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OCTAVIA.-  ¡Mi madre! ¡Mi madre con la niña!...

PEDRO.-  ¡Vuelves a tus delirios!

OCTAVIA.-  Están ahí, las veo.

PEDRO.-  ¡Cuánto sufres, pobre amor mío!

[118]

OCTAVIA.-  ¡Las he visto!

 

(CON una expresión de terror y misterio, se hace cruces la vieja criada, que acaba de aparecer en la puerta, y pudo oír el grito de la enferma.)

 

PEDRO.-  ¿Qué ocurre, Sabel?

SABEL.-  Eso mismo...

PEDRO.-  ¿Pero están ahí?

OCTAVIA.-  Vete, Pedro. Que no te encuentren.

[119]

PEDRO.-  ¿Las esperabas?

OCTAVIA.-  No, no...

PEDRO.-  ¿Por qué me engañas, Octavia? Tú sabías que iban a venir.

OCTAVIA.-  Lo sabía sin saberlo. ¡Vete, que no te vean!

PEDRO.-  ¡Adiós!

 

(AQUEL ruego hiere al amante, y se pone en pie con una sonrisa forzada que destila amargura.)

 

[120]

PEDRO.-  ¡Adiós!

OCTAVIA.-  ¿No te vas ofendido?

PEDRO.-  No.

OCTAVIA.-  ¡Adiós entonces!...

 

(TIENEN las palabras una angustia dolorosa y tímida, como si al caer de los labios se helasen faltas de cordialidad. El amante sale sin volver la cabeza. Octavia, apenas le ve desaparecer, corre hacia la otra puerta, por donde entró Sabel. Pero de [121] pronto vuelve sobre sus pasos, y con un gesto doloroso y delirante esconde el retrato de Pedro Pondal. Después sale. Tras el cortinón se alza un oleaje de voces llorosas y felices, entre rumor de besos. Octavia reaparece blanca como la muerte, abrazada a su hija, sin poderla alzar en brazos, oprimiéndola y arrastrándola con furia maternal. Tras ella, la vieja criada sostiene el cortinón para que pase la severa magnificencia de Doña Soledad Amarante.)

 

OCTAVIA.-  ¡Hija de mi alma! ¡Hija de mi alma! ¡Te acordabas mucho de mí!

DOÑA SOLEDAD.-  Hasta hoy no supe que estabas enferma. [122] ¡Qué desgraciada te has hecho, hija mía, y nos has hecho a todos!...

 

(HABLA con ese tono dolorido y severo de las señoras antiguas, que conservan siempre ante sus hijos la actitud hierática de un ídolo justiciero. Octavia la mira con expresión de súplica, al mismo tiempo que sus manos febriles ciñen la frente de la niña, obligándola a levantar los ojos, ingenuos como dos florecillas del campo.)

 

OCTAVIA.-  ¿No tenías tú muchos deseos de verme?

LA NIÑA.-  Sí... Pero como no sabía la casa...

[123]

OCTAVIA.-  ¿Qué hubieras hecho si la supieses? ¿Te habrías escapado, verdad? ¡Tampoco sabías que tu mamá estaba muy enferma, que se iba á morir!...

DOÑA SOLEDAD.-  No le digas esas cosas a la niña.

 

(DOÑA Soledad permanece en pie, en una actitud fría, de reserva casi hostil. Octavia parece no haberla oído, mirándose en los ojos infantiles de un oro caliente como la miel. Con un grito de madre que al abrazar a su hija también se hace niña, la oprime contra su pecho, y su voz se rompe en sollozos.)

 

[124]

OCTAVIA.-  ¡Mi vida pequeña! ¡Mi vida pequeña!

LA NIÑA.-  No llores. ¿Por qué lloras tú?

DOÑA SOLEDAD.-  Octavia, procura dominarte. ¡Te afliges tú, y afliges a la niña inútilmente!

 

(COMO Octavia, tampoco ahora pone atención en aquellas palabras. La anciana señora, un poco despechada, se vuelve, y en voz baja interroga a Sabel. La criada responde en el mismo tono. Sólo se oye el susurro.)

 

OCTAVIA.-  Ves, ya no lloro, era de alegría... Cuéntame, [125] qué hacías tú lejos de mí. ¿Quién pone ahora guapa a mi nena? ¿Es la abuela? ¿Por qué no te dejan el pelo suelto, como antes?

LA NIÑA.-  La abuela no sabe bien.

OCTAVIA.-  Gracias a que no te peina como ella, hija, con cocas.

 

(SABEL, la vieja aldeana, interrumpiendo su coloquio con la señora, alza los brazos al cielo como una mujer de la Biblia. Era el mismo ademán con que allá en su tierra, ante los maizales verdes y los rebaños lucidos, daba gracias a Dios Nuestro Señor.)

 

[126]

SABEL.-  ¡Bendito Dios, que se la ve reír!

LA NIÑA.-  ¡Mamá! ¡Mamá querida!

OCTAVIA.-  Cuéntame: ¿Qué te decían de mí?

LA NIÑA.-  Nada...

OCTAVIA.-  ¿Te dijeron que me había muerto?

LA NIÑA.-  Lo dijo papá un día, pero yo no lo creí.

[127]

OCTAVIA.-  ¿No lo creíste? ¿Por qué no lo creíste?

DOÑA SOLEDAD.-  Octavia, que los niños se fijan en todo.

SABEL.-  Déjela, señora.

OCTAVIA.-  ¿Por qué no lo has creído, dime?

LA NIÑA.-  La abuela no lloraba mucho, y además por otra cosa...

OCTAVIA.-  ¿Qué cosa?

[128]

LA NIÑA.-  Otra cosa.

OCTAVIA.-  ¿No me la quieres decir?

LA NIÑA.-  Seguían poniéndome aquel traje azul que tú me compraste. Aquel de los lazos.

OCTAVIA.-  ¿Y no era ese el que debían ponerte si yo me hubiese muerto?

LA NIÑA.-  No.

OCTAVIA.-  ¿Cuál debían ponerte?

[129]

LA NIÑA.-  Ya tú lo sabes.

OCTAVIA.-  Dímelo, corazón.

LA NIÑA.-  Ya tú lo sabes.

OCTAVIA.-  ¡Sí, lo sé! ¡Sí, lo sé!

LA NIÑA.-  ¡No llores!

OCTAVIA.-  ¿Te dijo alguien que yo era mala?

[130]

LA NIÑA.-  No... ¡Tú eres mejor que todos!

DOÑA SOLEDAD.-  ¡Pero, Octavia, hija mia, qué cosas tan crueles le preguntas a la niña!

OCTAVIA.-  Ven, mi encanto. Voy a ponerte el pelo suelto. ¡Quiero verte como antes!

 

(SE INCORPORA apoyándose en las manos de la niña, tirando de ellas suavemente como en un juego. Hay una sonrisa infantil en su pobre boca de enferma, y en sus ojos que ahonda la sombra mortal de las ojeras. Doña Soledad la ve salir y se enjuga una lágrima.)

 

[131]

DOÑA SOLEDAD.-  ¡Pobre hija mía, cómo se ha quedado! ¡Y yo sin saber que estaba enferma! ¡Hija de mi alma, no parece ella! ¡No lo parece!... ¡Si a lo menos ese hombre la tratase con cariño!

SABEL.-  ¡Ay mi señora, como el cariño fuese la medicina que hubiere de sanar a la hija suya, no se moría nunca.

DOÑA SOLEDAD.-  ¡Yo nada sé, si no lo que la gente cuenta!

SABEL.-  Ya les pasaron a los dos aquellas ilusiones tontas que se les ponían. Celeras, nada más que celeras. ¿Sabe usted lo que mata a [132] la hija suya? Pues es la pena que se ha metido en ella al verse separada de su niña. No es otra cosa.

DOÑA SOLEDAD.-  ¡Y qué le hemos de hacer! Yo lo conozco. Ahora mismo he tenido la prueba... Para mí apenas hubo una palabra de cariño, y, en cambio, para su hija... ¡Y pensar que me he sacrificado toda la vida por esa ingrata! ¿Se quiere mayor sacrificio que este de haber venido aquí? ¡A quien se le diga que yo estuve en casa del amante de mi hija!... Pero es la primera y última vez. Que elija ella. ¿No habrá un castigo para tal hombre? ¡No lo habrá! ¡Y ese ángel, si llegase a comprender algo! Jamás en nuestra familia se vieron de estas cosas. ¡Jamás! Y en la de mi [133] marido tampoco. Llegará un día en que esa niña sea mujer y se avergüence...

SABEL.-  No tiene por qué saberlo.

DOÑA SOLEDAD.-  Esas cosas nunca quedan ocultas.

SABEL.-  Y aunque lo sepa. Es como si la hija suya fuese a dejar de quererla a usted porque hoy o mañana se enterase de cualquiera cosa.

DOÑA SOLEDAD.-  No tiene de qué enterarse. Gracias a Dios, puedo llevar la frente muy alta.

[134]

SABEL.-  Yo no la titulo a usted mala. Es un suponer...

DOÑA SOLEDAD.-  No habrá nadie que se atreva a decir de mí la menor cosa. Era una chiquilla cuando quedé viuda, y valía bastante más que mi hija. ¡Pero bastante más! Ella, aun cuando se me parece, no es ni sombra de lo que yo he sido.

SABEL.-  ¡Mi verdad, yo, viéndola ahora, no la sacaría a usted por la madre!

DOÑA SOLEDAD.-  ¡Qué desgraciada! ¡Haberlo sacrificado [135] todo en el mundo por un hombre que la deja morir sola! ¡Pobre hija, quién cerrará sus ojos?

SABEL.-  Estas manos, que ve aquí tan viejas y arrugadas, pudieran hacerlo con tanto amor, como dolor del ánima.

DOÑA SOLEDAD.-  Aun cuando ha sido muy culpable, mejor suerte merecía.

SABEL.-  Cierto que sí... Y no la titule mala, porque no haya sido de aquellas santas que en jamás pisaron una paja en cruz. Dios Nuestro Señor, daríase con un canto en los divinos [136] pechos, porque todas las mujeres fuesen tan simples para el querer. ¡No es más blanca una paloma blanca!

DOÑA SOLEDAD.-  ¡Y ese hombre, tan cruel que la deja sola!...

SABEL.-  ¿Quién contó tal? A su vera se pasa las horas, de día y de noche, siempre en vela.

DOÑA SOLEDAD.-  ¿Ahora está aquí?

SABEL.-  ¡Ahora, y siempre!

DOÑA SOLEDAD.-  Es preciso que yo le vea... Dígaselo usted. He venido para llevarme á mi hija.

[137]

SABEL.-  Más valía que se dejasen de tales historias.

DOÑA SOLEDAD.-  Buena mujer, no se le olvide a usted con quien habla.

SABEL.-  ¡Taday! Ni que fuere la reina de las Españas.

 

(ARRASTRANDO los pies y aquel rezongo, sale de la estancia. Al mismo tiempo se oye como un gorjeo la voz de la niña, que un momento después asoma en el umbral de la otra puerta celerosa y feliz.)

 

[138]

LA NIÑA.-  Abuela, dice mamá que venga usted para aprender... ¡Venga usted, abuela!

 

(DOÑA Soledad empuja a la niña fuera del umbral donde se ha detenido con la cabellera de oro flotando sobre los hombros, como el arcángel de una Anunciación.)

 

DOÑA SOLEDAD.-  Ya soy vieja para aprender, hija mía. Vuelve al lado de tu madre y no la dejes. Ahora no puedes estar aquí.

 

(LA NIÑA desaparece corriendo, como en un vuelo, y se oye su risa infantil, anuncio que envía a la madre, antes de llegar al regazo. Doña Soledad, con los ojos [139] fijos en la otra puerta, atiende a que llegue Pedro Pondal. Al oír pasos, se endereza con severo empaque, y queda pálida a tal extremo, que su boca parece blanca.)

 

PEDRO.-  ¿Deseaba usted hablarme, señora?

DOÑA SOLEDAD.-  Sí, señor.

PEDRO.-  No sé si me atreva á suplicarle...

DOÑA SOLEDAD.-  Diga usted.

PEDRO.-  Que no hablásemos hoy.

[140]

DOÑA SOLEDAD.-  Como usted quiera. Yo he venido para llevarme a mi hija. He hablado con su confesor.

PEDRO.-  ¿ Y también con Octavia?

DOÑA SOLEDAD.-  No había pensado consultar la voluntad de nadie.

PEDRO.-  La mía, no... ¡Pero la de Octavia!

DOÑA SOLEDAD.-  ¿He dicho a usted que había hablado con su confesor?

[141]

PEDRO.-  Si ese hombre fué sincero, no debe usted ignorar...

DOÑA SOLEDAD.-  Sus palabras fueron las de un santo.

PEDRO.-  De un santo cruel y fanático.

DOÑA SOLEDAD.-  ¡Él me dijo cuántas eran las penas de mi pobre hija!

PEDRO.-  ¡Las que yo no pude consolar!

DOÑA SOLEDAD.-  ¡No siente usted dolor al tenerla esclava!

[142]

PEDRO.-  ¿Es lo que ha dicho ese hombre?

DOÑA SOLEDAD.-  Usted pone sobre sus ojos una mano dura de tirano, cuando ella quiere abrirlos para ver la divina luz.

 

(PEDRO Pondal duda un momento antes de contestar, y después, sin un gesto, sin una inflexión en la voz, desgranando las palabras, y dejándolas caer como un reloj las horas, se inclina ante la madre de Octavia.)

 

PEDRO.-  Quizá fuese preferible que no hablásemos, señora.

[143]

DOÑA SOLEDAD.-  ¿Preferible para quién?

PEDRO.-  Para Octavia, señora. Ella es lo único que hoy debe llenar nuestros corazones.

DOÑA SOLEDAD.-  ¿Y quién es usted para hablarme así?

PEDRO.-  ¿Quién soy yo?

DOÑA SOLEDAD.-  No me lo diga usted. Le suplico un poco de respeto para mis canas y para mis sentimientos de madre.

[144]

 

(APARECE Octavia, demudada y asustada. Con un grito se dirige a su amante, que le clava unos ojos de niño sorprendido en falta.)

 

OCTAVIA.-  ¡Por Dios, Pedro!

PEDRO.-  Deja...

OCTAVIA.-  Pedro, que soy yo quien te ruega...

 

(ELLA cruza las manos con una súplica dolorida que está en los ojos, y en la sonrisa y en toda la figura pálida y ardiente, que parece trasparentar la luz. Su madre [145] la contempla inmóvil y huraña, sintiendo al mismo tiempo una ola de ternura, cálida como de sangre, que le sube a la garganta y estalla en palabras ásperas, timbradas de amor.)

 

DOÑA SOLEDAD.-  Hija, mala hija, que estás delante de tu madre... Ten un poco de respeto para estas canas.

OCTAVIA.-  ¡Perdóname!

DOÑA SOLEDAD.-  ¿Dónde está la niña?

OCTAVIA.-  ¿Qué intentas?

[146]

DOÑA SOLEDAD.-  Irme de esta casa para no volver.

OCTAVIA.-  ¡Que me estáis matando!

 

(SE DOBLA lentamente como una flor, y solloza cubriéndose el rostro con las manos. Está en medio de la estancia, entre caída y arrodillada. La madre y el amante acuden a sostenerla.)

 

PEDRO.-  ¡Tenga usted un poco de piedad para esta pobre criatura!

DOÑA SOLEDAD.-  Calla, hija mía, calla. ¡Qué injusta eres [147] con tu madre! No soy yo quien te mata, no soy yo.

 

(OCTAVIA aparta las manos y descubre el rostro frío y blanco, un rostro de estatua. Pero sus ojos, que ahonda la sombra mortal de las ojeras, brillan con una llama de amor y de dolor.)

 

OCTAVIA.-  Pedro, vete...

DOÑA SOLEDAD.-  ¡Si hubieses oído los consejos de tu madre! ¡Porno haberlos oído, cuánto te queda que sufrir, cuánto, cuánto!…

OCTAVIA.-  ¡Pedro, vete! ¡Te lo pido yo! ¡Vete!

[148]

PEDRO.-  Sí, mi pobre amor, sí, me iré.

DOÑA SOLEDAD.-  Yo no puedo tolerar que en mi presencia ese hombre te hable así.

PEDRO.-  Usted no podrá tolerarlo, pero tampoco podrá impedirlo, señora.

DOÑA SOLEDAD.-  ¡Dios mío, por qué al entrar en esta casa, no rompiste mis oídos que tal oyen, y no cegaste mis ojos que esto habían de ver?

 

(SE APARTA de su hija con las manos en alto, trémulas de indignación. [149] Viendo entrar a la vieja criada, la interroga con un aliento de afán.)

 

DOÑA SOLEDAD.-  ¿Y la niña?

OCTAVIA.-  ¡Que no entre aquí!

SABEL.-  No hayan temor... Mas ahí tienen al fraile.

PEDRO.-  ¿Qué busca en mi casa ese hombre?

OCTAVIA.-  ¡Pobre Padre Rojas, es un santo!… Después de la manera como tú le has faltado.

[150]

PEDRO.-  Sabel, dile que le suplico el favor de que no vuelva... Pero mejor será que se lo diga yo mismo.

OCTAVIA.-  ¡Pedro!... Yo tenía que hacerle una consulta al Padre Rojas.

PEDRO.-  ¡Octavia! ¡Octavia! Ya olvidaste que ese hombre viene para cavar un abismo entre los dos.

DOÑA SOLEDAD.-  ¡Eres una esclava, hija mía!

 

(APARECE en la puerta la figura del jesuíta, que se inclina con una cortesía [151] llena de beatitud. Llegó silencioso, helado, prudente.)

 

EL PADRE ROJAS.-  ¿Dan ustedes su permiso?

DOÑA SOLEDAD.-  Pase usted, Padre Rojas.

OCTAVIA.-  ¡Pedro, no me mates tú con un disgusto!

EL PADRE ROJAS.-  ¿Cómo sigue la enferma? ¿Y ustedes todos? ¿Qué tal? Al señor le ha sorprendido mi visita: Lo estoy viendo.

[152]

PEDRO.-  En efecto, no esperaba volver a verle en mi casa.

OCTAVIA.-  ¡Pedro!

EL PADRE ROJAS.-  ¡Válgame Dios! Pues le diré que vengo a enterarme de la salud de esta hija querida. La verdad, temía que se hubiese agravado con nuestras intransigencias: Las de usted y las mías. Felizmente, veo que no ha sido así. Crea usted que no tenía la conciencia completamente tranquila.

DOÑA SOLEDAD.-  ¡Usted, Padre Rojas!

[153]

EL PADRE ROJAS.-  Sí, señora, yo. Si hubiese sufrido una recaída, ambos seriamos responsables. Yo, quizás, en primer lugar.

OCTAVIA.-  ¡Qué bueno es usted, Padre Rojas!

DOÑA SOLEDAD.-  ¡Es un santo! Usted, Padre Rojas, se pasmará de verme en esta casa. Ya sé, Padre, que nunca debí descender a esto... Es una humillación muy grande...

EL PADRE ROJAS.-  Una madre no se humilla cuando está al lado de su hija enferma. La acción de usted me parece naturalísima, señora.

[154]

OCTAVIA.-  ¡Qué bueno es usted, Padre!

DOÑA SOLEDAD.-  ¡Un santo!

EL PADRE ROJAS.-  ¿Quieren ustedes hacerme el señaladísimo favor de callarse?

 

(CON un enojo modesto y cordial, requiere los hábitos y se pone en pie, dando muestras de querer retirarse. Octavia alza levemente la cabeza, mortal de palidez, y le detiene con una súplica.)

 

OCTAVIA.-  No se vaya usted, Padre.

[155]

EL PADRE ROJAS.-  Sí, hija mía. Acaso esté estorbando...

DOÑA SOLEDAD.-  ¡Jesús! Tanto Octavia como yo estamos encantadas oyéndole. Y de los demás...

PEDRO.-  Desde ahora ya sabe usted que yo en mi casa no significo nada.

 

(DOBLA la tonsurada cabeza como ofreciéndola al hacha del verdugo, sonríe con discreta urbanidad, al mismo tiempo [156] que con ambas manos oprime sobre el pecho el sombrero de canal.)

 

OCTAVIA.-  ¡Pedro!...

DOÑA SOLEDAD.-  ¿Dígame usted, Padre, si no es una mártir? Hija mía, yo también me voy. Nunca pagarás a tu madre el sacrificio de haber venido aquí. Solamente puede hacerse por una hija. ¡Adiós!

 

(SE INCLINA besándola. Octavia le coge las manos, ansiosa y calenturienta. Pedro Pondal y el jesuíta permanecen en pie y silenciosos. Los dos miran á la enferma.)

 

[157]

OCTAVIA.-  Prométeme que has de volver.

DOÑA SOLEDAD.-  Sí, hija mía, volveré. ¡Ojalá pudiera estar siempre a tu lado! Ahora ven a despedirte de la niña.

 

(LAS manos frágiles de la enferma retienen y estrechan las manos de la madre, con un esfuerzo supremo.)

 

OCTAVIA.-  ¡No me separes de la niña! ¡Déjamela!..

DOÑA SOLEDAD.-  Sé razonable, Octavia.

[158]

OCTAVIA.-  ¡Mi hija es mía! No quiero ser razonable.

DOÑA SOLEDAD.-  Octavia, que esa niña es un ángel. ¡Yo la enseñé a quererte! Para ella eres una santa. ¡No seas tú quien arranque la venda que aun cubre esos ojos queridos! ¡No hagas que mañana se avergüence de su madre!

OCTAVIA.-  ¡Sí, que no sepa nunca!

 

(SE CUBRE el rostro sollozando, y el amante, mudo testigo hasta entonces, vibra con una sacudida de cólera.)

 

[159]

PEDRO.-  Que lo sepa. Sabrá que su madre fué una mártir y una santa.

EL PADRE ROJAS.-  Mejor sería que ciertas cosas pudiese ignorarlas toda la vida.

OCTAVIA.-  ¡Yo soy mala! ¡Muy mala!

DOÑA SOLEDAD.-  ¡Pobre hija mía! No eres mala, no; eres desgraciada.

OCTAVIA.-  Es mi castigo, verme separada de mi hija. ¡Pedro, que no se la lleven!

[160]

PEDRO.-  ¡Yo te juro que no se la llevarán!

EL PADRE ROJAS.-  No me parece prudente que se oponga usted con un escándalo.

DOÑA SOLEDAD.-  ¡Octavia, estás loca! ¡No escuches a ese hombre! ¡Era poco deshonrar a la madre a los ojos del mundo, hay que deshonrarla también ante los ojos de la hija!

OCTAVIA.-  ¡Ay, qué dolor tan grande! Pedro, déjalos. ¡Dios mío, quisiera morirme!

 

(CIERRA los ojos, y parece que la muerte acude a su ruego y tiende sobre [161] aquel rostro consumido por el dolor y la fiebre, su tinta trágica.)

 

EL PADRE ROJAS.-  Así castiga Dios Nuestro Señor a los que abandonan la senda del deber.

 

(TIENEN sus palabras la austeridad de un rezo. Al mismo tiempo, con los ojos bajos y grave el ademán, el jesuíta se acerca y pone sobre los labios de la enferma un pequeño Cristo de plata que saca del pecho. Doña Soledad siente estremecido su corazón de madre, y se arrodilla al lado de su hija.)

 

DOÑA SOLEDAD.-  ¿Quién habla de morirse? En cuanto puedas salir verás a la niña. Yo te lo prometo. [162] Ven ahora á despedirte. Haz por dominarte, hija mía.

OCTAVIA.-  ¡No quiero! ¡Eso no puede ser! ¿Pero tú crees que estoy loca? ¿Crees que voy a dejar que te lleves a mi hija? ¡Mi hija es mía! ¿Para qué has venido? Para hacerme sufrir.

DOÑA SOLEDAD.-  ¡Octavia, hija querida!

OCTAVIA.-  ¡Pedro, que van a robármela!

 

(LA NIÑA llega corriendo, asustada de las voces, y vuela hacia su madre con los brazos abiertos como dos alas. La cabellera de oro flota sobre sus hombros.)

 

[163]

LA NIÑA.-  ¡Mamá, qué tienes?

OCTAVIA.-  ¡Hija del alma, ven! ¡A ver quién te arranca de mis brazos!

[165]



TERCER EPISODIO

[167]

EL YERMO DE LAS ALMAS: TERCER EPISODIO

 

(ECHADA sobre el canapé de su tocador, la enferma suspira y se queja. A su lado, en pie, mulle los cojines hechos con antiguas estofas eclesiásticas, la vieja Sabel. Aquellas sedas de un áureo reflejo que parece guardar el aroma del incienso, dan aspecto de reliquia al cuerpo exánime de la enferma. Cuando entorna los ojos y queda inmóvil, parece una de esas santas [168] que en los remotos santuarios, duermen bajo el retablo dorado en urnas de cristal.)

 
 

 

OCTAVIA.-  ¡Quisiera morirme! ¡Así acabarían de una sola vez tantos sufrimientos! ¡Si me durmiese y no despertase más!

SABEL.-  La oye una esas cosas, y, naturalmente, como una no es de piedra...

OCTAVIA.-  ¡Pobre Sabel! No creas que la vida está para mí tan llena de alegrías que sienta dejarla. ¿Cuándo dijo mi madre que volvería?

SABEL     Dijo que en cuanto pudiese.

[169]

¡Qué mal hice en dejar que se llevase a la niña! ¡Si no os hubiera escuchado!

SABEL.-  ¿Sabe lo que debe hacer? No pensar en esas cosas.

 

(SABEL toma asiento a la cabecera de la enferma, y se alza la basquiña por sacar de la faltriquera, la clásica calceta. Octavia abre los ojos, después de dormitar un rato.)

 

OCTAVIA.-  ¿Qué hora es?

SABEL.-  No lo sabré decir.

[170]

OCTAVIA.-  ¿Él donde está?

SABEL.-  ¿No oye sus pisadas?

OCTAVIA.-  ¿Qué hace?

SABEL.-  No cesa de pasear, como un un reo de muerte.

OCTAVIA.-  ¿Tiene luz?

SABEL.-  Se la llevé y no la quiso.

[171]

OCTAVIA.-  ¡Qué gusto encontrará en estar siempre a oscuras? ¡Para mí es una cosa tan triste!

 

(AGONIZAN las palabras, y vuelve el silencio. En los labios de la vieja, a veces vaga el temblor de un rezo, y a veces el recuento que hace en los puntos de su calceta. En aquel silencio se siente llegar a Pedro Pondal.)

 

PEDRO.-  Te oí toser. ¿Quieres tomar tu medicina?

OCTAVIA.-  Bueno.

PEDRO.-  Siempre te calmará un poco.

[172]

OCTAVIA.-  ¡Es tan poco!... Déjalo, después la tomaré.

PEDRO.-  Lo que tú quieras.

 

(DOBLA la cabeza con un gesto de cansancio, y hace ademán de retirarse. Octavia le llama con la voz amante de otro tiempo. La vieja criada recoge en silencio su calceta.)

 

OCTAVIA.-  ¿Ya me dejas sola?

PEDRO.-  Sí.

OCTAVIA.-  ¿Estás ofendido conmigo?

[173]

PEDRO.-  No. ¿Pero qué hago aquí?

OCTAVIA.-  Estar á mi lado.

PEDRO.-  Ya no soy nada para ti.

OCTAVIA.-  Ven acá. No me disgustes.

 

(SE INCORPORA con languidez en los cojines, y los dulces ojos también le llaman. Él la contempla un momento y se acerca con su aire de niño sentido.)

 

PEDRO.-  ¿Qué quieres?

[174]

OCTAVIA.-  ¡Estas manos, estas manos queridas, no deben cerrar mis ojos! Si ha de separarnos la muerte, separémonos nosotros...

 

(CUANDO termina de hablar, estalla en sollozos impensadamente, y él, para consolarla, se arrodilla a su lado, meciéndola y hablándola como a una niña.)

 

PEDRO.-  No llores, Octavia. ¿Deseas que me vaya? Si lo deseas, solamente te pido que seas tú quien me lo diga.

OCTAVIA.-  ¡Irte! ¿Pero es verdad que me muero? ¿Tú también crees que me muero?

[175]

 

(EN AQUEL rostro pálido, mortal, los ojos interrogan con mayor afán que las palabras. Él responde como un niño torpe que restaña una herida.)

 

PEDRO.-  No, Octavia...

OCTAVIA.-  ¡Si ahora me engañases, te odiaría! ¡Júralo!

 

(OPRIME entre sus dedos ardientes y consumidos la cabeza de su amante, y le busca los ojos para sondar en ellos la verdad. Él los aparta y procura sonreír.)

 

PEDRO.-  ¿Sobre la cruz? Hazla con tus manos para que yo la bese.

[176]

OCTAVIA.-  Puede ser que me engañes... Pero la verdad, yo me encuentro hoy mejor que nunca.

 

(LAS fuerzas le fallecen, y se deja caer sobre los cojines, tras de poner un beso en la frente de su amante. Como la consuela el creer, la rosa marchita de su boca se anima con una sonrisa.)

 

PEDRO.-  ¿Oyes hablar?

OCTAVIA.-  Debe ser mi madre.

PEDRO.-  ¿Ves como no puedo estar a tu lado?

[177]

OCTAVIA.-  ¡Qué pena tan grande!

PEDRO.-  ¡Tú no lo sabes! ¡Adiós!

 

(LOS ojos de la enferma, como dos oraciones, siguen al amante que se aleja. Después, arrasados en lágrimas, se levantan al Cielo.)

 

OCTAVIA.-  ¡No me abandones, Señor! ¡Ilumíname, Señor! ¡Préstame fuerzas, Señor!

 

(OCTAVIA queda un momento con las manos juntas, y así la sorprende su madre cuando entra. Doña Soledad avanza lentamente hasta el canapé donde la enferma [178] descansa, y su vestido negro de viuda tiene un majestuoso crujir de seda.)

 

DOÑA SOLEDAD.-  ¿Qué hacías, hija? ¿Rezabas? Rezaremos juntas.

OCTAVIA.-  Dios no me oye.

DOÑA SOLEDAD.-  Si ahora estás en pecado, puedes dejar de estarlo.

OCTAVIA.-  No puedo.

 

(HABLA sin una inflexión en la voz, con un gesto obstinado, como si sus ojos calenturientos [179] tuviesen la visión del Destino. Y las palabras de la madre tienen una tortura ardiente, una posesión fanática, una lumbrarada roja, resplandor y terror del infierno.)

 

DOÑA SOLEDAD.-  ¡Yo gastaré mis rodillas sobre las piedras, por que tu alma se salve! ¡Te volveré a tu hija!

OCTAVIA.-  ¿Por qué no la has traído?

DOÑA SOLEDAD.-  Se la llevó Juan Manuel. Pero ya la verás, no te disgustes.

[180]

OCTAVIA.-  ¿Por qué se la dejaste?

DOÑA SOLEDAD.-  Porque es su padre.

OCTAVIA.-  ¡Ya no te veré más, hija de mi alma!

DOÑA SOLEDAD.-  Sí la verás.

 

(OCTAVIA se incorpora,y en su rostro de muerta los ojos se abren grandes y llenos de sombras, con una extraña sensación de pensamientos.)

 

OCTAVIA.-  Tu no sabes que ese hombre me aborrece, [181] tiene que aborrecerme... Y aun cuando solamente sea por hacerme sufrir...

DOÑA SOLEDAD.-  Juan Manuel no te aborrece. Yo misma le he contado que había estado aquí con su hija.

OCTAVIA.-  ¡Tú!

DOÑA SOLEDAD.-  Sí, yo.

OCTAVIA.-  ¿Y él qué ha dicho?

DOÑA SOLEDAD.-  ¡Ese hombre es un santo! ¡Te ha compadecido! [182] ¡Ha llorado por ti! ¡Juan Manuel te perdona!

 

(PASA por su voz una ráfaga rencorosa. Todos los recuerdos del pasado que se levantan y exprimen su hiel.)

 

DOÑA SOLEDAD.-  ¿Es posible, Octavia, que estés tan ciega que ni te conmueva ni agradezcas el perdón de tu marido? Un hombre a quien tanto ofendiste.

OCTAVIA.-  ¿Por qué me habéis casado sin hacer caso [183] de mis lágrimas, sin oír mis súplicas? ¡Pero no quiero recordar, no quiero!

DOÑA SOLEDAD.-  Juan Manuel era el marido que te convenía. Tú has hecho su desgracia.

OCTAVIA.-  ¡Que me hubiera matado!

 

(LA EXPRESIÓN trágica y obstinada de sus ojos, parece crecer. ¡Y acaso en aquel momento, para ella supremo, juzga que hubiera sido mejor morir, que arrastrar la larga cadena de los días y de las penas!)

 

DOÑA SOLEDAD.-  Esas son locuras, hija mía.

[184]

OCTAVIA.-  Si fuese un santo, como dices, no trataría de ensombrecer mi falta para que su generosidad parezca más grande.

DOÑA SOLEDAD.-  ¡Ciega estás!

 

(DOÑA Soledad alza los brazos compungida y devota. Octavia, quebrantada de aquella lucha, descansa sobre los cojines del canapé, y cobra aliento en largos suspiros. Siente, poco a poco, desfallecer su ánimo y que la invade el vencimiento en una onda pesada y amarga. Al cabo de un momento, mirando a su madre, pronuncia algunas palabras fatigadas y tristes.)

 

[185]

OCTAVIA.-  Háblame de mi hija.

DOÑA SOLEDAD.-  Bueno, te hablaré de tu hija. Pero por ella, tú debes irte acostumbrando a la idea de abandonar todo esto.

OCTAVIA.-  ¡Fui tan feliz aquí!

DOÑA SOLEDAD.-  ¡Acaso ese hombre, viéndote sufrir, tenga piedad de ti, pobre hija mía!

OCTAVIA.-  No me hables de eso...

[186]

DOÑA SOLEDAD.-  El Padre Rojas espera convencerle.

 

(UN ESTREMECIMIENTO recorre aquel cuerpo blanco de fantasma, que reposa sobre el canapé ungido por el reflejo áureo de los cojines.)

 

OCTAVIA.-  ¿Volverá el Padre Rojas?

DOÑA SOLEDAD.-  He venido con él...

OCTAVIA.-  ¿Por qué no entró contigo?

DOÑA SOLEDAD.-  Antes deseaba hablar con ese hombre...

[187]

OCTAVIA.-  ¡No querrá verle!

DOÑA SOLEDAD.-  ¡Estás temblando!

OCTAVIA.-  ¡Tengo miedo!

DOÑA SOLEDAD.-  ¡Pobre hija!

OCTAVIA.-  ¡Le arrojará!... No querrá oirle.

DOÑA SOLEDAD.-  Ahora están hablando. ¡Ya ves cómo le oye! El Padre Rojas le ha escrito suplicándole que le oiga. No le ha contestado... Y [188] ahora ha venido dispuesto a sufrir sus ultrajes como un santo que va al martirio. ¡Lo decía con una sonrisa tan dulce!

OCTAVIA.-  ¡Temo cualquier violencia!

DOÑA SOLEDAD.-  No se atreverá.

OCTAVIA.-  ¡Decidle que venga, que le llamo!

DOÑA SOLEDAD.-  Tendré yo que irme.

OCTAVIA.-  ¡Qué daño me hace esta lucha!

[189]

DOÑA SOLEDAD.-  ¡Bueno es que empieces a conocerlo, hija mía! Lo primero es tu salud, y aquí de ninguna manera puedes recobrarla. Si Dios Nuestro Señor no fuese servido de darte la salud del cuerpo, que te conceda la del alma, hija mía, que es la más importante.

 

(OCTAVIA, experimenta frío al oír estas palabras que su madre pronuncia inclinada sobre ella, y quiere sonreír para vencer el miedo que la estremece.)

 

OCTAVIA.-  ¡Si me hallo muy bien!

DOÑA SOLEDAD.-  ¡Ojalá! Pero, créeme a mí, debías ir pensando en disponer bien tu alma.

[190]

OCTAVIA.-  ¡Tú me crees muy enferma!

DOÑA SOLEDAD.-  No, hija...

 

(ES TAN frío, tan reacio su acento, que parece desmentir lo que afirman las palabras, y la enferma, con el corazón oprimido de angustia, sonríe para que su madre recobre la esperanza. Comprende, llena de terror, que si huye de todos, ella no podrá retenerla.)

 

OCTAVIA.-  Pregúntale a los médicos, y verás cómo te dicen que esto no es nada.

[191]

DOÑA SOLEDAD.-  ¡Yo, en los médicos tengo tan poca confianza!

OCTAVIA.-  ¡Mamá de mi alma! Dime la verdad: ¿Tú no tienes ninguna esperanza?

 

(SE INCORPORA con un grito de angustia, y los pobres brazos exangües, se tienden desesperados como en un naufragio. Su madre se abraza a ella sollozando.)

 

DOÑA SOLEDAD.-  La esperanza es un consuelo, hija querida. Perdóname la pena que te causo. Te quiero mucho, como se quiere a los hijos. ¿Pero cómo he de ver impasible que tu alma se condene? ¡No, Octavia! ¡No!

[192]

OCTAVIA.-  ¡Pero yo no me muero!

DOÑA SOLEDAD.-  ¡Sí, hija mía! ¡Sí!

 

(AQUELLA misma ceguera enciende y fortalece el sentimiento cristiano de la madre, que ahoga sus lágrimas para pronunciar las palabras veraces y austeras que se clavan como garfios en las almas, y las arrancan al pecado.)

 

OCTAVIA.-  ¡Madre de mi alma, dime que no!

DOÑA SOLEDAD.-  No puedo decírtelo, hija querida. Es necesario que te arrepientas.

[193]

OCTAVIA.-  ¿De qué he de arrepentirme?

DOÑA SOLEDAD.-  Que pidas perdón a tu marido.

OCTAVIA.-  ¿Y Pedro?

DOÑA SOLEDAD.-  Tienes que olvidarle.

OCTAVIA.-  ¡No puedo!...

DOÑA SOLEDAD.-  Sí puedes. Confía en la bondad de Dios. Di ahora conmigo: ¡Santísimo Señor!...

[194]

 

(DOÑA Soledad está arrodillada al pie de su hija, y se dispone a leer en un libro de oraciones, aquellas que fortalecen y edifican el alma. Octavia yace sobre el canapé entornados los párpados de cera, donde la sombra rígida de las pestañas se acusa con una impresión medrosa y funeraria. Sus labios balbucean apenas algunas palabras.)

 

OCTAVIA.-  ¡Qué frío!

DOÑA SOLEDAD.-  ¿Te sientes sin fuerzas?

CTAVIA  ¡No! ¡No!...

[195]

DOÑA SOLEDAD.-  Perdóname si fui cruel...

 

(OCTAVIA permanece con los ojos cerrados, responde en ese tono resignado y dolorido, que sigue á todo vencimiento. Doña Soledad, siempre arrodillada al borde del canapé, le estrecha las manos, medrosa de sentirlas frías y húmedas de sudor.)

 

OCTAVIA.-  Tú eres quien tiene que perdonarme. ¡Has sufrido tanto por mi causa!

DOÑA SOLEDAD.-  ¡No lo sabes bien!

 

(EN OTRAS habitaciones se alza un tumulto de voces. La enferma abre los [196] ojos, y se incorpora súbitamente. Su rostro desemblantado expresa toda la angustia de la muerte.)

 

OCTAVIA.-  ¿No oyes?

DOÑA SOLEDAD.-  ¿Qué temes, hija mía?

OCTAVIA.-  ¡Pedro! ¡Pedro!

 

(CON los ojos despavoridos, quiere echarse fuera del canapé. Su madre la sostiene y las dos permanecen un instante quietas y mudas, con el oído atento. El tumulto de voces se ha extinguido.)

 

[197]

DOÑA SOLEDAD.-  ¡Era con el Padre Rojas! ¡Le echaba de casa, Octavia!

OCTAVIA.-  ¡Pedro! ¡Pedro!

 

(VIENDO aparecer a la vieja criada se interrumpe, y la interroga con el gesto. Sabel abre los brazos con un gran aspaviento de aldeana.)

 

SABEL.-  ¡Válame el Divino Jesús!

OCTAVIA.-  ¿Pedro echó de casa al Padre Rojas?

[198]

SABEL.-  Verá usted de qué manera pasaron las cosas. Va, agarra la puerta, la abre, y dice con voz que no parecía suya: Por aquí se va á la calle.

DOÑA SOLEDAD.-  ¿Le defenderás todavía?

SABEL.-  Cerró de un portazo y se metió adentro. Luego no sé qué repente le vino, que sale gritando: ¡Padre Rojas! ¡Padre Rojas! Parecía loco talmente. Es mi amo y no debía decirlo, que me da su pan hace muchos años; pero mi verdad, no parecía estar en sus cabales.

[199]

DOÑA SOLEDAD.-  Y no lo está. Estas cosas no se diga que son de persona cuerda.

OCTAVIA.-  ¡Llámale, Sabel!

DOÑA SOLEDAD.-  Octavia, no hay que perder momento. Sabel que avise un coche. Tú te vienes ahora mismo conmigo. ¿Lloras porque dentro de un momento abrazarás a tu hija? ¿Cuando vas a verla, lloras?

OCTAVIA.-  ¡Mi casa querida, cuándo volveré á verte? ¡Nunca! ¡Nunca! ¡Mi casita querida, donde he sido tan feliz! ¡Otra mujer vendrá a ocupar [200] mi sitio, y yo me estaré muriendo lejos de aquí, lejos de todo esto que fué tan mío!... ¡Mi casa! ¡Mi casita querida!

 

(CON un lloro de niña, besa los cojines del canapé y los moja de lágrimas enterrando en ellos la cara. Doña Soledad, sin conmoverse, con una gran energía, se dirige a Sabel.)

 

DOÑA SOLEDAD.-  ¿Dónde tiene un abrigo mi hija?

 

(SIN dar tiempo a la respuesta de la criada, que vacila un momento, sale fuera de la estancia. Sabel, con un impulso de su alma sencilla, se acerca a la enferma y la alza en brazos como a una niña. Le habla con la voz trémula y sofocada, llena de calor [201] cordial, voz que se timbra con una humana y divina brusquedad.)

 

SABEL.-  Usted no se va, yo no aviso el coche. Sacarla a usted de aquí es peor que matarla. Y no llore, no llore.

OCTAVIA.-  ¡Tengo que irme, Sabel! ¡Tengo que irme! ¡Ya sé que me muero! Tú y Pedro me habéis estado engañando. Era porque me queríais; pero si no hubiera sido por mi pobre madre, quizás habría muerto en pecado mortal. ¡A mi madre tengo que agradecérselo, a ella sola!

 

(DOÑA Soledad, entra de nuevo. A pesar de su gran energía, los ojos conservan [202] huellas de lágrimas recientes que los han enrojecido. Pero aquella expresión fuerte y tenaz no ha sufrido mengua, son siempre los mismos ojos de mujer española, apasionada y devota que sueña con el Infierno. Viendo a la criada, concibe una sospecha y la interroga.)

 

DOÑA SOLEDAD.-  ¿Ya está usted de vuelta? ¿Cómo es eso? Vamos, hija, vamos.

OCTAVIA.-  ¡Dame fuerzas, Dios mío!

SABEL.-  ¿No ve que es matarla?

[203]

OCTAVIA.-  ¡Dejadme! ¡Dejadme!... ¡No os pido más que un instante!

 

(SE LEVANTA, y de un cofre de plata cincelado y labrado como una joya, saca un manojo de cartas sujetas con una cinta de seda. Las besa en silencio.)

 

SABEL.-  ¡Pobre alma!

OCTAVIA.-  ¡Cartas queridas!

DOÑA SOLEDAD.-  Vamos, hija...

[204]

OCTAVIA.-  Vamos. ¡Adiós, Sabel! ¿Tú irás a verme alguna vez?

SABEL.-  ¿Alguna vez? ¡Yo me voy ahora con usted, señorita de mi alma!

 

(EN AQUEL momento se oye llamar en la puerta. Las tres mujeres quedan inmóviles, con un gesto indeciso, con un ademán que no termina. Las tres oyen el vuelo de un mismo pensamiento. Octavia apenas puede contener los latidos de su corazón.)

 

OCTAVIA.-  Es él.

[205]

DOÑA SOLEDAD.-  ¡No abras!...

OCTAVIA.-  ¿Será él?

DOÑA SOLEDAD.-  ¿Te alegras?

OCTAVIA.-  ¡No sé! ¡Pedro! ¡Pedro!

 

(APARECE el Padre Rojas: Sonríe beatíficamente: Se detiene en la puerta: Extiende los brazos con un ademán lento, armonioso, simétrico, y las manos tiemblan en el aire como dos pájaros que ensayan un vuelo. Sabel se retira con el silencio resignado de una sierva.)

 

[206]

EL PADRE ROJAS.-  ¡Calma! ¡Calma, señoras mías! Ese caballero no está aquí. Ahora queda en mi celda. Dios Nuestro Señor le ha tocado en el corazón.

DOÑA SOLEDAD.-  ¡Qué dice usted!

OCTAVIA.-  ¡Ya no le veré!

EL PADRE ROJAS.-  Ya no, hija.

OCTAVIA.-  ¡Creí que me quería! ¡Abandonarme así! ¡Ingrato! ¡Ingrato!

[207]

DOÑA SOLEDAD.-  ¡Por Dios, Octavia! Hace un momento era ella la primera en lamentar su extravío, en llorarlo. Cuando usted llegó nos disponíamos á salir, me la llevaba a mi casa. ¡Estaba convencida, resuelta!

 

(OCTAVIA, sin descubrir el rostro, que mantiene escondido en los cojines, responde con la voz sofocada y rebelde. El jesuíta inclina la cabeza con aquella sonrisa de mártir que la ofrece al verdugo.)

 

OCTAVIA.-  Tenía una esperanza que ahora no tengo. ¡Esperaba que Pedro no se resignase a perderme!

[208]

DOÑA SOLEDAD.-  ¡Octavia!

OCTAVIA.-  Yo, al salir de aquí, renunciaba a su amor, es verdad; pero él debía buscarme, correr á mi lado, y si le cerrabais las puertas echarlas abajo y no separarse de mí nunca, nunca...

 

(ALZA la cabeza de los cojines, afirmando en ellos las manos y se vuelve con gesto de fiereza. Un mechón de cabellos se esparce por su frente como una humarada.)

 

DOÑA SOLEDAD.-  ¡Octavia! ¡Octavia!

EL PADRE ROJAS.-  Déjela usted que desahogue su pena. Ese [209] amor que a nosotros casi nos asusta, quizá le sirva de disculpa a los ojos de Dios.

 

(OCTAVIA siente que se ahoga en una onda de compasión, ternura y amargura, compasión de ella misma. Su voz se eleva en un sollozo.)

 

OCTAVIA.-  ¿Padre, cree usted que Dios me perdonará?

EL PADRE ROJAS.-  ¡La bondad de Dios no tiene límites! Dentro de algunos momentos, hija mía, recibirás una visita, que espero sea para tu conciencia atormentada bálsamo de dulcísimo consuelo.

[210]

OCTAVIA.-  ¿Padre, habla usted de Juan Manuel?

 

(UNA sombra de dolor y terror cubre aquel rostro de cera, donde las lágrimas dejaron su huella cárdena. La voz del jesuíta se apaga, y sus palabras más leves adquieren una austeridad religiosa y amorosa.)

 

EL PADRE ROJAS   Sí, hija mía...

OCTAVIA.-  ¡Yo no quiero verle, Padre! ¡Líbreme usted de ese tormento!

DOÑA SOLEDAD.-  ¡Octavia!

[211]

EL PADRE ROJAS.-  Ahora usted debe procurar despojarse de todo sentimiento mundano, purificar su espíritu con la oración. Para un alma sinceramente cristiana, no hay consuelo tan grande como saber que sus culpas le han sido perdonadas por Dios y por los hombres. ¿Usted lo siente así, verdad, hija mía?

OCTAVIA.-  ¡Déjenme ustedes llorar, porque si no lloro me muero!

 

(SOLLOZANTE y ronca, se arroja sobre el canapé. Doña Soledad quiere acercarse, y el jesuíta, llevándose un dedo a los labios, le indica que la deje llorar a su talante. Ambos se alejan en silencio. Doña [212] Soledad recoge las cartas que su hija dejó caer, y furtiva se las enseña al Padre Rojas. Hablando en voz baja se acercan a la chimenea. Se sientan frente á frente y proceden a quemar las cartas, graves, silenciosos, casi solemnes. Octavia vuelve los ojos, y los ve. La mirada se cuaja en sus pupilas fija y angustiada. Quiere incorporarse y no puede. Doña Soledad y el jesuíta van quemando las cartas una a una, sin sentir aquella mirada yerta y agonizante que pesa sobre los dos. Con el último esfuerzo para incorporarse, la cabeza de Octavia rueda fuera del canapé, y queda colgando: El pelo toca la alfombra: La garganta gorgotea un gemido ronco: Parece alargarse por momentos en una gran blancura lívida, en un dislocamiento trágico.)

 

[213]

DOÑA SOLEDAD.-  ¡Esa letra es mía!

 

(SOFOCANDO un grito mete las manos en el fuego y saca un montón de cartas que el jesuíta acaba de arrojar. Levantan una leve hoguera en el aire.)

 

EL PADRE ROJAS.-  ¡Que se abrasa usted, señora!

DOÑA SOLEDAD.-  ¡Esa letra es mía! ¡Son las cartas que yo la escribía cuando estaba en el Sagrado Corazón! ¡Hija de mi alma, las conservaba! ¡Octavia! ¡Octavia! ¡Hija mía querida!

 

(SE VUELVE para enviarle una sonrisa de ternura, y al verla muerta siente terror [214] y dolor. Dando gritos corre y la levanta en brazos. En la puerta está un anciano de barba blanca y solemne.)

 

EL MARIDO.-  ¡Muerta!

EL PADRE ROJAS.-  ¡Muerta sin el perdón de usted, que tanto ambicionaba la infeliz!

EL MARIDO.-  ¡Padre, usted me enseñó a perdonar, y yo la había perdonado hace mucho tiempo!

[215]




JOSEPH MOJA

ORNAVIT

[216]



ACABÓSE DE IMPRIMIR ESTE LIBRO EN LA IMPRENTA «ARTES DE LA ILVSTRACIÓN *ILUSTRACIÓN*», EN MADRID, A VIII DÍAS DEL MES DE DICIEMBRE DE MCMXXII AÑOS