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ArribaAbajoCapítulo XVI

Los reincidentes


El visitador ha de considerar la reincidencia bajo el punto de vista moral, que no es siempre idéntico al legal. Hay malvados cuyas maldades son legales, o que han ocultado las que persigue la ley, y se presentan como el que la infringe por primera vez, aunque en realidad sean reincidentes, y muchos que en calidad de tales se juzgan y se penan, o delinquieron en circunstancias que atenúan su culpa, o moralmente no la han cometido y fueron perseguidos por desobedecer lo que no se debía mandar. Las legislaciones de todos los países, aun de los más adelantados, no sólo mandan a veces cuando debían abstenerse, sino que en muchos casos ordenan lo contrario de lo que en justicia procedía disponer. Si a los errores de la ley en algunos casos, y de los jueces que la aplican, se añaden las iniquidades de la mayoría de las prisiones,19 y si la injusticia es uno de los medios más poderosos para hacer injustos, y la corrupción para corromper, resultará exacto lo que alguno ha dicho: que las prisiones son fábricas de reincidencia.

Hay, pues, que considerar cuatro clases de reincidentes:

  • Los que el tribunal no calificó de tales, y lo son en realidad, moralmente considerados;
  • Los que han reincidido en culpa grave y con voluntad perversa, condenados a la vez por la moral y por la ley;
  • Los que han repetido acciones que no debían penarse, y son reincidentes legales pero no morales;
  • Los que han repetido hechos punibles, pero menos por culpa suya que por circunstancias exteriores del medio social, y de la injusticia al imponer la pena, y sobre todo al aplicarla.

Los de las dos últimas clases podrían llamarse reincidentes artificiales.

Convendrá que en el visitador no influya la preocupación vulgar de que los reincidentes han llegado todos al último grado de depravación y son absolutamente incorregibles: los hay, en efecto, de grande obstinación en el mal, pero otros son mejores que muchos penados por primera vez.

Los que hemos calificado de reincidentes morales nos parecen los más difíciles de corregir; en paz por mucho tiempo con el mundo y con la ley, no ha reaccionado sobre ellos el contraste de su mal proceder con la benevolencia de que eran objeto; no los había perseguido el descrédito, ni rebajado la ignominia, ni depravado la infamia, ni desesperado el dolor, y en medio de circunstancias tan favorables para la enmienda, no escucharon voces interiores más que para pedirle a la hipocresía medios de lograr la impunidad.

La prisión supone un gran fracaso, que es tal vez la única brecha por donde se puede penetrar en estos espíritus calculadores a quienes por primera vez no ha salido bien el hacer mal. Probablemente se acusan de imprevisión, de torpeza, de negligencia, de haber confiado o desconfiado de quien no debían, y hacen, en vez de examen de conciencia, examen de inteligencia y el propósito de emplearla mejor para hacer daño sin recibirlo.

Sobre este punto vulnerable podrán dirigirse los ataques a su obstinación reprobada; la hipocresía, que no fue armadura impenetrable, no será en adelante recurso eficaz, ni aun posible, una vez arrancado el disfraz con que se encubría; ellos, que eran amigos del sosiego, ya no tienen más camino para la paz que la enmienda. El puro cálculo (o mejor diríamos impuro, en este caso como en otros) no bastará tal vez, y aun podría ser del todo ineficaz; además, no hay nada tan incalculable como los giros del espíritu, y los propósitos y los procederes del calculador exclusivo: ofrece gran dificultad seguirle en el laberinto que él sin saberlo ha formado; pero es preciso hacerle comprender que no saldrá probablemente sin el auxilio de algún principio recto.

Cuando decimos calculador exclusivo, no entendemos absoluto; el reincidente moral, cuya hipocresía se burló por mucho tiempo de la ley, puede someter sus procederes al cálculo sin que todo su espíritu esté sometido a él: como se ven avaros generosos para alguna cosa, también puede haber calculadores culpables, que reciban modificaciones bienhechoras, de afectos, de ideas y de creencias; hay que ver si con estos auxiliares se puede conseguir que no persevere en el mal quien tiene gran confianza en la dirección del interés bien entendido.

Esta dirección se parece a la que se imprime con un timón de materia frágil y forma imperfecta; puede bastar en aguas tranquilas, pero le rompe el oleaje, quedando la nave sin gobierno; en la medida que apremian las pasiones, los dolores, las injusticias, las contrariedades, crece el peligro de no entender bien el interés; de modo que puede considerársele como un guía que, si no es siempre falaz, falta cuando más se necesita; todo esto, o lo más que se pueda, convendría hacer comprender al reincidente moral.

Entre los reincidentes que a la vez condenó la moral y la ley, muchos, en nuestra opinión la mayor parte, no hubieran reincidido sin el contagio de las prisiones, el anatema de la opinión, las dificultades de vivir honradamente y la identidad o analogía de las circunstancias en que se vieron al recobrar la libertad con aquellas en que consumaron el delito. Si la prisión es depravadora, el visitador no puede suprimir este elemento, pero puede neutralizarlo con su influencia moral o intelectual, con el apoyo que preste el recluso y el mayor que le prometa cuando deje de serlo, procurando que al salir se halle en condiciones diferentes, opuestas si es posible, de cuando entró.

Entre los reincidentes artificiales, víctimas de leyes injustas o del modo de aplicarlas, hay un gran número cuya enmienda parece fácil si se juzga por lo leve de la culpa, y aun por no haber cometido acción que en justicia debiera ser penada, y que, no obstante, pueden ser de los más obstinados en el mal.

Los llamados delitos políticos, religiosos y militares llevan a la prisión hombres que no deberían estar en ella, pero incapaces muchos de resistir sus malas influencias, se desesperan o se abaten, y se hacen viciosos o perversos. Legisladores ciegos, leyes impías que suponen a los hombres moralmente invulnerables, y no saben o proceden como si no lo supiesen, que en muchos, en muchísimos, el equilibrio es inestable, y que a veces basta un leve peso para inclinar la balanza del lado del mal; ese peso, y no leve, le arrojan en forma de pena impuesta y prisiones depravadoras, donde se entra honrado y se sale vicioso o delincuente, que es el atentado mayor que puede cometerse en nombre de la justicia y contra ella.

De estos reincidentes, los hay que, con ajeno auxilio, se vuelven hacia las ideas y sentimientos que tenían antes de ser víctimas de la fuerza, pero hay otros muy difíciles de modificar; quedan aplanados, y no hay sujeto, o exasperados, y el sujeto no escucha más que la voz del odio y la venganza. Si la pena ha durado poco, podrá no haber impreso carácter; pero si se prolonga, error sería juzgar que la enmienda sea fácil porque la culpa fue leve o no hubo culpa; son a veces irreparables los estragos que hace la prisión en los que no deberían estar en ella.

Con los penados por delitos de contrabando sucede algo parecido; el atentado legal no suele ser tan grande, pero siempre es mucha la injusticia, que aun resalta mayor porque los contrabandistas de categoría, los que realizan más pingües ganancias, lo hacen impunemente, y tienen para correr los riesgos del negocio lo que podría llamarse carne de tribunal, que compran barata y sacrifican sin misericordia. Este conjunto de injusticias debe hacer verdaderos estragos en la moral de hombres, rudos por lo común, y que no ven en su condena más que un caso de fuerza mayor; no será fácil hacerles comprender que las leyes obligan en conciencia cuando no mandan nada contra la conciencia, y que es un mal cálculo el de los contrabandistas que van a presidio para enriquecer a los que disfrutan en su casa comodidad e impunidad, o en competencia con los que tienen de su parte la fuerza pública, que ellos tuvieron enfrente.20

Si estos delincuentes reinciden en el mismo delito por que se les penó la primera vez, no dejarán de ser honrados; pero lo temible y frecuente es que la injusticia, el contagio, el dolor y la ignominia irriten, desesperen y desmoralicen de modo que se encenaguen en el vicio ose lancen al delito los que no eran culpables ni viciosos; en este caso los antecedentes son una acusación terrible contra la ley, pero no una esperanza de hallar facilidades para la enmienda.

Cuando el visitador se encuentra con reincidentes de embriaguez una, veinte, cien veces,21 ¿qué hará? Emplear su influencia, si la tiene, o interesar a quien pueda influir en la legislación para que estos penados vayan a un establecimiento especial, y no a presidio. Se hallará la máxima dificultad si el delito y el vicio no sólo coinciden, sino que forman un todo al parecer homogéneo, y se compenetran de manera que no se pueda influir en uno sin modificar el otro.

Respecto a los reincidentes pertinaces, pensamos lo mismo que escribíamos al Congreso penitenciario internacional de San Petersburgo:

«El vicio: he aquí la nota saliente, si no la característica, de los que repetidamente reinciden. Hay viciosos que no son criminales, y criminales que no son viciosos, pero es raro que no lo sean los reincidentes pertinaces, y su delito, afine al vicio o confundido con él, toma su carácter de obstinación y tiende a hacerse crónico. Todos sabemos cuán difícil es que se corrija un vicioso, aun en las circunstancias más favorables por su posición social, instrucción, aprecio público, sea o no merecido, medios de satisfacer gustos y aficiones que puedan neutralizar y aun sobreponerse a sus tendencias y gustos depravados, amor que inspira y debe tener a las personas que deshonra y aflige, y, en, fin, recibiendo toda clase de influencias para que un hombre no se deje dominar por un apetito desordenado. Con todos estos elementos de triunfo, el vicioso es casi siempre vencido; era posible, y tal vez fácil, que no hubiera caído, pero es muy difícil que se levante.

»Esto, que todo el mundo sabe, demuestra la dificultad de corregir al delincuente vicioso cuando el vicio entra como concausa poderosa, principal tal vez, de su delito, y éste participa de la tenacidad persistente en satisfacer gustos depravados. Además, ciertos sentimientos profundos, esenciales a la humanidad, de simpatía y compasión, la repugnancia o el horror que inspiran los grandes e irreparables males, y que son un dique para el crimen, no contienen el vicio, ni el delito afine a él. Ni la conciencia pública ni la del delincuente se sublevan contra el hecho de pedir limosna, vagabundear, contravenir a la orden de residir en este o el otro lugar, introducir una mercancía sin pagar derechos, cometer hurtos, etc., etc.; de modo que el delito leve, afine al vicio, no tiene tampoco el freno del horror que inspira, y puede con mayor facilidad convertirse en estado permanente».

Esta nos parece la triste realidad, que no hemos querido dejar de comunicar al visitador falto de experiencia, para que no se sorprenda y se desanime, y aun sea inducido a error, suponiendo que si no puede influir para el bien en los que han cometido delitos leves, menos influirá en grandes delincuentes. Cuando éstos no son viciosos, y, aparte de algunos monstruos excepcionales, el delito grave, como más preternatural, se connaturaliza con más dificultad en el hombre para convertirse en estado permanente, de donde, a nuestro parecer, se deduce que el visitador no debe esperar mucho siempre que el delito sea leve, ni desesperar porque sea grave.

¿Hasta qué punto el reincidente se ha connaturalizado con el delito? No es posible saberlo si para corregirle no se han empleado todos los medios adecuados, lo cual sucederá por excepción rara; porque, aun suponiendo que así se hiciera en la penitenciaría, al salir de ella puede haberse hallado en circunstancias propias para que no perseverase en el bien. Por regla general, muy general, considerando las prisiones, las leyes y las sociedades de todo el mundo, hay o puede haber una gran complicidad social en la reincidencia; apartándola o disminuyéndola, es probable que el reincidente se corrija, y de ningún modo debe admitirse que el hecho de no haberse corregido pruebe que sea incorregible; el visitador, bajo la fe de los jueces, no puede imponerle esta perpetua cadena moral.

Y de que un hombre no se enmiende en el concepto legal de la palabra, ¿puede concluirse que no se modifique en sentido del bien? No lo creemos, y antes nos parece que, salvo excepciones, el visitador caritativo y perseverante puede estar seguro de que su influencia será mayor o menor, pero nunca nula; que si no corregido, por lo menos mejorado quedará el preso que visite, y tendrá el consuelo de decir: «Ese hombre no es bueno, pero no es tan malo como era antes de que yo le visitase». Al que le parezca la ventaja nula y el consuelo vano, no entiende las ventajas y los consuelos como los entendemos.




ArribaAbajoCapítulo XVII

Los condenados a penas perpetuas


Se dice extinguir una pena porque, en efecto, se va extinguiendo hora por hora, día por día, hasta que llega al de la libertad del penado; pero hay algunos cuya pena es inextinguible, porque no acaba sino con la vida, y se llama perpetua. Los que la sufren, ¿estarán desesperados? Así lo supondrán tal vez los que no tengan experiencia o no hayan reflexionado bastante.

En lo espiritual, como en lo material, el hombre tiene un gran poder de adaptación, que sin ir a la penitenciaría puede observarse en personas cuya situación parece la más propia para desesperarlas, y, no obstante, no se desesperan y se resignan, y hasta tienen sus goces.

Lo más parecido a la reclusión penal, es la impuesta por la enfermedad; no tiene la amargura punzante de ser obra del que la sufre, e imposición forzosa de los hombres; pero en cambio suele ir acompañada de dolores o de imposibilidad que el condenado a pena perpetua no tiene o puede no tener. Paralíticos, imposibilitados, valetudinarios por vejez o por enfermedad, en general, no sólo se resignan, sino que, cuando el dolor no los mortifica, tienen sus entretenimientos, sus satisfacciones y sus goces. ¿Cómo un joven fuerte y activo comprenderá la resignación del viejo que no puede moverse de una silla? Y no obstante, el viejo se resigna y aun se distrae, goza, y, lo que parece imposible y en algunos casos es cierto tiene una igualdad de ánimo, una calma, una placidez de espíritu, es más dichoso, en fin, que algún joven que le compadece y dice que se pegaría un tiro si se viera reducido a semejante estado.

Debe tenerse además en cuenta que los condenados a penas perpetuas son por lo común grandes criminales, poco sensibles por consiguiente, y algo de la dureza que han tenido para los demás parecen conservar para sí, con un modo de ser que arrastra las consecuencias del mal que han hecho.

Nada tiene, pues, de preternatural, sino de muy conforme a la naturaleza humana, que los condenados a penas perpetuas se adapten, sin desesperarse, a una situación que a primera vista parece desesperada. Cuando están solos o mal acompañados, y no tienen en sí poderosos recursos psíquicos, esta adaptación no es más que el instinto de la vida, que se agarra, a ella sea como fuere, y no hay que equivocarla con la resignación, con la conformidad por motivos razonados o sentidos, que no son el impulso del instinto o la lasitud del cansancio.

Elevar la adaptación o resignación, tal debe ser el objeto del visitador en todos los casos, pero muy principalmente en aquellos en que la esperanza es muy vaga o no existe, y el porvenir no aparece más que como una continuación del presente desdichado.

Para convertir en resignación la adaptación no se ha de prescindir de los elementos de ésta, sino, por el contrario, aprovecharlos cuidadosamente. Al tratar de ejercer influencia sobre un hombre no debe hacerse caso omiso de ninguna de las fuerzas que hay en él, sea para emplearlas como auxiliares o para combatirlas como enemigas; así, pues, el instinto de la vida y el de huir del dolor serán dos puntos de apoyo seguros, y que sólo por excepción faltan en los suicidas o los locos furiosos.

Los sistemas penitenciarios, los reglamentos de las prisiones, las personas caritativas que los visitan, se proponen influir en el ánimo del penado y perfeccionarle como trabajador, para que, al recobrar la libertad, tenga medios y deseo de vivir honradamente. Y respecto al que está para siempre recluido, ¿qué fin puede proponerse el sistema penitenciario, el reglamento de la prisión y quien por caridad la visita? Este fin variará mucho, según las creencias que cada uno tuviere o la falta de ellas.

El recluido para siempre que cree en otra vida, puede y debe prepararse en ésta; la pena es el castigo merecido, la debida expiación que, sufrida con ánimo resignado, alcanzará el perdón, y después de una existencia culpable, desdichada y perecedera, llegará a la que no perece, y donde no hay pecados ni penas. El que tenga esta fe tendrá esperanza, un fin en esta vida, prepararse para la otra, y podrá repetir de corazón:


«¿Qué importan las puertas
Con llave y cerrojos,
Si ven nuestros ojos
Las del cielo abiertas?»



Entre las mujeres, aun tan criminales como suelen serlo las penadas perpetuamente, no es raro que se conserven las creencias religiosas, pero serán menos frecuentes y más tibias en los hombres que han cometido grandes crímenes; si no son enteramente descreídos, suelen tener una fe vaga, una esperanza confusa, y tal vez una e miedo si ven de cerca la muerte; pero mientras gozan de la plenitud de la vida no piensan en la otra, por regla general, que tendrá sin duda excepciones. Tal como sea en grado y forma la creencia en otra vida, puede auxiliar para que se resignen en ésta los condenados a prisión perpetua; decimos puede, porque no siempre es así en realidad; se ven personas creyentes desesperadas y suicidas que se encomiendan a Dios antes de morir; sin llegar a estos extremos, podemos observar que la realidad del presente se impone, y quiere vivir aquí quien espera ver en otro mundo al ser que amó con pasión en éste, y muriendo hizo imposible toda felicidad; el penado que, como ser moralmente débil, se impresiona mucho del hoy y poco del mañana, verá más confusas las perspectivas de ultratumba.

Aun prescindiendo de otra vida, el penado comprenderá que, para hacer menos triste ésta, le conviene resignarse, a la prisión perpetua, porque la rebeldía no lograría más que hacerla más dura, si se muestra sumiso y trabaja lo que sabe y aprende lo que puede; si es, en una palabra, lo que se llama buen preso, puede contar con la benevolencia de los que le custodian y con dulcificar las amarguras de su triste suerte; el visitador le auxiliará moral, intelectual y materialmente en cuanto lo consientan los reglamentos.

Aunque se prescinda de una vida futura y de lo que sufre en ésta el condenado a pena perpetua, no es indiferente para la sociedad que esté resignado o se desespere, que sea un trabajador pacífico y útil o una carga revoltosa, que de mal ejemplo y tal vez que sacrifique a algún empleado con el seguro de la impunidad de quien no tiene nada que temer.

El trabajo debe procurarse que sea lo más absorbente posible de las facultades mentales porque, cuando en este sentido es intenso, tiene algo de común con el sueño, y trabajar, como dormir, es olvidar; que olvide cuanto le sea dado el que no puede refugiarse ni en el recuerdo ni en la esperanza. Entiéndase que trabajo absorbente no quiere decir abrumador, sustitución hipócrita de la pena de muerte, más cruel que ella y que multiplica los tormentos y los verdugos.

El visitador no experimentado supondrá tal vez que los condenados a prisión perpetua llevan en la pena su clasificación y que, aun cuando sus crímenes varíen, su maldad es equivalente; tal suposición, si la hiciere, no sería exacta. De que la pena de muerte se ha abolido en algunos países, se impone pocas veces y se ejecuta menos en otros, resulta que sufren condenas perpetuas, lo mismo los condenados a pena capital, que los que anteriormente lo habían sido a la inmediata, y que se encuentran legalmente confundidas las moralidades más diversas, desde el hombre honrado a quien el feroz código militar condenó a cadena perpetua, hasta el monstruo que obtuvo indulto, o no le necesitó por falta de prueba, o por cualquiera otra razón o motivo.

Entre los condenados a penas perpetuas, el visitador tendrá que corregir la clasificación legal y hacer una moral; si hay entre ellos penados por delitos militares y políticos, es posible que encuentre hombres esencialmente honrados; y aunque de esta clase no los hubiere, siempre hallará:

  • Delincuentes que conservan sentimientos humanos;
  • Criminales empedernidos poco accesibles a las benéficas influencias;
  • Y verdaderos monstruos, respecto de los cuales, si no siempre una verdad, es siempre un consuelo el pensar que están locos.

Suelen pertenecer a esta última clase aquellos cuya crueldad ha sido excitada o acompañada por la lujuria; el visitador que logre modificarlos algo en sentido del bien, grande y difícil obra llevará a cabo.

Con personas que ya no pueden hacer mal en el mundo, si no intentan hacerlo en la prisión, ¿deben suavizarse algo los rigores de la disciplina? Creemos que sí.

En una prisión de mujeres se mandó un día a las penadas despejar el patio; la orden se cumplía, como todas, con más ruido que prisa, pero se cumplía al fin, menos por unas cuantas presas que, o no se movían, o lo hacían tan lentamente que, sin resistir, no parecían muy dispuestas a obedecer, sin que nadie las inquietase. «¿Y aquéllas?» - dijimos, señalando al grupo y dirigiéndonos a una celadora22 de las que con lenguaje menos correcto y ademanes correspondientes había amenazado más a las morosas. - «Aquellas - contestó - son las de cadena perpetua». Y no dijo más, y fue bastante.

Es de suponer y de desear que la Administración no sea más dura que una mujer delincuente.




ArribaAbajoCapítulo XVIII

Las mujeres


Este capítulo será más breve de lo que tal vez alguno suponga que debiera ser; pero lo que hemos dicho respecto al hombre penado nos parece aplicable a la mujer, teniendo por un error, en la prisión como fuera de ella, establecer entre el espíritu del hombre y el de la mujer diferencias esenciales, cuando las que existen (en los casos en que existen) son, no de calidad, sino de cantidad.

Se dice y se repite que, cuando una mujer llega a ser criminal, es peor que ningún hombre; no es cierto, porque ninguna supera en maldad a los grandes malvados, y es muy rara la que llega hasta donde van muchos de ellos. Lo que hay es que en el juicio influye la impresión; y como es peor la que produce una mujer que un hombre sanguinario, apreciamos el grado de maldad por el horror que inspira. Hay en las prisiones mujeres que han cometido grandes crímenes, pero, en general, la mujer infringe mucho menos las leyes, no tan gravemente como el hombre, y reincide con menor frecuencia.

Las costumbres, las leyes, el género de vida, la naturaleza misma, concentran en la familia la vida de la mujer, y como es consiguiente, donde vivo peca o merece; sus virtudes son domésticas, y con frecuencia sus grandes crímenes también; esta circunstancia puede contribuir a que aparezcan más graves sin que lo sean en realidad. Por una mujer que mata a su marido, hay muchas que el marido asesina; así, pues, la mujer criminal podrá ser más repulsiva, pero no peor que el hombre, y al juzgarla no debemos añadir a la monstruosidad del crimen la del sexo.

Tratándose de delitos graves, y en igualdad de circunstancias, y aun en las más desventajosas, la mujer reincide menos que el hombre; y si en ella el delito es más preternatural, la enmienda parece que no ha de ser tan dificultosa, y no, lo sería por lo común si se empleasen medios adecuados para conseguirla.

Uno de estos medios ¿quién lo ignora? es la religión, que tiene en la mujer mucha más influencia que en el hombre, pero cuyo poder no hay que exagerar, porque religiosa era cuando delinquió, y sin dejar de serlo podrá volver a delinquir. La religión puede tener raíces profundas, tan profundas que lleguen a lo más hondo del alma, y ser impotente para vencer la mala tentación; la mayor parte de las pecadoras, y aun de las grandes pecadoras, no son impías, al menos con impiedad persistente, y ni dejan de creer, ni dejan de pecar.

Conviene tenerlo presente para no hacerse la ilusión de que una delincuente está regenerada porque confiese su culpa, porque la llore, porque se encomiende a Dios y sea asidua a las prácticas religiosas y devota ferviente; aunque su arrepentimiento sea sincero, su enmienda no es segura.

La mujer es más religiosa, más dócil, más sufrida, más sensible, más impresionable, más tímida y más susceptible de ser influida por la opinión o por otra energía mayor que la suya; así es en general, sin que por eso deje de haber casos en que el hombre la supere en una o muchas de estas cualidades.

Tenemos por un error la división espiritual esencial de los sexos; pero la mayor energía de ciertos elementos puede establecer preponderancias que se deberán apreciar como auxiliares o como obstáculos.

La religión no debe degenerar en fanatismo supersticioso, iracundo, falseador de la moral que por amor de Dios odia a los que le invocan de otro modo; amor que inspira odio no es verdadero, ni los grandes pecados se borran con palabras, ni las virtudes se suplen con ceremonias.

La resignación, tan necesaria, tan sublime, no debe degenerar en apatía, incapaz de reacción contra el sufrimiento para buscar el posible remedio.

La docilidad no ha de ser ciego servilismo, sino razonable obediencia.

La sensibilidad ha de procurar equilibrarse con la razón, con el trabajo, con distracciones adecuadas, para que no se convierta en movimiento perturbador o acceso patológico.

La timidez no ha de ser aquella cobardía que hace ridículos o impotentes para el bien cuando halla alguna resistencia.

La impresionabilidad no ha de convertirse en veleidosa inconstancia, que, como una veleta, da vueltas a impulso del acontecimiento próspero o adverso, del consejo bueno o malo.

El debido respeto a la opinión justa ha ser freno que contenga, no dogal que ahogue. Cuando facilita la culpa, dificulta la enmienda o no cree en ella, el arrepentido tiene derecho a despreciar la opinión, a acusarla y, hasta donde sus fuerzas alcancen, a combatirla.

Las mujeres tienen en más alto grado cualidades que las hacen accesibles al buen consejo, a la buena dirección; pero a veces dirección y consejo se encuentran en una especie de vacío moral, en que la voz no suena ni la fuerza halla punto de apoyo. Los delincuentes son temidos o despreciados; las mujeres, en general, pertenecen a esta última categoría, solamente que por razón (es decir, por motivo) de su sexo inspiran mayor desprecio: este desprecio las abate, las abruma, a veces las aniquila, inoculándose de modo que llegan a despreciarse a sí mismas; y si no son prostitutas, pueden considerarse como tales para la enmienda por su abyección y falta de resorte moral. Estas mujeres, que verdaderamente carecen de sexo porque carecen de personalidad, no son obra de la Naturaleza, sino un producto de la sociedad y como el espejo en que puede contemplar sus errores y sus vicios: el mundo aparta los ojos y se ríe, las personas caritativas fijan en él la vista y lloran.

Entre estas mujeres, moralmente aniquiladas por su culpa y por la del mundo, están las incurables; pero no son, ni con mucho, todas las que a primera vista lo parecen: el cinismo, esa fanfarronería del vicio, no siempre es desafío y mofa de la virtud, sino el ruido de carcajadas para ahogar doloridas voces interiores, el canto del que tiene miedo, y miedo tienen muchas veces de penetrar en el fondo de su alma, porque instintivamente comprenden que, apenas dejen de reírse, llorarán.

Entre los delincuentes de malas costumbres, ¿de cuáles se puede esperar o se debe desesperar? No creemos que puede darse regla segura para una clasificación, obra de experiencia y de paciencia en alto grado necesaria.

No hay que escandalizarse de las obscenidades, ni de las blasfemias, porque sería motivo para que se repitieran; como los niños, tienen gusto especial en las travesuras que inspiran miedo. Los cínicos se divierten en asustar a la gente honrada con su lenguaje soez; es la debilidad, haciéndose la ilusión de que es fuerte.

Cuando el cínico ve que no hace efecto, deja de serlo o lo es en menor grado, y en una mujer deslenguada que modifica su manera de expresarse, este cambio es indicio de otro en el modo de pensar o de sentir; aunque haya pasado del cinismo a la hipocresía, la hipocresía misma es un progreso; tan atrás se hallan estas desventuradas criaturas en el camino del bien.

Las ostentaciones del cinisino carecen de atractivo si no hay escándalo; y como para el escándalo se necesita auditorio, la reclusa en una celda, por más corrompida que esté, es raro que se exprese de propósito de una manera indecente; decimos de proposito porque sin el de ofender ni ostentar abyección, puede revelarla en su lenguaje por la costumbre de hablar mal. De todos modos, es una excepción muy rara, al menos en España, la presa (aun muy corrompida) que responda desvergonzada a la visitadora que la habla compasiva; este monstruoso contraste se ve más bien en ciertos hospitales que en las prisiones.

Siempre tiene grande importancia saber los antecedentes de un penado; pero si es una mujer, y esta mujer es viciosa, importa aún más investigar cuál fue el camino de su perdición. ¡Qué diferencia entre la que espontáneamente deja a sus padres honrados, que cubre de vergüenza y de dolor; la que cede a la seducción de un hombre a quien ama, que la engaña y la abandona; la que, arrastrada por la miseria, busca el pan en la ignominia; la que, niña, se ve aprisionada en la red criminal con que la codicia envuelve a la inocencia desamparada para entregársela a la lujuria; la que, creyéndola honrada, entra en una de esas casas sobre cuya puerta deberían grabarse las palabras que Dante pone en la del infierno!

El camino seguido por la presa que ha llegado a ser mujer perdida, puede indicar la mayor o menor probabilidad de que no vuelva a él; cualquiera que haya sido, tuviese más o menos parte la adversa fortuna o la perversa índole, el mal puede ser tan grave que deje poca esperanza de remedio; pero, en general, no son tan desesperados los casos en que la iniciativa perturbadora vino de fuera, como aquellos en que salió de dentro.

Para la regeneración de la presa deshonesta, el principal obstáculo no es el delito, sino el vicio; no es el impulso fuerte perturbador, sino la debilidad de la resistencia, la atonía, el marasmo, la falta de resortes y de puntos de apoyo; es en lo moral, lo que en lo físico expresan los médicos al decir de un enfermo que no hay sujeto. Al observador atento, lo que más le llama la atención no es la falta de moralidad, sino de personalidad, y el problema parece menos de dirigir que de rehacer una persona.

Contra semejante anemia deben emplearse todos los tónicos religiosos, morales, intelectuales, y el trabajo y la distracción, y el consuelo y el ejemplo, dando en muy cortas dosis todo lo que necesito esfuerzo para la asimilación.

La religión ha de ser esperanza; la moral no ha de tener más que una severidad relativa; a la inteligencia no se le deben exigir grandes esfuerzos; el trabajo no ha de abrumar, ni excitar las distracciones, y para decirlo más brevemente, ejercitar la fuerza economizándola.

Cuando estas pecadoras quieren trabajar y saben discurrir lo necesario para dirigirse en el mundo, probablemente se han salvado; pero en este, remedio está la gran dificultad, porque han perdido el gusto del trabajo y la brújula de la vida. Muchas veces su regeneración podría llamarse condicional, porque necesita para prevalecer un medio apropiado, y no resiste a las tentaciones y a las excitaciones mundanas.

Con ser tan mala la condición social del hombre que sale de presidio, la de la mujer es infinitamente peor: más despreciada que él, es también más tentada; él tiene que pagar el vicio, ella le cobra; su arrepentimiento, o no se cree, o no parece capaz de lavar su mancha; tal vez no halla pan sino envuelto en ignominia, y come y se hunde para siempre; los que obtienen en la vida placenteras victorias la acusan, ignorando que hay más mérito en las resistencias insuficientes de muchas derrotas que en los fáciles triunfos.

La mujer debilitada por los desórdenes, víctima de una sociedad que la incita al mal y la castiga por haberlo hecho, y cuando ha sufrido la pena la vuelve a incitar para que cometa nueva culpa, caerá otra vez si la caridad no lo alarga la mano y la sostiene al salir de la prisión, aunque allí haya procurado ilustrarla y fortalecerla; en estos casos, especialmente sin el patronato, la visita de poco servirá.

Exceptuando las mujeres de costumbres depravadas que oponen dificultades, especiales, creemos que la visitadora de una prisión tendrá menos obstáculos que vencer que el visitador. Será muy raro que la penada sospeche de la buena voluntad de la señora que la visita, y aunque no sea sincera con ella, no será desconfiada ni suspicaz. La confianza que cuesta a veces tanto trabajo inspirar al hombre, se obtiene de la mujer espontáneamente por regla general.

La religión será más eficaz, no sólo porque la presa sea más accesible a su influencia, sino porque la visitadora lo es también; la oración puede unir a estas dos mujeres que tantas cosas separan y no se sabe cuánto influye para todo el unirse íntimamente para algo.

El hábito de sufrir, más común en la mujer y su mayor paciencia y docilidad, la predisponen a la resignación, y con ella a la calma necesaria para que el espíritu reciba influencias bienhechoras que dificulta o imposibilita la rebeldía. Esta ventaja es de la mayor importancia, porque en el tumulto de la desesperación, o no se oye, o se olvida, o se desprecia; todo el que aconseja supone y necesita cierta quietud en el ánimo para escuchar el buen consejo, formar el buen propósito, abrir el corazón a la esperanza y no malgastar la energía en esfuerzos inútiles contra la indestructible realidad.

Esta realidad exterior, que la presa acepta, puede ser modificada interiormente por recuerdos y esperanzas, por sentimientos que el delito no extingue y algunos que el dolor aviva; porque el dolor, cuando no se convierte en verdugo, es un gran maestro. ¡Cuántos errores combate, cuántas verdades evidencia, cuántas ilusiones desvanece, cómo pone de manifiesto la nada de cosas que parecían tanto a todo, y revela debilidades y fuerzas que eran desconocidas! Pero esto lo hace el dolor resignado, frecuente en la mujer desdichada: la Naturaleza, que le ha dicho: sufrirás más, le ha dado mayor aptitud para el sufrimiento, y que éste sea consecuencia de la desgracia o de la culpa, conserva siempre su predisposición natural a resignarse con él.

Los lazos que la unen a la familia, sino los ha roto el delito, son tan fuertes en la mujer, que a veces no los rompe en su corazón ni el crimen, ni el cautiverio, ni el desprecio, ni la ignominia, ni nada, y en medio de aquella podredumbre moral hay sentimientos puros, como el amor filial y maternal sobre todo, que pueden servir de palanca para mover la inercia de su espíritu.

La impresionabilidad y la sensibilidad, que, desbordadas o mal dirigidas, han sido tal vez causa de grandes extravíos, pueden ser un elemento de corrección, porque ninguna cosa la dificulta tanto como la insensibilidad de un ánimo empedernido, impenetrable; el error y el extravío parecen allí incrustados, mas incorporados al espíritu, formando un todo con él; esta situación de ánimo es rara en la mujer, accesible por lo común a las manifestaciones bienhechoras; podrán ser más o menos eficaces, y aun no tener eficacia alguna, pero no se les cierra el paso, y lo primero que necesitan es entrar.

La razón es la razón respecto a todos; dos y dos son cuatro, para el hombre como para la mujer, y sería absurdo, al querer persuadirla, emplear raciocinios aplicables a ella sola, y tener una lógica masculina y otra femenina. Pero una prisión no es una academia; la razón no va directa al discurso; halla pasiones, vicios, obstáculos de muchos géneros, y al procurar vencerlos es cuando puede reunirse mas al sentimiento tratándose de la mujer y, como si dijéramos, servirse del corazón para entrar en la cabeza; pero en la cabeza hay que penetrar, no lo olvidemos: el impulso puede auxiliar, no suplir a la persuasión, y las resoluciones en que el entendimiento no toma parte, están a merced de cualquier fuerza perturbadora. Las delincuentes no son filósofas ni doctoras, ya lo sabemos; pero, en general, tienen la razón que basta para que comprendan las cosas necesarias, y en todo caso debe enseñárseles lo que puedan y les convenga aprender. La enmienda por el solo sentimiento es posible; pero, en general, no será sólida, y estará sujeta a las intermitencias, a las veleidades, a los extravíos de todo lo que no es razonado. ¿Qué se diría de un general que, al frente de un enemigo poderoso, en vez de combatirle con todas las fuerzas de que dispone, llevase, al combate sólo una parte, dejando el resto en la inacción? Pues esto hacen los que procuran la enmienda de una delincuente recurriendo sólo al sentimiento, cuando deben emplearse (¡y ojalá que sean suficientes!) todas sus facultades.

¿Basta que la presa rece? ¿Basta que ame? No: rezando y amando ha delinquido, probablemente porque discurrió poco o discurrió mal; y para que no vuelva a delinquir hay que procurar, no la mutilación, sino la plenitud de todas las facultades que pueden sostener su equilibrio moral. ¿Quién que ha observado mujeres arrepentidas no las ha visto reincidir por no tener mas apoyo que el sentimiento, cuando les faltó una razón que supliese a la suya, casi atrofiada en la inacción y en la ignorancia?

Se trata de dar al preso el género de instrucción que le conviene; ¿y a la presa no se la instruirá más que en las labores de su sexo? Sería grave error, y la visitadora procurará enseñarla, hasta donde las circunstancias lo consientan, cuanto pueda fortalecer su alma; porque en la mujer, lo mismo que en el hombre, no hay nada bueno sólido sino aquello que han contribuido a formar todas las facultades de su espíritu.

Si a la mujer honrada se la tenía en tan poco, ¿cómo había de darse importancia a la mujer delincuente? Menos temida que el hombre por su menor número y maldad, ha estado más abandonada, en términos de que de los progresos de la ciencia penitenciaria pocos y en contados países llegaban en la práctica a ella.

Hemos visto con verdadera satisfacción una señal de progreso, hecha desde esas cimas intelectuales y sociales, donde las luces que se encienden se ven de muy lejos. El Consejo de la Sociedad general de Prisiones (francesa), queriendo contribuir a que el futuro Congreso penitenciario internacional de París se prepare de un modo sólido, metódico y brillante, ha tomado una iniciativa laudable, porque, sin perjuicio de tratar las cuestiones que señale la Comisión permanente de Berna, presentará al Congreso un vasto inventario de las instituciones y de los establecimientos penitenciarios franceses. Con este objeto ha constituido ocho Comisiones, que se dividen el trabajo, tratando las diferentes cuestiones que suscita la teoría y la práctica de la aplicación de las penas. Entre estas Comisiones hay una que se ocupará exclusivamente de la mujer y esta innovación es un título más que añadir a los muchos que la Sociedad general de Prisiones tiene al respeto de los pensadores y a la gratitud de los encarcelados.

Bien será que la visitadora de la presa no se halle contagiada por el desdén que a muchos hombres inspiran las personas del otro sexo, bajo el punto de vista intelectual; bien será que procure ilustrar a la reclusa: a pesar de todo lo que pesa sobre ella y la abruma, es un ser racional y sensible, y nosotros tendríamos esta regla: ni todo por razón, ni nada sin razón.




ArribaAbajoCapítulo XIX

¿Deben hacerse regalos los presos?


Cuando lo consientan los reglamentos y lo permitan los jefes de la prisión, ¿el visitador hará algún regalo al preso? Una severidad muy austera responde negativamente, alegando que el interés estimulará la hipocresía, y que el visitador será bien recibido por los objetos, no por los consejos que puede dar.

El preso recibe por interés, no por abnegación, al visitador; éste lo sabe, pero debe saber también que así es recibido en todas las casas donde no es amado, es decir, casi siempre; la mayor parte de las visitas son tan insignificantes, que las sustituye bien un pedacito de cartulina con el nombre del que las hace, y aun con frecuencia agrada no encontrar en casa aquellos a quienes se ha ido a ver, o haber salido si ellos vienen. Estas visitas de fórmula son muchas veces interesadas; se va a ver a fulano porque puede ser útil o perjudicial; a zutano porque su trato halaga la vanidad, y, en general, porque no conviene aislarse; de manera que el visitador que no se haga ilusiones comprenderá que en las casas donde no encuentra cariño, le reciben como el preso: con indiferencia o con miras interesadas. Y si el interés es un gran motor de la humanidad, y mantenido en justos límites legítimo, ¿nos admiraremos de que en la prisión los traspase en el fondo y sea un poco grosero en la forma?

El preso, como todo el mundo, tiene intereses legítimos, y otros que no lo son; deseos razonables o desordenados, y algunos pueriles; recibe la visita del hombre caritativo porque espera de él algún bien: en esto no hay mal; pero si en lugar de la protección para el porvenir o de un buen consejo le pido un cigarro, tal vez se atraiga el anatema que cae sobre la hipocresía interesada y grosera. No pretendemos que se dé tabaco a los presos, pero tampoco que se los considere fuera de la ley de la humanidad porque son interesados como ella. La protección que piden para el porvenir y la pretensión de algún goce presente tienen el mismo origen, y si no se accede a su deseo por interesado solamente, no debe condenarse ni mirarse como prueba ni aun indicio de perversidad hipócrita.

Personas que entienden poco de estas cosas critican, y aun ridiculizan, que se permita a un recluso tener en su celda un pájaro, un cuadro, un tiesto con flores, etc., siendo así que en su soledad estos objetos son una especie de compañía, un consuelo que puede contribuir a moralizarle. ¡Moralizar un pájaro, una flor, un cuadro! Sí, moralizar.

Aquel hombre está allí por muchas causas, pero una de las que más suelen contribuir al delito es la grosería y depravación de los gustos, y todo lo que influya para depurarlos influirá en su corrección. El pajarito preso como él, que pía doliente o canta resignado o alegre, que viene a comer a su mano, que no lo teme, que le ama; aquella flor que crece con su cuidado, que embellece y perfuma su encierro como si se abriera en un palacio; aquel cuadro que representa el martirio de un santo, la muerte de un héroe, la abnegación de un filántropo, el dolor de una madre que extiende los brazos hacia el hijo culpable y querido que le arrebata la fuerza pública . . . . . . . . . . . . . ., estos objetos, que se ven a todas horas, todos los días, impresionan o pueden impresionar el ánimo y contribuir a levantarle.

Si parece excesiva complacencia proporcionar estas distracciones a los delincuentes, diremos que lo excesivo es mortificarlos sin objeto, y aun con daño, porque toda mortificación innecesaria es perjudicialísima, como toda satisfacción de un gusto sano es moral en alto grado. Si el visitador comprende que ésta es la verdad, ella le dará reglas para el caso en que pueda y quiera hacer un agasajo al preso.

Nada que halague, ni estimule los sentidos, ni proporcione goces materiales, a menos que el recluso no carezca de lo necesario, como sucede aún en muchas prisiones, en cuyo caso la caridad puede proporcionarle abrigo, y si está enfermo o inapetente, algún manjar que no le repugne; será raro que, más o menos, no agradezca estos beneficios, y aun no dirigiéndose al espíritu, pueden producir en él la moralizadora influencia de la gratitud.

Partiendo de las reglas generales, las circunstancias particulares del individuo indicarán el objeto que más le conviene entre los que le agradan, porque será muy oportuno darle a escoger, a menos que no se quiera proporcionarle una sorpresa, como conmemorar el santo de alguna persona querida, regalándole, algún objeto con que la pueda agasajar.

Cuando al hacer un regalo al preso se le da a escoger entre varios objetos, su elección puede servir de algo, a veces de mucho, para conocer el estado de su ánimo, y según sea éste, tratar de proporcionarle aquello que más le convenga. Se ha dicho que el estilo es el hombre; y aunque esto fuese cierto, lo sería nada más que para los que tienen estilo, para los de letras; acaso con más exactitud, y seguramente con más generalidad, podría afirmarse que el gusto es el hombre, y variando una frase vulgar y muy exacta, decir:23 Dime lo que te gusta y te diré lo que eres.

Esta especie de sonda que se introduce en el ánimo del preso, puede ser tanto más eficaz cuanto que él no desconfía ni aun sospecha su poder explorador.

Como la ciencia penitenciaria es de ayer, ni la opinión ni las artes le prestan aún el necesario concurso, y para proporcionarse libros y láminas con que agasajar al recluso habrá dificultad. El dibujo, el grabado, el colorido, están al servicio, no sólo de la religión, sino de la superstición; no sólo de la vanidad pueril, sino de la lujuria obscena, pero no hacen nada especial para la contemplación constante del preso: como cristiano, podrá tener un Crucifijo; como hombre y como patriota, el cuadro que le represente la muerte de un héroe o de un filántropo; pero como encarcelado, no tiene nada y podía tener mucho. ¡Qué asunto piadoso influiría en su ánimo como miss Carpenter enseñando y consolando a las presas de Londres; Howard, visitando todas las prisiones de Europa y muriendo mártir de su caridad; Venning, arrostrando las tempestades del mar y la fiebre de las prisiones de que fue víctima; San Vicente de Paúl, sentándose en el banco de la galera para proporcionar algún descanso al mísero forzado que la fatiga abruma!

El Álbum del encarcelado, libro en que podrían leer todos los presos del mundo, es una empresa relativamente fácil si se emprendiera con fe. Para llevarla a cabo acuden a nuestro pensamiento muchos nombres: unos ¡ay! de los que han muerto; otros, de los que viven y han aceptado la santa herencia de perdón para los culpables y de compasión para los desventurados. Que entre estos piadosos herederos promuevan la cooperación internacional a un concurso o varios sucesivos en que se premien los cuadros y grabados más propios para la celda de una penitenciaría., o el Álbum del encarcelado.

Hasta que el visitador del preso halle la debida cooperación social necesita utilizar los elementos de que ahora dispone, buscando aquellos objetos que como don pueda llevar al preso, y aun pidiéndolos por caridad a las personas compasivas o ilustradas que comprenden la limosna espiritual, y limosna espiritual puede ser un objeto casi insignificante y de escaso valor, que distrae un tedio doloroso y peligroso, que despierta un buen pensamiento dormido y que excita la gratitud. Para el recluso tienen valor, como decíamos, muchas cosas que se aprecian, poco o nada en libertad; la industria hace hoy prodigios de ingenio y de baratura; de modo que los agasajos que pueden hacerse al preso exigen más solicitud y tino que dinero.

Repetimos que es infundado el temor de excitar los impulsos interesados con estos pequeños dones, porque semejante interés, ni por la calidad ni por la cantidad, es peligroso. ¿No se engalana el enamorado para hacerse interesante, y todos para hacerse agradables? ¿Qué mal puede haber en que el visitador se adorne con las buenas impresiones que produce, para que le reciban de un modo más cordial?




ArribaAbajoCapítulo XX

La visita a los procesados


La ley considera sospechoso al procesado hasta que el tribunal le condene o le absuelva. El visitador, ¿debe tener el mismo criterio que la ley y condenar y absolver con ella, y no formar juicio hasta que el juez publique el suyo?

Esto, que parece lo más fácil, no es lo más práctico ni casi posible, porque el hombre de caridad, siempre paciente, no es nunca pasivo, y para su acción debe tener reglas y criterio que no espera, que no puede esperar, la resolución del magistrado; este criterio puede dar lugar a grandes dudas y graves casos de conciencia.

El visitador puede estar convencido:

  • 1.º De que el acusado es culpable.
  • 2.º De que el acusado no es el autor del hecho que se le imputa.
  • 3.º De que es el autor del hecho, pero que este hecho, moralmente considerado y en conciencia, no debería ser calificado de delito.
  • 4.º De que, aun siendo el hecho cierto y malo en alto grado, queda necesariamente impune en la mayoría de los casos.
  • 5.º De que el delito cierto tenga una pena desproporcionada a su gravedad.
  • 6.º De que la pena, por el mal estado de las prisiones, sea depravadora y pierda para siempre al que sin ella podía salvarse.

La conducta del visitador, ¿debe ser igual en estos diferentes casos?

Ya se sabe lo que principalmente preocupa al procesado: su causa; y desoirá o escuchará con indiferencia todo lo que no se refiere a ella, viendo en el visitador, más bien que un consejero y un protector futuro, un agente y protector del momento, que haga triunfar su inocencia u ocultar su culpa.

1.º En el primer caso que hemos supuesto, de que el visitador está convencido de que el preso es un criminal, ¿debe seguir el ejemplo del abogado defensor, que se esfuerza para probar una inocencia en que no cree, y pide la absolución de un asesino y considera como un gran triunfo el haberla conseguido de jueces o jurados indignos o incapaces? El pedir impunidad como abogado para el que penaría como juez, la confusión de ideas, los sofismas que se sustituyen a la conciencia, y el anteponer el amor propio a la justicia, no debe ser ejemplo que el visitador tome por modelo, y mal entendida sería la compasión que por favorecer al criminal peligroso sacrificase a sus futuras inocentes víctimas. El cruel y perverso es posible que impune sea reincidente, y seguro que su impunidad será un estímulo para los que estén dispuestos a imitarle. Y este favor que se hace a un malvado eximiéndole de la merecida pena suele por mas aparente que real, porque el verse impune le estimula a reincidir, a llenar la medida de toda tolerancia jurídica, y a caer, en fin, en el abismo penal, de donde nadie le podrá sacar.

El visitador de esta clase de presos no ha de ser su agente de negocios, y a las instancias para que lo sea debe excusarse con la imposibilidad, que el procesado tomará probablemente por falta de medios, viendo que en lo demás está dispuesto a prestarle apoyo y consuelo, que su paciencia no se agota por las impertinencias y que su mansedumbre está a prueba de altanerías.

El visitador del procesado no debe proponerse ejercer sobre él una influencia duradera: la que se intenta sobre el preso es más bien del momento y esencialmente calmante sobre un ánimo todavía excitado por las causas determinantes del delito; por los azares legales del proceso; por los desengaños de la desgracia ignominiosa; por los odios, motivados o sin motivo, pero fieros; por la honrada indignación de la inocencia o la vergüenza de la culpa; por el recuerdo de la libertad y la tortura del cautiverio; si hay amor a la familia, por el daño que se le hace y por su ausencia; si no se tiene o no se ama, por la frialdad lóbrega del vacío; si hay honra, porque se pierde; si no la hay, por el daño que causa el desprecio, y, en fin, por la agitadora alternativa del temor y de la esperanza, alternativa perturbadora siempre aunque en la forma o intensidad varíe, según la condición del que teme o espera.

Hay procesados tranquilos en la cárcel por hábito de estar en ella o por otras causas; pero esta tranquilidad, cuando existe, cuando no es aparente y la forma más temible de la desesperación, es excepcional; por lo común, el acusado está agitado, parézcalo o no, y la principal acción del visitador debe ser calmante.

El preso que tiene familia y se preocupa de ella, recibe gran consuelo, que le calma, con la protección que se da a los suyos; el que sólo piensa en sí, cuando se desespera, es mas difícil de calmar; el egoísmo deja para llegar al ánimo un solo camino; si éste se cierra, el hombre parece inaccesible, y esto es común a presos, a penados y a todos los grandes egoístas que sufren y no se resignan.

2.º Cuando el preso no es el autor del hecho que se lo imputa (a juicio del visitador), éste, no sólo ha de llevarle el consuelo de sabor que hay quien cree en su inocencia, sino procurar que triunfe dándole consejos, pidiéndolos a las personas competentes y empleando en su favor toda la influencia: de que honradamente pueda disponer. Pocas desgracias hay tan dignas de compasión como la del inocente encarcelado que por una supuesta culpa empieza por sufrir un castigo ignominioso, viendo en su honra una mancha que tal vez no se lavará. Se ha cometido un delito, alguno fue el autor, y el juez propende a creer que lo es el acusado, y a investigar, no su inocencia, sino su culpa.

Esta propensión no es sólo del que aplica la ley y de sus auxiliares, sino del público en general; el preso lo sabe, y cuanto más honrado sea más le abruma la idea de la deshonra; y si participan de ella los que ama y de quien es amado, para que el dolor no le abrume menester es que la caridad auxilie la obra de la justicia y se anticipe a ella, absolviendo y facilitando la absolución del que no tiene culpa.

El fallo suele hacerse esperar, y mucho, en España, y la excarcelación que logran los culpables con valimiento se negará al inocente desvalido; si el visitador la consigue, le dará gran consuelo, tal vez la salud o la vida. No será el primero que la pierde en la cárcel, donde no debía entrar.

3.º El preso puede ser el autor del hecho que se le imputa, hecho que en razón no parece justiciable al visitador, en cuyo caso hará lo posible porque el acusado sea absuelto. Los delitos de contrabando, por ejemplo, no son generalmente obra de la perversión del delincuente, sino del absurdo de las leyes, que rara vez alcanzan más que a los infractores subalternos, y acaso el juez que manda a presidio al contrabandista firma la sentencia fumando tabaco que es y sabe ser de contrabando.24

4.º La acción de que se acusa al preso puede ser cierta y mala en alto grado; pero quedando impune por regla general, y debiendo quedar necesariamente dada su índole, la ley que la pena no es justa ni es posible que lo sea. Circunstancias atenuantes puede tener el acusado de adulterio, que no tenía quien firmó el nombramiento del juez que da el auto de prisión, y muchos no se darían si para arrojar aquella piedra fuera preciso no haber pecado.

Cuando el hecho no puede probarse en la mayor parte de los casos; cuando de probarlo resultará mayor escándalo y daño que de no perseguirse; cuando la ley absuelve o condena según quien sea el que la infringe, y no persigue sino a instancia del ofendido, que unas veces tolera y aun explota el vicio, y otras le convierte en delito, la razón no puede calificarle de tal, y la conciencia, condenando el hecho, protesta contra una pena que por rara casualidad se impone, y no a los más culpables, sino a los más desdichados. El visitador, abominando de su pecado y reprendiéndolos severamente, y procurando corregirlos, debe hacer lo posible por sustraerlos a la injusticia legal.

5.º Sucede, y por desgracia con frecuencia, que el delito tiene una pena tan desproporcionada a su gravedad que hace delincuentes honrados; así sucede, por ejemplo, muchas veces con los delitos llamados políticos y los militares; en muchos casos, más bien que la aplicación de la ley, la impunidad es la justicia, y el visitador debe procurarla para el preso.

6.º Puede ser la pena proporcionada y el delito cierto, pero no grave ni revelador de índole cruel o pervertida; y si las prisiones son tales que endurecen y depravan, como no hay derecho para llevar por fuerza a un hombre que no es peligroso adonde se endurecerá y depravará de modo que lo sea, el visitador contribuirá a la justicia procurando sustraer al procesado a la pena corruptora.

Tal vez alguno califique de atrevimiento censurable el consejo que damos al visitador, de que en muchos casos ampare con su protección al que persigue la ley, prefiriendo su criterio al del legislador. Responderemos que, por regla general, el legislador camina rezagado por las vías de la justicia; que lleva la impedimenta de ignorancias, pasiones, intereses bastardos, vanidades ridículas; que ve siempre delante, y a veces muy lejos, a los que sienten mejor y ven más claro que él, a los legisladores del porvenir. Las leyes obligan en conciencia si sus mandatos no son contra la conciencia; pero si pugnan con ella, el hombre honrado debe anteponerla a los preceptos legales.

Cuando ningún interés ni pasión perturba el camino; cuando la razón serena medita, y en caso de duda pide consejo a quien puede darlo sano; cuando la caridad impulsa, pero no precipita; cuando se ve la ley penal en acción por dentro, como rara vez la ven los legisladores y los jueces, el que en estas circunstancias se encuentra tiene todas las probabilidades de condenar en justicia lo que reprueba en conciencia. Todo aquel aparato de togas y de uniformes, de armas y de cerrojos, de muros y de rejas, no le imponen; allí podrá estar el derecho, podrá no estarlo, y cuando él vea claro y sienta hondo que no está, nadie con razón podrá acusarle si antes que la acusación fiscal oye la voz de su conciencia.




ArribaCapítulo XXI

Los empleados


Los empleados hostiles o benévolos podrán facilitar la misión del visitador, que procurará su auxilio o al menos su neutralidad. Según los países, la organización de las penitenciarías, la instrucción, ideas y sentimientos de los que sirven en ellas, el visitador será considerado:

  • Como un auxiliar;
  • Como un intruso fiscalizador, que dentro de la prisión perturba el orden, y fuera la desacredita con relaciones exageradas o falsas;
  • Como un visionario que cándidamente crea lo que le dicen los presos, se deja, engañar por ellos y se hace la ilusión de que podrá contribuir a corregirlos.

De estas diferentes disposiciones resulta:

  • Simpatía;
  • Hostilidad;
  • Desdén.

El visitador está dispuesto a sufrir las impertinencias, las extravagancias, las groserías, las injusticias del preso; no regatea sus privilegios a la desgracia, ni la tolerancia respecto a culpas cuya gravedad pesa para calcular la dificultad de corregir al culpable. Pero su humildad, su mansedumbre, su paciencia, ¿han de ejercitarse también con los empleados, que tienen los derechos y los deberes de los demás hombres; que no están dentro de la ley penal y fuera de las otras leyes; que no pueden alegar las dolorosas franquicias del infortunio? Seguramente que no, y el empleado debe consideración al que no le falta y cooperación al que va a auxiliarle en la obra de corregir al delincuente.

Así parece a primera vista; pero, si se considera bien, el empleado de una penitenciaría no se halla en las circunstancias normales de los demás hombres; algo y aun mucho participa de la vida del preso por la necesidad de vigilarle de continuo, y algo y aun mucho ha de influir en su ánimo ver un día y otro día, un año y otro año, tanta gente cuya perversidad es ostensible, cuyos buenos sentimientos, sí existen, no tienen medios de manifestarse, ni el tiempo de analizarlos, y cuyo dolor se embota en el hábito de ver desgracias que se consideran merecidas o imposibles de remediar.

La razón ha de hacerse cargo de estas circunstancias en que se encuentra el empleado de una penitenciaría, y la caridad de disculparle cuando disculpa necesite.

El visitador ha de considerar la diferencia que hay entre ir una hora por voluntad a ver a un preso, y estar toda la vida por necesidad en una prisión; ha de considerar que la caridad que le lleva a ver al preso es un preservativo seguro de todo contagio con él, preservativo que el empleado no tiene muchas veces, y por la falta del cual, a pesar de su sable y de su revólver, es moralmente débil, pasivo, y está expuesto a contagiarse, más o menos, con el mal, contra el que no reacciona. Temeraria afirmación sería decir siempre: «En lugar de ese hombre, yo sería mejor que él».

Cuando el empleado, por falta de caridad o de idea de su elevada misión, no es moralmente activo, no procura corregir al que se ha extraviado y consolar al que sufre, acabará por endurecerse y pervertirse. Donde los empleados no tratan de moralizar a los presos, los presos desmoralizan a los empleados, que tienen que ser mejores o peores que el vulgo de los hombres: esta alternativa ya indica al visitador la necesidad de la tolerancia.

Hemos indicado como circunstancia atenuante de las faltas del empleado la necesidad de estar toda la vida en la prisión, y conviene insistir sobre esto. En la mayoría de las prisiones, si se han de cumplir los reglamentos con exactitud, al empleado no le queda tiempo para el indispensable descanso fisiológico; en las penitenciarías mejor organizadas tal vez tenga este descanso, que es insuficiente para que sea lo que debería si pudiese. No basta que se deje tiempo para comer, para dormir, y hasta alguna hora para reposar; hemos subrayado el descanso fisiológico, porque necesita además el psicológico, alguna ocupación o ejercicio del espíritu que le saque de aquella atmósfera de maldad y de dolor, que lo haga partícipe, por tiempo suficiente, de la vida normal de la humanidad. Comprendemos que esto tal vez se juzgue imposible: pero otras cosas que también lo parecían se han realizado: la vida del espíritu necesita, como la del cuerpo, variedad de alimentos; una parte esencial de su alimentación es el trabajo, y cuando, además de ser siempre el mismo, es insalubre, hay que tomar grandes precauciones para que deje de serlo: deseamos y esperamos que al fin se tomarán. ¿Cómo? Variará mucho, según los países, la organización y la situación de las penitenciarías; pero podría combinarse el trabajo de éstas con algún otro que, utilizando a los empleados, cuyo número habría que aumentar, les proporcionase el descanso del espíritu, variando su ocupación sin aumento de sacrificios pecuniarios para el contribuyente. Cuando se acabe de comprender (ya se ha empezado) que, a pesar de los cerrojos y de los muros, y de las armas blancas y de fuego, la misión del empleado en una penitenciaría es esencialmente espiritual, no parecerá tan absurdo lo que vamos diciendo.

Obra causa legal de la desmoralización del empleado son los castigos crueles o degradantes. ¿Es posible que no se endurezca y se rebaje el empleado que manda desnudar a un hombre y preside la paliza legal, y asesorándose del médico manda suspender el suplicio para continuarle cuando la víctima recobre las fuerzas que ha perdido bajo la influencia del dolor? Por nuestra parte no lo concebimos, y nos parece evidente que, dondequiera que se mandan o se toleran castigos crueles o degradantes, se degrada y se endurece a los que han de imponerlos.

Dicen que son cuestión de costumbres y de opiniones; cierto. Por el estado de la opinión se quemaba a los hombres vivos, y se los comían y aun se los comen crudos los antropófagos, porque ésa es su costumbre; pero dondequiera que las costumbres y opiniones no rechacen ciertas penas, los que las imponen participarán más o menos de su crueldad, de su ignominia, y el visitador no debe exigirles a ellos solos una responsabilidad moral que es de todos; la sociedad es la que tortura y la que mata; los verdugos son sus instrumentos y como sus representantes. ¿Se quiere que apliquen piadosamente órdenes impías? No puede ser: las malas leyes hallarán siempre y contribuirán a formar hombres peores que ellas, encargados de ejecutarlas.

Hemos dicho que el empleado muchas veces no tiene caridad, lo cual nos parece exacto respecto a la generalidad de todos los que sirven en todas las prisiones de todo el mundo; pero hay ya muchas en que el empleado es el hombre nuevo, el funcionario que ejerce una elevada misión, una especie de sacerdocio para el que necesita estar ungido por la ciencia y la caridad; en otras es autómata que cumple los reglamentos, esa especie de esqueletos del orden cuando no les da vida el corazón y la conciencia del que los aplica; y, en fin, existe el empleado carcelero, especie de verdugo rapaz, que explota el vicio, el crimen y la desgracia. Estos tres hombres encontrará o puede encontrar el visitador; debe profundo respeto al primero, cortesía al segundo, y con el tercero tiene que transigir y disimular, porque de seguro se volverá contra su protegido la protección que tenga la menor apariencia de censura.

Entre el calabozo lóbrego, húmedo, pudridero del recluso, y la celda clara, ventilada, higiénica, ¡qué diferencia! Pues es todavía mucho mayor la que existe entre el moderno empleado y el antiguo verdugo; éste desaparecerá, pero mientras existe, el visitador debe tener el firme propósito de vivir en armonía con los empleados humanos, y en paz con todos, a lo cual contribuirá la idea exacta del alto mérito del cumplimiento del deber en una prisión y de las circunstancias atenuantes que tiene muchas veces la culpa de no cumplirle.

En un plazo más o menos largo desaparecerá el carcelero, y el visitador y el empleado serán dos obreros que unan y armonicen sus esfuerzos para la misma obra: es lógico. Cierto que la lógica en las cuestiones sociales suele tardar años o siglos en pasar del discurso a la realidad, pero se ve que ha penetrado en ella, puesto que en los países más cultos y de tendencias más humanitarias hay muchos empleados de corazón y de inteligencia que discuten con acierto o ilustran las cuestiones más arduas, y, que se unen al visitador para la enmienda del culpable y el consuelo del desgraciado; hay magistrados que, no sólo como, filántropos, crean obras benéficas para precaver el delito o evitar la reincidencia, y forman parte de los patronatos, sino que se asocian a ellos como jueces, y confían a su custodia muchos penados que, en vez de la prisión que infama y deprava, reciben libertad condicional y protección segura.

Hombres prácticos, altos empleados, altos no por el lugar que ocupan en la nómina, sino por sus ideas y sentimientos, como Mr. Jacquin, consejero de Estado y director honorario del Ministerio de Justicia en Francia, dicen:

«Existe un lazo estrecho que une el patronato de los libertos a la misión de los tribunales, de los que no es sino la continuación y el término, proponiéndose el mismo objeto que los magistrados, y es digno de toda su atención y merecedor de su apoyo... El legislador también ha juzgado que convenía unir la enmienda del culpable a la idea de reprimir la reincidencia.

»A los que se inclinan demasiado a pensar que la magistratura cree poco en los resultados prácticos de esta tentativa, basta ponerles de manifiesto las circulares del ministro de Justicia, que demuestran cómo se comprende en la Cancillería el que los magistrados se asocien a esta obra.

»Los magistrados -dice el Ministro- no deben abandonar del todo a los que han condenado con justicia; visitándolos con frecuencia en las prisiones, pueden contribuir a moralizarlos, animándolos, interesándose por los que tienen propósitos de enmienda, asegurándose por sí mismos de sus progresos por el buen camino, y haciéndoles comprender que hallarán guía y protección para alcanzar la libertad condicional, si se hacen acreedores a ella.

». . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

»Veré con satisfacción que las autoridades judiciales continúan su misión interesándose por los penados que se arrepienten aun después que recobran la libertad. Los magistrados pueden emplear con éxito su autoridad, servirse de sus relaciones o influencia para facilitar la obra tan generosamente emprendida de las sociedades de patronato de los libertos, y si es necesario tomar la iniciativa para que se formen en las ciudades donde no existen todavía.

»Estas instrucciones (añade Mr. Jacquin), dadas en una circular del ministro de Justicia del 28 de Junio de 1888, ponen de manifiesto que, en concepto del Ministro, la reforma y enmienda de los penados constituye una parte esencial de la obra de los magistrados».

Hemos hecho estas citas por si contribuyen a que se afirme en sus buenos propósitos el visitador a quien pudieran hacer vacilarlos imposibilistas de buena fe o los que, disfrazando su egoísmo de prudencia, califican de extravagante toda buena obra difícil en que no quieren tomar parte. No son los pensadores apartados del mundo que desconocen, no los dominados por el sentimiento que convierte en visionarios la fe y el buen deseo; son los legisladores, los ministros, los altos funcionarios, los prácticos de la judicatura y del arte de gobernar los que llaman a los hombres de corazón y responden a su llamamiento, y piden compasión para el desgraciado a los mismos que condenaron al culpable, y para corregirle y ampararlo desean que se asocie el juez al protector caritativo: han empezado a unir sus esfuerzos y los unirán cada vez más, y las líneas que parecían paralelas se convertirán en círculos concéntricos. El visitador debe tener el convencimiento de que se propone un fin práctico, y juzgado como tal por los hombres experimentados; que la inteligencia y el sentimiento tienen armonías que se han desconocido, y por muchos se desconocen aún, y que su compasión defiende a la sociedad tal vez mejor que los cerrojos del carcelero y el hacha del verdugo.

Serán visionarios o videntes los que esperan un día en que se llame justicia a la caridad.

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¿Por qué en muchas páginas de este libro hablamos de abusos que no puede corregir, de males que no puede remediar, de innovaciones beneficiosas que no tiene medio de llevar a cabo el visitador? Porque no le vemos en su debilidad presente, sino en su fuerza futura; no aislado de la opinión desdeñosa, sino en comunicación de ideas y sentimientos, inspirándola e inspirándose en ella para llevar a cabo la transformación penitenciaria, cuyo preliminar es la reforma. El visitador de ahora merece mucho y puede poco, ya lo sabemos; del esfuerzo que necesita no tienen idea los que no han descendido a los abismos sociales, y su trabajo se parece al de los obreros que hacen fundaciones debajo del agua; lo más difícil es lo que no se ve; pero sin los pocos de hoy no habría los muchos de mañana; sí, muchos, porque todas las grandes abnegaciones dejan larga descendencia.

Las personas de acción viven sumergidas y ligadas al presente. ¡Triste vida de forzados intelectuales! Las personas de pensamiento se vuelven al pasado, que embellece el olvido de sus culpas, o al porvenir, que hermosea la esperanza de su justicia; cabe esta alternativa contemplando algunas fases de la vida social de otros tiempos; pero tratándose de prisiones, el pasado no puede inspirar simpatía más que a los verdugos.

Si los buenos hijos de las naciones que han hecho verdaderas reformas penitenciarias salvan los límites ensangrentados de sus fronteras, se afligirán al ver lo quo pasa en las prisiones del mundo al verlas por dentro, y cómo son realmente, no como aparecen con frecuencia en relaciones oficiales, que consideran patriótica la ocultación de la verdad. Si salvan la frontera, ¡ah! Sin pasarla hay en todos los países m ucho que deplorar al presente. ¿No es natural volverse al porvenir? ¿No es razonable esperar en él, considerando que hay mucha más distancia de una cárcel antigua a una penitenciaría moderna bien organizada, que de ésta a la que puede desear el amor más acendrado a la humanidad y la justicia?

Y la esperanza en el porvenir no es sólo consoladora por la idea de que habrá menos dolores, menos malvados, menos maldades en las prisiones, sino porque, yendo a ellas a consolar y moralizar, los visitadores se perfeccionan en la medida de su abnegación, y cuando su número sea grande, grande será su benéfica influencia social. El delincuente, en vez de malear a los buenos débiles y hacer peores a los malos, contribuirá. a purificar a los mejores. El que consuela es consolado, aprende el que enseña, se perfecciona el que corrige o procura corregir, tanto más cuanto mayor virtud necesita para intentarlo, y la caridad hace y hará algo parecido a lo que realiza la ciencia cuando convierte en medicina un veneno.

Si alguna vez la sociedad no se hace cómplice de ningún delito; si no impone al delincuente más pena que la justa; si le envía al visitador, apóstol de abnegación, para que le consuele y procure combatir su egoísmo, aquel día habrá hallado eco en el mundo la voz divina que decía en la montaña: «Amad a vuestros enemigos».




 
 
FIN