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El Zarco: episodio de la vida mexicana en 1861-63

Ignacio Manuel Altamirano



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ArribaAbajo- I -

Yautepec


Yautepec es una población de la tierra caliente, cuyo caserío se esconde en un bosque de verdura.

De lejos, ora se llegue de Cuernavaca por el camino quebrado de las Tetillas, que serpentea en medio de dos colinas rocallosas cuya forma les ha dado nombre, ora descienda de la fría y empinada sierra de Tepoztlán, por el lado Norte, o que se descubra por el sendero llano que viene del valle de Amilpas por el Oriente, atravesando las ricas y hermosas haciendas de caña de Cocoyoc, Calderón, Cassano y San Carlos, siempre se contempla a Yautepec como un inmenso bosque por el que sobresalen apenas las torrecillas de su iglesia parroquial.

De cerca, Yautepec presenta un aspecto original y pintoresco. Es un pueblo mitad oriental y mitad americano. Oriental, porque los árboles que forman ese bosque de que hemos hablado son naranjos y limoneros, grandes, frondosos, cargados siempre de frutos y de azahares que embalsaman la atmósfera con sus aromas embriagadores. Naranjos y limoneros por donde quiera, con extraordinaria profusión. Diríase que allí estos árboles son el producto espontáneo de la tierra; tal es la exuberancia con que se dan, agrupándose, estorbándose, formando ásperas y sombrías bóvedas en las huertas grandes o pequeñas que cultivan todos los vecinos, y rozando con sus ramajes de un verde brillante y obscuro y cargados de pomas de oro los aleros de teja o de bálago de las casas. Mignon no extrañaría su patria, en Yautepec, donde los naranjos y limoneros florecen en todas las estaciones.

Verdad es que este conjunto oriental se modifica en parte por la mezcla de otras plantas americanas, pues los bananos suelen mostrar allí sus esbeltos troncos y sus anchas hojas, y los magueyes y otras zapotáceas elevan sus enhiestas copas sobre los bosquecillos, pero los naranjos y limoneros dominan por su abundancia. En 1854, perteneciendo todavía Yautepec al Estado de México, se hizo un recuento de estos árboles en esta población, y se encontró con que había más de quinientos mil. Hoy, después de veinte años, es natural que se hayan duplicado. Los vecinos viven casi exclusivamente del producto de estos preciosos frutales, y antes de que existiera el ferrocarril de Veracruz, ellos surtían únicamente de naranjas y limones a la ciudad de México.

Por lo demás, el aspecto del pueblo es semejante al de todos los de las tierras calientes de la República. Algunas casas de azotea pintadas de colores chillantes, la mayor parte teniendo tejados obscuros y salpicados con las manchas cobrizas de la humedad, muchísimas de paja o de palmeras de la tierra fría, todas amplias, cercadas de paredes de adobe, de árboles o de piedras; alegres, surtidas abundantemente de agua, nadando en flores y cómodas, aunque sin ningún refinamiento moderno. Un río apacible de linfas transparentes y serenas, que no es impetuoso más que en las crecientes del tiempo de lluvias, divide el pueblo y el bosque, atravesando la plaza, lamiendo dulcemente aquellos cármenes y dejándose robar sus aguas por numerosos apantles que las dispersan en todas direcciones. Ese río es verdaderamente el dios fecundador de la comarca y el padre de los dulces frutos que nos refrescan, durante los calores del estío, y que alegran las fiestas populares en México en todo el año.

La población es buena, tranquila, laboriosa, amante de la paz, franca, sencilla y hospitalaria. Rodeada de magníficas haciendas de caña de azúcar, mantiene un activo tráfico con ellas, así como con Cuernavaca y Morelos, es el centro de numerosos pueblecillos de indígenas, situados en la falda meridional de la cordillera que divide la tierra caliente del valle de México, y con la metrópoli de la República a causa de los productos de sus inmensas huertas de que hemos hablado.

En lo político y administrativo, Yautepec, desde que pertenece al Estado de Morelos, fue elevándose de un rango subalterno y dependiente de Cuernavaca, hasta ser cabecera de distrito, carácter que conserva todavía. No ha tomado parte activa en las guerras civiles y ha sido las más de las veces víctima de ellas, aunque ha sabido reponerse de sus desastres, merced a sus inagotables recursos y a su laboriosidad. El río y los árboles frutales son su tesoro; así es que los facciosos, los partidarios y los bandidos, han podido arrebatarle frecuentemente sus rentas, pero no han logrado mermar ni destruir su capital.

La población toda habla español, pues se compone de razas mestizas. Los indios puros han desaparecido allí completamente.




ArribaAbajo- II -

El terror


Apenas acababa de ponerse el sol, un día de agosto de 1861, y ya el pueblo de Yautepec parecía estar envuelto en las sombras de la noche. Tal era el silencio que reinaba en él. Los vecinos, que regularmente en estas bellas horas de la tarde, después de concluir sus tareas diarias, acostumbraban siempre salir a respirar el ambiente fresco de las calles, o a tomar un baño en las pozas o remansos del río o a discurrir por la plaza o por las huertas, en busca de solaz, hoy no se atrevían a traspasar los umbrales de su casa, y por el contrario, antes de que sonara en el campanario de la parroquia el toque de oración, hacían sus provisiones de prisa y se encerraban en sus casas, como si hubiese epidemia, palpitando de terror a cada ruido que oían.

Y es que a esas horas, en aquel tiempo calamitoso, comenzaba para los pueblos en que no había una fuerte guarnición, el peligro de un asalto de bandidos con los horrores consiguientes de matanza, de raptos, de incendio y de exterminio. Los bandidos de la tierra caliente eran sobre todo crueles. Por horrenda e innecesaria que fuera una crueldad, la cometían por instinto, por brutalidad, por el solo deseo de aumentar el terror entre las gentes y divertirse con él. El carácter de aquellos plateados (tal era el nombre que se daba a los bandidos de esa época) fue una cosa extraordinaria y excepcional, una explosión de vicio, de crueldad y de infamia que no se había visto jamás en México.

Así, pues, el vecindario de Yautepec, como el de todas las poblaciones de la tierra caliente, vivía en esos tiempos siempre medroso, tomando durante el día la precaución de colocar vigías en las torres de sus iglesias, para que diesen aviso oportuno de la llegada de alguna partida de bandoleros a fin de defenderse en la plaza, en alguna altura, o de parapetarse en sus casas. Pero durante la noche, esa precaución era inútil, como también lo era el apostar escuchas o avanzadas en las afueras de la población, pues se habría necesitado ocupar para ello a numerosos vecinos inermes que, aparte del riesgo que corrían de ser sorprendidos, eran insuficientes para vigilar los muchos caminos y veredas que conducían al poblado y que los bandidos conocían perfectamente.

Además, hay que advertir que los plateados contaban siempre con muchos cómplices y emisarios dentro de las poblaciones y de las haciendas, y que las pobres autoridades, acobardadas por falta de elementos de defensa, se veían obligadas, cuando llegaba la ocasión, a entrar en transacciones con ellos, contentándose con ocultarse o con huir para salvar la vida.

Los bandidos, envalentonados en esta situación, fiados en la dificultad que tenía el gobierno para perseguirlos, ocupado como estaba en combatir la guerra civil, se habían organizado en grandes partidas de cien, doscientos y hasta quinientos hombres, y así recorrían impunemente toda la comarca, viviendo sobre el país, imponiendo fuertes contribuciones a las haciendas y a los pueblos, estableciendo por su cuenta peajes en los caminos y poniendo en práctica todos los días, el plagio, es decir, el secuestro de personas, a quienes no soltaban sino mediante un fuerte rescate. Este crimen, que más de una vez ha sembrado el terror en México, fue introducido en nuestro país por Cobos, jefe clerical de espantosa nombradía y que pagó al fin sus fechorías en el suplicio.

A veces los plateados establecían un centro de operaciones, una especie de cuartel general, desde donde uno o varios jefes ordenaban los asaltos y los plagios y dirigían cartas a los hacendados y a los vecinos acomodados pidiendo dinero, cartas que era preciso obsequiar so pena de perder la vida sin remedio. Allí también solían tener los escondites en que encerraban a los plagiados, sometiéndolos a los más crueles tratamientos.

Por el tiempo de que estamos hablando, ese cuartel general de bandidos se hallaba en Xochimancas, hacienda antigua y arruinada, no lejos de Yautepec y situada a propósito para evitar una sorpresa.

Semejante vecindad hacía que los pueblos y haciendas del distrito de Yautepec se encontrasen por aquella época bajo la presión de un terror constante.

De manera que así se explica el silencio lúgubre que reinaba en Yautepec en esa tarde de un día de agosto y cuando todo incitaba al movimiento y a la sociabilidad, no habiendo llovido, como sucedía con frecuencia en este tiempo de aguas, ni presentado el cielo aspecto alguno amenazador. Al contrario, la atmósfera estaba limpia y serena; allá en los picos de la sierra de Tepoztlán, se agrupaban algunas nubes teñidas todavía con reflejos violáceos; más allá de los extensos campos de caña que comenzaban a obscurecerse, y de las sombrías masas de verdura y de piedra que señalaban las haciendas, sobre las lejanas ondulaciones de las montañas, comenzaba a aparecer tenue y vaga la luz de la luna, que estaba en su pleno.




ArribaAbajo- III -

Las dos amigas


En el patio interior de una casita de pobre pero graciosa apariencia, que estaba situada a las orillas de la población y en los bordes del río, con su respectiva huerta de naranjos, limoneros y platanares, se hallaba tomando el fresco una familia compuesta de una señora de edad y de dos jóvenes muy hermosas, aunque de diversa fisonomía.

La una como de veinte años, blanca, con esa blancura un poco pálida de las tierras calientes, de ojos obscuros y vivaces y de boca encarnada y risueña, tenía algo de soberbio y desdeñoso que le venía seguramente del corte ligeramente aguileño de su nariz, del movimiento frecuente de sus cejas aterciopeladas, de lo erguido de su cuello robusto y bellísimo o de una sonrisa más bien burlona que benévola. Estaba sentada en un banco rústico y muy entretenida en enredar en las negras y sedosas madejas de sus cabellos una guirnalda de rosas blancas y de caléndulas rojas.

Diríase que era una aristócrata disfrazada y oculta en aquel huerto de la tierra caliente. Marta o Nancy que huía de la corte para tener una entrevista con su novio.

La otra joven tendría diez y ocho años; era morena; con el tono suave y delicado de las criollas que se alejan del tipo español, sin confundirse con el indio, y que denuncia a la hija humilde del pueblo. Pero en sus ojos grandes, y también obscuros, en su boca, que dibujaba una sonrisa triste siempre que su compañera decía alguna frase burlona, en su cuello inclinado, en su cuerpo frágil y que parecía enfermizo, en el conjunto todo de su aspecto, había tal melancolía que desde luego podía comprenderse que aquella niña tenía un carácter diametralmente opuesto al de la otra.

Ésta colocaba también lentamente y como sin voluntad en sus negras trenzas, una guirnalda de azahares, sólo de azahares, que se había complacido en cortar entre los más hermosos de los naranjos y limoneros, por cuya operación se había herido las manos, lo que le atraía las chanzonetas de su amiga.

-Mira, mamá -dijo la joven blanca, dirigiéndose a la señora mayor que cosía sentada en una pequeña silla de paja, algo lejos del banco rústico-, mira a esta tonta, que no acabará de poner sus llores en toda la tarde; ya se lastimó las manos por el empeño de no cortar más que los azahares frescos y que estaban más altos, y ahora no puede ponérselos en las trenzas... Y es que a toda costa quiere casarse, y pronto.

-¿Yo? -preguntó la morena alzando tímidamente los ojos como avergonzada.

-Sí, tú -replicó la otra-, no lo disimules; tú sueñas con el casamiento; no haces más que hablar de ello todo el día, y por eso escoges los azahares de preferencia. Yo no, yo no pienso en casarme todavía, y me contento con las flores que más me gustan. Además, con la corona de azahares parece que va una a vestirse de muerta. Así entierran a las doncellas.

-Pues tal vez así me enterrarán a mí -dijo la morena-, y por eso prefiero estos adornos.

-¡Oh! niñas, no hablen de esas cosas -exclamó la señora en tono de reprensión-. Estar los tiempos como están y hablar ustedes de cosas tristes, es para aburrirse. Tú, Manuela -dijo dirigiéndose a la joven altiva-, deja a Pilar que se ponga las flores que más le cuadren y ponte tú las que te gustan. Al cabo, las dos están bonitas con ellas... y como nadie las ve -añadió, dando un suspiro...

-¡Ésa es la lástima! -dijo con expresivo acento Manuela- Ésa es la lástima -repitió-, que si pudiéramos ir a un baile o siquiera asomarnos a la ventana... ya veríamos...

-Bonitos están los tiempos -exclamó amargamente la señora-, lindos para andar en bailes o asomarse a las ventanas. ¿Para qué queríamos más fiesta? ¡Jesús nos ampare! ¡Conque, trabajos tenemos para vivir escondidas y sin que sepan los malditos plateados que existimos! No veo la hora de que venga mi hermano de México y nos lleve aunque sea a pie. No puede vivirse ya en esta tierra. Me voy a morir de miedo un día de éstos. Ya no es vida. Señor, ya no es vida la que llevamos en Yautepec. Por la mañana, sustos si suena la campana, y a esconderse en la casa del vecino o en la iglesia. Por la tarde, apenas se come de prisa, nuevos sustos si suena la campana o corre la gente; por la noche, a dormir con sobresalto, a temblar a cada tropel, a cada ruido, a cada pisada que se oye en la calle, y a no pegar los ojos en toda la noche si suenan tiros o gritos. Es imposible vivir de esta manera; no se habla más que de robos y asesinatos: «que ya se llevaron al monte a don fulano»; «que ya apareció su cadáver en tal barranca o en tal camino»; «que hay zopilotera en tal lugar»; «que ya se fue el señor cura a confesar a fulano que está mal herido»; «que esta noche entra Salomé Plasencia»; «que se escondan las familias, que ahí viene el Zarco o Palo seco»; y después: «que ahí viene la tropa del gobierno, fusilando y amarrando a los vecinos». Díganme ustedes si esto es vida; no: es el infierno ...; yo estoy mala del corazón.

La señora concluyó así, derramando gruesas lágrimas, su terrible descripción de la vida que llevaba, y que por desgracia no era sino muy exacta, y aun pálida en comparación de la realidad.

Manuela, que se había puesto encendida cuando oyó hablar del Zarco, se conmovió al oír que la buena señora se quejaba de estar mala del corazón.

-Mamá, tú no me habías dicho que estabas mala del corazón. ¿Te duele de veras? ¿Estás enferma? -le preguntó acercándose con ternura.

-No, hija, enferma no; no tengo nada, pero digo que semejante vida me aflige, me entristece, me desespera y acabará por enfermarme realmente. Lo que es enfermedad, gracias a Dios que no tengo, y ésa es al menos una fortuna que nos ha quedado en medio de tantas desgracias que nos han afligido desde que murió tu padre. Pero al fin, con tantas zozobras, con tantos sustos diarios, con el cuidado que tú me causas, tengo miedo de perder la salud, y en esta población, y teniéndote a ti... Todos me dicen: «Doña Antonia, esconda usted a Manuelita o mándela usted mejor a México o a Cuernavaca. Aquí está muy expuesta, es muy bonita, y si la ven los plateados, si algunos de sus espías de aquí les dan aviso, son capaces de caer una noche en la población y llevársela. ¡Jesús me acompañe! Todos me dicen esto; el señor cura mismo me lo ha aconsejado; el prefecto, nuestros parientes, no hay un alma bendita que no me diga todos los días lo mismo, y yo estoy sin consuelo, sin saber qué hacer..., sola..., sin más medios de qué vivir que esta huerta de mis pecados, que es la que me tiene aquí, y sin más amparo que mi hermano a quien ya acabo a cartas, pero que se hace el sordo. Ya ves, hija mía, cuál es la espina que tengo siempre en el corazón y que no me deja ni un momento de descanso. Si mi hermano no viniera, no nos quedaría más que un recurso para libertarnos de la desgracia que nos está amenazando.

-¿Cuál es, mamá? -preguntó Manuela sobresaltada.

-El de casarte, hija mía -respondió la señora con acento de infinita ternura.

-¿Casarme? ¿Y con quién?

-¿Cómo con quién? -replicó la madre en tono de dulce reconvención-. Tú sabes muy que Nicolás te quiere, que se consideraría dichoso si le dijeras que sí, que el pobrecito hace más de dos años que viene a vernos día con día, sin que le estorben ni los aguaceros, ni los peligros, ni tus desaires tan frecuentes y tan injustos, y todo porque tiene esperanzas de que te convenzas de su cariño, de que te ablandes, de que consientas en ser su esposa...

-¡Ah! en eso habíamos de acabar, mamacita -interrumpió vivamente Manuela, que desde las últimas palabras de la señora no había disimulado su disgusto-; debí haberlo adivinado desde el principio; siempre me hablas de Nicolás; siempre me propones el casamiento con él, como el único remedio de nuestra mala situación, como si no hubiera otro...

-¿Pero cuál otro, muchacha?

-El de irnos a México con mi tío, el de vivir como hasta aquí, escondiéndonos cuando hay peligro.

-¿Pero tú no ves que tu tío no viene, que nosotras no podemos irnos solas a México, que confiarnos a otra persona es peligrosísimo en estos tiempos en que los caminos están llenos de plateados, que podrían tener aviso y sorprendernos... porque se sabría nuestro viaje con anticipación?

-Y yéndonos con mi tío ¿no tendríamos el mismo riesgo? -objetó la joven reflexionando.

-Tal vez, pero él tiene interés en nosotras, somos de su familia y procuraría acompañarse de hombres resueltos, quizás aprovecharía el paso de alguna fuerza del gobierno, o la traería de México o de Cuernavaca; guardaría el debido secreto sobre nuestra salida. En fin, la arriesgaría de noche atravesando por Totolópam o por Tepoztlán; de todos modos, con él iríamos más seguras. Pero ya lo ves, no viene, ni siquiera responde a mis cartas. Sabrá seguramente como está este rumbo, y mi cuñada y sus hijos no lo dejarán exponerse. El hecho es que no podemos tener esperanza en él.

-Pues entonces, mamá, seguiremos como hasta aquí, que éstas no son penas del infierno; algún día acabarán, y mejor me quedaré para vestir santos...

-¡Ojalá que ése fuera el único peligro que corrieras, el de quedarte para vestir santos! -contestó la señora con amargura-; pero lo cierto es que no podemos seguir viviendo así en Yautepec. Éstas no son penas del infierno, efectivamente, y aun creo que se acabarán pronto, pero no favorablemente para nosotras. Mira -añadió bajando la voz con cierto misterio-, me han dicho que desde que los plateados han venido a establecerse en Xochimancas, y que estamos más inundados que nunca en este rumbo, han visto muchas veces a algunos de ellos, disfrazados, rondar nuestra calle de noche; que ya saben que tú estás aquí, aunque no sales ni a misa; que han oído mencionar tu nombre entre ellos; que los que son sus amigos aquí, han dicho varias veces: Manuelita ha de parar con los plateados. Un día de estos, Manuelita ha de ir a amanecer en Xochimancas; con otras palabras parecidas. Mis comadres, mis parientes, ya te conté, el señor cura mismo me ha encontrado y me ha dicho: «Doña Antonia, pero ¿en qué piensa usted que no ha transportado ya a Manuelita a Cuernavaca o Cuautla, a alguna hacienda grande? Aquí corre mucho riesgo con los malos. Sáquela usted, señora, sáquela usted, o escóndala debajo de la tierra, porque si no, va usted a tener una pesadumbre un día de éstos». Y a cada consejo que me dan, me clavan un puñal en el pecho. Ya verás tú si podremos vivir de este modo aquí.

-Pero mamá, si ésos son chismes con que quieren asustar a usted. Yo no he visto ningún bulto en nuestra calle de noche, una que otra vez que suelo asomarme, y eso de que vinieran los plateados a robarme alguna vez, ya verá usted que es difícil; habíamos de tener tiempo de saberlo, de oír algún tropel y podríamos evitarlo fácilmente, huyendo por la huerta hasta la plaza. Desengáñese usted; no contando conmigo, me parece imposible. Sólo que me sorprendieran en la calle, pero como no salgo, ni siquiera voy a misa, sino que me estoy encerrada a piedra y lodo, ¿dónde me habían de ver?

-¡Ay! ¡No, Manuela! Tú eres animosa porque eres muchacha, y ves las cosas de otro modo; pero yo soy vieja, tengo experiencia, veo lo que está pasando y que no había visto en los años que tengo de edad, y creo que estos hombres son capaces de todo. Si yo supiera que había aquí tropas del gobierno o que el vecindario tuviera armas para defenderse, estaría más tranquila, pero ya tú bien sabes que hasta el prefecto y el alcalde se van al monte cuando aparecen los plateados, que el vecindario no sabe qué hacer, que si hasta ahora no han asaltado la población es porque se les ha mandado ya el dinero que han pedido, que hasta yo he contribuido con lo que tenía de mis economías a dar esa cantidad; que no tenemos más refugio que la iglesia o la fuga en lo más escondido de las huertas; ¿qué quieres que hagamos, si un día se vienen a vivir aquí estos bandidos, como han vivido en Xantetelco y como viven hoy en Xochimancas? ¿No ves que hasta los hacendados les mandan dinero para poder trabajar en sus haciendas? ¿No sabes que les pagan el peaje para poder llevar sus cargamento a México? ¿No sabes que en las poblaciones como Cuautla y Cuernavaca sólo los vecinos armados son los que se defienden? ¿Tú piensas, quizás, que estos bandidos andan en partidas de diez o de doce? Pues no: andan en partidas de trescientos y quinientos hombres; hasta traen sus músicas y cañones, y pueden sitiar a las haciendas y a los pueblos. El gobierno les tiene miedo, y estamos aquí como moros sin señor.

-Bueno -replicó Manuelita, no dándose por vencida-, y aun suponiendo que así sea, mamá, ¿qué lograríamos casándome con Nicolás?

-¡Ay, hija mía!, lograríamos que tomaras estado y que te pusieras bajo el amparo de un hombre de bien.

-Pero si ese hombre de bien no es más que el herrero de la hacienda de Atlihuayán, y si el mismo dueño de la hacienda, que está en México, y que es un señorón, no puede nada contra los plateados, ¿qué había de poder el herrero, que es un pobre artesano? -dijo Manuela, alargando un poco su hermoso labio inferior con un gesto de desdén.

-Pues aunque es un pobre artesano, ese herrero es todo un hombre. En primer lugar, casándote, ya estarías bajo su potestad, y no es lo mismo una muchacha que no tiene otro apoyo que una débil vieja como yo, de quien todos pueden burlarse, que una mujer casada que cuenta con su marido, que tiene fuerzas para defenderla, que tiene amigos, muchos amigos armados en la hacienda, que pelearían a su lado hasta perder la vida. Nicolás es valiente; nunca se han atrevido a atacarlo en los caminos; además sus oficiales de la herrería y sus amigos del real lo quieren mucho. En Atlihuayán no se atreverían los plateados a hacerle nada, yo te lo aseguro. Estos ladrones, después de todo, sólo acometen a las poblaciones que tienen miedo y a los caminantes desamparados, pero no se arriesgan con los que tienen resolución. En segundo lugar, si tú no querrías estar por aquí, Nicolás ha ganado bastante dinero con su trabajo, tiene ahorros; su maestro, que es un extranjero que lo dejó encargado de la herrería de la hacienda, está en México, lo quiere mucho, y podríamos irnos a vivir allá mientras que pasan estos malos tiempos.

-¡No!, ¡nunca, mamá! -interrumpió bruscamente Manuela-, estoy decidida; no me casaré nunca con ese indio horrible a quien no puedo ver... Me choca de una manera espantosa, no puedo aguantar su presencia... Prefiero cualquier cosa a juntarme con ese hombre... Prefiero a los plateados añadió con altanera resolución.

-¿Sí? -dijo la madre, arrojando su costura, indignada-, ¿prefieres a los plateados? Pues mira bien lo que dices, porque si no quieres casarte honradamente con un muchacho que es un grano de oro de honradez, y que podría hacerte dichosa y respetada, ya te morderás las manos de desesperación cuando te encuentres en los brazos de esos bandidos, que son demonios vomitados del infierno. Yo no veré semejante cosa, no, Dios mío; yo me moriré antes de pesadumbre y de vergüenza -añadió derramando lágrimas de cólera.

Manuela se quedó pensativa. Pilar se acercó a la pobre vieja para consolarla.

-Mira tú -dijo ésta a la humilde joven morena que había estado escuchando el diálogo de madre e hija, en silencio-; tú que eres mi ahijada, que no me debes tanto como esta ingrata, no me darías semejante pesar.

Luego, después de un momento de silencio embarazoso para las tres, la señora dijo con marcado acento de ironía y de despecho:

-¡Indio horrible! No parece sino que esta presumida no merece más que un San Luis Gonzaga. ¿De dónde te vienen tantos humos a ti que eres una pobre muchacha, aunque tengas, por la gracia de Nuestro Señor, esa carita blanca y esos ojos que tanto te alaban los tenderos de Yautepec? Eres tan entonada que cualquiera diría que eres dueña de hacienda. Ni tu padre ni yo te hemos dado esas ideas. Tu crianza ha sido humilde. Te hemos enseñado a amar la honradez, no la figura ni el dinero; la figura se acaba con las enfermedades o con la edad, y el dinero se va como vino; sólo la honradez es un tesoro que nunca se acaba. ¡Indio horrible!, ¡un pobre artesano! Pero ese indio horrible, ese pobre herrero es un muchacho de buenos principios, que ha comenzado por ser un pobrecito huérfano de Tepoztlán, que aprendió a leer y a escribir desde chico, que después se metió a la fragua, y que a la edad en que todos regularmente no ganan más que un jornal, él es ya maestro principal de la herrería, y es muy estimado hasta de los ricos, y tiene muy buena fama y ha conseguido lo poco que tiene, gracias al sudor de su frente y a su honradez. Eso en cualquier tiempo, pero más ahora y principalmente por este rumbo, es una gloria que pocos tienen. Tal vez no hay muchacho aquí que se pueda comparar con él. Dime, Pilar, ¿tengo yo razón?

-Sí, madrina -contestó la modesta joven-, tiene usted sobrada razón. Nicolás es un hombre muy bueno, muy trabajador, que quiere muchísimo a Manuela, que sería un marido como pocos, que le daría gusto en todo. Yo siempre se lo estoy diciendo a mi hermana. Además, yo no lo encuentro horrible...

-¡Qué horrible va a ser! -exclamó la señora-; sino que esta tonta, como no lo quiere, le pone defectos como si fuera un espantajo. Pero Nicolás es un muchacho como todos y no tiene nada que asuste. No es blanco, ni español, ni anda relumbrando de oro y de plata como los administradores de las haciendas o como los plateados, ni luce en los bailes y en las fiestas. Es quieto y encogido, pero eso me parece a mí que no es un defecto.

-Ni a mí -añadió Pilar.

-Bueno, Pilar -dijo Manuela-, pues si a ti te gusta tanto, ¿por qué no te casas tú con él?

-¿Yo? -respondió Pilar, poniéndose primero pálida y luego encarnada hasta llorar-, ¿yo, hermana?, ¿pero por qué me dices eso? Yo no me caso con él porque no es a mí a quien él quiere, sino a ti.

-¿De modo que si te pretendiera le corresponderías? -preguntó sonriéndose malignamente la implacable Manuela.

Pilar iba quizás a responder, pero en ese instante llamaron a la puerta de un modo tímido.

-Es Nicolás -dijo la señora-; ve a abrirle, Pilar.

La humilde joven, todavía confusa y encarnada, quitó apresuradamente de sus cabellos la guirnalda de azahares y la colocó en el banco.

-¿Por qué te quitas esas flores? -le preguntó Manuela, arrojando a su vez apresuradamente las rosas y caléndulas que se había puesto.

-Me las quito porque son flores de novia, y yo no soy aquí la novia -respondió tristemente aunque un poco picada, Pilar-. Y tú, ¿por qué te quitas las tuyas?

-Yo, porque no quiero parecer bonita a ese indio, hombre de bien, que merece un relicario.

Pilar fue a abrir la puerta, con todas las precauciones que se tomaban en ese tiempo en Yautepec.




ArribaAbajo- IV -

Nicolás


Quien hubiera oído hablar a Manuela en tono tan despreciativo, como lo había hecho, del herrero de Atlihuayán, se habría podido figurar que era un monstruo, un espantajo repugnante que no debiese inspirar más que susto o repulsión.

Pues bien: se habría engañado. El hombre que después de atravesar las piezas de habitación de la casa, penetró hasta el patio en que hemos oído la conversación de la señora mayor y de las dos niñas, era un joven trigueño, con el tipo indígena bien marcado, pero de cuerpo alto y esbelto, de formas hercúleas, bien proporcionado y cuya fisonomía inteligente y benévola predisponía desde luego en su favor. Los ojos negros y dulces, su nariz aguileña, su boca grande, provista de una dentadura blanca y brillante, sus labios gruesos, que sombreaba apenas una barba naciente y escasa, daban a su aspecto algo de melancólico, pero de fuerte y varonil al mismo tiempo. Se conocía que era un indio, pero no un indio abyecto y servil, sino un hombre culto, embellecido por el trabajo y que tenía la conciencia de su fuerza y de su valer. Estaba vestido no como todos los dependientes de las haciendas azucareras, con chaqueta de dril de color claro, sino con una especie de blusa de lanilla azul como los marineros, ceñida a la cintura con un ancho cinturón de cuero, lleno de cartuchos de rifle, porque en ese tiempo todo el mundo tenía que andar armado y apercibido para la defensa; además, traía calzoneras con botones obscuros, botas fuertes, y se cubría con un sombrero de fieltro gris de anchas alas, pero sin ningún adorno de plata. Se conocía, en fin, que de propósito intentaba diferenciarse, en el modo de arreglar su traje, de los bandidos que hacían ostentación exagerada de adornos de plata en sus vestidos, y especialmente en sus sombreros, los que les había valido el nombre con que se conocían en toda la República.

Nicolás acostumbraba, en sus visitas diarias a la familia de Manuela, dejar su caballo y sus armas en una casa contigua, para partir luego que cerraba la noche a la hacienda de Atlihuayán, distante menos de una milla de Yautepec. Después de los saludos de costumbre, Nicolás fue a sentarse junto a la señora en otro banco rústico, y notando que a los pies de Manuela estaban regadas en desorden las rosas que ésta había desprendido de sus cabellos, le preguntó:

-Manuelita, ¿por qué ha tirado usted tantas flores?

-Estaba yo haciendo un ramillete -respondió secamente Manuela-, pero me fastidié y las he arrojado.

-¡Y tan lindas! -dijo Nicolás inclinándose para recoger algunas, lo que Manuelita vio hacer con marcado disgusto-. ¡Usted siempre descontenta! -añadió tristemente.

-¡Pobre de mi hija! Mientras estemos en Yautepec y encerradas -dijo la madre- no podemos tener un momento de gusto.

-Tiene usted razón -replicó Nicolás- ¿Y su hermano de usted ha escrito?

-Nada, ni una carta; no hemos tenido ni razón de él. Ya me desespero... Y ¿qué nuevas noticias nos trae usted ahora, Nicolás?

-Ya sabe usted, señora -dijo Nicolás con aire sombrío-, las de siempre..., plagios, asaltos, crímenes por donde quiera, no hay otra cosa. Antier se llevaron los plateados de Xochimancas al purgador de la hacienda de San Carlos. Ayer, en la mañana, se llevó otra partida al ayudante de campo, que había salido a la tranca de la hacienda nada más; después mataron a unos arrieros que iban de Cocoyac al camino de México.

-¡Misericordia de Dios! -exclamó la señora-; si no es posible vivir ya en este rumbo. Si estoy desesperada y no sé cómo salir de aquí...

-A propósito -continuó Nicolás-; si usted insiste, señora, en su deseo de irse a México, y ya que ha rehusado usted mis servicios para acompañarla, pronto se le ofrecerá a usted oportunidad.

-¿Sí? ¿Cómo? -preguntó con ansiedad la señora.

-Hemos sabido que debía haber llegado aquí esta mañana una fuerza de caballería del gobierno, porque salió de Cuernavaca con esta dirección ayer en la tarde, y durmió en Xiutepec; pero al amanecer recibió orden de ir a perseguir a una partida de bandidos que en la misma noche asaltó a una familia rica extranjera, que se dirigía a Acapulco, acompañada de algunos mozos armados. Parece que, precisamente para ver si escapaba de los ladrones, esa familia salió de Cuernavaca ya de noche y caminaba aprisa para llegar hoy temprano a Puente de Ixtla o San Gabriel. Pero cerca de Alpuyeca la estaba esperando una partida de plateados. Los extranjeros que iban con la familia se defendieron, pero los mozos hicieron traición y se pasaron con los bandidos, de modo que los pobres extranjeros quedaron allí muertos con su familia, que también pereció.

-¡Jesús!, ¡qué horror! -exclamaron la señora y Pilar, mientras que Manuela palideció ligeramente y se puso pensativa.

-Parece que fue una cosa espantosísima -continuó Nicolás- Allí amanecieron tirados los cadáveres, nomás los cadáveres, porque los bandidos se llevaron, naturalmente, los equipajes, las mulas, los caballos y todo. La noticia llegó a Cuernavaca muy temprano, los vecinos de Apuyeca trajeron después en camillas a los muertos, entre los que había niños. Ahí tienen ustedes el porqué la fuerza del gobierno, que venía para acá, recibió orden de dirigirse, en combinación con otra que salió de Cuernavaca, en persecución de los bandidos.

-¿Y los cogerán? ¿Usted cree que los cogerán? -preguntó la señora.

-No -respondió con intensa amargura el honrado joven-, no cogerán a nadie. Son pocos en comparación de los plateados, que deben haberse refugiado en Xochimancas. Solamente allí tienen más de quinientos hombres, bien montados y armados, sin contar con las muchas partidas que andan en todos los caminos. Además, ya estamos acostumbrados a estos vanos alardes. Cuando se comete un robo de consideración o se asalta a personas distinguidas, se hace escándalo; el gobierno de México manda órdenes terribles a las autoridades de por aquí; éstas ponen en movimiento sus pequeñas fuerzas, en que hay muchos cómplices de los bandidos y que les dan aviso oportunamente. Se hace ruido una semana o dos y todo acaba allí. Entretanto, nadie hace caso de los robos, de los asaltos, de los asesinatos que se cometen diariamente en todo el rumbo, porque las víctimas son infelices que no tienen nombre, ni nada que llame la atención.

-¡Ay Dios, Nicolás -dijo con interés la señora-, y usted que se arriesga todas las tardes para venir de Atlihuayán, sólo por vernos! Yo le ruego a usted que no lo haga ya.

-¡Ah!, no, señora -respondió Nicolás sonriendo tranquilamente-; en cuanto a mí, pierda usted cuidado. Yo soy pobre, nada tienen que robarme. Además, la distancia de Atlihuayán a acá es muy corta, nada arriesgo verdaderamente con venir.

-¡Cómo no ha de arriesgar usted! -repuso la señora-; en primer lugar, aunque usted es pobre, se sabe que es usted un artesano honrado y económico, que es el maestro de la herrería de Atlihuayán, y deben suponer que tiene usted algo guardado; luego, aunque no fuera más que porque monta usted buenos caballos y porque tiene buenas armas...

-¡Oh, señora! -exclamó riendo Nicolás-, por lo que yo puedo tener guardado no vale la pena de que me ataquen esos señores; porque ellos se arriesgan por mayores intereses. Por otra parte, saben muy bien que yo no me dejaría plagiar. No es eso fanfarronada, pero la verdad es, señora, que vale más morir de una vez que sufrir las mil muertes que tienen los plagiados. Ya habrá usted oído contar lo que les hacen. Pues bien, la mejor manera de escapar de estos tormentos, es defenderse hasta morir. Siquiera de ese modo se les hace pagar caro su triunfo y se salva la dignidad del hombre -añadió con varonil orgullo.

-¡Ah!, si todos pensaran así -dijo la señora-, si todos se resolvieran a defenderse, no habría bandidos ni necesitaríamos de las fuerzas del gobierno, ni viviríamos aquí muertos de miedo, temblando como pájaros azorados.

-Es verdad, señora; así debía ser, y no se necesita para ello más que un poco de sangre fría. Vea usted; en Atlihuayán todos estaban atemorizados cuando comenzaron a inundar esto los bandidos, y no sabían qué partido tomar. Pero antes de que comenzaran a pisarnos la sombra, los maquinistas de la hacienda y los herreros nos reunimos y determinamos comprar buenos caballos y armarnos bien, decidiendo defendernos bien unidos, aunque fuésemos pocos. Tan luego como se supo nuestra resolución, el administrador y los dependientes se unieron también a nosotros, y como la gran ventaja que tienen los plateados para amenazar a las haciendas y a los pueblos, consiste en que tienen siempre emisarios y cómplices entre los vecinos, se dispuso arrojar de la hacienda al que se hiciera sospechoso de estar en connivencia con los bandidos. De ese modo, todos los trabajadores de Atlihuayán son fieles y nos ayudan; la hacienda está bien armada y no tenemos más peligro que el de que incendien los bandidos los campos de caña. Pero vigilando mucho, y todas las noches, puede alejarse ese mal en cuanto sea posible. Ya han pedido dinero al hacendado; ya lo han amenazado de quemar la hacienda, pero no les ha hecho caso. A nosotros también nos han escrito cartas, pidiéndonos dinero, pero no les hemos contestado. A mí, particularmente, sé que me aborrecen; que hay algunos que han ofrecido matarme, y no sé por qué, pues yo no he hecho mal a nadie, ni a los bandidos; será seguramente porque saben que estoy resuelto a defenderme y que mis oficiales lo están también. Pero no tengo cuidado, y sigo como hasta aquí, sin que nadie me haya atacado en los caminos.

-Pero usted anda siempre solo, Nicolás -dijo la señora-, y eso es una temeridad.

-Cuando puedo me acompaño, por ejemplo, cuando tengo que ir a una hacienda algo lejana..., pero para venir aquí no creo que haya necesidad de compañía. Pero a todo esto, lo que más me importa es tratar de la salida de ustedes. Decía yo que la fuerza que venía a Yautepec se entretiene hoy en seguir a los asaltantes del camino de Alpuyeca, que ya estarán en sus guaridas. Por consiguiente, la fuerza regresará a Cuernavaca y saldrá después para acá. Es tiempo de aprovechar la ocasión y pueden ustedes prepararse para la marcha.

-Ya se ve -dijo la señora- y desde luego vamos a alistarnos. Gracias, Nicolás, por la noticia, y espero que usted vendrá a vernos como siempre para comunicarnos algo nuevo y para que me haga usted el favor de que darse con mis encargos...; no tengo hombre de confianza más que usted.

-Señora, ya sabe usted que estoy a sus órdenes en todo, y que puede usted ir tranquila respecto de sus cosas, pues yo me quedo aquí.

-Ya lo sé, ya lo sé, y lo espero a usted mañana, como siempre. Ahora es tiempo de que usted se vaya, es ya de noche y tiemblo de que le suceda a usted algo en este camino de Yautepec a la hacienda, tan corto, pero tan peligroso... ¡Adiós! -dijo estrechando la mano de Nicolás, que fue a despedirse en seguida de Manuela, que le alargó la mano fríamente, y de Pilar, que lo saludó con su humilde timidez de costumbre.

Cuando se oyó en la calle el trote del caballo que se alejaba, la señora, que se había quedado triste y callada, suspiró dolorosamente.

-La única pena que tendré -dijo- alejándome de este rumbo, será dejar en él a este muchacho, que es el solo protector que tenemos en la vida. ¡Con qué gusto lo vería yo como mi yerno!

-¡Y dale con el yerno, mamá! -dijo Manuela acercándose a la pobre señora y abrazándola cariñosamente . ¡No pienses en eso! Ya vamos a salir de aquí y tendrás otro mejor.

-Éste te ofrece un amor honrado -dijo la señora.

-Pero no un amor de mi gusto -replicó frunciendo las cejas y sonriendo, la hermosa joven.

-Dios quiera que nunca te arrepientas de haberlo rechazado.

-No, mamá, de eso sí puede usted estar segura. Nunca me arrepentiré. ¡Si el corazón se va adonde quiere..., no adonde lo mandan! -añadió lentamente y con risueña gravedad ayudando a la señora a levantarse de su taburete.

La noche había cerrado, en efecto; el rocío, tan abundante en las tierras calientes, comenzaba a caer; las sombras de la arboleda de la huerta se hacían más intensas a causa de la luz de la luna, que comenzaba a alumbrar, y la familia entró en sus habitaciones.



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