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Elecciones en la Complutense

Fernando Lázaro Carreter





Como la mayor parte de mis colegas, fui a votar no sé qué. Sí sé a quién, porque en la mesa electoral recogí una lista de candidatos, y se me invitaba a señalar con una cruz a mis preferidos. Pero como ignoraba para qué tenía que preferirlos -mejor: qué van a hacer si los prefiero-, decidí marcar a aquellos con quienes me agradaría celebrar una tertulia. Aunque se trataba de seleccionar un claustro «constituyente» -adjetivo espantable, en una Universidad varias veces centenaria-, con dos cometidos fundamentales: elegir rector y redactar nuevos Estatutos.

Lo raro del caso es que hemos debido designar a los claustrales sin conocer quiénes son los candidatos a rector (salvo uno: el actual); por tanto, el mandato que los electos han recibido (salvo unos: los que concurrieron ya consignados) es que, en su momento, obren como les dicte el albedrío. Los electores no habremos intervenido ni directa ni indirectamente en la elección: ningún compromiso liga a nuestros compromisarios con nosotros. Lo mismo puede decirse respecto de los Estatutos: no es imposible -aunque sí muy improbable- que mis votados, si algunos de ellos han sido elegidos, sustenten criterios que a mí me parezcan abominables.

Extrañísimas elecciones, cuyo sentido tendrían que elucidar especialistas. Los resultados, que aún no conozco, tampoco admitirán exégesis clara, por la falta de relación inequívoca entre candidatos y electores, excepción hecha, naturalmente, de la arriba señalada. Por ahora es un enigma lo que el claustro piensa, ya que no se le ha dado ocasión de pensar para proponerlo. Sólo la derrota de los pocos aspirantes que implícitamente sustentaban al actual rector (apoyo que cabe deducir del hecho de haber sido graciosamente aupados por él a cargos), ha introducido la sospecha generalizada de que la votación ha sido adversa al señor Bustelo. Pero las conjeturas no son evidencias. Yo lamento mucho la alegría precipitada de algunos, precisamente hoy, día 17, sábado negro, en el que cunde en mí una inmensa gratitud al Rectorado por haber dotado a mi resquebrajada Facultad de una escalera exterior contra incendios. Los cuatro riesgos que nos amenazaban a sus habitantes han quedado reducidor a tres: la congelación, el desprendimiento de los ascensores y el hundimiento del enorme caserón.

Sin embargo, comprendo que no todo en la gestión rectoral ha sido tan meritorio. Recuerdo, por ejemplo, que cuando hace tres años se saludó el precario triunfo del señor Bustelo como una victoria «socialista», se me encogió el corazón. Igual que ahora, cuando ciertos medios diagnostican su presunto borrado como una victoria «conservadora». Pensar que son ésos los criterios para sentir satisfacción o pesadumbre, pone carne de gallina. Porque significa que quienes sienten así consideran la Universidad como simple objetivo en la pugna por el Poder, igual que otro tinglado cualquiera, idéntico, por ejemplo a la televisión, y no como órgano vital de la sociedad, que tiende a la parálisis cuando lo bambolean.

El fin de la dictadura permitía la esperanza. La institución universitaria había sido brutalmente ocupada por una ideología, y era escenario de lucha entre sus facciones. En esa experiencia tan próxima se debió haber aprendido que eso jamás debe hacerse, porque no es la Universidad un organismo que deje de pensar, aunque sea sometida. De ahí su enérgica reacción (y no sólo la de encuadrados y militantes), una de las más decisivas entre las que abrieron caminos a la democracia. Alcanzada ésta, y siendo ya posible ejercitar públicamente todas las libertades, parecía haberle llegado el momento a la Corporación académica de regresar a su ser y recobrar sus rumbos. Pero he aquí que sigue estando ocupada, ahora por otros, zarandeada, y traída y llevada, como lo prueba el hecho de que sean criterios políticos los que se esgrimen como únicos para regirla, y sean lentes políticas las que se usan -acertadamente, por desgracia- para leer su comportamiento.

Yo no sé si el no confirmado triunfo «conservador» lo es en verdad, o si constituye el síntoma ilusionante de que la Universidad proclama su anhelo de ser dejada en paz por los de fuera y los de dentro. Si se tratase de lo primero, ya no me cabría el desaliento en el alma. Sería otra noticia dramática de este siniestro mes no porque la victoria fuese «conservadora», sino porque ese adjetivo, como cualquier otro, obstruiría de nuevo la victoria de la Universidad.

Celebrar la escuálida elección del señor Bustelo como éxito de un partido constituyó una torpeza memorable. Imagino que, incluso, para muchos universitarios de su ideología. Hacía imposible que toda la institución la aceptara como propia, cosa que hubiera ocurrido si aquella victoria se hubiese atribuido al triunfo de la aptitud y dedicación investigadora, de la asiduidad y eficacia en la docencia, y del mérito reconocido por la Comunidad universitaria. No digo que esto no pudiera hacerse en aquel caso concreto, porque lo ignoro; afirmo sólo que no se hizo. Únicamente se puntualizó la fidelidad a un «ismo»; derecho que nadie -al menos yo no- discutía al elegido; pero que no confiere por sí solo ni un átomo de capacidad para regir ninguna Universidad. Rectores fidelísimos ya hemos tenido muchos.

El caso es que aquel triunfo mínimo fue el de un estilo que ya ahogaba a muchos centros universitarios desde la inolvidable reforma de Villar Palasí: el del rasero y el de la apisonadora que igualan achatando; el del previo cálculo de mayorías para imponer; el de las clientelas de agrio gesto o displicente; el del formalismo burocrático; el del poder sin autoridad, en suma. Probablemente no era ése el designio del señor Bustelo, pero tuvo excelente mano para darle cauce. Y, con él, alcanzó estado oficial.

No, no era ésta la Complutense que debía salir de una larguísima noche, en la que, por cierto, no fue todo letargo intelectual, como pretenden muchos soñolientos de hoy. En cualquier caso, esta aurora lleva mucho gris en su luz. Lástima grande, porque el momento es óptimo. Desde mi pequeño observatorio advierto en los estudiantes avidez por aprender, serenidad y severa exigencia. Nunca había sido testigo de tanta sensatez. Su clamorosa inhibición en las elecciones la ha demostrado: quizá estén ya hartos de ser meros pretextos.

Sí, conviene cambiar. El cambio debe consistir en colocar a cada uno en su sitio, el que determinan su talento y su trabajo. Háganlo mormones, vegetarianos o calvos. Y hágase para que no nos quedemos tan atrás en el saber que Europa se nos adelante otra vez un par de siglos. Sólo un rector que posea solvencia personal como universitario, y que convoque a todos a la común tarea, puede servir. Si los Estatutos no fortalecen los criterios de calidad y rendimiento, tan débiles en la Ley; si son tan originales que no admiten comparación con las normas vigentes en cualquier Universidad seria del mundo, desde Oriente a Occidente, la ocasión se habrá perdido. ¿Cuándo habrá otra? Porque la Complutense, tal vez, ya no resista mucho más.

En fin, esperemos ahora las candidaturas para rector. Abrigo la esperanza de que, por misteriosa telepatía, alguno de mis compromisarios se incline por la que yo hubiera votado.





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