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En busca de la emancipación mental

Teodosio Fernández





Al menos en su mayor parte, los territorios del Río de la Plata fueron tempranamente liberados del dominio español -las fuerzas realistas no volverían a Buenos Aires después de mayo de 1810-, y eso les permitió convertirse en el mejor ejemplo de las dificultades que planteaba la organización de los nuevos países. Allí se manifestaron de inmediato discrepancias profundas, que enfrentaban a los ilustrados de la ciudad-puerto, partidarios de la centralización del poder, con unas provincias nada dispuestas a perder su autonomía política y económica. Esa disputa entre «unitarios» y «federales» pronto desembocó en un conflicto numeroso en episodios sangrientos, y por largo tiempo se sucedieron los fracasos a la hora de imponer el orden. Alguna vez la opción centralista pareció próxima al triunfo: tras haberse ocupado durante algunos años de la Gobernación y los Asuntos Exteriores de Buenos Aires -lo que aprovechó para introducir reformas de signo liberal, promocionando la educación, la agricultura y la industria-, en 1826 Bernardino Rivadavia se convirtió en presidente de un estado que se denominaba Provincias Unidas del Río de la Plata, para el que se elaboró una Constitución unitaria. Ese empeño sólo sirvió para activar la discordia, y el desorden desembocó finalmente en la dictadura de Juan Manuel de Rosas, que ocupó por primera vez la gobernación de Buenos Aires entre 1829 y 1833, con el apoyo de los federales, y luego ininterrumpidamente desde 1835 hasta 1852. Los ilustrados argentinos, identificados con el bando unitario, buscaron de inmediato su salvación en el exilio. Luego los seguirían muchos de sus rivales políticos, en cuanto Rosas optó -y lo hizo cuando llegó al poder por segunda vez- por imponer un orden personal y a menudo arbitrario.

Esas circunstancias condicionaron la actividad de los intelectuales rioplatenses. Las ilusiones que habían alentado la Revolución del 25 de Mayo quedaban ya muy lejos cuando en 1830 Esteban Echeverría (1805-1851) regresó a Buenos Aires, después de cinco años en Europa. Volvía convertido en «literato», y con pretensiones renovadoras que significaron de hecho la irrupción del romanticismo. No había de ser el único agitador del ambiente intelectual porteño -un grupo de estudiantes, entre los que se contaban Vicente Fidel López (1815-1903), Juan Bautista Alberdi (1810-1884) y Juan María Gutiérrez (1809-1878), creó en 1833 una Asociación de Estudios Históricos y Sociales que mostraba inquietudes similares-, pero sí quien le dio cohesión y posibilitó un acontecimiento de máximo interés en la evolución de las ideas y de las letras del Río de la Plata: otro grupo de jóvenes, que venía reuniéndose en la Librería de Marcos Sastre (1809-1887) -los mismos, en buena parte, que habían figurado en la efímera Asociación mencionada-, inauguraba en junio de 1837 el Salón Literario. Sastre, Alberdi y Gutiérrez intervinieron en la primera sesión, señalando la necesidad de superar la insuficiencia cultural del medio, tarea a la que se consagraban. En sucesivas reuniones, en las que Echeverría puso de manifiesto su condición de mentor intelectual de esa generación, se examinaron los factores culturales y sociales que habían impedido el progreso nacional: la emancipación política no había sido acompañada de la emancipación mental, y la colonia pervivía en tradiciones, costumbres, instituciones, cultura. La crítica a la herencia española se centraba en los aspectos oscurantistas y reaccionarios de un país que poco podía ofrecer en el contexto de la cultura europea, sin afectar a una Joven España que veían representada sobre todo por Mariano José de Larra y con la que se identificaban en gran medida. Desde luego, tampoco faltaron las opiniones radicales que preconizaban una ruptura total, y unánimemente se pronunciaron por una cultura independiente, para la que juzgaban indispensable una literatura derivada del medio, comprometida con la realidad americana.

Durante algún tiempo las actividades del Salón Literario no inquietaron a Rosas. Al cabo, sus miembros señalaban la incapacidad que gobiernos anteriores -sobre todo el de Rivadavia- habían demostrado a la hora de adaptar sus ideas y propósitos a la realidad nacional, a la vez que buscaban una solución conciliadora para el enfrentamiento entre federales y unitarios, que, como disputa sobre lo que había de ser la organización del Estado, había dejado de tener sentido. No faltaron los elogios a la Federación y al dictador, ni en las reuniones ni en las páginas de La Moda, «gacetín» semanal que fue el órgano de expresión del grupo. Las dificultades comenzaron en 1838, cuando navíos franceses bloquearon el puerto de Buenos Aires y todo el litoral argentino: quienes manifestaban gustos afrancesados se convertían en sospechosos de traición a la patria, y, ante las suspicacias del régimen, el Salón Literario dejó de existir. Muchos de sus miembros se dispersaron, pero, con los interesados en seguir adelante, Echeverría fundó en junio de 1838 la Joven Generación Argentina, después conocida también como Asociación de Mayo. Inspirada en organizaciones carbonarias europeas, tenía carácter de logia secreta y estaba destinada a la lucha política contra la tiranía. Ante sus compañeros, Echeverría leyó las «quince palabras simbólicas» del nuevo credo, que servirían de base para la elaboración del Código o Declaración de principios que constituyen la creencia social de la República Argentina. Ese Código se publicó en enero de 1839 en el periódico El Iniciador de Montevideo, y, junto a la «Ojeada retrospectiva sobre el movimiento intelectual en el Plata desde el año 37», se imprimió en 1846 con el título de Dogma socialista de la Asociación de Mayo.

La fidelidad al espíritu que inspiró la revolución de la independencia, la lucha por el progreso y la emancipación del espíritu americano eran preocupaciones determinantes en el pensamiento de Echeverría. Por su relevancia como manifestación de las inquietudes alentadas por aquella generación, y por constituir la base del liberalismo argentino, el Dogma socialista merece alguna reflexión. No importa lo que debe a pensadores europeos entonces en boga -su deuda con Saint Simon, con Leroux, con Considérant, con Lerminier o con Mazzini ha sido señalada con frecuencia, para bien o para mal-, y ha de resaltarse que por vez primera se pretende desarrollar una aproximación científica, meditada, a las peculiaridades del medio argentino, con la voluntad de llegar a soluciones adecuadas para unos problemas que la Revolución de Mayo no había podido resolver. No se trataba de prescindir de esos ideales, sino de adecuarlos a la realidad nacional. El pensamiento de la Joven Generación Argentina debía desterrar del panorama intelectual a la Ideología, heredera de los pensadores del siglo XVIII y difusora del culto a la ciencia y el progreso desde posiciones racionalistas. Ésa había sido la doctrina oficial de Rivadavia, y Echeverría y sus compañeros le reprocharían el haber reducido el hombre a un concepto abstracto, desconectado de la realidad, al tiempo que trataban de conciliar los vagos ideales de la Revolución de Mayo -los ideales que hablaban de la libertad, de la igualdad y de la fraternidad entre los hombres- con preocupaciones nacionalistas y las exigencias concretas, históricas y sociales, de un hombre determinado. Al conciliar la Ilustración con el historicismo romántico se moderaban las aspiraciones del pasado. El régimen rosista había demostrado suficientemente que los pueblos podían hacer uso de sus derechos para entronizar tiranos, y no para derribar cetros y romper cadenas, como aseguraba la retórica jacobina. Las masas no estaban preparadas para ejercer su soberanía y, mientras no hubiesen sido educadas convenientemente, no quedaba otra solución que optar por el voto cualificado, reduciendo la capacidad de participación popular al ámbito del municipio. Una jerarquización se imponía, derivada de la importancia social o de la calidad de los sentimientos, a la vez que el análisis del pasado histórico y de la sociedad contemporánea aconsejaban restricciones para la libertad absoluta, que podría atentar contra las posibilidades de progreso.

Esas posiciones fueron las de los escritores argentinos de su generación. Cuándo se acentuó la hostilidad del régimen de Rosas, ese pensamiento social adquirió matices decididamente políticos, y se insistió en que el orden vigente era una perpetuación del orden colonial, sustituido el tirano español por tiranos autóctonos. La literatura de la época lo demuestra reiteradamente, tal vez porque los intelectuales -no todos: del lado del dictador estuvo Pedro de Angelis (1784-1859), quien llevó a cabo notables trabajos de recopilación de documentos históricos, estudió las lenguas indígenas, escribió ensayos literarios y políticos, y desarrolló una incansable actividad periodística- quedaron al margen del poder e hicieron del gobernador de Buenos Aires la personificación del terror, de la tiranía, de la barbarie. Nadie contribuyó a elaborar esa imagen más que Domingo Faustino Sarmiento (1811-1888), quien en San Juan -el espíritu de la renovación había llegado a lugares diversos de la Confederación Argentina- había publicado un periódico antirrosista, El Zonda, antes de refugiarse en Chile en 1840, ya por segunda vez. Allí había de fundar y de redactar El Progreso, desde cuyas páginas realizaría la formulación definitiva de una interpretación de la historia y de la realidad de su país que iba a determinar en buena medida la evolución del pensamiento hispanoamericano posterior: en 1845 dirigió contra Rosas su Civilización y barbarie. Vida de Juan Facundo Quiroga. Aspecto físico, costumbres y hábitos de la República Argentina, sin duda una de las manifestaciones más destacadas de la literatura del momento. A pesar de la improvisación que se le ha achacado con frecuencia y de su precipitada redacción, Facundo -ése es el título abreviado y suficiente con que suele conocerse la obra- ofrece una estructura meditada y coherente en sus planteamientos: en la primera de sus tres partes se hace el análisis de la geografía, del hombre y de las tensiones sociales, sobre todo en lo que respecta al medio rural y sus habitantes, para terminar con un examen de la Revolución de 1810 y de sus consecuencias, que explicarían la anarquía posterior; en la segunda, la más amplia, se traza la biografía de Quiroga, encarnación de la barbarie y del instinto de la campaña que aniquila el orden civil de las ciudades, hasta ser a su vez destruido por otro caudillo bárbaro, Rosas; y la tercera se reserva para un ataque directo al dictador de Buenos Aires, y para las propuestas del propio autor relativas a la reconstrucción del país. Influido por la historiografía francesa reciente, Sarmiento se había propuesto el análisis de los interminables conflictos políticos en función de la tradición nacional y de los factores geográficos (que juzgó determinantes), y en los términos de un enfrentamiento entre la burguesía progresista y el feudalismo rural, entre la civilización de las ciudades y la barbarie de la campaña. Ésa es la idea fundamental sobre la que descansa el ensayo, y a medida que se expone genera otras, normalmente en forma de oposiciones: las grandes extensiones sin núcleos urbanos impiden el desarrollo de hábitos sociales, y engendran al gaucho, mientras en las ciudades viven los hombres cultos; pero hay ciudades más civilizadas y menos civilizadas, y aquí la herencia española constituye un lastre para el progreso; herencia española, gauchos, indios, se constituyen en representantes de la barbarie, mientras que, en último término, la civilización radica casi exclusivamente en Buenos Aires, y en esa lógica el conflicto planteado es el de América frente a Europa. Las partes en pugna quedan también simbolizadas por hombres representativos: Quiroga (había sido uno de los más notables caudillos del interior) o Rosas frente a Rivadavia, la dictadura frente a la democracia liberal. La visión dinámica de la historia permitiría distintos grados en la civilización y en la barbarie, e incluso cambios de signo: la cultura española habría desempeñado una misión civilizadora frente a los indígenas, Facundo representaría sólo una fase en el ascenso de la barbarie, que culminaba con Rosas y dominaba Buenos Aires, expulsando la civilización hacia Montevideo. El vestido, las costumbres, las viviendas, todo contribuía a caracterizar a los personajes según perteneciesen a un sector u otro de la población argentina.

La significación sociopolítica del ensayo de Sarmiento no ha de hacer ignorar otros atractivos, cuando la principal dificultad a la que se ha enfrentado la crítica radica al parecer en la adscripción de la obra a un género determinado: el partidismo, el apasionamiento y la poco fiable documentación del autor, juez y parte en el conflicto que expone, convierten para algunos el estudio sociológico e histórico en una novela-ensayo o biografía novelada. Desde luego, en las dos últimas partes hoy prevalece lo atractivo del relato sobre el análisis del caudillismo y de la anarquía, y la primera ofrece un extraordinario interés adicional: en ella se descubren las posibilidades de crear una literatura nacional, a la vez que se describen las costumbres y los personajes que le darían originalidad, curiosamente aquellos -su potencial utilización poética y novelesca se revela como un inesperado aspecto positivo- que están, como el gaucho, estrechamente ligados a la barbarie autóctona. Como los hombres de la Asociación de Mayo, Sarmiento había heredado del Iluminismo la concepción liberal del progreso, y también como ellos, a través del historicismo romántico y corrientes coetáneas del pensamiento europeo, había sabido de la importancia de la historia en la constitución del espíritu de los pueblos, de la influencia del medio geográfico en la sociedad y el individuo, de la necesidad de fundamentar el progreso sobre el conocimiento de la realidad histórica y social de cada país. Las reflexiones que le sugiere la lectura de las novelas del norteamericano James Fenimore Cooper, posible modelo para los narradores argentinos, son sumamente explícitas en algunos aspectos: a medios geográficos semejantes han de corresponder «análogas costumbres, usos y expedientes», y en relación con esas peculiaridades, derivadas de una historia y de un medio determinados, se encuentran las posibilidades de realización de una literatura original. Los gauchos -ante los que Sarmiento muestra una fascinación similar a la que le produce la naturaleza hostil, salvaje y terrible de la pampa- son manifestaciones de una naturaleza primitiva, de la que dimana una extraña grandeza que se manifiesta en su valor, en su destreza, en su estoicismo ante el sufrimiento y la muerte. La originalidad cultural empezaba a mostrarse difícil de conciliar con una voluntad de progreso cuyos modelos se encontraban muy lejos de la América hispánica.

Facundo apenas fue la obra más destacada de un prosista excepcional. Ni siquiera fue la única en que Sarmiento atacó a Rosas, a la vez que analizaba personajes y avatares de la historia argentina o exponía sus propias ideas sobre la construcción del país: en Apuntes biográficos. Vida de Aldao (1845) se refirió a otro de los más notables representantes de la barbarie y de la anarquía; en Argiropolis o La capital de los Estados confederados del Río de la Plata (1850) se ocupó de los problemas y de las soluciones que consideraba adecuadas para la organización y el progreso de la nación; en Campaña en el Ejército Grande Aliado de Sud América (1852) narró la derrota de Rosas y resaltó su propia contribución a ese éxito, y a la vez se enfrentó al general vencedor y presidente de la Confederación, Justo José de Urquiza. La caída del tirano no había hecho olvidar las antiguas discordias, que ahora afectaban a quienes la oposición había unido. Del lado de Urquiza y del régimen republicano federal que suscribieron las provincias se situó un miembro tan destacado del Salón Literario como Juan Bautista Alberdi, quien respondió a los ataques de Sarmiento con cuatro Cartas sobre la Prensa y la política militante en la República Argentina, o Cartas quillotanas (1853), a las que el afectado replicó con la serie de artículos conocida como Las ciento y una, muestra destacada de una literatura panfletaria en la que el siglo XIX abundó. Por lo demás, las ideas de Alberdi sobre el país y sus necesidades no eran muy diferentes a las de Sarmiento y demás intelectuales de su generación, y lo había demostrado desde su juventud, cuando ganó un temprano y merecido prestigio con su Fragmento preliminar al estudio del derecho (1837). Algún elogio de Rosas se conjugó allí con el pensamiento que luego se plasmó sobre todo en sus Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina (1852), otro severo análisis de las causas que habían sumido en el caos a la América independiente, y que podrían resumirse en una sola: los fundadores de los nuevos países habían hecho suyos los ideales de la Revolución Francesa o, a la hora de legislar, habían buscado inspiración en los Estados Unidos, ignorando unas circunstancias peculiares que harían ineficaces esas pretensiones renovadoras; el legislador había de tener en cuenta que la realidad no podía ser modificada de pronto, y que su avance hacia el progreso exigía soluciones originales, atentas a las peculiaridades de la América española.

Esa convicción fue común a los pensadores más destacados de la época. Entre ellos se cuenta el mexicano José María Luis Mora (1794-1850), quien también responsabilizó de los males de su país al espíritu colonial, que habría encontrado una de sus manifestaciones más negativas en el espíritu de cuerpo que determinaba las actuaciones del clero y de la milicia, en detrimento de la moral y de los intereses públicos. Frente a esas fuerzas reaccionarias, el liberalismo enarbolaba las banderas del progreso, de la educación pública, de los derechos civiles y del espíritu nacional. Los planteamientos de los «girondinos» chilenos, entre los que destacaron José Victorino Lastarria (1817-1888) y Francisco Bilbao (1823-1865), son similares. Probablemente fue Lastarria quien más insistió en que la colonia pervivía aún en las costumbres y en la cultura, y en que era necesario luchar por la emancipación mental que permitiese la regeneración anhelada. La reforma ideológica había de permitir el desarrollo del individuo hasta capacitarlo para la libertad absoluta, hasta superar las diferencias que enconaban la vida política nacional -a partir de 1830 dominada por los conservadores, durante más de tres décadas-, y con actividades variadas trató reiteradamente de contribuir a esa empresa. Muestras notables de su esfuerzo fueron el «Discurso» con que en 1842 inauguró en Santiago la Sociedad Literaria, y sus Investigaciones sobre la influencia social de la conquista y del sistema colonial de los españoles en Chile (1844), y otros trabajos reunidos en su Miscelánea histórica y literaria (1868). Lastarria entendía que el progreso era una ley de la naturaleza, pero a la vez lo relacionaba con la educación, con la evolución del espíritu, con la reforma de las conciencias que había de traducirse en la modernización de las instituciones y del país en su compleja totalidad. Y en cuanto a Francisco Bilbao, su Sociabilidad chilena (1844) fue una manifestación del liberalismo más radical, frente al gobierno conservador y clerical que dominaba en Chile. Cuando publicó La América en peligro (1862) y El Evangelio americano (1864) ya ese orden parecía desplazado por otro liberal, pero eso no le impidió reiterar la conflictiva visión que casi todos compartían. Por entonces otros peligros se acentuaban, algunos exteriores -prueba evidente era la intervención francesa en México, para sustituir la Reforma liberal de Benito Juárez por una solución monárquica y conservadora-, y Bilbao relacionó la pervivencia de la cultura española con la vigencia del catolicismo, que juzgó inseparable de la monarquía, de la feudalidad, de la Inquisición y de la intolerancia, y consideró una amenaza para las libertades republicanas, débiles o quizás imposibles en países donde el orden y la libertad sólo parecían servir para la justificación de dictaduras conservadoras o liberales. Frente a Roma, frente a la teocracia, frente al despotismo y la obediencia ciega, él estaba, naturalmente, con el republicanismo: con la soberanía del pueblo y de la razón, con el respeto de la ley, con el ejemplo que ofrecían los Estados Unidos en la América del Norte, que por otra parte, con su anexión reciente de la mitad del territorio mexicano, ya habían mostrado el respeto que les merecían los caóticos países de la América hispánica.

Eso demuestra que las líneas maestras del liberalismo romántico hispanoamericano prolongaban su vigencia y se matizaban en función de las circunstancias. A este respecto tal vez el caso más significativo es el del ecuatoriano Juan Montalvo (1832-1889). En su exilio colombiano de Ipiales, cerca de la frontera de su patria, escribió entre 1869 y 1876 varias obras que se publicarían mucho después, póstuma alguna, y en las que la crítica había de ver un verdadero monumento de la lengua castellana: los Siete tratados (1883), los Capítulos que se le olvidaron a Cervantes (1895) y la Geometría moral (1917). Desde luego, aun enriquecidas con anécdotas, no es fácil que reclamen una atención mayoritaria las reflexiones de Montalvo sobre los prejuicios nobiliarios, sobre la belleza, sobre el perfecto sacerdote cristiano, sobre el genio, sobre los héroes de la emancipación hispanoamericana, sobre gastronomía o sobre sus convicciones político-sociales, temas de los «tratados», mientras que resultan indudables sus valores estilísticos y los de la Geometría moral, ese otro «tratado» sobre el amor. Prosa excepcional, al servicio de una preocupación ética que se manifiesta en función de motivos diversos -la locura, la virtud o la acción son objeto de las reflexiones de don Quijote-, es también la de los Capítulos que se le olvidaron a Cervantes, ese «ensayo de imitación de un libro inimitable» en el que Montalvo exhibe una vez más un lenguaje castizo, rico en reminiscencias de la literatura castellana de los siglos XVI y XVII, aunque abierto desde luego a las nuevas posibilidades de enriquecimiento del idioma. Por lo demás -y sin olvidar los escritos diversos que reunió en los tres tardíos volúmenes de El Espectador (1886-1888)-, Montalvo es recordado sobre todo como el panfletario político que llevó su indignación hasta el insulto y la afrenta personal cuando trató de agredir a sus adversarios. Desde joven se había mostrado propenso a la rebeldía patriótica y desdeñoso con los déspotas, pero fue a partir de 1860, tras algún tiempo de estancia en Europa, cuando tuvo las mejores ocasiones para demostrar sus habilidades. Sin desdeñar a Ignacio Ordóñez, el arzobispo de Quito que condenó los Siete tratados y se mereció así la Mercurial Eclesiástica o Libro de las verdades (1884), sus enemigos fueron ante todo el presidente Gabriel García Moreno, asesinado en 1875, y su sucesor Ignacio de Veintemilla. Contra ellos dirigió Montalvo sus libelos, en buena medida desde las páginas de los periódicos personales que tituló El Cosmopolita (1866-1869) y El Regenerador (1876-1878). Por añadidura, Veintemilla fue el blanco de las diatribas que Montalvo denominó Catilinarias (1880-1882), culminación de una literatura de combate que en el XIX hispanoamericano alcanzó un excepcional desarrollo.

Sin descanso, en defensa de una democracia liberal, Montalvo gritó contra tiranos y tiranías su pretensión de hacer del Ecuador un país civilizado, aunque sin detenerse a meditar sobre las soluciones que habrían de permitir la paz y el progreso. Fue sobre todo eficaz en la denuncia de los cuartelazos y de las guerras internas y externas que habían marcado a las repúblicas hispanoamericanas. Desde luego, también García Moreno era consciente de ese problema, y buscaba soluciones incluso cuando llegó a proponer a Napoleón III la incorporación del Ecuador al imperio francés. El ofrecimiento no encontró acogida, ni siquiera para fracasar como en México -el presidente ecuatoriano estuvo en ese conflicto del lado de Maximiliano y contra Juárez-, y la dictadura encontró justificaciones en la voluntad de salvar a un País que amenazaba con fragmentarse, en la urgencia de favorecer el progreso que las rivalidades políticas imposibilitaban, en la necesidad de salvaguardar el orden frente a los excesos de una población a la que faltaba madurez para usar correctamente de sus libertades. Además, otro factor contribuía ahora a la radicalización de los conflictos: el religioso, sobre todo desde que la Iglesia adoptó una actitud militante contra el liberalismo, y eso ocurrió en los años sesenta, cuando Garibaldi y el rey Víctor Manuel II consiguieron la unidad de Italia en perjuicio del Papado. Frente a la amenaza monárquica y frente al orden teocrático, Montalvo esgrimió otra vez los ya antiguos ideales de libertad, de igualdad y de fraternidad. Por eso su romanticismo libertario resulta quizás -como su lenguaje- un tanto anacrónico, pero era tal vez la única respuesta posible a la situación de un país que aún vacilaba entre el caos y las tiranías, como en los primeros años de independencia, y cuyos gobernantes apelaban a las soluciones de antaño. En cualquier caso, sus violentas diatribas contra los dictadores tal vez constituyen hoy lo más atractivo de la obra de otro de los más destacados prosistas hispanoamericanos del siglo XIX.

La condición «anacrónica» de Montalvo deriva en parte de que su prédica se desarrolla cuando en países como México o Argentina los representantes del romanticismo liberal, en la medida en que habían sobrevivido, habían conseguido ya incorporarse a la vida política y se ocupaban de llevar a la práctica sus ideas. Éstas, a la hora de la verdad, no parecen demasiadas, ni demasiado nuevas: como Bolívar, habían descubierto la ineficacia de unas constituciones inspiradas en el pensamiento revolucionario francés o en el modelo norteamericano, más atentas a los derechos del hombre y a las libertades teóricas de los países que a las peculiares circunstancias hispanoamericanas, y a la hora de ordenar la vida de las nuevas repúblicas insistieron en la ya señalada necesidad de encontrar soluciones propias; como los que hicieron la independencia, vieron en la colonia un tiempo de oscuridad y de tiranía, y en la pervivencia de aquella barbarie encontraron la explicación del desorden presente. Tratando de avanzar por ese territorio conocido, insistían una y otra vez en que la emancipación política no había sido acompañada de la emancipación mental: el oscurantismo español perduraba con la colaboración de nuevos tiranos, la educación colonial parecía haber incapacitado a los pueblos americanos para la libertad y la democracia. Para valorar el alcance de las novedades tal vez conviene tener en cuenta sus claves políticas y generacionales, y algunas polémicas «literarias» pueden resultar significativas al respecto. Algún interés ofrece la que suscitó el certamen poético con que los exiliados argentinos en Montevideo celebraron el aniversario de la Revolución de Mayo en 1841. Sin entrar en pormenores, conviene recordar que el unitario Florencio Varela (1807-1848), miembro del jurado, aprovechó la ocasión para negar la condición nacional de la literatura anterior a la independencia. Alberdi, que se encargó de editar los trabajos premiados, les añadiría un apéndice para rebatir aquella opinión: no sólo afirmaba el interés de autores y poemas anteriores al 25 de Mayo, sino que extendía la pervivencia del pasado hasta la generación de 1837, la del Salón Literario, que habría sido la primera auténticamente renovadora y americana. Es evidente que esa reducción de los neoclásicos a meros perpetuadores del orden colonial -ellos, que habían terminado con el dominio español- constituye una descalificación exagerada, y es consecuencia de la lucha por el poder que sostenían los jóvenes. Otra polémica, la más famosa, insiste en ese significado. Se desencadenó en Chile, en 1842, cuando Sarmiento, al comentar unos Ejercicios populares de la lengua castellana de Pedro Fernández Garfias, defendió la soberanía del pueblo en asuntos del idioma y redujo el papel de los gramáticos a la defensa de la tradición o de la rutina. Con la mesura que lo caracterizaba, Andrés Bello salió al paso de esas opiniones, no para oponerse al enriquecimiento del idioma, sino para condenar la irrupción masiva e innecesaria de vocablos extranjeros. Sarmiento condujo luego la disputa hacia cuestiones relacionadas con el americanismo literario: insistió en que el idioma es expresión de las ideas de un pueblo, rechazó la cultura española que estimaba en total decadencia, aconsejó el aprovechamiento directo de la cultura europea, se rebeló una vez más contra las reglas, las gramáticas y las academias, y propuso un arte propio, improvisado, hijo de las convicciones personales. Bello ya no respondió, pero lo hicieron sus discípulos, sobre todo para satirizar el «socialitismo» y el afrancesamiento de los exiliados argentinos. Éstos habían dejado bien claro en sus intervenciones que sus planteamientos literarios eran los coherentes con su búsqueda de libertad para las artes, la industria, el comercio o la conciencia: en suma, los propios del pensamiento liberal, y no hay que olvidar las implicaciones políticas que la polémica había adquirido desde el principio, o al menos desde que Sarmiento equiparó la actividad de los gramáticos a la de un senado conservador, de modo que los conservadores resultaban identificados con la colonia, con ese pasado que ahora se trataba de superar.

Podría deducirse, en consecuencia, que los románticos hispanoamericanos más significativos se sintieron representantes de una civilización naciente y de una ilustración verdadera. Así fue, en efecto, pero para precisar la orientación de su pensamiento conviene recordar que no siempre se identificaron con el romanticismo: por lo general lo hicieron suyo en la medida en que pudieron relacionar la nueva estética con la fe en la perfectibilidad social, con el progreso, con la democracia e incluso con el socialismo, pero renegaron de él -Vicente Fidel López lo hizo en el curso de esa polémica de 1842, como en otras ocasiones Sarmiento o Alberdi- cuando lo identificaron con el catolicismo y con las evocaciones históricas de la Edad Media, algo por completo ajeno a las preocupaciones americanistas del momento. Los problemas propios determinaban esa actitud, que en último término resultaba próxima a la adoptada por la generación precedente: parecen repetirse los planteamientos que antes habían diferenciado a los liberales «neoclásicos» y «patriotas» de los conservadores o «realistas» contrarios a la independencia y a los cambios que significaba, y que ahora distinguen a los románticos liberales de quienes, no sin razones -el mexicano Lucas Alamán (1792-1853) las mostró minuciosamente en los cinco volúmenes de la Historia de México que publicó entre 1849 y 1852-, aún añoran el orden antiguo y luchan por preservar sus restos, amenazados sin cesar por los principios igualitarios y por las libertades republicanas. Si Bolívar y los suyos habían virado pronto hacia posiciones aparentemente conservadoras, lo habían hecho decididos a garantizar el progreso, temerosos de que el pleno ejercicio de la soberanía popular terminase en el caos. Ésas eran sus razones cuando cuestionaron los principios revolucionarios, cuando alguna vez pensaron en la instauración de regímenes monárquicos, cuando recurrieron a un despotismo que trataba de salvaguardar el orden y procurar la educación necesaria para el ejercicio de la libertad futura. Los jóvenes desconocieron esos esfuerzos, y atribuyeron a sus predecesores la convicción ingenua de que la revolución libertadora había bastado para lograr la libertad completa, para romper del todo con la colonia, para haber dado comienzo a una nueva época. Así los libertadores se convertían en idealistas más atentos a los principios que a la realidad, y a la vez en tiranos que perpetuaban el orden antiguo, un orden que los jóvenes querían derribar. Así la oposición entre las generaciones o terminó convertida en una lucha entre conservadurismo y progresismo, entre el absolutismo teocrático heredado de los tiempos oscuros de la colonia y la democracia liberal que representaba el espíritu de la modernidad, entre la barbarie y la civilización, formulaciones diversas para un único conflicto.

Esos planteamientos no dejaron de ofrecer algunas paradojas, y no sólo porque Sarmiento trabajase para el gobierno conservador chileno de Manuel Montt. La actitud a veces reticente hacia el romanticismo, antes señalada, es apenas una consecuencia de las no siempre fáciles relaciones de la estética literaria romántica con el pensamiento liberal, y ese conflicto permite explicar el alcance y quizá las características dominantes de la literatura romántica hispanoamericana. Sus representantes más destacados casi nunca renunciaron a las preocupaciones que habían heredado de la generación precedente: también ellos confiaban en el poder de la razón y en la perfectibilidad del género humano, y atribuían a la educación de las masas un papel decisivo en la modernización de las nuevas repúblicas, y adoptaban actitudes moralizadoras, patrióticas, humanitarias, sociales. Por eso su pensamiento se muestra, a pesar de todo, poderosamente ligado al pasado, incluso cuando adopta -como se advierte en Echeverría o Sarmiento- planteamientos derivados de un socialismo utópico cuyas fronteras con el liberalismo desaparecían en la medida que éste insistía también en la defensa de la democracia y en el nacionalismo exaltador de lo popular. Hasta en sus manifestaciones más radicales, cuando apostó por una sociedad de hombres libres e iguales, el romanticismo «socialista» recuerda los ideales que guiaron la revolución de la independencia, y descubre sus propias limitaciones prácticas en la medida en que los jóvenes insistieron sobre todo en el carácter «revolucionario» de la educación, relegando las transformaciones -siempre se trataría de reformas realizadas desde arriba, desde las clases dirigentes, perpetuando también en este aspecto las actitudes del despotismo ilustrado- a los aspectos «morales» de la sociedad que se trataba de modernizar. Así se conjuraba el peligro o la tentación de intentar revoluciones más profundas, mientras se contaba con justificación suficiente para atentar contra el orden «conservador» establecido, y para «conservar» el propio en cuanto los emancipadores mentales se hicieron con el poder y se entregaron a la educación de unas masas que ellos tampoco encontraron preparadas para la libertad. Desde luego, no faltan los que trataron de llegar más lejos en la transformación, como Lastarria, que asumió una de las actitudes más radicales al plantear determinados aspectos del romanticismo hispanoamericano en lo que tenía de social, de orientado hacia el progreso y hacia el futuro, de ideología reformadora. El romanticismo social chileno alguna vez llegó incluso a entender que la degradación de las masas tenía que ver no sólo con su incultura, sino también con la miseria, e incluso con la injusta distribución de la tierra. Algunos ideólogos de la Reforma mexicana pensarían lo mismo, pero esos planteamientos son sin duda excepcionales entre quienes buscaban ante todo la emancipación mental.

Por otra parte, como la generación anterior, los románticos también encuentran fuera sus modelos: Estados Unidos, Francia e Inglaterra siguen siendo los preferidos. Pero su actitud es aún más radical que la de sus predecesores: como ha podido advertirse, llegan a plantear la lucha de los liberales contra los tiranos o contra el orden conservador como una lucha en favor de Europa y contra América. Desde luego, dejan claras sus razones: América es la herencia de España y de su odio a la civilización europea de los últimos siglos -la que representan Francia o Inglaterra-, y es esta Europa de la libertad y del progreso la que debe ahora conquistar América, completando la obra de la Europa medieval que España realizó. La coherencia de estos planteamientos con otros anteriores es indudable, pero su significación, tal vez paradójica, debe resaltarse: los románticos se ven a sí mismos como europeos trasplantados a América, y en el nuevo solar nativo desean reproducir una civilización superior que sienten como suya. Renuncian a las utopías, pero no a las metas, y esa actitud da a la generación liberal y romántica una fisonomía realista, experimental, científica: se trata de afrontar una realidad negativa y de transformada hasta conseguir una personalidad nueva, hasta que América fuese otra Europa. En consecuencia, en la búsqueda de emancipación mental nada tiene que decir la América española, y menos aún la América indígena, que casi siempre se ve como un lastre para la civilización, aún mayor que la cultura colonial de los mestizos y blancos. La esperanza de futuro había de asociarse con frecuencia al fomento de la inmigración europea, preferentemente anglosajona, que neutralizase las incapacidades de los nativos. Los románticos hispanoamericanos lamentaron la adopción de constituciones ajenas a la realidad americana, y a la vez soñaron con la importación de las gentes que hiciesen posible la implantación en Hispanoamérica de esa legislación extraña.

En cuanto a la herencia española, la cuestión del idioma no pudo ser ignorada. Pronto alguna voz vaticinó la fragmentación dialectal del castellano que conduciría con el tiempo a la aparición de nuevos idiomas, y no faltaron los defensores de la creación de una lengua nacional -Juan María Gutiérrez figuró entre ellos-, pero los temores que Bello manifestó en el prólogo a su Gramática castellana -se refirió allí a la abundancia de neologismos y de locuciones extrañas que amenazaban con convertir al español americano en una multitud de idiomas irregulares, licenciosos y bárbaros- no resultaron justificados por la actitud de los románticos: casi todos entendieron que la lengua común era un legado valioso que habían de salvar. El americanismo y sus manifestaciones nacionalistas quedaron así relegados al ámbito de la literatura, con la que se relacionaron las posibilidades de crear una cultura propia. Esa convicción fue expresada por Echeverría en el epílogo a su poemario Los consuelos (1834), cuando reclamaba una poesía «revestida de un carácter propio y original», atenta a la naturaleza, a las costumbres, a las ideas dominantes, a los sentimientos, a las pasiones y a los intereses sociales del medio en que surgía. «Si hemos de tener una literatura -opinó Juan María Gutiérrez en 1837, al inaugurar el Salón Literario- hagamos que sea nacional, que represente nuestras costumbres y nuestra naturaleza, así como nuestros lagos y anchos ríos sólo reflejan en sus aguas las estrellas de nuestro hemisferio» (Martínez, 1972: 97). Esas posiciones fueron alguna vez radicales -en su discurso inaugural de la Sociedad Literaria, Lastarria abogó por una literatura de carácter popular, que no fuese «el exclusivo patrimonio de una clase privilegiada» (1885: 113)-, pero casi siempre pudieron ser asumidas incluso por quienes procedían de la generación anterior, como en el caso señalado de Andrés Bello. A veces se impusieron lentamente y sin actitudes particularmente ruidosas: en México se descubren desde época temprana, pero en 1869, al fundar El Renacimiento, Ignacio Manuel Altamirano (1834-1893) todavía convocaba a la realización de ese programa, y después tendría aún ocasión de polemizar en el Liceo Hidalgo con los partidarios de continuar la tradición española. En todas partes se esperó de la literatura una contribución decisiva a la cultura americana y a la libertad de los pueblos -se la consideraba como un termómetro de civilización-, y a la vez que fuese un fiel reflejo de la sociedad, de su evolución o de sus revoluciones, del paisaje y de la historia de la América hispanohablante. Todos confiaron en que una expresión literaria original derivaría de la naturaleza, la historia, las costumbres, los sentimientos y cuanto tuviesen de peculiar los hombres y las tierras de América.

A la hora de la verdad la literatura también se vio determinada por la búsqueda de estabilidad y de progreso: en ella se diluyeron los contenidos revolucionarios del romanticismo, y la pretendida ruptura con la generación precedente es con frecuencia difícil de percibir. Desde luego, el historicismo romántico favorecía el nacionalismo literario, que trataba de destacar la originalidad derivada de la geografía y de la historia, aunque fuesen factores negativos, y esa insistencia en lo particular, esa exaltación de la diferencia, ya marca distancias con el universalismo iluminista. Pero incluso cuando se trató de reflejar lo propio se manifestaron los lazos que aún se mantenían con la literatura peninsular, y la mejor prueba es tal vez ese género tan cultivado entonces que se conoce como «cuadro de costumbres». Mariano José de Larra fue el maestro reconocido de Sarmiento, y Alberdi llevó su admiración hasta adoptar para sí el pseudónimo de «Figarillo». Tampoco faltan las influencias de Serafín Estébanez Calderón y de Ramón de Mesonero Romanos entre los numerosos «costumbristas» que proliferaron por todas partes y durante un período prolongado, al calor del nacionalismo literario y de su exaltación del color local, y también con mucha frecuencia impulsados por urgencias de carácter social o político. Uno de los más destacados, el mexicano Guillermo Prieto (1818-1897), es buena muestra tanto de la larga pervivencia del género como de su filiación declarada: escribió tal vez sus mejores cuadros a partir de 1878, cuando en el periódico El Siglo XIX publicó semanalmente su columna «Los San Lunes de Fidel», con la pretensión de reflejar una realidad propia y de señalar sus defectos -«moralidad y progreso» pudo haber sido su lema-, pero sin ocultar que sus modelos -en Mesonero había encontrado el pseudónimo de «Fidel» que usó desde 1842- eran peninsulares. Otros costumbristas merecen el recuerdo, como el mexicano José María Roa Bárcena (1827-1908) o el colombiano José Caicedo Rojas (1816-1897), o el propio Lastarria, pero entre ellos destaca tal vez el chileno José Joaquín Vallejo, «Jotabeche» (1811-1858), que escribió sobre todo entre los años 1841 y 1847. Como cabía esperar de un protagonista del Movimiento Literario de 1842 -las célebres polémicas sirvieron también para que se acusase en Chile la presencia de una nueva generación-, «Jotabeche» trató de conjugar el nacionalismo literario con la función didáctica aconsejada por la pretensión de renovar la cultura americana, y sobre su entorno volcó una mirada irónica y a menudo festiva que afectó incluso a esas «costumbres» modernas que eran el liberalismo y el romanticismo. Paisajes, situaciones, anécdotas, tipos y hábitos centraron una atención atraída por lo pintoresco, pero también resuelta a la crítica de vicios sociales y políticos. Éstos no oscurecieron la visión optimista de un país en rápido proceso de modernización y desarrollo: «Jotabeche» era un conservador que creía en la razón y en el progreso, y en sus escritos dejó un excepcional testimonio de la vida chilena del momento, especialmente -durante los años de mayor actividad literaria vivió casi siempre en su ciudad natal de Copiapó- de la que entonces tuvo su centro en el norte minero.

La época fue favorable en toda Hispanoamérica para el desarrollo de otras posibilidades literarias más o menos relacionables con el interés por los usos y costumbres de los pueblos, también conjugado con las inevitables pretensiones educativas. Al margen de los discursos, de los ensayos históricos y de jurisprudencia, de los folletos políticos y de las memorias literarias (de todo ello he dejado algún testimonio, y podrían ofrecerse otros), ocasionalmente esas preocupaciones se tradujeron en obras de particular atractivo, como la que Domingo Faustino Sarmiento tituló Viajes por Europa, África y América (1849-1851). Era el testimonio de más de dos años dedicados a observar los métodos educativos de distintos países, misión que el gobierno chileno le había encomendado en 1845, y una ocasión excepcional para modificar o confirmar su teoría sobre la civilización y la barbarie. Sarmiento se sintió decepcionado por la Francia real, un país política y económicamente atrasado, y describió, a veces con fascinación, costumbres pintorescas de una España fanática e ignorante, cuya barbarie vio prolongada en el norte de África. Luego, la riqueza cultural del pasado no le impidió descubrir en Italia un mundo de superstición y de miseria. Con la desidia de los países mediterráneos contrastaban la limpieza y la industria de Suiza, de Alemania, de los Países Bajos o de Inglaterra, y, así preparado, el viajero había de encontrar en los Estados Unidos de Norteamérica el modelo de sociedad que estaba buscando: sin ignorar los defectos de aquel joven país, Sarmiento lo identificó con la tolerancia y con la prosperidad, con la alfabetización y el trabajo. Frente a la Europa del despotismo y de la miseria, el Nuevo Mundo proponía una sociedad de hombres celosos de su libertad y a la vez preocupados por el bien común.

Tras la caída de Rosas, Sarmiento manifestó reiteradamente su fe en el progreso y en la democracia, y de sus esfuerzos para hacerlos posibles dan testimonio Educación común (1853) y otros trabajos posteriores, relacionados con esa preocupación que fue constante a lo largo de toda su vida. Desde luego, ninguno de ellos tiene el interés literario de los Viajes. Para encontrar un atractivo similar hay que acudir a aquellos escritos en los que Sarmiento hizo de sí mismo el tema fundamental. De algún modo en todos lo fue, pero en ninguno tanto como en los Recuerdos de Provincia que publicó en 1850. No era la primera obra en que daba cuenta de su vida de -1843 es Mi defensa, donde respondía a ciertos ataques que en Chile trataban de minar su reputación, y aprovechaba para dar a conocer sus orígenes, su carrera civil y militar, sus ambiciones y sus logros-, pero es sin duda la más interesante. Frente a Rosas y las difamaciones sobre su persona que se divulgaban desde Buenos Aires, dejaba constancia ahora de los tiempos difíciles que había vivido en San Juan, de sus esfuerzos para superar las limitaciones culturales del medio en que le había tocado nacer, de los variados trabajos realizados durante sus muchos años en el exilio, del tesón infinito que lo había aupado, no sin contratiempos y enemistades, al lugar que ocupaba en los medios políticos y civiles chilenos, en la prensa y en la educación de un país en el que muchos no habían olvidado en ningún momento su condición de extranjero. Desde luego, se mostraba preparado para prestar a su patria grandes servicios contra la barbarie presente, como antes se los habían prestado los miembros de su familia que combatieron la barbarie española, y que ocupan un lugar importante en esas memorias.

El futuro le otorgaría la victoria sobre Rosas, y luego la Jefatura del departamento de Escuelas, y el Ministerio de Gobierno y Relaciones Exteriores, y la Presidencia de la República, entre otros muchos cargos. En todos ellos la educación fue tal vez su preocupación fundamental, mientras nuevos escritos enriquecían las dimensiones de una obra desmesurada. Ninguno alcanzó ya ni de lejos el interés literario de los Viajes, de los Recuerdos de Provincia o del Facundo, que bastan para hacer de Sarmiento el prosista más destacado del romanticismo hispanoamericano.





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