey, cámaras fotográficas de latón, rolex que se desarmaban con sólo tocarlo y radiograbadoras de marcas insondables.

-¡Lleva, patroa!

-Vamos fazer baratiño para vocé.

-¡Olla que graciña!

-Vein cá, meu bein.

-¡Puede pagar en dólar, cruzado, real o travels check!

-¡Compra, compra, compra...!

Ella gritaba que no, trataba de apartar con las manos el enjambre de   —98→   brazos y objetos que se agitaban en su camino, pero la muralla humana se hacía cada vez más compacta. El enorme y pesado bolso que llevaba colgado le dificultaba los movimientos. El calor cada vez más denso y la insistencia de los vendedores la ponían histérica. Sentía que le faltaba el aire y a ratos se le nublaba la vista. Desesperada, empujó a una mujer gorda que trataba de hacerle probar por la fuerza un enorme portasenos. La gorda tropezó con su propio peso y resbaló hacia atrás, arrastrando a la periodista encima de su pequeño estante de exhibición de ropas íntimas. Las dos rodaron sobre el suelo, en medio de un mar de bombachas y sostenes.

-¡Vocé e doida, minina! -se enojó la gorda, despatarrada en el piso, y empezó a arrojarle todo lo que tenía a mano.

Esquivando prendas interiores y trozos de madera, Claudia recogió su bolso y avanzó agazapada hacia el medio de la calle. Cuando sintió que estaba lo suficientemente distante de la gorda, se dispuso a incorporarse. En ese momento escuchó el ruido de las cubiertas al frenar sobre el asfalto y sintió que un vehículo se detenía de golpe a sus espaldas.

-¡Oye...! ¿Qué te pasa? ¿Estás loca para ponerte así en medio de la ruta? -le gritó una voz que a Claudia le resultó conocida.

Giró el rostro y se encontró con la expresión azorada de Rambo, que asomaba medio cuerpo desde la cabina de la furgoneta militar. En el interior del vehículo adivinó las siluetas de varios soldados armados hasta los dientes.

Antes de que el capitán saliera de su asombro, Claudia se levantó, recogió su bolso y comenzó a caminar de prisa hacia el sector brasileño de la avenida.

-¡Ey... esperá! ¡Sólo quiero hablar contigo! -le gritó el militar. Al ver que la muchacha no le hacia caso, puso en marcha la camioneta y se dispuso a seguirla

La reportera empezó a correr. Sentía que su cara estaba roja y que su respiración se hacía más difícil. Le pareció absurdo, pero justo en ese momento recordó sus primeros años de colegio, cuando le tocó ganar una medalla con la figura del Tiranosaurio en las olimpiadas estudiantiles «Generación de la Paz». Aquella vez lloró de emoción, parada en el podio de los ganadores, encandilada por los reflectores y suspendida sobre un mar de vítores y aplausos. Dos años después, durante una cena familiar, el papá de su novio Alejandro le mostró las cicatrices de las torturas y le habló de cosas terribles que parecían haber ocurrido en un distante reino   —99→   de pesadillas. Fue como si le hubieran volcado encima un balde de agua helada. Esa noche, en la soledad de su cuarto, ella lloró hasta que se le secaron los ojos y después arrojó la medalla a través del sanitario.

La camioneta se acercaba cada vez más. Claudia saltó encima de la valla que separaba el paseo central de la avenida y se dirigió hacia la autopista, resbalando sobre el pasto que estaba lleno de agua acumulada. El vehículo militar abandonó el camino de tierra, embistió la valla de madera destrozándola con violencia, y empezó a derrapar sobre el césped fangoso, hasta estrellarse con gran estruendo contra el hito de cemento que tenía los colores de las banderas. Los soldados salieron disparados por el aire y rodaron sobre el suelo. Uno de ellos apretó el gatillo y una ráfaga alcanzó a un trozo del mojón donde estaba pintado el dibujo del León de la República con el Gorro Frigio y la inscripción «Paz y Justicia», pulverizándolo.

La periodista se paró al borde de la autopista y se volvió a mirar las secuelas del accidente. Varios vehículos se detuvieron y los curiosos empezaron a acercarse. Vio que Rambo se levantaba con la ropa sucia y ensangrentada, rojo de furia, y gesticulaba hacia ella, gritando órdenes a sus soldados. Dos de ellos recogieron sus armas y comenzaron a correr en su dirección. Se sintió cansada y perdida, metida en un juego ridículo y sin sentido que no sabía cómo terminar. Fue entonces cuando una poderosa moto Ninja se detuvo a su lado y una voz familiar le gritó:

-¡Vamos, pronto...! ¡Subí!

Le costó reconocerlo sin la pintura, sin las flechas y sin la víbora. Vestía vaquero azul, una musculosa negra, botas de cuero y llevaba su larga cabellera recogida en una colita a la espalda. Se parecía a Daniel Day-Lewis en versión metalera.

-¡Willy!

-¿Qué esperás? ¿Tarjeta de invitación?

Claudia miró hacia atrás y vio que los militares se acercaban corriendo a pocos metros. Sin pensarlo más, saltó a la grupa de la moto y se aferró con fuerza al cuerpo del indio. El motor aceleró a fondo y la Ninja salió disparada por la autopista. Los dos soldados se pararon, con rabia, y apuntaron sus armas hacia el horizonte. Dispararon una ráfaga que hizo saltar chispas del pavimento. El grito de Rambo los detuvo.

-¿Están locos? ¿Quién les ordenó hacer fuego?

-Pero, mi capitán... -protestó uno de los tiradores-. Yo pensé que usted...

  —100→  

-No pienses. Es mucho trabajo para vos. Dejá nomás que se vayan. Si son los que nosotros pensamos, ya van a aparecer de nuevo.



La moto devoraba distancias a una velocidad de vértigo. Se inclinaba en las curvas hasta casi acostarse en el asfalto y volvía a enderezarse, dejando atrás a los demás vehículos como si fueran objetos inútiles, restos de un pasado para olvidar. La reportera se sentía una figura de papel recortado, más liviana que el aire, apenas unida a la tierra por sus manos entrelazadas a la cintura del indio motociclista. Dos veces intentó preguntarle cómo había hecho para encontrarla, pero el viento arrastraba sus palabras con más rapidez de lo que podía pronunciarlas y al final prefirió guardar silencio. Miró hacia atrás, pero se tranquilizó al pensar que lo militares no iban a poder alcanzarlos, a no ser que contaran con un jet supersónico.

Las casas iban desfilando al costado de la ruta, muy apuradas unas tras otras, hasta que se fueron cansando y sólo quedó la vegetación abierta, verdes campos cultivados con manchas dispersas de monte. La Ninja empezó a disminuir la velocidad y fue saliendo de la autopista hasta detenerse en una estación de servicio de la Petrobrás. Claudia reconoció con alegría la camioneta de Martín estacionada a un costado del local. Al verlos, el detective descendió del vehículo y acudió a su encuentro.

-¡Vaya! ¡Veo que el gran jefe Vaca Motorizada ha logrado rescatar a la princesa! -se burló.

-Pero, ¿qué...? -se sorprendió Claudia- ¿Ustedes ya se conocían? ¿Estaban combinados?

-Tuvimos el gran gusto de conocernos recién esta mañana. El Gran jefe Caballo Loco de Hierro me mandó a pasear y dijo que el rescate de la bella en peligro le correspondía exclusivamente a él, por derechos reservados.

-Mi padre me envió a buscarte -comentó Willy.

-¿Y él cómo lo supo?

-Él siempre lo sabe todo.

-Al parecer, nuestro brujo tiene un equipo de espionaje más eficiente que los pyragués de Investigaciones -observó Martín.

-No le hagas caso -dijo Claudia.

-Muy bien. Entonces, ¿qué tal si seguimos viaje? Mi casa queda   —101→   sólo a seis kilómetros de aquí.

-De acuerdo.

-¿Venís conmigo o continuás con el Gran Guerrero Cola de Caballo? -preguntó el detective a la muchacha.

Claudia lo miró con rabia. Luego sonrió y montó a la grupa de la moto, desafiante:

-A ver si sos capaz de alcanzarnos, Gran Jefe Cabeza Hueca.



En el patio de la casa se había juntado un batallón de desgraciados. Había para elegir: ciegos, sordos, mudos, leprosos, paralíticos. Escorias de humanidad que hacían equilibrios con sus muletas, ancianos que apenas podían sostenerse en pie, cadáveres que seguían vivos por pura desidia o porque hasta la misma muerte se había olvidado de ellos. Todos tenían la misma sucia piel color de tierra, la misma profunda y fatalista tristeza en las miradas. Esperaban en silencio que la puerta del inmenso galpón escupiera al afortunado que ya llevaba demasiado tiempo adentro, y que la voz ronca del indio parecido a Kevin Costner gritara el nombre del próximo señalado para escapar a las maldiciones de Dios.

En el corredor, niños que eran puro hueso y piel se amontonaban frente al resplandor gris de un televisor, desde donde los verdes ojos de Xuxa simulaban derretirse de amor y sus manos de hada madrina les arrojaban beiyiños, beiyiños, para tudos os baixiños.

El ronquido del motor les llamó la atención. Vieron que una moto se apartaba de la autopista a gran velocidad, efectuaba un recorrido zigzagueante y se detenía frente a la casa con una frenada espectacular. Willy lanzó un grito parecido al que emiten los pieles rojas en los westerns cuando atacan un fuerte del Séptimo Regimiento, y ayudó a Claudia a bajar del vehículo. Se volvió a mirar hacia atrás, divertido. La camioneta del detective todavía era un punto diminuto en el horizonte.

Anahí surgió del interior de la casa, bella y radiante. Llevaba un fresco vestido con dibujos de flores silvestres. Abrazó a la reportera con mucho afecto y alegría.

-Como ves, he regresado -dijo Claudia.

-Mi papá ya lo sabía, mucho antes de que vos lo decidieras -contestó la muchacha india y su sonrisa reveló la maravilla de sus   —102→   hoyuelos.

En ese instante la camioneta de Martín bajó del asfalto y se acercó con suavidad hasta el lugar.

-Es mi amigo -dijo la periodista.

-Sí, papá ha visto su estrella -apuntó Anahí-. Es un gran guerrero. Un ser noble pero muy solitario y atormentado. Tiene un gran dolor dentro de su corazón.

El detective descendió del vehículo y se aproximó al grupo.

-¡Jau! -saludó, bajando la cabeza ante Willy y la reportera-. Gran Jefe Cabeza Hueca reconoce la superioridad de Cola de Caballo y su borrico de acero.

-¡Sos un payaso! -se rió Claudia- Vení, te presento a Anahí, la hermana de Willy.

Se saludaron con un beso en las mejillas. El detective parecía impresionado con la belleza de la muchacha.

-¿Y el hombre que se olvidó de morir, donde está? -preguntó Martín.

-Está terminando de atender a sus pacientes. Voy a avisarle.

-Vengan, tomen asiento, por favor -invitó Willy.

Formaron un círculo en el corredor. El indio que se parecía a un cuervo apareció con una bandeja que contenía varios vasos de plástico y una botella de coca cola de dos litros. Empezó a servirles la bebida. En el patio, Kevin Costner emergió del galpón y se enfrentó a la multitud de desdichados.

-¡Escúchenme todos! -les dijo, con la misma pose de un líder político en cierre de campaña electoral- Las consultas han terminado por hoy. Don Ecumenario tiene otros asuntos urgentes que atender. Por favor, regresen el próximo viernes, bien temprano y serán recibidos con los mismos números que hoy les hemos entregado.

La multitud dejó escapar un leve murmullo de frustración y luego empezó a dispersarse pasivamente. Algunos de los niños se resistieron a salir de enfrente al televisor, pero cuando Kevin Costner desenchufó el aparato, se resignaron. Un chiquito de ojos saltones se echó a llorar desconsoladamente y a arrastrarse por el piso, porque quería ver bailar a las paquitas. Su madre le aplicó un tuque en la cabeza y el enano se calló.

-Nuestro amigo tiene más clientes que el Hospital de Clínicas -comentó Martín-. ¿Todos vienen para que se les eche el diablo del cuerpo?

  —103→  

-Eso era antes -explicó Willy-. Ahora, hasta el trabajo de los exorcistas ha cambiado. La situación está mucho más fea y la gente tiene otro males que se le meten en el cuerpo. Los malos espíritus ya no se llaman Lucifer, Belial o Belcebú, como en las películas de Linda Blair. Ahora tienen otros nombres menos oscuros pero igualmente diabólicos: desempleo, enfermedad, miseria...

-¡Vaya! -exclamó el detective- Apuesto a que ni el mismo Milton Friedman y sus «Chicago's Boy» hubieran pensado que los efectos del neoliberalismo iban a alterar hasta el espacio de lo sobrenatural.

-Lo terrible es que ningún libro negro enseña cómo exorcizar a la pobreza -dijo una voz seca y profunda a sus espaldas.

Todos se dieron vuelta a mirar. El anciano estaba allí parado en el rellano de la puerta, con su rostro de piedra y sus ojos ensombrecidos. Vestía un pantalón de lienzo y llevaba una manta de tejido de caraguatá sobre el torso desnudo.

-Bienvenidos, amigos -dijo-. Han llegado justo para la hora final. La hora en que el Tigre Azul que duerme bajo la hamaca del Ñanderuvusu despertará de su sueño eterno y se lanzará a devorar al sol.

-Usted también ha leído a Galeano, ¿eh? -señaló Martín.

El anciano sonrió y se acercó a estrechar en un abrazo a Claudia. Luego le dio la mano al detective. Se estudiaron el uno al otro, con un aire de desconfianza y desafío. Después se sentó en cuclillas sobre uno de los sillones de cuerdas de nylon. Martín pensó que se parecía a una momia india disecada.

La reportera les explicó las razones de su viaje y les relató todo lo que había sucedido desde que llegaron a Yryvucai. El anciano escuchó con atención.

-El guerrero blanco tiene razón -dijo, al final-. Sé de muchas cosas que no me las ha revelado el fuego, sino los ojos y los oídos de mis hermanos. Sé que hay hombres blancos de uniforme que están haciendo sonar tambores de guerra en medio de los montes de la Gran Fazenda.

-¿Qué es la Gran Fazenda? -preguntó Claudia.

-La Fazenda «Ipanema», de Don PabloFerreira -explicó Willy. Tiene más de trescientas mil hectáreas. La mitad está en el Brasil y la mitad en el Paraguay. Es como un país aparte. Su gente puede cruzar la frontera cuando quiera, meter y sacar tranquilamente todo lo que se les antoja. Tiene varios aeropuertos escondidos en medio del monte. Enormes depósitos donde se descargan las mercaderías que llegan directamente   —104→   desde Miami, Hong Kong y Taiwán.

-¿Vos conocés el lugar? -indagó Martín.

-No, nadie puede entrar allí, ni siquiera la policía. Está cercado por alambradas eléctricas. Hay un ejército de pistoleros y yagunsos que Mrtillan continuamente todo el área. Pero tenemos algunos hermanos a los que no pueden controlar. Ellos han visto y nos contaron.

-¿Quiénes son los que pueden entrar?

-Son los tigreros, los cazadores de yaguareté. Han vivido toda su vida en esos montes y se han vuelto parte de los árboles y de la tierra.

-¿Podrías conseguir que uno de esos tigreros me lleve hasta allí?

-No lo creo. Es muy difícil. Los tigreros casi nunca salen a la civilización. Son más salvajes que los propios yaguareté.

El anciano alzó la mano y encaró al detective.

-No podés entrar. Ese lugar es como el valle de la muerte. Un viaje sin retorno.

Martín esbozó una sonrisa irónica. Parecía harto de toda esa historia. Bebió de un trago la gaseosa que quedaba en su vaso y luego lo depositó sobre el piso de ladrillos.

-Mire abuelo, mejor deje los cuentos de pomberos y luisones para sus nietos. Yo ya estoy un poco crecidito para que me asuste con esas cosas. Me han pagado para hacer un trabajo y eso es lo único que me importa. Si usted puede ayudarme, le voy a estar eternamente agradecido durante todos los siglos que siga viviendo. Y sino, ya me las voy a arreglar por mi propia cuenta.

-Pero... Martín... -balbuceó Claudia.

-No quieras engañarme -dijo el anciano, imperturbable-. No quieras engañarte a vos mismo. Sabemos muy bien que el dinero es lo que menos te importa.

-¿Ah no? Digáselo al coreano del bar de mi edificio, que cada fin de mes me trae una cuenta con más ceros que los gastos del Parlamento.

-De cualquier forma, no vas a poder entrar -intervino Willy. Hace mucho que los tigreros no salen del monte.

El anciano se levantó del sillón. Su piel de pergamino se tensó como el cuero de un tambor, mostrando las curiosas formas de su esqueleto. Claudia tuvo miedo de que el cuerpo diminuto fuera a desbaratarse de un momento a otro.

-Hay una manera de entrar -dijo, con solemnidad.

-¿Cómo...?

  —105→  

-Hay un tigrero en el campamento de los Eternos.

-¿Los Eternos? -preguntó Claudia, intrigada- ¿Qué diablos son los Eternos?

-Son campesinos sin tierra que viven bajo carpa, en un campamento provisorio, al costado de una carretera, desde hace un siglo -señaló Willy-. Fueron expulsados de las propiedades de La Industrial Paraguaya hace más de cien años. Desde entonces esperan que el Gobierno les dé un lote de terreno en donde vivir y cultivar. La tierra de la que ellos fueron desalojados ha pasado a manos de alemanes, yankis, brasileños... Todos los gobiernos: liberales, colorados, febreristas, militares... les han hecho las mismas promesas y ellos siguen esperando contra toda esperanza. Han ocupado mil veces la misma propiedad y han sido echados otras mil veces del mismo sitio. Los más viejos han muerto, pero sus hijos y sus nietos siguen luchando y soñando con la tierra prometida.

-Está bien -dijo Martín-. ¿Cómo puedo llegar hasta ese lugar?

-Yo te voy a llevar -se ofreció Willy.

-Y yo también voy contigo -agregó Claudia.

-¡No! -objetó el anciano-. Anahí te va a llevar. Ustedes dos vendrán conmigo a otra misión igualmente peligrosa.

-¿De qué se trata? -quiso saber la periodista.

El viejo se recostó contra uno de los horcones del corredor y dirigió la vista hacia el horizonte. Una bandada de loros maracaná se dispersó con gran bullicio desde la copa de un yvyraró.

-Mañana, al rayar el alba, se iniciará un gran encuentro de brujos, payeseros y personas con poderes místicos en la cumbre del Cerro Verde. Dicen que allí vendrán unos personajes muy influyentes para pedirles que apoyen el regreso del Hombre de la Noche. A mí no me han invitado, pero igual voy a ir. Muchos de los que van a asistir fueron mis ahijados y me respetan. Y también van a estar los otros, los vividores y los charlatanes. Esos también me conocen y me tienen miedo. Voy a tratar de impedir que las fuerzas del espíritu se pongan al servicio de la oscuridad.

-¿Dónde queda ese Cerro Verde? -preguntó Martín.

-En los límites de la Gran Fazenda, al otro extremo del monte por donde vos vas a entrar.

-Entonces hagan mucho escándalo. Eso ayudará.

-Pero... -observó Claudia- yo voy a necesitar fotografía de todo lo que puedas encontrar: los aeropuertos, las tropas, las armas...

-No te preocupes. Te voy a traer fotos como para que ganes el   —106→   premio Pulitzer.

-Será mejor que nos pongamos en movimiento después del almuerzo -dijo Don Ecumenario-. Para ustedes el viaje será un poco accidentado, porque el camino es bastante feo. Llegarán al campamento hacia el atardecer.

El anciano caminó unos pasos y se acercó a Martín. Lo miró de frente y el detective tuvo la impresión de que esos ojos reflejaban un cansancio más antiguo que el mundo.

-Yo sé que no creés en estas cosas -le dijo-. Pero no te olvides que mañana, cuando te toque enfrentarte con los hombres de la guerra, habrá otra batalla que no será con el cuerpo ni con las armas, sino con la fuerza de los espíritus.

-Está bien -contestó el detective-. De haberlo sabido, hubiera traído conmigo a los Cazafantasmas.



  —107→  

ArribaAbajo- VIII -

El pájaro campana detuvo su vuelo en medio del aire. Aleteó furiosamente durante un largo momento. Buscaba un sitio en donde posarse, pero no había una sola mísera rama en toda la inmensidad. A ambos lados de la carretera, el paisaje se veía más liso y pelado que una mesa de billar. Vastas planicies de tierra roja, despojadas de toda vegetación, resplandecientes bajo el intenso cielo azul. Era como si el desierto del Sahara se hubiera transplantado en medio de los montes de Canindeyú. Una franja de nubes de algodón, con formas de animales prehistóricos, coronaba el horizonte. El ave emitió un gemido metálico, casi un lamento lúgubre, y se lanzó en picada con dirección al sur.

Cielo azul, horizonte blanco, tierra roja. Los colores de la bandera paraguaya, pero puesta del revés. Como el país, pensó Martín, No era de extrañarse que el pájaro campana, símbolo folclórico del pueblo guaraní, -emprendiera vuelo en busca de mejores horizontes. Al final de cuentas, eso es lo que miles de paraguayos habían estado haciendo a lo largo de los años: irse. El derrocamiento de la dictadura había puesto fin al exilio político, permitiendo el regreso de algunos dirigentes partidarios, líderes sociales, artistas e intelectuales desterrados por la arbitrariedad y la intolerancia, pero el éxodo de los exiliados económicos continuaba sin pausa. Más de un millón de paraguayos refugiados como ilegales en las villas miserias de Buenos Aires, en las favelas de Río de Janeiro y Sao Paulo, en las callampas de Santiago de Chile. O dejando el pellejo en las zafras algodoneras del Chaco argentino, en las minas de Ouro Preto, en las ciénagas del Pantanal de Mato Grosso, en las rutas del contrabando de Santacruz de la Sierra o Santa María de Iquique.

«Al Paraguay se lo despuebla» había comprobado Rafael Barrett a principios de siglo, en su visceral texto «El dolor paraguayo». Medio siglo después, en su novela «Hijo de Hombre», Augusto Roa Bastos escribió que «este es el país de la tierra sin hombres y de los hombres sin tierra». Ahora, cuando el Nuevo Paraguay Moderno y Democrático se encontraba ya en las puertas del Año Dos Mil, ambas sentencias literarias seguían teniendo el peso de una verdad irrefutable. Ser paraguayo es una permanente sensación de partida, una continua manera de decir adiós.

  —108→  

Martín sintió que su garganta estaba seca y maldijo por no haber recargado la cantimplora en la casa del brujo indio. La camioneta se desplazaba a los tumbos por la estrecha carretera desolada, levantando incesantes tolvaneras de polvo rojo, como humo de sangre. A su lado, Anahí dormitaba plácidamente recostada en el asiento, ajena al calor y los banquinazos.

Pasada la media tarde, el desierto de tierra mecanizada fue cediendo paso a los campos de pastura y después a algunos islotes de selva que se iban estrechando hasta convertir la carretera en una angosta picada, poblada de cerradas curvas. Martín aminoró la velocidad. De pronto, al final de una accidentada cuesta, sintió un estallido de maderas quebradas sobre sus cabezas. Alzó la vista y vio que un enorme árbol se desplomaba en cámara lenta hacia la camioneta. Una bandada de pájaros chocó contra el parabrisas y el detective perdió la dirección. El vehículo empezó a bailar, atropellando la vegetación, mientras una lluvia de hojas y ramas ensombrecía el cielo. Con violentos giros de volante logró esquivar los golpes del ramaje hasta detenerse contra un montículo de tierra. El grueso tronco de peroba se estrelló a pocos metros, con un tremendo impacto que hizo temblar la tierra.

-¿Qué pasa? -preguntó Anahí, asustada, restregándose los ojos.

-Se acaba de caer un árbol gigantesco -contestó Martín, jadeante-. Por puro pedo nos hemos salvado de morir aplastados.

El detective abrió la puerta y descendió del vehículo. La muchacha india lo siguió. Dos siluetas oscuras bajaron desde una lomada en medio del follaje.

-¡Ey, meu amigo! ¿Judo bien? ¿No les aconteció nada? -gritó una de las siluetas.

Eran dos hombres barbudos, cubiertos de polvo y sudor, con las ropas sucias y rasgadas. Uno de ellos blandía una enorme motosierra como si fuera un arma de guerra. El otro llevaba una cinta métrica.

-¿Están locos? -les recriminó Anahí- ¿Cómo van a dejar caer un árbol así sobre la carretera? Por poco nos matan.

-Disculpe por favor, minina -dijo el hombre de la motosierra-. No sei cómo pudo acontecer esto. El rollo tenía que caer para el otro lado, hacia la planchada. Gracias a Nossa Señora de Aparecida no hubo desgracia.

-¿Dónde está la planchada? -preguntó Martín.

-Allí, al outro lado de la lombada.

  —109→  

El detective subió por el mismo lugar donde habían aparecido los hombres, abriéndose paso entre los arbustos. Caminaba deprisa, casi a la carrera, con la respiración agitada, sin sentir los pinchazos de las ramas y los espinos que le iban llenando la piel de arañazos y escoriaciones. Llegó a lo alto de la loma y trepó de un salto sobre un tronco caído. Entonces miró el paisaje que se extendía al otro lado y lo que encontró le produjo un sorpresivo nudo en el estómago.

-¡Dios mío! -exclamó- ¡No lo puedo creer!

-¿Qué pasa? -pregunto Anahí con voz alarmada, mientras se acercaba subiendo dificultosamente, seguida de cerca por los dos hombres.

-Mirá... -le dijo Martín, alzándola sobre el tronco y señalando con la mano hacia la extensa planicie que se abría bajo sus pies.

La muchacha miró y se quedó boquiabierta. Cientos o miles de enormes y gruesos troncos de árboles se apilonaban unos juntos a otros sobre la vasta superficie de tierra devastada, extendiéndose hacia un horizonte que parecía no tener fin.

-Es un cementerio de árboles... -dijo Anahí.

-De árboles no. De bosques enteros. -corrigió Martín.

A cierta distancia, un grupo de hombres, con una grúa mecánica, procedían a cargar los rollos sobre la carrocería de enormes camiones con chapa brasileña. El ronquido del motor iba y venía, arrastrado por el viento.

-¿Qué le parece, meu amigo? -preguntó el hombre de la cinta métrica-. Aquí tein una riqueza incalculable, todo en la mellor madeira: cedro, lapacho, peroba, ibirá pitá...

-¿Cómo han podido cortar tantos árboles? ¡Se necesitan ejércitos de hombres!

-¡Ah, es muito fácil! -dijo el hombre, con orgullo-. Antes los paraguayos echaban los árboles con hacha, a pulso. Tardaban más de un mes para limpiar una hectárea. Ahora nosotros hacemos desmonte moderno y limpiamos cincuenta hectáreas en un solo día. Dois topadoras de oruga unidas por una cadena bien grosa van tumbando todo lo que hay en su camino. Y pronto. En un ratiño, donde antes había un monte, ahora tein una tierra libre de todo. Usted sólo tiene que sacar los rollos, dejar que todo el resto se quede bien seco y luego le prende fuego. Despois mete tractor con arado y ya tiene el terreno limpio y parejo. Claro, la tierra sólo da para plantar soja durante dois o treis años, porque despois se muere y entonces hay que botar abono químico para darle vida otra veiz. Pero así   —110→   es el progreso, meu amigo.

Martín no dijo nada. Pensó en Claudia y en su grupo de militantes ecologistas, de quienes él se había burlado llamándolo chiítas. ¿Qué iban a decir si estuvieran ahora allí, en su lugar, contemplando los restos de la masacre forestal? Observó un majestuoso rollo de cedro que fácilmente debía tener unos quince a veinte metros de diámetros. ¿Cuántos años habrá vivido ese gigante? ¿Cuánta historia, cuánta tragedia, cuántos sueños habrán transcurrido alrededor de su frondosa ramazón? Ahora estaba yerto sobre el suelo, condenado a convertirse en un cercado para vacas o en una mesa de frivolidades. Anahí se dio cuenta de que las facciones del detective estaban crispadas en un gesto de rabia y de impotencia. Se acercó y lo abrazó desde atrás con ternura. Se miraron a los ojos y durante ese fugaz instante ambos sintieron que junto a la honda tristeza que los unía también estaba naciendo algo nuevo, indefinible. El viento traía y llevaba caprichosamente el ronquido de los motores y las máquinas, el grito de los peones.

Y había algo más.

Había como un coro de quejidos lastimeros que iba creciendo en el aire. Algo así como los gemidos de los moribundos en un campo de batalla.



La Ninja se detuvo frente a una pequeña edificación de madera, ubicada al borde de una zanja. Las paredes estaban pintadas de un rojo tan intenso que parecían desangrarse. Un cartel casi más grande que el propio local, con el dibujo de un teléfono, informaba que allí funcionaba la Antelco de Yryvucai. Al lado había otro letrero con el logotipo de la Brahma que ofrecía «chopinho bein gelado, mixto quente e baurú». Alguien había agregado con tiza y letra manuscrita: «Tein Jogo do Bicho».

Claudia se bajó de la moto y le pidió a Willy que la esperara un momento. Se aproximó al local. La puerta estaba abierta. Entró a una pequeña sala que combinaba una especie de bar con una modesta oficina pública. Había un mostrador de formica y un estante con bebidas, un escritorio pequeño con un teléfono de esos antiguos, que funcionaban a manivela. El Tiranosaurio, en uniforme militar, sonreía desde un cuadro colgado en la pared. No se veía a ningún ser humano en las cercanías.

La periodista golpeó las manos varias veces. Al cabo de algunos   —111→   minutos escuchó ruidos hacia el fondo y apareció una mujer gorda de aspecto humilde, con cara de fastidio, arreglándose la ropa.

-¿Sí, señorita? ¿Qué desea?

-Disculpe. Esta es la oficina de la Antelco, ¿verdad?

-Eso dice el cartel. ¿No sabés pico leer?

-Necesito hacer una llamada a Asunción.

La gorda recogió un trapo y empezó a espantar las moscas que se habían congregado alrededor de una fuente de empanadas, sobre el mostrador.

-Bueno, dejame tu número. Voy a ver si te consigo para mañana.

-¿Cómo para mañana? Necesito hablar ahora.

-Ahora ningo no se puede.

-¿Por qué?

-Mirá, che ama, ya son las cuatro de la tarde. El sol ha calentado los cables y la línea ya no responde. Hay que esperar que se enfríen un poco. Vení mañana bien tempranito y vamos a probar.

-Me está jodiendo...

-Eso, si es que no llueve o no hay viento fuerte, porque así tampoco anda.

-¡Puta, no lo puedo creer!

-¿No me creés? Mirá, escuchá nomás... -la mujer fue hasta el escritorio, alzó el teléfono y se lo ofreció a Claudia. La línea estaba más muerta que los proyectos socialistas de Europa del Este.

-¡Oh, Dios! ¿Qué puedo hacer? Necesito comunicarme con Asunción.

-Pues andate al Brasil, mi hija. Allí tienen microondas, fax, satélite y todas esas cosas que nosotros ni soñamos. Te van a comunicar en un ratito.

-Pero... entonces, ¿para qué cuernos existe esta oficina?

-Yo no sé, mi hija. No te vayas a enojar conmigo. Yo sólo soy una empleada. Encima hace cinco meses que no me mandan mi sueldo de la capital.

Claudia recogió su cartera y se dispuso a marcharse. Entonces volvió a fijarse en el retrato del Tiranosaurio.

-Señora... ¿usted sabe que él ya dejó de ser el presidente, verdad?

-Y sí, che ama -la gorda puso cara de pena y resignación-. Así co es este mundo ingrato. A los bandidos se les premia y a la gente que se preocupa por el prójimo se le chuta de una patada por el culo.

  —112→  

-Pero usted se habrá enterado de todas las cosas terribles que él hizo: la plata que se robó, la gente que fue torturada, desaparecida, asesmada...

La mujer la interrumpió con un gesto de rechazo.

-¡Nambré! Yo no quiero saber de esas cosas. Lo único que te voy a decir es que yo una vez estaba en la calle, a punto de morirme de hambre, con mis dos hijitos enfermos, y nadie vino a socorrerme. Entonces le escribí una carta al general. A los pocos días vino el presidente de la seccional colorada a visitarme y me dijo que le habían llamado de Asunción para que se ocupe de mi caso. Él me ayudó y me consiguió este puesto. No es mucho lo que se gana, pero ya sirve ya para vivir. Y yo soy una persona agradecida, mi hija. Así que esa foto se va a quedar allí hasta el día en que yo me muera.

-¿Usted sabe algo de cierta gente que está queriendo traer de vuelta al general?

El rostro de la gorda se volvió pálido. Claudia advirtió una sombra de miedo en sus ojos.

-¡No! -gritó- ¡Yo no se nada de eso! Y ahora perdoname mi hija, pero tengo muchas cosas que hacer.

La periodista salió a la calle. Willy la esperaba con la moto estacionada bajo la sombra de un naranjo.

-¿Conseguiste hablar? -le preguntó.

-No. Vamos a tener que hacer una pequeña excursión hasta el vecino y hermano país.



El campamento de los Eternos surgió sorpresivamente al final de una curva. Martín frenó de golpe y la camioneta se detuvo, envuelta en una espesa nube de polvo. Detrás de la neblina roja divisó varias chozas armadas con troncos y carpas entre la carretera y una alambrada, en una franja de terreno que no superaba los diez metros de ancho. En el centro había una especie de descampado, donde varias mujeres cocinaban en un enorme tambor ennegrecido. Se veían ropas tendidas al sol, herramientas de labranzas recostadas contra un árbol, mazorcas de maíz apilonadas sobre una mesa. Una enorme pancarta extendida entre dos árboles decía con letras toscas: «Asentamiento campesino Oñondivepá. Devuelvan la tierra mala vida». Un retrato del general Rodríguez, recortado de un   —113→   afiche electoral, sonreía desde la pared de una de las chozas. En la parte delantera del campamento había un mástil improvisado con un tronco fino y largo, un poco torcido, en donde flameaba una bandera paraguaya ajada y descolorida.

Descendieron del vehículo. Una bandada de niños semidesnudos les salió al encuentro. Tenían miradas de cautela pero al mismo tiempo de curiosidad. Un perro esquelético y sarnoso les dedicó algunos ladridos que producían más lástima que miedo. Anahí golpeó las manos y una de las mujeres se apartó del grupo que cocinaba para venir a recibirlos. Era morena y robusta, de aspecto descuidado, con la piel tostada por el sol. Tenía la expresión resuelta de quien está acostumbrada a lidiar con el infortunio.

-¡Hola, Ña Filomena! -saludó la muchacha.

-¡Eh...! ¿Mba'éico Anahí? -respondió la mujer- ¿Será que te desatinaste o qué y por eso te aparecés por estos rumbos?

-Venimos a visitarles. ¿Se encuentra Don Calaíto?

-Están todos trabajando hacia la chacra. Le voy a llamar enseguida. ¿Por qué no pasan a sentarse? Vamos a servirnos un poco de tereré.

Ntilde;a Filomena los condujo hasta la sombra de un ñangapiry, donde vanos troncos estaban ubicados a modo de asiento. Desde el interior de una de las carpas se escuchaba al grupo mexicano Bronco cantando «Dos mujeres un camino». Una niña gordita de largas trenzas y sonrisa pícara les trajo una jarra de plástico con agua, la guampa cargada con yerba y una bombilla de lata.

-Nos van a disculpar manté, pero no tenemos hielo. -señaló la mujer.

-Por favor, Ña Filomena, no te vayas a preocupar -dijo Anahí.

-Bueno. Ahorana espérenme un rato, le voy a llamarle a ese individuo.

La mujer se alejó unos metros hasta cerca de la alambrada. Un letrero pegado al cerco decía: «Propiedad privada. Prohibida la entrada». Al otro lado había un tupido bosque. La campesina se plantó en medio de los arbustos, se hizo bocina con las manos y lanzó un grito largo y agudo. Al poco rato, otro grito similar se oyó a la distancia. Ña Filomena sonrió satisfecha y se acercó de nuevo a los visitantes.

-Ya viene ya.

-Gracias, señora -dijo Martín.

-¿Y cómo pa anda tu papá, che áma? -pregunto la mujer,   —114→   encarando a Anahí-. Hace rato co que me tengo que ir junto a él, para que me saque un bicho malo que tengo en la barriga. No me sobra nomás co la platita.

-Perdone, señora -se interesó Martín-. ¿Cómo sabe que es un bicho malo?

-¡E'a, che caraí! Porque cada vez que va a pasar una tragedia fea, siento que el bicho me salta adentro. La última vez, cuando iban a venir los milicos a llevarle preso a Calaíto, el bicho se parecía a un sapo con epilepsia en mi barriga. Por eso es un bicho malo. Porque si anuncia noticias buenas en vez de pura aguería, entonces sería un bicho bueno, ¿no le parece?

-Claro, tiene usted mucha razón -dijo Martín-. ¿Me disculpan un momento? Voy a buscar un cigarrillo en la camioneta.

Se levantó y fue hacia la carretera. El sol empezaba a sumergirse entre los árboles. Cerca de allí, los niños jugaban al fútbol entre los cultivos de mandioca con los pies descalzos y una pequeña pelota de goma. El detective tuvo unas profundas ganas de mandar todo al demonio, sacarse los zapatos y meterse a chutar con los mitaí. Extrajo los cigarrillos de la guantera del vehículo y encendió uno. Se paró junto al tronco que presumía de mástil y dejó que el humo dibujara extrañas figuras en el aire.

-¡Alto! ¡Manos arriba! -gritó una voz ronca a sus espaldas- ¡No vayas que a tocar la bandera si no querés que te liquide, nde boliviano bandido!

Martín giró con cuidado y se encontró con un viejito arrugado, armado con un machete y vestido con un desgarrado uniforme que alguna vez había sido militar. Estaba en pose de ataque, tenía la mirada perdida y el rostro crispado por una antigua furia. El pulso le temblaba al levantar el arma, como si pesara más que todas sus pesadillas.

-Tranquilo abuelo -dijo Martín, tratando de no hacer ningún movimiento en falso que pudiera ponerlo nervioso-. No soy boliviano. Che paraguayo ndéichante aveí. Soy tu compatriota. Para mí también la bandera es sagrada.

El otro lo miró con desconfianza y amagó una estocada con el machete. Martín sintió que la hoja rozaba sus cabellos y un sudor frío le corrió por la nuca.

-¡No te hagas el ñembotavy, bolí! -gritó el viejito- ¡Allá en Boquerón me engañaron una vez, pero ahora ya no va a ser así! ¡Vamos a defender el Chaco hasta vencer o morir!



  —115→  

Amagó un nuevo golpe con el machete. Martín lo esquivo con dificultad. Retrocedió hasta chocar de espaldas contra un árbol. El viejo sonrió al verlo acorralado. El detective bajó las manos a la cintura y acarició el revolver. Deseó no tener que usarlo. Una silueta se dibujó detrás de él, ocultando el sol.

-¡Sargento Villalba! ¿Qué está haciendo? -reclamó la silueta.

-Es un enemigo boliviano que vino a robarse la bandera, mi teniente -contestó el viejito sin dejar de amenazar con el machete.

-Déjelo sargento. Ese hombre es un aliado. Yo respondo por él.

-No se confíe, mi teniente. Estos bolí son muy letrados.

-¡A discresión, sargento! ¡Puede retirarse!

-¡A su orden, mi teniente!

El viejito clavó el machete en el suelo y se cuadró ante el recién llegado con un golpe de sus tobillos desnudos. Luego recogió el arma y corrió agazapado hacia los fondos, como si avanzara en medio de las trincheras.

La silueta se acercó y entonces el detective pudo divisar sus rasgos. Era un hombre de unos treinta años, delgado, de aspecto rudo. Vestía un pantalón vaquero desteñido y una remera con los emblemas del Encuentro Nacional, solo que el sol multicolor estaba un poco tapado por las capas de barro rojo.

-Buenas tardes, señor -dijo, extendiendo la mano-. Yo soy Calaíto Espinoza, presidente de la Comisión Vecinal del Asentamiento Oñondivepá.

-Martín Olmedo, mucho gusto.

-¿El viejo le hizo algún daño? -preguntó.

-Por suerte no, pero si usted no llegaba a tiempo, a lo mejor iba a extrañar un poco a mi oreja izquierda.

-No crea. Al pobre viejo le faltan algunos tornillos, pero es incapaz de hacerle daño a una mosca.

-¿Cómo se llama?

-Crisanto Villalba. Es un Chacoré. Le dieron tres Cruces de Hierro por su heroísmo en el combate. Él cree que la guerra todavía no ha terminado. Hace sesenta años que sigue peleando.

-Es extraño -dijo el detective, como hablándose a sí mismo-. Tengo la impresión de haberlo conocido antes, en algún otro lugar.

-Puede ser. Él es de Cabeza de Agua, una compañía de Itapé, allá en el Guairá. Pero a lo mejor le está confundiendo con otra persona. La   —116→   verdad que todos los veteranos se parecen. Andan así, tirados y medio locos. Fueron a pelear y a dar su vida por defender a su patria, pero esta patria desagradecida no tiene un miserable lugar para ellos.

Martín lo vio parado al lado del mástil, recortado contra el sol del atardecer. El Pabellón Nacional flameaba con rabia, sacudiendo sus pliegues deshilachados hacia el horizonte. El viejito se aferraba al tronco de la bandera como si fuera el último asidero que le quedaba en el mundo.

-Anahí me dijo que usted quiere ver a Lacú, el tigrero. Yo creo que no debe tardar. ¿Por qué no vamos a conversar allá, bajo la sombra? -invitó Calaíto.

Al pasar frente a una de las chozas, Martín se fijó nuevamente en el enorme retrato del general Rodríguez.

-Parece que es muy popular entre ustedes -comentó.

-No se deje engañar por las apariencias. Es solo un recurso que usamos para frenar un poco a los milicos cuando vienen a desalojarnos. Durante la dictadura hacíamos una barrera con las mujeres y los niños. Poníamos en frente la bandera paraguaya, la foto del Tiranosaurio y un calendario de la Virgen de Caacupé. Después del golpe quemamos la foto del dictador y conseguimos el afiche de Rodríguez. Los milicos siempre dudan un poco antes de golpear a alguien que tiene la foto de su superior

-Pero ahora Rodríguez ya no es el presidente...

-Claro, pero el presidente que está ahora es un ingeniero civil nomás y a su foto nadie le hace caso. Por eso estamos tratando de conseguir del otro general, el que manda de verdad, pero todavía no hicieron afiche con su foto.

-No se preocupen. En poco tiempo más habrá fotografías de él hasta en las copas de los árboles.

-La verdad que ahora estamos arrepentidos de haber quemado la foto del Tira. Están diciendo que va a volver...

-Disculpe, ¿qué significa ese cartel: «Devuelvan la tierra mala vida»?

-Así se le dice a las miles de hectáreas que se tragaron los militares y los funcionarios de la dictadura con sus transfugueadas, sin pagar un solo guaraní. Es un término que usan mucho los obispos, los políticos de la oposición y esos especialistas que hablan en las radios. Nosotros les copiamos a ellos.

-¡Ah! Entonces está mal escrito. Ellos hablan de la «tierra mal habida», con hache y be larga. Así como está, significa otra cosa. Algo así   —117→   como «tierra prostituida».

-¿En serio? Bueno, pero la tierra que se va en poder de los bandidos es un poco también como las mujeres de mala vida, como las putas. ¿No?

El detective sonrió. Llegaron hasta la sombra del árbol, donde Anahí y Ña Filomena conversaban acerca de la organización del campamento. Se sentaron sobre los troncos y la gordita con trenzas les pasó el tereré. Un exquisito olor a mandioca frita llegaba desde el grupo donde las demás mujeres se hallaban cocinando.

-¿Cómo pueden cultivar si no tienen tierra? -preguntó Martín.

-Tenemos una chacra aquí, en la pequeña franja que hay entre el camino y la alambrada de la propiedad -explicó Calaíto-. Allí plantamos «mandioca» maíz, poroto, batata, andaí... cosas para comer solamente. Dicen que la Itaipú va a construir aquí una supercarretera. Los ingenieros ya vinieron tres veces a medir y nos dijeron que tenemos que irnos, porque o si no van a echar el asfalto sobre nuestras cabezas. O sea que nosotros estamos viviendo y plantando en medio de una ruta.

-Y de las tierras que les ha prometido el Gobierno... ¿No hay novedad?

-Hace un mes el ministro de Agricultura estuvo en Salto del Guairá. Fuimos hasta allá para hablar con él. Le contamos nuestro problema. «Tengan un poquito de paciencia», nos dijo. «La democracia no puede solucionar en un día los problemas de 35 años de dictadura». Más o menos lo mismo le dijo el presidente Rivarola a mi bisabuelo hace cien años, cuando le echaron de esas tierras que están al otro lado de la alambrada. Cuando eso eran propiedad de la Industrial Paraguaya. Mi bisabuelo se murió de paciencia. Mi abuelo y mi papá también. Yo no pienso hacerlo.

-Y entonces, ¿qué van a hacer?

-La semana próxima vamos a volver a recuperar nuestra tierra. Vamos a cortar la alambrada y vamos a entrar otra vez. Van a venir campesinos de otras ocupaciones a ayudarnos.

-Pero los militares vendrán a desalojarlos de nuevo...

-Sí, pero esta vez ya no vamos a salir por las buenas. Estamos hartos de promesas, cansados de ser pacientes. Mire nomás al sargento Crisanto Villalba. Se volvió loco peleando por su patria, ¿y para qué? Los empresarios gringos y los grandes manguruyuses se adueñaron de toda la tierra, mientras él no tiene adonde caerse muerto, no tiene tierra ni para   —118→   hacer bodoques. Imagínese, en este país el 2% de la población tiene la propiedad del 90% de las tierras cultivables. Los campesinos somos extranjeros en nuestra propia patria, compañero. Somos apenas sombras, fantasmas. Nosotros ya ni siquiera existimos.

-Pero... ¿acaso no han cambiado las cosas con la caída de la dictadura?

-Cambió sí, pero para los políticos, para los dirigentes, para los intelectuales. Muchos personajes que antes estaban a nuestro lado en las ocupaciones de tierra y en las manifestaciones de protesta, que ligaban con nosotros los mismos garrotes de la policía y a veces hasta eramos compañeros en el mismo calabozo o en la misma mesa de torturas, ahora ellos ocupan puestos en el Gobierno, en el Parlamento, en los municipios, se visten con trajes y lente oscuro, salen en los diarios y en la televisión, pero nosotros seguimos ligando los mismos garrotes, seguimos visitando las mismas cárceles, nuestras ollas siguen tan vacías como antes y nuestros hijos siguen sin tener escuelas ni hospitales.

-Quiere decir que si regresa el Tiranosaurio, ustedes no sentirían la diferencia.

-¡Ah no! -se indignó- ¡Eso sí que no! Eso sí lo tenemos muy claro, compañero. Nosotros preferimos morirnos de hambre en libertad y no en dictadura. Nosotros estamos con la democracia. El problema es que la democracia no está con nosotros.

Risas y voces llegaron de los alrededores. Varios hombres se acercaban caminando junto a la alambrada. Algunos tenían el torso desnudo y la piel perlada de sudor. Cargaban hachas, machetes y azadas. Uno de ellos traía un tapití muerto colgado de las orejas. La roja claridad del atardecer parecía un telón de fuego a sus espaldas y les otorgaba un aspecto espectral, como si en realidad fueran sólo sombras o fantasmas olvidados por algún dios indolente y desmemoriado.

-Ya están volviendo de la chacra -dijo Ña Filomena-. Seguramente Lacú viene con ellos.

Varios niños fueron corriendo hacia ellos, gritando «papá, papá». Entre sonrisas, abrazos y bromas, se fueron congregando alrededor de la enorme olla humeante donde cocinaban las mujeres. Un morocho enorme y musculoso metió la mano en el recipiente y quiso probar la comida, pero una de las cocineras le dio un fuerte golpe con una espátula de madera y el tipo aulló de dolor. Todos se echaron a reír. Martín pensó que resultaba bastante agradable ver a esa gente sufrida y pobre gozando con cosas tan   —119→   simples y cotidianas.

-Alla está Lacú -dijo Anahí-. Esperame un rato, voy a hablar.

La muchacha se acercó al grupo y saludó a varios de los campesinos, estrechándoles la mano. Luego se apartó con uno de ellos, llevándolo hacia la alambrada. A pesar de la distancia y de que la claridad se volvía cada vez más difusa, el detective pudo fijarse que se trataba de un hombre flaco, de facciones aindiadas, vestido con un pantalón de lona de color indefinido y una remera oscura. En la cabeza llevaba un extraño gorro hecho con la piel de algún animal silvestre.

Estuvieron conversando un largo rato. En realidad era la muchacha la que hablaba y el hombre de vez en cuando hacía algún gesto descuidado, como si no pareciera demasiado interesado en el asunto. Finalmente la chica sonrió, le dio una cariñosa palmada en la espalda, como una madre contenta de haber convencido al chico para que se tome la sopa. Después se acercaron al lugar donde el detective ya se había tomado más de medio centenar de mates de tereré.

-Lacú, él es el señor Martín Olmedo -dijo Anahí, presentándolos.

-Mucho gusto -respondió el detective, estrechándole la mano. Sintió la mirada dura del hombre, pero su rostro no reflejaba ningún signo de emoción.

-Lacú no está de acuerdo, pero ha aceptado llevarte hasta la Fazenda de Don Pablo sólo porque mi papá se lo pide -señaló la muchacha.

-Le agradezco mucho. ¿Por qué no está de acuerdo?

-Peligro mucho -dijo el tigrero-. Hombre de ciudad no podrá aguantar.

-Eso lo veremos. ¿A qué hora podemos salir?

-Medianoche. Madrugada mejor hora para cruzar alambrada.

-Perfecto.

El hombre hizo un leve movimiento afirmativo con la cabeza y se retiró en silencio hacia algún lugar del campamento.

-Es bastante conversador, ¿verdad? -comentó el detective.

-Todos los tigreros son así -explicó Calaíto-. Callados, solitarios, misteriosos. Viven metidos en el fondo del monte. Salen muy pocas veces para vender pieles, algo de miel silvestre y llevarse un poco de provistas. Pero también para ellos el mundo se está quedando cada vez más chico. Como los montes, como los tigres, ellos también son una especie en vías   —120→   de extinción.

-Bueno, basta de discursos -dijo Anahí, incorporándose-. Voy a refrescarme un rato al arroyo, antes de que oscurezca por completo. ¿Querés venir, Martín?

-Seguro.

-No tarden mucho. Vuelvan para cenar -les dijo Na Filomena.

El detective fue hasta la camioneta y recogió una toalla. Al regresar, se encontró con el viejito, que estaba disponiendo a los niños en formación frente al mástil de la bandera. Todos tenían caras muy serias, como si en verdad fueran los integrantes de un diminuto ejército harapiento. La gordita de trenzas sostenía en las manos un radiocasetero todo destartalado y amarrado con alambres.

-¡Pelotón... firmes! -gritó el viejito. Los niños se cuadraron como autómatas. Dos de ellos abandonaron la fila y se acercaron al mástil con gestos ceremoniosos.

Desenredaron el piolín y se quedaron esperando instrucciones.

-¡Cabo, empiece la ejecución! -ordenó el viejito.

La gordita de trenzas guerreó un rato para poder oprimir la tecla del play. El radiocasetero hizo un ruido de licuadora descompuesta y enseguida empezaron a oírse los alegres sones de una música tropical. A Martín le costó identificar los acordes del Himno Nacional, distorsionados por la versión cachaquera. Los dos niños dejaron deslizarse el piolín entre sus dedos y la ajada bandera tricolor comenzó a descender suavemente, acunada por la brisa tibia del atardecer. Los últimos resplandores del sol pintaban la escena con un mágico toque de irrealidad.



El bastón de tacuara golpeaba rítmicamente contra el piso de tierra, como los latidos de un inmenso corazón. La silueta del anciano subía y bajaba contra el fulgor de la fogata, estremecida en espasmos y convulsiones, al compás de la percusión. Su cuerpo escuálido, invadido por una inexplicable vitalidad juvenil, parecía cada vez más delgado y liviano, casi de humo, a punto de flotar y elevarse en el aire. Su voz gastada dejaba oír un canto gutural y monótono en guaraní, poblado de antiguas emociones y profecías.

Recostada contra la pared del galpón, Claudia asistía fascinada al espectáculo. A su lado, Willy sonreía y arrojaba de vez en cuando   —121→   puñados de hierbas secas al centro de la hoguera, avivando las llamas e impregnando el ambiente con un olor embriagante y dulzón.

-¿Qué es eso? -preguntó la muchacha, en un susurro.

-Son hojas de ñepirundy. Se usan para convocar la fuerza de los grandes guerreros.

-¿Este baile es también para eso?

-Es una danza para fortalecer el cuerpo y el espíritu. Se baila siempre antes de una gran batalla.

-¿Querés decir que habrá una pelea en el lugar a donde vamos a ir?

-En cierto modo, sí. Pero no te preocupes, vos vas a estar protegida.

-Decime, ¿vos también sabés bailar esta danza?

-Sí, claro. Aunque, en realidad, yo prefiero el techno en las discotecas.

La reportera no pudo evitar la risa. El anciano lo percibió y detuvo la danza. El indio que se parecía a un cuervo también paró el golpeteo del tacuapu.

-Vení -le dijo el viejo, tendiendo la mano hacia la muchacha.

Ella vaciló, sorprendida. Willy la empujó suavemente hacia el centro del galpón. El anciano hizo una seña al Cuervo y los latidos recomenzaron.

Tum... tum... tum...

Claudia sintió que las manos del viejo moldeaban su cuerpo y sus movimientos, y se dejó llevar. El ritmo entraba en sus venas, corría por su sangre. Vio su sombra proyectada por la luz de la hoguera contra la pared, moviéndose en el mismo estilo convulsivo con que lo hacía el anciano.

Tum... tum... tum...

Se sintió libre, segura, abierta. Tuvo la extraña idea de que alguien, hace mucho tiempo, ya le había enseñado a bailar esa extraña danza, pero que recién ahora lo estaba reconociendo. Su cuerpo se iba volviendo cada vez más leve, casi etéreo, como si en cualquier momento pudiera empezar a volar. La voz musical del anciano le iba transmitiendo historias y sueños en un idioma que ella no conocía pero que entendía perfectamente, porque no lo escuchaba con el oído sino con el corazón.

  —122→  

El arroyo brotaba desde la profundidad del bosque, se filtraba entre los hilos de la alambrada y atravesaba la carretera por debajo de un puente de madera con más agujeros que el Presupuesto General de Gastos de la Nación. Había una pequeña playa de arenas blancas en la orilla, en el mismo sitio donde el cauce hacía una curva y formaba un remanso de aguas profundas y oscuras. Las primeras sombras de la noche comenzaban a dibujarse bajo los arbustos, pero el cielo aún tenía un color azul intenso y la claridad parecía casi fosforescente. Las aves se empeñaban en cantar todas juntas, como si estuvieran compitiendo para una grabación de «Camino al éxito».

-¡Aaah! -exclamó Anahí con deleite al meter los pies descalzos en el agua-. ¡Que hermosura! Hace rato que estaba soñando con esto. ¿Venís?

-Es que... no traje short. -dijo el detective, sentado sobre un tronco en la orilla.

-¿Y para qué lo necesitás? -respondió la muchacha con una sonrisa. Se llevó las manos a la espalda y se desprendió el vestido. Martín sintió que su pulso se aceleraba al ver ese cuerpo joven y bello que se descubría con tanta naturalidad, como si fuera parte del entorno. Ella dobló el vestido con mucho cuidado y lo depositó sobre unas tablas que se usaban para lavar ropa. Luego se desprendió el sostén y se quitó las bragas. Las dejó en el mismo sitio. Su piel brillaba con un suave destello eléctrico en la penumbra. Avanzó unos pasos hasta que el agua le llegó casi a la altura de los muslos. Entonces dio un ágil salto de pantera y se sumergió por completo en la profundidad del remanso.

Martín la vio aparecer de nuevo varios metros más allá. Sacudió su larga cabellera mojada, lanzó una exclamación de placer y volvió a hundirse. Estuvo varios minutos jugando bajo el agua, mientras el detective sudaba y fumaba un cigarrillo tras otro.

-¿Qué, no pensás meterte? -preguntó por fin. Su voz tenía la misma suavidad de la brisa que acariciaba las hojas de los caraguatá.

-Un poquito más tarde.

-¿Qué te pasa? ¿Tenés vergüenza de desnudarte frente a mí?

-No sé. Es que... recién nos conocemos.

Ella se rió y su risa tuvo el mismo sonido del agua que golpeaba contra las piedras.

-Decime, ¿qué es lo que ustedes esconden detrás de la ropa?

-Nosotros... ¿quiénes?

  —123→  

-Ustedes, los paraguayos. Especialmente los hombres de la ciudad.

-¿Por qué cuando hablás de los que no son indios decís «los paraguayos»? ¿Acaso vos no naciste también en este país?

Ella se aproximó caminando hacia la parte más playa. Quedó sentada a poca distancia del detective, con el agua que la cubría hasta la altura de los senos. Martín sintió que su belleza salvaje le hería los ojos.

-Si vos decís «este país» y yo digo «este país», a lo mejor suena igual, pero los dos estamos hablando de algo muy diferente. Nosotros somos guaraníes. Antes de que ustedes marcaran las fronteras, nuestro pueblo vivía en un gran país que empezaba en las pampas del sur y llegaba hasta las islas del Caribe. Hoy todavía existen hermanos nuestros viviendo en Bolivia, en Brasil, en Argentina, en Uruguay, hasta en Colombia. Y para nosotros no son bolivianos, ni brasileños, ni argentinos, aunque tengan la cédula de nacionalidad de esos lugares. Son guaraníes. Son más compatriotas nuestros que los paraguayos que viven en nuestro mismo territorio, pero no saben ni por qué le cantamos a la luna cuando nace el maíz.

-Me impresiona tu erudición. Hablás casi como una antropóloga.

-Soy doctora en Antropología.

-¿Qué...? -el detective abrió la boca y el cigarrillo se le cayó al agua.

-Estudié seis años en la Universidad Católica de Sao Paulo. Mi hermano Willy es ingeniero civil.

-No entiendo. ¿Entonces qué carajo están haciendo aquí, en medio del monte? Vos podrías estar enseñando en una facultad o trabajando para uno de esos centros de investigación que les sacan plata a los europeos, inventando historias sobre el comunismo en las misiones jesuíticas.

-Hay dos razones. Una es por mi papá. Él no quiere irse de aquí, donde están sus raíces. Está peleando su última batalla para evitar que muera la memoria de nuestro pueblo y nos necesita a su lado.

-¿Y la otra razón?

Anahí sonrió y sus hoyuelos brillaron como dos luceros.

-En realidad soy feliz aquí.

-Hmm... Parece un buen motivo.

-Bueno, ¿te vas a meter o no al arroyo? -le arrojó un poco de agua con las manos.

  —124→  

-Si prometés que no me vas a mirar mientras me saco la ropa.

-Prometido.

Ella le dio las espaldas y él se sacó los mocasines, el pantalón, la camisa y finalmente el slip. Los dejó sobre la misma tabla y entró caminando hasta la parte más profunda. Se arrojó con un sólo impulso y nadó bajo el agua hasta sentir que le faltaba aire en los pulmones.

-¡Realmente es una delicia! -dijo, acercándose con grandes brazadas hasta el lugar donde estaba la muchacha.

-¿Viste? No entiendo por qué la gente se resiste a disfrutar de los placeres tan simples que nos brinda la naturaleza. Estuve varias veces en Asunción y me ha dolido en el alma ver que todos los arroyos están muertos y envenenados.

-Lo hacen para poder vender los jacuzzi.

-Mi padre dice que dañar a la tierra y a la naturaleza es dañar nuestro propio cuerpo y nuestro propio espíritu. Todos somos parte de la tierra. Ella es nuestra madre. Nos ha dado la vida y nos da la energía y el alimento que necesitamos para seguir viviendo.

-¿Nunca pensaste en fundar un movimiento ecologista?

-¡No te burles! -la muchacha tomó un puñado de lodo del fondo del arroyo y se lo arrojó al detective por la cabeza. Él se rió y se sumergió de nuevo para limpiarse.

-¿Ustedes no tienen vergüenza de andar desnudos? -preguntó Martín, acostándose sobre la arena y dejando que el agua lo cubriera hasta el cuello.

-Para nosotros todo el cuerpo es como la cara. Muestra lo que somos y lo que sentimos. Son los paí católicos los que vinieron a decirnos que eso es cosa del demonio. Entre los guaraníes no se conocía la prohibición ni la culpa.

-¿Qué otras costumbres tienen, que sean distintas a las nuestras?

-La libertad es el valor más grande para nuestro pueblo. Los niños los ancianos son sagrados y la comunidad se encarga de cuidarlos y protegerlos. A los niños se les enseña a ser libres y responsables desde chiquitos. Jamás se les maltrata o se les golpea.

-Todo lo contrario de lo que pensaba mi papá.

-Los caciques se eligen en asambleas de hombres y mujeres. Las mujeres tienen tanta autoridad como los hombres. La sexualidad es libre y la virginidad no tiene importancia alguna. Las mujeres también tienen el derecho de elegir al hombre que les gusta y de manifestarle abiertamente   —125→   sus deseos.

-¡Vaya! Conozco a algunas amigas feministas que se sentirían en el paraíso con ustedes.

La muchacha se incorporó y se acercó gateando sigilosamente hasta quedar muy próximo al detective. Tenía una sonrisa felina que hacia brillar sus blancos dientes en la oscuridad.

-Yo, por ejemplo -dijo, con voz susurrante y al mismo tiempo amenazadora-. He descubierto que me gustás mucho y he decidido hacerte el amor...

-¿Qué...?

-¡Ahora... en este momento!

Martín sintió que un escalofrío le recorría por todo el cuerpo. Quiso levantarse y correr pero sus brazos y sus piernas no le respondían.

-Esperá... no te apures... -balbuceó.

-¿Por qué? -preguntó ella, trepándose sobre él, aplastándolo contra la arena mojada.

-Porque... es que... así no se puede...

-¿Por qué no? -insistió ella, atrapándolo con su sensualidad, refregando su femineidad desnuda contra su piel ansiosa-. ¿Por qué no te puedo hacer lo mismo que le habrás hecho tantas veces a tantas otras mujeres?

-No... por favor... -gimió, en un último esfuerzo de racionalidad, pero sentía que ya era inútil. Su propio cuerpo estaba decidiendo otra cosa. El muy maldito estaba decidiendo traicionarlo y colaborar con el enemigo, con esa lengua viscosa y ardiente que se le metía en la boca y le estrujaba los dientes, para luego descender por su cuello, por su pecho erizado de cosquillas, por su vientre estremecido de placer, hasta llegar al centro de su masculinidad herida, humillada, entregada tan dócilmente en espasmos convulsivos que lo hacían chapotear en el agua, mientras sus ojos abiertos contemplaban el cielo que ahora sí empezaba a cubrirse de estrellas.



Anterior Indice Siguiente