Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice


ArribaAbajo

El «western», viaje iniciático por los mapas de la épica


Pablo Pérez Rubio





Todo relato épico conocido está construido a partir de la idea del viaje, que afecta tanto a su concepción del desplazamiento físico, geográfico, del héroe individual o colectivo, como a su carácter de tránsito moral. «El mito -decía Chadwick en The growth of literature- es el último (y no el primer) estadio en el desarrollo de un héroe», llamando la atención acerca del carácter cíclico, en el fondo interminable e infinito, de la aventura épica en busca de la esencialidad del mundo.

Como casi siempre en la tradición, el héroe del western americano del periodo clásico -hablamos fundamentalmente de los años 40 y 50- está condenado a viajar, y no siempre con un rumbo fijo o una meta última voluntaria y definida. Heredero tardío del homo viator de la tradición caballeresca europea1, este héroe es presentado habitualmente por el relato en el momento en que está a punto de llegar a algún sitio, que no será sino un fin de etapa más en su peregrinaje, y no tiene necesariamente por qué ser el definitivo. No conocemos de dónde viene: la narración moderna puede dar por consabidos datos y hechos que la folklórica debía manifestar explícitamente, aunque fuera a costa de una necesaria repetición.

En el western, los códigos propios del género -formulados también, no se olvide, a fuerza de una indisociable recurrencia- son capaces de ofrecer implícitamente todo aquello que supuestamente debería ser explicado. Una imagen tan familiar como la que muestra a un jinete solitario llegando a un valle o a una ciudad del Medio Oeste encierra en sí misma, de manera casi obvia, significados ocultos que el discurso posterior se encargará de confirmar. Ante esos planos generales que abren la mayoría de los films del género, el espectador reconoce a un personaje que le resulta familiar: un héroe solitario al que una huella, una hamartía aristotélica del pasado (un crimen imputado que no cometió, la muerte violenta de seres queridos, actividades de discutible legalidad, un error no pagado, una culpa no asumida...) ha obligado a emprender una huida hacia adelante. La acción de este héroe, su aventura, consistirá precisamente en el recorrido de un camino purificador, en busca de la liberación de esa gran pesadilla que es su pasado. Así, este hombre se ha convertido en un peregrino sin camino, un no land's man que hace de su viaje (probablemente sin retorno: a diferencia del film de aventuras, en el western no suele haber viaje de vuelta2) la única razón de ser de sus días.




ArribaAbajo

Catálogos e itinerarios: el «monomito»

A partir de los numerosos esquemas narrativos que autores ya clásicos como Olrik, Raglan, Propp o Rank extrajeron y glosaron del grueso de los relatos épicos y folklóricos, algunas analistas del western han ensayado a su vez catálogos que pretenden reducir de forma teórica la aventura viajera del héroe a una serie de situaciones-tipo. La más completa de ellas es la Mody C. Boatright3, que propone su reducción a siete intrigas complementarias, habitualmente entremezcladas, en las que siempre está presente la noción de desplazamiento:

1. El héroe es un cowboy errante, una reedición más o menos fiel de los paladines medievales, y allí donde se encuentra ayuda al débil en su lucha contra el opresor.

2. El héroe se ve envuelto en su camino en un único conflicto al que es conducido por el azar, y en el que se termina involucrando moralmente.

3. El héroe es sospechoso de un crimen que no ha cometido y debe luchar por exculparse localizando él mismo al verdadero culpable.

4. Se ha cometido un crimen sobre una persona próxima al héroe, y éste emprende el camino en busca de la necesaria venganza.

5. El héroe, generalmente un representante de la ley, va en busca de un criminal para enviarlo a prisión.

6. El héroe emprende una actividad legítima profesional: conductor de ganado, granjero...

7. Un héroe de carácter enérgico emigra a un territorio nuevo con la intención de construir un imperio.

Si estos esquemas (que evidentemente jamás aparecen en estado bruto) resultan útiles para el estudio tipológico y narrativo del western, es porque ponen de relieve el entronque del mito del Far-West con la épica tradicional y la universalidad de sus principios narrativos e ideológicos. El deseo de venganza, por ejemplo, es el móvil central del ciclo épico de los Condes de Castilla; del mismo modo, una injusticia sobre su persona en su país de origen es el motivo de que el caballero Zifar deba emprender su azaroso viaje caballeresco...

Pero los ejemplos, sólo dentro del marco de la épica española medieval, serían demasiado prolijos. Lo que realmente subyace pues, bajo estas simplificaciones, es la idea de universalidad del mito, que Joseph Campbell resumía en el concepto de monomito4. A partir de las teorías «jungianas» sobre el arquetipo y su transmisión por medio del inconsciente colectivo, el profesor norteamericano enarbola un entramado épico generalista que abarca desde los primeros mitos conocidos de la historia de la humanidad hasta la épica moderna de masas, de la que el western y, muy especialmente, la llamada «Trilogía de las galaxias» de George Lucas5 son máximos exponentes, según su teoría de que «un héroe es alguien que ha dado su vida por algo más grande que él mismo». Que, desde Ulises a Wyatt Earp o Wes Hardin, ese «algo más grande» ha podido transformarse o modificarse está fuera de toda duda, aunque en el fondo los valores universales sigan siendo esencialmente los mismos:

El objetivo moral del héroe es el de salvar a un pueblo, o salvar a una persona, o apoyar una idea. El héroe se sacrifica por algo... ahí está la moralidad del asunto, (...) el heroísmo intrínseco de la hazaña realizada6.



Salvar a un pueblo o una persona, ¿de qué? La idea de redención en el folklore está frecuentemente apoyada en fuertes e incuestionables creencias religiosas: el viaje del héroe tiene así un efecto trascendente que, en el caso del western, ha sido aparentemente laicizado en aras de la defensa de valores como la libertad, la ley y el orden. Podría decirse, en suma, que los aventureros del Oeste han perdido en cierta medida el carácter visionario de su misión, aunque no su intención esencialista y universal.

Siguiendo a Campbell, la aventura del héroe (y sus diferentes estadios: partida, iniciación, pruebas y victorias, regreso) tiene su origen en una llamada del destino. Ello implica su condición de elegido. En el western clásico suele ser una concurrencia de circunstancias adversas el motor que lleva al cowboy a erigirse en valedor de los intereses generales. Si los principales protagonistas del género no aparecen como hijos de rey o de dios es por una simple y evidente cuestión de decoro genérico; pero su acción está destinada igualmente a llevar a cabo una labor individual que el orden social es incapaz de realizar. Por ello, hay un móvil anterior -el deseo de venganza, el afán de dinero, la huida de los representantes de la ley- que lleva al vaquero a aceptar la misión para la que ha sido llamado, después de una negativa inicial. Cuando éste olvida su propio interés y toma conciencia de su misión social, abandonará su condición humana para sumirse en el orden de lo mítico. El héroe, viene a decir el western, es un hombre que quiere recordarnos precisamente, en su deseo de intemporalidad e inmortalidad, nuestra condición de seres mortales sometidos a las leyes universales. Raro es en el género el héroe que termina sacrificándose hasta morir por su causa: bordeando la muerte, reafirma su condición épica y certifica su condición de mito. Nuevamente por razones de decoro, el relato queda sin clausura total: no hay regreso, no hay muerte, no hay sepultura sagrada. Por tanto, el monomito, la saga, continúan.




ArribaAbajo

El héroe y su carencia

Liberado de las leyes de apertura y cierre de la épica clásica, el western -como epopeya moderna, decíamos7- elige para su presentación el momento en que el jinete solitario se acerca a un fin de etapa en su camino. Marcado por la tragedia, esa «huella» del pasado que pronto conoceremos, algo turbulento y enfermizo se atisba en su comportamiento asocial y resentido. Coincidimos con Jesús González Requena -y esto es algo que nuestro personaje comparte con los héroes del melodrama- cuando señala en su análisis de la poética fílmica de Douglas Sirk que, por razones de eficacia narrativa, la huella se ha producido en el pasado y que es precisamente el peso que tiene en el presente el detonante del conflicto. Pensemos en el Shane de Raíces profundas (George Stevens, 1953), el Matt Dow de Busca tu refugio (Nicholas Ray, 1955), el Jim Douglas de El vengador sin piedad (Henry King, 1958) o, en su caso más extremo y patológico, el doctor Joe Frail de El árbol del ahorcado (Delmer Daves, 1958). La actitud atormentada de estos seres pone sobre aviso, a la vez, del carácter fantasmal de su llegada. Vienen de ningún sitio, a ningún lugar se encaminan. Huyen, en el fondo, de su propia condición de héroes, de su insoportable obsesión existencial.

Se abre sobre ellos una segunda oportunidad de función catártica. De la habilidad en la puesta en escena y la planificación de los diferentes realizadores depende la eficacia de la transcripción significativa de esa conjunción de presente y pasado. Los signos se van acumulando; una mirada, una respuesta verbal o una determinada reacción ante una prueba concreta ponen en evidencia sus carencias o, por mejor decir, reproducen los estigmas de un pasado mal curado que aflorará constantemente en el momento presente. Pero, por encima de todo, la inercia del relato sembrará en su camino la posibilidad de su redención: un acto heroico que podrá devolver -siquiera de forma parcial- el sosiego a un espíritu condenado al más estoico de los sufrimientos. En algunos casos (Dow o Douglas, entre los ya citados), la purificación será completa, al menos en apariencia. En otros (el caso paradigmático de Shane), el camino de pruebas deberá continuar.




ArribaAbajo

El viaje, condena y catarsis

De todo ello se deduce que el viaje aparece como una condena irremisible basada en los conceptos de «víctima» o de «culpa», y de la que el héroe sólo se liberará en contadas ocasiones, a través de un forzado y a veces inquietante final feliz obtenido por la aparición de soluciones deus ex machina en forma de discutible y confusa boda e improbable rancho de asentamiento.

La aventura del héroe tradicional terminaba en una clausura definitiva, propia de sociedades cerradas en sí mismas, por mucho que quede abierta la posibilidad cíclica que, en todo caso, no será más que el comienzo de una nueva aventura épica independiente. La del cowboy, por el contrario, quedará inconclusa en muchas ocasiones, y el héroe no recibirá más recompensa que el reconocimiento social a su integridad y la parcial cerrazón de su vieja cicatriz, convertida en metáfora en el eco que repite y devuelve a Shane las palabras de agradecimiento -y reconocimiento épico- del niño Joey: «¡Vuelve Shane, todos te queremos!».




ArribaAbajo

Camino en soledad

Efectivamente, al héroe del western le queda, en su partida, el eco que resuena en su conciencia. Pero el camino está abierto para este Sísifo contemporáneo; su roca jamás llega a la cima, la hazaña jamás queda completa: Tom Jefford en Flecha rota (Delmer Daves, 1950), Martin Brady en Más allá de Río Grande (Robert Parrish, 1953), Will Lockart en El hombre de Laramie (Anthony Mann,1955) o el ambiguo Clay Blaisdell de El hombre de las pistolas de oro (Edward Dmytryk, 1958), que cumplirán férreamente con la liturgia del género al desaparecer en solitario por el horizonte, como supervivientes de un turbulento naufragio interior. El mismo que llevó a Ulises a sentir el enorme peso de la soledad como único superviviente de la tempestad marina. Un héroe sólo lo es realmente si conoce y acepta su condena a vivir eternamente solo.

Viudo como el nihilista Randolph Scott en sus siete encarnaciones para Boetticher, Wyatt en Tambores lejanos o Trail en El árbol de ahorcado, abiertamente misógino (los ejemplos, por abundantes, son innecesarios) o, simplemente, presa de una considerable pesadumbre existencial, el héroe de western es generalmente un héroe sin princesa, víctima de sus obsesiones más personales e individualistas.

Sólo hay un caso en que la liberación de estas fijaciones se producirá de forma completa en el momento del fin de su misión, cuando su herida será cerrada de forma automática; se trata de los héroes que sufren un febril y patológico deseo de venganza (entre los más notables, La diligencia de John Ford, Camino de la horca de Raoul Walsh, Encubridora de Fritz Lang, Nevada Smith de Henry Hathaway, además de algunos ya citados...). Alcanzarla supone descargar el odio acumulado a lo largo del viaje, convertido en un auténtico descenso a los infiernos para los protagonistas de El vengador sin piedad y Centauros del desierto. Son héroes cuyo tránsito es «intencionado» y teleológico, pese a que su intención sea destructiva. Volviendo a Campbell:

tenemos las dos clases de héroe: el que elige emprender un viaje y el que no. En una clase de aventura, el héroe parte con responsabilidad e intencionalidad a realizar la hazaña. Por ejemplo, al hijo de Ulises, Telémaco, le dijo Atenea: «Ve a buscar a tu padre». Esa búsqueda del padre es una importante aventura heroica para la juventud. Es la aventura de encontrar tu carrera, tu naturaleza, tu fuente. La emprendes intencionadamente8,



podemos invertir los términos para señalar que la llamada épica para seres como Ringo Kid o Nevada Smith debería haber sido: «Ve a buscar a quienes asesinaron a tu padre, y mátalos». Y no cabe duda de que ésa será también su carrera, su naturaleza y su fuente. Decir que estos westerns son, en cierta medida, la anti-Odisea, sería reconocer el carácter inverso de su viaje: si Ulises toca a los dioses, Ringo y Nevada se acercan al Hades, pero ello no quita sentido a su condición heroica, sino más bien lo reafirma.


Camino de la horca




ArribaAbajo

La llamada de la aventura

Paralelamente a este héroe «con huella», el western clásico ofrece otra variante del aventurero íntegro, valiente y sin temor a la muerte, que debe soportar un camino de pruebas iniciático para llevar a cabo la misión que le ha sido encomendada. Se trata del héroe que responde más fielmente a los patrones de la épica tradicional, y que experimenta lo que Campbell llama en El héroe de las mil caras «la llamada de la aventura». Algo ha venido a alterar la armonía establecida: ese orden natural, propio de una sociedad fronteriza y sin apenas ley como la del Far-West en el siglo XIX9, ha sido quebrado y el héroe se involucrará, por diversas causas, en su restablecimiento, bien porque hay una razón personal, sentimental, para atender esa llamada épica (el caso del Ethan Edwards de Centauros del desierto), bien porque el dinero que se le ofrece por cumplir una misión determinada le lleva a involucrarse en ella: los pistoleros de Colorado Jim y Cazador de forajidos (Anthony Mann, 1953 y 1957, respectivamente), El jardín del diablo (Henry Hathaway,1956), Cabalgada en el desierto (Budd Boetticher, 1959), o los conductores y guías de Paso del Noroeste (King Vidor, 1940), Caravana de mujeres (William Wellman, 1951), Senderos de violencia (William Witney, 1955), Horizontes lejanos (Mann, 1953) o Wagonmaster (John Ford, 1950). Algo vendrá a alterar, sin embargo, la actitud del héroe, y éste terminará asumiendo su labor más allá del mero incentivo económico. Porque toda misión heroica necesita de una implicación moral; si no, se trata de un simple trabajo.

En muchos cuentos de la tradición, existe también la variante del héroe contingente, involuntario. Es la vieja leyenda del cortesano que sale de caza y, en el centro del bosque, se ve sorprendido por una milagrosa transformación: de esta manera, el héroe se ve impelido a una aventura que él mismo no había previsto o merecido, en un territorio cuyos mapas -tanto físicos como de liturgias y comportamiento moral- desconoce y le superan. El western ofrece pocos ejemplos de este viaje obligado, pero podemos encontrar rastros de él en casos aislados como El tren de las 3.10 (Delmer Daves, 1957), que narra el conflicto que vive un pacífico granjero cuando debe defender sus propiedades conduciendo a un peligroso criminal al tren que le llevará a prisión. Daves aborda en su relato un conflicto que le es totalmente ajeno a su protagonista; el héroe actúa, por una vez en el género, de forma racional y meditada, a sabiendas de que su condición justiciera es tan pasajera como voluntariamente aceptada.




ArribaAbajo

El doble cruce del umbral

En los mapas que transcriben el itinerario del héroe, ningún accidente es tan importante como la frontera que divide territorios, intereses y fuerzas de influencia. En el western, género siempre calificado como «fronterizo», han sido analizados estos accidentes (el valle, el río, las afueras, la calle) en su condición de oposiciones: campo / ciudad, montaña / valle, oficina de sheriff / saloon, e incluso interior / exterior10. Pero el tránsito más trascendente se produce en el momento en que el cowboy traspasa una línea geográfica dada, elegida por el relato: es el instante en que el héroe abandona su carácter de viajero sin rumbo y penetra en los dominios del conflicto. Llegar al pueblo, cruzar el río o atravesar la calle significa cruzar el umbral que separa la irrealidad exterior de la espiral de violencia interior.

En el fondo, podrá decirse que el atractivo del conflicto del western radica precisamente en la desproporción entre las dificultades del héroe para cruzar el umbral de entrada y la facilidad para salir de él: tras el disparo final, el cowboy sólo tiene que montar en su caballo, tirar de las bridas y desaparecer por el horizonte. Las cadenas imaginarias que envolvían el territorio, que tanto dificultaban su entrada en él, se han destensado definitivamente, prácticamente han desaparecido. Cualquier film del Oeste es el relato de esa distensión: la demostración de que tales fuerzas estaban dentro del héroe y no en su entorno. El western es, de esta forma, un relato épico de tanta intensidad porque las aventuras que en él se cuentan no son más que una espiral cernida sobre el héroe.

Esto es algo que, curiosamente, ha sido interpretado con proverbial clarividencia por Clint Eastwood en la primera de sus dos reflexiones sobre la muerte del western, El jinete pálido (1985). La joven Megan, rica y matizada actualización del Joey de Raíces profundas, lee a su madre un fragmento del Apocalipsis, mientras contempla, a través del elemento distanciador de la ventana, la llegada del Predicador a su miserable aldea: «Miré entonces y había un caballo pálido: el que lo montaba se llamaba Muerte, y el infierno le seguía». En la escena final, remedando nuevamente a Joey, dicta al eco: «¡Predicador! ¡Todos te queremos! ¡Yo te quiero! ¡Adiós, gracias!». El uso de la primera persona devuelve al héroe su calidad de humano, como objeto (aunque frustrado) de deseo. El umbral ha sido doblemente traspasado: por él cruzó al comienzo un ser inexistente, proveniente del no-tiempo, y ha sido devuelto un hombre a los territorios más hospitalarios de la vida.





  Arriba
Indice