Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice


Abajo

Emulación y simulación en «La Florida» del Inca1

Daniel Mesa Gancedo


(Universidad de Zaragoza)




- 1 -

A cuatrocientos años de su primera publicación (Lisboa, Pedro Crasbeeck, 1605), La Florida del Inca sigue revelando su condición de basamento en la escritura historiográfica de su autor, el Inca Garcilaso de la Vega (1539-1616), y su carácter fundador respecto de una concepción artística y moderna del género en su momento. En las páginas que siguen, intentaré analizar uno de los aspectos que contribuyen, en mi opinión, a la modernidad de esa escritura: la importancia de un cierto régimen de reproducción, el de la emulación y simulación, que, junto con el de la imitación, y hasta el de la fructificación, confieren al texto una poderosísima densidad semántica.

«Todo el mundo es uno». Esta frase de Hernando de Soto en La Florida del Inca resume, como señalara Avalle-Arce, uno de los aspectos más importantes de lo que podría considerarse la cosmovisión del Inca Garcilaso de la Vega: el uniformismo2. Este concepto constituye un sustrato ideológico clave en la escritura historiográfica de Garcilaso y alcanza su máxima importancia en los Comentarios reales. Sin embargo, ya en La Florida encuentra un desarrollo singular, vinculado no sólo al trasfondo filosófico que puede sostenerla o a la concepción moral del género historiográfico3, sino también en conexión con aspectos constructivos como son la importancia de la emulación de acciones, gestos o conductas en el proceso narrativo y los problemas que plantea el simulacro o la semejanza, así como en los efectos retóricos que dichos problemas generan (la opción por la elipsis o por la redundancia).




- 2 -

Desde el proemio a La Florida, aparece subrayada la importancia del ejemplo o el parangón como patrón de escritura. En esas páginas introductorias, dos son los aspectos que se anticipan: en primer lugar, el peso del modelo romano (que se convertirá en tópico en los Comentarios reales), cuando se anima a poblar América «aunque [...] no sea más de para hacer colonias donde envíe a habitar a sus hijos, como hacían los antiguos romanos cuando no cabían en su patria» (64; la cursiva es mía)4. En segundo lugar, surge en estas primeras páginas el ejemplo del indio «discreto», que debiera ser favorecido por su capacidad:

[...] sería noble artificio y generosa industria favorecer en mí (aunque yo no lo merezca) a todos los indios, mestizos y criollos del Perú, para que, viendo ellos el favor y merced que los discretos y sabios hacían a su principiante, se animasen a pasar adelante en cosas semejantes, sacadas de sus no cultivados ingenios.


(69)                


Como parece sugerirse que «todos los indios» también son «unos», desde ese momento el «yo» que habla en la obra de Garcilaso se presenta como piedra de toque o sujeto representativo de una colectividad cuyo mérito pretende defender.




- 3 -

Una vez colocadas esas dos primeras piedras (la equiparación de civilizaciones; la importancia del sujeto ejemplar), el edificio de La Florida crecerá en torno a un núcleo de analogías (simulacros o emulaciones) que contribuye a la elaboración de la citada visión uniformista del mundo y desarrolla una serie de modelos de conducta que pueden o deben ser imitados y sustentan el sentido moral de la obra histórica.

La armonía entre niveles de realidad aparentemente diferentes es uno de los principios que organiza esta visión del mundo. Ello puede detectarse ya en el nombre mismo de la tierra sobre la que se va a escribir. Podría decirse que en la toponimia se refleja una analogía entre tiempo y espacio que Garcilaso hará explícita: «[...] la Florida (llamada así por haberse descubierto la costa día de Pascua Florida) [...]» (I, 1: 72). Esa explicación tradicional, no obstante, debe proyectarse también sobre el título de la obra: a diferencia de la gran mayoría de los textos historiográficos de Indias5, éste no lleva la inscripción del tipo de texto (Historia o crónica o relación o comentario) sino que, directamente, se equipara por su nombre con la realidad de la que va a hablar, y apenas se diferenciará por el determinante que apunta al autor del texto.

Al parecer, la decisión de optar por un título semejante es tardía en el proceso de redacción6, pero muy significativa respecto del gesto que realiza Garcilaso: hacer suya la Florida a través de la escritura, reproducir un perfecto simulacro verbal de un territorio no del todo explorado y, como afirmaba Rodríguez-Vecchini, escribir «la historia de cómo hacer una historia de América que parezca verdadera» (588). Además, la equiparación del texto con su materia a través del nombre, no es sino una reproducción del principio neoplatónico que equipara -como estructuras análogas- el entendimiento con la realidad y que explícitamente se encontraba en León Hebreo7.

Semejante correspondencia entre materia y forma8 -un aspecto central en el neoplatonismo, que Garcilaso asimila en su traducción del citado León Hebreo- pasa a la visión del mundo que la escritura historiográfica refleja, incluso en aspectos anecdóticos. Así, por ejemplo, los indios Tulas serán una muestra perfecta de esa correspondencia (en negativo): su horrible maquillaje «decían sus vecinos que lo hacían por hacerse más feos de lo que de suyo lo son, porque igualase la fealdad de sus rostros con la maldad de sus ánimos y con la fiereza de su condición, que en toda cosa eran inhumanísimos» (IV, 15: 444; la cursiva es mía)9.

Pero, desde el punto de vista constructivo-retórico, la correspondencia o uniformismo se equipara con el mecanismo de la sinécdoque. En cierto sentido, la historia -tal como Garcilaso la concibe- es un arte metonímico, pues reproduce la totalidad mediante la presentación de alguna de las partes:

Por esto poco que hemos contado que pasaron en esta breve jornada, se podrá considerar y ver lo que los demás españoles habrán pasado en conquistar y ganar un nuevo mundo, tan grande y tan áspero como lo es de suyo, sin la ferocidad de sus moradores, y, por el dedo del gigante, se podrá sacar el grandor de su cuerpo [...].


(II/2, 16: 247-248)                


La historia se ocupa de casos excepcionales que puedan servir de ejemplo y eviten repeticiones innecesarias: «que decir cada cosa en particular sería nunca acabar y hacer nuestra historia muy prolija» (III, 8: 299).

El episodio del estornudo de Guachoya (V/1, 5), que da lugar a la sentencia uniformista por excelencia a la que me referí al principio, es uno de esos «casos excepcionales». El suceso es aparentemente ridículo y no pasa de ser una muestra más de la comunidad de costumbres entre indios y españoles. Así como los indígenas hacen reverencias a sus jefes «a la usanza de ellos, que se diferenciaba poco de la nuestra [...]» (III, 5: 290), también utilizan «las mismas o mayores ceremonias que al estornudar se usan entre los que se tienen por muy políticos» (V/1, 5: 462). De un gesto mínimo (que sin embargo describe por menudo), Garcilaso va a deducir toda una comunidad cultural y hace que lo note explícitamente el personaje principal de su historia10: «¿No miráis cómo todo el mundo es uno?». La frase de Hernando de Soto, no obstante, parece una cita condensada de León Hebreo y revela a las claras la fuente neoplatónica de esta cosmovisión. En la traducción de Garcilaso podía leerse: «El sumo Dios produce con amor y gobierno el mundo y lo ayunta en una unión; porque siendo Dios uno en simplicísima unidad, es necesario que lo que de él procede sea también uno en entera unión, porque de uno proviene y de la pura unidad unión perfecta» (Filón, Diálogo II; De la Vega, 1996: 222; la cursiva es mía).

Es esa «entera unión perfecta» del mundo la que permitirá recurrir a la sinécdoque y dar por descrito todo el vasto espacio de la Florida y las costumbres de sus habitantes con fijarse en una muestra significativa (Osachile), pues «en lo común, todos tienen, casi una manera de vivir» (I, 4: 79) y

[...] porque, como toda su tierra sea casi de una misma suerte y calidad, llana y con muchos ríos que corren por ella, así todos sus naturales pueblan, visten, comen y beben casi de una misma manera, y aun en su gentilidad, en sus ídolos, ritos y ceremonias (que tienen pocas) y en sus armas, condición y ferocidad, difieren poco o nada unos de otros. De donde, visto un pueblo, los habremos visto casi todos y no será menester pintarlo en particular [...].


(II/1, 30: 202)                


Así las cosas, todo lo que se aparte de la uniformidad deberá ser explicado, pues, como señalara Avalle Arce, «todo lo que constituya una variante será, por tanto, evidencia de error» (21). En La Florida Garcilaso no deja de manifestar su extrañeza cuando se encuentra con estas «variantes» y debe explicar por qué, en circunstancias iguales, pueden encontrarse conductas diferentes. Recurre para ello al orden de lo «esotérico» o al de lo probable, pero encuentra una nueva analogía entre la historia que cuenta y la historia romana:

Y cierto, en este paso, y en otros semejantes que la historia dirá, es de considerar cuál fuese la causa que unos mismos indios, en unos propios sitios y ocasiones, peleasen unos días con tanta ansia y deseo de matar los castellanos, y otros días no se les diese nada por ello. Yo no puedo dar otra razón sino que para pelear o no pelear debían de guardar algunas abusiones de su gentilidad, como lo hacían algunas naciones en tiempo del gran Julio César, o que por verlos ir de paso y no parar en sus tierras los dejaban11.

(II/1, 15: 157)                



Pero, a salvo de estas «excepciones», la unidad no se da sólo en la visión que se tiene del «nuevo mundo» como objeto. A los habitantes de ese «nuevo mundo» se les atribuye una perspectiva uniformista idéntica. También los indios son capaces de ver que «todo el mundo es uno». Como si tradujera ese principio, el cacique Vitachuco es capaz de proponer que «todos los españoles son malvados»: «¿No miráis que estos cristianos no pueden ser mejores que los pasados, que tantas crueldades hicieron en esta tierra, pues son de una misma nación y ley?» (II/1, 21: 172). Para mejor aquilatar la irónica inversión del principio uniformista merece la pena señalar que el principio de la pregunta retórica de Vitachuco es idéntico al de la pregunta de Hernando de Soto («¿No miráis cómo todo el mundo es uno?»). Bien impuesto de uniformismo, Vitachuco, entonces, no puede esperar nada bueno de unas figuras a las que -acudiendo a una metáfora genesíaca- despoja de su linaje sagrado para considerarlos «hijos del diablo y no del Sol y la Luna» (II/1, 21: 172).

La última consecuencia que exploraré de esta concepción uniformista del mundo apunta a la identidad de la motivación ética de las acciones de indios y españoles: es la «ambición de la honra» (IV, 10: 429) y el «deseo de la inmortalidad, conservada en la fama» (II/1, 19: 168), que -notablemente- sustenta la concepción de la escritura historiográfica y promueve la exposición de modelos de conducta que propicien su emulación.

Ése es el código que mueve a Hernando de Soto, quien, según Garcilaso, pretende ser émulo consciente de Cortés y de Almagro12. Pero también la doble emulación motiva a otros españoles (ahora más en el sentir del autor que en el saber de los protagonistas) cuando, al emprender una razzia acuática, llevan «las espadas en las bocas a imitación de Julio César en Alejandría de Egipto y de los pocos españoles que, haciendo otro tanto en el río Albis, vencieron al duque de Sajonia y a toda su liga [...]» (II/1, 25: 185-186), episodio histórico-legendario, este último, que Garcilaso relatará a continuación, aunque a priori poco tuviera que ver con la historia floridiana, si no es por la semejanza.

En la reconstrucción de ese código de emulación, conviene recordar que Garcilaso señala que el ejemplo es más poderoso cuando es de obra que cuando es de palabra, pues resulta más fácil de imitar: «[...] y con el buen ejemplo de ellos se animaban todos los demás españoles nobles y no nobles a hacer lo mismo [a construir navíos], porque el obrar tiene más fuerza que el mandar para ser imitado» (V/2, 14: 518).

Pero la sujeción a semejante código no es privativa de los españoles. También a los indios les preocupa dar buen ejemplo13 «a sus hijos y sucesores, y a todos los soldados y hombres de guerra, cómo se hubiesen de haber en casos semejantes [...]» (II/1, 25: 187-188). Como puede verse aquí, entre el ejemplo y el linaje hay una vinculación estrecha, que alimenta la vena moral de la concepción histórica de Garcilaso. El Inca va más allá y propone que, como «todo el mundo es uno», esa moralidad ínsita en la acción del indígena puede servir de ejemplo también al español. Así, cuando un «infiel» es «magnánimo», hay que representarlo, para mover a los fieles a la emulación:

Basta representar la magnanimidad de un infiel para que los príncipes fieles se esfuercen a le imitar y sobrepujar, si pudieren, no en la infidelidad, como lo hacen algunos indignos de tal nombre, sino en la virtud y grandezas semejantes a que por la mayor alteza de estado que tienen están más obligados14

.

(II/1, 4: 124-125)                


Puesto que todo el mundo es uno y no hay territorio que esté olvidado de la mano de Dios, Garcilaso sabe que las criaturas modélicas pueden nacer también en tierra aparentemente estéril:

Mas Dios y la naturaleza humana muchas veces en desiertos tan incultos y estériles producen semejantes ánimos para mayor confusión y vergüenza de los que nacen y se crían en tierras fértiles y abundantes de toda buena doctrina, ciencias y religión cristiana15.


(II/1, 4: 125)                


Esa apología del indio modélico resulta, obviamente, un eco de la proposición que Garcilaso hace en el proemio de La Florida, según la cual él mismo resulta un ejemplo para otros indios, el «principiante» (o primero de una serie o linaje futuro) de «indios discretos» cuyo mérito sea reconocido por los sabios (69)16.

Sin embargo, al Inca no se le oculta que la propuesta de una moral uniformista basada en la honra y en la fama puede resultar en menoscabo de la verosimilitud de su historia. Por eso se detiene en su escritura para comentar que el deseo de honra y fama es «natural al hombre» y «lo hay en todas las naciones por bárbaras que sean» (II/1, 19: 168) o que «escríbense estas cosas tan por menudo, aunque parece que no son de importancia, porque se vea que la ambición de la honra, más que otra pasión alguna, tiene mucha fuerza en todos los hombres, por bárbaros y ajenos que sean de toda buena enseñanza y doctrina» (IV, 10: 429). De ahí que su propia escritura tenga cuidado de anotar los nombres de los protagonistas de ambos bandos y se lamente de forma explícita cuando por ignorancia no pueda hacerlo17.




- 4 -

Otro orden de la escritura historiográfica en que funciona el régimen de la reproducción por semejanza, entendida como emulación-simulación, se halla en la continuidad de los sucesos18, habitualmente representada como repetición de facto. La historia se repite, o bien la realidad se reconstruye a sí misma de modo análogo en tiempos o lugares distintos. Los ejemplos, desde luego, son múltiples en La Florida.

En varios lugares, se recuerda la expedición de Narváez, cuyos pasos repite la de Hernando de Soto («Por este mismo paso, diez años antes, pasó Pánfilo de Narváez con su ejército desdichado»; II/1, 13: 149). Estas rememoraciones son obra del autor-escribiente (que conoce otras fuentes) o bien se atribuyen a los indios, que son los personajes que permanecieron en el lugar y pudieron haber conocido las dos aventuras y ver los elementos que las unificaban. A veces, esa experiencia previa anima a los indios para enfrentarse con los españoles:

Cobraban, por otras, nuevo ánimo y esfuerzo con la memoria y recordación de haber diez u once años antes, en esta misma ciénaga, aunque no en este paso, rompido y desbaratado a Pánfilo de Narváez. La cual hazaña recordaban a los españoles y a su general, diciéndole, entre otras desvergüenzas y denuestos, que de ellos y de él habían de hacer otro tanto.


(II/2, 2: 210)                


En otras ocasiones, la referencia a una fuente escrita que recoge un paso semejante en las dos expediciones se refuerza por el relato que los indígenas hacen a los soldados que integraban la segunda, quienes, sin embargo, no tienen acceso directo a una información que sólo podrían encontrar escrita -significativamente- sobre el terreno mismo:

Los tres indios mostraron a los españoles el sitio donde los enemigos mataron diez cristianos de los de Narváez, como en su historia también lo cuenta Álvar Núñez Cabeza de Vaca. Trajéronlos paso por paso por todos los que Pánfilo de Narváez anduvo; señalaban los puestos donde tal y tal suceso había pasado. Finalmente, no dejaron cosa de las notables que Pánfilo de Narváez hizo en aquella bahía de que no diesen cuenta por señas y palabras bien y mal entendidas y algunas dichas en castellano, que los indios de toda aquella costa se precian mucho de saber la lengua castellana y con toda diligencia procuran aprender siquiera palabras sueltas, las cuales repiten muchas veces. El capitán Juan de Añasco y sus soldados anduvieron con gran diligencia mirando si en los huecos de los árboles hallaban metidas algunas cartas o en las cortezas de ellos escritas algunas letras que declarasen cosas de las que los pasados hubiesen visto y notado, porque ha sido cosa usada y muy ordinaria dejar los primeros descubridores de nuevas tierras semejantes avisos para los venideros, los cuales avisos muchas veces han sido de gran importancia, mas no pudieron hallar cosa alguna de las que deseaban.


(II/2, 6: 220)                


Pero la repetición de sucesos es también importante en el marco de la propia jornada de Hernando de Soto. A veces, Garcilaso se contenta con señalar la repetición de lo que podríamos llamar sucesos verbales, que se consideran formulismos:

Los seis indios principales, hecho el acatamiento, la primera palabra que hablaron fue decir al gobernador: «Señor, ¿queréis paz o guerra?». Y, porque sea regla general, es de saber que en todas las provincias que el gobernador descubrió, siempre, al entrar en ellas, le hacían esta pregunta a las primeras palabras que le hablaban.


(III, 10: 306)                


Por lo general, el autor no deja de recordar la repetición de determinados lances («Otro lance al propio contamos haber pasado en la provincia de Apalache», V/2, 5: 491), pero los indios también incurren en la repetición insistente cuando la ocasión lo exige: «Este recaudo envió muchas veces el cacique Hirrihigua, que casi se alcanzaban los mensajeros unos a otros. [...]» (II/1, 11: 143).

Desde luego, el texto confiere la mayor importancia a los lances repetidos que protagonizan los españoles y, en buena medida, el discurso histórico aparece pautado por esa reproducción de sucesos, que afectan también a sus relaciones. Al principio de la obra, por ejemplo, se renueva el pacto de amistad que Hernando de Soto y Hernán Ponce habían sellado en el Perú, como garantía de que la expedición podrá continuar sin demasiados problemas. El gesto implica, por un lado, una re-escritura y, por otro, un reclamo de emulación en la conducta de los soldados respecto de los protagonistas:

El gobernador [Hernando de Soto] holgó de hacer lo que Hernán Ponce le pedía, y, en mucha conformidad de ambos, se renovaron las escrituras de su compañía y hermandad, y en ella se mantuvieron el tiempo que estuvieron en La Habana, y el gobernador avisó a los suyos en secreto y les persuadió con el ejemplo en público tratasen a Hernán Ponce como a su propia persona, y así se hizo, que todos le hablaban señoría y le respetaban como al mismo adelantado.


(I, 15: 110)                


De nada servirá, sin embargo, ese renovado (y simulado) pacto. La amistad está quebrada y la discordia entre españoles -que marcará el final de la jornada- queda ya apuntada en este pasaje. Al final del texto, también se da la información sobre otra conducta iterativa en los españoles, las repetidas expediciones enviadas desde La Habana por buscar cada año a Hernando de Soto: «[...] luego que asomó la primavera del año cuarenta y tres, aunque los tres años pasados no habían tenido nueva alguna, volvieron a salir, porfiando en su empresa y demanda con determinación de no desistir de ella hasta morir o saber nuevas del gobernador [...]» (VI, 20: 578).

Justamente en este lugar cabe considerar uno de los episodios más interesantes de toda la expedición: el de la muerte y el doble entierro de Hernando de Soto (V/1, 8: 470 ss.). Este episodio (que tiene influencia en la estructura externa de la obra, al dividir en dos uno de sus libros) está marcado por el simulacro y la multiplicación19. En primer lugar, los españoles «doblan» su dolor porque no pueden darle la sepultura merecida a su gobernador ni hacerle los honores de rigor; en segundo lugar, deben disimular esa pena y simular que de Soto está vivo; en tercer lugar, sospechando que la doble estrategia del disimulo y la simulación no sea suficiente para engañar a los indios, deben desenterrar el cadáver y volverlo a enterrar en otro lugar más seguro, el cauce del Río Grande. Esta última circunstancia da lugar (ahora en el orden de la historia y no en el de la Historia) a una nueva manifestación del régimen uniformista: las exequias de Hernando de Soto fueron «semejantes casi en todo» a las de Alarico en el río Bisento «mil y ciento y treinta y un años antes» y que Garcilaso reproduce acto seguido citando a su fuente: «(palabras son del Colenucio)»20

Aunque aparentemente la digresión trata, una vez más, cosas «que no son de la historia», la reproducción del entierro de Alarico es legítima, en la concepción de la Historia que tiene Garcilaso y que él mismo se permite hacer explícita, asociándola a la cuestión del linaje:

Parecióme tocar aquí esta historia por la mucha semejanza que tiene con la nuestra y por decir que la nobleza de estos nuestros españoles, y la que hoy tiene toda España sin contradicción alguna, viene de aquellos godos [...].


(V/1, 8: 473-474)                





- 5 -

Los pasos, los gestos y hasta los ritos se reproducen en tiempos o lugares diferentes. También los protagonistas se imitan: indios y españoles reproducen las mismas estrategias de guerra, por ejemplo: «Parecióles, asimismo, que el mejor y más justificado camino para prender a Vitachuco era el mismo que él había imaginado para prender al gobernador, porque cayese en sus propias redes» (II/1, 23: 180).

La táctica militar será, por otra parte, uno de los campos en el que los españoles deberán recurrir al simulacro, entendido aquí como estrategia de repetición fingida, marcada por la multiplicación-aumento: «Los españoles, sintiendo los indios, entraron por el cañaveral haciendo ruido de más gente que la que iba, por asombrar por el estruendo a los que estaban dentro porque no se pusiesen en defensa» (II/1, 9: 138).

Pero el régimen del simulacro afecta desde luego a otros muchos órdenes. Como re-construcción de lo deshecho, el primer ejemplo lo encontramos muy pronto, antes de que los expedicionarios abandonen Cuba (I, 13: 103): La Habana ha sido destruida por los piratas herejes y la primera tarea que emprende el gobernador Hernando de Soto consiste en poner a disposición de los vecinos los medios para «ayudar a reedificar sus casas» y, en línea con el propósito evangelizador de la empresa (y de la escritura del propio Garcilaso), «lo mejor que pudo reparó el templo y las imágenes destrozadas por los herejes».

La aventura de Hernando de Soto, pues, comienza con una reconstrucción. Continuará igual tanto en el nivel del negocio, como en el del ocio. En una de las escenas más caballerescas del texto, por diversión, los españoles imitan el juego de cañas al volver a su cuartel, trasportando a las ciénagas floridianas una escena de prado artúrico:

[...] Juan de Añasco y sus compañeros se pusieron asimismo de dos en dos, y, como si fuera entrada de juego de cañas, llegando a carrera de caballo con mucha algarada, grita, fiesta y regocijo, corrieron a toda furia hasta el pueblo [...].


(II/2, 16: 247)                


Mucho más adelante, se informa de que los españoles se entretenían jugando con naipes de pergamino, reproducción habilidosa de los que habían perdido:

Y, porque decimos que estos españoles jugaban, y no hemos dicho con qué, es de saber que, después que en la sangrienta batalla de Mauvila les quemaron los naipes que llevaban con todo lo demás que allí perdieron, hacían naipes que llevaban con todo lo demás que allí perdieron, hacían naipes de pergamino y los pintaban a las mil maravillas, porque en cualquier necesidad que se les ofrecía se animaban a hacer lo que habían menester, y salían con ello como si toda su vida hubieran sido maestros de aquel oficio.


(V/1, 1: 452)                


Son hábiles, pues, los conquistadores para reproducir en Indias aquello que han dejado atrás o aquello que han perdido. Pero se encontrarán con otras manifestaciones del simulacro menos halagüeñas: la realidad indígena les ofrecerá imágenes engañosas que llegan a frustrar sus aspiraciones materiales:

Los indios, habiendo oído el mandato de su señora, trajeron con toda presteza mucha cantidad de cobre de un color muy dorado y resplandeciente que excedía al azófar de por acá, de tal manera que con razón pudieron los indios criados de los mercaderes haberse engañado con la vista, entendiendo que aquel metal y el que les habían mostrado los castellanos era todo uno, porque no sabían la diferencia que hay del azófar al oro. En lugar de plata, trajeron unas grandes planchas, gruesas como tablas, y eran de una margajita, que, para darme a entender, no sabré pintarlas ahora de la manera que eran, más de que a la vista eran blancas y resplandecientes como plata y, tomadas en las manos, aunque fuesen de una vara en largo y de otra en ancho, no pesaban cosa alguna, y manoseadas se desmoronaban como un terrón de tierra seca.


(III, 13: 316)                


La escena es interesante desde el punto de vista simbólico: la apariencia engaña; las aspiraciones de los españoles, al final se desmoronarán igual que esas planchas de falsa plata. Sin embargo, avanzando en el terreno de lo simbólico, el régimen del simulacro vuelve a aparecer. De acuerdo con la concepción uniformista del mundo y la cultura, Garcilaso no parece extrañarse de que en los templos indígenas aparezcan estatuas que, ni más ni menos, parecen imitar a las de Hércules, si es que la imitación no se da en sentido contrario:

Tenían diversas armas en las manos, hechas conforme a la grandeza de sus cuerpos. [...] hechas ni más ni menos que las porras que pintan a Hércules, que parecía que por éstas se hubiesen sacado aquéllas o por aquéllas éstas21.


(III, 15: 321)                


El círculo cultural del que hablaba Asensio22 es en la escritura garcilasiana de doble giro. Pero si el régimen del simulacro puede valer para el ocio o puede sospecharse en la decoración, cuando se vincula al terreno de lo espiritual, entra en crisis y el círculo de la imitación se rompe. La emulación de gestos rituales es indicio de acceso a la verdadera religión en el caso en que los indios reproducen la conducta española:

En pos de los eclesiásticos fue el gobernador, y el cacique con él sin que nadie se lo dijese, e hizo todo lo que vio hacer al general y besó la cruz. Tras ellos fueron los demás españoles e indios, los cuales hicieron lo mismo que los cristianos hacían (IV, 6: 416-417).

En esas repeticiones e imitaciones de la conducta española puede irles la vida a los indios, aspecto que no puede ser olvidado. Por esa misma razón, aunque en un orden mucho más terrenal, los españoles se atreverán a imitar a los indios cuando sienten la presencia de la muerte:

De esta manera [por la falta de sal] empezaron a morir algunos con gran horror y escándalo de los compañeros, de cuyo temor muchos de ellos usaron del remedio que los indios hacían para preservarse y socorrerse en aquella necesidad, y era que quemaban cierta hierba que ellos conocían y de la ceniza hacían lejía, y en ella, como en salsa, mojaban lo que comían, y con esto se preservaban de no morir podridos como los españoles. Los cuales muchos de ellos, por ser soberbios y presuntuosos no querían usar de este remedio por parecerles cosa sucia e indecente a su calidad, y decían que era bajeza hacer lo que los indios hacían. Y éstos tales fueron los que murieron [...].


(IV, 3: 407)                


Cuando el rito alimenticio, sin embargo, alcanza un punto de máxima intensidad espiritual, esto es se transforma en la eucaristía, no valen imitaciones ni simulacros:

Aunque entre los sacerdotes religiosos y seculares hubo cuestiones en teología si podrían consagrar o no el pan de maíz, fue de común consentimiento acordado que lo más cierto y seguro era guardar y cumplir en todo y por todo lo que la Santa Iglesia Romana, madre y señora nuestra, en sus santos concilios y sacros cánones nos manda y enseña que el pan sea de trigo y el vino de vid, y así lo hicieron estos católicos españoles, que no procuraron hacer remedios en duda por no verse en ella en la obediencia de su madre la Iglesia Romana Católica. Y también lo dejaron porque, ya que tuvieran recaudo para la consagración de la eucaristía, les faltaban cálices y aras para celebrar.


(III, 31: 375-376)                


De ese modo, la misión evangelizadora de los españoles hace crisis. La carencia de recursos materiales pone en peligro esa misión y revierte sobre uno de los mensajes iniciales del discurso garcilasista en La Florida: para subvenir al proceso de evangelización, será necesaria la reproducción en América de un determinado régimen agrícola (algo propiciado por la fertilidad de la tierra) y también la reconstrucción de los símbolos.




- 6 -

En ese esfuerzo por copiar lo que no existe, por re-producir lo que no-está-ahí o por re-hacer lo perdido, La Florida se revela, entonces, como un texto que confiere gran espacio al simulacro23. Para concluir, hay que señalar que, en este sentido, el elemento simulado más importante que se introduce en el texto quizá sean las palabras de los personajes.

En el caso de los parlamentos atribuidos a los indios, Garcilaso es consciente de que arriesga la inverosimilitud de su proyecto historiográfico. Pupo Walker (1985: 102) ha señalado cómo la tarea de «pseudo-transcripción» de discursos indígenas supone la creación de un corpus textual «propio de una organización cultural avanzada». El simulacro, en efecto, es el régimen: aunque Garcilaso se esfuerza por hacer creer que esas imágenes verbales tienen un referente real, lo cierto es que también es consciente de que no resulta verosímil que la transcripción sea fiel en todos sus detalles:

Antes que pase adelante en nuestra historia, será bien responder a una objeción que se nos podría poner, diciendo que en otras historias de las Indias Occidentales no se hallan cosas hechas ni dichas por los indios como aquí las escribimos, porque comúnmente son tenidos por gente simple, sin razón ni entendimiento, y que en paz y en guerra sean poco más que bestias, y que conforme a esto, no pudieron hacer ni decir cosas dignas de memoria y encarecimiento, como algunas que hasta aquí parece que se han dicho, y adelante, con el favor del Cielo, diremos; y que lo hacemos o por presumir de componer, o por loar nuestra nación, que, aunque las regiones y tierras estén tan distantes, parece que todas son Indias.


(II/1, 27: 191-192)                


La objeción es interpretada en términos que equiparan la forma del texto con la «nación» (generación-linaje-raza). Al inscribirla, en cierto modo, Garcilaso está afirmando esa equivalencia, acreditando el testimonio indígena en virtud de la forma de su propia escritura «de indio». Para salvar el escollo, además, insiste en la fidelidad de su labor reproductora de un discurso ajeno, tarea estrechamente supervisada por el relator-autor, lo que protege contra cualquier sospecha de «ficción»:

[...] en lo que toca al particular de nuestros indios y a la verdad de nuestra historia, como dije al principio, yo escribo de relación ajena, de quien lo vio y manejó personalmente. El cual quiso ser tan fiel en su relación que, capítulo por capítulo, como se iba escribiendo, los iba corrigiendo, quitando o añadiendo lo que faltaba o sobraba de lo que él había dicho, que ni una palabra ajena por otra de las suyas nunca las consintió, de manera que yo no puse más de la pluma, como escribiente. Por lo cual, con verdad podré negar que sea ficción mía, porque toda mi vida (sacada la buena poesía) fui enemigo de ficciones como son los libros de caballería y otras semejantes.


(II/1, 27: 192)                


El temor a esa objeción es tan grande que vuelve a reiterarse hacia el final de la obra, también como necesidad de esquivar la ficción. Paradójicamente, Garcilaso afirma que la «extrema» fidelidad en la reproducción de los discursos puede ser tomada como «ficción»:

[los indios] han hecho y dicho cosas tan buenas como las hemos visto y oído, que muchas veces me pesó hallarlas en el discurso de la historia tan políticas, tan magníficas y excelentes, porque no se sospechase que eran ficciones mías y no cosecha de la tierra, de lo cual me es testigo Dios Nuestro Señor, que no solamente no he añadido cosa alguna a la relación que se me dio, antes confieso con vergüenza y confusión mía no haber llegado a significar las hazañas como me las recitaron que pasaron en efecto, de que pido perdón a todo aquel reino y a los que leyesen este libro24.


(VI, 21: 580)                


Las protestas de fidelidad y veracidad en la reproducción, no obstante, son necesarias, teniendo en cuenta la hipérbole con que a veces Garcilaso ha caracterizado la elocuencia indígena, por encima de la de «los más bravos caballeros» de Ariosto o Boyardo (II/1, 20: 171) y de la cual la memoria (y la escritura) sólo ha podido retener un pálido reflejo.

Si, al referirse a los poetas épicos italianos, Garcilaso está apuntando el modelo que él (y no los indios) intenta reproducir en la transcripción de sus discursos, y por tanto, ajustándose al canon poético de la verosimilitud más que al histórico de la verdad, otros signos tratan de compensar semejante deriva inscribiendo las circunstancias «reales» de la enunciación de los discursos. Esto se revela, básicamente, en la conciencia reiterada de que se trata de traducciones y, por lo tanto, de discursos modificados por la intervención de un número indeterminado, pero habitualmente elevado, de mediadores, como cuando de Soto habla con el cacique Guachoya «mediante los muchos intérpretes puestos como atenores» (V/1, 5: 462) o cuando el capitán Anilco pronuncia su discurso con plena conciencia de esa mediación y por tanto lo hace «a pedazos, porque los intérpretes lo fuesen declarando como lo iba diciendo» (V/2, 10: 505).

La reproducción de discursos indígenas constituye para Garcilaso la piedra de toque de la verosimilitud de su historia. Los españoles podían hacer gala de su elocuencia sin suscitar incredulidad; pero la novedosa elocuencia de los indios (que llegará a su culmen en los Comentarios reales) exigía estrategias de «interpretación» a las que la mano del «escriba» no podía ser ajena. Así, en muchas ocasiones no se nos dice de quién depende la traducción y, por eso, abre un margen a su propia «versión» («respondieron en su lenguaje las palabras siguientes que, interpretadas en la castellana, dicen así»; II/1, 26: 188).

Semejante libertad implica una atención especial al peso de la herramienta de reproducción: la lengua misma. Garcilaso, víctima del «síndrome analógico» del que hablaba Pupo Walker (1982: 40), utilizará palabras quechuas para referirse a realidades floridianas, grabando profundamente la voz del autor-creador en la obra:

Y pues yo soy indio del Perú y no de S. Domingo ni sus comarcanas se me permita que yo introduzca algunos vocablos de mi lenguaje en esta mi obra, porque se vea que soy natural de aquella tierra y no de otra.


(II/1, 10: 142)                


Al permitirse esa licencia (llamar «curaca» al «cacique» será la manifestación más frecuente), Garcilaso trata de retener una identidad lingüística que siente en peligro: en la escritura se reproducen los trazos de esa identidad, que debe ser conservada y aumentada (en los Comentarios reales). Garcilaso, por eso, se reconoce en ese aspecto de la experiencia del cautivo Juan Ortiz (una de las figuras de mayor peso en la obra, como ha visto bien Voigt): el olvido de la lengua:

[...] con el poco o ningún uso que entre los indios había tenido de la lengua castellana, se le había olvidado hasta el pronunciar el nombre de la propia tierra, como yo podré decir también de mí mismo que por no haber tenido en España con quien hablar mi lengua natural y materna, que es la general que se habla en todo el Perú (aunque los incas tenían otro particular que hablaban entre sí unos con otros), se me ha olvidado de tal manera que, con saberla hablar tan bien y mejor y con más elegancia que los mismos indios que no son incas, porque soy hijo de palla y sobrino de incas, que son los que mejor y más apuradamente la hablan por haber sido lenguaje de la corte de sus príncipes y haber sido ellos los principales cortesanos, no acierto ahora a concertar seis o siete palabras en oración para dar a entender lo que quiero decir, y más, que muchos vocablos se me han ido de la memoria, que no sé cuáles son, para nombrar en indio tal o tal cosa. Aunque es verdad que, si oyese hablar a un inca, lo entendería todo lo que dijese y, si oyese los vocablos olvidados, diría lo que significan; empero, de mí mismo, por mucho que lo procuro, no acierto a decir cuáles son. Esto he sacado por experiencia del uso o descuido de las lenguas, que las ajenas se aprenden con usarlas y las propias se olvidan no usándolas.


(II/1, 6: 129-130)                


En conclusión, cabría señalar que Garcilaso, en pasajes como éste, revela una plena y moderna conciencia de que la escritura es, ante todo, un mecanismo de reproducción de palabras a punto de perderse. Con esas palabras puede reconstruirse un mundo ya perdido y uniforme. Dejando a un lado el evidente componente platónico de esa concepción (saber es recordar; la apariencia de diversidad esconde una esencia única), el párrafo recién citado es, justamente, la prueba del éxito garcilasiano a la hora de construir (concertando, desde luego, más de «seis y siete palabras en oración») una nueva identidad y un nuevo mundo lingüísticos.






Bibliografía

  • ANADÓN, José (1998): «History as Autobiography in Garcilaso Inca», en José Anadón (ed.): Garcilaso Inca de la Vega. An American Humanist, Notre Dame, Indiana, University of Notre Dame, pp. 149-163.
  • ASENSIO, Eugenio (1953): «Dos cartas desconocidas del Inca Garcilaso», NRFH, vol. VII, 3-4, pp. 583-593.
  • AVALLE-ARCE, Juan B. (1964): «Introducción» a El Inca Garcilaso en sus Comentarios. (Antología vivida), Madrid, Gredos.
  • BAUDRILLARD, Jean (1981): Simulacres et simulation, Paris, Galilée.
  • CHANG-RODRÍGUEZ, Raquel (1989): «Armonía y disyunción en La Florida del Inca», Cuadernos Americanos, 247:2, pp. 148-156.
  • DE LA VEGA, Garcilaso Inca (1965): Relación de la descendencia de Garci Pérez de Vargas, en Obras completas, vol. I, Madrid, ed. de Carmelo Sáenz de Santa María, pp. 231-240.
  • —— (1986): La Florida del Inca, ed. de Sylvia L. Hilton, Madrid, Historia 16.
  • —— (1988): La Florida, ed. de Carmen de Mora, Madrid, Alianza.
  • —— (1996): Traducción de los Diálogos de Amor de León Hebreo, ed. de Andrés Soria Olmedo, Madrid, Biblioteca Castro.
  • —— (2000): Comentarios Reales, ed. de Mercedes Serna, Madrid, Castalia.
  • —— (2003): Comentarios reales. La Florida del Inca, ed. Mercedes López Baralt, Madrid, Espasa.
  • DE MORA, Carmen (1988): «Introducción» a La Florida, Madrid, Alianza, pp. 19-81.
  • DURAND, José (1948): «La biblioteca del Inca», NRFH, vol. II, 3, pp. 239-264.
  • —— (1949): «Sobre la biblioteca del Inca», NRFH, vol. III, 2, pp. 168-170.
  • —— (1963): «Las enigmáticas fuentes de La Florida del Inca», Cuadernos Hispanoamericanos, 168, pp. 597-609.
  • FERNÁNDEZ, José B. (1983): «Visión del paisaje americano en La Florida del Inca», Cuadernos de Aldeen, 1:1-2, mayo-octubre, pp. 227-236.
  • HILTON, Sylvia L. (1986): «Introducción» a La Florida del Inca, Madrid, Historia 16, pp. 7-57.
  • HOPKINS-RODRÍGUEZ, Eduardo (1998): «The Discourse of Exemplarity in Garcilaso de la Vega's La Florida del Inca», en José Anadón (ed.): Garcilaso Inca de la Vega. An American Humanist, Notre Dame, Indiana, University of Notre Dame, pp. 133-140.
  • LÓPEZ BARALT, Mercedes (2003): «Introducción» a Comentarios reales. La Florida del Inca, Madrid, Espasa, pp. XI-LXXIX.
  • MATICORENA ESTRADA, Miguel (1998): «A new and unpublished manuscript of Garcilaso's Florida», en José Anadón (ed.): Garcilaso Inca de la Vega. An American Humanist, Notre Dame, Indiana, University of Notre Dame, pp. 141-148.
  • MIGLIORINI, Bruno y OLSCHKI, Giulio Cesare (1949): «Sobre la biblioteca del Inca», NRFH, vol. III, 2, pp. 166-167.
  • MIRÓ QUESADA, Aurelio (1971): El Inca Garcilaso y otros estudios garcilasistas, Madrid, Ediciones Cultura Hispánica.
  • —— (1989): «Creación y elaboración en La Florida del Inca», Cuadernos Americanos, 3:18, pp. 152-171.
  • ORTEGA, Julio (1992): El discurso de la abundancia, Caracas, Monte Ávila.
  • PUPO WALKER, Enrique (1982): Historia, creación y profecía en los textos del Inca Garcilaso de la Vega, Madrid, José Porrúa Turanzas.
  • —— (1985): «La Florida, del Inca Garcilaso: notas sobre la problematización del discurso histórico en los siglos XVI y XVII», Cuadernos Hispanoamericanos, 417, marzo, pp. 91-111.
  • RABASA, José (1994): «On Writing Back: Alternative Historiography in La Florida del Inca», en Amaryll Chanady (ed.): Latin American Identity and Constructions of Difference, Minneapolis, Univ. of Minnesota Press, pp. 130-148.
  • —— (1995): «'Porque soy indio': Subjectivity in La Florida del Inca», Poetics Today, 16:1, primavera, pp. 79-108.
  • RODRÍGUEZ-VECCHINI, Hugo (1982): «Don Quijote y La Florida del Inca», Revista Iberoamericana, 48:120-121, pp. 587-620.
  • VOIGT, Lisa (2002): «Captivity, exile and interpretation in La Florida del Inca», Colonial Latin American Review, 11: 2, pp. 251-273.


 
Indice