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Emilia Pardo Bazán y la mitología de las fuerzas elementales

Joan Oleza






ArribaAbajoDel naturalismo al decadentismo

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Aparte de su importante obra ensayística y de crítica literaria, aparte también de su inmensa labor como cuentista, con más de quinientos cuentos, la obra novelística de la Pardo Bazán se presenta difícil de clasificar tajantemente. Hay dos momentos muy diferenciados, que todo el mundo reconoce, aunque no se coincida en sus respectivos límites, y son estos: el naturalista y el que podríamos llamar «decadentista», pues el calificativo de «espiritualista» nos llevaría a identificarla con Galdós, del que es radicalmente distinta. Entre estos dos momentos, hay toda una serie de novelas de escurridiza denominación. Por otra parte, rasgos naturalistas sobreviven en la fase decadentista, mientras que rasgos románticos están presentes en la naturalista. Por último, como una dificultad más, resulta curiosísimo señalar que la Pardo Bazán, saliéndose de la evolución natural, escribe novelas de tesis (Una cristiana, La prueba) después de su período naturalista o, incluso, incrustándolas en él (La piedra angular, considerada naturalista por muchos, es posterior a Una cristiana y La prueba).

Creemos que lo más sensato es centrarnos en los dos períodos perfectamente definibles de la escritora, y considerar el resto de sus novelas como preparación de estos períodos (Pascual López y Un viaje de novios prepararían progresivamente el período naturalista, como El saludo de las brujas y Misterio prepararían el período decadentista) o como superación de ellos en búsqueda de nuevas fórmulas (Una cristiana, La prueba, Doña Milagros, Memorias de un solterón, El tesoro de Gastón y El niño de Guzmán, señalarían el cansancio del naturalismo y la búsqueda de nuevas fórmulas). Sabemos de antemano que esta clasificación no es sino muy inestable, puesto que la superación del naturalismo estaría constituida por novelas tan heterogéneas como Una cristiana y La prueba, D.ª Milagros, Memorias de un solterón, El tesoro de Gastón y El niño de Guzmán, o puesto que entre Pascual López y Un viaje de novios son mucho mayores las diferencias que los parecidos. Pero esta, llamemos, falta de lógica interna en la evolución de doña Emilia es posible atribuirla, como la atribuyó Clarín, a su falta de compromiso con sus propias creencias o, lo que es lo mismo, a su oportunismo. Clarín criticó agriamente esta disponibilidad de la escritora para con todas las tendencias, este avizorar continuo de lo que estaba de moda y de lo que ya había pasado,   —68→   para adoptarlo o abandonarlo según el momento1. Ni su naturalismo, como veremos, fue auténtico naturalismo, ni su decadentismo acabó de serlo. Por otra parte, se sintió siempre obligada a estar a la cabeza, en la vanguardia, de cualquier reacción o movimiento literario2. Todas estas causas hacen perfectamente explicable la falta de lógica interna de su evolución, que sólo alcanza en los dos momentos cruciales en que su concepción del mundo encontró auténtica expresión.

Estos dos momentos son el naturalista y el decadentista. En el primero, integra Fowler Brown3 sólo seis novelas: La tribuna (1883), Los pazos de Ulloa (1886), La madre Naturaleza (1887), Insolación (1889), Morriña (1889) y La piedra angular (1891). De estas seis señala Baquero Goyanes tres como decididamente naturalistas: La tribuna, Los pazos y La madre Naturaleza4. Las otras, en especial La piedra angular, serían periféricas, aproximaciones a un naturalismo ya de por sí rebajado. En cuanto al momento decadentista, la misma Pardo Bazán dijo de La quimera y La sirena negra que eran una misma cosa y que «nacieron a un tiempo en mi pensamiento»5. Andrenio aceptó tal identificación6 y luego la ha aceptado toda la crítica.

Trataremos ahora de comprender cuál es el sentido de la evolución que se encierra tras esta clasificación.

La primera fase estaría representada por Pascual López (1879) y representaría, como señala Varela7, la perpetuación de algunos rasgos típicamente románticos -atemporalización ambiental, lenguaje retórico, personajes estereotipados y «explicados», acción predominante y de carácter mítico (la busca de la piedra filosofal, representada en esta ocasión por un rayo artificial capaz de transformar el carbón en diamante), desenlace con moraleja, etc.-, una especie de transición romántico-realista con ciertos puntos de contacto con la novela corta de Alarcón.

El paso al naturalismo lo representa Un viaje de novios (1881), cuyo prólogo es importante para el estudio del naturalismo español. La fórmula naturalista de la Pardo Bazán vendría confirmada por La cuestión palpitante (1882-83) y por La tribuna (1883). A partir de ambas obras podemos estudiar en qué consistió el naturalismo de la escritora gallega.

En primer lugar hay que desterrar la idea de que fue ella quien introdujo   —69→   el naturalismo en España. Como ya señaló Andrenio8, la introducción del naturalismo se debe a una contaminación atmosférica, a esa comunicación subterránea que nutre la ideología de las gentes que forman parte de una misma cultura. Por otra parte, de naturalismo ya se había hablado antes de que lo hiciera doña Emilia, e incluso se había escrito algunas novelas de rasgos naturalistas. La primera exposición importante de sus ideas a este respecto la ofrece doña Emilia en el prólogo a Un viaje de novios (1881). Los puntos más importantes, archiconocidos ya, podrían resumirse así:

-«La novela ha dejado de ser mero entretenimiento, modo de engañar gratuitamente unas cuantas horas, ascendiendo a estudio social, psicológico, histórico, pero, al cabo, estudio».

-Por otra parte, «la observación y el análisis» son recursos literarios tan legítimos como «las galas de la fantasía».

-«La novela es traslado de la vida, y lo último que el autor pone en ella es su modo peculiar de ver las cosas reales».

-Por lo tanto, el concepto de «verdad» pasa a primer plano y, en consecuencia, «el realismo puede entrar, alta la frente, en el campo de la literatura».

-En torno a los novelistas franceses se ha producido un ambiente de escándalo y de hipocresía social, de modo que «es de buen gusto horrorizarse de tales engendros, y certísimo que el que más se horroriza no será por ventura el que menos los lea». Y además: «No son las novelas naturalistas que mayor boga y venta alcanzaron las más perfectas y reales, sino las que describen costumbres más licenciosas, cuadros más libres y cargados de cola. ¿Qué mucho que los autores repitan la dosis?».

-De ellos acepta D.ª Emilia, a más de la concepción de la novela como estudio, del método de análisis, del valor de verdad, la observación «paciente, minuciosa, exacta».

-Rechaza, en cambio, «la elección sistemática y preferente de asuntos repugnantes o desvergonzados, la prolijidad mínima, y a veces cansada, de las descripciones y, más que todo, un defecto en que no sé si repararon los críticos: la solemne tristeza, el ceño siempre tosco, la carencia de notas festivas y de gracia y soltura en el estilo y en la idea. Para mí es Zola el más hipocondríaco de los autores habidos y por haber».

-Por eso el naturalismo francés no es un auténtico naturalismo, le sobra o le falta algo. Es un «realismo de realismos». Y ello porque «siendo la novela, por excelencia, trasunto de la vida humana, conviene que en ella se turnen, como en nuestro existir, lágrimas y risas».

-El naturalismo francés es, pues, «una dirección realista, pero errada y torcida». El verdadero naturalismo hay que encontrarlo en la «tradición gloriosísima del arte hispano (La Celestina, Don Quijote, Velázquez, Lope, Ramón de la Cruz y sus seguidores: Galdós, Pereda, ‘Alarcones y otros más...’)».

-Por lo que «si algún crítico ocurriese calificar de naturalista esta mi   —70→   novela... pídole por caridad que no me afilie al realismo transpirenaico, sino al nuestro, único que me contenta y en el cual quiero vivir y morir»9.

Al margen de las reacciones que prólogo y novela provocaron, cabe constatar dos hechos que nos parecen importantes: 1) como consecuencia de prólogo y novela citados, la Pardo Bazán fue calificada como naturalista, moderada, antes de publicar La cuestión. 2) En La cuestión apenas hay nada nuevo con respecto a las ideas acabadas de exponer.

Cuando empieza a publicarse La cuestión palpitante, hay un clima de tensión, de polémica, de escándalo, que la Pardo Bazán sabe aprovechar. Pero si subraya el escándalo no se aviene a coger al toro por los cuernos: «en rigor puede decirse que pocos libros, sugeridos por un fenómeno literario, con el fin de exaltarlo o negarlo, presentan un carácter tan desconcertante y ambiguo», escribe Guillermo de Torre. Aborda la «cuestión» con pinzas «¡Cuántas excusas, cautelas y rodeos los suyos! Se diría que a fuerza de edulcorarlo, lo desnaturaliza»10. O como ha escrito Eoff, hay en este libro «algo de aquella debilidad inherente a la persecución de un objetivo en el que no se cree del todo»11. O como se dice que dijo Zola, al enterarse de que una señora aristócrata, española y católica, era naturalista: «El naturalismo de esta señora es puramente formal, artístico y literario»12. En su obra, lo más importante que la Pardo Bazán añade a sus ideas ya expuestas, es el rechazo del determinismo que ahora ve detrás del movimiento naturalista. Lo fundamental del naturalismo de D.ª Emilia es precisamente la no aceptación del determinismo filosófico, que es precisamente lo que da su razón de ser, como ya vimos, al naturalismo. Al determinismo naturalista opone la Pardo Bazán el realismo, concebido como eclecticismo, tan caro a ella: «Si es real cuanto tiene existencia verdadera y efectiva, el realismo en el arte nos ofrece una teoría más ancha, completa y perfecta que el naturalismo. Comprende y abarca lo natural y lo espiritual, el cuerpo y el alma, y concilia y reduce a unidad de oposición del naturalismo y del idealismo racional. En el realismo cabe todo, menos las exageraciones y desvaríos de dos escuelas extremas y por precisa consecuencia, exclusivistas»13. El resto es mera repetición: se rechaza la pornografía, se acepta el elemento científico (no determinista), aprueba el lenguaje bajo, popular, y la presencia de escenas violentas, incluso escabrosas, pero sólo hasta ciertos límites, respetando el decoro lingüístico, admite el método experimental, etc.

Pero ya al margen de sus teorías y del revuelo que organizaron, ¿fueron verdaderamente naturalistas sus novelas? Es cierto que ella, como Zola, se «documentó» en el lugar mismo de la acción, acopió datos (para escribir La tribuna fue durante dos meses a pasar mañanas y tardes a la Fábrica   —71→   de Tabacos de la Coruña, según cuenta ella misma), llenó sus novelas de informaciones y descripciones técnicas. Es cierto también que tiende a organizar sus novelas en torno a un protagonista colectivo o no humano (la fábrica, la naturaleza, etc.) y que su acción se hace lenta, minuciosa, devorada casi por las descripciones. Es cierto que selecciona el elemento ambiental de sus novelas (sólo determinados ambientes, caracterizados por su elementalidad), y que hay en ellas un gusto por las escenas y ambientes populares, como también es cierto que el lenguaje tiende a reproducir los rasgos dialectales propios de cada medio, de cada persona, según su grupo o clase social. ¿Pero quiere decir todo ello que la Pardo Bazán sea naturalista? Ella no acepta en teoría el determinismo, pero Baquero Goyanes advierte que en Insolación y La madre Naturaleza hay un auténtico determinismo, al contrario que en Los pazos de Ulloa. En los dos primeros vemos cómo una misma presión, la de la naturaleza, representada por el sol, produce los mismos efectos en los hombres: mientras «el drama de Los pazos parece estar indisolublemente unido a un muy concreto paisaje, la tesis determinista de La madre Naturaleza admite esa traslación geográfica que supone transportar un incidente erótico desde la húmeda tierra gallega a la seca estepa madrileña, manteniendo la presencia del sol como acicate pasional de uno y otro conflicto». Por ello, «bastarían esas dos obras, esas dos variantes de un mismo tema, para comprobar que, contra lo que se creía y contra lo que la misma autora dijo, sus novelas eran naturalistas no sólo por la corteza, por la forma..., sino también por el contenido, las preocupaciones, las tesis»14.

Frente a esta opinión de Baquero Goyanes se alza toda una tradición crítica que no reconoce naturalismo auténtico en la novelista gallega. El caso de La madre Naturaleza nos parece bastante más claro sobre todo si lo comparamos con el de Los pazos, que el de Insolación. En esta última novela lo que determina el comportamiento del personaje no es tanto la acción del sol como las condiciones personales de Francisca de Asís. La influencia del sol es la explicación que ella se da a sí misma para poder justificar de algún modo lo que ha hecho. Le viene de perillas recordar lo que había dicho la noche anterior, en la tertulia de los duques de Sahagún, el comandante Pardo sobre la influencia del sol mediterráneo en el temperamento español. Y entonces se lo repite a sí misma una y otra vez, porque tiene que justificar de algún modo, por la intervención de una potencia superior a su voluntad, algo que moralmente no acepta: haberse entregado a Pacheco. Llega incluso a proponerse seriamente que no volverá a suceder. Pero llega Pacheco y ella vuelve a entregarse, sin que el calumniado sol intervenga para nada. La única vez que don Diego no logra su propósito no se debe a que la de Asís se mantenga firme, sino a que se siente celosa por una ligereza de Pacheco15. Lo que determina a la de Asís a entregarse es su situación personal: joven, viuda desde hace dos años, casada antes con un hombre bastante mayor que   —72→   ella, apasionada, con unas condiciones fisiológicas muy características, en una edad crítica, etc. Lo que la Pardo Bazán nos cuenta es un caso personal, no la necesidad absoluta con que la naturaleza doblega la voluntad del individuo. También un caso particular es lo que nos cuenta en Los pazos. Si el pseudomarqués no fuera como es, si la casa de los Moscoso no estuviera en plena decadencia como está, si Julián o Nucha estuvieran hechos de otra madera, no pasaría lo que pasa. La autora escoge las piezas convenientes para que las cosas ocurran así, pero cambiando las piezas cambiarán las cosas. Por otro lado, lo que se plantea no es tanto la influencia de la naturaleza sobre el hombre como la oposición entre los modos de vida, la civilización y la rural. Julián y Nucha, espíritus civilizados, no se adaptan a la bestialidad del medio rural, con el que se compenetran especialmente don Pedro, el abad de Ulloa, Primitivo, Sabel, etc. Los verdaderos motivos que señala la Pardo Bazán para explicar el amodorramiento y embrutecimiento de la vida en los pazos no es tanto la presión de la naturaleza como el aislamiento de los beneficios de una sociedad civilizada. Si la naturaleza salvaje devora la biblioteca, el jardín, la casa incluso, es por incuria de amos y administradores, y esta incuria no es consecuencia obligada de la vida en el seno de la naturaleza, sino consecuencia de un proceso social (decadencia de la aristocracia feudal), educativo (desconocimiento y aislamiento de la civilización), individual (falta de voluntad, de inteligencia y de cultura en don Pedro), etc. En suma, como escribe Sherman H. Eoff, «la Pardo Bazán dedica así sus energías artísticas a la creación de una impresión de naturalismo, sin tratar de demostrar la fusión del hombre con la naturaleza en el proceso histórico», de modo que «con ello se aproxima tanto como puede a la composición de una novela naturalista sin una filosofía naturalista que lo sustente»16. Por su parte, Baquero Goyanes ha observado cómo un mismo paisaje, el de Los pazos y La madre Naturaleza, puede ser sentido de forma muy distinta según su función novelesca. Cuando en rigor, un mismo paisaje, para un naturalista, debería ser siempre el mismo por muy distintas que sean las novelas de que forma parte. Pero el paisaje de los pazos es distinto en ambas novelas: el mismo camino es descrito como sombrío y trágico cuando lo recorre el aterrorizado Julián (Los pazos) y como apacible, grato y bello cuando lo recorre el esperanzado Gabriel (La madre...). El paisaje no es objetivo, sino que depende del hombre que lo habita. Lo mismo sucede con una tormenta, muy distinta en una y otra novela, según los estados pasionales de los personajes. Esta es una forma de sentir el paisaje típicamente romántica. Baquero Goyanes carga la responsabilidad de la deformación sobre Los pazos reconociendo en La madre Naturaleza una mayor objetividad, una dimensión más abstracta de la naturaleza, lo que la hace obrar con mayor necesidad sobre los hombres, sean cuales sean sus casos particulares, sus pasiones, etc... En Los pazos, en cambio, «lo que la Pardo Bazán hace no es retratar un ambiente, sino inventar un marco adecuado a la intención novelesca. Aunque en la elaboración de ese marco los seres, los objetos, los paisajes, los ambientes se tomen   —73→   de la realidad, son sometidos a tal manipulación artística, que en muchos casos sobreviene la hipérbole, la desrealización -estampa caricaturesca de la nodriza- y la aparición de la más característica escenografía romántica: viaje de Julián a los pazos, tormenta, etc.»17. Todo el estudio de Baquero Goyanes, por otra parte, está destinado a revelar cuanto de artificio y de convención literaria hay en el naturalismo de la Pardo Bazán, oculto bajo la apariencia de la pretensión de objetividad absoluta. Precisamente La madre Naturaleza depende en gran medida de una tradición literaria cuyos orígenes se remontan a Dafnis y Cloe y cuyo precedente es Pablo y Virginia de Saint Pierre. Cabría, pues, dudar en gran medida del supuesto naturalismo que le atribuye en unas páginas y que le cuestiona en otras. La novela, dice, está «concebida bajo preocupaciones inequívocas y literaturizadamente naturalistas. Aún así, es preciso darse cuenta de qué poco naturalista podía resultar una novela cercada por tales preocupaciones, cuando estas se apoyan en recuerdos literarios, en una bien perceptible tradición, en unos concretos modelos: Dafnis y Cloe y Pablo y Virginia. Si a esto se añade el que la autora manejó, con cierta consciencia, un tema trágico tan cargado también de resonancias literarias como es el del incesto, se comprobará el gran artificio del relato»18. Cabe concluir, pues, que aun en los casos en que más se acercó a un naturalismo determinista, lo hizo de un modo relativo, y cargado de literatura. En el resto de los casos, más que hablar de determinismo cabría hablar, como en Galdós, de condicionamientos: Pedro Moscoso, Francisca de Asís, etc., están condicionados por una serie de circunstancias, lo que no es lo mismo que afirmar que están determinados por la especie, la herencia o el medio. A conclusiones muy parecidas, esto es, limitación y relativización de su naturalismo, ha llegado gran parte de la crítica, cuando no se le ha negado, taxativamente, todo naturalismo.

Por otra parte, el mismo año, 1887, en que publica La madre Naturaleza publica también La revolución y la novela de Rusia, coincidiendo con el creciente interés que hacia Rusia y su cultura se venía gestando, desde por lo menos 1881 (en que Castelar publicó La Rusia contemporánea), en los ambientes intelectuales españoles. Aparecieron por esta época varios libros sobre la política y la literatura rusa, en especial los del vizconde de Vogüe, de cuya obra Le roman russe tomó no poco material la escritora gallega para su libro. De nuevo la obra de la Pardo Bazán despertó un ruidoso eco. En ella, la condesa desplazaba el acento de la materia al espíritu: «El elemento espiritualista de la novela rusa para mí es uno de sus méritos más singulares»19. Y citando a Vogüe: «Los realistas franceses ignoran la mejor parte de la humanidad que es el espíritu». Para añadir: «Hace tiempo que pienso y escribo que el realismo, para realizar cumplidamente su programa, ha de abarcar materia y espíritu, tierra y cielo, admitiendo lo humano y lo sobrehumano».   —74→   Mientras Emilia Pardo Bazán hablaba, Galdós ya se había puesto manos a la obra: publicaba Fortunata y Jacinta (1886-87) y reconocía rápidamente el camino que le condujo a Realidad (1889). La Pardo Bazán seguía, sin embargo, por el momento, haciendo novelas naturalistas: Insolación (1889), Morriña (1889), La piedra angular (1891) y novelas de tesis: Una cristiana y La prueba (1890), que suponemos ella consideraría como manifestaciones del nuevo carácter espiritualista de la novela. En 1891, de nuevo las declaraciones de centinela de la escritora nos hacen saber que: «el naturalismo francés puede considerarse hoy un ciclo cerrado, y (sabemos) que novísimas corrientes arrastran a la literatura en direcciones que son consecuencia y síntoma del temple y disposición de las almas, en los últimos años del siglo... (El naturalismo tenía) sus paladines en Francia; el ciclo nuevo, que podemos llamar realista ideal, los halló en Rusia»20. Al año siguiente, por si todavía queda algún despistado sin enterarse, insiste: «Corre hoy el agua por el cauce del naturalismo espiritualista. Se ha iniciado la reacción, primero en Francia, al influjo de la novela rusa, y después aquí»21. En 1893, comentando El doctor Pascual, la misma Emilia Pardo Bazán, que había exclamado: «La ciencia invade la vida: tal es la evolución capital de todo el sentido reciente, de toda la marejada histórica», unos años antes, exclama ahora: «En efecto, la ciencia, a fines del siglo XIX, ha dado en quiebra estrepitosamente». En su labor creadora busca nuevas fórmulas. Proyecta escribir un ciclo (Adán y Eva) de novelas unidas entre sí y escritas en primera persona. Pero esta nueva técnica, distinta de la naturalista y muy lejos aún de la decadentista, no debía estar muy arraigada en ella, puesto que el ciclo no pasó de dos novelas: Doña Milagros y Memorias de un solterón. Escribe luego otras dos novelas que, sin embargo, desdeñaría, dejando una de ellas, además, incompleta. Aludimos a El tesoro de Gastón, con una buena dosis ya de elementos imaginativos (regresando en cierto modo a Pascual López) y a la inacabada El niño de Guzmán. Estos dos hechos, el que las desdeñara y el que dejara inacabada una de ellas, son significativos del desconcierto de la autora en este momento. Las dos novelas siguientes coinciden en desembarazarse ambas de la realidad contemporánea. Pero disienten en los caminos utilizados. Por un lado, la novela enteramente imaginativa («inventada de cabo a rabo» como dice ella), por el otro, la novela histórica, centrada en el folletinesco asunto de la supervivencia de Luis XVII de Francia, el Delfín, salvado de la Revolución.

Desde 1890, propiamente, hay, como vemos, un continuo probar de la Pardo Bazán, tratando de encontrar el camino que teóricamente había avizorado ya en 1887. Lo único que consigue, sin embargo, es meter unas cuantas ideas religiosas (la religiosidad había vuelto a ponerse de moda en toda Europa, a través de comerciantes misticistas, espiritualistas, vagamente irracionalistas) en algunas novelas y aumentar la dosis de imaginación en otras. La lógica interna que preside la evolución en la obra de Galdós es inútil buscarla aquí.   —75→   Y, sin embargo, en 1905, parece que la novelista ha encontrado de nuevo su camino. Publica La quimera, una muy considerable novela. Este haber hallado de nuevo una fórmula de expresión novelística adecuada se confirma, en 1908, con La sirena negra.

Entrambasaguas ha marcado el acento sobre la relación de la nueva etapa de la Pardo Bazán con el Modernismo. La Pardo Bazán mantuvo relaciones de amistad con Rubén Darío, a quien recibía en su casa, y dado su afán de estar siempre a la última moda es de suponer que «no debió de perder ripio» en cuanto al nuevo movimiento. Lo cierto es que «se lanzó, con su habitual audacia y decisión, a componer novelas modernistas». Los mismos títulos (La quimera, La sirena negra, Dulce dueño) anticipan ya esta nota modernista, como la anticipa su simbolismo, su lenguaje, que aspira a enriquecerse en imágenes, a recargarse de adornos preciosistas y a resultar todo lo poético posible, que no podía ser mucho dado el carácter de la Pardo Bazán22. Las mismas fuentes que utiliza son bien significativas. Se sabe, por ejemplo, que en La sirena negra tuvo mucha influencia un tapiz flamenco representando la «danza de la muerte», que doña Emilia había comprado a un yanqui23. Nosotros, a pesar de reconocer la enorme influencia del modernismo sobre la última Pardo Bazán, hablaríamos de novela decadentista más que de novela modernista. El modernismo, como el simbolismo, entran de lleno en el movimiento decadentista (término que no tiene ningún matiz peyorativo), que tiene la ventaja de ser un término más amplio, pues calificar con el mismo término la prosa de la Pardo Bazán y la de Gutiérrez Nájera, Martí o Valle-Inclán, podría conducir a un cierto confusionismo. De hecho, la Pardo Bazán se acerca mucho al modernismo, pero sin renunciar a su concepción discursiva, causalista y psicológica de la novela. Los modernistas rompieron con la discursividad del tiempo, fragmentándolo en series discontinuas de momentos autónomos. Ello les llevó a romper con la concepción de la vida según un encadenamiento lógico de causas y efectos, como les llevó a romper también con la concepción unitaria de la personalidad, haciéndola estallar en multitud de estados de ánimo muchas veces contradictorios. En general, del proceso discursivo y unitario se pasó a la multiplicidad heterogénea del ser y de la realidad. Del sentido a la fragmentación del sentido. De la totalidad a la independencia de las partes, etc. La Pardo Bazán estaba todavía muy lejos de esta auténtica revolución en el mundo de la cultura. Gonzalo Sobejano ha mostrado, por ejemplo, que si bien la Pardo Bazán reflejó la nueva filosofía nietzscheana, lo hizo, a diferencia de Clarín, sólo en sus aspectos más externos: una nueva concepción del lenguaje (la retórica de Zaratustra) y la captación del nuevo tipo de héroe decadente24.

Dentro de esta tendencia decadentista o premodernista cabría situar toda otra serie de rasgos, como la organización de la novela en torno a un motivo legendario: la fábula de la Quimera, la de la sirena de la muerte o el hagiológico   —76→   de Santa Catalina de Alejandría. Otro rasgo importante es el desplazamiento de la visión desde lo externo a lo interno, con la consiguiente puesta de relieve de la psicología de los personajes, psicología que resalta su carácter unitario al concentrarse en torno a una pasión. Los protagonistas de estas novelas son obsesos y monomaníacos, seres arrastrados por una sola pasión que los devora. Esta indagación en el alma de los protagonistas, ahora muy destacados del resto de los personajes, suele traer toda una serie de connotaciones religiosas, propias del momento espiritualista. A su vez, los elementos puramente externos, descriptivos, aunque no se pierden, tienden a estilizarse, a reducir su función en la novela. Y sin embargo, a pesar de una evolución tan radical, son muchos los rasgos que permanecen constantes en la obra de la condesa. Bien sabido es que la capacidad descriptiva de medios, tipos, decorados, etc., del período naturalista no se pierde en esta última fase. Pero al margen de elementos técnicos hay para nosotros algo mucho más fundamental que permanece a lo largo de toda la obra de doña Emilia. Algo que explica a la vez el por qué la condesa no pudo ser nunca una auténtica naturalista ni evolucionó, en el sentido de Galdós, hacia un interiorismo hondo y total, capaz de proyectarse sobre la colectividad y fecundarla. La Pardo Bazán, por el contrario, eligió el camino que conducía hacia el yo en lucha con las fuerzas más oscuras e irracionales de su subconsciente, aislado del exterior, a la vez que erigía en su derredor un mundo artificiosamente elaborado, lleno de notas luminosas y sensuales, decadente y esteticista. Este algo al que nos referimos nos parece indudablemente relacionado con el tono de sus novelas: un tono bronco, exaltado, potente, que destaca la presencia de las fuerzas oscuras, telúricas, irracionales, la presencia de las fuerzas subterráneas y elementales que se agitan en el fondo abismal de las evoluciones de la naturaleza y de los actos humanos. Este tono es el que tiñe de romanticismo toda la obra de la Pardo Bazán, desde el naturalismo al premodernismo, destacando y poniendo de relieve los elementos trágicos, dramáticos, primarios y subracionales de la vida que relata.

Creemos que un análisis cuidadoso de La cuestión palpitante, sobre todo, nos demostraría que la Pardo Bazán se sentía más atraída por la figura literaria de Zola que por el naturalismo en sí mismo. La católica y conservadora condesa no podía admitir la concepción de la vida que sustentaba el naturalismo, pero, como escribe Eoff, «reconocía su gran mérito literario (de Zola) y encontraba natural que se admirara la ruda fuerza de su realismo. Además, por razones artísticas, se sentía atraída por la sombría imagen que tenía Zola de la situación que el hombre ocupaba en la naturaleza»25. La Pardo Bazán se sintió atraída por el espíritu del solitario de Médan, novelador de las fuerzas elementales, épico rapsoda (en varias ocasiones lo comparó la Pardo Bazán a Homero) de lo primitivo y lo instintivo. Su concepto «viril» de la vida encontró expresión en el arte de Zola; y se manifestó, a través de su novela, dándole un cierto aire de vendaval romántico. Valera fue el primero en comprender que el naturalismo tenía mucho de romanticismo al revés, concepto   —77→   que desarrolló también Menéndez Pelayo. El propio Zola hubo de reconocer el lastre romántico que pesaba sobre su obra y del que no pudo desprenderse nunca: «lo testimonia su tendencia a lo desmesurado, al agrandamiento, a novelar símbolos o entidades más que seres individuales»26. Por su parte, Baquero Goyanes, al terminar de analizar toda una serie de rasgos estilísticos en las novelas de doña Emilia, concluye afirmando esta misma presencia de un cierto romanticismo en la obra de la escritora gallega, presencia reconocida por ella misma: «todo esto es verdad, como lo es el hecho -reconocido por la propia Pardo Bazán- de que el naturalismo, pese a su pretendido antirromanticismo, no era sino una especie de neorromanticismo»27.

Pero al margen de lo que pueda haber de romántico en el naturalismo, nosotros cifraríamos el romanticismo (relativo) de la Pardo Bazán en una serie de rasgos bien característicos: tendencia a lo trágico y gusto por lo teatral. Predominio de las acciones lineales, por intensificación y, por tanto, dramáticas. Alusiones o referencias directas al mundo de lo subracional, elemental y primitivo, cuyas fuerzas dominan lo real. Concepción del individuo como ser arrastrado por las fuerzas telúricas e instintivas. Abundancia de pasiones únicas y fijas, obsesivas. Paisaje concebido en muchas ocasiones como expresión de los estados de ánimo del Yo. Vocación por lo desmesurado, lo enorme, lo inexorable y, en contraste, por lo caricaturesco, deforme, animalizado o grotesco28, etc. A su vez, cada uno de estos grandes rasgos tienen múltiples derivativos y pueden sintetizarse en uno solo: la tendencia a la simplificación de líneas, de trazos muy gruesos, y a la concentración expresiva.

Lo trágico y dramático se imponen casi siempre a lo novelesco. No es casualidad que Baquero Goyanes, en otro de sus estudios, haya dicho que los mejores cuentos de la Pardo Bazán cabe situarlos en lo que él y la autora llamaron cuentos «trágicos» y «dramáticos»29. En La madre Naturaleza el tema del incesto (ya de por sí trágico) cubre la novela de grandes gestos, diálogos y gritos, actitudes hieráticas, todo rebosando teatralidad: «Aquella pasión tan juvenil y fresca (de Perucho), tan vigorosamente expresada, le removía (a Gabriel) como remueve la escena de un drama magnífico, y su boca se crispaba de terror, lo mismo que si el conflicto, tan grave ya, creciese en proporciones y rayase en horrenda e invencible catástrofe»30. Este pasaje es bien significativo de la desmesura, la hieratización, la catarsis, la conflictividad dramática, etc., tan características del estilo de la condesa y que muchas veces (si no se despilfarran en retórica y tremendismo gratuito) le dan un aire de auténtica tragedia griega. Los héroes de la Pardo Bazán, como los de la tragedia, son arrastrados por un destino inexorable: don Pedro, Nucha, Julián, son dominados y destruidos por la potencia de unas fuerzas superiores a su voluntad,   —78→   las fuerzas de la naturaleza (tanto abstracta como concretizada en individuos: Primitivo, Sabel, etc.). Sobre el luminoso amor de Perucho y Manuela pesa también la presión de una naturaleza exuberante y pánica que ha llegado a infiltrarse en sus propias vidas, haciéndolos hermanos naturales, hijos de un mismo padre, destruyendo su amor y dispersándolos como un vendaval trágico. Sobre Francisca de Asís, en Insolación, actúa también la naturaleza irresistible: la exterior a ella (el sol) y la interior (sus instintos siempre reprimidos). En Morriña el destino se hace social. En La quimera y La sirena negra los héroes luchan con seres fabulosos, símbolo de las fuerzas oscuras, instintivas, irresistibles, que se agitan en el hondón de sus conciencias. Lo teatral está presente en La quimera a través de la pequeña obra teatral que a modo de prólogo la inicia, y en La sirena negra a través de la «danza de la muerte». En Los pazos de Ulloa todo es desmesurado, gigantesco, inmenso, seres y objetos, pasiones y bosques, casas y banquetes. Como escribe Eoff, se representa «el tema de la naturaleza como un poderoso señor que exigiera su tributo de seres humanos»31. Andrenio, por su parte, ha explicado la rareza, la excepcionalidad de los héroes que protagonizan La quimera y La sirena, y los ha visto como «personajes de elección como los de la tragedia»32. También sus pasiones son extrañas, raras, excepcionales, y dominan a los héroes como un vértigo irreprimible. La obsesión por el misterio, el enfrentamiento con la presencia inevadible, constante, amenazadora, de la muerte, son otros tantos rasgos que caracterizan a estas novelas. Hay una escena, en La quimera, «llena de magia romántica», y este ambiente mágico se logra precisamente a partir de la descripción naturalista de un medio típicamente positivista: el gabinete de un médico, el doctor Luz, donde Clara Ayamonte contempla varias radiografías y, por último, la de su propia mano. Todo se transforma en este momento, se llena de un aura misteriosa, mágica, como si estuviesen en la caverna mágica de un alquimista o hechicero de los tiempos medioevos. Tinieblas, luces rojas, resplandores de sangre... Es en este ambiente donde se va a producir el milagro: Clara contempla la radiografía de su mano, el esqueleto de su mano, de «mística forma», de «gótico y macabro diseño que parecía trasladado de algún viejo panel de retablo de catedral». A Clara, fascinada, le parece que el esqueleto de su mano, en la que «no hay carne, la carne se ha disuelto», le llama, le ordena «Ven». Sufre entonces una profunda conmoción espiritual, cuya consecuencia será la de entrar Clara en un convento. En esta escena, Clara se había encontrado de golpe con el viejo tema tan hispánico de la caducidad de lo terreno, de la fugacidad de la vida, de la presencia en todo de la muerte. No es Hamlet ante la calavera de Yorik, sino Clara ante su propio esqueleto, «es la revelación del esqueleto propio, de la muerte albergada en nuestro cuerpo, la que produce en Clara su mística conmoción. Literariamente, el interés de la escena está en el decorado científico, naturalista, que la enmarca; en el hecho de que sea una normal experiencia científica la que introduce en el vivir de Clara un   —79→   nuevo y decisivo sesgo»33. En esta escena se concentran muchos de los rasgos que hemos señalado como constantes a través de toda la obra de la Pardo Bazán y que la identifican más que su presunto naturalismo o su premodernismo: lo transreal, oscuro, misterioso, primitivo o elemental, actuando a través de lo real y asequible a los sentidos, el desmesuramiento (el ambiente, la trascendencia del acto, etc.) de los elementos, la teatralidad y el sentido trágico. A lo largo de su evolución como novelista, la Pardo Bazán se define como noveladora de lo trágico, como captadora de lo instintivo e irracional, como sutil olfateadora de la presencia de la muerte y el misterio, de las fuerzas oscuras y transreales.




ArribaConflictividad e ideología

Emilia Pardo Bazán, como Galdós y Clarín, supo y quiso captar la conflictividad en que hombre y mundo se han visto inmergidos en la cultura moderna. No rehuyó, como otros novelistas, y sobre todo como la mayoría de los escritores católico-ortodoxos, el abismo que separaba las aspiraciones del Yo (aspiraciones al perfeccionamiento ético, a la consecución de lo absoluto, a la realización de la personalidad) de la realidad, del mundo de los logros y de las soluciones ya dadas. Era católica y vio, la mayoría de las veces, la superación de este conflicto en una actitud religiosa ante la sociedad, la vida y el cosmos. El hombre insatisfecho debería asumir su insatisfacción, porque la satisfacción del espíritu no es alcanzable en el mundo, y proyectarla en una actitud cristiana y en la esperanza de su realización en la divinidad. Pero no dio nunca la solución de antemano, como Pereda, no la dio nunca fuera de dudas, surgida espontáneamente, lograda tranquila y gratuitamente. En Pereda los personajes son buenos o malos; los buenos lo son desde siempre y por las buenas, los malos podrían ser buenos pero, en la mayoría de los casos, no lo quieren y hacen de su maldad una voluntad de maldad. Por eso no hay búsqueda, interrogación, conflicto. En la escritora gallega la religiosidad es asumida como un ideal vital, y es asumida tras una búsqueda, un esfuerzo, una peregrinación y un dolor humanos. Asumir una actitud religiosa para estos personajes es el producto de un conflicto interior, individual, al cabo del cual se encuentra la salida. O no se encuentra. En todo caso no se da sin esfuerzo y sin lucha.

Cabe distinguir, en el cúmulo de las novelas de la escritora, dos modos fundamentales y radicalmente diferentes de plantear la conflictividad de Yo y realidad. El primero de ellos es más propio de la época naturalista, el segundo, de las novelas posteriores. En el primero, el Yo se enfrenta a la realidad en nombre de sí mismo o en nombre de una realidad distinta. En ambos casos lucha con la realidad, esto es, con algo que está fuera, más allá de él. En casi todos los casos fracasa. La realidad le supera y le desborda.   —80→   En el segundo de los modos, el Yo se enfrenta a la realidad, pero exclusivamente en nombre de sí mismo, buscándose a sí mismo, tratando de realizar la propia personalidad mediante una aspiración ideal. Por otro lado, no sólo tiene que enfrentarse a la realidad, sino a sí mismo, luchando con las fuerzas oscuras e instintivas que dentro de él se oponen a la realización de su ideal. En casi todos los casos llega a superar el conflicto, triunfa, y en casi todos los casos su triunfo implica asumir una actitud religiosa.

Examinemos ambos casos en las novelas de doña Emilia.

En el conjunto formado por Los pazos de Ulloa y La madre Naturaleza el conflicto no es simple, ni mucho menos, más que de un conflicto podría hablarse de un proceso conflictivo complejo. Por un lado la crítica ha señalado que Los pazos podría interpretarse como la historia de la decadencia de la aristocracia feudal. E. González López escribe: «La crisis del pazo no es más que el signo exterior del declinar de la aristocracia gallega. Doña Emilia, persiguiendo la verdad real que salta a la vista, constata esta decadencia»34. Por otro lado, Los pazos de Ulloa podía ser interpretada como la sumisión del individuo al medio, en este caso la naturaleza desmesurada y todopoderosa, y en esta interpretación coincidiría con el significado de La madre Naturaleza. Por último podría ser asimismo interpretada como el enfrentamiento de dos tipos de sociedad: la rural y la civilizada, en que si bien se mostraría la relativa superioridad de esta última, se mostrarían asimismo que los hijos de la sociedad civilizada no son aptos para enfrentarse a las duras condiciones de vida de la primera y, por lo tanto, no pueden transformarla y redimirla. En el primer caso, el individuo conflictivo sería don Pedro Moscoso, de voluntad débil, que buscando frenar la decadencia de su casa trata de apoyarse en la Iglesia (Julián), y en la aristocracia urbana (Nucha), sucumbiendo finalmente y arrastrando a aquellos en quienes había buscado apoyo. En el segundo caso, el individuo conflictivo sería aquel que se opone y trata de resistir la poderosa opresión del medio, el cual le empuja a vivir de acuerdo con las normas que rigen la vida en el seno de la naturaleza: esto es, Julián y, secundariamente, Nucha. En el tercer caso, la pareja Julián-Nucha se enfrentaría a la pareja Primitivo-Sabel-coro (campesinos, clérigos, etc.) tratando de inclinar hacia sus intereses a don Pedro. Julián y Nucha buscarían reformar la vida en los pazos de acuerdo con los modos de vida de una sociedad civilizada. Primitivo y Sabel buscarían eliminar a sus adversarios para perpetuar los modos de vida de una sociedad dominada por la naturaleza. En cualquiera   —81→   de los tres casos el individuo no se enfrenta en nombre de sí mismo, en nombre de su espíritu, sino en nombre de una idea de sociedad (aristocracia feudal, iglesia, sociedad civilizada) y lucha contra la otra realidad que le es exterior, representada por otra idea de sociedad radicalmente opuesta (democracia rural; manga ancha religiosa y moralidad muy flexible; sociedad rural y primitiva). De hecho, mientras en La madre Naturaleza parece no haber duda en cuanto al conflicto que la configura, esto es: la sumisión del individuo a la naturaleza, la destrucción de lo personal (el amor) por el medio, en Los pazos de Ulloa las tres interpretaciones no son incompatibles, sino que se integran y modifican, organizándose según una jerarquía de importancias. Que en la novela se refleja la decadencia de la aristocracia rural gallega, no parece posible negarlo dada la cantidad de datos explícitos que la autora nos proporciona, pero este fenómeno se supedita a otro más importante: la naturaleza no reconoce normas sociales, no reconoce clases ni jerarquías, sino que iguala a todos los seres en una vida común, bestializada, violenta, promiscua, en la que las personas acaban asemejándose a los animales. Este doble fenómeno entra en conflicto o choque con otro. Si las cosas son así no es tanto por necesidad absoluta como por unas circunstancias muy particulares. Las gentes de los pazos son empujadas a esta existencia tan cercana a lo animal, porque se ha dejado actuar a la naturaleza sin cortapisas, sin refrenos, sin oponerle la voluntad de un vivir distinto. Las gentes de los pazos se han aislado de la sociedad civilizada y se han dejado arrastrar blandamente por las fuerzas de la naturaleza. Para mostrarlo así, la Pardo Bazán introduce a dos personajes: Julián y Nucha, representantes de un modo de vida distinto, armados con la voluntad de resistir y de transformar la vida en los pazos. Ahora bien, estos personajes no son precisamente los más aptos. Ambos son débiles, productos demasiado frágiles de una sociedad que, a su vez, dista mucho de ser perfecta. La crítica que se ha mostrado partidaria de ver en Los pazos el conflicto entre dos tipos de sociedad ha insistido poco, cuando no ha pasado por alto, la sátira que doña Emilia prodiga sobre la ciudad, sus tipos y sus modos de vida. En la mayoría de los casos se ha limitado a suponer su superioridad y que, aunque les ha proporcionado un ideal de vida, no les ha dado los medios necesarios para realizarlo. Uniéndose así la defectuosidad de la educación a la inherente al carácter de los propios personajes. Por eso fracasan. Por eso están condenados de antemano al fracaso. Por eso y porque don Pedro no está totalmente seguro de querer cambiar. De este modo se integran en un proceso único y complejo los tres aspectos, insuficientes cada uno por sí solo para explicar la novela. Proceso complejo que desemboca, en La madre Naturaleza, en la simplificación de un proceso único. Julián y Nucha han sido vencidos. Las generaciones viejas, las de don Pedro, Sabel, Primitivo, etc., han sido devoradas por la naturaleza o han muerto o son unas ruinas. La generación joven (Perucho y Manuela) lucha por realizarse, pero es finalmente destruida. De ahí que el papel de la naturaleza rompa su función de decorado, de marco, de eco de los personajes, que tenía en Los pazos, y se desborde sobre la extensión entera de la novela hasta convertirse en protagonista. De ahí que, como observa Baquero   —82→   Goyanes, el proceso de ambas novelas puede cifrarse en la historia de unas ruinas: «La insistencia puesta en la calidad de ruina, de muro, de torre roída ya por la vegetación y desmantelada por la intemperie y el paso del tiempo, resulta muy significativa en cuanto a la intención del paisaje y a su enlace temático con Los pazos de Ulloa... El conjunto novelesco de Los pazos de Ulloa y La madre Naturaleza (viene a resumirse) como la historia de unas ruinas, las de una generación, las de unos seres arrollados, vencidos por el paisaje, la naturaleza. Esta es la que triunfa en ambas obras, invadiendo y desordenando, en la primera, la geometría del antiguo jardín de los pazos, derrumbando la fortaleza física del marqués, o provocando y destruyendo a la vez, en la segunda, el amor entre Perucho y Manuela»35. Porque la naturaleza no sólo destruye a los enemigos que osan desafiarla, sino a sus propios hijos. Destruye lo que crea. Destruye el amor de Perucho y Manuela a quienes ha impulsado a amarse por la incitación de su presencia exuberante y voluptuosa y a quienes ha negado a la vez toda posibilidad de amor al hacerlos hermanos naturales. Destruye a don Pedro, haciéndolo abandonarse a una existencia animal y perezosa primero, envejeciéndolo y convirtiéndolo en ruina prematura después. También la belleza salvaje y sensual de Sabel es destruida prematuramente. Y el propio Primitivo, el hombre que más se esfuerza por conservar el «status» de la vida primitiva en los pazos, es destruido al ser asesinado por otro salvaje, el tuerto.

Pero lo que interesa a la autora no es tanto el subrayar la cualidad individual de cada personaje como «el dramatismo de una situación de carácter general en la que los hombres representan fuerzas antagónicas»36. De ahí que todo se configure en torno a este antagonismo. «En líneas generales, cabría decir que en Los pazos hay dos tipos humanos: el del hombre identificado con la tierra bárbara y primitiva, de constitución fuerte, de rica fisiología, y el ser humano -presentado en contraste con el exterior y con el paisaje- débil, ciudadano, de pobre contextura física»37. Nunca se olvida la Pardo Bazán de subrayar el carácter débil, puro, frágil de unos frente al carácter duro, vigoroso, bestial y astuto de los otros. Pero para evitar la individualización excesiva, recalca mucho el fundamento fisiológico de esta debilidad o dureza, mediante la repetición y la insistencia constantes del «dato físico» caracterizador. Esta insistencia en lo físico determina la contextura moral del personaje y, finalmente, todo lo que pueda representar un rasgo individual es inmediatamente generalizado mediante el recurso de la inclusión de lo particular en lo general.

Las restantes novelas de este período siguen el esquema del modelo analizado en Los pazos y La madre Naturaleza, cambiando exclusivamente el espacio en que se producen (urbano en La tribuna, Insolación, Morriña, etc.) o el carácter del conflicto (lo instintivo y lo social se oponen en Insolación,   —83→   hasta reintegrarse. En La tribuna el conflicto es de carácter social, al igual que en Morriña y en La piedra angular).

El segundo modo conflictivo que hemos señalado puede encontrar su modelo en Una cristiana, La prueba, La quimera, La sirena negra o Dulce dueño. Dada la mayor complejidad y riqueza de la tercera y la cuarta, lo analizaremos en ellas. El conflicto que se plantea en ambas novelas no es tampoco, ni mucho menos, simple. Tanto Silvio Lago como Gaspar de Montenegro luchan en dos frentes: contra la realidad social que les rodea y contra ellos mismos. Esta doble lucha los pone a su vez en contacto con otros seres conflictivos (Clara en La quimera, Desiderio en La sirena). Por último, su evolución no es una marcha ascendente y rectilínea hacia la solución religiosa final, sino que en determinados momentos creen encontrar soluciones, se desvían hacia ellas, fallan y tienen que rehacer su camino. Pero veámoslo más detenidamente:

Gaspar y Silvio son almas de excepción, exquisitas, raras. Tienen una postura que se caracteriza por su aristocratismo espiritual, desdeñoso hacia la vida vulgar y las convenciones de la sociedad. La Pardo Bazán dice que en Silvio Lago quiso representar «el mal de aspirar», pero no a cosas materiales, sino espirituales. Lo mismo podría decirse de Gaspar. La Pardo Bazán quiso representar en ellos el malestar del siglo, «la incertidumbre -como escribe Andrenio- y el desasosiego, nacidos de la falta de normas fuertes e inquebrantables de vida, que encaucen los sentimientos y aten las voluntades», pero lo hizo sirviéndose de dos individuos excepcionales, en los que este malestar se manifestaba de una forma muy peculiar38.

En primer lugar por la no identificación con el mundo que les rodea. Silvio Lago acepta convertirse en el retratista de moda del mundillo elegante sólo para poder proporcionarse un medio de vida que le permita entregarse a su pasión: la pintura perfecta y genial a la que aspira. La Pardo Bazán «ha querido separar la lucha con la quimera de todos los demás estímulos, dejar al personaje frente a frente con el adorable y querido monstruo»39. Por esto, la lucha por la quimera, el absoluto estético, la belleza, no se mezcla con la lucha por la vida. Este segundo problema lo tiene Silvio solucionado, al igual que Gaspar, y es precisamente la búsqueda obsesionada de la quimera la que le encierra en un egocentrismo total: «El aliento de brasa de la quimera le ha secado el alma; es ingrato, grosero y desconsiderado con las mujeres que le aman. No tiene corazón más que para su ensueño de artista, para su ambición de una pintura fuerte, varonil, creadora. Su vida, su corazón, sus afectos están ligados a la quimera, como a una querida viciosa que le absorbe y le deprava. Su historia podría decirse que es la historia de un amancebamiento, de un collage con la ilusión artística»40. Desde este amancebamiento mira desde arriba a cuantos le rodean, incluso a los que por su medio social están por encima de él. Aunque atraído por el brillo de la sociedad   —84→   elegante y por el perfume de su distinción exterior, se venga de la inferioridad de su origen y de su condición con un desdén en que hay cierta dosis de admiración secreta y el despecho de no saber desdeñar de veras41. El caso de Gaspar es más radical y complejo. Es un hombre rico y de posición elevada. Desprecia a sus semejantes: a su hermana Camila, a la novia que le ha buscado, representantes ambas de la mujer vulgar, preocupada sólo por el recto cumplimiento de las convenciones sociales. Camila lo cree un perturbado y trata de casarlo para ver si cura, claro que trata de casarlo con una mujer como ella: equilibrada, sensata, sana y vulgar. Por supuesto que a Gaspar no le seduce la idea. La única persona por la que se siente atraído es Rita, la mujer de misterioso pasado, que vive con su hijito y que muere tísica. Tal vez, como indicó Andrenio, lo que le atrae hacia ella «es que Rita es una criatura consagrada a la muerte»42. Y la muerte es la obsesión de Gaspar. Cuando este decide adoptar al niño, dedicarse a él (lo que es inmediatamente mal interpretado por las dos dignas señoras, que piensan que entre Rita y Gaspar hubo un concubinato escandaloso), contrata a una institutriz inglesa y a un preceptor, Desiderio. La inglesa es también una mujer vulgar, sin atractivos para Gaspar, que la desprecia. Desiderio, al contrario, le interesa vivamente. Es un ser conflictivo, un desarraigado. Un hombre amargado por su condición intelectual y su origen humilde, que pese a su superioridad no ha conseguido superar, dada su falta de capacidad de adaptación a la vida. Esto le hace ser un rebelde, un hombre poseído por el odio, por el ansia de venganza contra las clases elevadas. Ya que no puede llegar a ellas desea destruirlas. «Es un anarquista por despecho... El poder de destruir es el único que no le está vedado, y lo acaricia con una íntima y feroz voluptuosidad43. De este hombre quiere servirse Gaspar para lograr su fin: «suicidarse por mano de Desiderio». Se siente empujado por su obsesión, la sirena negra, la muerte, a una posesión diabólica de Desiderio, a empujarlo al homicidio, a un homicidio que le pierda a él, Gaspar, a la vez que al otro, Desiderio. Para ello se vale de la inglesa, a la que en secreto ama o desea Desiderio. Le da celos, lo humilla, hasta que hace estallar la tragedia, pese a que hay un momento en que se arrepiente, en que está dispuesto a resignarse, a someterse a la sociedad, a casarse con la novia que le tiene preparada su hermana.

Junto a esta oposición de los protagonistas con respecto al mundo que los rodea, existe el conflicto interior, aquel por el que los protagonistas tratan de encontrar su solución vital. Ambos están dominados por una obsesión, por una monomanía, por un vértigo irreprimible: Silvio por la belleza (la quimera), Gaspar por la muerte (la sirena negra). Ambos se sienten arrastrados por «el mal de aspirar», por la ambición del absoluto. Silvio por el absoluto estético, Gaspar por el absoluto humano. Ambos son enfermos, dispépsicos, Gaspar muere tuberculoso. En ambos, sin embargo, el ideal no se presenta como una negación, sino como una aspiración. Si Gaspar se siente   —85→   fascinado por la idea de la muerte no es por desesperación, ni siquiera por hastío, por vacío vital (a pesar de que ambos rasgos son importantes en él). Para Gaspar la muerte es una seducción, una atracción extraña, misteriosa, que lo posee casi de un modo onírico, alucinante. La historia de Gaspar y la de Silvio son las historias de una posesión demoníaca y romántica.

Sin embargo, ambos son seres que no permanecen estables, cuya obsesión no los mantiene estáticos. Son seres destinados a evolucionar. Y en esta evolución entrarán en contacto con otros seres y creerán encontrar soluciones salvadoras. El proceso de Silvio Lago es más simple, tropieza con dos mujeres: Clara Ayamonte, la mujer apasionada, generosa, llena de ternura y de instintos maternales; Espina Porcel, perversa y decadente, con un sentido ultrarrefinado del vicio, que muere a consecuencia de su aguda morfinomanía. Silvio se siente más atraído por Espina, en cuyo amor busca una nueva forma de evadirse de la naturaleza. Él se identifica sólo con «almas complicadas, pueriles y pervertidas, misantrópicas y candorosas, modernas y bizantinas. Nunca almas de burgueses. Almas siempre resonantes por la vibración de las cuerdas polifónicas de sus nervios»44. Pero detrás de Espina se encuentra con un callejón sin salida. Por su parte, Clara evoluciona de distinta manera. Rechaza las soluciones científicas que su padre había tratado de inculcar en ella, y cuando su amor humano no es satisfecho, toda ella (tras la ya comentada escena de la radiografía de la mano) se entrega apasionada y místicamente al amor religioso, al amor divino. En Silvio, el típico artista decadente de fines de siglo, intoxicado de nihilismo, se produce una relativa atracción hacia un vitalismo voluntarista, nietzscheano, con el consiguiente desprecio de las almas seniles y de la afeminada modernidad, de la exaltación de la energía y la virilidad, del afán de lucha y de victoria, pero también esto será una mera ráfaga, preparatoria de su conversión final. El caso de Gaspar es más quebrado, atraviesa por una serie de vicisitudes que van rectificando su actitud. Del desprecio de la realidad y de la obsesión por la muerte pasa a la atracción indefinible por el misterio, atracción cifrada en Rita, cuyo pasado tal vez trágico oculta un secreto sugerido como terrible. Cuando muere Rita, Gaspar acoge a su hijo y cree que finalmente ha encontrado un objetivo para su vida: proteger y educar al niño para que no sea como él, un misántropo, un monomaníaco, un ser obsesionado por la muerte. La presencia de Desiderio, sin embargo, vuelve a arrojarlo en su obsesión. En la antropofagia psíquica que Gaspar comete con Desiderio hay también mucho de nietzscheano: la tentación de devorar, de absorber la voluntad de otro ser, sobre todo si este ser es fuerte, peligroso. En el juego suicida a que se entrega Gaspar no sólo busca la utilidad, esto es, incitar al otro a que cumpla sus propios designios, sino que también encuentra el placer de la posesión psíquica, del dominio, de la destrucción del otro. Hay un momento, sin embargo, en que Gaspar quiere volver grupas, echarse atrás, deshacer el juego mortal. Se casará, vivirá una vida normal, regulada, de acuerdo con las formas sociales, dejará a Camila el cuidado del niño. Pero ya es tarde. La fatalidad   —86→   que él mismo ha engendrado se desencadena ya sin su intervención, contra su voluntad incluso. Desiderio, buscando matar a Gaspar mata al niño, que se interpone entre ellos. La terrible consecuencia de su arbitrariedad, de su juego enloquecido con la muerte, prepara la evolución final de Gaspar.

En ambas novelas el protagonista encuentra al fin el camino de la superación religiosa del conflicto. La Pardo Bazán escribe en el prólogo de La quimera: «Y conocí que el deseo está desencadenado, que la conformidad ha desaparecido, que los espíritus queman aprisa la nutrición y contraen la tisis del alma». Por ello, no queda otra solución que «trasladar la aspiración a regiones y objetos que colmasen la medida»45. Esto es, no queda otra solución que el retorno a la fe religiosa. Si esta aspiración infinita del ser se proyecta sobre un plano humano, fracasa. Silvio persigue la quimera y fracasa, fracasa una y otra vez, no logra alcanzar nunca la belleza. No hay, pues, más remedio que proyectarla sobre un plano absoluto: hacer de la aspiración del ser una aspiración de Dios y a través de esta aspiración de/a Dios superar la inconformidad con la realidad. Al borde de la muerte a que le conduce su enfermedad, Silvio, cansado de fracasar, rechaza a la quimera y se convierte. Ante la terrible injusticia que él ha provocado y que ha dado su fruto en la muerte de un inocente, Gaspar abandona a la sirena y se convierte. En La sirena negra «los ocultos caminos de la conversión han exigido el sacrificio de una víctima cándida y sin culpa. Con esta impresión de antiguo misterio bíblico o de desenlace de tragedia, de sangre inocente purificadora, termina La sirena negra»46.

A pesar, pues, de una evolución que parece unir dos posiciones extremas y contradictorias, el naturalismo y el decadentismo, se da en la Pardo Bazán un eje unitario de movimiento, un eje que permite comprender que naturalismo y decadentismo no representan sino dos frases en una concepción de la vida esencialmente unitaria. Este eje es la construcción de una mitología de las fuerzas elementales: la Naturaleza en el naturalismo, la Belleza o la Muerte en el dacadentismo. La actitud mitificadora de la Pardo Bazán está impregnada de romanticismo, de un romanticismo que esgrime su distancia frente a una sociedad progresivamente burguesa. El realismo de doña Emilia es un realismo mítico: la realidad pasa a ser explicada no por sus procesos económicos, sociales o políticos (Galdós, Clarín), sino como lugar de encuentro y lucha de las fuerzas elementales. De hecho, el proceso histórico, con la lucha de clases y el asalto (por vacilante que sea) al poder de la burguesía, queda enmascarado. El enfrentamiento del hombre con su sociedad es transformado en el enfrentamiento del hombre con el destino. Y es este punto de vista o perspectiva que la Pardo Bazán aplica a la descripción de la realidad de su tiempo lo que la separa de una concepción burguesa. Si su novela es, como parece, la expresión de la ideología de una aristocracia moderada, o más precisamente de aquella zona de la nobleza dispuesta a pactar con la burguesía y a compartir con ella el poder (y en ello se opone al simple hidalgo   —87→   Pereda, a pesar de ello intransigente, y se acerca al aristócrata Valera), situación que se planteó con la Restauración, no es menos cierto que mantiene siempre una última distancia frente a lo burgués. Si como moderada se acerca al realismo y lo asume, como aristócrata le impone un carácter muy peculiar y, al primer indicio de crisis, busca abandonarlo, cosa que conseguirá por intensificación y explicitación de ese carácter peculiar, mítico, que había impuesto a su realismo. La mitología conduce a la estabilización, y si esta se proyecta sobre la conciencia y los procesos psíquicos del individuo, tomado como tal, y se desarrolla sobre una base de símbolos ontológicos (la Belleza, la Muerte), el camino hacia las corrientes decadentistas, portadoras de una callada -por el momento- protesta contra la sociedad burguesa, aparece como perfectamente posible.





 
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