Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

El viaje romántico de Fernán Caballero por Europa

Enrique Miralles García


Universidad de Barcelona



Un año después de la muerte de su segundo marido, el marqués de Arco Hermoso, ocurrida el 17 de marzo de 1835, Fernán Caballero decide emprender una viaje en compañía de su hermana Ángela por diversas ciudades europeas1, con el fin de visitar a su hermano, Juan Jacobo, que residía en Alemania (con el que, sin embargo, no llegó a reunirse), tener, posiblemente, un encuentro con Federico Cuthbert, a quien había conocido en El Puerto de Santa María y del que se había enamorado, o, simplemente, en un intento de superar su desconsuelo por la desgracia familiar, una buena medida terapéutica para su estado de ánimo, que necesitaba de distracción. La experiencia no fue vana, a tenor de lo que le aconseja, tiempo después, a Grandallana en una carta de ¿1845?, que pasaba por un trance similar, debido a la pérdida de una sobrina. El consejo que le da es que viaje a París, si no quiere sumirse en una depresión: «Vaya usted a París, arránquese usted de una postración que le es tan nociva a su físico como a su moral. No se entregue usted al dolor como vencido. [...] Yo quisiera que usted se fuese de aquí; usted, que es poco experto en penas, no sabe, como yo, a qué punto la variación de objetos, la ocupación del tiempo, la bulla y el ruido que nos marea en los viajes, contribuyen a dejar forzosamente esa inmovilidad y estanza en el dolor, que una persona racional, lejos de procurar como consuelo, debe evitar como un suicidio»2.

Los estudiosos de doña Cecilia que han abordado este capítulo de su vida detallan las circunstancias que rodearon el viaje -cronología, itinerario y diversas anécdotas-, las cuales me limitaré aquí a recordar, añadiendo algunas precisiones antes de entrar en la materia que me ocupa, la de sus repercusiones literarias3. Para la joven viuda esta salida al extranjero, aunque no fuera ni mucho menos nueva para ella, entrañaba una aventura, dado el temor, por no decir fobia, que tenía a los largos trayectos marítimos. A su cuñado Fermín de Iribarren Ortuño le confesaba, por ejemplo, en otra de sus cartas sus padecimientos nada más subir a un barco: «Te aseguro que si no fuese tan lejos me iba con Antonio [su marido] a su tranquila, sana y segura Australia donde no hay inundaciones pues apenas llueve, temblores de tierra, epidemias ni política! Pero tres meses de mar ¡!!! Me moría»4. Unos temores no infundados, por cuanto los había experimentado en su propia carne al embarcarse el 22 de junio de 1836 en el Manchester al destino europeo, pues el navío hubo de detenerse cerca aún de la costa durante dos días a causa de una fuerte tempestad:

«Apenas nos habíamos embarcado en la bahía de Cádiz cuando se desencadenó uno de esos furiosos levantes que son el azote de la Andalucía occidental, que aterran, que irritan y paralizan con su viento y abrasador empuje la marcha ordinaria de las cosas. Fue preciso renunciar no sólo a salir al mar, pero también a desembarcarnos.

Estar dos días presos en un barco parado, que se torna así en un pontón, sonriendo con la vista, casi acariciando con la mano las playas en que se hallan las personas que amamos, es por cierto moralmente el refinado tormento de Tántalo»5.



Al tercer día, después de pasar horas insufribles, el barco pudo continuar su rumbo hacia Londres: «¡El mar! Tiempo hubo en que le amaba, le sonreía, en él confiaba, porque no le conocía, puesto que sólo lo conoce y le comprende aquel que entre la vida y la muerte graduó su ira, su fuerza y su violencia, y yo no me había hallado en ese caso»6.

Los pasajeros contemplaron la costa del cabo de San Vicente, camino de Falmouth, después de hacer escala en Lisboa, detalle que omite la escritora, pero que hubo de darle ocasión para tomar algunas notas, de las cuales quedan las pequeñas descripciones que salpican La flor de las ruinas7, tal como sugiere Javier Herrero8. La primera visión de las costas inglesas, frente a la bahía de Falmouth, le provocan una fuerte impresión («cuanto se veía era admirable... »). Era un bello espectáculo, del que destaca, en su primera relación, el admirable breakwater (rompeolas) y el hermoso faro, el Eddystone Lighthouse. El barco prosiguió su viaje hasta Londres, en cuyo puerto recaló el día 6 de julio9.

No sabemos exactamente cuántos días permaneció Fernán Caballero en la capital inglesa, unos pocos, conjetura Milagros Fernández Poza10, los imprescindibles, a la vista de un comentario que hace Cecilia, al hablar de su siguiente etapa: «partimos con la misma prisa que habíamos llegado»11. Lo único cierto es que, a finales de julio o, a lo sumo, primeros de agosto se dirige, también por vía marítima, a Amberes12, según refiere en «Una excursión a Waterloo», surcando las aguas del Támesis, el mar del Norte y el río «Escalda (Escaut)», en un trayecto que duraría veintidós horas. De la ciudad holandesa sólo llama su atención la torre de la catedral, quedando embelesada no tanto del monumental edificio, cuanto de «la hermosa sonnerie [que la escritora traduce por “campaneo”] que entre esta mezcla de piedra y luz suena y se esparce». De allí se dirigen las viajeras en tren directamente a Bruselas, no a París, según se viene afirmando13, pues la misma Cecilia lo anota: «Omito por ahora pormenores sobre Amberes y sobre el lindo país que lo separa de Bruselas y que atraviesa el camino de hierro como vuela un pájaro por un vergel, y me apresuro a emprender mi peregrinación»14. Aprovecha esta tercera etapa para hacer una visita a Waterloo, distante «cinco leguas» de la capital belga, y sobre el cual se referirá en una segunda «relación».

El recorrido de ida llega a su término en Aquisgrán, ya en territorio prusiano: «Desde que se sale de Bélgica y se entra en Prusia parece que la Naturaleza se agranda y se ensancha». Curiosamente, renuncia a ofrecer una visión de la ciudad, para transmitir en su lugar a la destinataria de sus cartas las leyendas en torno a los nombres con que se la identificaba: Aquisgrán, Aix-la-Chapelle y Aachen. Al final del artículo, dedica unas palabras a la catedral con sus tesoros. Lo demás se obvia; basta con la simple mención de que «los alrededores de Aquisgrán o Aix-la-Chapelle son preciosos, así como las vistas que ofrecen».



Fruto literario tardío de este viaje, que califico de romántico, por estas capitales europeas son las tres relaciones, en forma epistolar, que llevan por título «El Eddistone», «Una excursión a Waterloo» y «Aquisgrán». «El Eddistone» apareció en el Semanario Pintoresco Español (n.º 52, 28 de diciembre de 1851, pp. 414-416)15; «Una excursión a Waterloo» en la Revista Literaria de Sevilla (t. III, 1857, pp. 733-740)16 y «Aquisgrán», en La Gaceta de Madrid (24 de octubre de 1857)17. Las tres se incorporaron al tomo XII de sus Obras Completas18.

Cada relación da comienzo con las precisas noticias del trayecto correspondiente del viaje hasta la llegada al lugar sobre el que se centra el texto. Doña Cecilia se vale de la fórmula epistolar, en carta dirigida «a su mejor amiga», que no es otra que su propia madre19, pero, aunque en su origen, se tratara de una mera correspondencia noticiosa y familiar circunscrita a una serie de datos con pocas connotaciones, que se preservan en la versión impresa junto con otros más confidenciales omitidos en esta, lo cierto es que a la hora de hacer público tales escritos, los focaliza sobre aquello que se presta a divagaciones literarias y exhibición de principios religiosos y morales, lo cual confirma la tesis de Javier Herrero, sobre que la escritora se valió de «multitud de esbozos, tipos, situaciones, descripciones, que han permanecido por años en las colecciones de pequeños ensayos que sus padres han recogido y guardado, y que ella usará cuando suene su hora literaria»20. Por ejemplo, el simple hecho de que quede oculta la identidad de la destinataria para obviar la comunicación familiar, o el uso de las marcas masculinas propias de ese desdoblamiento entre sujeto público y privado, que adopta la doble personalidad de Fernán Caballero/Cecilia Böhl de Faber a lo largo de su existencia literaria21. El emisor de las cartas, la firma de Fernán Caballero, se identifica como un hombre: «a mí mismo»; «señor», en la apelación que le dirige un interlocutor; «no soy anglómano»; «Me quedé suspenso, abstraído»; «al volver la cara a la derecha se queda uno involuntariamente parado»; «Yo me estremecía subido en aquel monumento». El lector de su tiempo que no supiese de su verdadero sexo, sin duda habría de sorprenderse ante una sensibilidad tan femenina, que aflora en todo momento, bajo la impostación masculina. Valga un ejemplo, la emoción de la partida: el barco leva el ancla «como se arranca del corazón de una madre que ve partir a su hijo, la última esperanza de retenerle» («Waterloo»), o cuando se aleja de Eddistone: «¡Pobres ojos de madre que la vieron al través de sus lágrimas! ¡Amor de nuestros padres, única áncora siempre segura en las borrascas de la vida!».

Como es típico en el género de literatura de viajes, tanto las descripciones como la serie de reflexiones con que nos regala la autora de los lugares seleccionados todas ellas aparecen impregnadas de una fuerte emoción que nos muestra la psicología y sensibilidad de un corazón todavía en plena juventud, y, lo que es más importante, se ajustan a una idiosincrasia romántica, de la que se había desprendido, cuando dio a la luz estos pequeños escritos, contemporáneos en su aparición al nuevo rumbo del realismo que fraguaba con sus novelas y otros relatos menores.

Los textos asumen un notorio componente de subjetivismo, con una carga de estallidos sentimentales, bajo signos exclamatorios, que asocian a su estado de ánimo presente unas vivencias generales de orden existencial: «lo extraño atrae, así como lo conocido retiene, haciendo este incesante y contrapuesto arrastre siempre vacilar al hombre para mostrarle su debilidad!»; «¡El mar! [...] sólo lo conoce y le comprende aquel que entre la vida y la muerte graduó su ira, su fuerza y su violencia [...] es un poder, es un insensato indomable déspota»; los pájaros, en Waterloo, «¡dulces e inofensivos seres que parecen haberse refugiado allí para formar el mayor y más bello contraste que nunca pudo crear la imaginación de un poeta!», etc., etc. Tal subjetivismo trasciende lo singular y personal y se universaliza con mensajes de factura artística que buscan una permanencia. Así, la emoción que le suscita el campaneo (sonnerie) de la torre de la catedral y otras iglesias de Amberes, transportándola a un pasado glorioso, cual éxtasis que la aleja de la realidad presente; o cuando asocia en Waterloo el eco de los cañonazos y el gemir de los agonizantes con el canto de los pájaros: «Estimular a derramar la sangre de nuestros semejantes por medio de la música y de la poesía, ese bello horror está reservado al hombre».

El mundo inanimado que contempla, disfruta, le impresiona y hasta le amedrenta a veces, se humaniza con caracteres antropomórficos: es el mar, «con su ira», «una cosa sin vida y sin inteligencia, pero con voz, con movimiento y con fuerza», «un déspota»; el paisaje entrevisto desde el barco lo divisa como algo «indefinido [...] que se oculta con su colina como una mujer con su diáfano velo»; un convento y un cuartel en la muralla que corona el cabo de San Vicente, «se parecen, el uno, un solitario monje, y el otro, un aislado centinela que inmóviles dejan pasar los barcos, diciendo el primero: "¡Quién os trajese a un buen puerto!" Exclamando el segundo: "¡Quién os siguiese en vuestros azares!"» La bahía de Falmouth se asemeja a dos brazos que abrigan los navíos, con dos manos que son «una fortaleza como una pistola, en la izquierda un faro como una linterna». Las orillas de las costas inglesas le resultan «presumidas e incitadoras, ya se nos acercaban en sus promontorios, ya se escondían en sus golfos». El faro es «consejero» y «guía de luz». El de Eddistone es «el ermitaño del mar» que despierta su imaginación: «no puedo menos de detenerme para inquirir qué hada enamorada de un marino lo trajo allí por los aires o qué encantador le hizo brotar del seno del mar para guardar en él a una princesa perseguida por los gnomos de la tierra». El levar del ancla lo compara a «como se arranca del corazón de una madre que ve partir a su hijo, la última esperanza de retenerle». El vapor sale del Támesis «como un toro del chiquero». Las olas del mar del Norte «son cortas, crespas y profusas como los cabellos de un negro». La torre de la catedral de Amberes «parece que las hadas encajeras de aquel país de los maravillosos encajes la han trabajado con hebras de cantería». Un árbol solo se murió entre los que poblaban el llano de Waterloo, el que dio sombra a Wellington cuando la batalla y su muerte: «es probable que cumplida su misión no quiso el árbol volver a cubrirse de hojas, sino morir con las que cobijaron al caudillo de la independencia de las naciones». Frente a esta abundancia de antropomorfismo en las dos primeras relaciones, la correspondiente a Aquisgrán carece, curiosamente, por completo de este recurso.

Otra nota distintiva de una perspectiva romántica la constituyen las leyendas que salpican el recuento viajero, género por el que doña Cecilia se sintió atraída durante toda su vida, como es bien sabido, lo mismo que el gusto por recopilar cuentos folklóricos, canciones, adivinanzas y demás manifestaciones populares, continuando la labor de su padre, don Nicolás. Doña Cecilia se enfundaba en la defensa de esta literatura popular como bastión de su lucha contra el racionalismo ilustrado, que nunca supo interpretar, según ella, «estos restos de cándidas épocas que pecan por exceso de fe [...] Estas leyendas tienen un hermoso fondo de fe y una intención siempre buena y moral». No le importaba, como a cualquier legendista, su falta de historicidad, ya que se ponían al servicio de otros objetivos. El recorrido por el territorio germano es el más apto para evocar la tradición legendaria: «Creeríase que la cercanía del Rhin con sus magnas ruinas y sus poéticas y viejas leyendas forma una atmósfera impregnada de emanaciones de cosas grandiosas pasadas, como la que se respira en una vasta biblioteca de libros antiguos». Y poco más adelante, en este mismo artículo sobre Aquisgrán, destaca entre los atributos de la ciudad «las leyendas populares, esas crónicas tradicionales, cuyos archivos al aire libre ni devora el incendio ni roe la polilla». Transcribe una cancioncilla popular «El soldado herido» y, dentro de la línea de la historiografía romántica, fantasea sobre el topónimo: el nombre de Aquisgrán se remonta a la época de «Pipino, el padre de Carlomagno, que mató a un dientes, llamado Granus, habitante de una gruta, el agua se llenó de sangre, pero el rey clavó la espada en tierra y la sangre desapareció. Otra tradición es sobre el nombre de Aachen: Carlomagno se enamoró de una mujer desconocida, esta muere, y él no se aparta de su cadáver. El obispo le arrebata un anillo de su boca y el rey no se aparta entonces del obispo. Este entierra el anillo en un lugar pantanoso y el rey no se mueve de allí, suspirando y exclamando: "¡ach! ¡ach!", origen del nombre. Entonces el obispo para santificar el lugar y distraer al rey quiso levantar una iglesia, pero la construcción se demora, y el diablo se propone al rey terminarla pronto, con una condición, que quería el alma del primero que entrara en la iglesia. Así fue, pero Carlomagno se las ingenió para que fuera una loba la que entrara. El diablo, enfadado le hizo al animal un agujero en el pecho y le arrancó el corazón».

El contacto con estas tierras lejanas propiciaba de esta forma el vuelo de la imaginación de la escritora hacia tiempos históricos. Ante el paisaje de las costas inglesas acierta a exclamar: «¡Cómo se desea pisar aquellos montes y valles que la distancia presenta silenciosos y desiertos como un país encantado! [...] Así crea nuestro instinto de lo bello la ilusión que derrama sus prestigios sobre todo como una luz mágica».

El faro de Eddistone adquiere, asimismo, una especial aureola en el ánimo de doña Cecilia por la «soledad y el aislamiento, que son su destino; la noche y el temporal que son su esfera; el perpetuo velar, que es su misión [...] la sublime virtud del amparo que simbolizan», una visión muy romántica que se completa con el adorno final: «dejemos a la tradición referir la crónica de Eddistone, que lo hará mejor que la seca y prosaica historia, que al presentar los hechos procede como al formar los árboles genealógicos: los despoja de su follaje y de sus flores, de su savia y de su perfume». La historia que recoge la futura novelista es la de un hombre que construye sobre la cresta de la roca una imponente torre, desafiando los poderes divinos, pero una noche, a punto de concluir su obra, una poderosa tormenta la anega y la hace desaparecer. Sobre ese mismo lugar se edificará más tarde el faro, que subsiste, porque «no profanó la santa obra una blasfemia».

Otro ejemplo más: los sonidos de la catedral de Amberes, «música autómata», «melodía sin alma», de trazos becquerianos, la transportan a un pasado y le conmueven, en el sentido azoriniano, porque la hermanan con «lo que otras generaciones oyeron [...] ¿Será lo extraño, lo nuevo, lo viejo, lo sonoro? [...] otros objetos agrupaban aquellos sonidos en torno mío. El conde de Egmont; Clara, su candorosa amada; el duque de Alba se me aparecían entre frescos floreros de Rubens».

Son, por consiguiente, tales materiales de naturaleza romántica los que darán a estas relaciones un sentido literario, que se sobrepone a la sucesión de datos geográficos, artísticos o históricos propios de cualquier diario o documentación viajera y que Fernán Caballero no elude, pero los reduce a la mínima expresión, simplemente para dejar constancia de lo más relevante de sus visitas: los dos monumentos que se erigen en conmemoración de la batalla de Waterloo, el más importante el de la pirámide de piedra, el plano imaginario de la batalla con la distribución de los ejércitos que el guía le expone; unas notas sueltas, impresionistas del bullicio callejero de Aquisgrán, y la descripción, ésta más detallada, de la catedral, con sus tesoros, reparando en los más llamativos y ahorrándose de catalogarlos, ya que estas noticias, sin interés literario, sólo le valían a su madre, la destinataria de la carta: «En un librito que llevo, y en el que están reproducidas y descritas, verás las demás alhajas que contiene el tesoro, sobresaliendo por su riqueza las regaladas por los reyes de España».

Waterloo y Aquisgrán son los destinos últimos de este viaje de Fernán, pero el lector, lo que descubre en su periplo no son tanto las peripecias internas, sino una aventura íntima, espiritual, a la luz de una disposición romántica que envuelve su mirada y la transporta a unas lejanías temporales, donde se fraguan las leyendas. La geografía se pone al servicio de unas vivencias en torno a dos figuras heroicas de la historia europea, pero contrapuestas en su atributos morales: Napoleón y Carlomagno, asociados a sendos lugares, Waterloo y Aquisgrán. El primero entraña la derrota del espíritu revolucionario a que condujo la Ilustración y el castigo al expansionismo militar de un gobernante megalómano: «¡Waterloo! No retumba la última sílaba de esta voz hueca y prolongadamente como la vibración solemne y gloriosa del postrer cañonazo que dio fin a la más osada e indebida usurpación de los tiempos modernos, cañonazo que afirmó el estandarte de la legítima libertad de las naciones, de la independencia de buena ley de los pueblos y de la paz europea?»; el segundo, por el contrario, es «aquel rey que con tan justo título denominó la historia El Magno [...] el bueno y gran Carlomagno», al que la escritora rinde ferviente tributo, y a través de él a los «sitios que amó», cuyos restos evocan «cándidas épocas que pecan por exceso de fe en nuestra triste era, en que esta primera de las virtudes religosas y esta principal prerrogativa de corazones sanos se ha casi extinguido»22.



Se desconoce la fecha exacta de la vuelta de doña Cecilia a su hogar, al igual que el itinerario preciso. Se sabe que ella y su hermana pasaron, a su regreso, por Amberes, y que la novelista luego se dirigió sola a Londres, mientras que Ángela quedó con su marido en Bruselas. Su estancia en París, durante este viaje, se presta a conjeturas, si fue a la ida o a la vuelta. De ella nos queda el testimonio de una cuarta relación, que, al parecer, se publicó en La Gaceta Literaria, en 1863, y reproduce A. López Argüello en su edición del Epistolario de Fernán Caballero23. La carta, a la que el editor titula, «El Cementerio de París», es una crónica, como las otras, de su visita a la capital francesa, y concretamente al Cementerio de Le Père La Chaise24. Difiere de las anteriores por carecer de la perspectiva romántica que he venido destacando, sujeta únicamente a una intencionalidad religiosa sobre la fugacidad de la vida y deseos de vanagloria. Repara, en este sentido, en las tumbas de orden más monumental, pues el camposanto «no es [...] propiamente lo que llamamos cementerio, sino el dominio de las artes con destino al recuerdo de los méritos, glorias y hechos de los que allí yacen», un culto que le parece mundano, cuando debía ser «el humilladero de la soberbia del hombre». Allí reposan hombres ilustres, aristócratas, militares y escritores, en «fastuosos monumentos», que recuerdan la vida, en lugar de «recordar la muerte y sólo la muerte». Fernán Caballero no se conmueve ante tanta suntuosidad, porque representa el triunfo de las vanidades humanas, exentas de un sentido espíritu religioso.

Doña Cecilia permaneció en Londres «desde la segunda mitad de agosto, o primeros de septiembre, hasta noviembre en que se embarca rumbo a España». En la capital inglesa reanudó su idilio con Federico Cuthbert, hasta que rompió con él por causas desconocidas25. En ese ínterin, la enfermedad de su padre se había agravado, produciéndose su muerte el 9 de noviembre en Puerto de Santa María, pocos días antes de la llegada de su hija, que no pudo, por lo tanto, asistir al fallecimiento26. La desolación que le provocó esta desgracia, añadida al hecho de la ruptura con Cuthbert y el no haber acompañado a su progenitor en sus últimos instantes, hizo que posteriormente no conservara un buen recuerdo de este viaje por ciudades europeas, tal como se desprende del testimonio de una carta que dirige a Juan Guerrero de Escalante Ruiz-Dávalos el 18 de marzo ¿de 1837?:

«No quiero hablarte de mi viaje; me parece he estado en un brillante y móvil panorama. No sé si habré estado con la boca abierta como semilugareña; lo que sí sé es que de todas aquellas cosas admirables, ninguna habló a mi corazón, y que, cual el chevalier Bouflers, me dije:


      Fort satisfait d'ajouter
A l'honneur de vour avoir vu
Le plaisir de vous quitter



Y añade:

«Como recuerdos que no borra el tiempo, quedan en mi memoria el campo de Waterloo, con su gigantesco monumento, sólido, noble y señor, como la nación que lo erigió. Saint-Paul, que es la iglesia más pobre y el más rico y soberbio panteón del mundo. Westmister Abbey, con su tesoro de cadáveres reales y de siglos. La Ópera de París, bulliciosa, brillante, mágica, con su gas, sus flores, sus pirouettes, tipo del genio de su país; ¿pero cómo referirte en pocas palabras las cosas que he visto, las impresiones que he recibido? La más dulce fué al volver a las costas de España. ¡Cuán ajeno estaba mi corazón, que latía de placer, que iba a recibir la herida, la más cruel que podía ya hacerle la suerte, y que vendrían mis cortos goces a expirar junto a un sepulcro, como el último rayo del sol se pierde en la noche!»27







 
Indice