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El Viudo Lovel

W. M. Thackeray






ArribaAbajoCapítulo Primero

El Solitario de Beak Street


¿Quién va a ser el protagonista de este cuento? Yo, que lo escribo, no, pues no paso de ser el coro de la obra. Me limito a observar la conducta de los personajes y a narrar su sencilla historia. Hay en ella amor y matrimonio, amargura y desconsuelo; la acción se desarrolla en la sala de confianza y debajo de ella; aunque, en el presente caso, la sala y la cocina tal vez se hallen al mismo nivel. No figuran personajes pertenecientes a la vida aristocrática, a menos que se considere aristócrata a la viuda de un baronet; lo cual no procede en términos generales, pues, si bien es verdad que algunas señoras de tal calidad ostentan justamente aquella condición, no es menos cierto que otras distan mucho de merecer semejante preeminencia. Puede decirse que en todo el curso del relato no aparece un solo traidor. Veréis, sí, una odiosa y egoísta vieja: ladrona audaz, beneficiaria abusiva de la complacencia de los demás, antigua moradora de las casas de huéspedes de Bath y Cheltenham -acerca de las cuales, ¿qué podré saber yo, que jamás he frecuentado las casas de huéspedes de Bath ni de Cheltenham?- vieja tramposa y sablista, tirana de la servidumbre y altiva con los desgraciados, a quien pudiera cuadrar el papel de traidor, no obstante considerarse a sí misma como la mujer más virtuosa nacida de madre. La protagonista no se halla exenta de faltas y máculas -grata noticia para algunas gentes, porque habéis de saber que las mujeres impecables de ciertos autores son bastante insípidas. Probablemente juzgaréis al personaje central algo pícaro. Pero, ¿os merecen más elevado concepto muchos de vuestros respetables amigos?; y además, ¿saben los pícaros que son pícaros, o son más infelices por darse cuenta de ello? ¿Renuncian las muchachas a casarse con uno de estos hombres porque sea rico? ¿Rehusamos la invitación que alguno de ellos nos hace para comer en su casa? El último domingo oí en la iglesia a uno de estos señores; hizo gemir y llorar a lágrima viva a las mujeres; ¡oh, qué admirablemente predicaba! ¿No nos prosternamos ante su elocuencia y sabiduría en la Cámara de los Comunes? ¿No les encomendamos en la Armada misiones y cargos de la mayor importancia? Dígame si puede o no señalarme algún caballero de esta ralea que haya obtenido la dignidad de par. ¿Es que por su mujer de usted no llama por ventura a uno de estos señores cuando cae enfermo uno de los niños? ¿No nos deleitamos acaso con sus bellos poemas y con sus novelas? Desde luego; tal vez esta misma es leída y ha sido escrita por... Bueno. Quid rides? ¿Es que ya os dais a suponer que estoy reproduciendo el cuadro que contemplo en el espejo al afeitarme por las mañanas? Après. ¿Os figuráis que yo me figuro que no tengo defectos como cualquiera de mis vecinos? ¿Puede señalárseme alguna debilidad? Todos mis amigos saben perfectamente que existe un plato al cual no puedo resistir; no, imposible, a menos de que haya comido y repetido de él. De modo, querido señor o señora, que también ustedes tienen su debilidad, su manjar tentador -indudablemente, pues si ustedes no lo saben, sus amigos lo saben de sobra-. No, querido amigo; la suerte ha querido que ni usted ni yo seamos personas del más refinado intelecto, de gran fortuna, de rancio linaje, de virtud acrisolada ni de apostura y fisonomía intachables. Nosotros no somos héroes o ángeles ni moradores de antros vergonzosos ni alevosos criminales, ni traidores yagos, familiarizados con el puñal y el veneno... No nos empleamos en acibarar nuestras distracciones ni en destrozar nuestros juguetes, mezclar con arsénico nuestro pan cotidiano, entreverar mentiras en la conversación ni a desfigurar nuestra letra. No; nosotros no somos asesinos monstruosos, ni ángeles que se pasean por la tierra... Al menos, yo sé de uno que no lo es, como puede comprobarse cualquier día en casa, cuando el cuchillo corta mal o el cordero viene a la mesa crudo. Pero, en fin de cuentas, no somos brutales ni groseros, y no faltan gentes a quienes parecemos bien. Cierto que nuestra poesía no es tan hermosa como la de Alfredo Tennyson; pero aun acertamos a cincelar un dístico para el álbum de Fanny; nuestros chistes no serán de primera calidad, pero María y su madre ríen de buena gana cuando papá cuenta su historieta o suelta un chascarrillo. Todos tenemos nuestras flaquezas, mas no somos profesionales del crimen. Pues ni más ni menos que esto era mi amigo Lovel. Muy al contrario, cuando yo le conocí era el muchacho más inofensivo y amable que ha existido. Al presente, dada su nueva posición, tal vez se ha hecho distinguido -por cierto que ya no se me invita como antes a las más solemnes comidas, en las que apenas si se ve un diputado...; pero, ¡alto!, no adelantemos los acontecimientos-. Por la época en que se inicia esta historia, Lovel tenía sus defectos...; pero ¿quién de nosotros se halla libre de ellos? Acababa de enterrar a su esposa, la cual siempre le había tenido en un puño, según era público y notorio. ¡Cuántos son los amigos y cofrades que sufrieron análoga suerte! Poseía una bonita fortuna, que yo para mí quisiera, au que no puede negarse que hay hombres diez veces más ricos. Era un muchacho bastante guapo; si bien esto, señoras mías, es muy opinable, pues depende de que os agraden los rubios o los morenos. Tenía una casa de campo en Putney. Por último, tenía sus negocios en la City, y siendo de condición afable y hospitalaria, y disponiendo de unas cuantas habitaciones de sobra, sus amigos eran cariñosamente recibidos en Shrublands, especialmente después de la muerte de la señora de Lovel, la que, si en los primeros tiempos de matrimonio se mostraba conmigo bastante complaciente, cambió de táctica y terminó por significarme su antipatía de un modo ostensible, mirándome por encima del hombro. Pero se trata de una articulación a la que nunca he sido aficionado, aunque bien sé que hay gentes que no se cansan de comer de ella una vez y otra, que se cuelgan de ella y que no consienten separarse de ella. Con esto quiero decir que en cuanto observé que la señora de Lovel empezaba a manifestarse aburrida de mi compañía, empecé yo a venderme caro, y fingía hallarme comprometido siempre que Federico me invitaba a Shrublands; aceptaba sus débiles explicaciones, sus comidas en garçon, en Greenwich, en el club y en otros lugares análogos, sin descubrirle el enojo que la indiferencia de su esposa me producía...; porque, después de todo, él me había demostrado su amistad en más de una ocasión crítica, nunca le abandonó su innata liberalidad en Hart o en Lovegrove, y siempre pedía el vino que a mí más me gustaba, sin retroceder ante su precio. Por lo que hacía a la señora de Lovel, puede asegurarse que jamás existió en ella y yo verdadero afecto; en ningún momento dejó de parecerme una gordinflona, linfática, 1..., egoísta, presumida, insubstancial; y en cuanto a la suegra, que acostumbraba a permanecer en casa de Lovel todo el tiempo que su hija podía soportarla, ¿quién de los que conocieran a la anciana señora de Baker en Bath, en Cheltenham, en Brighton..., allí donde se reunieran viejas y chismosas cotorras, allí donde soplara el escándalo, allí donde se congregaran reputaciones averiadas, allí donde las viudas de sospechosa prosapia se atropellaban y peleaban mutuamente...; quién digo, de los que tal ambiente compartieran tenía un comentario piadoso para la desvergonzada estantigua? ¿Qué reunión no se disolvía a su llegada? ¿Cuál era el comerciante que no tuviera que arrepentirse de haber tratado con ella? Bien sabe Dios cuánto deseara yo hilvanar un cuento en el que apareciera una suegra buena. Pero, ¡ah!, señora mía, en las novelas son aburridísimas las mujeres buenas. No era tal, ciertamente, la mujer de que hablamos. Y no sólo distaba de ser aburrida e insípida, sino que era lo más desabrida que podéis imaginar. Tenía una lengua soez y escandalosa, un cerebro desquiciado, orgullo y arrogancia desmedidos, un hijo extravagante y muy poco dinero. ¿Qué más puede decirse de una mujer? ¡Ah mi buena señora Baker! Yo era un mauvais sujet, ¿no es así? Yo pervertía a Federico, induciéndole a fumar, a beber y a otra porción de bajos hábitos de célibe, ¿verdad? Yo, su antiguo camarada, que algunas veces le había pedido dinero durante los veinte años anteriores, no resultaba un amigo conveniente para usted y su linda hija. ¡Claro! Yo devolví el dinero que se me prestara como un caballero; pero, y usted, ¿lo pagó alguna vez? Me gustaría saberlo. Cuando, al fin, la señora de Lovel tuvo el honor de figurar en la primera plana de The Times, Federico y yo solíamos frecuentar, como he dicho, Greenwich y Blackwall; entonces su bondadoso corazón tornaba ya libre a las dulces sensaciones de la amistad, entonces ya podíamos regalarnos con la otra botella de tinto, sin que al punto sobreviniera Bedford con el café, que, en vida de la señora Lovel, se nos enviaba indefectiblemente, antes de que llamásemos para que se nos trajese la segunda botella, aun cuando ella y la señora de Baker hubiesen bebido tres copas de la primera. Tres copas hasta el borde cada una, mi palabra de honor. Nada, señora, que en cierta ocasión se permitió usted insolentarse conmigo y ahora me tomo el desquite. Aunque usted, vieja cacatúa, se jacta de no leer novelas, no faltará algún buen amigo que le haga fijarse en ésta. Aquí me complazco en retratarla, ¿sabe usted? Aquí será usted expuesta a la consideración del público, lo cual me propongo hacer con otra señora y con otro caballero que me han ofendido. ¿Es que va uno a someterse al desprecio y a los vejámenes de los demás, sin usar del derecho a la revancha? Las amabilidades y atenciones se olvidan fácilmente; pero las injurias..., ¿quién que tenga concepto de su propia dignidad deja de conservarlas en su memoria?

Antes de entrar en materia voy a permitirme advertir a los lectores que, aunque todo lo que he de decir es verdad, no habrá en todo el cuento una sola palabra de verdad; que, aunque Lovel es un hombre de carne y hueso que nada en la abundancia, y aunque no es difícil que le topéis en vuestro camino, os desafío a que me le señaléis con el dedo; que su esposa -porque ahora no vamos a ocuparnos de Lovel viudo- no es, ni mucho menos, la señora con quien os empeñaréis en identificarla, al decir -como diréis con vano afán-: «¡Oh! Ese personaje está inspirado en Fulana o está copiado de la señora Tal». No. Os equivocáis de medio a medio. ¡Cómo! Si hasta los prospectos editoriales casi estoy por decir que han de apelar a la pícara estratagema de anunciar: «Revelaciones acerca de la alta sociedad: El beau monde se encontrará grandemente impresionado al reconocer los retratos de sus ilustres próceres en la novela de costumbres de miss Wiggin, que va a ponerse a la venta». O «Sospechamos que en cierto palacio ducal ha de producir estupefacción el notar cómo el despiadado autor de Sugestivos misterios de May Fair ha sabido sorprender -y exponer con mano firme y decidida- ciertos secretos de familia, al tanto de los cuales sólo se suponía a unos pocos personajes de la más elevada aristocracia. Pero no; lejos de mi ánimo el tratar de atraer a un público inocente por medio de semejantes añagazas. Si os imponéis la prolija tarea de averiguar entre tantos miles de cabezas cuál es la que corresponde a cierto sombrero, en lo posible está que acertéis con ella; pero antes moriría el sombrerero que ayudaros a satisfacer vuestra curiosidad, a menos de que tenga alguna molestia que vengar, o tal cual bellaquería que castigar de cualquier individuo que no le sea fácil hallar a tiro en otra ocasión... entonces, sí; avanzará resueltamente y caerá sobre su víctima... -un obispo, una mujer relamida, o, mejor aún, cualquier pariente atravesado-, y le calará el sombrero hasta las orejas, de tal manera que todo el mundo ría a carcajadas al contemplar el tembloroso rostro del miserable, rojo como una remolacha, y llorando de rabia y humillación, sufriendo la befa y el escarnio de la sociedad. Además, no puedo olvidar que soy a la sazón comensal de Lovel, cuya amistad y cocina son reputadas como las mejores de Londres. Si ellos se percataran de que yo los sacaba a relucir, tanto él como su esposa dejarían de convidarme. ¿Y qué hombre noble y generoso cambiaría por un chiste de poco más o menos a un amigo tan estimable, o cometería la estupidez de ponerle en evidencia en una novela? La persona menos conocedora del mundo rechazaría un pensamiento de tal naturaleza, tanto por bajo y canallesco como por absurdo. Precisamente estoy invitado a su casa para un día de la próxima semana: Vous concevez?, me es imposible decir el día con precisión, porque entonces me descubrirían, y se acabarían las invitaciones para el antiguo amigo. No habría de gustarle aparecer en la historia, como tendría que figurar, representando a un hombre de escasa mentalidad. Él se considera a sí mismo persona de resolución y de firmes actitudes. Habla con rapidez, usa una ostentosa barba; se dirige con aspereza a sus criados -los cuales le prefieren... a esa prenda de marta o armiño en la que se guarecen en invierno las manos de las señoras-, y se conduce con su mujer de tal manera, que yo creo que ella cree que él cree que es el amo de la casa. «Isabel, hija mía, me parece que se refiere a A., o a B., o a D.» -creo oír decir a Lovel-; y que contesta ella: «¡Oh!, sí, no hay duda de que es D..., es su retrato». «Es D. clavado» -añade Lovel.

Ella por fuerza adivina que yo me propongo dibujar a su marido en las precedentes líneas; pero no me da testimonio de haberlo advertido sino por una intencionada cortesía: por -me será lícito decirlo- unas cuantas invitaciones más; por una mirada de aquellos ojos insondables -¡Dios bendito, pensar que usó gafas tanto tiempo y que aún los defendía a veces con una visera-, en los cuales, cuando se les mira en ciertas ocasiones, se puede bucear tan hondo, tan hondo, tan hondo, que desafío a cualquiera a penetrar hasta la mitad del misterio que encierran.

Cuando yo era muchacho tuve habitaciones en Beak Street y en Regent Street -claro que no he vivido en Beak Street, como no he vivido en Be1grave Square; pero estimo conveniente decirlo, y confío en que no habrá ningún caballero tan mal criado que se atreva a contradecirme... -viví, repito, en tiempo en Beak Street. Prior era el nombre de mi patrona. Esta señora había atravesado mejores épocas...; a muchas patronas les ha pasado lo mismo. Su marido..., no diremos el patrón, porque la señora Prior era la que gobernaba..., había sido en mejores tiempos capitán o teniente de la milicia; residió luego en Diss -Norfolk-, sin oficio ni beneficio; estuvo después en Norwich Castle preso por deudas; más tarde fue escribano en Southampton Buildings -Londres-; luego teniente y pagador en los Cazadores del Bom Retiro, al servicio de su majestad la reina de Portugal; por fin, estuvo en Melina Place, St. Georg's Field's, etcétera. Omito la reseña circunstanciada de una existencia que ya ha trazado paso a paso un biógrafo legal y que más de una vez ha sido objeto de investigaciones judiciales, llevadas a efecto por ciertos comisarios de Lincoln's Inn Field's. Prior, por este tiempo, después de haber salido a flote de cien naufragios logrando encaramarse en una barquichuela salvadora, actuaba de escribiente en la casa de un comerciante de carbón de la ribera. «Ya comprenderá usted, señor -decía él-, que mi colocación es transitoria... La fortuna de la guerra, la fortuna de la guerra». Chapurraba no pocas lenguas extranjeras. Su persona exhalaba un fuerte olor a tabaco. Ciertos hombres barbudos de los que se dedican a hollar con sus cascos los alrededores de Regent Street solían llegar por la tarde a preguntar por «el capitán». Era conocido en todos los billares de las cercanías, donde, según mis noticias, se le respetaba muy poco. No podréis haceros cargo, por lo que aquí ha de hablarse del capitán Prior, de lo inaguantable que resultaban el tal sujeto y sus groseras baladronadas, ni será fácil que os representéis la molestia que ocasionaban las repetidísimas demandas de pequeños préstamos, cuya pérdida era cosa descontada, todo lo cual habéis de suponer que ha ocurrido antes de levantarse el telón para el presente drama. Sólo dos personas en el mundo creo yo que se sentían movidas por la compasión hacia él: su mujer, que aún conservaba el dulce recuerdo del guapo mozo que le ofreciera su amor y supiera conquistarla, y su hija Isabel, a la cual Prior, durante los dos últimos meses de su vida y hasta que le atacara la enfermedad que le llevó al sepulcro, había acompañado todas las tardes a lo que él llamaba «la academia». Estáis en lo cierto. Isabel es el personaje central de la historia. Cuando la conocí era una delicada y esbelta muchacha de quince años. Tenía el rostro sembrado de pecas, y era un tanto rojizo su cabello. Su vestido era bastante corto. Solía pedirme prestados algunos libros y tocar el piano del vecino del piso primero, cuyo nombre era Slumley, siempre que éste se hallaba fuera de casa. Slumley era director de La Moda, periódico que se publicaba por entonces; era además autor de muchos cantos populares y amigo de varios almacenistas de música. Y, gracias a la influencia de mister Slumley, fue Isabel admitida como discípula en lo que la familia daba en llamar «la academia».

El capitán Prior acostumbraba a llevar a su hija a «la academia»; pero frecuentemente era Isabel la que tenía que encargarse de conducirle a su casa. Como tenía que esperar por los alrededores dos, tres o, cinco horas a veces, mientras que Isabel daba sus lecciones, era natural que sintiera deseo de guardarse del frío en algún lugar de entretenimiento de las inmediaciones de «la academia». Todos los viernes eran recompensadas la buena conducta y asiduidad de miss Bellenden y otras señoritas con un premio que consistía en una medalla de oro, y con frecuencia, hasta con veinticinco medallas de plata. Miss Bellenden entregaba a su madre la medalla de oro, guardando para sí tan solo cinco chelines, con los cuales los pobres chiquillos compraban zapatos y guantes y ella sus modestos artículos de sombrerería. Una o dos veces consiguió el capitán interceptar la mencionada pieza de oro, y creo poder decir que con ella obsequió a sus bigotudos amigos, los habituales apisonadores del pavimento del Quadrant; porque el capitán era un hombre espléndido, cuando tenía en su bolsillo dinero ajeno. Por diferencias surgidas con ocasión del arreglo de cuentas, se peleó con el comerciante de carbón, su último jefe. Isabelita, después de haberse rendido un par de veces a la importuna solicitud de su padre, haciendo todo lo posible por creer en sus promesas de reembolso, logró adquirir la entereza suficiente para negar a su padre la libra exigida. Sus cinco chelines... su pobre y flácido portamonedas, el que representaba sus caridades y humildes agasajos a sus hermanitos y hermanitas; sus pobres lujos y perfiles de aseo, hasta los detalles imprescindibles de su tocado; los guantes, cuidadosamente remendados; las medias zurcidas, el deslucido calzado, con el que había de trasponer una larga y fatigosa milla después de media noche; los mezquinos caprichos en forma de alfileres o brazaletes con que la pobre muchacha trataba de adornar las mangas o la bata casera...; sus pobres cinco chelines, de los cuales sacaba a veces María un par de zapatos, Tomasito una chaquetilla de franela y el pequeñín Bill un coche con su caballo..., esta miserable suma, esta pizca que Isabelita distribuía entre tantos pobrecillos..., mucho me temo que sufrió varias veces la confiscación paterna. Yo acusé a la muchacha del hecho, y no pudo negármelo. Formulé un voto tremebundo diciendo que si llegaba a enterarme de que daba otra vez la moneda a Prior, cambiaría de domicilio y no volvería a dar a los niños chucherías, boliches ni la monedilla de seis peniques; que tampoco volverían a gustar la picante mermelada, ni el mordiente pastel de jengibre, ni las estampas de personajes de teatro que luego iluminaba con su caja de pinturas; ni las prendas de desecho que aparecían después como pequeños trajes en las personas de Tomasito y de Bill; trajes que la señora Prior, Isabelita y la criada cortaban, recortaban, modificaban, planchaban, estiraban y zurcían con la mayor ingenuidad. He de decir que, dadas mis relaciones con los Prior..., teniendo en cuenta los préstamos que les hacía, aquellos trajes y el cariñoso trato que yo daba a los niños... se me hacía muy duro que desapareciesen mis tarros de mermelada y que volaran mis botellas de aguardiente.

¡Y que aun trataran de asustar a su hermano con el cuento del acreedor inexorable!... ¡Ah, señora Prior! ¡Vaya con la señora Prior! Así marchaba Isabelita a su escuela, envuelta en un raído chal, cubierta su cabeza con un anticuado sombrerete y con un vestidillo más corto de lo que correspondía a su estatura, salpicado de lodo y mostrando el lodo de todos los temporales, mientras que alguna de las otras señoritas, sus compañeras, sacaban de su medallas de oro mucho mayor provecho. Miss Delamere, con sus diez y ocho chelines semanales -eso de llamarles medallas de plata habéis de saber que era tan sólo una broma mía-, tenía veinte sombreros nuevos, vestidos de satín y seda para todas las estaciones, plumas en abundancia, vaporosos trajes, caprichosos pañuelos, un sinnúmero de dijes, moldes para gelatinas en forma de corona, botella de jerez, manta y cuanto pueda imaginarse por una compañera caída en la desgracia y el abatimiento; en cuanto a miss Montanville, que disfrutaba exactamente la misma sala..., bueno; que recibía exactamente de la escuela la misma cantidad, a saber, unas cincuenta libras anuales..., poseía un elegante y coquetón chalet en Regent's Park, un milord de un caballo, que lucía brillantes arneses bronceados, y un lacayo que ostentaba en la cinta de su sombrero un prodigioso lazo de oro, lacayo al que, por cierto, se trataba en la parada de coches con espantoso desprecio; una tía o una madre, no lo sé a punto fijo -vale más que fuera sólo una tía-, siempre muy decorosamente ataviada, que escoltaba a miss Montanville, que también se adornaba con pulseras y aderezos y que usaba abrigos de terciopelo de los más rico y lujoso. Cierto que miss Montanville era una gran economista. Jamás se supo que auxiliara a una amiga desgraciada ni que diese a un semejante a punto de desfallecer un mendrugo o un vaso de vino. Ella entregaba diez chelines todas las semanas a su padre, cuyo nombre era Boskinson, que desempeñaba, según parece, el cargo de sacristán en un oratorio de Paddington; pero miss Montanville jamás le veía..., ni cuando estuvo en el hospital tan enfermo; y aunque no puede negarse que prestara trece libras a miss Wilder, tampoco debe ocultarse que llevó a la cárcel a la Wilder por un pagaré de veinticuatro, y que vendió hasta el último enser de la Wilder, con escándalo y vergüenza de toda la academia. Luego, miss Montanville fue víctima de un accidente, que deplorará todo aquel a quien le venga en gana. En la tarde del 26 de diciembre de mil ochocientos y tantos, cuando los directores de la academia obsequiaban a sus amistades en la fiesta de Pascua con la gran panto..., mejor dicho..., cuando celebraban ante sus relaciones sus exámenes las alumnas de la academia..., la Montanvilla, que hubo de presentarse, no en su milord esta vez, sino en una espléndida y aérea carroza tirada por palomas, cayó desde un arco iris, atravesando el baldaquino de la reina Amaranthine, a punto de herir a miss Belleden, que ocupaba el trono, ataviada con manto celeste salpicado de lentejuelas, agitando una varita mágica y pronunciando unos versos estúpidos compuestos por el profesor de Literatura adscrito a la academia. Dejemos a la Montanville cayendo por la trampa, gritando; dejémosla que se rompa una pierna, que se la lleven a su casa y que no vuelva a figurar entre los personajes de este cuento. No podría hablar nunca. Su voz era ronca y destemplada como la de una pescadora. ¿Será posible que esa descomunal y vieja acomodadora del... teatro, que importuna a las señoras en la primera grada del patio para ofrecerles esa abominable banqueta, cuyo único objeto parece ser el de que tropiece en ella todo el mundo, viéndose obligado a marcar una grotesca cortesía; que ésa que se manifiesta tan solícita, cual si reconociese como a una antigua amiga a la espléndida señora que llega al palco..., ¿puede esta anciana identificarse con la brillante Emilia Montanville de otro tiempo? Se me dice que no existen acomodadoras en los teatros ingleses. Esto no es sino una prueba del consumado artificio y cuidado con que yo substraigo a la curiosidad malsana las personas en que se inspiran los personajes de esta novela. La Montanville no es una acomodadora. Tal vez pueda bajo otro nombre regentar una bisutería en Burlington Arcade, por motivos fáciles de comprender; mas no habrá tormento que me induzca a divulgar el secreto. La vida tiene sus alzas y sus bajas, y usted, anciana coja, ha tenido las suyas. ¡La Montanville! ¡Sigue tu camino! ¡Toma un chelín! -Gracias, señor-. ¡Llévate esta dichosa banqueta, y que no vuelva a verte más!

En cuanto a la hechicera Amaranthine, se parecía a cierta simpática señorita de cuyos años de juventud algo hemos leído ya. Hasta las doce de la noche, envuelta en un manto chispeante, dirige la danza en compañía del príncipe Gradini -más conocido por Gradi en sus épocas de triunfos en el teatro Real de Dublín-. Durante la cena ocupa su asiento junto al real padre del príncipe -que vive todavía y aun reina de vez en cuando, por lo cual no revelaremos su venerado nombre-. Hace ademán de beber en la dorada copa y de comer del monumental pudding. Sonríe cuando el irascible viejo monarca golpea a los marmitones y al primer ministro: Irradia espléndidos fulgores; centellean las mil joyas que guarnecen su tocado, joyas ante las cuales resulta el Koh-i-noor un guijarrillo mísero y opaco. Desaparece en una carroza que para sí la quisiera el lord mayor. Y... ¿quién es esa muchacha que a media noche marcha de prisa hacia su casa con ese ajado sombrerete, ese chal de algodón y ese traje con los bajos franjeados de lodo, atravesando las calles encharcadas?

Nuestra cindarella se levanta temprano; empléase bastante en los quehaceres de la casa; viste a sus hermanos y hermanas y prepara el desayuno de su papá. En los días que no tiene que asistir a las lecciones de la mañana en la academia coadyuva a los menesteres de la comida. ¡El cielo nos asista! Ella solía traerme la comida cuando yo comía en casa, y se encargaba de confeccionar el famoso caldo de carnero cuando yo padecía de catarros. Venían a casa algunos extranjeros... profesionales para visitar a Slumley en el primer piso; eran capitanes desterrados de España y Portugal y camaradas del padre de ella en sus épocas de guerrero. Es sorprendente cómo se asimilaba el acento de todos ellos y cómo aprendía muchos términos franceses e italianos. Tocaba, como ya he dicho, el piano algunas veces en el cuarto de mister Slumley; mas hubo de privarse de semejante expansión y aun de visitarle. Se me figura que no era un hombre de principios. Su periódico contenía desenfadados ataques para muchas reputaciones, y en La Moda hallaríais los más calurosos elogios y las más crudas injurias para la gente de teatro. Recuerdo haberle encontrado algunos años después en el vestíbulo de la ópera, expresándose en forma ruidosa al oír anunciar el coche de alguna señora, y decir vociferando en tonos bastante fuertes, que no necesitan ser exactamente reproducidos: «¡Ahí tienen ustedes a esa mujer! ¡Que se vaya al...! ¡A ésa la hice yo! ¡Yo le conseguí un contrato cuando su familia estaba pereciendo, sir! ¿La ha visto usted? ¡Ni siquiera me mira!» Y la verdad es que en aquel momento no era mister S... un objeto muy digno de contemplación. Recuerdo que hubo alguna que otra gresca con este hombre cuando vivimos juntos en Beak Street. Siempre que encontraba una dificultad, resolvíala ambulando. Abandonó la casa, dejándose un costoso y magnífico piano en prenda de una crecida suma que debía a la señora Prior, y no tardaron en llegar para llevarse el instrumento los almacenistas de música, que eran sus propietarios. Por lo que hace a la edificante biografía de mister S..., no hablemos. Porque es una afrenta para la literatura decir que escriben en periódicos personas tan bajas y desacreditadas.

Nada, queridos amigos, se escapa a vuestra penetración; si os hago un chiste, halláis al instante la intención, y vuestra sonrisa premia al socarrón que os divierte. Por eso comprendisteis en seguida, cuando yo os hablaba de Isabel y su academia, que se trataba de un teatro en que la pobre chica bailaba por una guinea o veinticinco chelines semanales. Bien veo que tuvo que derrochar habilidad y méritos para llegar a los veinticinco, porque no era bonita por aquel entonces; era tan sólo una basta y morenucha mujer en cierne de grandes ojos. Dolphin, el director, no reparaba mucho en ella, y así pasaba ante él en el regimiento de sirenas, de bayaderas, de hadas o de doncellas de la mazurka -con sus lanzas ondulantes y sus coturnos escarlata-, casi tan desapercibida como los dragones armados cuando su alteza real el feldmariscal galopaba frente a las filas. No hubo triunfos dramáticos para miss Bellenden. Nadie arrojó a sus pies ramos de flores. Ningún taimado Mefistófeles..., enviado de tal cual Fausto de fuera..., intentó corromper a la dueña ni traído a la señorita joyeles con brillantes. Si la Bellenden hubiera atraído a semejante admirador, Dolphin no sólo se sorprendiera, sino que probablemente hubiera elevado su salario. Pues aunque se trataba de un individuo de moral nada estricta, no dejaba de respetar ciertos principios. «Esta Bellenden es una buena chica -decía al que esto escribe-. Trabaja mucho. Entrega el dinero a su familia. El padre es una alhaja. Es una familia de cuidado, según he oído», y pasó a otro de los innumerables asuntos de los que de continuo solicitan a un empresario.

Mas ¿qué razón habría para que una pobre patrona hiciese tan gran misterio de tener una hija que se gana honradamente una guinea bailando en un teatro? ¿Por qué insistía tanto en llamar al teatro academia? ¿Por qué había la señora Prior de hablarme en esa forma a mí, que conocía la verdad, y al que nunca Isabel guardó secreto respecto a la índole de sus ocupaciones?

En la vida de la pobreza decente hay acciones y eventos que no está de más ocultar bajo tupido velo. Cualquiera de nosotros podemos, si nos viene en gana, traspasar la pantalla. A menudo no hay tras ella vergonzosos espectáculos...; sólo fuentes vacías, restos míseros y otras tristes señales que evidencian la escasez y el frío. ¿Pero a quién puede exigírsele que muestre al público sus andrajos y pregone por las calles el hambre que padece? Por aquel tiempo, la señora Prior -cuyo carácter ha variado desde entonces en el sentido de una menor amabilidad- tenía un aire respetable. Sin embargo, como ya he dicho, mis provisiones desaparecían con notable rapidez; mis botellas de vino y de aguardiente no dejaron de volar hasta que las puse al abrigo del aire y encerrádolas en una alacena...; la mermelada de frambuesa de More, golosina que me dominaba y permanecía en la mesa unas cuantas horas, siempre se la había comido el gato, cuando no aquella pequeña y maravillosa criada para todo, tan activa, tan sumisa, tan bondadosa, tan sucia, tan servicial. ¿Era realmente la muchacha la que se apoderaba de mis provisiones? Yo he visto la Gazza Ladra, y sé perfectamente que con frecuencia se acusa a estas pobres criadas, con notoria injusticia; esto, sin contar con que en mi caso confieso que me tenía completamente sin cuidado quién fuera el culpable. Al hacer el balance del año, un hombre solo y libre no es mucho más pobre porque tenga que pagar este impuesto doméstico. Un domingo, al anochecer, hallándome retenido en la cama por un catarro, y después de haber gustado el fiambre que Isabel me preparaba y me traía, yo la supliqué que sacase de la alacena, cuya llave le daba, cierta botella de aguardiente; la miré, y ella fijó sus ojos en mí. Era inequívoca la agonía que la embargaba. Apenas había quedado una gota de aguardiente; todo había volado; era domingo, y aquella tarde no había ya medio de proporcionarse aguardiente.

Isabel advirtió mi contrariedad. Dejó la botella y rompió a llorar. Al principio trató de contenerse, mas no tuvo otro remedio que dejar correr sus lágrimas.

-Hija mía... Niña querida -dije yo, tomando su mano-, no vaya usted a suponer que yo pienso que usted...

-No... -dijo, pasándose las manos por los ojos-. No...; pero la última vez que estuvo aquí mister Warrington aun quedaba algo. ¡Oh! Póngale usted en un armario seguro -díjome con prosodia harto defectuosa.

-¡Un armario de seguridad! -la observé yo-. ¡Cómo me extraña que usted, que pronuncia tan bien palabras inglesas y francesas, tenga esos tropezones en el inglés! Su madre hablaba bastante bien.

-Porque ella nació señora. A ella no la dedicaron a oficiala de sombreros, como a mí, ni se vio obligada a convivir con esa escandalosa caterva de muchachas... ¡Oh, qué atmósfera! -lloraba Isabelita, juntando sus manos con desesperación.

En aquel momento las campanas de St. Beak empezaron a anunciar el oficio vespertino alegremente. «¡Isabel!» oí gritar desde abajo, con su voz de timbre masculino, a la señora Prior. Y a la iglesia se encaminó la muchacha, pues ni ella ni su madre perdían un solo domingo. Yo declaro que dormí tan admirablemente como si hubiera tomado el aguardiente y el agua.

Luego que nos hubo dejado Slumley, vino a mí un día la señora Prior, con aire meditabundo, a preguntarme si tenía algo que objetar a madame Bentivoglio, la cantante, como inquilina para el piso primero. ¡En verdad que esto era ya demasiado! ¿Cómo iba yo a dedicarme a mis trabajos con aquella mujer, ensayando todo el día y berreando debajo de mí? No hay para qué decir que el desahucio de esta señora, que hubiera constituido una proporción excelente, me cerró el camino para negarme a prestar a los Prior algún dinero más; Prior me encareció su propósito de tratarme en lo sucesivo en forma completamente distinta, y me extendió un recibo por una cantidad doble de la que últimamente le había prestado, asegurándome por el cielo y comprometiéndose a devolvérmelo por su honor de militar y de caballero. Vamos a ver. ¿Cuántos años hará de esto?... ¿Trece, catorce, veinte? ¿Qué más da? Me parece, linda Isabel, que si vieses ahora la firma de tu desdichado padre no vacilarías en pagar. Hace poco, precisamente, revolviendo entre los papeles de una antigua caja, que no había abierto en quince años, hallé aquel documento junto con otras cartas escritas..., no importa por quién..., un guante al que yo atribuyera en otro tiempo un valor absurdo y aquel chaleco verde esmeralda, regalo de la señora Macmanus, que lucía en el baile del Fénix Park de Dublín una vez que bailé con ella. ¡Señor, señor! No volvería el chaleco a ceñir mi talle ahora. ¡Cómo se agrandan las cosas!

Aunque no se me ocurrió jamás reclamar aquella cuenta de cuarenta y tres libras -veintitrés de las cuales hube de anticiparles en otra ocasión para evitar un desahucio...-, a mí, que nunca pensé reintegrarme de dicha cantidad, como tampoco soñé en llegar a ser lord mayor de Londres..., se me hacía un poco duro que la señora Prior escribiese a su hermano ausente -con admirable letra, por cierto-, bendiciendo a la Providencia, que se había servido concederle una saneada renta, ofreciéndole elevar sus constante plegarias para que Dios le conservase largo tiempo en el disfrute de su fortuna, e informándole de que cierto inflexible acreedor, que no quería nombrar -aludiéndome a mí-, que tenía a mister Prior bajo su garra -como si yo una vez en posesión de aquel garabato hubiera sabido qué hacer con él-, por tener en su poder un pagaré por valor de cuarenta y tres libras, catorce chelines, cuatro peniques, y que vencía en 3 de julio -mi cuenta-, estaba decidido a llevarlos a la ruina si no se le pagaba una parte antes de esa fecha. Cuando visité mi antiguo colegio y estuve en casa de Sargent, en Boniface Lodge, me trató lo mismo que si fuera aún estudiante; apenas si me habló en el comedor donde comí, en la mesa de los alumnos, y sólo me invitó a uno de aquellos inaguantables tés de la señora Sargent en todo el tiempo que duró mi estancia. Y precisamente a instancias de este hombre vine yo a dar en los Prior. Un día se acercó a hablarme de sobremesa; empezó a charlar conmigo entre carraspeos, se sonrojó y en tono pomposo se refirió a una infortunada hermana que tenía en Londres..., matrimonio desdichado y prematuro...; el marido, el capitán Prior, caballero del Cisne, con dos collares de Portugal; oficial distinguidísimo, pero especulador imprudente...; magnífico alojamiento en el centro de Londres, tranquilo, a pesar de hallarse junto a los clubs... y si caía enfermo -yo soy un inválido declarado-, la señora Prior, su hermana, me cuidaría como una madre. En una palabra: que caí en manos de los Prior; tomé las habitaciones: Amelia Juana, la sucia doncellita ya apuntada, arrastraba una carretilla en la que conducía un par de criaturas en análogo estado de presentación, y aun marchaba junto a ellos otro llevando en sus brazos a un cuarto, casi tan grande como él. La menuda gentecilla, después de pisar los inundados pavimentos de Regent Street, desembocaba en el manso arroyo de Beak Street, cuando la casualidad me llevó en su seguimiento. La pequeña caravana se detuvo junto a una puerta, la misma que yo buscaba, y que fue franqueada por Isabel, apenas salida de la niñez entonces, con sus negros cabellos que caían sobre sus ojos solemnes.

El espectáculo de aquella gente menuda, que hubiera horrorizado a otro cualquiera, acertó a atraerme. Yo soy un solitario. Alguien me maltrató una vez, no importa en qué lugar. Si yo hubiera tenido hijos, presumo que hubiera sido bueno para ellos. Juzgaba a Prior un vulgar y redomado truhán y a su esposa como una artera y hambrienta mujercita. A mí los niños me divertían, y tomé las habitaciones pensando regalarme con el placer de oír por la mañana sobre mi cabeza el taconeo de sus piececitos. La persona a que me refiero tenía varios pequeños...; el marido era juez en las Indias occidentales... Allons. Ahora ya saben ustedes cómo me fui a vivir con los Prior.

No obstante ser a la sazón un viejo célibe recalcitrante y jurado -me llamaré mister Batchelor, si os parece, en esta historia; y alguien hay lejos... muy lejos, que sabe perfectamente por qué jamás he de abrazar otro estado-, era yo un muchacho bastante alegre. No iba más allá de los placeres propios de la juventud; aprendí el rigodón con objeto de bailar con ella en aquellas largas vacaciones, cuando iba a leer con mi amigo el joven lord vizconde Poldoody en Dubl... ¡Psh! ¡Quieto, atolondrado corazón! Tal vez malgastara el tiempo durante el bachillerato. Tal vez leyera demasiadas novelas, concediendo atención excesiva a la «literatura elegante» -ésta era nuestra frase habitual- y hablaba con demasiada frecuencia en la Unión, donde disfrutaba de una reputación considerable. Mas las palabras floridas no me granjeaban los premios del colegio. Me separé de mis camaradas; caí poco después en desgracia con mis parientes; pero conquisté una modesta independencia, que afiancé tomando algunos discípulos para el repaso y el grado común. Por fin la muerte de un pariente me proporcionó una renta pequeña, con la que abandoné la Universidad y me trasladé a Londres.

Durante mi tercer año de colegio llegó a Saint-Boniface un joven que fue uno de los pocos caballeros distinguidos que figuraban entre los pensionistas que componían nuestra sociedad. Su popularidad creció rápidamente. Cualquier muchacho amable y corriente hubiera sido bien recibido, casi puedo asegurarlo, aun sin ser más rico que el resto; pero es innegable que la adulación, la banalidad, el servilismo, son vicios que arraigan tanto en la mocedad como en la madurez; y un muchacho rico, en la escuela o en el colegio, tiene siempre sus secuaces, escuderos, lugartenientes y cortes pequeñas, como cualquier viejo millonario de Pall Mall, de esos que en su club pasean la vista por encima para elegir al convidado del día, mientras que los humildes parias esperan ansiosamente, pensando: «¡Ah! ¿Me llevará esta vez o invitará a ese abominable, reptil y empedernido gorrón de Henchman?» Lo de siempre cuando se trata de parásitos y de aduladores. No, señor mío, no es que yo vaya a decir que usted sea uno de ellos; y me atreveré a decir que sería bajo y mezquino el que dedicásemos a un hombre nuestra simpatía por la sola razón de que tiene dinero. «Sé muy bien -solía decir Federico Lovel- que muchos amigos vienen a mi habitación a causa de mi prodigalidad, porque mi vieja ama de gobierno tiene almacenado vino en abundancia y porque doy buenas comidas; no me engañan; al menos, tiene que ser más agradable acercarse a mí, disfrutar de mis convites y de mis vinos añejos, que no acudir a los malditos tés de Jack Highsons o a la desagradable cervecería de Oxbridge que tiene Ned Roper». Hay que confesar, en suma, que las reuniones de Lovel resultaban más agradables que las de cualquiera otro compañero del colegio. Tal vez la excelencia del trato y el cuidado que se ponía en atender a los invitados hacíalas más encantadoras. Una comida servida en platos de estaño está muy bien, sin duda alguna, y yo recuerdo estos banquetes con plena gratitud de mi corazón; pero un almuerzo con pescados de Londres, con el aditamento posterior del juego, amén de tres o cuatro sabrosas entrées, es mucho mejor..., y no hay que olvidar que no había en toda la Universidad un cocinero que rivalizara con el nuestro de Saint-Boniface, y, ¡oh, dulces tiempos!, el apetito y las digestiones de entonces hacían las comilonas doblemente agradables. Entre Lovel y yo nació una amistad que confío no ha de disminuir ni siquiera con la publicación de este libro. El período que sigue inmediatamente a la reválida del bachillerato suele ser crítico y embarazoso. Los proveedores acostumbran a exigir con cierta rudeza la liquidación de sus cuentas. Los impresos que encargábamos Calidi Juventa; aquellos alfileres de corbata que los joyeros prendían a la fuerza en nuestros pechos sencillos; aquellas caprichosas prendas que cambiábamos por nuestros libros, y aun por nosotros mismos, todo aquello había de ser pagado por el recién graduado. Mi padre, que entonces vivía, rehusaba satisfacer aquellas demandas, esgrimiendo el argumento justo -tengo que confesarlo- de que mi pensión era bastante considerable y de que las entenadas no era equitativo que sufriesen perjuicio por consecuencia de mis extravagancias. Todo esto hubo de colocarme en situaciones difíciles y hasta de ponerme en riesgo de ser encarcelado, si no hubiera sido por Lovel, el cual, aun bordeando el peligro de ser condenado a reclusión campestre, corrió a Londres a ver a su madre -que entonces tenía razones especialísimas para mostrarse complaciente con su hijo- y obtuvo de ella una cantidad, que se apresuró a llevarme a la horrible fonda de mister Shackell, en que yo me hospedaba. Tenía llenos de lágrimas sus ojos cariñosos; apretó mi mano entre las suyas cientos de veces, al tiempo que me iba entregando los billetes; el inspector mayor -pues Sargent era entonces simple inspector-, que llegaba en aquella ocasión dispuesto a conducir a Lovel ante el rector, a causa de una infracción de disciplina, dejó escapar una lágrima cuando yo, con elocuencia conmovedora, le expliqué lo ocurrido, y el asunto quedó zanjado con un Porto especial de 1811, del que libamos copiosamente aquella tarde en el cuarto del inspector. Cúpome la dicha de liquidar con Lovel por medio de algunos plazos trabajosos. Tomé discípulos, como he dicho; emprendí trabajos literarios; me puse en relación con una revista, y, aunque me sonroje un poco el decirlo, llegué a imponerme al público como un estudiante clásico. No desmereció mi reputación de hombre ilustrado cuando, al morir mi padre, consolidé mi modesta independencia; y mis traducciones del griego, mis poemas firmados por Beta y mis artículos publicados en el periódico del que fui copropietario durante varios años no dejaron de tener su pequeño éxito en aquellos días.

En Oxbridge, si no obtuve distinciones académicas, tuve ocasión de mostrar mi gusto literario. Logré un año en Boniface el premio de composición, y me declaro culpable de haber escrito ensayos, poemas y hasta una tragedia. Mis compañeros me hicieron objeto de chacota -una simple broma servía para divertir a aquellos borrachuelos y mantener su risa largo tiempo-...; no me hiere la alegría que gozaron a mi costa, con ocasión de cierto compromiso que adquirí a mi llegada a Londres, y en el que no hubiera dejado de caer aunque hubiera comprado las verdes antiparras de Moisés Prim Rose. Mi Jenkinson era un antiguo compañero de colegio a quien tuve la idiotez de suponer una persona decente; el amigo poseía una lengua muy pulcra y un aspecto exterior respetable y santo. Era un predicador bastante popular, y acostumbraba a gritar mucho en el púlpito; entre éste y un extraño comerciante en vinos y usurero llamado Sherrick se dieron traza para hacerme adquirir la posesión de aquel periódico literario llamado Museum, que tal vez recordaréis; ésta fue la selecta propiedad literaria que me llevó a comprar con su labia seductora mi amigo Honeyman. Soy un hombre sin malicia; el amigo de marras hállase ahora en la India, donde presumo que las estará pagando todas juntas. Atravesaba una honda penuria cuando me vendió Museum. Se puso por las nubes al decirle yo algún tiempo después que era un estafador, y escondiendo sus sollozos tras el pañuelo, me dijo entre gemidos que algún día pensaría mejor acerca de él; análogas quejas formuladas por mí frente a su cómplice Sherrick produjeron efectos contrarios, pues reventó en una carcajada en mis propias barcas y me dijo: «Tú has sido tonto». Y tenía razón mister Sherrick. Era, en efecto, un cándido el que tratase con él cuestiones de dinero; y también estaba en lo cierto el pobre Honeyman, pues no pienso ahora de él tan mal como antes. Un muchacho oprimido por la escasez de dinero no podía resistir a la tentación de explotar a un joven inexperto como yo. No tengo más remedio que confesar que aquel dichoso Museum me dio ínfulas de editor y que me sugirió el propósito de educar el gusto del público y de difundir por toda la nación la moral y la sana literatura, así como que obtuve una liberal remuneración de mis servicios. Declaro haber insertado mis propios sonetos, mi propia tragedia, mis propios versos -inspirados en un ser sin nombre, cuya conducta había hecho sangrar, y no poco, a un corazón leal-. Confieso haber escrito artículos satíricos, en los cuales campeaba la sutileza de mi ingenio, y trabajos de crítica, cuyos materiales afanaba en las enciclopedias y en los diccionarios biográficos; trabajos que denotaban una suma de conocimientos que hoy mismo me asombrarían. Declaro que entonces me ofrecí al público como un perfecto papanatas; pero, dígame usted, amigo mío, ¿no ha hecho usted nada semejante? Si no habéis sido cándidos alguna vez, es difícil que lleguéis a ser hombres avisados.

Creo que fue mi notable colega del piso primero -él también había tenido con Sherrick relaciones económicas y visitádole tres o cuatro veces en las prisiones metropolitanas- el que primeramente me hizo ver la burla sangrienta de que se me había hecho víctima con motivo del periódico. Escribía Slumley en un periódico que se imprimía en el mismo sitio que el mío. El mismo muchacho solía traer las pruebas para los dos..., una pizca de mozalbete, de ojos muy vivos, que a los diez y seis años apenas representaba doce. Hombre ya por su discreción, tenía la estatura de un niño..., caso frecuente entre la gente pobre.

Este pequeño Dick Bedford acostumbraba a pasar largas horas sentado y dormido en mi antesala o en la de Slumley, mientras que corregíamos nuestros valiosos trabajos. Slumley era un caritativo malvado, y compartía con el chico sus comestibles y bebida. Yo gustaba también de obsequiar al muchacho con algo de mi almuerzo, y disfrutaba viéndole comer. Sentado con su cartera entre las rodillas, durmiendo con la cabeza hundida entre los hombros, y con los pies que no alcanzaban al suelo, hacía Dick una figurilla conmovedora. El borrachín del capitán le concedía un gesto de bienvenida cuando bajaba las escaleras con aire retador, llevando en la mano la chaqueta y el chaleco para dirigirse a su gabinete de aseo, detrás de la cocina. Los niños y Dick eran buenos amigos: Isabel protegíale y hablaba con él de vez en cuando, siempre en tono grave. ¿Conocéis al músico Clancy?... ¿Le conocéis tal vez mejor bajo el nombre de Federico Donner? Donner solía poner música a los versos de Slumley, o viceversa, y de vez en vez venía a Beak Street, donde trabajaba en el piano del poeta. A los sones de esta música centelleaban los ojos del pequeño Dick. «¡Oh, esto es admirable!» -decía el entusiasta joven-. Debe decirse que aquel bondadoso hereje de Slumley no sólo daba al chico algunos peniques, sino que le regalaba billetes para funciones y conciertos. Dick tenía en su casa una pequeña colección de trabajos; de mi toga de estudiante le aderezó su madre un magnífico chalequillo, y tanto él como su madre, que era una excelente mujer, ataviados con sus ropas mejores, ofrecían un aspecto bastante decoroso para el gallinero de cualquier teatro de Inglaterra.

Entre los espectáculos públicos a que asistía mister Dick, solía frecuentar la academia en que bailaba miss Bellenden, y de la que la pobre Isabel Prior salía después de media noche envuelta en su raída túnica. En cierta ocasión en la que el capitán, padre y protector de Isabel, se encontraba dificultoso para emprender una marcha regular, y con el habla tan escandalosa e incoherente que comenzaba a llamar la atención de los señores de la policía, surgió Dick, colocó en un coche a Isabel y a su padre, pagó de su bolsillo el recorrido y los trajo a casa en triunfo, ocupando él mismo el pescante. Yo acertaba a llegar a casa en aquel instante -de una de aquellas elegantes soirées que daba miss Wateringham en Dorset Square-, y cuando trasponía mi puerta entraba Dick con su impedimenta. «Tome usted, cochero» -decía Dick, alargando el dinero y mirando con sus ojos brillantes-. Era mucho más agradable contemplar esta cara llena de vida que no aquélla del capitán, que entraba en su casa vacilante. Según me dijo Isabel, rompió Dick a llorar cuando una semana después intentó devolverle el dinero; era aquél, en opinión de Isabel, un muchacho excepcional. Y así era, en efecto.

Volvamos a mi amigo Lovel. Estaba yo precisamente induciéndole a que hiciera el grado -examen que, acá para entre nosotros, nunca pensé que pudiera salvar airosamente-, cuando me hizo saber de pronto desde Weymouth, donde se hallaba pasando las vacaciones, su propósito de dejar la Universidad y de hacer un viaje al extranjero. «Han ocurrido cosas, amigo querido -me escribía, que hacen la casa de mi madre un lugar de tristeza para mí -poco sospechaba yo, cuando fui a la ciudad para cuidarme de tu asunto, la verdadera causa de aquella milagrosa amabilidad para conmigo-. Mi corazón se hubiera destrozado, Carlos -mi nombre de pila es Carlos-, si las heridas no hubieran encontrado un lenitivo

En el curso de este capítulo se habrá advertido la sombra de algunos pequeños misterios, a cuenta de los cuales, de ser yo aficionado a esta clase de artificios, podía fácilmente haber mantenido al lector intrigado por espacio de un mes:

1. ¿Por qué insiste la señora Prior en llamar academia al teatro en que baila su hija?

2. ¿Cuáles eran las razones especiales que movieron a la señora Lovel a mostrarse tan complaciente con su hijo y entregarle ciento cincuenta libras no bien se las pidiera?

3. ¿Por qué estuvo a punto de destrozarse el corazón de Federico Lovel?

Y 4, ¿Quién era el lenitivo de sus dolores?

Voy a contestar inmediatamente, sin el más leve intento de dilación o circunloquio:

1. La señora Prior, que había recibido dinero en muchas ocasiones de su hermano, Juan Erasmo Sargent, rector de Saint-Boniface, sabia perfectamente que si el rector, a quien había ella estado atosigando toda la vida, se enteraba de que a su sobrina se la había mandado a la escena, no habría de darles un chelín más.

2. La razón de que Emma, la viuda de Adolfo Loeffer, confitero de Whitechapel Road, hubiese acogido con tanta amabilidad a su hijo Adolfo Federico Lovel, Esq. del colegio de Saint-Bonifacce de Oxbridge y socio principal de la mencionada casa de Loeffel, casi un niño aún, consistía en que ella, Emma, se hallaba a punto de contraer segundas nupcias con el reverendo Samuel Bonnington.

3. El corazón de Federico Lovel se conmovió tan profundamente al enterarse de ello, que adoptó gestos y ademanes de Hamlet; se vistió de negro; empezó a gastar melenas que llegaban hasta los ojos, y presentó mil señales exteriores de pena y desesperación, hasta que...

Y 4. Luisa -viuda de sir Popham Baker, de Bakerstown Cº Kilkenny -baronet- indujo a mister Lovel a emprender un viaje al Rin con ella y Cecilia, cuarta y única hija soltera del difundo sir Popham Baker.

El concepto que yo formé de Cecilia ya lo he consignado con toda candidez en una de las páginas anteriores. Ahora, me ratifico en aquella opinión. No he de repetirla. Me desagrada el tema, como me desagradaba en vida aquella mujer. No sabré decir lo que Federico encontrase en ella digno de admirarse. No es poca suerte para todos nosotros la variedad de gustos que reina en hombres y mujeres. A esta mujer no la veréis viva en esta historia. Veréis, sí, su retrato pintado por el difunto mister Gandish. Aparece en la pintura pulsando un arpa, con la cual acostumbraba a volverme loco en fuerza de hacerme oír su Tara Halls y su Pobre Mariana. Solía ella zaherir a Federico y manifestarse tan impolítica con sus invitados, que, con objeto de apaciguarla, decíale a su marido. «Vamos, querida mía, haznos un poco de música»; y en seguida quitábase los guantes y empezaba con su Tara Halls, en el arpa, cuyas malditas cuerdas no sabían ninguna otra música que martirizara cien veces mis oídos con el mismo sonsonete. A poco sobrevino el período en el que, como he dicho, empezó a mirárseme por encima del hombro; y como no me gustase aquel trato, dejé de ir a Shrublands.

Una cosa parecida hizo también la señora Baker, aunque no de su grado. No abandonó ella aquella residencia porque se le antojase demasiado fría la recepción que se le dispensaba, sino porque aquella casa se había hecho demasiado caliente para ella. Recuerdo haber visto venir un día a Federico muy excitado a describirme, con bastante viveza, una gran batalla librada entre Cecilia y la señora Baker, que trajo por consecuencia le derrota y fuga de esta última. Huyó la señora; mas no pasó de la aldea de Putney, donde acampó de nuevo y se hizo fuerte en una posada. Al día siguiente inició un ataque desesperado, aunque débil, presentándose tras la verja de Shrublands y amenazando con que allí habría de permanecer, para que todo el mundo supiera el trato que una madre había merecido de su hija. La verja, sin embargo, no fue franqueada, y Barnet, el jardinero, apareció diciendo: «Puesto que usted ha venido, señora mía, será porque piensa pagar a mi ama los veinticuatro chelines que ella le ha prestado», y se quedó el jardinero mirándola a través de los barrotes, mientras que ella se marchaba con las orejas gachas. Lovel pagó la olvidada cuentecilla; eran, según él decía, los veinticuatro chelines mejor gastados en su vida.

Pasaron ocho años, durante la segunda mitad de los cuales apenas vi a mi antiguo amigo, como no fuera en los clubs y restaurants donde secretamente nos encontramos, y renovamos, si no la pasada y alegre intimidad, el antiguo afecto que nos uniera. Cierto invierno llevó a su familia al extranjero; según me dijo Lovel, la salud de Cecilia era delicada, y el médico había prescrito que pasara el invierno en el Mediodía. Mas no permaneció Lovel al lado de su mujer; urgentes negocios le reclamaban en Londres; hallábase comprometido en muchas empresas a más de la confitería paternal; pertenecía a varias compañías; dirigía un Banco y era un hombre que tenía muchos hilos en sus manos. Una fiel aya cuidaba de los niños; dos fieles criados dedicábanse a la enferma; y Lovel, que realmente adoraba a su mujer, soportaba la separación con resignada ecuanimidad. A la primavera siguiente recibí una impresión bastante fuerte al leer, entre las noticias necrológicas del periódico, este párrafo: «En Nápoles ha fallecido de fiebre malaria, el día 25 del pasado, Cecilia, esposa de Federico Lovel. Esq. e hija del difunto sir Popham Baker, baronet.» Comprendí el dolor que mi amigo estaría sufriendo. Habiendo marchado inmediatamente a Italia al saber las primeras noticias de la gravedad, no llegó a Nápoles a tiempo de recibir el último adiós de su pobre Cecilia.

Algunos meses después de la desgracia recibí una esquela procedente de Shrublands. En ella me escribía Lovel en el mismo tono afectuoso de antaño. Suplicaba al antiguo amigo que fuera a verle, para consolarle en su soledad. ¿Accedería yo a comer con él aquella noche?

Claro está que acudí al llamamiento sin perder instante. Le encontré envuelto en pieles, rodeado de sus hijos en el salón, y confieso que no me produjo sorpresa alguna hallar allí una vez más a la señora Baker.

-Parece que se extraña usted de verme aquí, mister Batchelor -díjome la señora, con aquella gracia y aquella cortesanía que le eran habituales; porque es verdad que si ella estaba dispuesta a aceptar los favores que se le hicieran, tenía buen cuidado de injuriar a aquellos de quienes los había recibido.

-De ninguna manera -exclamé, mirando a Lovel, que bajó la cabeza compasivamente.

Mi amigo, con Cecilita sobre sus rodillas, se hallaba sentado bajo el retrato de la difunta artista, cuya arpa, envuelta en una funda de cuero, yacía tristemente en un rincón de la estancia.

-No estoy aquí por mi propia voluntad, sino obedeciendo a un sentimiento del deber hacia ese... ángel... que ha desaparecido -dijo la señora Baker, señalando al cuadro.

-Cuando estaba aquí mamá siempre estabais peleando -profirió el pequeño Popham, mirando con rostro ceñudo.

-Así es como se enseña a que me respeten estas criaturitas -contestó la abuela.

-¡Silencio, Pop! -dijo el padre-. No quiero que seas un niño mal educado.

-Pop es un niño mal criado, ¿verdad? -repuso Cecilia, haciendo el eco.

-¡Silencio, Pop! -repitió el padre-. Si no te callas, te mando con miss Prior.




ArribaAbajoCapítulo II

En el cual se queda a la puerta Miss Prior


Por supuesto, que todos sabemos quién era la miss Prior de Shrublands, a quien papá y la abuela invocaban para reducir al niño rebelde. Ya han pasado años desde que mis pies sacudieron el polvo de Beak Street. La placa de latón en que se leía «Prior» fue arrancada de aquella puerta, que en un tiempo me fuera familiar, y fijada en el féretro de su atrabiliario dueño. Cuando pasé por allí, hace una semana, vi en la puerta una erupción de setas de latón y un letrero que decía: Café de Embajadores, con tres caprichosas tazas, un par de cafeteras del consabido metal de Italia y dos números, cuajados de pintas, de La Independencia Belga, colgando a modo de visillos. Aquellos señores que se hallaban a la puerta fumando sus tagarninas, ¿eran sus excelencias los embajadores? En su traza, en sus sombreros y en sus codos se advertía que eran billaristas y palistas. Por lo visto, tratábase de unos embajadores venidos a menos, como suele decirse. Sin duda, habían caído en desgracia en la corte de su majestad la reina Fortuna. No olvidemos que hombres tan derrotados como éstos han salido antes de ahora de una condición desdichada, lavado sus rostros sombríos, ceñido con dorados cordones sus justillos y subido en carrozas magníficas al salir de ciertos lugares no mucho más ilustres que el Café de Embajadores. Si yo viviese en Leicester Square y tuviese un café, siempre miraría con respeto a los parroquianos. Los que ahora son simples mozos de billar o desempeñan una baja misión policíaca, ¿por qué no han de ser, andando el tiempo, generales o altos empleados? Aquel caballero que a la sazón desempeña funciones barberiles y que lleva en su bolsa las tenacillas y los alambres para aderezar los bigotes, ¿por qué no ha de llevar también allí sus charreteras y su bâton de maréchal? En el descansillo del segundo piso, en mi propio morada, veo grabado el nombre «Plugwell». ¿Quién podrá ser ese Plugwell, cuyos pies se calientan en la misma chimenea junto a la cual pasé yo largas tardes? Y ese señor con cuello de piel, de barba divagante, que, mirando de reojo, con gesto irresistible, se halla plantado en la puerta y diciendo con voz ronca: «Pase y se le hará en seguida; reproducción exacta de su figura, por sólo un chelín...», ¿es también un embajador? ¡Ah! No; no es más que el changé d'affaires de un fotógrafo que vive arriba, en el mismo cuarto, sin duda, en que acostumbraban a estar los pequeños. ¡Ay de mí! La fotografía estaba en mantillas y en la lactancia cuando nosotros vivíamos en Beak Street.

¿Tendré que confesar que, por rendir culto a los pasados días, subí las escaleras y «me hice»... aquella reproducción exacta que costaba un chelín? Ahora me pregunto si alguien gustaría de ver aquello, y si identificaría al hombre que ella conociera en la primavera de su existencia, de bucles castaños, con esta efigie de hombre acabado, de frente calva como una bola de billar.

Al recorrer la escalera de arriba abajo veía salir por entre las barras de la barandilla los fantasmas de los chiquillos de Prior; sus caritas me sonreían en aquella penumbra crepuscular; tal vez las heridas -del corazón se excitaban y sangraban de nuevo... ¡Oh, con qué agudeza sentía yo el escozor! ¡Qué sufrimientos tan infernales he pasado yo tras de esa puerta!... Me refiero a la del cuarto que ahora ocupa Plugwell. ¡¡Dichoso Plugwell!! ¿Qué es lo que está pensando de mí esa mujer al verme aporrear la puerta? ¿Cree usted que soy un loco? Me tiene sin cuidado. Tal vez por haber hablado hace un momento de los fantasmas de los chicos de Prior, ¿suponéis que ha muerto alguno de ellos? Nada de eso, que yo sepa. Un muchachote como un castillo, con bigotes lacios, y que llevaba una blusa azul, se dirigió a mí y en voz baja y desagradable se me presentó como «Gus Prior». «¿Cómo está Isabel?», -añadió moviendo su cabezota-. De modo que Isabel, ¿eh, vulgarísimo joven? Isabel... ¡Y a todo esto cuánto tiempo la estamos haciendo esperar!

Al volver a verla ya comprenderéis que surgió en mí un montón de recuerdos, y que me fue imposible dejar de charlar un rato con ella; precisamente cuando... -tenéis razón; pero podíais haberos ahorrado la observación, porque sé de sobra lo que ibais a decir-, cuando lo más oportuno hubiera sido contener mi lengua. Isabel es para mí toda una historia. La conocí en un período crítico de mi existencia, en el que me sentí cruelmente herido por la conducta de otra mujer -a la cual, por su actual nombre de mistress O'D..., por su actual O'D-ioso nombre..., nunca he de llamarla...-. Horriblemente maltratado, y poseído de inmensa tristeza, volví a la casa de Beak Street, procedente de una ciudad próxima, y entonces empezó a desarrollarse una rara intimidad, entre mí y la hija de mi patrona. Le conté mi historia...; por supuesto, que yo se la colocaba a todo el que accedía a escucharla. La muchacha parecía compadecerme. Solía venir solícita a mi habitación, trayéndome la sopa de avena y algunas otras cosas -pues en los días que siguieron a ese asunto a que he aludido apenas podía probar bocado-; venía a mi cuarto, como he dicho, y me prestaba el consuelo de su conmiseración; yo se lo contaba todo una vez y otra. Muchos días vieron a mi corazón destrozarse en aquel segundo piso que ahora ocupa Plugwell; muchas tardes he consumido en aquel lugar vertiendo en el oído de Isabel aquella historia mía de amor traicionado; allí le mostré ese chaleco de que os he hablado... Aquellos guantes -que calzaban unas manos no muy pequeñas por cierto...- Sus cartas, aquellas dos o tres cartas vacías e insignificantes, en que me decía, por ejemplo: «Mi querido señor: mamá espera a usted a tomar el té. O, si mister Batchelor quisiera pasear a caballo hoy, a las dos de la tarde, por Phoenix Park por las inmediaciones de Long Milestone, nos veríamos, pues mi hermana y yo pensamos ir en el coche», etc., o, «cuánta amabilidad, ¡amigo mío!, los tickets -ella escribía tickuts..., santo cielo-, se le agradecieron muchísimo, así como los bouquays, que eran encantadores» -aquella palabra vi perfectamente que había sido corregida con el raspador-. Pero entonces no veía yo faltas ni en la ortografía. Todas estas lamentaciones, todas las burlas motivadas por aquella detestable ortografía; aquella diabólica coquetería, aquella estafa de que fue víctima la pasión mía, aquella despiadada hipocresía -obra de su madre todo ello, por supuesto, pues hasta que el otro ocupó mi lugar jamás fue mi rival tan bien recibido como yo...-, toda esta ruina, digo, se la mostré a Isabel, y ella me compadeció sinceramente.

No dejaba de acompañarme un solo día y yo no dejaba de hablarle. Ella no solía decir mucho. Yo creo que apenas me escuchaba; pero esto a mí no me importaba. Yo seguía charlando sobre motivos de mi amor, mis quejas y mi desesperación; y así como yo era incansable en las lamentaciones, era constante la compasión de mi joven interlocutora. Generalmente, la estridente voz de mamá ponía término a nuestro coloquio; ella se levantaba, diciendo: «¡Oh, qué inoportunidad!», y se marchaba; pero al día siguiente venía sin falta otra vez la bondadosa niña, y otra vez representábamos la tragedia.

Me parece adivinar que empezáis a insinuar la sospecha -cosa que no me extraña, pues es muy corriente y no se precisa ser zahorí para descubrirlo- de que detrás de todo este proceso sentimental y de estas lamentaciones que un pobre cándido, de corazón de manteca, iba comunicando a la muchacha..., de que detrás de aquella piadosa disposición de mi oyente empezaba tal vez a germinar cierto sentimiento del que se dice ser pariente de la compasión. Pues si así pensáis, señoras mías, os engañáis de medio a medio. Hay quien pasa dos veces las viruelas; yo, no. En el caso mío, si mi corazón se ha destrozado, se ha destrozado; si una flor se marchita, marchita se queda. Si me viene en gana examinar a la luz del ridículo mis antiguos dolores, ¿por qué no he de hacerlo? ¿Para qué he de construir una tragedia sobre un tema vulgar, rancio y manoseado, como es el de la coquetería jugando con el amor de un hombre, riéndose de él y abandonándole? ¡Ah, una tragedia! Sí; ya el veneno..., la esquela en papel de luto..., puente de Waterloo..., un infortunado, y así sucesivamente. No; si a ella le place, que lo haga...; si celeres quatit pennas, lejos de mí todo recuerdo. Pero habéis de saber que yo no quiero tragedia.

Debe tenerse en cuenta que un hombre locamente enamorado -como tengo que confesar, por desgracia, que yo lo estaba entonces, y maltratado por la infame conducta de Glorvina, suele ser un egoísta; así como las mujeres suelen ser tan suaves y abnegadas, que llegan a olvidar o a disimular, por lo menos, un momento sus propias amarguras, mientras que asisten a un amigo que se halla en trance de aflicción. Yo no había advertido, a mi regreso de la maldita Dublín, no obstante hablar todos los días con la muchacha, que estaba Isabelita pálida, distraída, triste y silenciosa. Con las manos en las rodillas, o llevándolas a los ojos de vez en vez, permanecía muda allí sentada, mientras que yo desarrollaba mi triste cuento. De cuando en cuando decía: «¡Oh, sí, pobre, pobre!», como dando a mi triste relato una confirmación de melancolía; pero, generalmente, no se movía, y allí estaba hora tras hora, mirando al suelo, con la mano en la barbilla y apoyando sus pies en el cerco de la chimenea.

Cierto día estaba yo entonando mi canción habitual, y contaba a Isabel cómo después de haberse aceptado varios regalos míos y de cruzarse entre mi novia y yo muchas cartas -si los garabatos que ella me escribía merecían el nombre de cartas y si mis apasionados cantos podían interpretarse análogamente-; cómo después de habérnoslo dicho todo, salvo la palabra definitiva; contaba a Isabel, repito, cómo cierta maldita tarde, a mi llegada a Mewion Square, me saludó la madre de Glorvina, diciendo: «Mi querido mister Batchelor: usted es como de la familia; deme albricias...; déselas también a mi hija. Tomás ha conseguido que le nombren registrador de Tobago; hará una excelente pareja con su prima Gloria.

-¿Con su prima, qué? -prorrumpí, marcando una sonrisa de vesánico.

-Con mi pobre Glorvina. Los muchachos se quieren casi desde que empezaron a hablar. Estoy segura de que usted, que tiene un buen corazón, será el primero que se alegre de la felicidad de los dos.

Y así -dije, yo, poniendo fin a la historia-, yo, que me creía amado, fui desechado, sin pena ni compasión; yo, que podría aducir mil razones para justificar mi convicción de que Glorvina estaba inclinada hacia mí, merecí el ser mirado por ella como un tío. ¿Eran las cartas que ella me escribía propias de una sobrina? ¿Quién ha oído jamás que un tío se pasee horas enteras alrededor de Mewion Square, en una noche de lluvia, mirando a la ventana de un dormitorio, porque su sobrina está detrás de los cristales? Había puesto mi corazón entero en la demanda y tal fue el pago que recibí. Durante meses y meses había estado ella dedicándome sus monerías..., siguiéndome con sus ojos, recibiéndome y fascinándome con sus malditas sonrisas, y de pronto, a la primera seña de un recién llegado, se ríe de mí y me abandona.

Al llegar a este punto, mi pálida Isabelita, aún con la cabeza baja, exclamó: «¡Oh! ¡El miserable, el miserable!» -y, rompió a sollozar de tal manera, que se diría que su corazón iba a desgarrarse.

-No -dije yo-, querida; mister O'Dowd no es un miserable. Su tío, sir Héctor, era el más distinguido oficial de los que se hallaban en servicio. Su tía era una Molloy de Molloystown, y forman parte de una excelente familia, aunque, a lo que yo creo, se hallan en circunstancias difíciles; en cuanto a Tomás...

-¿Tomás? -gritó Isabel con mirada de espanto y acentuándose la palidez de su rostro-. ¿Se llamaba Tomás -No, mister Batchelor; se llamaba Guillermo-, y de nuevo rompió a llorar.

-¡Ah, mi pobre nena! También a ti te ha afectado el golpe mortal. También tú has pasado noches de insomnio y de dolor...; has oído el tañido espantoso de angustiosas horas...; has contemplado el triste amanecer con tus lívidos ojos de insomne... Tal vez has vuelto a la realidad después de algún sueño delicioso, en el que te sonreía el hombre adorado y murmuraba en tu oído palabras de amor..., sueños que habrás recordado mil veces con ternura hondísima. ¡También a ti te han robado el corazón con todo lo que encerraba!... ¡Pobre niña! Y miraba yo aquel rostro afligido y no encontraba el gesto de la ira. ¡Tú hacías esfuerzos por mitigar la amargura de mi corazón traspasado y yo no veía el tuyo sangrar! Sufrías más que yo, nenita. Me parece que para ti, que eres tan joven, no se ha cerrado la senda florida del vivir; ya no te saben los manjares, se ha apagado el sol que te alumbraba. Súbitamente apareció ante mis ojos toda la verdad; me avergoncé de que me hubiera cegado el egoísmo de mi propio dolor.

-¡Ah mi pobre niña! ¿De manera que... era él?... -dije, señalando hacia abajo con el índice.

Ella asintió con la cabeza.

Entonces me enteré de que se trataba de aquel que había alquilado las habitaciones del primer piso poco después de que nos dejara Slumley. Era un oficial del ejército de Bombay. Había tomado por tres meses las habitaciones y marchado a la India, pero antes de mi regreso a Dublín.

¿Pero aun sigue Isabel esperando?... ¿Va a entrar ya? No, todavía no; aun he de decir algo acerca de los Prior.

Ya comprenderéis que no estamos ya ante la miss Prior de Beak Street y que aquella mansión hallábase ocupada por otros inquilinos, aun en la fecha en que se desarrollaban los sucesos que voy relatando. Muerto el capitán, me suplicó la viuda con los ojos llenos de lágrimas que me quedase junto a ella, y así lo hice, pues nunca he sido hombre que permanezca impasible ante este género de ruegos. Sus seguridades acerca del estado de sus asuntos no fueron, ciertamente, confirmadas... ¿Pero no es frecuente que las mujeres incurran en cuestiones de dinero, en algunas informalidades?... El casero -indignado, y no sin justicia- traspasó a otros inquilinos la morada de Beak Street. Las garras fiscales de la reina hicieron presa en el mezquino ajuar de la señora Prior... ¿En el suyo?... Y también en el mío; no perdonó el fisco mis volúmenes del colegio cuidadosamente encuadernados y blasonados con la efigie de nuestro patrón Bonifacio y con la de nuestro fundador, el obispo Budgeon; ni mis preciosos grabados de Rafael Morghen, adquiridos durante mis años de bachillerato... -¡Oh poderes divinos, que nos hacían creer que podíamos llegar por quince guineas a poseer estampas de Rafael: El ciervo moribundo, Los banquetes del duque de Wellington y cosas por el estilo!- ni mi armonio, junto al que alguien ha gorjeado mis propios cantos... -me refiero a la letra de ellos, en la que yo describía en forma artificiosa mi amor, mis esperanzas o mi desconsuelo-; ni mi magnífico juego de cristal de Bohemia, comprado en la tienda de Zeil, Francfort o m.; ni el retrato al óleo de mi padre, el difunto capitán Batchelor -Hoppner, R. N., en traje de crudillo blanco y con un anteojo en la mano que apuntaba a un panorama tempestuoso, en medio del cual se libraba un combate naval-; ni la miniatura de mi pobre madre, precioso trabajo a lápiz del viejo Adam Buk, en el que aparecía la pobre difunta en atavío de tonelete; ni mis juegos de té de metales finos, ni otras mil caras chucherías de las que suelen componer el decorado de la habitación de un hombre solitario. Todos estos tesoros de mi hogar fueron a parar a manos de los marmitones de la ley, y fue preciso que yo pagara las multas de los Prior para que se me restituyeran los objetos de mi propiedad. La señora Prior sólo podía pagarme con bendiciones y con lágrimas de viuda dolorida -Prior había dejado ya este mundo, en el que no podía ser útil ni siquiera como elemento de ornato-. Las lágrimas y las bendiciones me las dio sin tasa, y todo estaba muy en su punto. ¿Pero a qué venía aquello de andar siempre a vueltas con mi bote de té, señora? ¿Para qué plantaba usted su dedo, qué digo dedo, su garra, en el tarro de mermelada? Además, no puede dejar de registrarse el hecho terrible de que mis botellas de vino y de licor volaban después de la muerte de Prior tan bonitamente como durante su miserable existencia. Una tarde ocurriome volver a casa súbitamente, a hora desusada, y encontré a mi maldita patrona en plena acción de robarme el jerez. Produjo una carcajada histérica, y rompió a llorar. Me dijo que desde la muerte de su pobre Prior no sabía lo que hacía ni lo que decía. En otras ocasiones podía haberse expresado con cierta incoherencia; lo había hecho, en efecto; pero en aquellas circunstancias no puede negarse que se expresaba con toda propiedad.

Estoy hablando ligeramente... frívolamente, si queréis..., de la señora Prior, acerca de esta vieja de sonreír afanoso, de rostro acartonado, de mirada intencionada y de voz ingrata; y, sin embargo, bien lo sabe Dios, podría, si quisiera, conservar la gravedad de un predicador. Porque, al fin y al cabo, esta mujer tuvo un tiempo sonrosadas mejillas y un ver bastante aceptable; decía pocas mentiras, carecía del hábito de robar el jerez, experimentó las tiernas sensaciones del cariño, y hasta diré que besó dulcemente, y sinceramente arrepentida, a su padre, el anciano pastor, aquella noche en que se despidió de él para acostarse, y voló hacia la puerta falsa del jardín para escaparse con mister Prior. Anidó en su pecho el instinto maternal, porque crió a sus hijos, amamantándolos lo mejor que pudo con sus flácidos pechos, y corrió las siete partidas hambrienta, robando y afanando para ellos. Los domingos acicalábase con aquel raído traje de seda negro y con su sombrero; planchaba su cuello y marchaba a toda prisa a la iglesia. Guardaba en su casa un dibujo a lápiz que representaba el presbiterio de Dorsetshire, y las silhouettes del padre y de la madre, que cuidaba de colgar en cada nueva vivienda. Era muy inquieta; dondequiera que iba pegábase a la levita del párroco; le hablaba de su adorado padre el vicario, de su opulento y discreto hermano el rector de Boniface, empleando un tono reticente, en el que se percibe la intención de dar a entender que el doctor Sargent, si quisiera, podría hacer por su pobre hermana y por su familia mucho más... Pavoneábase -¡oh tristes plumas caedizas!- de pertenecer al clero; había leído en su juventud no pocos tratados de sana y anticuada teología, y tenía una admirable letra, en la que acostumbraba a copiar los sermones de su padre. Gustaba de plantear casos de conciencia, discutía humildemente con el reverendo mister Green, solicitaba aclaraciones acerca de tal o cual pasaje de las admirables oraciones de éste, procurando conducir el tema de la conversación de modo que se hiciera oportuno rememorar algunas citas de Hooker, Beveridge y Jeremy Taylor. Para mí que disponía de un viejo libro en el que se contenía un ciento de estas máximas y las entreveraba en su conversación con amenidad y destreza. Logró interesar a Green; hasta llegó la monísima y angelical mistress Green a tachar secretamente al anciano doctor Brown, el rector, de displicente para con la señora Prior. No tardaron en establecerse relaciones de índole económica entre Green y la señora Prior. Pronto cesaron las visitas de mistress Green; la amistad de la señora Prior hacíase un tanto costosa. Recuerdo que Pye de Maudlin, poco antes de volar, no salía del gabinete de la señora Prior, al que llevaba libros, estampas, medallas, etcétera.

Al pobre Jack se le llamaba el jesuita en Oxbridge; una vez, en Roma, me le encontré, con la coronilla y un sombrerazo del mismo porte que el de don Basilio; al verme me dijo:

-Querido señor Batchelor: ¿se acuerda usted de aquella señora? Yo creo que era una mujer sumamente astuta. A mí me pidió prestadas cuarenta libras, y no me acuerdo cuántas..., me parece que sesenta..., a Barfoot y a Corpus, precisamente... precisamente en los días anteriores a los exámenes de reválida. Me parece que también pidió algo a Pummel, para escapar de nuestras manos jesuitas. ¿Va usted a oír al cardenal? Vaya..., vaya y óigale... No hay quien se quede sin oírle; es lo más notable de Roma.

Desde entonces estoy convencido de que no sólo hay gente ladina en la comunión romana.

Mamá Prior no había permanecido ignorante de los escarceos amorosos habidos entre su hija y el fugitivo capitán de Bombay. Lo mismo que Isabel llamaba ella canalla con bastante frecuencia al capitán Walkingham; pero poco se me alcanza acerca de psicología -y sí me alcanza bastante-, o la vieja intrigante había tenido cuidado de colocar a su hija con harta frecuencia en el camino del oficial, había coqueteado grandemente por su parte y autorizado a la pobre Isabelita para que admitiera regalos del capitán Walkingham, y había sido la causa de casi todos los disgustos que al cabo sobrevinieron. Las madres de las clases humildes de la sociedad, miman, atraen y adulan a ciertos caballeros que suponen aceptables, con objeto de preparar un acomodo ventajoso para sus pimpollos. Que las Prior obran animadas de los más impecables móviles, no hay que ponerlo en duda. «Nunca..., jamas veía ese monstruo a Isabelita sin hallarme yo presente, o sin la compañía de uno o dos hermanos y hermanas, y precisamente Jack y mi Elena son dos chicos que no los hay más avisados en toda Inglaterra» -profería indignada la señora Prior-; «por supuesto, que si cualquiera de mis chicos hubiera sido ya un hombre, nunca se hubiera atrevido ese miserable de Walkingham a hacer lo que hizo. Mi pobre marido hubiera castigado indudablemente al villano como merecía; pero ¿qué podía hacer con aquella salud tan quebrantada? ¡Oh, qué hombres...! ¡Qué hombres, mister Batchelor! ¡Qué malvados son ustedes!»

-Pues usted, mistress Prior, dejaba entrar a Isabel en mi habitación con bastante frecuencia.

-¡Vaya, para mantener conversación con el amigo de su tío, con un hombre que le lleva tantos años! ¡Naturalmente, señor de mi alma! ¿Cómo no ha de desear una madre todo lo que conviene a su hija? ¿A quién podía confiarla mejor que a usted, que ha sido siempre un amigo tan bueno para mí y para los míos? -decía la señora Prior, secándose los ojos con la punta del pañuelo, una tarde en que se hallaba de pie junto a la chimenea, con mis cuentas mensuales en la mano... Cuentas que estaban escritas en letra del antiguo estilo y calculadas con aquella pródiga liberalidad que ella empleaba para saldar nuestros tratos financieros.

-¡Pero Dios mío! -decía mi prima la diminuta mistress Sekineer, una vez que vino a verme, por encontrarme enfermo, al examinar los mencionados documentos. ¡Por Dios, Carlos! Si consumes más té que toda mi familia, y eso que somos siete; y tanta azúcar y tanta manteca como nosotros... ¡Claro, no es extraño que estés bilioso!

-Bueno, querida; es que a mí me gusta el té muy fuerte -contesté-; el que vosotros tomáis resulta demasiado claro, ya lo he observado en vuestras reuniones.

-Es una vergüenza que se robe a un hombre de esta manera -profirió mister Sekineer.

-Flora, no es propio de ti eso de gritar: «ladrones»- repliqué yo.

-Es mi obligación, Carlos -exclamó mi prima-. ¡Me gustaría saber quién es esa grosera y vasta chica altiricona y jara que he visto al pasar!

¡Vaya por Dios! El nombre de la única mujer que ha dispuesto de mi corazón no era el de Isabel, aunque confieso haber pensado alguna vez que la intrigantuela de mi patrona no hubiera opuesto objeción alguna si yo le hubiera significado mi deseo de hacer a miss Prior mistress Batchelor. Y no es que esta manía sea peculiar de las mujeres pobres y necesitadas, sino que también se da en las ricas. En los más elevados círculos sociales, sé, por referencias de las mejores autoridades, que también cunde la afición casamentera. ¡Oh mujeres... casadas!... ¡Ah madres cariñosas, que tenéis hijas guapas, cuánto me extraña ese anhelo que sentís de añadir a vuestro título de madres el de suegras! También sé que este segundo título os trae generalmente amargura y desaliento. Por lo común, el yerno es bárbaro y grosero; con vosotras se convierte en un bruto desagradecido, y hasta vuestras hijas tórnanse rebeldes, ingratas serpientes. Y, sin embargo, proseguís vuestra intriga; y, no obstante haber constituido para vosotros un desencanto el matrimonio de Luisa, intentáis lo propio con Jacoba, con María, y hasta pensáis en la pequeña Toddles, que apenas sale de la niñez, y a la que se ve corretear con sus zapatitos grana. Sí, ya sé que al verla con Tomasito, el nene de vuestro vecino, disputándose las piezas de la misma arca de Noé o trepando a porfía sobre el caballejo oscilante, empezáis a maquinar en vuestro bondadoso e indiscreto cerebro, soñando de esta manera: «¿Se casarán estos pequeñuelos dentro de veinte años?» Y regaláis a Tomasito con una amplia rebanada de la torta, y le reserváis un hermoso juguete en el árbol de Noel...; no me lo neguéis, que así os conducís con él, a pesar de ser un niño escandaloso y mal criado, que ha pegado ya a Toddles, que le ha arrebatado su muñeca y que la ha hecho llorar. Difícilmente olvidaré cómo en cierta ocasión, hallándome yo bajo el peso de la amargura producida por el desdeñoso trato de una muchacha en... una capital que ostenta el noble timbre de ser la residencia de un virreinato..., y doliéndome de su despego, así como del de su madre, de la que un tiempo pensara que iba a ser mi suegra, gritaba en tono declamatorio a un amigo que a la sazón hojeaba unas líneas del Ulysses, de Tennyson: «¡Por San Jorge! Warrington, no me cabe duda de que cuando las tiernas sirenas tendían sus verdes caperuzas saludando al griego caudillo y a su tripulación, dándole la bienvenida y atrayéndole con sus brazos blanquísimos y fresca sonrisa, y llamándoles con los más dulces sones de sus pífanos...,no me cabe duda sir de que las sirenas madres se ocultaban detrás de las rocas -con sus teñidas frentes y pintadas mejillas, así protegidas para resistir el efecto del agua- y gritaban de esta suerte: «¡Vamos, Halcyone, hija mía, esa canción del pirata! ¡Vamos, Glaukopis, niña, fíjate bien en aquel viejo del yelmo! ¡Bathykolpos, encanto mío, mira a aquel guapo marinero que está encaramado sobre el palo mayor, caerá inmediatamente a tus pies si le llamas a ti». Así iba describiendo la maniobra. Y acabé por lanzar una carcajada salvaje y desesperada. Porque yo había estado también en la isla peligrosa y salido de allá loco furioso, clamando a voces por una camisa de fuerza.

De modo que, cuando una sirena de brazos de alabastro, llamada Glorvina, me hechizaba con sus miradas tentadoras e irresistibles encantos, no advertía yo que al mismo tiempo, como ahora lo advierto, la taimada de su madre estaba incubando la falaz estrategia de la niña.

Cuando murió el capitán, los alguaciles y los escribanos se apoderaron de los muebles, como he dicho en otra página, y me agrada insistir acerca de este odioso tema. Aun creo que los alguaciles hicieron presa antes de la muerte de Prior, sin que éste advirtiera su presencia. No atribuyo importancia al hecho de que yo tuviera que comprarlos luego; sólo he de decir que se me hacía muy duro el que la señora Prior siguiera presentándome como un Shylock a los ojos del rector de Saint-Boniface. Bien... Dejemos esto. Supongo que algunos otros caballeros, además de mister Carlos Batchelor, habrán sido injustamente ultrajados de esta suerte alguna vez en su vida. Algún tiempo después aclaramos las cosas, debiéndose a Isabelita el que volviéramos a encontrarnos.

-Doy a usted mi palabra -amigo Batchelor- me decía Sargent una vez que visité por Navidad el antiguo colegio. Yo no tenía idea de lo que mi... ¡ejem!..., mi familia le debía a usted!... Mi... ¡ejem!, sobrina miss Prior me ha informado de las muchas generosidades que usted ha tenido con mi desgraciada hermana y con su aun más desventurado esposo. Usted consiguió para mi... sobrino..., dispénseme si no recuerdo el nombre..., una plaza en la llamada Escuela de los Azules; usted ha prestado en varias ocasiones a la familia de mi hermana importantes socorros pecuniarios. No hace falta que un hombre alcance altas distinciones académicas para que abrigue un corazón noble. ¡Y aseguro a usted, Batchelor, que tanto yo como mi esposa nos sentimos sinceramente agradecidos a usted!

-Hay un punto, maestro, en el que creo ostentar algún derecho para su gratitud, ya que me ha dado el medio de meterle algún dinero en el bolsillo.

-Confieso que no le entiendo -dijo el rector, marcando su más solemne ademán.

-Pues que he proporcionado a usted y a mister Sargent una gran aya para sus chicos, sumamente barata -respondí.

-Ya sabe usted los gastos que me ha producido esta hermana infeliz y su familia -replicó el maestro, tornándose más encarnado que su birrete.

-Sí, ése es tema frecuente de la conversación de usted... Pero usted ha tenido a Isabelita como aya...

-Un aya para los niños...; pero ha aprendido latín y otras muchas cosas desde que está en mi casa exclamó el rector.

-Un aya para los niños con el sueldo de una criada -proseguí, con la osada tenacidad de un bronce corintio.

-¿Es que mi sobrina, es que... el aya de mis chicos se ha quejado del trato que se le da en mi colegio? -repuso el rector.

-Querido maestro -exclamé-, ya comprenderá usted que no iba yo a escuchar sus lamentaciones, ni en modo alguno las hubiera repetido hasta este momento.

-¿Y por qué en este momento, Batchelor? Me gustaría saberlo -replicó el rector, paseándose por su despacho, henchido de cólera bajo los retratos de San Bonifacio, del obispo Budgeon y de todos los difuntos patronos del colegio-. ¿Y por qué es ahora el momento, Batchelor? Quisiera saberlo.

-Porque... aunque lleva tres años con usted y ha progresado grandemente, como progresa toda mujer que vive en el ambiente de usted, querido maestro, miss Prior merece, por lo menos, cincuenta guineas más de lo que usted le da..., y no hubiera dicho nada hasta no haber hallado para ella una colocación mejor.

-¿Quiere usted dar a entender que ella se propone marcharse?

-Un amigo mío bastante rico, que fue alumno de nuestro colegio, necesita una institutriz, y yo le he indicado a miss Prior, con un sueldo de setenta guineas anuales.

-¿Quiere usted decirme quién es ese alumno de mi colegio que va a dar a mi sobrina setenta guineas? -interrogó el rector, con altivo continente.

-¿No recuerda usted a Lovel, el antiguo discípulo?

-¿El confitero..., aquel muchacho que le sacó a usted de...?

-Una buena acción merece otra en recompensa -dije, atajándole-. ¡Lo mismo he hecho yo por alguien de la familia de usted, Sargent!

El rector, sofocado y nervioso, que hasta aquel instante recorriera una y otra vez su despacho con aire inquieto, envuelto en su toga, marcó un movimiento de sorpresa, como si yo le hubiera dado un golpe. Se paró a mirarme. Se encendió más el rojo de su fisonomía. Llevose una mano a los ojos y dijo:

-Batchelor, pido a usted mil perdones. Yo era quien me olvidaba de lo que no debiera olvidarme... ¡Dios me perdone!... Había olvidado lo que usted ha sido para mi familia, para mi... humilde familia, y... nunca agradeceré a usted bastante la protección que le ha dispensado. ¡Su voz iba apagándose a medida que hablaba, y no hay. que decir que la rabia que yo empezaba a sentir se deshizo ante aquella contrición. Nos separamos como los mejores amigos del mundo. No sólo me dio un apretón de manos al cruzar la puerta de su despacho, sino que me acompañó hasta la del vestíbulo y me apretó de nuevo la mano al llegar al extremo del cuadrángulo. Huckles, el inspector -Huckles el de los botines, como acostumbrábamos a llamarle en nuestro tiempo- y Botts -el profesor recreativo-, que en aquel momento atravesaban el patio, se quedaron estupefactos al contemplar el extraño fenómeno.

-Oiga usted, Batchelor -dijo Huckles-, ¿le han hecho a usted marqués por casualidad?

-¿Marqués, por qué, Huckles? -le pregunté.

-Sargent no acompaña jamás a la puerta de su despacho sino a los visitantes, que son de marqueses para arriba -dijo Huckles por lo bajo.

-O a las mujeres guapas -añadió Botts, que no perdonaba ocasión de soltar su chirigota-. Batchelor, mi respetable Tiresias, ¿se ha cambiado usted por arte mágica en una señorita adorable?

-¡Vamos, absurdo y jocoso profesor! -le dije.

Pero es lo cierto que el raro suceso fue objeto de largos comentarios, no sólo en el comedor al tomar nuestras copas aquella tarde, sino en todo el colegio. Y ocurrieron después ciertos acontecimientos que hicieron mirarse unos a otros, mudos de asombro. Durante el resto del curso no volvió Sargent a llamar a su despacho a nuestro noble lord Sackville -el hijo de lord Wigmore. El padre de lord W. Duff era el panadero del colegio. En el resto del curso sólo montó dos veces en cólera contra Perks, el joven inspector, y esto en un tono menos pronunciado que de costumbre; y, lo que es más sorprendente, regaló a su sobrina un vestido, le dio su bendición y un beso, y la despidió con gran afabilidad al marcharse la muchacha...; prometiole llevar a la escuela a uno de sus hermanitos..., promesa que no hay para qué decir que fue fielmente cumplida, porque Sargent tenía buen fondo. Era impetuoso; carecía de educación, era presuntuoso como el hombre que más lo fuere; había sido mimado por la suerte...; pero era magnánimo y capaz de confesar sus errores; y ¡oh cielo santo, cuánto griego sabía!

Aunque mi difunto amigo el capitán sólo parecía servir para dar aire al peculio familiar, su presencia contribuía en cierto modo al bien del hogar. «Mi adorado esposo era el lazo que unía a toda la familia» -decía mistress Prior, sacudiendo la cabeza bajo el desmedrado gorrete de viuda-. «¡Sólo Dios sabe lo que yo he tenido que hacer para sacar adelante a aquellos corderos después de su muerte!» Y, en efecto, hasta después de dejarnos aquel pastor borrachín no vinieron a caer los lobos de la ley sobre los corderos... entre los cuales yo me incluía, no obstante haber doblado tiempo hacía la edad corderil. Cayeron sobre nuestro redil de Beak Street y lo devastaron. ¿Qué iba a hacer yo? ¿Podía abandonar a la viuda y a sus chicos en aquellos días de angustia? Conocía yo de sobra la desdicha, y no ignoraba, por tanto, el medio de socorrer al desgraciado. Al contrario. Aun creo que la excitación consiguiente al despojo de mis enseres, a la insolente dureza de la baja ralea curial -con uno de cuyos miembros estuve a punto de venir a las manos-, y la indignación que en mí despertaron otros incidentes que se desarrollaron en aquel hogar desmantelado, sirvieron para sacudirme y para disipar en cierto modo la dolorosa melancolía que yo estaba padeciendo a consecuencia de la conducta de miss Mulligan. Acompañé al capitán a su última morada. Mis buenos amigos los impresores del Museum colocaron en su escritorio a uno de los muchachos. Conseguí para Augusto un traje azul y un par de medias amarillas; y al ver pasear por el jardín de Boniface a los chicos del rector en la compañía de una detestable ama seca de infame catadura, concebí el propósito de aconsejar al maestro que tomara a su sobrina miss Prior..., sin decir una palabra a su tío acerca de miss Bellenden ni de la academia. No ocultaré que la obligué previamente a que marcara unas cuantas cortesías. Justifiqué las deficiencias gramaticales de la muchacha lo mejor que pude, lamentando que la pobre madre de Isabel se hubiese visto precisada a dejarla frecuentar la amistad de gentes sin cultura; y añadí que no tardaría en mejorar su inglés a poco que permaneciera en la casa de uno de los más distinguidos pedagogos de Europa y de una de las mujeres más finas y educadas que conocía.

Dije esto, os lo aseguro, mirando severamente en la cara a aquella tiesa e ineducada mistress Sargent: y confieso humildemente que si aquel mentido homenaje ha sido registrado en mi debe, no se enojará grandemente el ángel contador al considerar la nobleza del móvil. Mas no atribuyo a un sincero deseo de complacerme el que se aceptase mi propuesta: pienso que influyó sobre madame Sargent de modo más decisivo la tentación de lograr un aya por poco más de nada. Y de esta manera quedó Isabelita adscrita a su tía, compartió el pan de la servidumbre, bebió en la copa de la humillación, comió del pastel del desprecio, hizo cuanto estuvo de su parte por vandeárselas con aquellos odiosos primillos, y dobló hipócritamente la cerviz ante su solemne tío y ante la pomposa y vanidosilla de su tía. ¡Ella,. la mujer más distinguida de Inglaterra! ¡Ella que era el prototipo de la necesidad endiosada!

No fue poco lo que costó a la madre de Isabelita separarse de las cincuenta libras anuales que su hija le traía de la academia; pero no tuvo más remedio que hacerlo. Alguna discusión agria había tenido lugar en el teatro, que la muchacha no creyó necesario referir en casa. Algún exceso de barbarie que hubo de emplearse al tratar a miss Belleden determinaron a miss Prior a no sufrir ninguno más; tal vez decidiérala a dejar el teatro su deseo de abandonar el lugar que le recordara dolorosas escena pasadas; tal vez contribuyera su resolución el propósito de olvidar al capitán indio. ¡Ven, compañera de infortunio! ¡Ven acá, hija de la desdicha! ¡Aquí tienes a un viejo solterón que está dispuesto a llorar contigo!

Ahora sí que entra en escena miss Prior. Un rostro pálido, una cabellera negrísima, peinada hacia atrás, cubierta con una gorra negra también; unas gafas azules, un vestido de luto rígido y tieso, abotonado y ceñido a su blanco pecho; una cabeza siempre dirigida al suelo: tal es miss Prior. Toma la mano mía que le tiendo. Me corresponde con una respetuosa y cauta inclinación, y contesta a mis preguntas numerosas con humildes monosílabos. Interroga sistemáticamente a la señora Baker acerca de todo, o solicita su asenso para las resoluciones que ella se atreve a tomar. ¡Cómo! ¿Seis años de esclavitud han cambiado profundamente a la franca y arriscada señorita de Beak Street? La encuentro más alta y fornida, algo parada y cargada de hombros; pero tiene un hermoso rostro.

-¿Miss Cecilia y el señorito Popham van a tomar aquí el té o en la clase? -interroga Bedford, el mayordomo.

Miss Prior consulta con la mirada a la señora de Baker.

-En la cla... -empieza a decir esta última.

-¡Aquí, aquí! -gritan los niños-. Aquí es mucho más divertido, y nos enviará papá algunas frutas y otras cosas de la comida -añade Cecilita.

-Ya es hora de arreglarse para la comida -dice la señora Baker.

-¿Han dado el primer toque? -preguntó Lovel.

-Sí, han dado el primero, y la abuela tiene que irse porque necesita un buen rato para arreglarse- exclama Pop.

Y la verdad es que, al mirar a la señora Baker, era fácil percibir que se trataba de una señora muy retocada, cuyos encantos requerían prolijos cuidados. Los edificios ruinosos y viejos tienen que ir tirando a fuerza de albañiles y de pintores.

-¿Tiene usted la bondad de tirar de la campanilla? -dice la vieja en tono majestuoso a miss Prior, no obstante hallarse más cerca que ésta del cordón.

Me apresuré a cumplir aquella orden por mí mismo, y encontré la mano de Isabel que se aprestaba a obedecer a la señora; mano que hubo de retirar, haciéndome la más política de las reverencias. Acudió a la llamada Bedford -antiguo amigo nuestro- y el pequeño botones, el pajecillo que servía a sus órdenes inmediatas.

La señora Baker señaló un montón de objetos que en una mesa había y dijo a Bedford:

-Haga usted el favor, Bedford, de avisar a mi criado para que entregue estas cosas a la Pinhorn, mi doncella, y para que ésta las lleve a mi cuarto.

-¿Quiere usted que yo las suba, querida señora Baker? -dijo miss Prior.

Mas Bedford, dirigiéndose a su subordinado, dijo:

-Tomás, di a Bulkeley, el, criado de la señora, que coja estas cosas de la señora y que se las dé a la doncella de la señora.

Hallábase envuelta la frase de monsieur en un tono cómico sarcasmo, pero que no dejaba de ser profundamente solemne y respetuosa. Levantose la señora, y haciendo un movimiento no sé si retador o altamente distinguido, abandonó la estancia, seguida de su paje, e iba cargado con cajas de cintas, chales, envoltorios, sombrillas... y qué sé yo cuántas cosas más. Popham contempla con atención significativa y solemne la salida su abuela. «No seas grosero -le dice Cecilita, pues la niña no cesa de actuar como mentor de su hermano-. «Yo hago lo que quiero» -exclama Pop- y continúa haciendo gestos de burla.

-¿Sabes cuál es tu habitación, Batch? -pregunta el amo de la casa.

-La habitación de mister Batchelor... ha sido siempre el cuarto azul- dice Bedford, mirándome con suma amabilidad.

-Tráenos -exclama Lovel- una botella de Sau... -... terne era el que le gustaba a mister Batchelor, Château Yquem. En seguida -contesta Bedford-. ¿Cómo desean que les traiga el pescado?... ¿Salsa holandesa?... ¿Quieren la langosta con ensalada? Mister Bonnington es aficionado a la langosta aliñada -continúa Bedford.

A todo esto, Pop trepa por la espalda del mayordomo. Indudablemente, mister Bedford goza en la familia de altos privilegios. Como Bedford figura hace mucho tiempo entre mis conocimientos y ha sido fiel ayuda cámara, despensero y mayordomo de Lovel, somos siempre buenos amigos.

-Oiga, Bedford, ¿por qué no me han enviado al puente la carretela? -pregunta Lovel-. Me he visto obligado a venir a pie con los juguetes de Pop, con la cesta del pescado y con esas cajas de mi...

-¡Je, je! -insinúa Bedford.

-¡Je, je! ¿Qué dices, tú, mastuerzo? ¿Por qué no me ha enviado el coche, sigo preguntando?- exclama amostazado el amo de la casa.

-Sabe usted, sir -responde Bedford-. El coche lo tenía ella.

Y al decir esto señalaba a la puerta por que había salido la señora Baker.

-Pues entonces, ¿por qué no me han mandado el faetón? -interroga el amo de Bedford.

-El faetón lo tenían su madre de usted y mister Bonnington.

-¿Y por qué no habían de tenerlo, dime? Mister Bonnigton está baldado; yo me paso el día ocupado en mis asuntos. Quisiera saber por qué no habían de tener el faetón -dijo Lovel, dirigiéndose a mí.

Cuanto antes de la aparición de miss Prior estábamos sentados hablando, dijo a Lovel la señora de Baker: «Federico: tu madre y mister Bonnington vendrán a comer, por supuesto»; a lo cual contestó Lovel: «Por supuesto», con un tono de enojada reticencia, cuyo significado entendí perfectamente. Adiviné que aquellas dos mujeres se disputaban la posesión del chico; pero ¿quién sería el Salomón que pudiera decidir cuál de ellas había de llevárselo? Yo, no. No acostumbro a empuñar el remo en el barco de nadie. Procuradme, amigos míos, una existencia agradable y llevadme bogando a vuestro arbitrio.

-Debía usted ir a vestirse -dijo gravemente Bedford, mirando a su amo-; hace un cuarto de hora que ha sonado el primer toque. Quiere que les traiga una del 34...

Levantose Lovel y miró el reloj.

-Veo que tú ya estás preparado, Batch. Supongo que estarás aquí algún tiempo.

Y desapareció para marchar a su tocador, envolverse en sus ricas pieles y ceñirse el almidonado camisolín, dejándome sólo con miss Prior y con sus pequeños educandos, que no tardaron en reanudar sus juegos e infantiles contiendas.

-Mi querida Isabelita -exclamé tomándole ambas manos-: estoy encantado de...

-Ne m'appelez que de mon nom paternel devant tout ce monde, s'il vous plaît. mon cher ami, mon bon protecteur! -me dijo apresuradamente, en buen francés, juntando las manos y haciendo una cortesía.

-Oui, oui, oui! Parlez vous français? J'aime, tu aimes, il aime!- exclama el señorito Popham- ¿Qué están ustedes ahí hablando? ¡Ya está aquí el faetón!

Y la inocente criatura se abalanza a la abierta ventana que da al pradillo; le sigue su hermana, y vemos al coche que conduce a mister y a Bonnington rodando sobre los guijarrillos de la lisa y cuidada avenida.

Isabelita corre hacia mí y me tiende la mano que antes me negara.

-Nunca creí que pudiera usted negármela, Isabelita -le dije.

-¿Negársela yo al mejor amigo que he tenido en mi vida? -exclamó estrechando mi mano-. ¡Ah, querido mister Batchelor, qué ingrata y miserable sería si tal hiciese!

-Déjeme contemplar sus ojos. ¿Por qué usa usted gafas? En Beak Street nunca se las vi -le dije.

Ya comprenderéis que sentía yo gran cariño por la muchacha. Eran muchos los motivos de afecto que nos ligaban. La traición de cierta persona había convertido mi corazón en una verdadera ruina..., en una Persépolis..., en una Tadmor. Pero, ¿qué importaba? ¿Es que a pesar de esto no puede el viajero reposar entre sus descarnadas columnas? ¿No puede tenderse a descansar la doncella bereber hasta que al romper la aurora prosigue su marcha la caravana? Sí. Mi corazón es una Palmira en la que cierto día hizo mansión una reina-. ¡Ah, llorada Zenobia! ¡Pensar que tú habías de ser raptada por un O'D...!-. Ahora me encuentro solo, solo en el desierto. Sin embargo, si un caminante llega, aquí le ofrezco un arroyuelo para sus rendidos pies y el refugio de mi sombra. Posa un momento, tierna doncella, tu mejilla en mi mármol..., luego, déjame y sigue tu camino.

Estas palabras, u otras de análogo sentido, estaba yo diciendo, cuando a mi súplica, «¡Déjeme ver sus ojos!», correspondió Isabelita quitándose las gafas. Las tomé en mis manos y me quedé mirándola. Ahora me pregunto yo mismo por qué no le dije entonces: «¡Mi querida y valiente Isabel!» «¡Al contemplar tu rostro advierto que has sufrido inmensamente. Es insondable la tristeza que hay en tus ojos. Sólo los iniciados sabemos reconocer a los miembros de la Comunidad del Dolor. Tú y yo hemos naufragado en distinto barco, y nos han arrojado las olas a la misma playa. Dame la mano y vamos juntos a buscar la cueva en que podamos albergarnos!» Aun me pregunto por qué no le diría yo todo esto. Ella hubiera venido conmigo, sin duda. Casi seguramente hubiera brotado en nosotros una semiafección que nos uniera. En cada uno de nuestros corazones hubiéramos echado la llave al recinto en que yacen los esqueletos, guardando absoluto silencio acerca de tales recuerdos, demolido el tabique divisor y gustado dulce y apaciblemente en nuestro jardín el té. Ahora vivo en Pump Court. Mejor hubiera sido para mí que no esta lóbrega soledad y esa hedionda lavandera insolente. ¿Mas para Isabelita...? Tal vez..., tal vez le hubiera convenido a ella también.

Todos estos pensamientos se atropellaban en mi mente al tener en mis manos los anteojos. ¿Y cuántas otras cosas vinieron además a mi fantasía? Recuerdo la tremenda algarabía que dos canarios promovían en su jaula. Recuerdo las voces de los niños que en el pradillo se peleaban, y el ruido del coche al rodar sobre la grava; y que de pronto oí una cascada vocecilla que sonaba en mis oídos familiarmente y que decía:

-¡Ah! ¿Está usted aquí, mister Batchelor?

Y abajo un viejo sombrerete vi asomar una astuta fisonomía.

-¡Es mamá! -dijo Isabelita.

-He venido a tomar el té con Isabel y los chicos, mientras que ustedes comen, querido mister Batchelor, ¡gracias..., gracias por todos sus favores! ¡Ay, pero si está aquí mistress Bonnington! ¡Señora mía, qué semblante tan bueno..., ni a los veinte! ¡Querido mister Bonnington! ¡Oh!, sir, permítame.., permítame, deseo estrechar su mano. ¡Qué sermón el del último domingo! ¡Todo Putney lloraba!

Y al decir esto, la diminuta señora tendía sus brazos y apoderábase de la carnosa manaza de mister Bonnington, en el momento en que éste, seguido de la amable mistress Bonnigton, trasponía la puerta de la terraza. Aquella mujercita parecía decidida a hacer los honores de la casa.

-¿Por qué no sube usted a ponerse su cofia? ¡Querida mía, qué cinta tan preciosa! ¡Qué bien le sienta el azul a mistress Bonnington! Siempre se lo estoy diciendo a Isabel -exclamaba dirigiendo su curiosa mirada al paquetito que traía en la mano mistress Bonnington.

Después de cambiar corteses palabras y salutaciones, retirose la señora, con objeto de ponerse la linda cofia, seguida de un perrillo que parecía su edecán. El obeso pastor contempla su placentero continente en el amplio espejo.

-Tiene usted todas sus cosas en su antigua habitación... ¿Quiere ir allí a cepillarse un poco? -me dice Bedford por lo bajo.

Y no tengo más remedio que ir, ya lo veis; aunque yo creía, hasta que Bedford me hizo la advertencia, que el viaje en la imperial del ómnibus de Putney no había hecho necesaria aquella operación; pues, en opinión mía, sólo había aireado mi ropa y prestado a mis mejillas un agradable y fresco rubor.

Mi antigua habitación, como Bedford la llamaba, era un bonito y confortable aposento que comunicaba con el salón por una puerta de dos hojas, y desde el cual se salía al pradillo que bajo las ventanas se tendía.

-Aquí tiene usted sus libros y el papel de escribir -me dice Bedford al entrar en la estancia delante de mí-. Me enternece verle otra vez por aquí, sir. Ya puede usted fumar. Clarence Baker fuma siempre que viene. Voy a sacar ese vino que a usted le gusta para la comida.

Y los ojos del cariñoso amigo resplandecen de cordialidad al despedirse de mí para marchar a cumplir su misión en el comedor. Ya habréis comprendido, por supuesto, que este Bedford no es otro que el antiguo criado del impresor. ¡Qué extraña criatura! ¡No sólo me había portado bien con él, sino lo que me lo agradecía!




ArribaAbajoCapítulo III

En el cual me dedico al espionaje


La estancia en que Bedford me introdujo era la más agradable entre todas las que componían la mansión de Shrublands. Reposar en aquel confortable lecho de célibe y observar los pequeños brincos de los pajarillos en el prado; asomarse a la francesa ventana al despertar; aspirar la suave brisa; contemplar el perlado rocío que salpica la hierba; escuchar el concierto de gorjeos; salir en atavío mañanero, en zapatillas; coger un grano de fresa en el mismo plantío o un albaricoque en plena madurez; arrojar al aire una, dos, tres, media docena de bocanadas de humo del cigarrillo: oír el toque de las seis en las venerables torres de Putney -faltando por consecuencia, tres horas para el desayuno-, y zambullirse de nuevo en la cama tomando la novela o la revista favorita, para arrojar de la mente enojosos pensamientos -si yo fuera malicioso, no habría de faltarme, para insertarlo aquí, el nombre de algún charlatán para el que habría en mi pecho una rencorosa memoria-; zambullirse de nuevo en la cama, repito, con un libro que nos trae ese precioso segundo sueño que de modo tan prodigioso mejora de salud, el ánimo y la gana de comer... Todos estos gratísimos e inofensivos placeres los he gustado con frecuencia en Shrublands, y de ellos conserva mi corazón delicioso recuerdo. Este corazón ha atravesado, ciertamente, crisis dolorosas; pero esto no quiere decir que haya de resistir en lo sucesivo a influencias de consuelo. Después de cierto asunto en Dublín..., es decir, muy poco después..., tres meses después..., recuerdo haberme dicho a mí mismo: «En medio de todo, bendigo mi estrella, pues aún me queda gusto para saborear el tinto del 34». Hallándome una vez en Shrublands oí una noche sonar por encima de mi cabeza los pasos de un hombre y el tenue gemido de un niño. Desperté malhumorado; mas di media vuelta y volví a coger el sueño. Luego me enteré de que los pasos eran de Biddlecombe, el abogado, morador del piso superior. A la mañana siguiente le vi bajar con el semblante amarillento y con cerco lívido en los ojos. Su hijo, que estaba en plena dentición, habíale obligado a pasear durante toda la noche, y por si esto no fuera bastante, se me dijo que mistress Biddlecombe le regañaba terriblemente. Después de mascullar una rebanada de pan tostado marchaba en el ómnibus a la audiencia. Yo sorbía aun un segundo huevo; yo podía aún picar en dos o tres golosinas -el pastel de Estrasburgo es cosa a la que nunca he podido resistir, y de la que estoy convencido de que es uno de los manjares más sanos que existen- Yo tenía humor todavía para contemplar en el espejo mi bondadosa faz, y mis agallas tenían el mismo tono del salmón asado. « ¡Bien..., bien!» -pensaba yo cuando veía alejarse al abogado en lo alto del coche-. Este tiene domus y placens uxor...; pero ¿es realmente placens? ¿Es placens consumir una noche con un rorro llorando en los brazos? ¿Es agradable meterse en la cama después de un día de trabajo fatigoso y encontrarse con una esposa que os recrimina por no haber sido invitada a la soirée de la señora del canciller? Suponed que hubiera llegado a ser vuestra Glorvina, a quien tanto amasteis. Su trabajo hacía pensar en un mal genio y en sus ojos adivinábase la ira. Recordad el manotazo que dio al criado por haber volcado el bote de la manteca. Figuraos, parvulus aula, un pequeño Batchelor, vuestro hijo, que en plena dentición pasara la noche en vuestro dormitorio. Estos pensamientos se agolpaban en mi mente al incorporarme para saborear la exquisita refacción. «¡Oye, vayan unos mostachones que te estás comiendo!»-me decía inocentemente mi amigo Lovel, ahora el hombre casado, el hombre rico, el próspero-. Biddlecombe sólo tomaba un mísero trozo de pan tostado. «¡Ah, vamos! -me diréis-. Lo que este hombre hace es tratar de consolarse de su infortunio.» ¡Ah bandidos! ¡Aun me regateáis el derecho al consuelo! «Gracias, querida miss Prior. Otra taza, y bien llenita de leche, hágame el favor.» No hay para qué decir que la señora Baker no se hallaba en la mesa cuando al desayunarme decía: «Querida miss Prior». Delante de la señora Baker permanecía yo tan callado como un ratoncillo. Isabel encontró ocasión en el curso del día para decirme quedo, con su habitual circunspección: «Ha sido una verdadera casualidad. La señora Baker jamás consiente que me desayune sola con mister Lovel; pero hoy ha habido un extraordinario, debido, sin duda, a hallarse aquí usted y mister y mistress Biddlecombe.»

Es posible que una de las hojas de la puerta de la habitación que yo ocupaba quedase abierta casualmente, y que los ojos y los oídos de mister Batchelor se hallaran dotados de una rara perspicacia, hasta el punto de llegar a percibir muchas cosas que personas menos observadoras jamás hubieran descubierto; pero el caso es que desde esta habitación, que por varios días habíame servido de albergue en aquella ocasión y en otras anteriores, yo me dediqué a atalayar como desde un pequeño escondrijo los incidentes de la casa, y logré realizar curiosas indagaciones acerca de la historia y temperamentos de los personajes que me rodeaban. Las dos abuelas de los chicos de Lovel dominaban de consuno a este hombre pacífico, como las mujeres..., y no solamente como las abuelas, sino como las hermanas, las esposas, las hijas, las tías, suelen dominar cuando las circunstancias se les hacen propicias. ¡Ah Glorvina, vaya una alhaja que hubieras hecho de haber elegido a mister Batchelor para tu consorte! -En este pensamiento hacía yo un paréntesis y en él metía un suspiro-.

Los dos niños se habían colocado cada uno al lado de una abuela, y mientras el señorito Pop era clasificado por su abuela materna como un Baker de pies a cabeza, y por ella enseñado a despreciar la confitería y el comercio, Cecilita era la predilecta de mister Bonnington; repetía con precoz fervor los himnos de Watts; afirmaba que no se casaría sino con un pastor; adoctrinaba a su hermano y a la criada con infantiles sermones acerca del mundo, y más de una vez llegó a fastidiarme, la verdad sea dicha, por la desmedida vanagloria con que estimaba sus propias virtudes. El efecto que ligaba a las dos ancianas era el que lógicamente debían engendrar sus posiciones relativas. Sobre los cuerpos sangrientos e indefensos de mister Lovel y de su digno y amable padrastro mister Bonnington, libraban sus escaramuzas y cruzaban nutrido tiroteo. La señora Baker producía frecuentes insinuaciones acerca de las segundas nupcias, de las segundas familias y de cosas por el estilo, con lo que lograba sacar de tino a mistress Bonnington. Mistress Bonnington vencía a la señora Baker a favor de las notorias irregularidades pecuniarias de la última. Ella, gracias al cielo, jamás había tenido que recurrir a la bolsa de su hijo. Ella nunca había temido el encuentro con ningún comerciante de Putney o de Londres; ella nunca había sido arrojada de la casa en vida de Cecilia; ella podía permitirse la estancia en Boulogne y disfrutar de sus frescas brisas. Tal era el látigo terrorífico que hacía restallar sobre la Baker. La señora Baker, lamento consignarlo, había sido reducida a prisión a consecuencia de ciertas protestas, en épocas de violentas diferencias con su hija, y gracias a los buenos oficios del benévolo mister Bonnington había obtenido la liberación. ¿Cómo llegué a saber esto? Me lo dijo Bedford, el factótum de Lovel, como también me relató las gatunas trifulcas que habían armado las dos viejas.

En un solo punto coincidían ambas señoras. Un viudo muy rico, joven aún y simpático, sabido es que puede encontrar una mujer cariñosa que consuele su soledad y que sirva de amparo a los niños sin madre. Desde la vecina Heath, desde Wimbledon, Rochampton, Barnes, Mortlake, Richmond, Esher, Walton, Windsor, aun de Reading, Bath, Erseter y del mismo Penzance, como desde cualquier punto de Inglaterra que pudiera ocurrirseos, hubieran venido diligentes muchas familias trayendo lindas jóvenes decididas a labrar la dicha futura de aquel hombre; pero era el caso que la guarda vigilante de aquellos dos dragones mantenía a distancia a todas las mujeres. A una mujer soltera, de rostro pasable, rara vez se le consentía transponer la verja de Shrublands. No bien una de éstas se hallaba a la vista, las dos mamás de Lovel salían de descubierta y le molían sus desgraciados huesos. Sólo una vez o dos se atrevió Lovel a ir a comer a una casa vecina; pero las señoras le trataron en forma tal, que el pobre hombre abandonó la práctica, y en tono pusilánime declaro su preferencia hacia la propia morada. «Mi querido Batch decía-. ¡A mí que me importa el ir o no a comer con gentes extrañas! ¿Tiene alguna de ellas un cocinero como el mío o algún vino mejor? Cuando vuelvo a casa después de mi labor diaria, se me hace molestísimo eso de vestirme y recorrer siete u ocho millas solo por las frías entrées, por el tinto remontado o por el dulce porto. No lo puedo sufrir, sir. No lo quiero sufrir -y subraya este firme propósito golpeando el suelo con el pie-. A mí dadme una vida fácil, un vino de confianza, y que vengan mis amigos a sentarse junto a mi chimenea. ¿Debo pedir algo más? Me parece que podemos habérnoslas con otra botella entre los tres, mister Bonnington.»

-Perfectamente-dice mister Bonnington, acariciando con la mirada la copa de rubí-; por mi parte, Federico, nada tengo que objetar a eso de otra bote...

-El café está servido, señor-exclama Bedford al entrar.

-Está bien..., quizá hemos bebido ya bastante -dice el digno Bonnington.

-Hemos bebido bastante; todos bebemos demasiado -añade Lovel con viveza-. Vamos a tomar café.

Y pasamos al salón. Federico y yo y las dos señoras ocupamos diversos asientos, mientras que miss Prior ejecuta al piano una pieza de Beethoven, con el acompañamiento de unos tímidos gorgoritos que deja oír la nariz respetable de mister Bonnington; el cual se ha quedado dormido sobre el periódico. A poco, Isabelita se desliza fuera de la habitación, como una sombra gris. Bonnington despierta en el momento de traer la mesilla con el servicio. A la señora Baker le agrada esta antigua costumbre, que fuera siempre moda en el castillo, y se echa al coleto un buen vaso de mixtura de limón; también tomamos los demás; la conversación anímase grandemente. Federico Lovel confía en que yo duerma mejor esta noche, y produce chistosos comentarios acerca del pobre Biddlecombe, y de la manera que la esposa del eminente abogado tiene de zaherirle.

Ora desde mi habitación de célibe, situada en el piso bajo; ora en mis paseos solitarios por el jardín, desde el cual me es fácil curiosear lo que ocurre por la casa; ya por las informaciones que Bedford me ofrece, siempre curiosas y veraces; ya como resultado de mis propias observaciones, que me proporcionan datos y noticias de la misma entraña de la vida, llegué a conseguir que los misterios de Shrublands dejaran de serio para mí, y, cual nuevo Diablo Cojuelo, los techos de muchas habitaciones de Shrublands levantáronse al conjuro de mi curioso intento.

Por ejemplo, en aquel primer día de estancia, mientras la familia arreglábase para la comida, yo acerté a encontrar abiertos dos armarios secretos, cuyo contenido me reveló importantes datos. Pinhorn, la doncella de los niños, una vivaracha y coqueta mujercita, que ostentaba una cinta grana, trajo algunos enseres de toilette a mi tocador; mas no cerró la puerta al salir. Yo podía haber imaginado que ninguna preocupación había entrado en aquella petulante cabecita; pero, ¡ah!, que, como observa Horacio, los sinsabores cabalgan detrás del jinete, y no sólo detrás del jinete, sino que caminan a la zaga del peatón; y no sólo a la zaga del peatón, sino en los mismos hombros de la jovial doncella. Tal sucedía con la Pinhorn. Ya habréis observado que los sirvientes emplean con vosotros un tono notablemente afectado y antinatural..., adoptando entre los suyos voces y gestos enteramente distintos de los que sus señores están habituados a oír y ver en ellos. La pequeña Pinhorn, en su casual encuentro con vuestro humilde servidor, produjo un vivo, fugaz e intencionado movimiento de cabeza, y adoptó un gracioso continente, capaz, sin duda, de encantar a muchas personas. En cuanto a mí, confieso que no me han tentado lo más mínimo estas monadas de sirviente. Si la propia Venus entrase en mi dormitorio trayéndome una bujía y un jarro de agua caliente, yo le daría seis peniques, y se acabó. Habiendo dado, como sabéis, toda mi alma a una mu... ¡Bah!, no insistamos en esa vieja historia... Como iba diciendo, si esta muchachita se propuso coquetear conmigo, no reparé en ella más que si hubiera sido el cestillo de carbón.

Pues suponer que aquello fuese un coqueteo. Suponed que bajo una máscara de indiferencia se ocultara un dolor profundo. ¿Vais a pensar que fuera ella la primer mujer que había procedido en esa forma? ¿Sospecháis que porque ella disfruta un salario de quince libras anuales, además del azúcar, del té, de la cerveza y de decir trolas a sus amos y a sus amas, carece de corazón? Salió del cuarto sonriente y mirándome de soslayo, con una gran colcha bajo el brazo; mas noté que al entrar en la pieza contigua cambió su voz por completo, y oí otra voz, cambiada también, aunque no tanto, interrogarla con dureza. La voz de mi amigo Dick Bedford, cuando se dirigía a aquellos que por capricho de la fortuna eran sus superiores, mostrábase áspera y breve. Parecía anhelar desembarazarse cuanto antes de lo que tenía que decir, y era fácil en su tono advertir este tácito deseo: «Ahí está mi recado; ya lo he dicho; pero usted sabe perfectamente que yo valgo tanto como usted». Y así era él y como tal se le tomaba; hasta la temblorosa y suspicaz señora de Baker le aguantaba siempre que las circunstancias la obligaban a comunicarse con aquel hombre.

Este pequeño Dick me recuerda a Swift, en Sheen, junto a sir Williams Temple; o a Spartacus cuando aun se hallaba al servicio del afortunado caballero romano que le manumitió. Pero si Dick era inteligente, servicial, útil, poco rebelde tan sólo con sus superiores, creo que con sus iguales era afectuoso y agradable, y que la mayoría de los que lo odiaban, entre los de su clase, inspiraban su rencor en la arrogancia, la honradez y en el desdén que por ellos sentía.

Pero las mujeres no suelen pagar con odio a los hombres que con ellas se conducen de modo altivo y desdeñoso. No se rebelan las mujeres contra la brava arrogancia de sus dueños naturales. Si se las gobierna con destreza, bajan la cerviz al mandato del amo y vienen a lamer la mano que acostumbra a levantarse para golpearlas. No quiero decir con esto que Bedford levantase realmente su mano sobre la infeliz doméstica; pero sí que la fustigaba con la lengua, que la pisoteaba de firme moralmente, y que ella lloraba y que volaba hacia él en cuanto le enseñaba un dedo. ¡Bah! No me digáis. Si anheláis un hogar pacífico, agradable y ordenado, y queréis rodearos de cosas gratas y confortables, ése es el camino que debéis seguir para entendéroslas con vuestras mujeres.

Bedford hallábase en la habitación contigua. Era la estancia mañanera de Shrublands; comunicaba con el comedor y a la sazón iban en ella depositando las viandas, mientras que se acercaba la hora de la comida. Bedford, que disponía sobre la mesa los postres, al entrar Pinhorn procedente de mi cuarto, comienza por gruñirle sarcásticamente y le dice al cabo:

-¡Bien! Estaba usted haciéndole cucamonas a mister B., ¿no es eso?

-¡Oh! Mister Bedford, demasiado sabe usted quién es el que a mí me interesa.

-¡Dale! -le observa mister Bedford.

-Bueno, Ricardo; ¿entonces...? -Y rompe a llorar.

-Déjeme la mano. ¡Déjeme la mano, digo!

¿Qué estaría ella haciendo para provocar semejante exclamación?

-Por Dios, Ricardo, no es su mano lo que yo quiero... Es su co-ra-zón, Ricardo.

-María Pinhorn -dice el otro-, ¿a qué viene todo este juego? Usted sabe muy bien que nosotros no podemos formar una pareja feliz... Usted sabe que no me parecen bien sus ideas, María. Y no es culpa de usted. No se me ocurre censurarla por eso, querida. Hay quien nace discreto, como hay quien nace para ser alto; yo no soy alto.

-¡Oh!, para mí ya es usted bastante alto, Ricardo.

De nuevo se ve precisado Ricardo a gritar:

-¡Que me deje, le digo! ¿Y si entrara la señora Baker y la viera apretarme la mano de esta manera? Le estaba diciendo que hay quien nace con los sesos hinchados, como hay quien nace con la cara gorda. Mire usted a ese asno de Bulkeley, el criado de la señora Baker. Es tan hombrón como un guardia del rey, y, sin embargo, tiene menos educación, menos meollo que el buey que tiene que cuidar.

-Vaya, Ricardo, ¿qué es lo que quiere usted decir?

-¿Cómo va usted a comprender lo que quiero decir? Pero ponga derechos esos libros. Coloque juntos los volúmenes y los papeles, ¡estúpida!, y prepare la mesa para el té de los niños, y no vaya por ahí con esos ojos de imbécil y con ese aspecto de tonta, María Pinhorn.

-¡Ah, su corazón es una piedra..., una piedra..., una piedra! -exclama María deshaciéndose en lágrimas-. Y ojalá pudiera atármela al cuello y arrojarme al fondo del pozo, y... la campana de arriba.

A esta señal debió María desaparecer, porque yo sólo oí una especie de gruñido de Bedford; luego, choque de platos, rodar de sillas y muebles y un breve silencio que duró hasta la llegada del subordinado de Dick, Buttons, que puso la mesa para el té de los niños y de miss Prior.

Se trataba, por lo visto, de la historia eterna. También había aquí amor desdeñado y un corazoncito apasionado, herido e infeliz. ¡Pobre María! Como soy un pecador, cuando me vaya te daré una corona, en vez de un par de chelines, como era mi intención. Cinco chelines no han de consolarte mucho, pero ya te consolarán un poquito. No sospeches que intento sobornarte, ocultando un designio malvado. ¡Fuera! Ich habe genossen das irdische Glück... ich habe... geliebt!

En este momento creo que debe haber entrado en el antecomedor la señora Prior, pues aunque era imposible que yo oyese su paso silencioso, llegó hasta mí, clara y distinta, su ronca vocecilla, que decía: «¡Buenas tardes, mister Bedford! ¡Oh, querido! ¡Cuántos..., cuántos años hace que nos conocemos! Pensar que aquel guapo chico del impresor que solía venir a ver a mister Batchelor se ha hecho tan buen mozo».

BEDFORD.- ¿Cómo? Sólo tengo cinco pies de alto.

SEÑORA PRIOR.- ¡Ah, pero una hermosa cara, Bedford! ¡Así es usted...; de verdad que así es usted ahora! Usted es fuerte y yo soy débil. Usted disfruta buena salud y yo estoy fatigada y triste.

BEDFORD.-La hora del té se acerca, señora Prior.

SEÑORA PRIOR.- Podría usted darme un vaso de agua primero y... un poco de jerez, si me hace el favor. ¡Oh, gracias! ¡Qué rico es! ¡Cómo resucita a una pobre vieja!... ¿Tose usted mucho, Bedford? ¿Cómo tiene usted esa tos? He traído unas pastillas para usted... de las que sir Henry Halford prescribía a mi querido esposo y...

BEDFORD (Súbitamente).- Tengo que irme... No se ocupe usted ahora de mi tos, señora Prior.

SEÑORA PRIOR.- ¿Qué es lo que hay aquí? Almendras y uvas, macarrones, albaricoques en conserva, bizcochos para el postre... y... ¡Hombre de Dios, qué susto me ha dado!

BEDFORD.- No, señora Prior; le suplico y le ruego que no ponga la mano en los postres, No puedo consentirlo. Tendré que decírselo al amo si este juego continúa.

SEÑORA PRIOR.- ¡Ah! Mister Bedford, es para mis pobres..., para la pobre hijita que tengo en casa: el médico le ha recetado albaricoques. ¡Ay! De verdad, querido Bedford; se los ha recetado para su pobre pecho.

BEDFORD.- ¡Y que el diablo me lleve si no ha andado usted con la botella de jerez! ¡Oh señora Prior, me compromete usted!... No quisiera que viera a usted mister Lovel hacer tales cosas. Usted sabe que la semana pasada pegué al chico por robar el jerez, y fue usted quien lo hizo.

SEÑORA PRIOR (Patéticamente).- Para una niña enferma, Bedford. ¿Qué no hará una madre por su hija enferma?

BEDFORD.- Sus chicos siempre están enfermos. No hace usted más que llevarse cosas para ellos. Se lo repito a usted: no puedo tolerarlo señora Prior...

SEÑORA PRIOR (Con énfasis).- Vaya usted y digáselo a su amo, Bedford. Váyale con esos cuentos, sir. Vaya y haga que me despidan de la casa. Vaya usted, que despidan de la casa a mi hija, y conseguirá usted la desgracia de su pobre madre.

BEDFORD.- ¡Señora Prior!... ¡Señora Prior!... Usted se está llevando el jerez. Una copa no me importa; pero usted se quiere llevar la botella.

SEÑORA PRIOR (Llorando).- ¡Es para Carlota, Bedford! ¡Mi pobre ángel, enfermo! Se lo han recetado, créalo.

BEDFORD.- ¡Dichosa Carlota! No debo, no puedo tolerarlo, y no lo consentiré, señora Prior.

El ruido de personas que se acercaban interrumpió la conversación que estaba desarrollándose entre el mayordomo de Lovel y la madre del aya de sus hijos. Poco después oí que decía el señorito Pop: «¿Va usted a tomar el té con nosotros, señora Prior?»

SEÑORA PRIOR.- Sus queridas abuelas me lo han indicado, señorito Popham.

POP.- Pero a usted le gustaría más ir a comer, ¿verdad? Apostaría cualquier cosa a que ha engullido en su casa una mala comida, ¿eh, señora Prior?

CECILITA.- No digas engullido. Es una palabra grosera, Popham.

POP.-Pues quiero decir «engullido». ¡En-gu-lli-do! ¡Ea! si se me antoja diré palabras más feas, y tú te callas la boca. ¿Que es lo que hay para el té? ¿Mermelada, fresa, mostachones?... Eso es: fresa y mostachones para el té. Además, entraremos a los postres. ¡Qué cosas tan ricas! ¿Verdad, miss Prior?

MISS PRIOR.- ¿Qué dices, Popham?

POP.- ¡Que si quiere usted que entremos para los postres..., porque hay muchas cosas buenas... y beberemos vino! Y la abuela contará su historia... de mi abuelo y el rey Jorge no sé cuántos: Jorge IV...

CECIL.- Subió al trono de 1820; murió en Windsor en 1832.

POP.- ¡Y dale con Windsor! Bueno; cuando ella cuenta esa historia no le hago yo poca burla.

CECIL.- Eres un bárbaro al hablar así de la abuela, Pop.

POP.- ¡Cállese la boca, señorita! Yo digo lo que quiero. Soy un hombre y no tengo por qué aguantar a ninguna imbécil de tu sexo. ¡Oye, María: danos la mermelada!

CECIL.- Ya has comido bastante y los niños no deben atracarse de esa manera.

POP.- Los niños hacen lo que les da la gana. Los niños pueden comer doble que las niñas. ¡Ea, ya no quiero más; lo que queda, que se lo coma el que quiera!

SEÑORA PRIOR.- ¡Excelente mermelada! Yo sé de algunos niños, hijos míos, que...

MISS PRIOR.- ¡Mamá, por Dios!...

SEÑORA PRIOR.- Yo sé de tres pobres criaturas que muy... muy rara vez han gustado esta deliciosa mermelada y este rico pastel.

POP.- Ya sé quiénes dice usted; usted se refiere a Augusto, a Federico y a Fanny, sus hijos. Bueno; pues tendrán mermelada y pastel.

CECIL.- ¡Ay, sí; yo les voy a dar todo lo mío!

POP (Hablando, según creo, con la boca llena).- No, lo mío no se lo doy; pero se les puede dar otro tarro. Usted siempre lleva consigo una cesta; siempre la lleva usted, señora Prior. Usted la tenía el día que se llevó el fiambre de ave.

SEÑORA PRIOR.- ¡Para el pobre ciego, para el negro! ¡Oh, qué agradecido estaba a sus jóvenes bienhechores! Es un hombre, un hermano, y socorrerle es una buena acción de usted, señorito Popham.

POP.- ¿Ese mendigo negro mi hermano? Ese no es hermano mío.

SEÑORA PRIOR.- No, queridos míos; ustedes tienen los dos las caras más hermosas del mundo.

POP.-¡No fastidie usted con las caras! Oye, María otro tarro de mermelada.

MARÍA.- Señorito Pop, yo no sé si...

POP.- Que lo traigas, te digo. Si no, rompo todo esto.

CECIL.- ¡Oh! ¡Qué malo, qué bárbaro!

POP.- ¡Cállate, estúpida! He dicho que quiero que lo traiga.

SEÑORA PRIOR.-No le contraríe, María; haga el favor. Estoy segura de que mis niños saldrán ganando con ello.

POP.- Ponga usted la cesta. Ahora meta este pastel y este trozo de manteca, y sobre la manteca ponga usted este azúcar. ¡Muy bien, muy bien! ¡Oh, que cosa tan divertida! Este pastel...; no, éste es para mí, y usted, señora Prior, diga a Augusto, a Fanny y a Federico que yo soy quien se lo envía, y que nunca carecerán de nada mientras Federico Popham Baker Lovel, Esq., pueda dárselo. ¿Le gustó a Augusto aquel gabán gris mío, que a mí no me hacía falta?

MISS PRIOR.- ¿Pero no le diste tu gabán gris nuevo?

POP.- Era horriblemente feo y se lo di; y le daría éste si quisiera. Usted no tiene que decirme nada; voy a ir al colegio y pronto dejaré de tener raya.

SEÑORA PRIOR.- ¡Ah, querido niño, qué abrigo tan bonito es! ¡Y qué bien le sienta a mi hijo!

MISS PRIOR.- ¡Madre, madre! ¡Por lo que más quieras..., madre...!

MISTER LOVEL (Entrando).- ¡Los niños tomando el té con toda solemnidad! ¿Qué tal, señora Prior? Me parece que vamos a conseguir esa plaza para su hijo segundo, señora Prior.

SEÑORA PRIOR.- ¡Que el cielo le bendiga..., querido bienhechor! No me lo impidas, Isabel: yo tengo que besar su mano. ¡Ea!

Suena el segundo toque, y entro en la habitación a tiempo de ver a la señora Prior ocultar hábilmente tras el mantel su gran cesta. ¿Su gran cesta?... Su portaviandas, su portabotellas, su portadulces, su portapantalones, su portatodo. De esta manera pude observar cómo la señora Prior, en su visita diaria a Shrublands, espigaba afanosa la cosecha. Bueno; Boaz era rico, y esta insensible Ruth estaba hambrienta y pobre.

A los deseados sones de la segunda campanada, el señor y la señora Bonnington hicieron su entrada; la última cubría su cabeza con la nueva cofia, que tanto había admirado la Prior, y a la que saludó con una sonrisa indicadora de haberla reconocido. «Es preciosa, querida señora...; ya se lo decía yo» -murmuró la Prior, y la portadora de las cintas azules volvió hacia el espejo su huesuda y bondadosa cara, y a lo que creo no encontró razón para dudar de la sinceridad de la Prior. En cuanto a Bonnington, pude notar que había echado un sueñecillo antes de comer; una práctica

que abre el apetito y prepara el intelecto para la conversación ligera y trivial.

-¿Han sido buenos los niños? -pregunta papá al aya.

-Los hay peores, sir -dice miss Prior, suavemente.

-Daos prisa para comer, que nosotros vamos a entrar a los postres -exclama Pop.

-No querrás que empecemos sin vuestra abuela -objeta papá.

¡Comer sin la señora Baker! ¡Ah! Me hubiera gustado ver que se sentaban a la mesa sin la señora Baker.

Mientras llegaba su señoría, papá y mister Bonnington se acercan a la abierta ventana y contemplar los prados y las torres de Putney, que se destacan en el cielo.

-¡Ah, señora Prior! -exclama la Bonnignton-, estos nietos míos están demasiado consentidos.

-Pero no por usted, querida señora -contesta la Prior con aire de conmiseración-. Sus hijos de usted son modelos perfectos de bondad. ¿Está ya bien el señorito Eduardo, señora? ¿Y el señorito Roberto, el señorito Ricardo y el graciosísimo señorito Guillermo? ¡Ah, son bendiciones del cielo para usted! ¡Si ciertos rebeldes sobrinitos que tiene les imitaran!

-¡El perverso chiquillo!-exclama la de Bonnington- ¿Usted sabe, señora Prior, que mi nieto Federico... -por supuesto, que no sé por qué se le llama Popham en esta casa, o por qué ha de avergonzarse del nombre de su padre... Usted sabe que Popham vertió un tintero sobre los alzacuellos de mi querido esposo, y que pegó a Ricardo, que le lleva tres años, y que se atreve a pegar a su propio tío?

-¡Dios de bondad! exclamé-, ¿no querrá usted decir, señora, que Pop se ha ido a las manos con su venerable pariente?

Siempre me acordaré del suave tirón que me dieron de la chaqueta.

¿Fue miss Prior la que me llamó la atención para que no insistiera en el tono irónico con la buena señora de Bonnington?

-No sé por qué llama usted a mi pobre hijo venerable pariente -observa la señora Bonnington-. Lo que sé es que Popham estuvo muy bárbaro con el; que Roberto acudió a su hermano, y que este malísimo de Popham cogió un palo, y que mi esposo salió, y que Popham Lovel golpeó en una pierna a mister Bonnington, y que le hizo frente como un carnero rabioso, si usted cree que un acto semejante puede ser motivo de risa..., yo no, mister Batchelor.

-¡Querida señora..., por Dios! -me apresuro a decir cogiendo su mano, pues noté que iba a llorar, y las lágrimas en los ojos de la mujer son un argumento incuestionable que conmueven mi ánimo de un modo endiablado-. Jamás diría yo una palabra que pudiera ofenderla; y por lo se refiere a Popham, le aseguro a usted que, en opinión mía, nada convendría tanto a este chico como una buena azotaina.

-Está consentido, señora; bien sabemos por quién -interviene la señora Prior-. ¡Querida señora Baker, qué bien le va a usted el grana! -Y, en efecto, la señora Baker penetró en esta coyuntura, luciendo sus cintas escarlata con todos los demás broches, brazaletes y caprichosos dijes que su oronda persona lucía. No bien llegara la señora de Baker, anunció Bedford que la comida estaba servida, y Lovel dio el brazo a su suegra, mientras que yo ofrecí el mío a la señora Bonnington para conducirla al comedor. La dulce y buena señora hizo en seguida las paces conmigo. Comimos y bebimos de lo mejor que tenía Lovel. La señora Baker nos contó su célebre anécdota relativa a las amables frases dirigidas a su difunto esposo por Jorge IV cuando su majestad hizo su visita a Irlanda. La señora Prior y su cesta habían desaparecido cuando entramos en el comedor; después de la diaria cacería, tornaba la hambrienta madre con la presa para sus tragones polluelos. Isabel, pálida y hermosa, leía bajo la lámpara. Con el whist y las libaciones de licores se extinguió la segunda jornada de Shrublands.

Después de recogerse la familia me quedé paseando solo a la luz de la Luna, fumando mi cigarro bajo las plácidas estrellas. Sólo llevaba treinta horas en la casa, y ¡qué interesantes dramitas se descubrían ya ante mí! ¡Qué luchas y qué pasiones estaban batiéndose!... ¡Qué certámina y qué motus animorum! Aquí estaba Lovel, la mansa bestia, y ¡qué balumba de parentescos y qué montón de bagajes tenía que arrastrar el bueno del hombre! ¡Cuánto no trabajaba, intrigaba, regateaba, adulaba y saqueaba la pequeña señora de Prior! ¡Qué prodigios de habilidad, prudencia y destreza no tendría que desplegar la serena Isabel para conservar su puesto frente a aquellas dos rivales que sobre ella reinaban! Y lo más curioso era que, no sólo conservaba su puesto, sino que complacía a aquellas dos mujeres. ¡Ah, Isabel Prior, mi admiración y mi respeto hacia ti crecen cada hora, al analizar tu carácter! ¿Cómo puedes convivir con estas dos leonas sin que aun te hayan hecho trizas? ¿Qué cebos de lisonja les habrás arrojado para entretenerlas? Claro es que no me atrevo a decir que mi Isabel eduque a los chicos muy bien, y que sí declaro no haber conocido gente menuda más díscola. ¿Pero es suya la culpa, o de la ingrata fortuna? Con aquellas dos abuelas, que los mimaban alternadamente, ¿qué más podía hacer una institutriz? ¿Cómo se las arreglaba para sortear los naturales celos de las dos señoras? Procuraré desenmarañar el intrincado problema, y lo conseguiré dentro de muy pocos días. Mas también percibo otros misterios. Aquí está la pobre María, con el corazón destrozado por el mayordomo. Y este mayordomo, ¿por qué encubre las raterías de la señora Prior? ¡Ah! He aquí otro enigma que me propongo descifrar inmediatamente. Sumergido en estas cavilaciones, arrojo la colilla de mi fragante compañero y penetro en mi cuarto por la ventana francesa en el preciso instante en que Bedford abre la puerta. Durante mi paseo por la pradera oí a Bedford entonar una grave melodía desde la ventana de la despensa. Cuando toda la familia se ha entregado al descanso, Bedford pasa un par de horas en aquel estudio leyendo libros y periódicos para formar sus opiniones acerca de política y de literatura. Me inclino a creer que aquellas cartas que aparecen en el Putney Herald and Mortalke Monitor bajo la firma de «Una voz del sótano» sean de la inventiva de Bedford.

-Vengo a ver si está todo arreglado y seguro por la noche, sir, y para cerrar las ventanas antes de que usted entrase -me participa mister Dick-. Lo mejor es que no deje abiertas las ventanas, aunque esté usted dentro durmiendo..., puede coger un catarro..., por aquí anda mala gente. ¡Acuérdese del asesinato de Bromley!... ¡Se meten por las ventanas francesas..., grita usted..., le traspasan el pecho... y un bonito suceso para los periódicos del día siguiente!

-¡Qué buena voz tiene usted, Bedford! -le dije-. ¡Acabo de oírle tararear..., un bajo excelente!

-Siempre fui aficionado a la música..., canto mientras limpio la vajilla..., aprendí en Beak Street. Ella me enseñó, y señalaba al piso de arriba.

-¡Qué mocito era usted entonces... cuando venía a recoger mis pruebas para el Museum! -le observé.

-No soy ahora muy grande, sir; pero no son los más grandes los que mejor trabajaban -me objeta el mayordomo.

-Recuerdo haber oído decir a miss Prior que tenía la edad de usted.

-¡Hum!, y apenas le llego al... codo. -Bedford luchaba siempre con las letras aspiradas. Las vencía, pero era fácil ver que no se trataba de una lucha insignificante.

-¿De modo que fue miss Prior la que le enseñó a cantar? -le dije, mirándole de lleno a la cara.

Bajó los ojos... No pudo resistir mi escrutadora mirada. Comprendí toda la historia en aquel momento.

-Cuando la señora Lovel murió en Nápoles,miss Prior trajo a casa a los niños y usted actuó de conductor de la caravana.

-Sí, sir -respondió Bedford-. Allí teníamos el coche; a la pobre señora Lovel se la envió por mar y yo traje a casa a los chicos, y... al resto de la familia. Yo decía: «¡Avanti, avanti! a los postillones italianos, y pedí los caballos para cruzar los Alpes.

-¿Y usted solía entrar en las habitaciones de las fondas en que estaba la familia, y los llamaba por la mañana, y tenía un trabuco para asustar a los ladrones con los disparos?

- Sí-dijo Bedford.

-¿Fue una época muy agradable?

-Sí -contestó Bedford con voz gutural y bajando tristemente la cabeza-. ¡Oh! ¡Sí, fue una época deliciosa!

Al decir esto se volvió, dio un pisotón en el suelo, soltó una especie de imprecación, hizo como que se ocupaba de arreglar los libros, quitándoles el polvo con un paño que llevaba. Vi la cosa perfectamente clara, y dije:

-¡Pobre Dick!

-Es la vieja... la vieja historia -prosiguió Dick-. Es lo de usted con la muchacha irlandesa, sir. No soy más que un criado, bien lo sé; pero soy un... ¡maldita sea!

Y se apretó los ojos con los puños.

-¿Y es ésta la razón por la que usted permite a la señora Prior robar el jerez y el azúcar? -le pregunté.

-¿Cómo sabe usted eso?... ¿Se acuerda usted de lo que rateaba en Beak Street? -preguntó Bedford a su vez con excitación.

-Les he oído a ustedes momento antes de la comida -le dije.

-Lo que debe usted hacer es ir y decírselo a Lovel... para que me echen de la casa. Sería lo mejor que podría hacerse -exclamó Bedford con energía y golpeando el suelo con el pie.

-Siempre ha sido mi costumbre hacer todo el mal posible, Dick Bedford -le advertí con fina ironía.

Entonces cogió mi mano.

-No, usted bromea..., bien claro está; perdón, sir; pero ya ve usted que estoy tan abatido, que apenas sé si voy sobre los pies o sobre la cabeza.

-¿No ha logrado usted conmover su corazón, mi pobre Dick? -le pregunté.

Dick movió la cabeza en señal de negativa.

-No tiene corazón -respondió Dick-. Y si lo hubiera tenido, se lo hubiera llevado aquel granuja de la India. No se interesa por nadie. Le agrado yo como cualquier otro. Creo que me aprecia; ahí tiene usted, sir; no puede ocultarlo...; que me ahorquen si puede. Sabe muy bien que soy yo mejor que la mayoría de los muchachos...; lo soy, si no fuera un criado. Si fuera yo siquiera boticario..., como ese asno que viene de Barnes en su tílburi, y que quiere casarse con ella... ella me aceptaría. Ella le hace cara y le anima...; ella hace esto con bastante habilidad. Y el viejo dragón sueña con que ella le quiere. ¡Bah! ¿Para qué diré estas tonterías, si no soy más que un criado? María ya es bastante para mí; ella me aceptaría en seguida. Perdón, sir, estoy hecho un bobo; no soy el primero, sir. Buenas noches, sir; que duerma usted bien.

Y se retira Dick a su despensa para dedicarse a sus quehaceres, mientras que yo me quedo pensando: «He aquí otra víctima que se retuerce bajo las flechas despiadadas del torturador universal.»

-Es muy original -me decía miss Prior al día siguiente, en ocasión en que paseábamos juntos por el bosque de Putney, mientras que los pequeños educandos correteaban y se peleaban a distancia-. Yo me pregunto qué es lo que ocurrirá en el mundo dentro de poca tiempo, querido mister Batchelor, y hasta dónde va a llegar la inteligencia en su carrera. No he visto jamás un hombre tan independiente, tan frío, tan seguro de sí mismo como ese mister Bedford. Cuando estuvimos en el extranjero con la pobre señora de Lovel, aprendió francés e italiano con una familiaridad sorprendente. Ahora toma libros de armarios; las obras más abstrusas..., obras que yo ni puedo intentar leer. Dice mister Bonnington que ha aprendido historia, que lee a Horacio en latín, que sabe álgebra y no sé cuántas cosas más. Se entendía con los criados y con los comerciantes en Nápoles mucho mejor que yo, se lo aseguro a usted.

E Isabel levanta la cabeza hacia arriba, como si quisiera preguntar al más allá cómo era posible que tal hombre valiera tanto como ella.

Marchaba por el bosque gallarda, firme, serena, esbelta...; su pie delicado pisaba la hierba suavemente Llevaba sus anteojos azules; mas presumo que hubiera podido mirar al Sol cara a cara y sin pestañear. El Sol jugaba en las ondas y anillos de su cetrina cabellera, salpicándola con polvo de oro.

-Es maravilloso -observé, admirándola- cómo estas gentes toman los ademanes y tratan de imitar a las de superior calidad.

-¡Es extraordinario! -repuso Isabelita. No se advertía el más leve humorismo en nada de lo que decía. Creo que Dick Bedford estaba en lo cierto y que ella no tenía corazón. Tenía magníficos pulmones salud y apetito excelentes, y con todo esto se puede cruzar la vida cómodamente.

-¿Usted y santa Cecilia se llevaban bastante bien, Isabelita? -le pregunté.

-¿Santa qué?

-La difunta señora de Lovel.

-¡Oh, la señora Lovel..., sí! ¡Qué hombre tan especial es usted! No entendía a quién se refería usted -dijo Isabel la sensata.

-¡No tenía buen carácter, me parece! ¿Ella y Federico disputaban?

-Él nunca disputaba.

-Creo que me ha dicho un pajarito que no sentía ella aversión por nuestro sexo.

-Yo no hablo mal de mis amigos, mister Batchelor -replicó Isabel la prudente.

-Debe usted haber tenido buen trabajo con las dos señoras de Shrublands.

Isabelita se encogió de hombros.

-Un poco de política es necesaria en todas las familias -dijo-. Estas señoras, como es natural, sienten celos mutuos; pero ninguna de las dos me trata con dureza en lo importante; y no tengo que sufrir más que otra mujer cualquiera que se encontrase en mi situación. No era todo rosas en Saint-Boniface, mister Batchelor, con mi tío y mi tía. Todas las institutrices tienen que vencer dificultades; yo lucho con las mías lo mejor que puedo, y siento gratitud por el espléndido salario que la bondad de usted me ha proporcionado, y que me permite ayudar a mi madre y a mis hermanos.

-¿Usted les dará, supongo, todo lo que gana?

-Casi todo. ¡La pobre mamá tiene tantas bocas que alimentar!

-¿Y nuestro corazoncito, Isabelita? -le pregunté, mirando su fresco rostro-. ¿Hemos reemplazado ya al oficial de la India?

Otro encogimiento de hombros.

-Me figuro que todos habremos olvidado esas locuras. Recuerdo que alguien pasó también esa época de melancolía... -y miró de soslayo a la víctima de Glorvina-. Mi bobada está muerta y enterrada hace tiempo. Es tanto lo que tengo que trabajar para mi madre y mis hermanos, que no puedo gastar tiempo en semejantes disparates.

En este instante, un flamante tílburi, arrastrado por briollo caballo, invadía ruidosamente la llanada, y mi profundo conocimiento de la humana condición me hizo adivinar que el lacayo que venía junto al caballero que guiaba era el criado del doctor y que éste no era otro que el atildado y peripuesto doctor.

Dirigiome una hosca mirada, en tanto que saludaba a Isabelita. En aquella actitud vi perfectamente la sospecha y los celos.

-Gracias,mister Drencher -dijo Isabelita-, por sus bondades para mi madre y nuestros chicos. ¿Se dirige usted a Shrublands? La señora Baker no se encontraba bien esta mañana. Siempre dice que, cuando no pueda asistirla el doctor Piper, no quiere otro que usted. -Y así, la pícara sonreía cariñosamente a mister Drencher.

-Ya he hecho la visita en el taller, he visto un enfermo en Roehampton y caeré en Shrublands hacia las dos,miss Prior -contestó el joven doctor, a quien Bedford llamaba garañón en celo. Subrayó marcadamente lo de las dos. ¡Vaya, que todos sabemos cuántas son dos y dos...,mister Drencher. Desde su tílburi me disparaba los rayos de su cólera. Las serpientes de este mísero Esculapio se desenroscaban de la fusta y empezaban a mordiscar su algodonoso corazón.

-¿Es buen médico mister Drencher? -le pregunté, pillo de mí.

-Es muy bueno para mamá y los niños. Y esas visitas no le rinden gran provecho -responde Isabelita.

-Me figuro que nuestro paseo terminará antes de las dos -observa el granuja, que acompaña a miss Prior.

-Desde luego. ¡Claro, ésta es la hora de comer, y este paseo por el bosque abre el apetito de una manera...! -exclama la institutriz.

-Isabelita Prior -le dije-, me está pareciendo que necesita usted los anteojos, ni más ni menos que un gato al anochecer. -A lo cual me replicó que era yo un hombre tan extraño y tan particular que no acertaba a comprenderme.

A las dos ya estábamos en Shrublands. No fue preciso, por supuesto, que esperáramos la comida de los niños, y mister Drencher llegó cinco minutos después de las dos con el caballo cubierto de espuma. A mí, que estaba al tanto de los misterios de Shrublands, me divertía observar las furiosas miradas que desde el aparador lanzaba Bedford al médico, o las que dirigíale al servirle las chuletas. Drencher, por su parte, no cesaba de envolverme con miradas de enojo. Yo me sentía a mis anchas, decidor, complaciente y, creo firmemente, aun bellaco y malicioso. Desplegaba ante la señora de Baker la lista de mis amistades aristocráticas. Procuraba salpicar las historias del viejo mundo acerca de Jorge IV en Dublín con las últimas novedades aprontadas en el club. Confieso que me gozaba en molestar y confundir al joven doctor y que me encantaba la rabia celosa con que éste trinchaba los manjares.

¿Mas por qué se mostraba enojada conmigo la señora Baker? ¿Por qué razón no lograban interesar a la distinguida matrona mis historietas mundanas? Durante la comida del día anterior habíase manifestado encantada con esto; tanto, que volviendo la espalda a los pobres y sencillos Bonnington, que no tenían la menor idea del beau monde, habíase dignado dirigirse a mí especialmente, diciendo cosas como éstas: «No necesito decir a usted, mister Batchelor, que la duquesa de Dorsetshire era una De Bobus», o «usted sabe muy bien que para las esposas de baronets la etiqueta en los bailes del virrey, en el castillo de Dublín, consistía en...»

¿Qué habrá ocurrido, repito, para que la señora Baker, tan afectuosa y deferente conmigo el domingo, me vuelva la espalda el lunes con una frialdad, sólo comparable a la del cordero que quedó de la comida de ayer, y que yo me ofrecí a trinchar para los comensales? Yo había proyectado pasar en Shrublands sólo dos días, pues me aburre, por lo general, la vida campestre, y, en consecuencia, pensaba haber partido el lunes; mas Lovel, durante el desayuno, que hicimos con los niños y miss Prior, momentos antes de marchar a sus ocupaciones, me rogó que me quedara con tan sincera cordialidad, que accedí encantado a complacerlo. Así podría terminar desahogadamente una o dos escenas de mi tragedia, a más de satisfacer la gran curiosidad que me inspiraban una o dos comedias que en la casa se estaban desarrollando.

La señora de Baker me gruñó un tanto durante el almuerzo. Cambió con mister Drencher murmullos y señas de inteligencia. Riñó despóticamente a su criado Bulkeley, que andaba por allí. Preguntó si podría disponer del faetón, y cuando se le participó que este carruaje se había destinado a ella, observó que hacía demasiado frío para ir en coche abierto y decidió utilizar la carretela. Al enterarse de que los señores de Bonnington habían acaparado la carretela, declaró que no entendía esto de que hubiera personas que así se apoderaban del coche que a otras pertenecía; y cuando mister Bedford le advirtió que por la mañana había podido elegir a su arbitrio y escogido el faetón, se apresuró a contestar: «No hablo con usted, y le agradeceré que no me dirija la palabra hasta que yo le hable». Caldeó la atmósfera de tal manera, que empecé a lamentar no haberme marchado.

-Y dígame, miss Prior: ¿dónde va a dormir el capitán Baker -preguntó la Baker-, estando ocupada la habitación del piso bajo?

A lo cual respondió humildemente mister Prior:

-El capitán Baker puede quedarse en el cuarto rojo.

-¿La estancia inmediata a la mía, sin dobles puertas? ¡Imposible! Clarence está siempre fumando. Es capaz de llenar de humo toda la casa. No dormirá en el cuarto rojo. Yo suponía que había de destinársele la habitación de la planta baja, que un..., que este señor persiste en no dejar libre.

Y, al decir esto, me miró cara a cara la adorable criatura.

-Este señor fuma también y se halla tan a gusto donde está, que allí se propone permanecer -objeté yo con una dulce sonrisa.

-Áspid de ave, sir -dijo Bedford, pasando una fuente por detrás de mí, y en el mismo instante me dio un golpecito y murmuró-: ¡Ande usted con ella; duro con ella!

-Junto a la alameda hay una magnífica posada -continué, mientras pelaba una de mis manzanas favoritas-. Si el capitán Baker desea fumar, puede tomar allí una habitación.

-¡Caballero!, mi hijo no se alberga en una posada -exclamó la señora de Baker.

-¡Ah! ¿Conque no, abuela? ¿Conque no estuvo en «La Estrella y la Charretera», y no pagó papá la cuenta del tío Clarence?

-¡Silencio, Popham! A los niños se los debe ver, pero sin oírles -dijo Cecilita-. ¿Verdad, miss Prior, que a los niños se los debe ver, pero no se los debe oír?

-Sobre todo, no deben insultar a sus abuelas. ¡Ah, Cecilia mía! -exclamó la señora de Baker, levantando la mano.

-¡No me pegarás, no me pegarás! -rugió Pop, disponiéndose a hacer frente a su rabiosa antepasada. La escena comenzaba a ponerse desagradable. El granuja de Bedford, junto al aparador, ahogaba una carcajada. Bulkeley, el criado de la señora, permanecía impasible como el Destino, mientras que el pequeño Buttons reventaba en una risotada, que le valió una mirada de la señora de Baker, digna de lady Macbeth.

-¿Es que van a insultarme los criados de mi hija? -gritó la señora de Baker-. Me voy de la casa ahora mismo.

-¿A qué hora desea el faetón la señora?-preguntó Bedford con absoluta solemnidad.

No hubiera estado de más que mister Drencher hubiese desenvainado su lanceta y sangrado a la señora de Baker. Voy a correr la cortina para esconder esta triste..., esta humillante escena. Cae, cortinita, y pon término a este absurdo actillo.



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