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En compañía de Martín Rivas

Milton Rossel





Cúmplese el presente año el centenario de la publicación de Martín Rivas, oportunidad propicia para lanzar la mirada hacia atrás, releer esta novela, atisbar en la psique de los personajes y, sobreponiéndose al rigor del examen crítico, determinar cuánto en ella ha caducado y cuánto permanece vigente, resistiendo la ineluctable mutación de las circunstancias temporales, ya en el plano estético, ya en el de las modas y costumbres. Y, al final, podremos concluir que la calificación de «maestro y padre de la novela chilena» con que se jerarquiza a Alberto Blest Gana rige sin dudas, pero más por sus creaciones humanas que por los atributos propiamente literarios. Posee Martín Rivas una virtud fundamental para quienes dan al arte y a la literatura en particular un sentido lúdico: es de esas novelas que se leen con agrado, que entretienen, incluso mantienen al lector en constante tensión, alerta su curiosidad para conocer el destino de esas personas con las cuales convive como realidades de su propio mundo cotidiano.

Hace cien años que a Santiago llegó Martín Rivas a través de las páginas en que lo inmortalizó Alberto Blest Gana. Su imagen de joven provinciano, tímido, pero ganoso de triunfar, aún no se esfuma en tan larga perspectiva de tiempo. La vitalidad de su estirpe ha sido tan recia que ninguna fuerza ha podido anularla. Los cambios que ella ha sufrido al adaptarse a incesantes situaciones ambientales y sociales no han modificado su condición intrínseca.

En la progenie actual de Martín Rivas casi no se reconoce al provinciano. No se advierte ningún distintivo en su manera de vestir, si bien en los ademanes aún se le ve cohibido. Hasta su misma voz cantarina adquiere las tonalidades enfáticas de quien encubre deseos de imponerse. Conserva la entereza de su antepasado frente a la arrogancia de los poderosos y sobre todo con los que blasonan abolengos. Su voluntad de vencer se ha hecho más tenaz, más impetuosa su decisión de eliminar a quienes le impiden escalar posiciones espectables.

En los retoños de Martín Rivas su modesto rincón provinciano se arrincona en el desván de los recuerdos. Apenas se relacionan con los parientes más próximos que siguen viviendo en él. En los ratos de recogimiento añoran la placidez de las calles de su ciudad: asimismo, la retrata en la plaza a la hora del mediodía, después de la misa dominical. No olvidan tampoco esos inocentes idilios de miradas encendidas. En el corazón de estos nietos o bisnietos de Martín Rivas nunca desaparece la estampa de la ciudad natal, donde discurrió su adolescencia e hizo sus estudios secundarios, porque allí vive su madre, viuda, cuyo único amparo en su pobreza es la esperanza en el hijo aprovechando que ha ido a Santiago a estudiar una profesión.

Estos Martín Rivas de ahora conviven en la capital en un mismo plano con quienes suponían de un nivel social y económico tan opuesto al suyo que les parecían de raza distinta, superior. Pero pronto se dan cuenta de que en cultura e inteligencia no los aventajan. Bien lo han podido comprobar en las conversaciones y, en especial, en la Universidad. Son los nuevos Martín Rivas, como su progenitor, de los mejores alumnos de la Escuela de Leyes, y en las asambleas de estudiantes se imponen por su palabra convincente, por la madurez de juicio y solidez de conocimiento y por cierta emoción con que se animan al expresar la idea de una sociedad más justa, sin pobres. Porque Martín Rivas y sus descendientes son ilusos, románticos. Pero esta ilusión y este romanticismo les duran, en la mayoría de los casos, hasta el momento en que se hacen de un buen destino y logran sinecuras y nombradía social y política y han redondeado su panza y entibiado las pasiones que en un tiempo forjó su conciencia soñadora de adolescentes.

Como viejo amigo de Martín Rivas, puesto que lo conocimos hace más de cuarenta años en lo más íntimo de su personalidad y aun con tronco genealógico común, lo recordamos como un paradigma por sus actitudes enaltecedoras: energía para desbrozar las marañas, apetencias intelectuales, sinceridad en sus reacciones sentimentales, afán de servir, soñador al extremo de solidarizar heroicamente con quienes luchan hasta el sacrificio de su vida por una libertad inasible.

Escuchemos después de un siglo, la voz apenas audible, aunque fresca en su emoción, de aquel que lo conoció personalmente, adentró en su alma y dejó testimonio en una historia tanto más seductora cuanto el autor prefirió aderezarla con ingredientes de ficción, a fin de que los sucesos y las aposturas que jalonaron la existencia de Martín Rivas surjan con la viveza y realismo que tuvieron.

Evoquemos aquellos aspectos de su vida que mejor lo muestran como personaje de un momento en que apuntan los primeros síntomas de nuestra evolución social, cuando al terminar de desperezarse de la modorra colonial el país, prenden, con fervor romántico, en los jóvenes cultos de entonces, los principios libertarios y justicieros venidos de la vieja Francia.

Releamos esta novela que lleva por título el nombre ya simbólico del estudiante llegado a Santiago sin otros atuendos que su voluntad e ilusiones. Y releámosla no con intención estética, en rebusca de hallazgos estilísticos, que en tal sentido no es mucho lo que puede ofrecernos.

Leamos sus páginas con la misma curiosidad con que nos aproximamos a esos viejos álbumes familiares donde se archivan, como reliquias, retratos de parientes lejanos, amigos de antaño, mujeres que en su belleza suscitaron intensas pasiones. A través de esos daguerrotipos en que la realidad aparece fielmente captada, sumámonos a ese pasado para alternar con Martín Rivas sin salirnos del marco de sus peripecias.

Al reencontrarnos con el héroe novelesco, no sólo nos interesará él como individuo aislado, sino el medio en que se mueve, las costumbres de la época y todo aquello que, de modo directo o indirecto, se vincula a sus incidencias. De ahí que esta obra de Alberto Blest Gana sea un amplio retablo de personas, hechos, cosas del mundo santiaguino de mediados de la centuria pasada. Temas de conversaciones, vestuarios, preocupaciones, ideas políticas de los caballeros, actitud revolucionaria de algunos jóvenes ilusos, tipos de medio pelo, diversiones populares, etc. Todo ello adquiere animación, colorido, relieve en las páginas de Martín Rivas, con la fuerza del pintor que transmite a su pincel la vibración de su propia alma.

Algunas de las personas pintadas aparecen desteñidas por el tiempo; otras exhiben uno que otro rasgo diferenciador, y unas pocas están tan vivas que parecen escaparse de su inmovilidad para incorporarse al fluir de los acontecimientos actuales.

Sabemos que Martín Rivas era de provincia, de Copiapó, que su madre había muerto y dejado a la familia con exiguos recursos económicos. En Santiago, Martín llega a casa de Dámaso Encina, hombre adinerado y deseoso de figuración social y política, y cuya fortuna se debía a negocios no muy correctos con el padre de Martín Rivas. A poco de adentrar en la novela, advertimos el contraste entre la modestia y dignidad del joven provinciano y la soberbia complaciente de su acaudalado protector.

Este contraste entre las condiciones sociales y económicas de los protagonistas de Martín Rivas y de otras novelas de Blest Gana como El Loco Estero y El Ideal de un Calavera son, en cierto modo, el leitmotiv de los sucesos que tejen la trama de la acción. Estas diferencias de clases sociales son los motivos dominantes para acentuar los conflictos sentimentales que sirven de fabulación al relato. No se crea, por ello, que Blest Gana se comporte con intención política de lanzar a una clase contra otra para dar el triunfo a la de su simpatía. Blest Gana, como realista fiel a su maestro Balzac, pinta los hechos con verismo, plantea problemas, fija como en una instantánea lo que él ve y siente en torno suyo. Y siempre su enfoque de la realidad circunstancial lo hace desde un ángulo en que apenas las sombras subrayan los defectos de los personajes retratados.

Si bien la novela es movida y los episodios transcurren sin que el autor se detenga en latas consideraciones o en morosos análisis sicológicos, hay páginas en que Blest Gana expone, como para dar mayor relieve a algunos retratos, pensamientos propios. Así, al presentar a Dámaso Encina dice que «su familia era considerada como una de las más aristocráticas de Santiago». Este hecho no tendría ninguna importancia si no continuara el mismo Blest Gana diciendo que «los que cifran su vanidad en los favores ciegos de la fortuna afectan ordinariamente una insolencia, con la que creen ocultar su nulidad, que les hace mirar con menosprecio a los que no pueden, como ellos, comprar la consideración con el lujo o con la fama de sus caudales».

Por estas palabras de Blest Gana vemos que no sólo Martín Rivas ha tenido descendientes, sino también don Dámaso Encina. Pues pertenece éste a la ralea de los que, enriquecidos con malas artes, atropellan para encumbrarse y obtener colocaciones eminentes sobre todo en la política, a fin de incrementar su fortuna. Aspira don Dámaso Encina a ser senador y siempre se le advierte bienquisto con el gobierno, para lo cual no arriesga ninguna opinión personal, si logra tenerla, que pueda perjudicarlo en sus ambiciones.

Su hijo representa la antítesis de Martín. Mientras ése se esfuerza por abrirse camino merced a su personal disposición y se muestra entero en la adversidad y orgulloso ante quienes tratan de humillarlo, aquél es derrochador, flojo, pues no trabaja, y vive de lo que le da su padre, y cuando se ve enredado en el ardid de un supuesto matrimonio con una plebeya tiene que ser Martín Rivas quien lo saque del embrollo a que fue llevado por su atolondramiento y malas intenciones. A pesar de todo, posee rasgos generosos que lo hacen hasta simpático en su simpleza.

Más próximo a la índole de Martín Rivas se encuentra Rafael San Luis, a quien el copiapino conoció en la Escuela de Leyes, y se hicieron pronto amigos íntimos y confidentes de sus desventuras sentimentales. Aun cuando no ocupa los primeros planos en el desarrollo de la acción novelesca, Rafael San Luis destaca con mayor simpatía en el repertorio de cuantos actúan en Martín Rivas. Pertenece a la Sociedad de la Igualdad. Idealista, romántico, desgraciado en amores, liberal en el sentido tradicional de la palabra -tendencia revolucionaria entonces-, es uno de los que encabezan el motín del 20 de abril de 1851, siendo muerto en la refriega. Al final de la novela, en carta dirigida a su hermana Mercedes, Blest Gana pone en la pluma de Martín Rivas frases conmovedoras al recordar a su amigo Rafael San Luis. «La vigorosa hidalguía de Rafael -escribe-, su noble y varonil corazón, vivirán eternamente en mi memoria: no puedo pensar, sin profundo sentimiento, en la pérdida de tan rica organización moral. En el corazón de ese amante desesperado, la voz de la libertad había hecho nacer otro mundo de amor, en el que pasaban, como lejanas sombras, las melancolías del primero».

Contrastando con Martín Rivas, Agustín Encina y Rafael San Luis se yergue, con tonos sombríos, la imagen de Amador Molina, inútil, marrullero, venal, cobarde, de baja estofa, de medio pelo, hijo de doña Bernarda, amiga de los naipes casamentera, pero con ese humor sano que aflora en nuestra gente de genuina extracción popular, y que, a pesar de su pobreza, posee arrestos de dignidad como los de sus hijas Adelaida y Edelmira, especialmente de ésta.

En la narración de la jornada del 20 de abril hay unas líneas en que se subraya la avilantez de la condición de Amador Molina:

«Martín entró también con la misma ilusión y se encontró en el zaguán con Amador Molina, que, habiéndose ocultado durante la refriega, gritaba en ese instante en favor del Gobierno y contra los revolucionarios que al principio había querido apoyar.

»Un joven de los que habían militado con Rivas se acercó a él.

»-Estamos perdidos -le dijo-: la tropa nos abandona y es preciso huir.

»En ese mismo momento, Amador gritaba:

»-Ricardo, aquí hay dos revolucionarios.

»-¡Cobarde! -le dijo Martín, tomándole del pescuezo-, te tengo lástima y te perdono».

¿Podrían encarnar estas creaciones novelescas de Blest Gana tres tipos bien definidos de nuestra realidad social? Bastante se ha especulado sobre esto. Se ha dicho que Martín Rivas es la clase media, con todo el impulso de surgir, de hacerse un destino con los recursos de su propia capacidad. Clase media provinciana, que no trepida en saltar los muros que se levantan frente a su decisión de darse en plenitud amorosa cuando se enamora de una muchacha de una clase social considerada superior a la suya. Así es este Martín Rivas cuando se instala en sus sentimientos Leonor, la hija de don Dámaso Encina.

Mientras Martín Rivas adopta con la modesta familia Molina una conducta digna y no pretende aprovecharse de Edelmira, a pesar de que ésta le manifiesta un amor sin frenos, Agustín, infantilmente atraído por Adelaida, busca toda suerte de malas artes para poseerla, lo que no consigue, gracias a la astucia picaresca e indecorosa de Amador.

Se suceden, pues, los motivos para que Martín Rivas se capte la simpatía del lector. Siempre digno, caballeroso, comprensivo, cordial con esa familia Molina, calificada despectivamente de medio pelo y, sobre todo, con Edelmira, cuando le pide que la ampare de la voluntad materna de casarla con el oficial de policías Ricardo Castaños, a quien ella no quiere.

Amador Molina es un espécimen muy singular de lo que se ha llamado medio pelo, algo así como subclase media, y que en nuestros días se reproduce abundantemente. Presume de vivo y hasta de elegante. Sin ser propiamente un colérico, exagera lo que él cree es la última moda.

En la rápida evolución social que en los últimos cuarenta años ha tenido Chile por su mayor desarrollo político, económico y educacional, y por el gran número de emigrantes radicados en el país, han ido borrándose las diferencias sociales, sobre todo aquellas que se fundamentaban en el abolengo. La progenie de Martín Rivas, Agustín Encina y Amador Molina asciende y desciende en la escala social, según el resultado favorable o desfavorable del balance de su personal economía. Otro es el caso de Rafael San Luis. Su idealismo, sus sentimientos, su desinterés y generosidad, su conformación moral e intelectual, lo distancian de todo medio artificial y acomodaticio, allí donde el político oscila entre la promesa mendaz y la genuflexión servil.

En el trasfondo de la novela circulan otros personajes, cuyas peculiaridades destacan inconfundiblemente. Así, don Simón Arenal y don Fidel Elías, contertulios de don Dámaso Encina. A éstos ni el tiempo ni las circunstancias han alterado el verismo humano con que los forjó el novelista. De ellos dice Blest Gana que «eran el tipo de hombre parásito en política, que vive siempre al arrimo de la autoridad y no profesa más credo político que su conveniencia particular y una ciega adhesión a la gran palabra Orden». Hace cien años que Blest Gana escribió las palabras trascriptas y ellas rigen todavía con la misma evidencia de entonces. Pero sigamos leyendo: «Don Simón Arenal y don Fidel Elías aprobaban sin examen todo golpe de autoridad y calificaban con desdeñosos títulos de revolucionarios y demagogos a los que, sin estar constituidos en autoridad, se preocupaban de la cosa pública».

Era la época de la Sociedad de la Igualdad, allí donde hablaban Santiago Arcos, Francisco Bilbao y otros iluminados de un socialismo vagaroso y difuso, más romántico que de contenido económico y social. A pesar de que ese fuego juvenil pareció de vida efímera, encendió ideales de avanzada social y política que con el transcurso del tiempo han ido concretándose en leyes de protección y estímulo al trabajador de la mano y del intelecto, al humilde jornalero y al modesto hombre de clase media.

Transcribimos el siguiente diálogo en que se ve el concepto que algunos señorones tenían de la Sociedad de la Igualdad:

»-Convéncete, Dámaso -decía don Fidel-, esta Sociedad de la Igualdad es una pandilla de descamisados que quieren repartirse nuestra fortuna.

»-Y, sobre todo -decía don Simón, a quien el Gobierno nombraba siempre para diversas comisiones-, los que hacen oposición es porque quieren empleo.

»-Pero, hombre -replicaba don Dámaso-, ¿y las escuelas que funda esa sociedad para educar al pueblo?

»¡Qué pueblo, ni qué pueblo! -contesta don Fidel-. Es el peor mal que pueden hacer, estar enseñando a ser caballeros a esa pandilla de rotos.

»-Si yo fuese Gobierno -dijo don Simón-, no los dejaría reunirse nunca. ¿Adónde vamos a parar con que todos se metan en política?

»-¡Pero si son tan ciudadanos como nosotros! -replicó don Dámaso-.

»-Sí; pero ciudadanos sin un centavo, ciudadanos hambrientos -repuso don Fidel-.

»-Y, entonces, ¿para qué estamos en República? -dijo doña Francisca, mezclándose en la conversación.

»-Ojalá no lo estuviéramos -contestó su marido-.

»-¡Jesús! -exclamó escandalizada la señora-.

»-Mira, hija, las mujeres no deben hablar de política -dijo sentenciosamente don Fidel-.

»-A las mujeres, las flores y la tualeta, querida tía -le dijo Agustín, que oyó la máxima de don Fidel-.

»-Este niño ha vuelto más tonto de Europa -murmuró, picada, la tía-».

Y sigue el diálogo con esa gracia, viveza y penetración psicológica con que Alberto Blest Gana perfiló caracteres y animó costumbres.

La trama sentimental que forma propiamente lo novelesco de Martín Rivas no nos interesa mayormente, pues las reacciones emotivas de los personajes principales nos parecen fuera de foco para nuestro tiempo, y fluye de los conflictos de los jóvenes enamorados una sensibilidad exagerada, un romanticismo blando y dulzón, incluso de mal gusto en las cartas. La novela está muy bien urdida, los sucesos se encadenan complicándose la acción a medida que se adentra en el mundo íntimo de los protagonistas; y como un mecanismo de relojería literaria perfecto, se llega al clímax en el momento preciso en que el nudo de la ficción se descorre para dar con el desenlace. Nada resulta inesperado, ilógico, absurdo. Descontada la muerte heroica de Rafael San Luis, en el motín del 20 de abril, todo se resuelve en una atmósfera de optimismo, las parejas enamoradas se casan, se acomodan en la vida y son felices. Aunque el autor no lo dice, don Dámaso Encina habrá obtenido el ambicionado sillón senatorial y siempre estará con el Gobierno.

Si en el aspecto literario Martín Rivas se ha resquebrajado, en su textura humana y social no ha perdido vigencia, sobre todo en ese Martín Rivas de tan larga descendencia, la cual lleva, aun cuando se haya identificado con el desconcierto caótico de nuestro tiempo, los genes de su lejano antepasado, y de súbito afloran ellos en reacciones que dignifican su estirpe. De esta manera nunca deja de ser fiel a la intención que tuvo su progenitor al concebirlo, intención explícitamente manifestada por Alberto Blest Gana en la dedicatoria de esta novela a Manuel Antonio Matta, fundador del Partido Radical, cuyas doctrinas en esa época fueron más adelante en su posición revolucionaria que la del Liberal, que también lo era entonces.

Dice Blest Gana en la aludida dedicatoria: «Por más de un título te corresponde la dedicatoria de esta novela: ella ha visto la luz pública en las columnas de un periódico fundado por tu esfuerzo y dirigido por tu decisión y constancia a la propagación y defensa de los principios liberales; su protagonista ofrece el tipo, digno de imitarse, de los que consagran un culto inalterable a las nobles virtudes del corazón, y, finalmente, mi amistad quiere aprovechar esta ocasión de darte un testimonio de que al cariño nacido en la infancia se une ahora el profundo aprecio que inspiran la hidalguía y el patriotismo puestos al servicio de una buena causa con entero desinterés».

En las palabras de esta dedicatoria se advierte el propósito de Blest Gana de encarnar en Martín Rivas sus propios ideales políticos, cuya «propagación y defensa» han estado en manos de Manuel Antonio Matta, al que le une «el profundo aprecio que inspiran la hidalguía y el patriotismo puestos al servicio de una buena causa con entero desinterés».

Por el contenido de esta dedicatoria, ¿no se podría, acaso, inscribir a Alberto Blest Gana en la lista de los que primero, en Chile, han hecho «literatura comprometida»? Es decir, literatura al servicio de... En este caso, de la doctrina liberal.

Hace cien años que Martín Rivas vive inmortalizado en la novela de Alberto Blest Gana. Hemos recordado al padre y al hijo. Al primero por haber engendrado un vástago que lo honra, y a éste porque supo ejemplificar, con su conducta e inteligencia, a su generación; y si sus descendientes no siempre han tenido la altitud moral suya, han contribuido a dar solidez y prestancia a nuestra tierra, tan abigarrada en su geografía, pero solidaria en la voluntad de su gente por repechar superiores condiciones de vida.





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