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ArribaAbajoHeroínas de amor trágico en cinco sonetos de Sor Juana

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Entre la enorme y muy variada producción de sonetos escritos en castellano durante el Siglo de Oro, los cinco sonetos de Sor Juana Inés de la Cruz que vamos a examinar ocupan un lugar especial. Estos cinco sonetos pertenecen a la producción temprana de Juana ya que aparecieron todos juntos, y en el orden que señalaremos, en Inundación castálida (Madrid, 1689)209, la primera edición de las obras antiguas de la monja, que se debe a la amistad y al cuidado de su gran amiga la marquesa de la Laguna, María Luisa Manrique de Lara, condesa de Paredes por propio título. Tengamos en cuenta, pues, que la difusión de la obra de la jerónima nació al calor de inquietudes e identificaciones femeninas.

La monja fue, desde el Siglo de Oro hasta hace unos treinta años, la única mujer escritora considerada con suficiente mérito para estudiarse junto a los grandes poetas masculinos. Era fácil percibir en los sonetos suyos, que se codeaban en las antologías con los de los grandes maestros de su tiempo, su alto conocimiento del canon poético, la perfecta destreza de su hechura. Sin embargo, hasta hace unos   —154→   cuantos años, con el incremento de los estudios dedicados a la mujer, no habíamos cabalmente comprendido lo obvio: que la singularidad que percibíamos en la obra de Sor Juana, y ahora hablando de sus sonetos en particular, se debía a que eran el producto de la mente de una mujer, que el sello especial que la monja mexicana le daba a sus versos era el reflejo de la constante preocupación y defensa de su sexo, preocupación que rigió su vida, ya sea que se expresara en forma abierta o disimulada. Volveremos luego a este punto.

Estos cinco sonetos de que hablamos son los que Alfonso Méndez Plancarte agrupó bajo la etiqueta de «histórico-mitológicos»210; tratan del destino trágico de tres mujeres pertenecientes a la historia romana: Lucrecia, el prototipo clásico de fidelidad conyugal, a la que Sor Juana dedica dos de ellos; Julia y Porcia, quienes, como Lucrecia, personifican el amor al esposo y la lealtad en el matrimonio. El quinto soneto cubre el aspecto mitológico; se dedica a una mujer que pertenece a la historia literaria griega: Tisbe, la dulce doncella de Babilonia quien se dio muerte al creer muerto a su amado.


- I -

El soneto fue inventado en Italia por el culto notario de la corte siciliana Giacomo da Lentino211, quien escribió unas veinticuatro de estas «cancioncillas» de tema amoroso en catorce versos; fue intentado en el siglo XV en España por el marqués de Santillana (1398-1458) y quizá algún otro poeta al impulso de la influencia del dolce stil nuovo de los sonetos -también casi todos amorosos- de Dante y de Petrarca212.   —155→   Los poetas castellanos del siglo XV, también influidos por la poesía trovadoresca y de amor cortés213, ensayaron esta nueva estrofa poética; sin embargo, hasta el triunfo del endecasílabo con Boscán y Garcilaso en el siglo XVI renacentista, el soneto no se estableció alcanzando luego la fama y prestigio que conserva hasta hoy en todo el mundo hispánico. La reconocida dificultad para lograr un poema perfecto -como debe de ser el soneto- en un espacio tan corto le ha abierto al poeta que lo logre, el camino hacia el prestigio y la fama desde hace siglos.

El soneto español se mantuvo fiel a su origen italiano en la construcción formal, sintáctica; con el tiempo, en sus aspectos de contenido semántico y temático, se desarrolló con juntamente con el soneto italiano ejerciéndose entre ellos una influencia mutua durante dos siglos214. Porque, si la fijeza formal del soneto se respeta -con unas pocas variantes en las rimas de los tercetos- no sucede así con respecto a las combinaciones semánticas que nos transmiten los temas, que son variadísimos, yendo de lo más religioso y trascendental, de lo más exquisitamente expresado en cuestiones de amor humano, a lo más grotesco y francamente grosero y escatológico. Es por eso que el soneto no constituye un género literario per se ya que los géneros están formados por combinaciones más o menos fijas que explican su coherencia a través de la relación entre forma y contenido, así como sucede con la elegía, la sátira, la epístola horaciana y otros géneros más.

Los catorce versos endecasílabos de los sonetos españoles se distribuyen en los dos cuartetos en que ya los agrupó Giacomo da Lentino, cambiándose las rimas ABAB:ABAB de éste a las muy conocidas ABBA:ABBA del soneto normal italiano y español. En los tercetos se conservaron las combinaciones métricas   —156→   de su inventor (CDE:CDE; CDC:DCD) añadiéndose algunas más que enseguida veremos. En Tomás Navarro215 hallamos las más usadas en el mundo hispano por orden de frecuencia, siendo las dos combinaciones que acabamos de dar del mencionado inventor del soneto (pero invirtiendo el orden), las más utilizadas; siguen cinco combinaciones más, a saber: CDE:DCE; CDC:EDE; CDE:DEC; CDC:CDC; CDE:EDC. Nos dice Tomás Navarro que la mayoría de los poetas españoles emplearon casi todas estas combinaciones aunque otros mostraron marcada preferencia por alguna o algunas de ellas en particular.

Los preceptistas del Siglo de Oro, desde Sánchez de Lima216, trataron de definir el soneto. Herrera lo alaba como «[l]a más hermosa composición i de mayor artificio i gracia de quantas tiene la poesía Italiana i Española»217, y continúa enumerando la capacidad que tiene el soneto para tratar toda clase de «argumentos» así como sus virtudes estilísticas. Las notas más repetidas de los preceptistas son la gravedad que se debía observar en el soneto, haciendo ellos mucho hincapié en que se debe tratar con un solo concepto «sin que falte ni sobre nada»218. Se explica la combinación formal de los versos del soneto: dos cuartetos con pausa entre el octavo verso y el noveno, es decir, pausa al final de los cuartetos y antes del comienzo de los tercetos. Aconseja Carvallo219 que en los versos de los cuartetos se debe prevenir, es decir, exponer, la substancia «de concepto delicado [...] haciendo la cama» ya que «en los seys postreros versos conviene estar toda la sustancia del Soneto». Herrera establece la conexión   —157→   entre la concisión que se requiere en el soneto con la del epigrama latino220, lleno de juegos conceptuales y de agudeza mental, a los que los poetas del Barroco eran tan aficionados, como lo era la barroca Sor Juana221.

García Berrio, quien ha investigado miles de sonetos españoles de los siglos XVI y XVII, nos transmite su convicción con respecto a «la condición sistemática y tópica con que se organiza la cultura clásica»222, reafirmando lo que llama el «contexto de tradición literaria»223 que halla en los sonetos. Cada soneto puede formar parte de una tipología, es decir, puede pertenecer a grupos «unitarios» como, por ejemplo, el de la poesía amorosa; pero estos tipos estarán siempre integrados por «la superposición de dos componentes básicos [...el] semántico y el sintáctico»224, (lo que hace años llamábamos el fondo y la forma). Y esto se aplica a los sonetos del Siglo de Oro lo mismo que a los que se escriben hoy, reflejando, a través de las épocas, su carácter conservador; la «conciencia tradicional»225, cuando el artista crea su propio texto, está siempre en el fondo, sea para seguirla o para violarla.



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- II -

Ahora bien: al principio señalamos que estos cinco sonetos de Sor Juana ocupaban un lugar especial en la gran producción de sonetos del Siglo de Oro español; ¿en qué consiste la innovación? La monja, por supuesto, es fiel a la sintaxis, la forma del soneto clásico: en los cuartetos expone el tema, hay una pausa, y en los tercetos elabora la conclusión. Las rimas de los tercetos siguen, precisamente, a las que utilizó su inventor prefiriendo, de las dos, la combinación CDC:DCD excepto en el segundo soneto dedicado a Lucrecia, donde escogió la primera y más utilizada por el inventor del soneto, a saber, CDE:CDE. Vemos, pues, que Sor Juana, con respecto a la sintaxis del soneto, siguió la tradición de modo estrecho, así que la que proclamábamos «originalidad» la hemos de buscar por otro lado: el semántico, la «postura» que conlleva el mensaje de estos sonetos suyos. La forma tradicional reviste los conceptos de su proyecto vital de la defensa de la mujer, que es lo que los hace destacarse como cosa nueva.

Sor Juana tenía conciencia de su rareza como mujer escritora: su ilustración y su saber no eran la norma dentro del mundo femenino y, por lo tanto, no eran aceptados por todos. Vivía en una época en la cual sólo a los hombres se les reconocía la capacidad intelectual y el derecho a la sabiduría; la gran batalla de su vida, pues, fue defender la equidad intelectual entre los dos sexos y el derecho de la mujer a la búsqueda del saber. Sus armas eran las que podía utilizar el hombre más letrado del tiempo: su aptitud intelectual la hizo poseedora de las más altas formas de pensamiento, su conocimiento de la retórica y otras disciplinas era superior; su redacción se ajustaba al canon. Como mujer escritora, se sabía marginalizada, y manteniéndose en la cuerda floja entre lo que se aceptaba y lo que no -de ahí muchas de sus contradicciones-, fue capaz de comprender y compartir esa   —159→   marginalización con otros atropellados de su tiempo: los indios, los negros, los hijos ilegítimos, los coterráneos suyos criollos porque, recordémoslo: Sor Juana no sólo era mujer e hija natural o ilegítima, era también criolla226. Aprovechó su fama de mujer escritora para dar a conocer la antigua cultura azteca de su tierra pero, sobre todo, para hablar de la mujer, para solidarizarse con ella. Sor Juana no admitía que ella fuera la única mujer que hubiera sobresalido, sabía que no estaba sola y se dio a la búsqueda de las mujeres notables y fuertes de la Biblia, partiendo de Eva, a la que trata de explicar racionalmente; buscó a las que se mencionaran en la historia antigua, del mundo pagano o clásico; llegó a las mujeres cultas contemporáneas suyas de las que tuvo noticia; todo ello buscando una genealogía de mujeres ilustres a la cual adscribirse, como las que aparecen en los catálogos que nos presenta en la Respuesta. El único mundo ilustrado que le ofrecía su época era el de los hombres; la monja adoptó ese mundo en su escritura pero le imprimió sus valores femeninos227. Las historias que cuentan el destino y fuerza trágicos de tres mujeres romanas casadas y una joven perteneciente al mundo antiguo babilónico, o mejor dicho, al mundo literario griego, tenían, por fuerza, que llamar la atención de nuestra monja228. Los sonetos de Sor Juana tienen un carácter   —160→   único porque, a pesar de la gran preponderancia que tenían los temas clásicos y mitológicos en aquella época, en un repaso de las composiciones de Garcilaso, de Francisco de Medrano, de Lope de Vega, de Góngora, de Quevedo, de Francisco de la Torre229, no encontramos nada parecido a lo que hizo la jerónima en estos sonetos. Garcilaso y Lope tratan alguna vez asuntos de mujeres clásicas u ovidianas230 pero lo hacen dentro de la tónica renacentista o barroca donde se relaciona a la mujer con el amor que ha causado y los males que haya traído, o con su belleza. Góngora y Quevedo tratan, en poemas varios, a los personajes de Hero y Leandro, de Píramo y Tisbe, y hasta el de Lucrecia, con espíritu jocoso o satírico231: en ellos la atención se vuelca en las acciones masculinas y, si se menciona al personaje femenino, es en tono de burla o en relación con el masculino, que es a quien se le da el protagonismo. Sor Juana, al mismo tiempo que nos presenta estos sonetos como ejercicios de estilo, saca de las acciones de sus mujeres paralelos con los hechos heroicos de los varones dándonos lecciones moralistas: nos las presenta como modelos y prototipos del amor y de la fidelidad conyugal   —161→   en el caso de las tres primeras y de fidelidad en el amor, que llega hasta la muerte, en el segundo. En tres de las mujeres: Lucrecia, Porcia y Tisbe, que aparecen en cuatro de los sonetos, el denominador común es el suicidio: es obvio que la monja, aunque ortodoxa en líneas generales, consideraba al mundo clásico de los estoicos -que proponían el suicidio como medida para conservar la honra- exento de las leyes del mundo cristiano. (Recordemos que en los villancicos de Santa Catarina también nos presenta el suicidio de Cleopatra como remedio o explicación para salvar su honor)232.




- III -

Pasemos ahora a la lectura y comentario de cada uno de los sonetos. En ellos, Sor Juana hace uso de su bien conocida retórica y de los recursos estilísticos de los poetas de su tiempo; anotaremos los encabalgamientos233. Dice así el primero de los dos que dedica a Lucrecia234:

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Engrandece el hecho de Lucrecia235


   ¡Oh famosa Lucrecia, gentil dama,
de cuyo ensangrentado noble pecho
salió la sangre que extinguió a despecho
del rey injusto, la lasciva llama!:

¡Oh con cuánta razón el mundo aclama
tu virtud, pues por premio de tal hecho
aun es para tus sienes cerco estrecho
la amplísima corona de tu fama!

    Pero si el modo de tu fin violento
puedes borrar del tiempo y sus anales,
quita la punta del puñal sangriento

   con que pusiste fin a tantos males,
que es mengua de tu honrado sentimiento
decir que te ayudaste de puñales.



Para evocar el caso de Lucrecia de modo más vívido trayéndonos la historia al presente, utiliza apóstrofes -recurso lírico-heroico de la poesía desde el Mio Cid- en los dos cuartetos, mencionando a Lucrecia por su nombre. En el segundo cuarteto, con la utilización clara de la segunda persona, pondera el hecho de Lucrecia engrandeciéndolo: aunque su gloria es grande, la virtud de su hecho -representado por sus sienes y relacionado con la corona de la fama- es todavía mayor. (Anotemos, con el uso de «sienes», la ocasional tendencia de la monja a representar las virtudes tomando   —163→   como base la cabeza, sede de la inteligencia). En los tercetos, la poeta le dice a Lucrecia que no era necesario utilizar un puñal para causarse la muerte: que el dolor de su honra perdida («tu honrado sentimiento») la hubiera matado de todas maneras. Literariamente, Sor Juana pensaba que el sentimiento del dolor, en particular el causado por la muerte del ser amado, debía provocar la muerte236. Veamos el segundo soneto:




Nueva alabanza del hecho mismo


   Intenta de Tarquino el artificio
a tu pecho, Lucrecia, dar batalla;
ya amante llora, ya modesto calla,
ya ofrece toda el alma en sacrificio.

   Y cuando piensa ya que más propicio
tu pecho a tanto imperio se avasalla,
el premio, como Sísifo237, que halla,
es empezar de nuevo el ejercicio.

    Arde furioso, y la amorosa tema238
crece en la resistencia de tu honra,
con tanta privación más obstinada.
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   ¡Oh providencia de deidad suprema,
tu honestidad motiva tu deshonra,
y tu deshonra te eterniza honrada!



Aquí tenemos otra interpretación del mismo hecho anterior pero enfocándolo en la figura de Tarquino, al que aquí se nombra explícitamente, lo que no se hizo en el primer soneto; se mantiene la exposición de modo directo, en segunda persona, y se nos da un recuento angustioso del sufrimiento de Lucrecia ante los continuados ataques llenos de argucias y «artificio» utilizados por el rey ante las negativas de la esposa de Colatino, al mismo tiempo que se nos cuentan los distintos estados emocionales por los que Tarquino pasa. Notemos que «tu pecho» del segundo verso y del sexto, ocupa el lugar del corazón, sede del sentimiento honesto de esta mujer239; y que es en los primeros versos de cada uno de los cuartetos que hay encabalgamiento con los segundos que, en cada caso, comienzan con la mención del «pecho», dándole significación especial a esta palabra.

En el primer terceto se continúa el recuento de la batalla, aún más enconada, entre el ofensor y la mujer honesta. El último terceto es una exclamación, con dos últimos hermosísimos versos antitéticos que resumen la lucha y el paradójico vencimiento final de Lucrecia: si su honestidad fue un acicate, una excitación para el abuso de Tarquino, la forzada deshonra le ha logrado la palma eterna como modelo de mujer honrada. Parece justificado que Sor Juana escribiera dos sonetos a este hecho ya que, si en el primero tiene algo que reprocharle a Lucrecia, aquí deja el asunto de su fama bien definido.

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El tercer soneto se dedica a Julia240, la esposa romana de Pompeyo el Magno, hija de julio César y Cornelia:




Admira con el suceso que refiere los efectos imprevenibles de algunos acuerdos


   La heroica esposa de Pompeyo altiva,
al ver su vestidura en sangre roja,
con generosa cólera se enoja
de sospecharlo muerto y estar viva.

    Rinde la vida en que el sosiego estriba
de esposo y padre, y con mortal congoja
la concebida sucesión arroja
y de la paz con ella a Roma priva.

    Si el infeliz concepto que tenía
en las entrañas Julia no abortara,
la muerte de Pompeyo excusaría.

    ¡Oh tirana Fortuna, quién pensara
que con el mismo amor que la temía,
con ese mismo amor se la causara!



En este soneto, escrito en tercera persona, la poeta sugiere con el adjetivo «altiva» la noble familia a la que pertenecía Julia; «su vestidura» se refiere a la de Pompeyo, tinta en sangre al regresar de los comicios (asamblea general del pueblo romano para votar). El encabalgamiento entre el tercer verso y el cuarto se apresura a transmitirnos la idea ya comentada   —166→   de la poeta acerca de que el sentimiento de dolor que provoca la muerte de la persona amada, debe tener la capacidad, a su vez, de provocarnos la muerte. El «rinde la vida» del primer verso del segundo cuarteto -donde hallamos encabalgamientos entre todos los versos, signo de la emoción de la voz poética-, se refiere a la vida del hijo que Julia llevaba en su seno, es decir, que el choque angustioso de ver a su marido en tal estado, le provocó el aborto del heredero del trono. Con la pérdida del hijo -Sor Juana arguye- Roma pierde la paz: se refiere al rompimiento que tiene lugar entre el padre de Julia y su marido, julio César y Pompeyo, lo cual da lugar a guerras por el poder. En el primer terceto (con encabalgamiento entre el 1.º y el 2.°), Sor Juana elabora hechos de la historia romana241 y resume lo que avanza en el 2.° cuarteto: «el infeliz concepto» se refiere al hijo abortado de las entrañas de Julia, el cual hubiera podido excusar la muerte de su padre, Pompeyo, al evitar las guerras que su pérdida provocó. El último terceto (con un encabalgamiento igual al del primero) es una exclamación de desaliento que resume cómo ve el caso la poeta: la diosa Fortuna, tirana en sus inesperadas vueltas, ha hecho que el amor que Julia sentía por Pompeyo, al creerlo muerto («la temía» se refiere a la muerte de Pompeyo), le haya provocado el aborto del hijo y con ello, indirectamente, la verdadera muerte a su padre.

Veamos a continuación el cuarto soneto, dedicado a Porcia242; dice así:

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Contrapone el amor al fuego material, y quiere achacar remisiones243 a éste con ocasión de contar el suceso de Porcia


   ¿Qué pasión, Porcia, qué dolor tan ciego
te obliga a ser de ti fiera homicida,
o en qué te ofende tu inocente vida,
que así le das batalla a sangre y fuego?

   Si la Fortuna airada al justo ruego
de tu esposo se muestra enfurecida,
bástale el mal de ver su acción perdida:
no acabes con tu vida su sosiego.

   Deja las brasas, Porcia, que mortales
impaciente tu amor elegir quiere;
no al fuego de tu amor el fuego iguales;

   porque si bien de tu pasión se infiere,
mal morirá a las brasas materiales
quien a las llamas del amor no muere.



De este soneto se encuentra un antecedente en los epigramas de Marcial244. Dice así:




De Porcia, esposa de Bruto


Cuando Porcia hubo oído del hado de su marido Bruto
    y su dolor buscaba las armas que le habían escondido,
dijo: -«¿Todavía no sabéis que la muerte no puede negarse?

    Creía que asaz os lo había enseriado mi padre».
Así habló, y tragó con ávida boca las ascuas ardientes.
¡Vete ya, turba molesta, y niégale la espada!



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No podemos saber si Sor Juana leyó o no este epigrama; sin embargo, no debe ser la fuente de su propia interpretación, que es más psicológica y en la que se le da relieve al amor extraordinario de Porcia, según veremos a continuación.

En el primer cuarteto, la poeta, utilizando nuevamente el tuteo clásico, interpela a Porcia enfatizando el gran dolor que la obliga a ser «fiera homicida» de sí misma, dándose batalla «a sangre y fuego» a pesar de una vida inocente. (El encabalgamiento entre el verso 1.° y el 2.° precipita, de entrada, la idea del gran «dolor» y del homicidio feroz que comete Porcia contra sí misma). El segundo cuarteto introduce, de nuevo, a la diosa Fortuna del soneto anterior, aquí «airada», lo cual se refuerza por el encabalgamiento de los dos primeros versos. La poeta parece referirse a detalles de la relación histórica que leería: la Fortuna se mostró sorda al «justo ruego» de Bruto, presumiblemente al pedirle éste que lo librara de la muerte, así que determina que es ya bastante ver esa acción perdida. El último verso de este segundo cuarteto -difícil de interpretar- aconseja a Porcia que no acabe con su vida, pues, de otro modo, terminará con el sosiego que, de manera supuesta, disfruta Bruto en su descanso eterno. En el primer terceto, Sor Juana conmina a Porcia a dejar las brasas que, impacientemente, su dolor de amor ha elegido para su suicidio (el encabalgamiento del primer verso y el segundo agudizan esta impaciencia); el último verso presenta una oposición entre el amor, presentado con la conocida imagen del fuego, y el fuego material, imagen cuya explicación se continúa en el último terceto. En éste, la poeta sugiere que la pasión amorosa de Porcia no puede extinguirse a consecuencia del fuego material ya que las llamas de ese mismo amor no acaban con esa pasión (el encabalgamiento de los dos últimos versos exageran la antítesis entre el fuego de amor y el fuego material). Vemos, pues, que la poeta no sólo repite aquí la idea de que el dolor de amor debía matar sino   —169→   que oímos ecos lejanos de las cenizas de amor que viven más allá de la muerte, «el polvo enamorado» de la serie a Lisi de Quevedo.

Por fin, llegamos al último soneto, el único dedicado a una joven doncella, Tisbe245:




Refiere con ajuste, y envidia sin él, la tragedia de Píramo y Tisbe


   De un funesto moral la negra sombra,
de horrores mil y confusiones llena,
en cuyo tronco aun hoy resuena
el eco que doliente a Tisbe nombra,

   cubrió la verde matizada alfombra
en que Píramo amante abrió la vena
del corazón, y Tisbe de su pena
dio la señal, que aun246 hoy al mundo asombra.
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Mas viendo del amor tanto despecho247
la muerte, entonces de ellos lastimada,
sus dos pechos juntó con lazo estrecho.

Mas, ¡ay de la infeliz y desdichada
que a su Píramo dar no puede el pecho
ni aun por los duros filos de una espada!



Comentemos brevemente el curioso epígrafe del editor: lo que nos dice es que la poeta, o la voz lírica, refiere ajustada o acertadamente la historia trágica de los dos conocidos amantes y que envidia sin ajuste, es decir, con desmesura, lo que se cuenta en ese mito; esto se refiere al último terceto.

El primer cuarteto refiere la leyenda del moral bajo el cual se desarrolló la acción: de blanco, el fruto se convirtió en el color rojo oscuro de la sangre; el moral es «funesto» y su sombra está llena de horrores por la tragedia que cubrió, debido a las confusiones que sufrieron los amantes. En el tronco, hueco, resuena todavía el eco doloroso de la voz de Píramo llamando a Tisbe (el encabalgamiento de los dos últimos versos refuerzan, vívidamente, la impresión de esa voz). El encabalgamiento entre el primer verso del segundo cuarteto y los dos versos siguientes continúa la relación, con notas ambiguas, de cómo aparecía el lugar antes y después de la tragedia: la «negra sombra» del moral cubrió la que era antes verde alfombra matizada donde Píramo se clavó la espada en el corazón. Y allí Tisbe, al encontrarlo, dio señal de su pena al suicidarse, señal que incluso (o todavía) hoy asombra al mundo.

El comienzo de cada uno de los tercetos utiliza uno de los vocablos más utilizados para marcar una transición («mas»), una conjunción adversativa que va a explicar lo que, a pesar   —171→   de todo ello, se consigue: a la Muerte le dio lástima el fin trágico de los amores de Píramo y Tisbe y, en el último instante, «juntó» estrechamente sus pechos en un postrer abrazo: todo esto en el primer terceto (para «despecho», véase la nota anterior). El segundo terceto, como apuntamos, repite la conjunción adversativa para explicarnos -con una exclamación y con encabalgamientos en todos los versos precipitando su propia conclusión- la resolución personal que saca la poeta del primer terceto: la mujer enamorada muere feliz por su amado; la infeliz y desdichada es aquella que no puede morir por «su» Píramo, o, de otro modo, que es rechazada por el hombre a quien ama (a esto se refiere lo de la envidia sin «ajuste» del epígrafe).

Para finalizar con el estudio de estos cinco poemas, no hace falta decir que Sor Juana fue una gran poeta capaz de escribir cinco sonetos epigramáticos como éstos que nos cuentan episodios históricos o mitológicos con una gran agudeza mental. Lo que sí podemos ponderar es que presentan una marca femenina muy notable: la monja, de hecho, eleva a estas cinco mujeres al grado heroico (en el soneto de Julia utiliza la palabra «heroica» al comienzo), y sin duda el publicarse todos juntos fue intencional para que tuvieran más impacto.

Las notas más interesantes, en cuatro de los sonetos, es el tratamiento que hace del suicidio, justificándolo, indirectamente, como necesidad para salvar el honor o como muestra de amor. Es, además, una señal de la voluntad de acción, del afecto y fidelidad al esposo, y, particularmente, del valor ante la muerte. Es decir, Sor Juana les da a sus heroínas dos virtudes varoniles de las más preciadas: la fortaleza y la valentía; y una que no pertenece al sexo masculino: la fidelidad, que presenta como prerrogativa femenina, el amor va más allá de la muerte. Pero, aparte de los detalles materiales del suicidio o de la muerte (en el caso de Julia), el aspecto   —172→   más singular es proponer una re-elaboración profana del «muero porque no muero» de la literatura amorosa y mística: la monja declara que los sentimientos internos de dolor intenso debían provocar la muerte248.

Sor Juana Inés de la Cruz fue, ciertamente y para suerte nuestra, esa avis rara entre los poetas masculinos de su época que habló por y para las mujeres, y para la admiración de todos.



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Obras citadas

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ArribaAbajoSor Juana Inés de la Cruz y Sor Marcela de San Félix: su devoción a San José como antítesis del autoritarismo patriarcal

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No es mucho en una concha que el mar cría
encerrar de la mar la furia brava,
parar un rayo en esa región fría,
contar los astros de la esfera otava,
quitar a Argos la vaca, a Febo el día,
a Jove el cetro, a Hércules la clava;
que más es que un varón y una doncella
moren juntos, él casto y virgen ella249.




- I -

Durante el Barroco, el siglo XVII en el que vivieron Sor Juana Inés de la Cruz y también Sor Marcela de San Félix, las dos monjas que vamos a considerar, en la Vieja España así como en la Nueva, se le negaba a la mujer -como ya se sabe- la capacidad de desarrollarse intelectualmente por creerse que no estaba dotada para esos menesteres. Por lo tanto, a los   —178→   hombres se les destinaba para la vida pública y a las mujeres para el encerramiento y el encubrimiento de sus dotes intelectuales, el silencio, la casa, el servicio al esposo y la crianza de los hijos. Los filósofos, científicos y teólogos más adelantados de la época, los que escribían e incluso abogaban por la educación de las mujeres -a las cuales la universidad les estaba vedada- como Fray Luis de León, Huarte de San Juan, Luis Vives y hasta el mismo Erasmo, explicaban que la enseñanza que recibieran y las que ellas impartieran, no podía rebasar el círculo de los hijos porque no era «decente» que la mujer mostrara a los demás su sabiduría; la tónica del tiempo era que las mujeres debían darse a conocer sólo por su virtud250.

Teniendo en cuenta el alto grado cultural que alcanzaron durante el siglo XVII las dos Españas mencionadas antes, resultaba inverosímil esperar que todo ese mundo literario de alto grado del Siglo de Oro español no llegara también, por lo menos, a algunas mujeres, a aquellas que habían nacido con «luces», inteligentes, y que por las circunstancias de su vida vivieron en hogares donde se cultivaba la literatura y en donde los visitantes eran personajes vinculados a ese mundo;   —179→   ése es el caso de Sor Marcela, hija del máximo dramaturgo y literato Félix Lope de Vega251. En cuanto a Sor Juana, nuestra famosa mexicana, se trata el suyo de un raro caso de niña prodigio cuyo talento, a pesar de las trabas, le abrió todas las puertas. Hay que pensar que estas mujeres, precisamente por su amor a las letras y por darse en ellas dos hechos que las colocaban en el borde de la marginalización -el ser mujeres y el ser ilegítimas- pudieron discernir la injusticia que veían a su alrededor y de la que ellas mismas eran víctimas, y se rebelaron, abierta o soterradamente, a lo que todo esto conllevaba, es decir, a la sociedad autoritaria y paternalista en la que vivían. Estas dos niñas literatas e ilegítimas decidieron, muy jóvenes, entrar en el convento seguramente para escapar a la imposición familiar del matrimonio e hijos, para conseguir la dignidad que el estado de religiosas les otorgaba en la sociedad del tiempo252 y, sobre todo en el caso de Sor Juana, para tener tiempo para dedicarse a sus estudios, que fue la razón de su vida. Ambas encontraron, aparte de algunos contratiempos, el respaldo de una comunidad femenina conventual para desarrollar su obra. Ninguna de las dos podía sentir gran respeto por el matrimonio ya que en sus casas, los padres de ambas, generalmente ausentes, no se casaron con sus madres ni llevaron una vida familiar normal y, además, sí vieron otros ejemplos desalentadores en su familia253.   —180→   Especialmente el padre de Sor Marcela, Lope de Vega, tuvo una vida personal desordenada, con varias amantes -algunas de ellas casadas, como en el caso de la propia madre de Sor Marcela- a pesar de estar él mismo casado y de que, luego, al quedar viudo de su segunda esposa, se hiciera sacerdote. Puesto que tanto Juana Inés como Marcela no podían cambiar su mundo, se acomodaron a él lo mejor posible escogiendo la vía que les pareció menos pesada254.

Si bien es cierto que el convento fue refugio para aquellas que, por los motivos que fueran, no se sentían bien en el   —181→   mundo, es decir, que los monasterios fueron lugares especialmente propicios para desarrollar y ejercitar las capacidades intelectuales y las habilidades -dramáticas o poéticas, como en el caso de nuestras monjas- que las mujeres pudieran tener, debemos decir que no fueron solamente religiosas las que escribieron. Hubo también mujeres que vivían en «el siglo», como se decía entonces, que se dedicaron a la escritura como lo prueban los casos de María de Zayas y Ana Caro en España, por sólo nombrar a dos, y las anónimas peruanas Clarinda y Amarilis, así como la mexicana María de Estrada Medinilla255, quienes desarrollaron sus actividades literarias en los dos grandes centros de cultura de las colonias en América.

¿Cuándo empezaron las mujeres el estudio interpretativo del Viejo y Nuevo Testamento? En un libro que cumple este año un siglo, Lina Eckesteins256 describe largamente diferentes fases de la vida monacal femenina que era «the most peaceful and progressive of the Middle Ages» ya que el convento les procuró un clima apropiado para la vida intelectual, moral y emocional. Los conventos o monasterios libraron a las   —182→   mujeres que en él entraban de obligaciones familiares y domésticas, y les trajo el encuentro con la soledad en la celda propia257: un lugar reservado solamente para ellas en donde podían dedicarse a la búsqueda de Dios, al estudio y a la escritura; recordemos a Santa Paula y a sus hijas Blesilla y Eustoquia quienes, luego, bajo la tutela de San Jerónimo, dirigieron en Belén comunidades de mujeres dedicadas a Dios y al estudio, y ayudaron al santo en sus traducciones de la Biblia cuando le faltó a éste la vista. Prácticamente con el comienzo del cristianismo y coincidiendo con la creación de la vida monacal femenina, la monja se convirtió en autora de textos. Llegamos de este modo a un punto controversial, que hemos comentado antes: para algunos el cristianismo tuvo que ver con el comienzo de esta actividad femenina; para otros, ha sido parte en la poca estima que se ha tenido a la mujer a través de las épocas258.

Gerda Lerner259 nos dice que en el siglo XVI, en Europa, con la llegada de la Reforma, la actividad femenina intelectual se cortó grandemente ya que el protestantismo, en un momento dado, determinó que las mujeres no debían vivir lejos de la custodia familiar sino volver al seno del hogar. Con respecto al catolicismo, podemos decir que la vida monacal femenina no sufrió interrupción, a pesar de las trabas   —183→   que, para el desarrollo intelectual de la mujer, se le pusieron. A las ideas imperantes de que la mujer era inferior al hombre y de que estaba más inclinada al pecado, se opusieron muy pronto las escritoras de todas las épocas, según nos muestra la autora del último libro señalado, al ponerse ellas a reinterpretar pasajes del Viejo Testamento como, por ejemplo, el de la caída de Adán y Eva; y del Nuevo Testamento, así como lo hicieron con la sentencia de San Pablo: «mulieres in Ecclesia taceant». El primer tema fue tratado por las dos monjas que nos ocupan y el segundo por Sor Juana en la Respuesta a Sor Filotea de la Cruz. Sea como fuere, la monja, perteneciera o no a altos niveles dentro de la comunidad que le correspondía, a través de éxtasis o por las vías comunes de la observancia religiosa, poseyera o no instrucción y a pesar, repito, de los combates que tuvo que librar, fue predicadora y maestra, autora de obras de teatro intra o extramuros, poeta y ensayista, generalmente, pero no siempre, de tipo religioso. Todo ello nos muestra el deseo de estas mujeres de conseguir un lugar destacado en su mundo.

Reparemos en la figura de San José, ¿cómo se nos presenta su persona? El santo ha sido objeto de veneración por parte de la comunidad religiosa católica a través de los siglos260. Lo que queremos analizar aquí, sin embargo, es el significado de la particular devoción que monjas-escritoras famosas le han dedicado, como es el caso de Santa Teresa. Esta conocida santa le debió una curación milagrosa a San José y se convirtió en su devota fiel; doce de los conventos que fundó llevaron el nombre de ese santo, y dijo de la Virgen María, «[Our Lady] told me I made her very happy in serving the glorious   —184→   St. Joseph»261. La Virgen fue personaje religioso por excelencia, que la Iglesia no podía negar, y que las mujeres presentaban como estandarte en pro de la mujer. En cuanto a ella, Santa Teresa, tuvo hermanos que vivieron en Hispanoamérica, tenía intereses y preocupaciones por estas tierras, y tanto ella como Sor Juana estuvieron muy vinculadas a la Compañía de Jesús, orden que fue la promotora de la devoción a San José, la cual trajo a América. Si las pinturas europeas nos presentan en ocasiones una figura de San José como hombre muy anciano, las de América nos lo muestran generalmente joven y vigoroso; seguramente no cabía en la mente de las gentes que vivían en un mundo joven y utópico pintarlo de otra manera: quien tenía la responsabilidad de cuidar y preservar de peligros a la Virgen y a todo un Dios, no podía ser viejo y débil262.

Además de considerársele representación de Dios, o del Espíritu Santo, en la tierra, ángel entre los hombres y la figura   —185→   de un nuevo Adán reformado, existen otras condiciones únicas del santo, como son el ser esposo de María y padre putativo de Jesús, por las cuales -se ha dicho- recibió muchas gracias del cielo263. Las principales cualidades que se le atribuyen son santidad, castidad y pureza de corazón, contemplación, paciencia, amor al trabajo. Siguiendo al evangelista Mateo, cuando se habla de San José, se dice que fue un «just man»; según el Dicctionnaire de Spiritualité: «Le mot, profondément enraciné dans la spiritualité juive du temps, évoque la droiture morale, l'attachement sincere à la pratique de la loi, l'affectivité religieuse totalement tourneé vers Dieu»264. Para nuestras monjas seguramente tenía gran importancia el hecho del «constante silencio» que se le atribuye y que, como se mencionó al principio de este trabajo, se le exigía a las mujeres; este rasgo de San José era terreno común de identificación. Ese silencio, la confianza del santo en la virtud de María, la aceptación y comprensión del misterio que se le ofrecía, la bondad y dulzura de su trato, la castidad y la constancia en su trabajo, y su afecto y humildad, lo hacían el modelo opuesto del hombre opresivo y dominante de la sociedad del tiempo incluyendo a miembros de la autoridad clerical, contra los cuales estas monjas -como es seguro en el caso de Sor Juana- tuvieron que luchar. San José, quien voluntariamente renunció a ser padre biológico a pesar de que, en la cultura judía, como en la hispana, «fatherhood defined a man's identity»265, aparecería ante estas mujeres, fuera o no de manera consciente, como figura «anti-macho», como ya notó hace años Marie Cécile Bènassy: «l'homme dont l'Ecriture n'a conservé   —186→   aucune parole, qui ne se met jamais en avant, mais qui est toujours là quand on a besoin de lui»266. Naturalmente, la fama de San José llamó asimismo la atención de escritores masculinos de ambos mundos como lo atestiguan, por ejemplo, dos literatos contemporáneos de nuestras monjas; una de estas obras es el conocido poema heroico del español José de Valdivielso, el que fue -como ya mencionamos- padrino de Sor Marcela (y de quien hemos escogido una estrofa como epígrafe, que nos parece significativa, al comienzo de este trabajo) y el novohispano Fray Juan de la Encarnación en su «Loa de un pastor al Señor San José» escrita en romance267. Al reinterpretar las Escrituras, lo que estos escritores masculinos revelan en forma contenida, es, precisamente, el asombro que les produce la castidad de José (como lo vemos en los versos de Valdivielso del epígrafe mencionado) y como lo sugiere Fray Juan de la Encarnación al proclamar que José, más que de naturaleza humana lo es de la angélica:


Todos os miramos hombre
de naturaleza humana
[...]
En lo interior ángel sois
de jerarquía tan alta
cual convenía que fuera
para custodia del Alba
y estrella del mar, María.



  —187→  

También señalan la enorme angustia que sufre José al descubrir la gravidez de María, mostrando así Valdivielso, en numerosas octavas, la gran preocupación de la época por el honor. Se señalan, asimismo, la grandeza del personaje del santo con la mucha influencia que tiene en el cielo y se propone el acercamiento de José al Espíritu Santo por ser ambos «padres de Jesús», como aparece en la primera octava del comienzo del poema de Valdivielso:


El varón justo, el padre virgen canto,
escogido por padre verdadero
legal de Cristo, el que naciendo santo,
sacudió el yugo del tirano fiero;
el viceparacleto sacrosanto
que hizo sombra a la sombra del primero,268
al misterio mayor que gozó el mundo,
de hacerse carne el que es de tres segundo.



Hay otros detalles que tienen que ver -lo que nos interesa- con los diferentes enfoques masculino y femenino. Al hacer Valdivielso, por ejemplo, el recuento de la Anunciación, no se menciona que Dios espera el consentimiento de María, sino su aquiescencia como «esclava del Señor». Al hacer el de la Visitación, apenas se les da protagonismo a las dos figuras femeninas sino a los dos niños santos, el que será San Juan Bautista y el Niño Divino.

Recordemos que lo mismo en el caso de Sor Marcela que en el de Sor Juana, sus progenitores no fueron buenos modelos de esposos y, ni siquiera, de padres: nunca las reconocieron como hijas. Para abundar: en la casa de Marcela hubo   —188→   promiscuidad e incluso, su padre, Lope de Vega, siendo ella muy joven, utilizó la buena ortografía que ya tendría para hacerle copiar cartas suyas de amor, de modo que el duque de Sessa -su protector- «aprendiera» cuáles eran los secretos de Lope en sus conquistas femeninas. Juana Inés, niña extraordinaria, reemplazó al padre ausente haciendo de su abuelo materno la figura masculina de su infancia269. No solamente resintió la conducta de su propio padre al llamarlo «no [...] honrado» en un epigrama que escribió para contestar el insulto de que la llamaran ilegítima270, sino que vio a su madre tener otros tres hijos sin que tampoco este otro señor se casara con ella271. No nos extrañe, pues, que estas niñas,   —189→   porque casi lo eran todavía al entrar en el convento272, se negaran al matrimonio y que fueran devotas del santo; San José era la figura ideal que contradecía la conducta que habían visto en su casa, el modelo de padre superior a quien se le encomendó la crianza de un hijo que lo era de Dios, siendo también esposo amantísimo.

En su comedia Los empeños de una casa273, Sor Juana nos presenta al personaje de Carlos, el galán enamorado de Leonor,   —190→   protagonista principal -la cual presenta rasgos autobiográficos de Juana Inés-, como un hombre hermoso y joven, de «claro origen», humilde y tierno, valeroso y honesto, considerado y comprensivo, de entendimiento sutil y elevado, firme en el amor a Leonor a pesar de las apariencias que sugerían faltas, a las cuales trata de dar una explicación racional salvando el honor de su amada. En fin, a esta pintura que hemos dado, pintura que podría aproximarse a la figura de San José, añade la poeta otras dos virtudes: Carlos es sufrido y callado:


en los peligros resuelto,
y prudente en los acasos.






- II -

En la obra de Sor Marcela de San Félix, la figura de San José aparece en cuatro composiciones: en el «Coloquio del Nacimiento», en un «Romance al Nacimiento», en «Otro. A San Josef» y en otro «Romance al Nacimiento»274. Señalemos que la devoción principal de la monja trinitaria era el Niño Jesús, por tanto, la de San José es subsidiaria de ésta y de la de   —191→   la Virgen María, como aparece en el «Coloquio» señalado275 en los labios de Piedad, al llegar los personajes ante el pesebre:


¿No veis al Niño y su madre?
¿No veis su guarda mayor,
el santo y divino esposo
ardiendo en fuego de amor?



También se mencionan aquí el perfecto amor entre «los dos esposos mejores»276 y el buen cumplimiento del «santo Josef» en la manutención de María y el Niño «... pues ya / da de comer a los dos, / y aun mandárselo podrá / pues ha de criar a Dios»277, lo cual pone énfasis, indirectamente, en la preocupación de esposo y padre del santo con respecto al buen mantenimiento de su familia278. En el primer «Romance al Nacimiento», Sor Marcela recalca la castidad de José y su divina paternidad al mismo tiempo que, mezclando a la consabida mitología, lo llama «divino Atlante» «pues puede sustentar / dos cielos los más grandes» (Jesús y María).

En el romance titulado «A San Josef» se dirige al santo en segunda persona. La escritora española se refiere a su humildad y servicio, a la obediencia que el Niño y María le profesaban y los que «obsequios te rendían»; particularmente dice que, aunque «celoso amante», «presumir no podías /   —192→   impureza en tu esposa, / mancha en la siempre limpia» y, así, el santo mereció que el cielo le quitara la ansiedad «declarando el misterio / que encierra en sí María». También se señalan en este romance la oración contemplativa y «estática» de San José, es decir, oración callada y quieta. El segundo «Romance al Nacimiento», aunque bastante más largo que el primero, elabora mucho más las figuras del Niño y de la Virgen que la de San José, y se pone en boca de un pastor. Llama la atención el que Sor Marcela presente al santo anciano; al llegar el pastor ante el pesebre le quiere dar un beso al Niño y dice: «el amor es atrevido, / el niño me da licencia, / su madre me lo permite, / el viejo calla y se güelga». Presentar la imagen de San José en forma de un anciano, como señalamos antes, podía encontrarse en la Vieja España279.

En la obra de Sor Juana Inés de la Cruz, San José -quien se nos presenta siempre joven- aparece en un juego completo de villancicos280 que se cantó en la catedral de Puebla en la celebración del santo, el año de 1690; en un romance, un soneto y una glosa en décimas. Veamos primero estas   —193→   composiciones cortas para luego comentar lo sobresaliente de las varias composiciones pertenecientes a los villancicos. El romance que comienza, «Escuchen qué cosa y cosa / tan maravillosa aquésta», introduce las «adivinanzas» que vienen en seguida; señalan todas ellas hacia la Sagrada Familia. Veamos las que se refieren a San José: él es «un marido sin mujer»,


Un padre que no ha engendrado
a un hijo a quien otro engendra;
un hijo mayor que el padre
y un casado con pureza.
Un hombre que da alimentos
al mismo que lo alimenta,
cría al que lo crió, y al mismo
que lo sustenta, sustenta.
Manda a su propio señor,
y a su hijo Dios respecta;
tiene por ama una esclava,
y por esposa una reina.
Celos tuvo y confianza,
seguridad y sospechas,
riesgos y seguridades,
necesidad y riquezas.
Tuvo, en fin, todas las cosas
que pueden pensarse buenas;
y es, en fin, de María esposo,
y de Dios, padre en la tierra.



  —194→  

En esta apretada síntesis de «maravillas» relativas a San José, Sor Juana apunta a su pureza de casado, a su paternidad terrenal y a su vacilación en relación con la gravidez de María antes de recibir la revelación del ángel. Todo ello haciendo contrastes con el cielo y la tierra, con lo material y lo espiritual: José crió al mismo que lo había criado a él, dándole sustento material aunque los recibía espirituales de Dios; y como hijo suyo en el suelo, manda a Jesús al mismo tiempo que, como su Dios que es, lo respeta.

En la glosa en décimas, la monja «glosa», es decir, presenta, al comienzo, una estrofa ajena de cuatro versos utilizando cada uno de éstos al final de cada una de sus propias décimas y explicándolos en el texto de ellas. El tema se desarrolla, principalmente, alrededor de la idea de la grandeza de San José («¿Cuán grande, Josef, seréis?») por la paternidad de Jesús en la tierra que se le encomendó, haciendo comparación con la gloria que tiene en el cielo. La medida de la grandeza y santidad de José se da por el hecho de haber sido escogido como padre de Jesús:


¿Quién habrá, Josef, que mida
la santidad que hay en vos,
si el llamaros padre, Dios,
ha de ser vuestra medida?



Y esa medida se da, también, por la gran humildad de José, la «que puso a vuestra virtud velo», es decir, la misma humildad fue un velo que no le permitió darse cuenta de su gran dignidad hasta no llegar al cielo. En el resto de los versos se elabora el mismo tema de la honra que representa la paternidad de José ya que:


El Señor os quiso honrar
por tan eminente modo,
que aquel que lo manda todo,
de vos se dejó mandar.



  —195→  

Así, pues, esta composición elabora esos dos aspectos significativos: la grandeza de José como padre y su gran humildad como hombre. Recordemos lo que se ha dicho antes sobre el caso personal-familiar de Juana; en cuanto a la humildad, sabemos, por su obra, lo que creía ella de la arrogancia varonil, por ejemplo, a través de su muy antologadas redondillas que comienzan «Hombres necios que acusáis» y, particularmente, por la Respuesta, como cuando habla de «los hombres, que con sólo serlo piensan que son sabios»281.

A continuación, veamos el soneto que Sor Juana escribió, con su epígrafe:




A Señor San José, escrito según el Asunto de un Certamen que pedía las metáforas que contiene


Nace de la escarchada fresca rosa
dulce abeja, y apenas aparece,
cuando a su regio natalicio ofrece
tutela verde, palma victoriosa.

Así Rosa, María, más hermosa,
concibe a Dios, y el vientre apenas crece,
cuando es, de la sospecha que padece,
el Espíritu Santo palma umbrosa.

Pero, cuando el tirano, por prenderlo,
tanta inocente turba herir pretende,
sólo Vos, ¡Oh José!, vais a esconderlo:

para que en vos admire, quien lo entiende,
que Vos bastáis del mundo a defenderlo,
y que de Vos, Dios solo le defiende.



  —196→  

Descubramos las metáforas del primer cuarteto; tenemos que la «dulce abeja» es Jesús, la «fresca rosa» es María y la «tutela verde» y «palma victoriosa» es José, probablemente en recuerdo del florecimiento de su vara al indicar Dios que era el escogido como esposo de María, según la tradición (en el juego de villancicos a San José, que veremos a continuación, hay mención de la «vara fértil de Jesé»). Según esa misma tradición, también se apareció una paloma sobre José en el mismo momento282, por tanto, la metáfora de la palma, al mismo tiempo, apunta al Espíritu Santo. Notemos que, según se dice ahí, el mismo Jesús, como Dios, es quien ofrece esa «tutela», esa sombra, a «su regio natalicio» y que, en el segundo cuarteto, el último verso señala, específicamente, al Espíritu Santo como «palma umbrosa»283. Era corriente en Sor Juana, y en el Barroco, presentar conjuntamente más de una idea; tenemos, así, una vez más, la idea que vimos anteriormente de acercar, uno al otro, a estos dos personajes del cielo: el Espíritu Santo y José. Esta aproximación se intensifica en los tercetos al recontar el pasaje de Herodes y la huida a Egipto, con respecto a la tutela umbrosa de ambos, cuando a José, como padre preocupado, se le ocurrió esconderlo. Termina Sor Juana diciendo que José basta para defender al Niño contra el mundo porque, no viniendo esa defensa de José, «Dios solo le defiende», idea que indica que la sombra tutelar o protectora del Niño-Dios viene, si no es de José, de Dios mismo. Vemos, pues, que en esta composición, a más de lo señalado, se hace hincapié en el buen oficio de José como padre por excelencia.

Los juegos de villancicos a San José presentan una dedicatoria   —197→   en la que Sor Juana habla de su «cariño» al santo y de la incapacidad suya y de todos para expresar sus glorias. El «Primero Nocturno» comienza con un villancico y coplas que nos cuentan de una lucha entre los cielos y la tierra -que aparece en otros villancicos de la monja- por subir al santo hacia el cielo (se imagina la asunción en cuerpo y alma, como la de la Virgen María) o por retenerlo en la tierra. En el villancico que sigue (el II) se recalcan las condiciones de «José Virgen y Puro» y su grandeza ya «que para ser Hijo suyo, / sólo Cristo fue bastante». En el III, con la imitación de voces populares, se propone lo siguiente:


-¿Quién oyó? ¿Quién oyó? ¿Quién miró?
¿Quién oyó lo que yo:
que el hombre domine y obedezca Dios?
¿Quién oyó? ¿Quién oyó lo que yo?



Y se pasa a hacer un recuento de maravillas que aparecen relacionadas con distintas figuras del Viejo Testamento a quienes Dios «escuchó» sus peticiones: Moisés, Josué, Jacob, Elías, Isaías (con respecto al «Reloj de Acaz»), para concluir que José «los excede a todos / en la perfección».

El «Segundo Nocturno», que comienza con el villancico IV, nos transmite la admiración de la poeta por el silencio de José haciendo un contrapunteo con el silencio de Zacarías284. José calla -nos dice- porque la del «Verbo Eterno / es la que tiene por Palabra suya», y prosigue con versos significativos:


Virgen y silencioso,
ni halaga ni fecunda
el tálamo, de prole,
ni el aire, de sus ecos con dulzuras.



  —198→  

La monja apunta a dos virtudes que considera importantes en José: el ser virgen y el ser callado; como consecuencia, el tálamo se exime de hijos y el aire se priva de sus dulces voces, tal como se suponía debía suceder con las monjas que habitaban los conventos. En el villancico siguiente desarrolla el mismo tema al decirnos que José es virgen dos veces, por él y por María:


El tener Dios Madre Virgen
le debe: pues a merced
lo fue de José, cediendo
su matrimonial poder.



Sor Juana nos muestra aquí, así como en otros lugares, el conocimiento que tenía de lo que se había escrito sobre estas cuestiones: José tenía el derecho de cohabitación con su esposa, pero lo había renunciado por santidad prometiendo permanecer virgen. Los versos que siguen nos muestran el valor que la escritora le otorgaba a la virtud de la castidad, al darnos la medida de la perfección de José al merecer tal esposa: «Si la mujer buena al hombre / se le da, porque obra bien, / ¿cuál será la dignidad / que mereció tal mujer?». Es decir, José estaba hecho a la medida de María. El villancico vil trata el tema del pugilato de las «finezas» entre Dios y José.

En el «Tercero Nocturno» también oímos ecos de preguntas que se han hecho teólogos de la Iglesia:


¿Por qué no de simple Virgen,
sino ligada a la unión
del Matrimonial consorcio,
el Hijo de Dios nació?



Y la respuesta de la monja es: «Digo, que fué por premiar / de José la perfección / pues sólo era digno premio / el llamarlo   —199→   Padre, Dios». El villancico VIII, el final en este juego, es el que llaman de «la ensalada» por su vivacidad y por ofrecer diferentes tipos de composiciones. La «jácara» nos da, en forma popular, recuentos de la huida a Egipto y de la pérdida de Jesús en el templo; Sor Juana aprovecha este último pasaje para burlarse de los «mentecatos» que interpelaban a Jesús en la sinagoga. Luego siguen adivinanzas a la manera infantil, que pretenden descubrir cuál es el mejor oficio de los que tuvo José, decidiendo que es el oficio de «Prima clase» el ser patrón de España. Inmediatamente, la monja hace intervenir a un indio y a un negro quienes dicen, respectivamente, que el «mejor San José» es la estatua que está en la iglesia de Xochimilco, realzando de este modo la habilidad artística del indio; y el negro, a continuación, dice que lo mejor de San José es que pudo ser negro «[p]ues ¿no pulo de Sabá / telé algún cualteló?» (la reina Sabá era de la raza negra; aquí se habla de una posible cuarta parte en la genealogía de José)285. Esta es una pequeña instancia de: la simpatía humanitaria, o llámese caridad cristiana, para con los marginados, que aparece frecuentemente en los villancicos de la monja.

Este juego de villancicos tiene a continuación, lo que no es frecuente, una serie de otros que se escribieron «A la Epístola», «Al Ofertorio», «Al Alzar» y «Al Ite Missa Est». Los temas que se desarrollan en ellos, resumiendo, son los siguientes: en el estribillo y coplas de la Epístola, vemos un contrapunteo entre José y el apóstol Tomás en relación con el «ver para creer» de la llaga de Jesús, y el «no-ver creyendo» en relación con el vientre grávido de María. En el «Ofertorio» se continúa con el mismo tema aunque aquí se liga a José con el soñar y la aparición del ángel, así como al tópico barroco de desconfiar de la vista: «Si dicen que en el empleo / de mi Esposa   —200→   falta fe, / nunca estoy más ciego que / cuando veo». En el momento de «alzar», se desarrolla lo mismo en relación con lo que José sabe dormido o despierto, llegando a la ambigüedad también barroca del sueño y la vigilia y de cuál sea la realidad. En el ite missa est, se hace, de nuevo, una aproximación entre la persona divina y la de José.

En este largo recorrido, hemos analizado la figura de San José desde el punto de vista femenino, y teniendo en cuenta las circunstancias vitales de dos mujeres-monjas hispanas que vivieron en un mundo paternalista y autoritario en el que era difícil la utilización de su inteligencia y el desarrollo de su habilidad de escritoras. Estas dos monjas oponen a la lujuria del siglo -entre otras virtudes menos relevantes-, la castidad y contención de José y el cuidado y devoción a su familia en contraste con las circunstancias reales -o que podemos suponer- de sus experiencias familiares. Si, como es el caso en Sor Juana, la figura de la Virgen María fue estandarte en su defensa personal en cuanto al derecho de la mujer a la intelectualidad, la de San José fue aprovechada por Sor Juana y Sor Marcela, para mostrar el modelo de hombre al que debían aspirar los mundos sociales de ambos lados del Atlántico.

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Portada Segundo Volumen de las Obras de Sor Juana Inés de la Cruz

Portada del Segundo Volumen de las Obras de Sor Juana Inés de la Cruz





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