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Ellos se sentían inocentes como en el primer día

Mihai Eminescu

Traducción de Ricardo Alcantarilla

Ellos se sentían inocentes como en el primer día. Había mucha más inocencia que culpa en sus caricias y las brasas de la residencia arrojando de vez en cuando alguna lengua azulada iluminaba el bajorrelieve de Adam y de Eva. Y ellos mismos, abrazados así, les parecía repetir aquella historia antigua, los días primeros de la vida del paraíso... les parecía que andaban igual que los primeros hombres inconscientes de los placeres del amor, como dos ángeles por la sombra de aquel soto de naranjas, que el sol ilumina la nieve virgen de sus cuerpos, que, con alma libre, con corazón virgen, sin carga de mundanos deseos, ellos recorrían el jardín del Edén; su único placer: la mirada de la hermosura del mundo y su hermosura. Y, si nada hubiera excitado deseos codiciosos en sus corazones, puede que hubieran permanecido eternamente -puede que, por representación de las viejas leyendas, hubieran vivido eternamente-. Pero sus ojos cayeron sobre Venus y Adonis, sobre Orión y Aurora -las lenguas azules de las llamas de la residencia empezaron a temblar sus reflejos sobre las paredes esculpidas, Venus parecía reír con astucia por la inocencia de su amigo, Aurora mostraba su pecho a Orión-, el corazón de Cesar empezó a temblar, ella empezó a llorar, y llorando, apretaba bajo sus besos la boca del joven amigo que, enlazado a sus brazos, había perdido su mente. Ella recayó como muerta sobre su cama de flores ahuecadas, solo de vez en cuando un rayo enviaba, como de un relámpago rápido, la casa entera con sus risueñas figuras y con sus escenas de amor de encima de ellos, que, culpables y escondidos bajo un palio negro, habían perdido la memoria, el brillo, la inocencia, en aquel elemental y oscuro placer que, como el nacimiento y la muerte, son oscuros y tontos momentos de olvido, de inconsciencia, de una vida vegetativa y sin sentido.

La muerte de Cezara

Aquella tarde se nubló y Cezara, encerrada en su celda, agachando su cabeza a los jarrones con flores que estaban al lado de la ventana, apoyada su frente al cristal y golpeaba con los dedos en él. Ella reía con astucia. Nunca Jerónimo había ido con el alma más abierta, nunca la había amado tanto, como ahora cuando sabía seguro lo que guardaba ella bajo su corazón... Y ¿por qué reía? Había encontrado ella el lazo, con el que podía coger a su amante para siempre -no-. Pero un pensamiento semifilosófico le pasó por la mente. «El hombre es animal... -dijo ella-, y ama a sus crías mucho más que a cualquier cosa. ¿Crías? ¡Ah! Cuando tendré también yo una cría, para comerle de lo querido que me será. Qué raros somos nosotros los hombres -hombres y mujeres-, en cuántas imaginaciones vestimos la cosa más simple del mundo, nuestras crías». Ella se arrojó a la cama. Le parecía que tenía un niño en el pecho, y le acariciaba -después envolvió una almohadita y la abofeteó, la acarició, como si hubiera sido su niño...

El tiempo se había oscurecido y la lluvia había empezado a estallar rápida pero monótona en los cristales. De vez en cuando algún relámpago iluminaba por un momento la celda -de modo que, bajo este rápido resplandor, toda la casa y los objetos parecían sobresaltarse, tener vida, lo que constituye la fantasía de la luz de relámpago.

Ella se acercó a la ventana. Hacía un tiempo terrible afuera. Las nubes se amontonaban negras sobre el cielo, rotas por relámpagos, el mar hacía un alboroto profundo, como el mugido lejano de unos toros -pero de repente ella vio un fuego encendido.

«Dios -pensó ella, asustada-. Jerónimo ha encendido el fuego, y en esta noche... Puede que por un momento solamente».

El fuego ardía cada vez más grande y con constancia.

«¿Habrá sucedido algo -pensó ella-, y esto es una señal para mí?»... Ella temblaba como un azogado y de sus labios se había retirado la sangre, se había quedado como el maíz.

Ella voló rápido al jardín, llegó a la orilla... la isla no se veía -pero el fuego ardía siempre como un punto de brasa sobre el mar-... Parecía oír una voz -pero así como cuando zumban los oídos-. Miedo y desesperación le invadieron el corazón.

«¡Ah! -Pensó ella-, ¡quién sabe si le ha dado! Tengo que nadar sea como sea el tiempo, tengo que verle».

Ella se desnudó y se tiró al mar para llegar al punto luminoso... Ella nadaba siempre, siempre, pero parecía inmóvil, por lo menos la brasa permanecía en la misma lejanía.

Las olas la llevaban como sobre una hoja y la lanzaban de un enjambre de espuma a otro... ella nadaba con todas sus fuerzas -una oscuridad como pez cubría el cielo, solo de vez en cuando se arrancaba alguna chispa de relámpago de las nubes-... Ella nadaba -estaba ya cerca de la brasa-... cuando... cuando vio que la brasa flotaba sobre el agua.

Ella gritó... entonces descubrió que era un fuego sobre un bote en medio del mar. En el momento en el que gritó, la brasa se apagó. Entonces perdió toda esperanza... ella se mantenía sobre la superficie para a la luz del relámpago ver en qué dirección estaba la isla. La isla y la orilla lejanas, y ella dejada presa del mar inconmensurable. Un relámpago terrible cruzó la noche entera -entonces ella divisó a diez pasos delante un bote negro y en él, estando justo de pie, con la cara honda, áspera, implacable, Castelmare-. Entonces entendió todo.

Ella divisó en un momento todo su estado terrible y desmayado -para no levantarse nunca.

Mientras Ieronim divisó solo por casualidad el fuego flotante y como un relámpago se le pasó por la mente lo que podía suceder. Él encendió un fuego estable sobre la orilla, saltó a un bote y se dirigió tras el blanco huidizo, sin olvidar su espada. Él remó con desesperación y, cuando llegó al bote en que destellaba todavía la llama, vio a Castelmare, y acercó su bote a él, apuntó a él -un relámpago también oyó resonando la barca enemiga por la caída de un cuerpo pesado.

Él encendió una antorcha y paseó despacio con la barca, cuando de repente vio flotando sobre el agua algo extraordinariamente blanco... parecía que unos brazos se levantaban del agua para caer de nuevo -se acercó-... era Cezara... él la sacó del agua, la envolvió en su gabán, empezó a frotarle las manos, los párpados -nada, ninguna señal de vida...

«Dios mío... no está acaso muerta -pensó, y toda la sangre se le apretó en el corazón...».

-Cezara -susurró él-, mi querida Cezara...

Ella tenía la boca medio abierta -sus labios morados y chupados, sus dientes brillaban, los párpados estaban abiertos y los ojos eran como cristal escarchado-... él la llevó rápidamente a la orilla -en la cueva encendió fuego, la cubrió, la frotó el cuerpo-, nada, ella estaba y permanecía muerta.

Él no podía creerlo... Ella -ella muerta-, ella no sería para él -el ojo, la boca, su manita ya no serían para él en la tierra... ella ya no le rodearía el cuello, no le acariciaría la oreja con sus susurros ininteligibles... él no podía creerlo, como no puede creer nadie en el mundo la muerte de un ser amado.

-Cezara -dijo él tranquilo-, no es así que tú me engañas, que bromeas, que tú no has muerto, ¿cómo puedes tú morir? -Ninguna respuesta.

De repente sus ojos se estremecieron... primero se le empezaron a castañear como de frío... él tenía miedo -temía a él mismo- a las paredes, tendió su mano sobre el cadáver... parecía que oía un fragor de muchas voces, parecía que una mano le oprimía el pecho, él resoplaba, pero resoplaba como aire hirviendo, que le ardía los pulmones, se puso en pie, levantó los hombros con miedo -el pelo se le había erizado en la cabeza y la nariz se le había inflamado-, cuadros de fuego le ardían la mente, veía relámpagos, siempre relámpagos -parecía que todo su cerebro estaba ardiendo-, él empezó a reír a carcajadas y cayó al suelo.

Al día siguiente él estaba tumbado sobre una cama blanda -en una casa con ventanas todas rodeadas de hiedra y flores, por las que los rayos del sol penetraban, cortando alguna raya en la olorosa oscuridad, hacía jugar en el imperio de sus rayos un mundo entero de polvos adiamantados-... en una esquina está sobre una sillita Cezara y reía...

-Dios mío, qué sueño terrible tuve -dijo él...

Ella reía -pero no decía nada-. Era su celda como de un monasterio de monjes, embellecida sin embargo tanto y endulzada por la presencia de su amada... él se bajó de su cama arrodillándose junto a su amada, le invadió con una mano su cabeza, con la otra la cintura, ella reía siempre, pero callaba como enano...

-¡Oh! ¡Conoces tu boca, astuto! -Dijo él sonriendo-, por qué callas, niña... ¡ah! La flor de mi vida, ¡ángel! -Su voz temblaba de emoción, él lloraba de amor... ella caía siempre con la cabeza sobre el pecho, parecía que había adormecido en sus brazos.

«Qué hermosa eres», pensó él estremecido. A penas ahora se dio cuenta que ella estaba desnuda. Él corrió a su cama y se acostó... ella se sumergió como en almohadas... almohadas de telas azules... Él se acercó a ella... pero ella parecía ir en almohadas muy blandas, la abrazó fuerte, la pegó a su cuerpo... cerró sus ojos y rompió sus labios como en besos. Sudaba besándola... los sentimientos eran parecidos, como no pensó nunca... adormeció profundamente, profundo...

El mar lleva en su cama mojada y azul dos cadáveres unidos, fuertemente abrazados, y el viento, pasando entre las ramas de un árbol viejo, mueve entre sus ramas agachadas los huesos blanqueados por el curso de las aguas de un hombre con barba blanca, cuya profecía se había cumplido.

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